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maestro de canto, afligido por sus tristezas y temores y arropado únicamente por su fe en la Divina Providencia. Justo cuando le vio el explorador,...

maestro de canto, afligido por sus tristezas y temores y arropado únicamente por su fe en la Divina Providencia. Justo cuando le vio el explorador, el solitario individuo estaba reflexionando profundamente sobre el oso que el primero había emulado. A pesar de la certeza que tenía David acerca de los milagros referidos en las Sagradas Escrituras, descartaba cualquier intervención sobrenatural en las cuestiones morales del presente. En otras palabras, aunque creía firmemente en las maravillas bíblicas relativas a ciertos animales, era bastante escéptico en cuanto a la capacidad que pudiera tener un oso para el canto; sin embargo, sus oídos fueron testigos directos de lo segundo. Tanto su disposición como sus maneras le revelaron al explorador que estaba muy confuso. Estaba sentado sobre un montón de ramas, de las cuales extraía de vez en cuando alguna para avivar el pequeño fuego que tenía delante, y tenía la cabeza apoyada sobre una mano en actitud pensativa. El atuendo del profesor de música no había sufrido la más mínima alteración, salvo el añadido de un sombrero triangular de piel de castor que le cubría la testa —una prenda que en absoluto fue codiciada por ninguno de sus anfitriones—. El ingenioso Ojo de halcón, recordando el modo tan precipitado en el que el sujeto se había ausentado de la compañía de la mujer enferma, ya empezó a sospechar acerca de los motivos para tan profundas reflexiones. Tras rodear la choza y asegurarse de que no había nadie a su alrededor, y confiando en las escasas posibilidades de que el talante de su inquilino atrajera ninguna visita, se aventuró a traspasar la diminuta puerta de la vivienda, presentándose ante la persona de Gamut. El fuego quedaba situado entre ambos, y después de que Ojo de halcón se sentara del mismo modo en que lo haría un oso, transcurrió casi un minuto entero, durante el cual los dos se observaron mutuamente pero sin decir palabra. El carácter repentino e inesperado de esta incursión fue una prueba demasiado dura para las creencias y la fortaleza espiritual de David —por no decir para su filosofía—. Éste echó mano de su pipa de entonación musical y se levantó presto para llevar a cabo algún tipo de exorcismo melódico. —¡Monstruo oscuro y misterioso! —exclamó mientras se ponía las lentes y recurría a su sempiterno libro de salmos—. Desconozco tu procedencia, así como tus intenciones; pero si atentaras contra las personas y los fueros de uno de los más humildes servidores del templo, escucha el inspirado lenguaje de los jóvenes de Israel y arrepiéntete. El oso se sacudió violentamente y se oyó una voz familiar decir: —Ponga el arma musical a un lado y modere su voz. Sólo cinco palabras sencillas en inglés resultarían tan peligrosas en este momento como toda una hora de charla. —¿Qué eres? —exigió saber David, abandonando sus pretensiones iniciales mientras intentaba recobrar el aliento. —Un hombre como usted, de sangre tan pura como la suya y sin mezcla de estirpe de osos ni de indios. ¿Ya se ha olvidado de quien le devolvió el endiablado instrumento que sostiene en su mano? —¿Será posible? —le contestó David, respirando más tranquilo a medida que la verdad le iluminaba—. ¡He presenciado muchas maravillas desde que cohabito con los infieles, pero nada comparable a esto! —Vamos, vamos —le replicó Ojo de halcón, dejando al descubierto sus nobles facciones para poder así calmar más el ánimo de su compañero—; ya puede contemplar una piel que, sin ser tan pálida como la de las muchachas, no tiene más color que aquél que confieren los vientos y el sol desde lo alto. Ahora concentrémonos en cosas más importantes. —Antes dígame qué ha sido de la chica y el joven que tan valerosamente había emprendido su búsqueda —le interrumpió David. —Sí; afortunadamente se han librado de los tomahawks de estos bellacos. Pero ¿me puede usted informar acerca de Uncas? —Mantienen a ese joven atado, y mucho me temo que su muerte es segura. Lamento profundamente que alguien de tan gran valía muera sin el conocimiento de la palabra de Dios, y he seleccionado un himno apropiado… —¿Puede llevarme hasta él? —No será tarea difícil —le contestó David, algo vacilante—. Aunque me temo