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hay una sola vara firme, por lo que no ha de resultar sorprendente que las bendiciones más exquisitas de la Divina Providencia se utilicen sólo par...

hay una sola vara firme, por lo que no ha de resultar sorprendente que las bendiciones más exquisitas de la Divina Providencia se utilicen sólo para vociferar como lo hacen. David se tapó los oídos ante el grito colectivo de la manada de niños, que debió oírse por todo el bosque; tras lo cual, mordiéndose el labio y avergonzado de su debilidad supersticiosa, dijo con firmeza: —Sigamos. Sin quitar las manos de sus oídos, el maestro de canto le hizo caso, y juntos continuaron su camino hacia el lugar donde, según David, se encontraban «las tiendas de los Filisteos». Capítulo XXIII Pero aunque la bestia presa de caza Pueda exigir el privilegio de la persecución; Aunque le concedamos ventaja y terreno al ciervo, Por cada sabueso que soltamos o cada arco que doblamos; ¿Quién puede decir dónde, cómo o cuándo Fue atrapado y muerto el zorro merodeador? La dama del lago. No es nada frecuente encontrarse con un campamento nativo vigilado por guardianes armados, a la manera en que los más instruidos hombres blancos lo harían. Estando bien informado de la proximidad de cualquier peligro con suficiente antelación, el indio normalmente confía en su conocimiento de las señales del bosque, así como en los largos y tortuosos caminos que le separan de aquéllos que pueden suponer una amenaza para él. Ahora bien, el enemigo que, por suerte o accidente, haya logrado burlar la vigilancia de los nativos apostados en el bosque no encontrará ningún centinela cerca del poblado para dar la voz de alarma. Además de esta costumbre generalizada, las tribus amigas de los franceses conocían sobradamente el peso del último golpe militar como para temer cualquier agresión de parte de aquellas naciones hostiles a ellos, y que a su vez eran aliadas de la corona británica. Por lo tanto, cuando David y Duncan se vieron rodeados por los niños que estaban jugando entre la hierba, no encontraron más resistencia que esa frente a su llegada. No obstante, en cuanto fueron costos de cerca los intrusos, todo el grupo de jóvenes hizo sonar un grito colectivo al unísono, para luego desaparecer de la vista de sus visitantes, como por arte de magia. Los cuerpos delgados y desnudos de los revoltosos se camuflaban tan bien con el color de la vegetación a esa hora del día que parecía, ciertamente, que la tierra se los hubiera tragado; aunque una observación más cuidadosa del lugar por parte de Duncan le permitía descubrir las miradas fugaces de los oscuros ojos nativos por todas partes. Lejos de sentirse animado por este incidente, y pensando en cuál sería la reacción ante su aspecto por parte de los mayores, Duncan sintió una tentación momentánea de retroceder. Sin embargo, ya era demasiado tarde para volver atrás. El griterío de los niños había hecho que una docena de guerreros apareciese a la puerta de la choza más cercana, desde donde aguardaban, formando un grupo disuasorio y amenazante, a los que tan inesperadamente se presentaban en sus dominios. Estando familiarizado con la situación, David tomó la iniciativa de seguir, caminando con tal decisión que ningún obstáculo parecía importarle, hasta llegar a la mismísima choza aludida. Se trataba de la edificación más importante del poblado, aunque también estaba hecha de ramas de árbol; era el lugar en el que se celebraban los consejos y las reuniones públicas de la tribu durante su estancia temporal en la frontera con la provincia inglesa. Al pasar por el lado de los tenebrosos y fuertes salvajes, Duncan encontró dificultades para dar forma a una imprescindible expresión de indiferencia en su rostro; pero, consciente de que su supervivencia dependía de su aparente estado mental, confió en las apariencias de su compañero, a quien siguió y emuló en su avance, mientras pensaba en alguna estrategia para la ocasión. Su sangre se heló al encontrarse en pleno contacto con tan fieros e implacables enemigos; pero logró dominarse lo suficiente como para llegar hasta el centro del lugar sin dar muestras de debilidad. Imitando al flemático Gamut, extrajo una buena cantidad de ramas aromáticas a partir de un montón que había en una de las esquinas de la choza y tomó asiento sin decir palabra. Tan pronto como les hubiera pasado