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¡Guardadlo! Y si el fuego del cielo cayera sobre Loevestein, juradme, Rosa, que en lugar de vuestros anillos, de vuestras joyas, de este hermoso ca...

¡Guardadlo! Y si el fuego del cielo cayera sobre Loevestein, juradme, Rosa, que en lugar de vuestros anillos, de vuestras joyas, de este hermoso casco de oro que enmarca tan bien vuestro rostro, juradme, Rosa, que os llevaríais este último bulbo que encierra mi tulipán negro. —Estad tranquilo, señor Cornelius —asintió Rosa con una dulce mezcla de tristeza y de solemnidad—. Estad tranquilo, vuestros deseos son órdenes para mí. —E incluso —continuó el joven enardeciéndose cada vez más—, si percibiéseis que erais seguida, que se espían vuestros pasos, que vuestras conversaciones despiertan las sospechas de vuestro padre o de ese espantoso Jacob a quien detesto, ¡pues bien!, Rosa, sacrificadme enseguida, a mí que no vivo más que para vos, que no tengo a nadie más que a vos en el mundo, sacrificadme… no me veáis más. Rosa sintió oprimírsele el corazón en su pecho; las lágrimas brotaron de sus ojos. —¡Ay! —exclamó. —¿Qué? —preguntó Cornelius. —Veo una cosa. —¿Qué veis? —Veo —dijo la joven estallando en sollozos—, veo que vos amáis tanto a los tulipanes, que no queda lugar en vuestro corazón para otros afectos. Y huyó. Cornelius pasó una de las peores noches que jamás había pasado. Ahora, ¿cómo vamos a explicar este extraño carácter a los tulipaneros perfectos como los que todavía existen en este mundo? Lo confesamos para vergüenza de nuestro héroe y de la horticultura; de sus dos amores, el que Cornelius sentía más inclinado a lamentar, era el de Rosa; y cuando hacia las tres de la madrugada se durmió cansado de sus afanes, atormentado por los temores, lleno de remordimientos, el gran tulipán negro cedió el primer lugar, en sus sueños, a los bellos ojos azules de la rubia frisona. LA MUJER Y LA FLOR Pero la pobre Rosa, encerrada en su habitación, no podía saber en qué o con quién soñaba Cornelius. Por consiguiente, después de lo que él le había dicho, Rosa se sentía más inclinada a creer que pensaba más en su tulipán que en ella, y, sin embargo, se engañaba. Pero como nadie estaba allí para decirle que se engañaba, y las palabras imprudentes de Cornelius habían caído sobre su alma como gotas de veneno, Rosa no soñaba, lloraba. En efecto, como Rosa era una criatura de espíritu elevado, de sentir recto y profundo, se hacía justicia a sí misma, no en cuanto a sus cualidades morales y físicas, sino en cuanto a su posición social. Cornelius era sabio, Cornelius era rico, o por lo menos lo había sido antes de la confiscación de sus bienes; Cornelius pertenecía a aquella burguesía del comercio, más orgullosa de sus rótulos pintados en las tiendas, convertidos en blasón, de lo que había estado jamás la nobleza de raza de sus escudos hereditarios. Cornelius podía, pues, considerar a Rosa buena para una distracción, pero seguramente cuando se tratara de empeñar el corazón, sería más bien a un tulipán, es decir, a la más noble y más orgullosa de las flores a quien se lo empeñaría, que a Rosa, la humilde hija de un carcelero. Comprendía, pues, esta preferencia que Cornelius concedía al tulipán negro sobre ella, pero no estaba menos desesperada porque lo comprendiera. Así pues, Rosa tomó una resolución durante aquella noche terrible, durante aquella noche de insomnio. Esta resolución consistía en no volver nunca más al postigo. Mas como sabía el ardiente deseo que sentía Cornelius por tener noticias de su tulipán, mas como no quería exponerse a ver de nuevo a un hombre por el que sentía acrecentarse su piedad hasta el punto de que después de haber pasado por la simpatía, esta piedad se encaminaba recta y a grandes pasos hacia el amor; mas como no quería que ese hombre se desesperara, resolvió proseguir sola las lecciones de lectura y escritura comenzadas, pues felizmente había llegado a un punto de su aprendizaje en que ya no le hubiera sido necesario un maestro si ese maestro no se hubiese llamado Cornelius. Rosa, pues, se puso a leer con encarnizamiento en la Biblia del pobre Corneille de Witt, en la segunda página, convertida en primera después que la otra fue arrancada, donde estaba escrito el testamento de Cornelius van Baerle. «¡Ah! —murmuraba para sí releyendo este testamento que nunca terminaba sin que una lágrima, perla de amor, rodara de sus ojos límpidos por sus pálidas mejillas—. ¡Ah! En ese tiempo creí, sin embargo, por un instante que él me amaba.» ¡Pobre Rosa! Se equivocaba. Jamás el amor del prisionero había sido real hasta el momento, ya que, como hemos dicho con vergüenza, en la lucha entre el gran tulipán negro y Rosa, era el gran tulipán negro el que había sucumbido. Pero Rosa, repitámoslo, ignoraba la derrota del gran tulipán negro. Así pues, terminada su lectura, operación en la cual Rosa había realizado grandes progresos, cogía la pluma y se dedicaba con encarnizamiento no menos loable a la obra bastante más difícil de la escritura. Pero en fin, como Rosa escribía ya casi legiblemente el día en que Cornelius había dejado hablar a su corazón tan imprudentemente, no desesperó de realizar unos progresos bastante rápidos para dar noticias de su tulipán al prisionero en ocho días lo más tarde. No había olvidado ni una palabra de las recomendaciones que le había hecho Cornelius. Por otra parte, Rosa no olvidaba nunca una palabra de lo que decía el joven, incluso cuando lo que le decía no tomaba la apariencia de una recomendación. Por su parte, él se despertó más enamorado que nunca. El tulipán estaba todavía luminoso y vivo en su pensamiento; pero finalmente, no lo veía ya como un tesoro al que debiera sacrificarlo todo, incluso a Rosa; sino como una flor preciosa, una maravillosa combinación

Esta pregunta también está en el material:

El_tulipan_negro-Dumas_Alexandre
204 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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