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haciendo entender que la visita de su invitado sólo tenía como propósito la capitulación. Por otra parte, Heyward comenzó a lanzar contra el francé...

haciendo entender que la visita de su invitado sólo tenía como propósito la capitulación. Por otra parte, Heyward comenzó a lanzar contra el francés numerosos incentivos para seguir con la lucha, a fin de hacerle hablar del contenido de la carta que había interceptado. Ninguno de los dos, sin embargo, consiguió su propósito y, tras una prolongada e infructuosa entrevista, Duncan se despidió, impresionado por la cortesía y los exquisitos modos del que capitaneaba las fuerzas enemigas, pero aún desconociendo aquello que había venido a averiguar. Montcalm le acompañó hasta la entrada de la caseta, pidiéndole que le transmita una nueva invitación al jefe de la fortaleza para que se reúna pronto con él en campo abierto. Entonces se separaron y Duncan volvió, escoltado de nuevo, hacia el puesto más avanzado de los franceses; del cual prosiguió inmediatamente hacia el fuerte y, finalmente, al despacho de su comandante jefe. Capítulo XVI EDGAR. —Antes de combatir en la batalla, abre esta carta. El Rey Lear. El comandante Heyward encontró a Munro acompañado únicamente por sus hijas. Atice estaba sentada en su regazo, apartando los mechones canosos de la frente del anciano con su delicada mano y besándole cariñosamente en su fruncido ceño cada vez que parecía gruñir de preocupación. Cora estaba sentada cerca, admirándoles muy complacida y sosegada. Contemplaba los ingenuos actos de su hermana pequeña con una especie de cariño maternal que caracterizaba el amor que le profesaba a la niña. No sólo los peligros que habían soportado, sino aquéllos que aún les amenazaban, parecían haberse olvidado con el apacible alivio de tan tierna reunión familiar. Parecía que la breve tregua les había servido para dedicar unos instantes a los sentimientos más puros y verdaderos. De este modo, el momento premiaba a las hermanas con la posibilidad de arrinconar sus temores, a la vez que le permitía al veterano dejar de lado sus preocupaciones. Duncan, quien por su entusiasmo había entrado precipitadamente y sin esperar a ser anunciado, se quedó durante unos segundos maravillado ante tan conmovedora escena, sin que le vieran. Pero los avispados ojos de Alice se percataron de su reflejo en un espejo de la habitación y ésta saltó, ruborizándose, del regazo de su padre, mientras exclamaba: —¡Comandante Heyward! —¿Dónde está el muchacho? —preguntó el padre—. Le había mandado a que discutiera con el francés. ¡Ajá, buen hombre, es usted joven y sigiloso! ¡Márchate de aquí, so trasto! ¡Ya tengo bastantes cosas en qué pensar, sin tener que estar pendiente de pequeñas cotillas como tú! Alice se marchó entre risas y guiada por su hermana, al percatarse ésta de que su presencia sobraba en aquellos momentos. Munro, en vez de exigir inmediatamente los resultados de la misión del joven, paseó de un lado a otro de la habitación durante un momento, con las manos detrás y la cabeza mirando al suelo en actitud pensativa. Cuando por fin levantó la vista, dijo con sentimiento paternal: —Son un par de chicas de lo más excelente, Heyward, serían el orgullo de cualquier padre. Ya conoce usted la consideración que tengo por sus hijas, coronel Munro. —Es cierto, muchacho —le interrumpió con impaciencia el anciano—. Estuvo usted más dispuesto a hablar de esa cuestión el día que llegó; ¡pero no creí apropiado que un viejo soldado hablase de bendiciones nupciales o anécdotas de boda cuando los enemigos de su rey estaban a las puertas del recinto! De todos modos me equivoqué, me equivoqué entonces, Duncan, muchacho; y ahora estoy dispuesto a oír lo que tenga que decir al respecto. —Sin menosprecio por el placer que sus palabras suponen para mí, estimado señor, lo que debo comunicarle ahora mismo es un mensaje de parte de Montcalm. —¡Que el francés y todas sus huestes se vayan al diablo! —exclamó con impaciencia el veterano—. Aún no es el que manda en el fuerte William Henry, ni lo será, siempre y cuando Webb demuestre ser el hombre que debería ser. ¡No, señor! Por fortuna, aún no nos encontramos en una situación tan desesperada que le impida a Munro cuidarse de los asuntos más íntimos de su familia. Duncan, la