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Muy al contrario, a partir de aquel momento, comenzó un decaimiento en su ánimo que le llevaría rápidamente a la tumba. Duncan permaneció para acor...

Muy al contrario, a partir de aquel momento, comenzó un decaimiento en su ánimo que le llevaría rápidamente a la tumba. Duncan permaneció para acordar los términos de la capitulación. Se le volvió a ver entrando en el fuerte durante las primeras guardias nocturnas y, tras celebrar un encuentro en privado con el comandante jefe, se le vio marchar de nuevo. Fue entonces cuando se anunció públicamente que las hostilidades debían cesar; Munro había firmado un tratado mediante el cual la plaza debía de ser entregada al enemigo por la mañana, mientras los efectivos de la misma podían conservar sus armas, sus colores y sus pertenencias, lo cual suponía también, desde el punto de vista militar, la conservación de su honor. Capítulo XVII Tejemos la trama. El hilo está hilvanado. La telaraña está tejida. La obra está completa. Gray. Los ejércitos rivales estacionados en las tierras del Horicano pasaron la noche del nueve de agosto de 1757 de una manera muy parecida a como lo habrían hecho si se hubiesen enfrentado en suelo europeo. Mientras los perdedores estaban quietos y apesadumbrados, los victoriosos se encontraban pletóricos de alegría. Pero, como siempre, hay un límite tanto para la tristeza como para la alegría; y antes de que amaneciera, la quietud de aquellos bosques sólo se vio perturbada por algún que otro grito ocasional proferido por uno de los franceses jóvenes de las patrullas en avanzadilla, cuando no sonaba un desafío aislado desde los muros del fuerte, ya que estaba estrictamente prohibido que se acercara nadie antes del momento estipulado. Incluso estas amenazas esporádicas cesaron en cuanto llegó esa hora grisácea que precede al nuevo día; y cualquiera que escuchara no detectaría sonido alguno que delatase la presencia de los dos contingentes armados en las orillas del «lago sagrado». Fue durante estos momentos de profundo silencio que la lona que cubría la entrada a una espaciosa caseta en el campamento francés fue retirada, saliendo un hombre a recibir el aire fresco de la mañana. Estaba envuelto en una capa que parecía haber sido diseñada para protegerse de las fuertes heladas del bosque, pero que a la vez servía para ocultar su persona. Se le permitió pasar por donde se encontraba el granadero que hacía guardia ante el lugar en el que dormía el jefe francés. No se le detuvo en su avance, sino que tan sólo se le brindaron los saludos de fumo, los cuales devolvió sin mucho aprecio. Este individuo, ataviado de tal modo que los centinelas lo reconocían sencillamente como un oficial que casualmente pasaba por el lugar, siguió su camino a través de la multitud de tiendas de campaña, en dirección a la fortaleza William Henry, sin que nadie le impidiera el paso. A excepción de esas breves interrupciones rutinarias que hemos mencionado, no cesó de caminar, abriéndose paso silenciosamente desde el centro del campamento hasta las posiciones más avanzadas de las fuerzas francesas, hasta que llegó al lugar en el que estaba el soldado que hacía guardia en el punto más próximo a la fortaleza enemiga. Al acercarse se encontró con la acostumbrada pregunta desafiante: —Qui vive? —France —fue la respuesta. —Le mot d’ordre? —La victoire —dijo el otro, acercándose tanto que se le podía oír, aunque susurrara. —C’est bien —contestó el centinela, volviendo a colocar su mosquete al hombro—. Vous vous promenez bien matin, monsieur! —Il est necessaire d’étre vigilant, mon enfant —apostilló el otro, dejando caer una doblez de su capa y mirándole al soldado cara a cara cuando pasó por su lado, siguiendo su camino hasta la fortificación británica. El hombre se sorprendió; sus brazos adoptando la rigidez del más respetuoso saludo. Cuando adoptó de nuevo la posición de descanso, volvió a su puesto de guardia, murmurando entre dientes: —Il faut être vigilant, en vérité! Je crois que nous avons là, un caporal qui ne dort jamais! El oficial continuó hacia adelante, simulando no haber oído las palabras que el centinela había dejado escapar; tampoco se detuvo hasta que hubo alcanzado los muros bajos de las vecindades del bastión occidental de la fortaleza, la