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De sus extremidades inferiores unos calcetos de algodón mancillados, y zapatos, uno de los cuales mostraba una espuela plateada, sin que su dueño h...

De sus extremidades inferiores unos calcetos de algodón mancillados, y zapatos, uno de los cuales mostraba una espuela plateada, sin que su dueño hiciera ademán alguno por disimular ninguno de estos elementos sino, muy al contrario, más bien por exhibirlos en actitud vanidosa, cuando no ingenua. Debajo de la solapa de un enorme bolsillo de un sucio chaleco estampado, muy ornamentado a base de bordeados en plata ya desgastados, se proyectaba un instrumento que, al ser visto en un ambiente de corte militar como aquél, bien podría haberse tomado por algún siniestro y desconocido aparejo de guerra. Aunque pequeña, esta extraña máquina había despertado la curiosidad de la mayoría de los europeos del campamento, aunque muchos de los provincianos lo manejaban no sólo sin miedo, sino con la mayor naturalidad. Un sombrero civil de gran tamaño, como los que emplean los clérigos desde hace treinta años, colmaba la totalidad, aportándole dignidad a una expresión un tanto vacía, la cual parecía necesitar de esa ayuda artificial para soportar el peso de alguna extraordinaria e importante encomienda. Mientras la mayoría de los concurrentes se mantenía lejos de las y el cuchillo propios de su tribu; y aún así su apariencia no era la de un guerrero al completo. Por el contrario, había un aire de negligencia en él, parecido al que provendría de un gran esfuerzo reciente del que aún no y quedar fija, con una actitud tan despectiva como astuta, como si penetrara el aire a gran distancia. Resulta imposible determinar qué respuesta potencial, por parte del hombre blanco, hubiera provocado este breve y silencioso gesto comunicativo entre dos individuos tan peculiares, si no fuera porque otros asuntos llamaron su atención. Un incremento de actividad en el lugar, así como el susurro de voces delicadas, anunciaron la llegada de aquéllos cuya presencia era imprescindible para que el grupo se movilizara. El simple admirador del caballo de guerra se retiró inmediatamente, para ponerse al lado de una yegua pequeña, flaca e inquieta que estaba alimentándose de los hierbajos del suelo. Allí, apoyando un codo sobre la manta que cubría lo que tan sólo parecía una montura, se convirtió en un espectador más de la partida, mientras un potro pastaba silenciosamente al otro lado del mismo animal. Un joven vestido de oficial escoltó a las dos damas a sus respectivas cabalgaduras. Éstas, por lo que indicaban sus vestiduras, se habían preparado para enfrentarse a las fatigas de un viaje a través del bosque. Aunque ambas eran jóvenes, a una de ellas, la más juvenil de apariencia, se le pudo discernir su deslumbrante belleza, su cabello dorado y sus brillantes ojos azules, al dejar que la brisa de la mañana le apartara el velo verde que descendía de su sombrero de piel de castor. El color sonrosado que aún se percibía por encima de los pinos en el cielo occidental no podía ser más luminoso ni más delicado que el sonrojo de sus mejillas; ni tampoco podía ser la mañana del nuevo día más alegre que la animada sonrisa que le brindó al joven cuando éste la ayudó a subirse a su montura. La otra, que también compartía las atenciones del joven oficial, ocultaba sus encantos de la mirada de los soldados con un cuidado que más bien podría esperarse de una mujer cuatro o cinco años mayor. Era evidente, no obstante, que su físico, cuyos encantos no eran disimulados por la ropa de viaje que vestía, había madurado y se había desarrollado más que el de su compañera. Apenas se hubieron acomodado estas féminas, su ayudante se subió con agilidad a la silla del caballo de guerra, y los tres dieron su saludo a Webb, quien, por cortesía, esperaba en el umbral de su puerta a que partieran. Volviendo sus riendas, comenzaron su camino a paso lento, seguidos por sus sirvientes, y se dirigieron hacia la entrada norte del campamento. Mientras recorrían esa corta distancia, ni una palabra se cruzó entre ellos; salvo una ligera exclamación de susto por parte de la más joven, al pasar el mensajero indio corriendo por su lado para guiar el grupo al frente. A pesar de que esta acción repentina e inesperada del indio no produjo