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Bajo los auspicios de sus respectivas malas fortunas, tanto los oficiales como sus hombres parecían más dispuestos a esperar la llegada de sus form...

Bajo los auspicios de sus respectivas malas fortunas, tanto los oficiales como sus hombres parecían más dispuestos a esperar la llegada de sus formidables antagonistas dentro de sus fortalezas, en lugar de resistir la embestida de su avance, pudiendo emular el exitoso ejemplo de los franceses en el fuerte du Quesne, y golpear a sus adversarios en plena marcha. Después de que amainara algo la primera impresión causada por la noticia, se esparció un rumor a través del atrincherado campamento, el cual se extendía a lo ancho del margen del Hudson, formando una cadena de barreras alrededor del cuerpo de la fortaleza misma, de que se elegiría un destacamento de mil quinientos hombres para partir, al amanecer, hacia William Henry, el puesto al extremo norte del porteo. Aquello que en principio fue sólo un rumor pronto se tornó en certeza, al pasar las órdenes desde los aposentos del comandante jefe a los diversos grupos que había seleccionado para tal servicio, indicándoles que se preparasen para una rápida salida. Toda duda acerca de las intenciones de Webb se había desvanecido, sucediéndose una hora o dos de pasos apresurados y rostros angustiados. El aprendiz del arte militar se precipitaba de un lugar a otro, en detrimento de una adecuada preparación de sus enseres, a causa de los excesos de su violento y, hasta cierto punto, incontrolado entusiasmo; mientras que el veterano con más experiencia hacía sus planes con tal prudencia que se alejaba totalmente de lo que pudiera aparentar impaciencia; aunque su tez sobria y su mirada angustiosa daban a entender sobradamente que no tenía un fuerte apego profesional al desconocido, y temido, combate en los bosques. Al pasar las horas, el sol se puso en gloriosa incandescencia, tras las lejanas colinas occidentales, y a medida que la oscuridad cubría con su velo el aislado lugar, las actividades de preparación disminuían; finalmente, se apagaba la última luz en la cabaña de algún oficial; las sombras de los árboles se extendían aún más sobre las laderas y las ondas del riachuelo, y pronto se cernía sobre el campamento un silencio tan profundo como el que reinaba en el inmenso bosque que lo rodeaba. Siguiendo las órdenes de la noche anterior, el sueño pesado del ejército fue interrumpido por el rugido de los tambores de advertencia, cuyos rutilantes ecos pudieron oírse, a través del húmedo aire matutino, desde cualquier punto del bosque, justo cuando a la luz del día comenzaban a discernirse los bordes irregulares de unos grandes pinos cercanos, en la incipiente luminosidad de un cielo tenue y despejado. En un instante el campamento entero se ponía en movimiento; hasta el soldado más ruin se levantó para presenciar la partida de sus camaradas, compartiendo la emoción y las incidencias del momento. La sencilla disposición del grupo elegido pronto culminó. Mientras que los soldados profesionales del rey, instruidos regulares, desfilaban con arrogancia a la derecha de la fila, los colonos, menos pretenciosos, se incorporaban a una más humilde posición a la izquierda, con una docilidad cuya fácil ejecución se debía a muchas horas de práctica. Los exploradores salieron; una fuerte guardia se encontraba tanto al frente como a la cola de los carromatos que portaban los equipamientos; y antes de que el ambiente gris de la mañana se caldeara por los rayos del sol, el grupo principal de combatientes se incorporó a la columna, dejando el campamento con aires marciales tan altaneros que sirvieron para ahogar la aprensión desalentadora de más de un novato que iba así a estrenarse con las armas. Mientras permanecían a la vista de sus camaradas, llenos éstos de admiración, se podía observar el mismo frente de porte orgulloso, así como la misma disposición ordenada, hasta que las notas de sus pífanos se desvanecían en la distancia, a medida que el bosque daba la sensación de tragarse esa masa viviente que lentamente se había adentrado en su seno. Los sonidos más intensos de la menguante columna habían dejado de oírse en el viento, y el más rezagado de sus componentes ya había desaparecido; pero aún permanecían señales de otra partida, ante una cabaña de tamaño y características poco frecuentes, delante de la cual montaban guardia los centinelas conocidos como guardias de la persona del general inglés. En este lugar habían juntado media docena de caballos, ensillados de tal forma que al menos dos de ellos estaban destinados a portar personas de género femenino, pero de un rango que uno no esperaría encontrarse en las entrañas del territorio salvaje. Un tercer caballo iba equipado con los elementos y las armas de un oficial de estado mayor; mientras que el resto, dada la austeridad de sus monturas, así como por las bolsas de viaje acumuladas sobre ellos, estaban evidentemente preparados para llevar a los miembros de la servidumbre, ya listos y a la espera de aquellos a quienes servían. Un grupo de personas ociosas y llenas de interés se había formado a una distancia prudencial de tan atípico espectáculo; algunos admirando la estirpe y la fortaleza del brioso corcel militar, otros meramente contemplando los preparativos, motivados por simple curiosidad o desconocimiento. Había un hombre, sin embargo, que por su semblante y comportamiento, se distinguía plenamente del segundo tipo de espectadores, ya que ni estaba ocioso ni aparentaba tanta ignorancia. La persona de este individuo, aunque desgarbada hasta en el más mínimo detalle, carecía de cualquier defecto particular. Tenía intactos sus huesos y articulaciones, como otros hombres normales, pero las proporciones de los mismos eran diferentes. Erguido, su estatura sobrepasaba la de sus semejantes; aunque sentado aparentaba el mismo tamaño que el resto. Las mismas contrariedades de sus miembros parecían darse en toda su corporalidad. Su cabeza era grande; sus hombros encogidos; sus brazos largos y pesados, mientras que sus manos eran pequeñas, o incluso delicadas. Sus piernas y muslos eran delgados, casi asténicos, pero de una longitud extraordinaria, y sus rodillas podrían considerarse tremendas, si no fuera porque quedaban incluidas dentro de unos fundamentos todavía mayores, sobre los que, de modo tan profano, se sustentaba esta falsa estructura amalgamada de componentes humanos. El atuendo tan mal combinado y poco juicioso que vestía el individuo tan sólo servía para recrudecer su ya de por sí torpe aspecto. Una trenca de color azul cielo, muy acampanada y corta, provista de una capa drapeada, revelaba un cuello largo y delgado, así como unas piernas que lo eran aún más, hasta el extremo de lo ridículo. El pantalón que llevaba debajo era de color amarillo anaranjado, muy ceñido, y sujeto a la rodilla por medio de grandes nudos de ribeteado blanco, muy manchado por el uso. Completaban la vestimenta

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El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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