que su presencia tan sólo le acarreará más problemas de los que ya tiene. —No se hable más y pongámonos en marcha —le contestó Ojo de halcón, volviéndose a cubrir la cara y precipitándose a través de la puerta, haciendo así honor a sus palabras. A medida que avanzaban, el explorador se aseguró de que su acompañante pudiera acceder a Uncas amparándose en su aparente enfermedad. Intercambiando alguna palabra suelta en inglés con uno de los guardianes, a quien se había propuesto convertir al cristianismo, David logró la aprobación de éste. No sabemos hasta qué punto el hurón comprendió cuáles eran las intenciones de tan amistosa actitud, pero como una muestra de halago y respeto es siempre bien recibida tanto por un salvaje como por un individuo civilizado, la estratagema surtió efecto. No hace falta describir el brusco modo en el que el explorador le pidió al ingenuo David que le informara de los detalles, ni tampoco entraremos en la explicación de sus instrucciones cuando ya conocía los hechos que precisaba saber, ya que todo ello se revelará oportunamente en el curso de la narración. La edificación en la que se alojaba Uncas estaba en el mismo centro del poblado, en una posición que se puede definir como la más difícil para acceder a ella, o abandonarla, sin ser visto. Pero no era la intención de Ojo de halcón el pretender pasar desapercibido. Con la ayuda de su disfraz y sus habilidades para la interpretación, se encaminó directamente al lugar. No obstante, la hora del día le proporcionó algo más de esa protección que, al parecer, no requería. Los niños ya estaban dormidos y todas las mujeres, así como la mayoría de los guerreros, se habían retirado a sus viviendas para descansar. Tan sólo cuatro o cinco de estos últimos permanecían a la puerta del lugar de confinamiento de Uncas, cansados aunque atentos observadores del comportamiento de su cautivo. Al ver a Gamut acompañado de uno que vestía las pieles del más distinguido hechicero de su tribu, se apresuraron a abrirles paso. Por otra parte, no tuvieron intención de marcharse de allí, sino que, muy al contrario, se mostraron dispuestos a permanecer enclavados en su sitio por la curiosidad que despertaban en ellos las prácticas misteriosas que tal visita traería consigo. Dada la manifiesta incapacidad del explorador de hablar a los hurones en su propia lengua, se vio obligado a confiarle todo el diálogo a David. A pesar de su simpleza de carácter, éste cumplió sobradamente con lo que se le había encomendado, con lo cual su instructor quedó más que satisfecho. —¡Los delaware son mujeres! —exclamó, dirigiéndose al salvaje que comprendía algo de su idioma—. Los yengeese, esos estúpidos compatriotas míos, les han dicho que retomen el hacha de guerra y se enfrenten a sus padres del Canadá, olvidándose así de su verdadero sexo. ¿Quiere oír mi hermano cómo «Le Cerf Agile» pide que le traigan vestidos, y ver cómo llora delante de los hurones en el momento de su ejecución? La exclamación «¡hugh!», que dio como respuesta contundente el salvaje, daba a entender con cuánta satisfacción presenciaría tales debilidades por parte de un enemigo que durante tanto tiempo había sido odiado y temido. —¡Entonces que se haga a un lado y deje que el hombre sabio eche su aliento sobre ese perro! ¡Que lo diga también a mis hermanos! El hurón comunicó el mensaje de David a sus compañeros, quienes a su vez acogieron la iniciativa con el deleite propio de seres indómitos que en la crueldad encuentran entretenimiento. Se retiraron un poco de la entrada, haciendo señas para que se acercara el supuesto hechicero. Pero el oso, lejos de obedecerles, se quedó sentado allí y gruñó. —El hombre sabio teme que su aliento afecte a sus hermanos y les prive también de su valor —añadió David al comprender la señal que le estaba haciendo el otro—; por lo tanto deben alejarse más. Los hurones, pensando que tal posibilidad sería la mayor de sus desgracias, se echaron atrás sin vacilación. De este modo, quedaron tan alejados que no podían oír la conversación de los otros, pero sí mantener vigilada la entrada a la choza. Satisfecho de esta circunstancia, el explorador entró lentamente en la edificación. Todo estaba en silencio en la penumb

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El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

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