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¿Cuánto hayan descansado las damas, seguiremos nuestro camino. Los rostros pálidos se convierten en los perros de sus mujeres — refunfuñó el indio ...

¿Cuánto hayan descansado las damas, seguiremos nuestro camino. Los rostros pálidos se convierten en los perros de sus mujeres — refunfuñó el indio en su lengua nativa—, y cuando éstas quieren comer, los guerreros han de descuidar el tomahawk para alimentar su holgazanería. ¿Qué es lo que dices, Renard? añana —hizo una pausa momentánea, ante lo que parecía sonar coma la rotura de una rama seca, junto con otros ruidos de entre la vegetación, pero inmediatamente reanudó su discurso—. Debemos estar en marcha antes de que se vea el sol; de lo contrario Montcalm podría interponerse entre nosotros y la fortaleza. La mano de Magua descendió desde su boca hasta el costado, y aunque sus ojos se fijaban en el suelo, su cabeza estaba ladeada, sus fosas nasales en tensión, y hasta sus orejas parecían más erectas que nunca. Tenía la imagen de una estatua que representara una actitud de intensa atención. Heyward, observando sus movimientos con cautela, se descuidó y sacó un pie del estribo al dirigir su mano hacia la piel de oso de su cartuchera. Todo esfuerzo por detectar el punto más vigilado por el correo se vio completamente frustrado por la variación de su mirada, la cual no parecía descansar un solo instante sobre ningún objeto concreto, a la vez que daba la sensación de que permanecía inmóvil. Mientras dudaba sobre lo que debería hacer, Le Subtil se levantó cautelosamente, aunque moviéndose con tanta lentitud y sigilo que no produjo ni el más leve ruido. Heyward presintió que había llegado el momento de actuar. Pasando una pierna por encima de su silla de montar, se bajó del caballo con el firme propósito de abalanzarse sobre su traicionero acompañante, valiéndose únicamente de su propia hombría. Sin embargo, con el fin de evitar que cundiese el pánico, continuó manifestándose tranquilo y amigable. Le Renard Subtil no come —dijo, dirigiéndose al indio por medio del apelativo que le parecía más adulador—. El maíz no debe estar muy bien hecho, y parece muy seco. Vamos a ver si entre mis provisiones encontramos algo que pueda estimular su apetito. Magua extendió la bolsa ante el ofrecimiento. Incluso permitió que se acercaran las manos de ambos, pero no mostró ni el más mínimo atisbo de gratitud y, por supuesto, en ningún momento bajó la guardia. No obstante, cuando sintió rozar la mano de Heyward contra el lateral de su brazo, golpeó la mano del joven oficial y, lanzando un grito estridente, penetró de un solo salto en la maleza de enfrente. Al instante surgió de entre los arbustos la figura de Chingachgook, su pintura dándole un aspecto fantasmagórico, que inmediatamente surcó el pasadizo en apresurada persecución del fugitivo. A continuación se oyó el grito de Uncas, mientras el bosque se iluminó con un repentino fogonazo, acompañado por la sonora detonación de la carabina del cazador. En una noche tal Thisbe pasó aterrado por encima del rocío; y vio aquí mismo la sombra del león. El mercader de Venecia. La repentina fuga de su guía, así como los gritos de sus perseguidores, hizo que Heyward se quedara momentáneamente inmóvil, por efecto de la sorpresa. Acto seguido, recordó la importancia de capturar al fugitivo y apartó las ramas colindantes, avanzando enérgicamente para prestar su ayuda en la persecución. No obstante, antes de que hubiese recorrido apenas unos cien metros, se encontró con los hombres del bosque ya regresando de su infructuoso intento. ¿Por qué han desistido? —exclamó el joven—. El bribón seguramente estará oculto tras alguno de estos árboles y aún puede ser aprehendido. No estaremos seguros mientras siga en las cercanías. ¿Puede utilizarse una nube para perseguir al viento? —contestó el explorador, decepcionado—. Oí cómo el demonio pasaba a través de las ramas, igual que una serpiente negra, y logré verle un instante donde aquel gran pino; corrí tras él, pero fue inútil. No estaba muy a tiro, sobre todo si le hubiese disparado alguien que no fuese yo; y creo que sé algo de estas cosas. Mire este zumaque; sus hojas están rojas, ¡aunque todo el mundo sabe que sólo florece de color amarillo en el mes de julio! ¡Es la sangre de Le Subtil! ¡Está herido, y aún puede caer! No, no —le contestó el explorador, abiertamente en desacuerdo—. Quizá le haya rozado, pero siguió corriendo a pesar de todo. Una bala hace el mismo efecto sobre un animal que huye, cuando sólo le roza, que las espuelas sobre un caballo; estimula el movimiento y hace reaccionar al cuerpo, lejos de matarlo. Solamente una herida profunda hace que, tras un salto o dos, se produzca el cese de la carrera, ¡tanto en un indio como en un ciervo! ¡Somos cuatro contra un solo hombre herido! ¿Es que no aprecia en nada su vida? —le interrumpió el explorador—. Ese diablo rojo le llevaría hasta donde sus camaradas le tuvieran al alcance de sus tomahawks, incluso antes de que usted empezara a sudar persiguiéndole. ¡El haber hecho fuego cuando puede haber enemigos al acecho ya fue un acto bastante imprudente por parte de alguien que ha dormido tantas veces en un escenario de guerra! ¡Mas fue una tentación irresistible y una reacción natural! ¡Muy natural! Vámonos amigos, cambiemos de emplazamiento, y así lograremos despistar al mingo, o de lo contrario nuestras cabelleras secarán al viento delante de la tienda