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Atención; desde entonces ese hombre ha llorado tanto como nosotros, o quizás más. ¡Dios mío, Ernest! ¡Qué paradoja! –La voz de Ernest era hoy en to...

Atención; desde entonces ese hombre ha llorado tanto como nosotros, o quizás más. ¡Dios mío, Ernest! ¡Qué paradoja! –La voz de Ernest era hoy en todo momento firme, como lo había sido el día anterior, incluso ahora se permitió esa exclamación—. Sí, qué paradoja, Laura, la falta de algo más que un puñado de monedas traía la desgracia a quien podía haber pagado la revisión de ese auto millones y millones de veces. Pero así fue. ¿Y? –Laura no acertó a decir nada más. Un nieto era mucho, realmente mucho, dos nietos eran jaque mate. El mundo se volvió absurdo, ¿Qué hacer cuando tu mujer solo llora y llora? ¿Cuándo tus dos únicos hijos no cesan de hacer lo mismo? ¿Dinero? ¿Poder? ¿Qué era eso? No servían para nada. No para que una mano salvadora apareciera en la piscina. No para pagar una rutinaria revisión. Y entonces decidiste cambiar. —Que va, Laura, que va. Me obcequé todavía más. Entonces, una insaciable sed de venganza me dominaba, peleaba a muerte contra todo y contra todos. Gané muchísimo dinero, una cifra absolutamente astronómica, pero me era absolutamente igual, ya que nada tenía sentido, qué más daba lo que hiciera. De pronto el relato le sonó a Laura extrañamente familiar, tanto como para no dudar en decir. —Y un día te pusiste rumbo a lo desconocido. —Sí, Laura —Teggar no se inmutó lo más mínimo ante el hecho de que Laura supiera como seguía la historia. —Y apareció alguien. —De la forma más increíble, pese a toda la seguridad que me acompañaba, un perfecto desconocido se sentó a mi lado y yo acepté su conversación. —Y él empezó a hablarte de que iba arriba y abajo y de que su trabajo era caminar, caminar siempre, y de que caminar era aprender. —Sí. —¡Manuel! El grito alertó a los cuidadores, que fueron rápidamente tranquilizados por Teggar. —Ése era su nombre, que como bien sabes quiere decir el “enviado”. Laura lo sabía muy bien, se había repetido un millón de veces que no podía ser, que ella no era nadie, pero también recordaba lo que el mismo Manuel había dicho en Pueblo Verde. No había negado en absoluto que no fuera un ángel, pero les había otorgado el mismo calificativo a ellas, y había dejado claro que el mundo estaba lleno de ángeles, de ángeles de carne y hueso. ¡No hay respuestas! No vale la pena preguntar, no las hay: también recordaba muy bien eso. De nuevo los cuidadores, que no se habían retirado del todo, indicaron que la conversación debía finalizar, sería hasta el día siguiente. También de nuevo Teggar le dedicó una última frase a su amiga. —Laura, si él no es un ángel, los que sí lo son, estén donde estén, son exactamente iguales a Manuel. Estoy seguro. * Esta vez no preparó ni la más mínima pregunta; si no hay respuestas, no hay que perder el tiempo en formularlas. Teggar volvió a retomar la conversación exactamente en el mismo punto, pero esta vez bastaron unas pocas frases. El reconocimiento mutuo era tan intenso que puso sobradamente el resto. La conversación llegó entonces a donde debía llegar, marcando exactamente el recorrido definido por Ernest Teggar. —Laura, voy a legar el setenta por ciento de mi fortuna a Humanos1. Los ojos de Laura se dilataron hasta un límite insospechable, mientras tanto, la sorpresa impidió que solo alcanzara a decir. —Pero…pero… —Mi familia está totalmente de acuerdo, mi mujer está orgullosa de mi, y mis hijos aprendieron tan bien la lección como yo. Su vida es para sus hijos, no les interesan los negocios. Un treinta por ciento cubre a toda mi descendencia hasta el año tres mil, por lo menos, espero que ese treinta por ciento no les haga demasiado tontos. Laura acertó finalmente a decir alguna frase. —Pero eso quiere decir que ese dinero será nuestro. Un legado es irrevocable, ¿no? —Bueno, alguna condición habrá, alguien velará por su uso, irá con consejos y deseos, como pasó con Helen y Albert, pero en esencia será lo mismo que con su legado. Sé por experiencia que las cosas humanas no se pueden dejar ni atadas ni mucho menos bien atadas. El dinero será para