reacción verbal por parte de la otra, la sorpresa levantó su velo y dejó entrever una expresión indescriptible, mezcla de compasión, admiración y horror, a medida que sus ojos negros seguían los rápidos movimientos del salvaje. Los cabellos de esta dama eran brillantes y negros, como el plumaje del cuervo. No era de piel morena, sino sonrosada, como si sus venas rebosaran y estuvieran a punto de estallar. Sin embargo, no había en su semblante tosquedad ni ordinariez alguna, por sus rasgos exquisitamente regulares y nobles, además de por su notable belleza. Sonrió con ademán piadoso por su propio descuido momentáneo, dejando así al descubierto una hilera de dientes que eran dignos de la envidia del más puro de los marfiles. Volviendo a colocarse el velo, agachó la cara y cabalgó en silencio, como aquél que va distraído por sus pensamientos y no se percata de nada a su alrededor. Capítulo II ¡Sola, sola, oh ja, jo, sola! Shakespeare. Mientras una de estas encantadoras bellezas que hemos presentado se encontraba sumida en sus pensamientos, la otra se recuperó rápidamente del susto que la había inducido a gritar y, riéndose de su propia debilidad, le preguntó al joven que cabalgaba a su lado: —¿Es frecuente encontrarse con tales espectros en el bosque, Heyward; o acaso se trata de un espectáculo especial preparado en nuestro nombre? Si se trata de lo segundo, la gratitud nos hace callar; pero si es lo primero, tanto Cora como yo tendremos que echar mano de ese valor del que tanto presumimos como herencia familiar, incluso antes de tener que vérselas con el temible Montcalm. —Ese indio es un correo del ejército y, al modo de sus gentes, puede ser considerado un héroe —contestó el oficial—. Se ha prestado como voluntario para guiarnos hasta el lago, a través de un camino poco conocido, y así permitimos llegar en menos tiempo que si fuéramos al paso lento de la columna, y, por consiguiente, de un modo más satisfactorio. —No es de mi agrado —dijo la dama estremeciéndose, en parte, por un miedo ya asumido, aunque en mayor medida por otros temores más inquietantes—. Le conoces bien, Duncan, de otro modo no confiarías en él tan ciegamente, ¿verdad? —Di mejor, Alice, que no confiaría en ti. Sí que le conozco, de lo contrario no gozaría de mi confianza, y menos en este momento. Se dice que es canadiense, además; y que incluso ha prestado servicios con nuestros amigos los mohawks, quienes, como tú bien sabes, constituyen una de las seis naciones aliadas. Nos fue traído, según he oído, a raíz de un extraño incidente en el que intervino tu padre, y en el cual se vio implicado el salvaje —pero no recuerdo toda la historia; es suficiente con que ahora sea nuestro amigo. —¡Si ha sido enemigo de mi padre, me gusta aún menos! —exclamó la chica en un estado de auténtica ansiedad—. ¿Quiere usted hablar con él, comandante Heyward, para que pueda oír el tono de su voz? ¡Aunque le parezca absurdo, me ha oído usted expresar mi fe en el modo en que suena la voz humana! —Sería obrar en vano, pues, en todo caso, la respuesta sería un exabrupto. Aunque pueda entenderlo, gusta de simular, como la mayoría de su gente, que ignora el inglés; y menos aun se rebajará a hablarlo, ahora que la guerra le exige la máxima dignidad a su espíritu. Pero, atención, se ha detenido; el camino particular por el que hemos de viajar está, sin duda, próximo. Las conjeturas del comandante Heyward eran ciertas. Cuando alcanzaron el lugar donde se había parado el indio, se hizo visible un pasadizo estrecho y oscuro, que se adentraba en la maleza que bordeaba el camino militar, y que apenas podía admitir, con cierta dificultad, el paso de una persona. Aquí, pues, está nuestro camino —dijo el joven en voz baja—. No muestres miedo alguno, o podrías incitar a que aparezca el peligro que pareces temer. —Cora, ¿qué piensas tú? —preguntó la reacia mujer rubia—. Si viajamos con la tropa, aunque el viaje nos resulte fastidioso, ¿no nos sentiremos más seguras y protegidas? —Al estar poco acostumbrada a las prácticas de los salvajes, Alice, no te das cuenta de cuándo existe peligro y cuándo no —dijo Heyward—. Si los enemigos hubiesen alcanzado el porteo, cosa

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El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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