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la cosa resultaba imposible. El mundo tulipanero, sin embargo, no se quedó menos emocionado por la posibilidad de su realización. Algunos aficionad...

la cosa resultaba imposible. El mundo tulipanero, sin embargo, no se quedó menos emocionado por la posibilidad de su realización. Algunos aficionados acogieron la idea, pero sin creer en su aplicación; tal es el poder imaginativo de los horticultores que, aun considerando su especulación como fallida por adelantado, no pensaron al principio más que en este gran tulipán negro reputado quiméricamente como el cisne negro de Horacio, y como el mirlo blanco de la tradición francesa. Van Baerle fue uno de los tulipaneros que acogieron la idea; Boxtel fue de los que pensaron en la especulación. Desde el momento en que Van Baerle tuvo incrustada esta tarea en su perspicaz e ingeniosa cabeza, comenzó lentamente las siembras y las operaciones necesarias para llevar del rojo al pardo, y del pardo al marrón oscuro, los tulipanes que había cultivado hasta entonces. A partir del año siguiente, obtuvo especies de un pardo perfecto, y Boxtel los percibió en su platabanda, cuando él no había encontrado todavía más que el castaño claro. Tal vez resultaría interesante explicar a los lectores las bellas teorías que tienden a demostrar que el tulipán toma sus colores de los elementos; tal vez nos agradaría establecer que nada es imposible para el horticultor que pone a contribución, con su paciencia y su genio, el fuego del sol, el candor del agua, los jugos de la tierra y los soplos del aire. Pero éste no es un tratado del tulipán en general; es la historia de un tulipán en particular lo que hemos resuelto escribir; nos ceñiremos a él por atractivos que sean los incentivos del sujeto yuxtapuesto al que nos proponemos. Boxtel, una vez más vencido por la superioridad de su enemigo, se aburrió del cultivo y, medio loco, se dedicó por entero a la observación. La casa de su rival era una claraboya. jardín abierto al sol, cuartos vidriados penetrables a la vista, casilleros, armarios, botes y etiquetas en los cuales el telescopio se sumergía fácilmente; Boxtel dejó pudrirse las cebollas en sus camas, secar los capullos en sus cajas, morir los tulipanes en sus platabandas, y, desde entonces, concentrando su vida en su vista, no se ocupó más que de lo que ocurría en casa de Van Baerle: respiró por el tallo de sus tulipanes, apagó su sed con el agua que les echaban, y se sació con la tierra blanda y fina que espolvoreaba el vecino sobre sus queridas cebollas. Pero lo más curioso del trabajo no se operaba en el jardín. Sonaba una hora, la una de la noche, y Van Baerle subía a su laboratorio, en el cuarto vidriado donde el telescopio de Boxtel penetraba también, y allí, cuando las luces del sabio sucediendo a los rayos del día iluminaban paredes y ventanas, Boxtel veía funcionar el genio inventivo de su rival. Le contemplaba escoger sus granos, regándolos con sustancias destinadas a modificarlos o a colorearlos. Lo adivinaba, cuando calentando algunos de aquellos granos, humedeciéndolos luego, combinándolos después con otros en una especie de injerto, operación minuciosa y maravillosamente realizada, encerraba en las tinieblas los que debían dar el color negro, exponía al sol o a la lámpara los que debían dar el color rojo, miraba en el eterno reflejo del agua los que debían proporcionar el color blanco, cándida representación hermética del elemento húmedo. Esta magia inocente, fruto del sueño infantil y del genio viril conjuntamente, ese trabajo paciente, eterno, del que Boxtel se reconocía incapaz, vertía en el telescopio del envidioso toda su vida, todo su pensamiento, toda su esperanza. ¡Cosa extraña! Tanto interés y el amor propio del arte no había apagado en Isaac la feroz envidia, la sed de venganza. Algunas veces, teniendo a Van Baerle bajo su telescopio, se hacía la ilusión que lo apuntaba con un mosquete infalible, y buscaba con el dedo el gatillo para soltar el disparo que debía matarlo; pero ya es tiempo de que volvamos de aquella época de los trabajos de uno y del espionaje del otro a la visita que Corneille de Witt, Ruart de Pulten, acababa de hacer a su ciudad natal. EL HOMBRE FELIZ ENTABLA CONOCIMIENTO CON LA DESGRACIA Corneille después de haber atendido los asuntos de su familia, llegó a casa de su ahijado, Cornelius van Baerle, en el mes de enero del año de gracia de 1672. Caía la noche. Corneille, aunque poco dado a la horticultura, y menos todavía a las artes, visitó toda la casa, desde el taller hasta el invernadero; desde los cuadros hasta los tulipanes. Agradeció a su sobrino el haberle dejado en buen lugar sobre el puente de la nave almirante Les Sept Provinces durante la batalla de Southwood—Bay, y el haber dado su nombre a un magnífico tulipán, y todo ello con la complacencia y la afabilidad que pudiera tener un padre hacia su hijo; y mientras inspeccionaba así los tesoros de Van Baerle, la muchedumbre se estacionaba con curiosidad, incluso con respeto, delante de la puerta del hombre feliz. Todo este ruido despertó la atención de Boxtel, que cenaba cerca de su fuego. Se informó de lo que ocurría, lo supo y trepó a su laboratorio. Y allí, a pesar del frío, se instaló, con el ojo en el telescopio. Este telescopio no le era ya de gran utilidad desde el otoño de 1671. Los tulipanes, frioleros como verdaderos hijos de Oriente, no se cultivan en la tierra en invierno. Necesitan el interior de la casa, el lecho mullido de los cajones y las dulces caricias de la estufa. Así, Cornelius se pasaba todo el invierno en su laboratorio, en medio de sus libros y de sus cuadros. Raramente iba a la habitación de las cebollas si no era para dejar entrar allí algunos rayos de sol, que sorprendía en el cielo, y a los que forzaba, abriendo una trampilla vidriada, a caer de buen o mal grado en su casa. La noche de la que hablamos, después de que Corneille y Cornelius hubieron visitado juntos los apartamentos, seg

Esta pregunta también está en el material:

El_tulipan_negro-Dumas_Alexandre
204 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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