Humanos1, y la organización hará un buen uso. —¿Por qué haces esto, Ernest? —Es bien simple: Humanos1, tú y yo tenemos el mismo sueño. Exactamente el mismo. Laura aguardó con expectación a que Teggar prosiguiera. —Mi sueño es que todo ser humano, nazca donde nazca, pueda disfrutar de todos los derechos que su mero nacimiento le otorga. Mi sueño es que viva toda su vida en libertad. Mi sueño es que sea legítimamente suyo lo que con su esfuerzo gane y que lo disfrute y que lo legue a quien desee. Y que quiera poner su corazón y sus brazos siempre al servicio de los demás. Mi sueño es que su vida sea buena y feliz en compañía de todos los que son como él, de la Humanidad entera. ¡Touché! Teggar espero a que Laura se rehiciera. —Sí, no se pueden dejar las cosas atadas, pero estoy seguro de que vas a presidir Humanos1 mucho tiempo, por eso mi legado va condicionado a una cosa. —Nada puede condicionar la presidencia de Humanos1. —Sí puede, Laura, si puede. Mi condición es que tú me formules una promesa. Una promesa que solo deberás cumplir durante el tiempo que seas presidenta de Humanos1, sean unos meses o muchos años, como te acabo de decir que creo será. Sólo quiero tu palabra, no quiero contratos, ni papeles, ni nada de nada, sólo escuchar tu promesa, nada más. Así era: el mayor legado a una organización sin ánimo de lucro de la historia dependía únicamente de una promesa verbal. Sólo de eso, de una promesa que debía formular Laura. Teggar comprendió que ella necesitaba una pequeña pausa. Laura la aprovechó para decirse que ese hombre era una de las personas más extraordinarias que nunca iba a conocer. Dijera lo que dijera, ella iba a estar con él. —Ernest, creo que estoy preparada. La voz de Ernest cambió. Era la voz de un hombre, que, a punto de darle su moneda al barquero, realizaba su mayor y más sentido ruego. Rotunda, firme y al tiempo cargada de nostalgia hacia lo que sabía que ya nunca volvería a ver. —Dime que no aflojarás nunca Laura, que mantendrás firme el timón rumbo a Ítaca. Tu Ítaca es también la nuestra, es la de todos los seres humanos, dime que nunca renunciaras a eso, dime que la inextinguible luz de la esperanza habitará siempre en ti. Laura se puso de pie, se acercó a Ernest, se inclinó para tomar sus manos, lo miró a los ojos con todo el amor que fue capaz de expresar, y su voz se módulo hasta alcanzar la categoría de música, el lenguaje con el que hablan los dioses. —Ernest, te prometo que mi vista no verá jamás otro horizonte que el de Ítaca y que mi entero ser no conocerá otro norte, y que, por siempre, tú estarás conmigo. Epílogo Resonaban todavía en los oídos de Laura los agradables ecos de su setenta y cinco aniversario. Apenas hacía una semana de él, y esa noche, en la que costaba un poco —como en tantas otras— dormirse, se recreó en la sorpresa en la que se había convertido su fiesta. Prevista como íntima, poco a poco allí se fueron presentando todos. Todos los que quedaban, ciertamente, porque algunos ya habían emprendido su definitiva ruta hacia un lugar que no era más que aquél donde realizar una reflexiva espera que prepara para el retorno. Laura estaba firmemente convencida de eso. Su espiritualidad no había hecho más que crecer y crecer. Había estado en estrecho contacto con el mal, y su existencia había reforzado aún más su creencia en el bien. Sí, el mal existía, pero eso no podía ser gratuito, la balanza debía compensarse, y si el mal podía ser absoluto, el bien también podía ser no menos absoluto. Su mente y su corazón decidieron ir de un lugar a otro. Laura se relajó y pensó que si su vigilia debía servir para eso, así debía ser. A su lado estaba Julio, él si se había dormido. Julio andaba cerca de los ochenta y cinco años. A Laura le gustaba pensar que él había llegado a su vida cuando ella no era más que una niña que contaba con muy pocos años de edad. Una niña que vivía y obraba como una adulta de más de cuarenta, pero niña al cabo. Por eso ahora pensaba que él había estado con ella toda su vida. Julio era su compañero, y esa palabra lo contenía todo para ella. La entendió, la acogió, la aceptó, la apoyó. Fue siempre su mejor rampa

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