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abejas de fino talle, de antenas de oro, de alas diáfanas, pasan por entre los barrotes, desertan del frío, de la soledad, de la tristeza, para ir ...

abejas de fino talle, de antenas de oro, de alas diáfanas, pasan por entre los barrotes, desertan del frío, de la soledad, de la tristeza, para ir a buscar más lejos los perfumes y las calientes exhalaciones. ¡La felicidad, en fin! Rosa miraba a Cornelius con una sonrisa que éste no veía, tenía la vista levantada al cielo. Continuó con un suspiro: Vos me habéis abandonado, señorita Rosa, para gozar de vuestras cuatro estaciones de placeres. Habéis hecho bien; no me lamento. ¿Qué derecho tenía para exigir vuestra fidelidad? ¡Mi fidelidad! exclamó Rosa anegada en lágrimas, y sin tomarse el trabajo de ocultar por más tiempo a Cornelius aquel rosario de perlas que rodaba por sus mejillas. ¡Mi fidelidad! ¿No os he sido fiel? ¡Ay! ¿Es serme fiel preguntó Cornelius abandonarme, dejarme morir aquí? Pero, señor Cornelius protestó Rosa, ¿no he hecho por vos todo lo que podía para agradaros, no me he ocupado de vuestro tulipán? ¡Con amargura, Rosa! Me reprocháis la única alegría sin mancha que he tenido en este mundo. No os reprocho nada, señor Cornelius, sino la única pena profunda que he sentido desde el día en que vinieron a decirme a la Buytenhoff que ibais a ser ajusticiado. Os desagrada, Rosa, mi dulce Rosa, os desagrada que yo ame a las flores. No me desagrada que vos las améis, solamente me entristece que las améis más de lo que me amáis a mí misma. ¡Ah! Querida, querida bien amada exclamó Cornelius mirad cómo tiemblan mis manos, mirad cuán pálida está mi frente, escuchad, escuchad cómo late mi corazón; ¡pues bien!, no es porque mi tulipán negro me sonríe y me llama, no. Es porque vos me sonreís, es porque vos inclináis vuestra frente hacia mí; es porque no sé si esto es verdad, es porque me parece que, aun rehusándolas, vuestras manos aspiran a las mías y siento el calor de vuestras bellas mejillas tras el frío enrejado. Rosa, amor mío, romped el bulbo del tulipán negro, destruid la esperanza de esta flor, apagad la dulce luz de este sueño casto y encantador con el que me había habituado cada día. ¡Sea! Nada de flores de ricos vestidos, de gracias elegantes, de caprichos divinos, despojadme de todo esto, flor celosa de otras flores, despojadme de todo esto, pero no me quitéis vuestra voz, vuestro gesto, el rumor de vuestros pasos por la pesada escalera, no me quitéis el fuego de vuestros ojos en el sombrío corredor, la certeza de vuestro amor que acaricia perpetuamente mi corazón; amadme, Rosa, porque realmente yo siento que os amo. Después del tulipán negro suspiró la joven, cuyas manos tibias y acariciantes consentían por fin en entregarse a través del enrejado a los labios de Cornelius. Antes que nada, Rosa... ¿He de creeros? Como creéis en Dios. Sea, ¿no os compromete mucho el amarme? Muy poco, desgraciadamente, querida Rosa, pero os compromete a vos. ¿A mí? preguntó Rosa. ¿Y a qué me compromete esto? En primer lugar, a no casaros. Ella sonrió. ¡Ah! Así es como sois los hombres dijo tiranos. Adoráis a una belleza: no pensáis más que en ella, no soñáis más que con ella. Sois condenados a muerte, y al marchar hacia el patíbulo le consagráis vuestro último suspiro, y exigís de mí, pobre chica, exigís el sacrificio de mis sueños, de mi ambición. Pero ¿de qué belleza me habláis, Rosa? preguntó Cornelius buscando en sus recuerdos, inútilmente, una mujer a la cual Rosa pudiera hacer alusión. Pues de la belleza negra, señor, de la belleza negra de talle flexible, de pies finos, de cabeza llena de nobleza. Me refiero a vuestra flor, naturalmente. Cornelius sonrió. Belleza imaginaria, mi buena Rosa, mientras que vos, sin contar a vuestro enamorado, o más bien a mi enamorado Jacob, estáis rodeada de galanes que os hacen la corte. ¿Recordáis, Rosa, lo que me habéis dicho de los estudiantes, de los oficiales, de los dependientes de La Haya? Pues bien, ¿no hay en Loevestein dependientes, oficiales, estudiantes? ¡Oh! Sí que los hay por cierto, y hasta demasiados dijo Rosa. ¿Que escriben? Que escriben. Y Cornelius lanzó un suspiro al pensar que era a él, pobre prisionero, a quien Rosa debía el privilegio de leer las notas que recibía. ¡Pues sí! prosiguió Rosa. Pero me parece, señor Cornelius, que al leer las notas que me escriben, al examinar los galanes que se me presentan, no hay más que seguir vuestras instrucciones. ¿Cómo mis instrucciones? Sí, vuestras instrucciones. Olvidáis continuo Rosa suspirando a su vez, olvidáis el testamento escrito por vos en la Biblia del señor Corneille de Witt. ¡Yo no lo olvido! Porque, ahora que sé leer, lo releo todos los días, y más bien dos veces que una. ¡Pues bien! En ese testamento, me ordenáis amar y casarme con un guapo joven de veintiséis a veintiocho años. Yo busco a ese joven, y como toda mi jornada está consagrada a vuestro tulipán, es preciso que me dejéis la noche para hallarlo. ¡Ah, Rosa! El testamento se hizo en prevision de mi muerte y, gracias al Cielo, estoy vivo. Por lo tanto queda sin efecto, si así lo deseáis. ¡Pues bien! Entonces, no buscaré a ese guapo joven de veintiséis a veintiocho años, y vendré a veros. ¡Ah! Sí, Rosa, venid! Venid! Mas con una condición. ¡Está aceptada de antemano! Que durante tres días no hablemos del tulipán negro. No hablaremos nunca si lo exigís, Rosa. ¡Oh! exclamó la joven. No hay que pedir lo imposible. Y, como por descuido, aproximó su fresca mej

Esta pregunta también está en el material:

El_tulipan_negro-Dumas_Alexandre
204 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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