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pequeño montón que Duncan había formado a la entrada de la segunda cueva, tapando el orificio y privándole de toda posibilidad de seguir viendo lo ...

pequeño montón que Duncan había formado a la entrada de la segunda cueva, tapando el orificio y privándole de toda posibilidad de seguir viendo lo que ocurría fuera de la misma. Unos cuantos nativos más imitaron esta acción a medida que sacaban las ramas de la cueva del explorador, lanzándolas al mismo montón y mejorando así, aunque sin saberlo, la seguridad de aquellos a los que perseguían. La insignificancia inicial de la barrera fue decisiva en todo esto, ya que a ninguno de ellos se le ocurrió inspeccionar un mero amasijo de ramas que, dadas las prisas y la confusión del momento, parecía ser tan sólo un producto más del registro que estaban efectuando. Las mantas cedieron ante la creciente presión externa y la vegetación taponó la grieta con su propio peso, permitiéndole a Duncan respirar tranquilo una vez más. Brioso y confiado, volvió rápidamente al centro de la cueva y volvió a sentarse en su lugar de antes, desde donde podía divisar la abertura que daba al río. Al mismo tiempo, los indios también se movieron de allí, como si les impulsara un instinto común, y ascendieron hasta el punto del cual habían partido. Aquí se pudo oír otro grito aterrador, indicando que de nuevo pasaban por donde yacían sus camaradas. Por primera vez desde que hubiesen comenzado los momentos más críticos, Duncan se atrevió a mirar a sus compañeros, ya que no quería contagiarles la angustia que había dominado en su rostro cuando todo parecía estar perdido. —¡Se han ido, Cora! —susurró—. ¡Alice, han vuelto por donde vinieron y estamos a salvo! ¡Alabado sea el cielo, que nos ha librado de las garras de tan canallescos enemigos! —¡Entonces yo también daré gracias al cielo! —exclama la hermana más joven, librándose de los brazos de Cora tendiéndose sobre la superficie rocosa—; ¡doy gracias al cielo que le ha evitado el dolor a un padre anciano y ha salvado las vidas de los que amo! Tanto Heyward como Cora, que estaba más tranquila, observaron este impulso emocional con gran comprensión; y el joven concluyó que jamás había contemplado una escena tan piadosa ni de mayor hermosura que la de la pequeña Alice. Sus ojos irradiaban gratitud mientras el color sonrosado de su belleza natural volvió a brillar en sus mejillas; todo su ser parecía mostrar agradecimiento a través de sus delicados rasgos. Pero cuando sus labios se movieron, las palabras fueron frenadas por un nuevo y repentino temor. Su rostro perdió todo su color, volviéndose mortalmente pálido; sus ojos pasaron de una dulce suavidad a una dureza áspera, contrayéndose de terror; sus manos, que se habían juntado en actitud de oración, se separaron y permanecieron inmóviles, señalando hacia adelante. Heyward se volvió para mirar hacia donde parecían indicar y pudo ver, asomadas justo por encima del umbral de la salida, las fieras, salvajes y malignas facciones de Le Renard Subtil.

Esta pregunta también está en el material:

El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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