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La sobriedad en los rostros de sus protectores les hizo volver pronto a la realidad, reconociendo de nuevo los peligros de su situación. Los caball...

La sobriedad en los rostros de sus protectores les hizo volver pronto a la realidad, reconociendo de nuevo los peligros de su situación. Los caballos habían sido atados a unas ramas aisladas, surgidas entre las grietas de las rocas que formaban el mencionado hueco, y se les dejó en ese lugar de aguas poco profundas para pasar la noche. El explorador dio indicaciones tanto a Heyward como a los demás desconsolados viajeros para que ocupasen la parte delantera de la canoa, mientras que él se sentaría en la posterior, yendo tan erguido y confiado como si se tratara de una nave más robusta y resistente. Los indios volvían sobre sus propios pasos cuando, ejerciendo una inmensa fuerza sobre una de las rocas con su remo, el cazador logró encauzar la embarcación hasta el mismo centro de la poderosa comente acuática. Durante un buen intervalo de tiempo, la lucha entre la frágil burbuja en la que flotaban y las turbulentas aguas de su alrededor se tomó intensa y desesperada. Obligados a mantenerse totalmente quietos, incluso conteniendo la respiración, ante el temor de que volcara la delicada estructura en medio de la furia torrencial, los pasajeros contemplaban la violencia de las aguas con inmenso terror. En veinte ocasiones llegaron a pensar que los remolinos les llevarían a la destrucción si no es por la mano firme de su timonel, que volvía a corregir la posición de la quilla dentro de la comente. Un largo, vigoroso y desesperado esfuerzo, sobre todo para las féminas, puso fin a la contienda. Justo cuando Alice se tapaba los ojos, horrorizada por la sensación de que iban a ser engullidos por el torbellino formado al pie de la catarata, la canoa se quedó a flote, estacionada junto a una roca plana cuyo borde coincidía con el nivel del agua. ¿Dónde estamos? ¿Y qué debemos hacer ahora? —exigió saber Heyward, al ver que los brazos del explorador se habían relajado. —Están ustedes al pie de las cataratas de Glenn —le contestó el otro, hablando en voz alta, sin miedo y compitiendo con el rugido de las aguas—; y lo siguiente que hemos de hacer es arribar correctamente, sin mecer excesivamente la canoa, a no ser que quieran verse envueltos en los mismos torbellinos que antes, sólo que en dirección río abajo y a una mayor velocidad; es costoso encauzar la corriente cuando el río está tan revuelto, y cinco personas son muchas como para evitar mojarse algo, sobre todo cuando se viaja en un trozo de corteza de árbol. Suban a la roca y permanezcan ahí, mientras yo voy de regreso a por los mohicanos y la pieza cazada; es preferible dormir sin cabellera que pasar hambre en medio de la abundancia. Los pasajeros aceptaron de buen grado sus indicaciones. En cuanto el último sacó su pie de la embarcación, ésta realizó un viraje instantáneo, y la figura del explorador pudo distinguirse durante tan sólo un momento surcando las aguas a gran velocidad, antes de sumirse en la impenetrable oscuridad del río. Abandonados por su guía, los viajeros se quedaron momentáneamente sin saber qué hacer, temerosos hasta de moverse, por miedo a caerse de la roca y terminar en una de las profundas y amenazantes cavernas adyacentes, en las cuales parecía desembocar toda el agua de su alrededor. Sus temores, no obstante, quedaron aliviados enseguida, ya que con la experta ayuda de los nativos, la canoa volvió enseguida al recodo y de nuevo se situó junto a la roca plana, cuando creían que el cazador ni siquiera se habría reunido aún con sus otros compañeros. Ahora estamos a salvo, ocultos y con provisiones —gritó Heyward con abierta alegría—, y podemos desafiar a Montcalm y a sus aliados. Y bien, mi expectante centinela, ¿cómo es que ha visto usted iroqueses en el territorio? —Yo los llamo iroqueses porque, a mi juicio, todo nativo que hable una lengua foránea ha de considerarse enemigo, ¡aunque simule estar sirviéndole al rey! Si Webb quiere encontrar fidelidad y honradez que recurra a la tribu de los delaware y que mande a esos mohawks y oneidas, avariciosos y embusteros, así como sus seis naciones de bellacos, a que