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Cornelius volviéndose. Y, como al decir esto, viera el rostro alterado, los ojos brillantes, la boca espumante del viejo carcelero, exclamó: —¡Diab...

Cornelius volviéndose. Y, como al decir esto, viera el rostro alterado, los ojos brillantes, la boca espumante del viejo carcelero, exclamó: —¡Diablos! Estamos más que locos, según parece; ¡estamos furiosos! Gryphus hizo un molinete con su garrote. —¡Ah, señor Gryphus! —dijo Van Baerle sin alterarse, cruzándose de brazos—. Parece que me amenazáis. —¡Oh, sí! ¡Te amenazo! —gritó el carcelero. —¿Y con qué? —En primer lugar, mira lo que tengo en la mano. —Creo que es un garrote —observó Cornelius con calma—, a incluso un grueso garrote; pero no me imagino que sea con esto con lo que me amenazáis. —¡Ah! ¡No lo imaginas! Y ¿por qué? —Porque todo carcelero que golpea a un prisionero se expone a dos castigos; el primero, artículo IX del reglamento de Loevestein: «Será expulsado todo carcelero, inspector o portallaves que ponga la mano sobre un prisionero de Estado.» —La mano —exclamó Gryphus ebrio de cólera—, pero el garrote; ¡ah!, el reglamento no habla del garrote. —El segundo —continuó Cornelius—, el segundo que no está inscrito en el reglamento pero que se halla en el Evangelio, el segundo, es éste: «Quien golpea con la espada, morirá por la espada. Quien toca con el garrote, será apaleado con el garrote.» Gryphus, cada vez más exasperado por el tono tranquilo y sentencioso de Cornelius, blandió la estaca; pero en el momento en que la levantaba, Cornelius se lanzó sobre él, se la arrancó de las manos y se la puso bajo su propio brazo. Gryphus aullaba de cólera. —Vamos, vamos, buen hombre —dijo Cornelius—, os exponéis a perder vuestra plaza. —¡Ah, brujo! Te trataré de otra forma —rugió Gryphus. —En buena hora. —¿Ves que mi mano está vacía? —Sí, lo veo, a incluso con satisfacción. —Tú sabes que no lo está habitualmente cuando subo la escalera por las mañanas. —¡Ah! Es verdad. Me traéis por costumbre la más mala sopa o la más lastimosa comida que imaginarse pueda. Pero esto no es un castigo para mí; yo no me alimento más que de pan, y el pan, cuanto peor es a lo gusto, Gryphus, mejor lo es al mío. —¿Mejor lo es al tuyo? —Sí. —¿Y la razón? —¡Oh! Es muy sencilla. —Dila, pues. —De buena gana. Yo sé que al darme pan malo, tú crees hacerme sufrir. —El hecho es que no te lo doy para que te sea agradable, ¡ladrón! —¡Pues bien! Yo que soy brujo, como tú sabes, cambio tu pan malo en uno excelente, que me deleita más que los pasteles, y entonces disfruto de un doble placer, el de comer a mi gusto primero, y luego el de hacerte enrabiar infinitamente. Gryphus aulló de cólera. —¡Ah! Confiesas, pues, que eres brujo —exclamó. —Vaya si lo soy. No lo digo delante del mundo, porque ello podría conducirme a la hoguera como Godofredo o Urbano Grandier; pero cuando sólo estamos vos y yo, no veo ningún inconveniente en confesarlo. —Bueno, bueno, bueno —respondió Gryphus—, pero si un brujo obtiene pan blanco del pan negro, ¿no muere el brujo de hambre si no tiene pan en absoluto? —¡Eh! —exclamó Cornelius. —Entonces, no te traeré pan y veremos al cabo de ocho días. Cornelius palideció. —Y esto —continuó Gryphus— a partir de hoy mismo. Ya que eres tan buen brujo, vivirás a pesar de todo. Cornelius recobró su aspecto alegre y se encogió de hombros. —¿Es que no me has visto hacer venir aquí los palomos de Dordrecht? —¿Y bien? —replicó Gryphus. —¡Pues bien! El palomo proporciona un hermoso asado; un hombre que coma un palomo todos los días no morirá de hambre, me parece. —¿Y el fuego? —preguntó Gryphus. —¡El fuego! Pero tú sabes bien que he hecho un pacto con el diablo. ¿Piensas que el diablo dejará que me falte el fuego cuando el fuego es su elemento? —Un hombre, por fuerte que sea, no podría comer un palomo todos los días. Han habido apuestas sobre ello, y los apostadores han renunciado. —¡Bueno! —dijo Cornelius—. Cuando me canse de los palomos, haré subir los peces del Waal y del Mosa. Gryphus abrió unos grandes ojos asustados. —Me gusta bastante el pescado —continuó Cornelius—. Tú nunca me lo sirves. ¡Pues bien! Me aprovecharé de que quieres hacerme morir de hambre para regalarme con pescado. Gryphus estaba a punto de desmayarse de cólera e incluso de miedo. —Entonces —dijo, rehaciéndose y metiendo la mano en su bolsillo—, ya que me fuerzas a ello… —¡Ah! ¡Un cuchillo! —exclamó Cornelius poniéndose en guardia.

Esta pregunta también está en el material:

El_tulipan_negro-Dumas_Alexandre
204 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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