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za y la declaró auténtica con tanta rapidez que el explorador quedó mirando al suelo, como si se hubiese caído, mientras Duncan la ponía cerca de su corazón, el cual palpitaba frenéticamente. —¡Bah! —dijo Ojo de halcón de modo desdeñoso, dejando de mover las hierbas del suelo con su fusil—. Cuando la vista empieza a fallar, no hay duda de que se empieza a envejecer. ¡Mira que no poder encontrar un objeto tan brillante! Bueno, mientras aún pueda apuntar con las miras del fusil será suficiente para entendérmelas con los mingos. De todos modos me gustaría habérselo devuelto a su legítima dueña; sería la manera más correcta de unir los dos extremos de un rastreo, sobre todo ahora que tenemos por medio al ancho Saint Lawrence o, quizá, hasta los mismísimos Grandes Lagos. —Más razón para que nos demos prisa y reanudemos nuestra marcha —le contestó Heyward—. Adelante pues. —La sangre joven y la sangre caliente dicen que son prácticamente la misma cosa. No vamos a iniciar la caza de la ardilla, ni perseguir a un ciervo hasta el Horicano, sino seguir un camino durante días y noches a la intemperie, y cruzar una tierra salvaje que apenas ha pisado el hombre; una tierra en la que los conocimientos adquiridos en los libros sirven de bien poco. Un indio nunca comienza una expedición de esta envergadura sin fumar en un consejo alrededor del fuego; y aunque soy un hombre de raza blanca, respeto sus costumbres en este particular, porque las considero adecuadas y sabias. Por lo tanto, regresaremos, encenderemos una hoguera en las ruinas del viejo fortín y saldremos frescos por la mañana, preparados para enfrentarnos a nuestras labores como deben hacerlo los hombres, no como mujeres ruidosas ni niños ingenuos. Heyward vio en la actitud del explorador que sería inútil contradecirle. Munro de nuevo se hallaba hundido en ese estado de apatía que parecía dominarle desde los últimos incidentes desafortunados que le había tocado sufrir, y del cual sólo podría sacarle un estímulo poderoso y renovador. Haciéndole sacar fuerzas de flaqueza, el joven tomó al veterano del brazo y le guio tras los pasos del explorador y los indios, quienes habían vuelto sobre el mismo camino de antes hacia la llanura. Capítulo XIX Salarino. —Pues, seguro que si no cumple, no serás capaz de cobrárselo en su carne; ¿de qué te serviría eso? Shylock. —Como cebo para pescar, si no es para otra cosa; y si no puede servir de alimento en ningún otro sentido, al menos alimentará mi venganza. El mercader de Venecia. Las sombras del atardecer se habían sumado a la naturaleza sombría del paisaje cuando el grupo entró en las ruinas del fuerte William Henry. El explorador y sus compañeros hicieron rápidamente los preparativos para permanecer allí esa noche; pero con una actitud tan sobria y comedida que dejaba entrever hasta qué punto los horrores contemplados ese día habían alterado sus ánimos. Apoyaron algunos listones de madera contra una pared chamuscada; y tras cubrirlos Uncas con algo de vegetación, les sirvieron de refugio suficiente. El joven indio señaló hacia la rudimentaria cabaña cuando terminó su labor. Heyward, comprendiendo el significado del gesto amistoso, invitó a Munro para que entrase. Dejando al fatigado anciano inmerso en sus penas, Duncan regresó al exterior para respirar aire fresco, ya que estaba demasiado inquieto como para someterse al descanso recomendado por su experimentado amigo. Mientras Ojo de halcón y los indios encendían el fuego y se disponían a consumir su cena, consistente en una ración curada de carne de oso, el joven soldado se dedicó a inspeccionar el muro de la fortaleza que estaba orientado hacia las aguas del Horicano. El viento había decaído y las olas que llegaban hasta la orilla lo hacían con una cadencia más regular. Las nubes, como si estuviesen cansadas de su movimiento amenazador, se estaban disipando; las masas más grandes y negras se desplazaban hacia el horizonte, mientras las más ligeras y blanquecinas aún permanecían en el cielo por encima del agua, o entre las cumbres montañosas, como manadas desperdigadas de aves que sobrevolaran sus nidos. De vez en cuando, un destello