madre de usted era hija única de mi mejor amigo, por lo que escucharé lo que tenga que decir aunque todos los caballeros de San Luis estuvieran al otro lado del portón, exigiendo mi atención con el mismísimo santo francés a la cabeza. ¡Poca caballerosidad puede acompañar a los dulces modales y a los marquesados de dos peniques! ¡Lo que cuenta es la dignidad y la solera; en eso consiste el verdadero «memo me impune iaccesit» de lo caballeresco! Usted proviene de una vieja estirpe de esa clase, Duncan, los cuales destacaron entre los nobles de Escocia. Heyward, al percatarse de que su superior disfrutaba, dentro de su rabia, con despreciar el mensaje del general francés, no insistió en contradecir un impulso pasajero como ése; por lo cual también mostró la máxima indiferencia hacia el asunto: —Mi petición, como recordará, señor, era la de creerme digno de llegar a ser su yerno. —Perfecto, muchacho, ha encontrado usted las palabras adecuadas para hacerse entender. Pero, déjeme preguntarle; ¿se lo ha comunicado así de claro a la chica? —Oh, no, por mi honor —exclamó Duncan con cálido respeto—. Habría abusado de la confianza depositada en mí si me hubiese aprovechado de la situación para tales propósitos. —Sus modos son los propios de un caballero, comandante Heyward, de eso no cabe duda, pero Cora Munro es una dama excesivamente discreta e inteligente como para requerir tanta prudencia y protección, ni siquiera por parte de su padre. —¡Cora! —¡En efecto, Cora! ¿No estamos hablando de sus pretensiones hacia la señorita Munro? —No… no… no creo haber mencionado su nombre —dijo Duncan, tartamudeando. —Entonces, ha pedido mi consentimiento, ¿para casarse con quién, comandante Heyward? —le preguntó el viejo soldado, erguido con la dignidad de alguien que hubiera sido ofendido. —Tiene usted otra hija, no menos hermosa. —¡Alice! —exclamó el padre, con un grado de sorpresa equivalente al mostrado por Duncan cuando repitió el nombre de la otra hermana. —Tales eran mis intenciones, señor. El joven aguardó en silencio el desenlace del extraordinario efecto que tuvo tan inesperada noticia. Durante varios minutos, Munro caminó por toda la habitación, con sus largos y rápidos pasos, mientras las facciones de su cara se contraían de acuerdo con sus pensamientos. Finalmente, se detuvo justo delante de Heyward y, fijando su mirada en la de su interlocutor, le dijo con voz extremadamente temblorosa: —Duncan Heyward, he sentido gran afecto por usted, habida cuenta de la sangre que corre por sus venas, también le he apreciado por sus indiscutibles virtudes, así como por la posibilidad de que usted pudiera contribuir a la felicidad de mi hija. No obstante, toda mi estima se tornaría en odio si lo que más temo llegara a ser verdad. —¡Quiera Dios que ninguno de mis actos o pensamientos haya siquiera insinuado algo negativo! —exclamó el joven sin titubear y manteniendo la morada fija. A pesar de no poder aceptar la imposibilidad de que el joven comprendiera los sentimientos de un padre, Munro sí se dejó convencer por la impasible sobriedad de su rostro y, hablando con un tono más suave, le dijo: —Quiere usted ser mi yerno, Duncan, y desconoce la historia del hombre que desea tener por suegro. Siéntese, joven, y le hablaré de un corazón destrozado, aunque sea con pocas palabras. A estas alturas, el mensaje de Montcalm quedaba en el olvido tanto para el mensajero como para el destinatario. Cada uno de los dos hombres tomó asiento y, mientras el más experimentado volvía a dejarse llevar por los pensamientos, esta vez con el ánimo entristecido, el más joven disimulaba su impaciencia por medio del respeto y la atención mostrada hacia el primero. Al cabo de un momento, el veterano habló. —Ya sabe usted, comandante Heyward, que mi familia es de rancio abolengo —comenzó diciendo el escocés—, a pesar de que no disfrute de todas aquellas riquezas que suelen corresponderle a una estirpe así. Yo debí de tener la edad de usted cuando quise unir mi destino al de Alice Graham, hija única de un vecino terrateniente. No obstante, su padre se mostró desfavorable, no sólo por mi pobreza económica, sino también por otras

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El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

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