de campaña de Montcalm, a esta misma hora de mañana. En una noche tal Thisbe pasó aterrado por encima del rocío; y vio aquí mismo la sombra del león. El mercader de Venecia. La repentina fuga de su guía, así como los gritos de sus perseguidores, hizo que Heyward se quedara momentáneamente inmóvil, por efecto de la sorpresa. Acto seguido, recordó la importancia de capturar al fugitivo y apartó las ramas colindantes, avanzando enérgicamente para prestar su ayuda en la persecución. No obstante, antes de que hubiese recorrido apenas unos cien metros, se encontró con los hombres del bosque ya regresando de su infructuoso intento. ¿Por qué han desistido? —exclamó el joven—. El bribón seguramente estará oculto tras alguno de estos árboles y aún puede ser aprehendido. No estaremos seguros mientras siga en las cercanías. ¿Puede utilizarse una nube para perseguir al viento? —contestó el explorador, decepcionado—. Oí cómo el demonio pasaba a través de las ramas, igual que una serpiente negra, y logré verle un instante donde aquel gran pino; corrí tras él, pero fue inútil. No estaba muy a tiro, sobre todo si le hubiese disparado alguien que no fuese yo; y creo que sé algo de estas cosas. Mire este zumaque; sus hojas están rojas, ¡aunque todo el mundo sabe que sólo florece de color amarillo en el mes de julio! ¡Es la sangre de Le Subtil! ¡Está herido, y aún puede caer! No, no —le contestó el explorador, abiertamente en desacuerdo—. Quizá le haya rozado, pero siguió corriendo a pesar de todo. Una bala hace el mismo efecto sobre un animal que huye, cuando sólo le roza, que las espuelas sobre un caballo; estimula el movimiento y hace reaccionar al cuerpo, lejos de matarlo. Solamente una herida profunda hace que, tras un salto o dos, se produzca el cese de la carrera, ¡tanto en un indio como en un ciervo! ¡Somos cuatro contra un solo hombre herido! ¿Es que no aprecia en nada su vida? —le interrumpió el explorador—. Ese diablo rojo le llevaría hasta donde sus camaradas le tuvieran al alcance de sus tomahawks, incluso antes de que usted empezara a sudar persiguiéndole. ¡El haber hecho fuego cuando puede haber enemigos al acecho ya fue un acto bastante imprudente por parte de alguien que ha dormido tantas veces en un escenario de guerra! ¡Mas fue una tentación irresistible y una reacción natural! ¡Muy natural! Vámonos amigos, cambiemos de emplazamiento, y así lograremos despistar al mingo, o de lo contrario nuestras cabelleras secarán al viento delante de la tienda de campaña de Montcalm, a esta misma hora de mañana. Esta última y espeluznante afirmación la hizo el explorador con esa fría convicción propia de alguien que comprendía el peligro, pero sin dejarse atemorizar por él, y sirvió para que Heyward recordase la importancia de la misión que se le había encomendado. Éste, mirando a su alrededor, y haciendo un vano esfuerzo por ver a través de la penumbra que se acumulaba bajo los frondosos arcos del bosque, sintió que, sin defensores, sus acompañantes más débiles pronto estarían a merced de tan bárbaros enemigos, quienes esperaban como depredadores la llegada de la oscuridad para golpear de modo más certero y letal. De esta guisa, la imaginación del joven, desbordada por la preocupación y presa de los engaños propiciados por la escasez de luz, convirtió cada arbusto o tronco caído en una silueta humana, y en veinte ocasiones creyó discernir los horribles semblantes de sus ocultos enemigos asomándose de entre sus escondites, siguiendo constantemente la marcha del grupo. Mirando hacia arriba, vio que las nubecillas de la tarde ya empezaban a perder sus colores rosáceos, mientras que el riachuelo profundo que corría a su lado sólo podía distinguirse por los árboles que lo delimitaban en las oscuras orillas. ¿Qué vamos a hacer? —dijo, sintiendo una gran impotencia por la delicada situación en la que se encontraban—. ¡No nos deje, por el amor de Dios! ¡Quédese para defender a las damas que me acompañan y podrá designar libremente su recompensa! Sus interlocutores, que empezaron a conversar entre ellos en lengua india, no dieron aprecio a esta sincera petición. A pesar de que sus diálogos se llevaban a cabo en voz baja, casi susurrando, Heyward pudo distinguir, al acercarse, que el tono del más joven se manifestaba con más sentimiento que el discurso sobrio y comedido empleado por los mayores. Estaba claro que estaban debatiendo sobre qué curso seguir con respecto a la seguridad de los viajeros. Dado su poderoso interés en el asunto, así como la inquietud que le provocaban los peligros adicionales que pudieran ser auspiciados por la tardanza en su resolución, Heyward se acercó más al misterioso grupo con el fin de dar mayor énfasis a su oferta de compensación. En esto, el hombre blanco, gesticulando como si ya hubiese dado la discusión por zanjada, se volvió y dijo, en inglés y a modo de soliloquio: ¡Uncas tiene razón! No sería digno de hombres dejar a estas criaturas indefensas abandonadas a su suerte, aunque se tenga que renunciar a la propia seguridad. ¡Si vamos a salvar a estas tiernas flores de los colmillos de esas serpientes malignas, es mejor acometer la tarea cuanto antes! ¿Cómo puede siquiera dudarlo? Si ya he realizado una oferta. Ofrezca mejor una oración a Aquel que nos pueda otorgar la suficiente sabiduría como

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El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

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