rojizo y fugaz se percibía a través de los vapores, dándole un momentáneo brillo placentero al cielo gris. Más allá del centro de las colinas circundantes ya se aproximaba una oscuridad impenetrable; la llanura quedaba entonces como un inmenso mausoleo, sin que ningún ruido, ni siquiera un susurro, molestase el descanso de sus numerosos e infortunados ocupantes. Duncan permaneció como espectador de este escenario, tan espantosamente en concordancia con los hechos allí acontecidos, durante un buen rato. Su mirada lo recorrió todo desde el centro del montículo, donde ahora los hombres del bosque estaban sentados alrededor del fuego, hasta la luz más tenue que aún podía distinguirse en el firmamento, para luego detenerse mucho tiempo en aquella zona oscura, tan semejante al más absoluto de los vacíos, en la que reposaban los muertos. Pronto empezó a imaginarse que del lugar provenían sonidos inexplicables, aunque tan débiles y fugaces que daban lugar a dudas acerca de su existencia. Avergonzado por su inclinación al temor, el joven miró hacia el agua y se esforzó por concentrar su atención sobre el reflejo de las estrellas en la superficie. Aún así, sus oídos le traicionaban, o más bien parecía como si le quisieran avisar de algún peligro que acechaba. Después de un tiempo daba la sensación de que podían oírse movimientos bruscos entre la oscuridad. Totalmente incapaz de acallar sus miedos por más tiempo, Duncan llamó al explorador en voz baja, para que se acercara hasta el lugar en el que se encontraba. Recogiendo su fusil, Ojo de halcón accedió, pero su actitud rebosaba confianza y la absoluta convicción de que estaban seguros en ese sitio. —Escuche —le dijo Duncan al otro cuando llegó a su lado—. Se oyen ruidos leves procedentes de la llanura, con lo cual es posible que Montcalm tenga aún algún efectivo patrullando por aquí. —Si es así, entonces los oídos valen más que la vista —dijo el explorador sin alterarse, habiendo ingerido una porción de carne de oso un momento antes, por lo que hablaba mientras masticaba—. Yo mismo he visto cómo estaba encerrado en la localidad de Ty con toda su tropa. Ya sabe cómo son los franchutes; cuando creen haber hecho algo grande, les gusta volver atrás y celebrarlo con bailes y mujeres. —Yo no estaría tan seguro. Un indio apenas descansa cuando está en guerra, y el deseo de llevar a cabo algún tipo de pillaje puede hacer que un hurón permanezca aquí después de que su tribu haya partido. Lo mejor sería apagar el fuego y establecer un fumo de guardia. ¡Escuche! El ruido. ¿Lo ha oído? —No es frecuente que un indio ande merodeando entre tumbas. Aunque estuviera dispuesto a matar, sin importarle los medios, suele conformarse con arrancar cabelleras, salvo cuando le arde la sangre y pierde el control; pero, una vez que se le pasa el arrebato, se olvida de su odio y deja que los muertos descansen en paz. Hablando de muertos, comandante, ¿comparte usted la opinión de que el Cielo para un piel roja es el mismo que para nosotros los blancos? —Sin duda, sin duda. ¡Creo haberlo oído otra vez! ¿O serían las hojas moviéndose en las copas de los abetos? —En lo que a mí concierne —continuó hablando Ojo de halcón, volviéndose un momento hacia la dirección indicada por Heyward, aunque con gesto tranquilo y despreocupado—, creo que el paraíso ha sido creado para la felicidad, y que los hombres gozarán de él de acuerdo con sus acciones y sus méritos. Por lo tanto, creo que un piel roja no anda desencaminado cuando lo interpreta como una tierra feliz en la que abunda la caza, tal y como aseguran sus tradiciones. Viéndolo así, tampoco estaría mal que un hombre, aunque sea blanco, pudiera pasar su tiempo. —¡Ahí está! ¿Lo oye de nuevo? —le interrumpió Duncan. —Sí, sí; tanto cuando escasea como cuando abunda la comida, el lobo se muestra fiero —dijo el explorador, impasible—. Se les podría incluso cazar por sus pieles, si hubiera tiempo y suficiente luz para tales entretenimientos. Pero, volviendo al tema de la vida futura, comandante, les he oído

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El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

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