de largo su nuevo visitante, los expectantes guerreros se alejaron de la entrada, distribuyéndose alrededor de aquel como si estuviesen tranquilamente esperando a que el desconocido se dignase a hablar. La gran mayoría de ellos se quedó de pie, adoptando posturas muy relajadas al apoyarse contra las delgadas columnas que sostenían el cochambroso edificio; mientras que tres o cuatro de los de mayor edad, así como los jefes más distinguidos, se situaron en el suelo a una distancia más adelantada que los demás. Una antorcha encendida alumbraba el lugar, esparciendo su luz escarlata de rostro a rostro y cuerpo a cuerpo a medida que las corrientes de aire la avivaban. Duncan se valió de esta iluminación para intentar comprender la actitud receptiva de sus huéspedes, por medio de la expresión de sus caras. Pero sus intentos fueron en vano, pues tales gentes sólo reflejaban rasgos llenos de frialdad. Los jefes más cercanos apenas se fijaban en él, dirigiendo sus miradas al suelo como si mostrasen respeto, aunque no era difícil de ver que se trataba más bien de una muestra de desconfianza. Los hombres del fondo eran menos reservados. De inmediato se percató Duncan de sus miradas, a la vez furtivas e inquisitivas, recorriendo cada detalle de su persona y atuendo, pendientes de todo gesto facial, incluso de la más mínima línea de la pintura que le cubría, aunque sin manifestar comentario alguno. Por fin uno de los mayores, cuyos cabellos ya habían comenzado a encanecer pero que aún gozaba de la fuerza y la agilidad dignas de la plenitud masculina, surgió de la penumbra de una esquina, desde la cual había estado observando en secreto, y habló. Utilizó el idioma de los wyandotes o hurones, por lo que sus palabras resultaron incomprensibles para Heyward, aunque a juzgar por los gestos que las acompañaban más bien parecían ser palabras de cortesía y no de agresividad. El visitante agitó la cabeza en señal negativa, dando a entender su incapacidad para responder. —¿Alguno de mis hermanos domina el francés o el inglés? —preguntó en el primero de los dos idiomas, mientras miraba a su alrededor esperando ver algún gesto de asentimiento. Aunque alguna cabeza se movió tratando de entender lo dicho, nadie contestó. —Me apenaría pensar —continuó diciendo Duncan lentamente, utilizando la sintaxis francesa más simple que podía reproducir— que ningún miembro de esta grande y sabia nación entiende la lengua que emplea el «Grand Monarque» cuando se dirige a sus hijos. ¡Sería un gran pesar para su corazón el que sus guerreros de piel roja parezcan no respetarle lo suficiente! A esto siguió una larga e inquietante pausa, durante la cual ni un solo movimiento, ni tampoco una sola mirada, dio fe del mensaje de su alocución. Sabiendo que el silencio era una virtud para sus huéspedes, Duncan recurrió a tal costumbre para poner en orden sus ideas. Poco después le respondería el mismo guerrero de antes, esta vez utilizando con sobriedad el idioma del Canadá: —¿Cuándo nuestro Gran Padre habla con Su pueblo, utiliza la lengua del hurón? —Él no establece diferencias entre sus hijos, sean de piel roja, negra o blanca —le contestó Duncan con actitud evasiva—, aunque de modo especial está satisfecho con los bravos hurones. —¿De qué modo hablará —inquirió el jefe con tono impaciente—, cuando los mensajeros le cuenten las caballeras que brotaron de las cabezas de los yengeese hace cinco días? —Eran sus enemigos —dijo Duncan, sintiendo un temblor repentino—; y sin duda dirá: «está bien hecho, mis hurones son valientes». —Nuestro padre del Canadá no lo piensa así. En vez de mirar hacia adelante y recompensar a sus indios, sus ojos se vuelven atrás. Ve a los yengeese muertos, pero no a los hurones. ¿Qué significa eso? —Un gran jefe como él tiene más pensamientos que lenguas. Quiere asegurarse de que no hay enemigos persiguiéndole. —La canoa de un guerrero muerto no flotará sobre el Horicano — contestó el salvaje con sobriedad—. Sus oídos son para los delaware, quienes no son nuestros amigos, y se deja llevar por las mentiras de éstos. —No puede ser verdad. Mirad, me ha pedido a mí, que conozco las artes de la curación, que vaya a sus hijos los hurones rojos de los grandes lagos, y les pregunte si están

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El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

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