se vayan con quienes lógicamente habrían de estar: ¡los franceses! —¡Entonces debemos cambiar un guerrero por un amigo inútil! ¡Tengo entendido que los delaware han depuesto sus armas y se conforman con que se les llame mujeres! —Cierto, aunque esa vergüenza debería caer sobre los holandeses» y los iroqueses, que fueron quienes les engañaron vilmente con sus artimañas para que se prestaran a semejante acuerdo. Pero yo les conozco desde hace veinte años, y llamo mentiroso a cualquiera que diga que por las venas de un delaware corre sangre de cobardes. Ustedes les han obligado a abandonar la costa y los han relegado a vivir tierra adentro, y ahora están dispuestos a creer todo lo que digan sus enemigos, como por ejemplo que pueden dormir tranquilos y sin preocupaciones. No, para mí no es así, sino que cualquier indio que hable una lengua extranjera es un iroqués, sin que importe que su castillo esté en el Canadá o en York. Al percatarse Heyward de la empecinada defensa que ofrecía el explorador, tanto en favor de los delaware como de los mohicanos —que a fin de cuentas eran integrantes de un mismo pueblo—, decidió cambiar de tema para no entrar en una discusión interminable. —¡Hubiese o no acuerdo, estoy plenamente convencido del valor y la nobleza de sus dos compañeros! ¿Han visto u oído alguna señal de nuestros enemigos? —El indio es un mortal al que se siente mucho antes de que se le vea — contestó el explorador, mientras ascendía a la roca y dejaba en el suelo el cuerpo del ciervo—. Cuando quiero saber por dónde andan los mingos, no se me ocurre esperar a verlos y confío en otras señales antes que en la vista. —¿Le dicen sus oídos que han rastreado nuestra huida? —Sentiría mucho que así fuera, aunque en esto la inteligencia prudente se iguala a la efectividad del valor más intrépido. De todos modos, no voy a negar que los caballos estaban alborotados cuando pasé por su lado, como si hubiesen detectado la presencia de lobos; y el lobo siempre se encuentra cerca de donde acechan los indios, ya que van tras los despojos de los ciervos que cazan los salvajes. —¡Se olvida del animal que acaba de dejar en el suelo! ¿O acaso su presencia pueda deberse al potrillo muerto? ¡Eh! ¿Qué ruido es ése? —Pobre Miriam —murmuraba el desconocido—, tu potrillo estaba destinado a ser alimento de bestias depravadas —entonces, levantó la voz repentinamente y, por encima del constante sonido de las aguas, comenzó a cantar en alto—: A los primogénitos de Egipto golpeó, tanto a los nacidos de mujer como de animal, ¡Oh, Egipto! te envió plagas, ¡También al faraón y a sus sirvientes! —La muerte del potrillo pesa aún en el corazón de su propietario —dijo el explorador—, pero es buena señal ver que un hombre se preocupa por sus compañeros animales. Es un hombre religioso, que cree en lo que ocurre porque ha de ocurrir; y consolándose así no tardará en comprender la racionalidad existente en la muerte de un animal de cuatro patas, si con ello se salvan las vidas de seres humanos. Puede ser como lo ha expresado usted —continuó diciendo, respondiendo así a la última observación hecha por Heyward—, y por eso con más razón hemos de cortar nuestros filetes y mandar los despojos río abajo, o tendremos a la manada de lobos siguiéndonos por las rocas, deseosos de cada bocado que tragamos. Además, aunque el idioma de los delaware sea tan difícil de entender para los iroqueses como un libro escrito, esos astutos bribones sí entienden los motivos por los que aúllan los lobos. Mientras hablaba, el explorador se ocupaba de juntar diversos implementos útiles; y al concluir, se alejó de los viajeros para ir con los mohicanos, los cuales parecían entender instintivamente sus intenciones. Los tres desaparecieron sucesivamente tras el oscuro perfil de una gran piedra vertical de varios metros de altura, que estaba a unos pasos de la orilla del río. Capítulo VI De aquellos esfuerzos que una vez fluían dulcemente en Sión, Una porción ofrece cautelosamente; Y, con aire solemne, dice «Alabemos a Dios». Burns. Heyward y sus compañeras observaron estos movimientos.

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El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

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