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Decir a los predicadores de los poblados que el Cielo es un lugar de descanso. Ahí tenemos una muestra de cómo cada hombre tiene un concepto distin...

Decir a los predicadores de los poblados que el Cielo es un lugar de descanso. Ahí tenemos una muestra de cómo cada hombre tiene un concepto distinto de la diversión. Por mi parte, y lo digo con todos mis respetos por la Divina Providencia, no sería muy entretenido permanecer todo el tiempo metido en esas mansiones de las que predican, sobre todo si se tiene cierto gusto por la acción y los espacios abiertos. Duncan, al habérsele explicado la naturaleza de los ruidos, prestó mayor atención al asunto que había inspirado la conversación del explorador, diciendo: —Es difícil comprender qué sentimientos nos acompañarán cuando llegue la hora del gran cambio final. —Desde luego que tendrá que ser un cambio, en especial para un hombre acostumbrado a pasar su vida al aire libre —le contestó el empecinado explorador—; y que a menudo se ha saciado en las aguas de la cabecera del Hudson, o que ha dormido en las cercanías del rugiente río Mohawk. No obstante, es reconfortante saber que servimos a un Señor misericordioso; cada uno a su manera, claro está, habiendo grandes extensiones de tierra salvaje de por medio. ¿Quién anda ahí? —¿Acaso no se trata de los lobos que ha mencionado antes? Ojo de halcón movió su cabeza en señal de negativa y le hizo un gesto a Duncan para que le siguiera hasta un lugar donde no llegara la luz del fuego. Una vez tomada esta precaución, el explorador adoptó una postura de máxima alerta, escuchando con gran concentración para volver a percibir el sonido que tanto le había sorprendido. Sin embargo, sus esfuerzos parecían ser en vano, ya que, tras una pausa infructuosa, le dijo a Duncan en voz baja: —Debemos llamar a Uncas. El chico tiene los sentidos propios de un indio y puede oír aquello que se nos escapa a nosotros; de nuevo, y aunque esta vez sea para mal, he de reconocer que soy blanco. El joven mohicano, que en ese momento estaba conversando en voz baja con su padre, se percató de un sonido que se parecía al canto de un búho. Se levantó deprisa y miró hacia los montículos negros, como si intentara localizar su procedencia. El explorador volvió a emitir la señal y, en pocos segundos, Duncan vio aparecer la figura de Uncas, que estaba acercándose por los muros que llevaban hasta el punto en el que se encontraban. Ojo de halcón le explicó lo que quería en pocas palabras, habladas en el idioma de los delaware. En cuanto Uncas supo la razón por la cual se le había llamado, se agachó y extendió su cuerpo sobre el terreno. Allí, ante la mirada de Duncan, permaneció callado e inmóvil. Sorprendido por la inmovilidad del joven guerrero, a la vez que curioso por observar la manera en que empleaba sus facultades para obtener la información deseada, Heyward avanzó un poco y se agachó, a su vez, sobre la oscura forma objeto de su atención. Entonces descubrió que Uncas había desaparecido, siendo la forma mencionada la sombra de una irregularidad del terreno. —¿Qué ha sido del mohicano? —le preguntó al explorador, mientras se echaba hacia atrás, atónito—. Le vi postrarse aquí y habría jurado que aún permanecía en el lugar. —¡Chist! Hable más bajo; que aún no sabemos qué oídos acechan, y los mingos son muy avispados. En cuanto a Uncas, está ahí afuera, en la explanada; los maquas tendrán que vérselas con él, si es que hay alguno en los alrededores. —¿Cree usted que Montcalm aún mantiene algunos indios por aquí? Demos la voz de alarma para que nuestros compañeros también vayan a sus armas. Somos cinco, y todos estamos acostumbrados al combate. —No diga una sola palabra, si es que quiere permanecer vivo. Mire cómo el sagamore está sentado junto al fuego, a la manera de un gran jefe indio. Si hay algún merodeador en la oscuridad, no sospechará que estamos al tanto de sus movimientos si le ve en esa actitud. —Pero podrían llegar hasta él y matarlo. Está excesivamente visible a la luz del fuego; es muy probable que sea el primero en caer. —No hay duda de que es verdad lo que dice usted —le contestó el explorador, mostrándose más preocupado que de costumbre—. Pero ¿qué podemos hacer? Un solo movimiento en falso puede provocar un ataque para el cual no estaríamos preparados. Él sabe que hemos notado algo por la llamada que le dirigí a Uncas; le haré otra que le haga entender que estamos tras los pasos de los mingos; su instinto indio le dirá cómo reaccionar. El explorador se colocó los dedos en la boca y produjo un sonido muy característico, que emulaba al de una serpiente; tanto fue así, que Heyward retrocedió alarmado durante un momento. Chingachgook tenía la cabeza apoyada sobre una mano, en actitud pensativa; pero en cuanto oyó el sonido que imitaba al animal cuyo nombre le correspondía, la levantó y dirigió su oscura mirada por todos los alrededores. Este breve y quizá involuntario movimiento fue la única expresión que aparentaba sorpresa o alarma en él. No echó mano a su fusil; ni siquiera miró hacia él, aunque lo tenía a su alcance. Incluso permitió que el tomahawk que portaba suelto en su cinturón descansara sobre el suelo, mientras relajaba todos los músculos de su cuerpo, dando la sensación de que estaba dispuesto a descansar. Volvió a adoptar la posición inicial, apoyando la cabeza sobre una mano, pero habiendo tomado la astuta decisión de cambiar de mano para hacer creer que se trataba de un movimiento que permitiese descansar a la otra. Así, el nativo aguardó cualquier posible novedad con una tranquilidad y una frialdad que sólo un guerrero indio podría demostrar. Pero Heyward apreció que, aunque para un observador inexperto el rodio parecía dormitar, sus fosas nasales estaban tensas, su cabeza estaba ligeramente ladeada, como si quisiera escuchar algo, y sus miradas fugaces se notaban cada vez que las dirigía a su alrededor. —¡Observe a tan noble individuo! —le susurró Ojo de halcón a Heyward, cogiéndole del brazo—. Sabe bien que una mirada o un movimiento pueden atraer el peligro. —¿Qué ha sido de Uncas? —preguntó Duncan—. Oímos tu fusil y tuvimos la esperanza de que el disparo no fuera en vano. El joven jefe indio levantó un pliegue de su fajín con cuidado, revelando la consabida mata de cabello que simbolizaba la victoria. Chingachgook cogió la cabellera y la sostuvo en la mano con gesto analítico. A continuación la dejó caer con desprecio, mientras afirmaba: —¡Oneida! —¡Oneida! —repitió el explorador, quien hasta ese momento había demostrado tan poco interés en el asunto como.

Esta pregunta también está en el material:

El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

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