cual era una zona francamente peligrosa. La poca luz que facilitaba la luna apenas permitía distinguir a los objetos, por lo que tomó la precaución de situarse cerca de un árbol, en el cual se apoyó durante varios minutos, contemplando el fuerte inglés con lo que parecía un profundo interés. Su modo de mirar la fortificación no era la de un curioso espectador casual, sino que la estudió cuidadosamente de un punto a otro, utilizando sus conocimientos militares y dejando entrever que su examen del lugar se basaba en cierta desconfianza por su parte. Al cabo de un rato terminó su observación y, tras mirar con impaciencia hacia las cumbres de las montañas orientales, como si deseara que amaneciera rápidamente, se dispuso a volver por el mismo camino de antes. Justo en ese instante, un leve ruido que provenía del ángulo más próximo del bastión le llegó al oído, haciéndole permanecer allí. Fue entonces cuando una figura apareció acercándose al muro, desde donde parecía estar también observando, en su caso las tiendas de campaña francesas que se encontraban a lo lejos. La figura giró su cabeza hacia el este, ansiosa también de que hubiese más luz. A continuación, se apoyó sobre el promontorio y permaneció mirando hacia el extenso brillo de las aguas, las cuales, como si se tratara de un firmamento subacuático, reflejaban el resplandor de miles de estrellas. El ambiente melancólico, el momento de nula actividad y la vasta corpulencia del hombre en cuestión, merodeando por los muros ingleses, no dejaba dudas acerca de su identidad para el avispado observador que le había detectado. Ahora el respeto, además de la prudencia, le instaba también a retirarse; y precisamente eso es lo que se proponía hacer, cuando otro ruido le llamó la atención e hizo que se quedara. Se trataba de una leve y casi inaudible alteración de las aguas, seguida de unas casi imperceptibles pisadas sobre gravilla. Al momento el observador vio cómo surgía una forma oscura de la zona del lago y se aproximaba sigilosamente a tierra firme, hasta llegar prácticamente a su misma altura. Acto seguido, vio cómo la figura empuñaba un fusil y se disponía a apuntar con él; pero, antes de que pudiera disparar, la mano del observador agarró el arma por el cierre. —¡Hugh! —exclamó el salvaje, al ver frustrada su infame prueba de puntería. Sin mediar respuesta, el oficial francés puso su mano sobre el hombro del indio y lo guio, sin hacer ruido, hasta un punto a cierta distancia del lugar, para que su conversación no se oyera y provocara un ataque, en especial si se tiene en cuenta que al menos uno de ellos buscaba una víctima. Allí, el oficial descubrió el uniforme y la cruz de San Luis que pendía de su pecho. Con gran severidad, Montcalm le preguntó al salvaje: —¿Qué significa esto? ¿Acaso mi hijo no sabe que se ha enterrado el hacha de guerra entre su padre canadiense y los ingleses? —¿Qué se espera que hagan los hurones? —contestó el salvaje, hablando también en francés, aunque incorrectamente—. ¡Ni un solo guerrero ha cobrado una cabellera, y los rostros pálidos se hacen amigos! —¡Ja! ¡Le Renard Subtil! ¡A mi modo de ver, se trata de un exceso de entusiasmo para alguien que, hasta hace bien poco, era un enemigo! ¿Cuántos soles han pasado desde que Le Renard estuvo en el puesto de guerra de los ingleses? —El único sol que importa —respondió el salvaje, ofendido— es el que se encuentra detrás de la colina. Ahora está oscuro y hace frío, pero en cuanto vuelva habrá luz y calor. Le Subtil es el sol de su tribu. ¡Ha habido nubes y muchas montañas entre su nación y él; pero ahora él brilla y el cielo está despejado! —Que Le Renard tiene una gran influencia sobre los suyos es un hecho que ya conozco —dijo Montcalm—, ya que ayer quiso arrancarles las cabelleras y hoy le escuchan en el consejo alrededor del fuego. —Magua es un gran jefe. —Que lo demuestre enseñando a su pueblo cómo comportarse ante nuestros nuevos amigos. —¿Por qué llevó el jefe del Canadá a sus hombres jóvenes al bosque e hizo fuego contra la casa de barro con sus cañones? —preguntó el indio con sutileza. —Para hacerse con ella. Mi monarca es dueño de esta

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El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

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