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ra de su interior, donde se encontraba el solitario cautivo; la poca luz que había era la procedente de las ascuas de un fuego que había servido pa...

ra de su interior, donde se encontraba el solitario cautivo; la poca luz que había era la procedente de las ascuas de un fuego que había servido para cocinar. Uncas ocupaba un lugar distante en una esquina, con el cuerpo en posición sedente y fuertemente atado de pies y manos. Cuando la desagradable figura del oso se presentó ante él, el joven mohicano ni siquiera le brindó una mirada al animal. Habiendo dejado a David vigilando la entrada, el explorador no creía prudente desvelar su identidad hasta que estuviese seguro de no ser visto. Por lo tanto, en lugar de hablar se limitó a imitar las acciones propias del animal que representaba. El mohicano, que en un primer momento creyó que se trataba de un verdadero oso enviado por sus enemigos para torturarle, se dio cuenta, a diferencia de lo que pasó con Heyward, de que se trataba de una farsa y no la verdadera bestia. Si Ojo de halcón se hubiese percatado de tales pensamientos por parte del avispado Uncas, se habría esmerado más en su representación, pero la mirada de hostilidad que por fin le dirigió el joven le hizo desistir sin llegar a saber que había sido descubierto su disfraz, creyendo que la del indio era una mera actitud desafiante. En cuanto dio David la señal pertinente, se oyeron murmullos en el interior de la choza en vez de los feroces gruñidos del oso. Uncas había apoyado el cuerpo contra la pared de la vivienda, cerrando los ojos como si quisiera así desterrar tan repugnante imagen de su presencia. Pero cuando oyó el sonido de la serpiente, se incorporó y miró a ambos lados, moviendo su cabeza en todas direcciones hasta que se fijó de nuevo en el rostro del monstruo peludo, mirándole extasiado, como si estuviera bajo el influjo de un hechizo. Nuevamente se repitieron los sonidos, que evidentemente procedían de la boca de la bestia. De nuevo el joven cubrió toda la habitación con la vista, para mirar otra vez al oso y decir en voz baja y susurrante: —¡Ojo de halcón! —Córtele las ligaduras —le dijo Ojo de halcón a David, quien se acababa de aproximar a ellos. El cantante hizo lo que se le había dicho y Uncas se vio libre para mover sus extremidades. Al mismo tiempo la piel del animal se agitó, emergiendo de la misma la figura completa del explorador. El mohicano parecía comprender la intención de su amigo de un modo intuitivo, por lo que no expresó ni la más mínima palabra ni gesto en señal de sorpresa. Cuando por fin Ojo de halcón se había despojado totalmente de su peludo disfraz, el cual se había fijado sobre su cuerpo a base de tiras de cuero, produjo un afilado cuchillo que puso en manos de Uncas. —Los hurones de piel roja esperan fuera —dijo—, hemos de estar preparados. Al mismo tiempo, puso de modo significativo su propia mano sobre un arma similar, siendo ambas el fruto de sus encuentros con el enemigo durante la noche. —Nos iremos —dijo Uncas. —¿Hacia dónde? —Al encuentro de la tribu de las tortugas; son los hijos de mis abuelos. —De acuerdo, muchacho —dijo el explorador en inglés, un idioma que utilizaba de modo instintivo cuando sus pensamientos le distraían—, supongo que se trata de la misma sangre que corre por tus venas; pero el tiempo y la distancia puede alterarla. ¿Qué hacemos con los mingos que hay en la puerta? Son seis en total, y el cantante no nos servirá de ayuda contra ellos. —Los hurones presumen demasiado —dijo Uncas con desprecio—; como «tótem» tienen a un alce y sin embargo corren igual que caracoles. Los delaware son hijos de las tortugas pero corren más que el gamo. —Sí, muchacho, es verdad lo que dices; y no pongo en duda que de una sola pasada dejarías atrás a toda la nación, para recorrer dos millas en línea recta y encontrarte con los del otro poblado antes de que ninguno de estos bribones se diera ni cuenta. Pero las dotes de un hombre blanco están más en sus brazos que en sus piernas. En lo que a mí respecta, puedo dejar fuera de combate al mejor de ellos, pero en cuanto a lo de correr, cualquiera de los bellacos podría darme alcance. Uncas, que ya se había aproximado a la puerta y estaba preparado para abrir el camino, se echó atrás ante esto, volviendo a colocarse al fondo de la vivienda. No obstante, Ojo de halcón se encontraba tan embebido en sus pensamientos que no se percató de tal movimiento y siguió meditando en voz alta. —Al fin y al cabo —dijo—, no es razonable limitar las dotes de un hombre por culpa de las de otro. Por lo tanto, Uncas, será mejor que tú te lances mientras yo me vuelvo a poner la piel de oso, confiando más en la astucia que en la velocidad. El joven mohicano no dio respuesta alguna, sino que se cruzó de brazos en silencio y se reclinó contra uno de los postes que sujetaban la pared de la choza. —¿Y bien? —preguntó el explorador, mirando hacia él—. ¿Por qué vacilas? Tendré tiempo de sobra para escapar, ya que los bellacos te perseguirán a ti primero. —Uncas se quedará —fue la tranquila respuesta. —¿Para qué? —Para luchar junto al hermano de su padre, y morir con el amigo de los delaware. —Está bien, muchacho —le contestó Ojo de halcón, intercambiando con Uncas un apretón de manos—; habría sido más propio de un mingo que de un mohicano que me hubieras dejado aquí. De todos modos creí oportuno darte la oportunidad, ya que la juventud suele apreciar más la vida. Bueno, pues lo que no remedia el valor tendrá que resolverse por medio del ingenio. Ponte la piel; estoy seguro de que puedes hacer el papel de oso casi tan bien como yo. Independientemente de la opinión particular de Uncas a este respecto, su rostro impávido no dio muestra alguna de su convicción de superioridad. En silencio y sin demora se arropó con el pelaje de la bestia, y a continuación aguardó las instrucciones de su compañero más veterano. —Ahora, amigo —le dijo Ojo de halcón a David—, un cambio de vestimenta le vendrá bien, sobre todo con lo poco acostumbrado que debe estar a los imprevistos del bosque. Tenga, póngase mi camisa y mi gorra de cazador, y deme su sombrero y su manta. Debe prestarme también sus anteojos junto al libro, así como el silbato; si nos volvemos a encontrar, en un momento mejor que éste, se lo devolveré todo y le daré además las gracias por ello. David se separó de todas las pertenencias mencionadas con tal disposición que podría considerársele generoso, si no fuera porque de ello dependía también su propia seguridad. Ojo de halcón no tardó en ponerse las vestimentas prestadas, y en cuanto sus inquietos ojos estuvieron protegidos por las lentes, su cabeza cubierta por el sombrero de castor de tres picos, se le podría confundir con el cantante en la oscuridad de la noche, dado que sus estaturas eran similares. Nada más terminar de prepararse, el explorador se dirigió a David para darle las instrucciones finales. —¿Se deja usted llevar por la cobardía? —preguntó de modo directo y sin tapujos, para saber a qué atenerse antes de hacer ninguna sugerencia. —Mis objetivos son pacíficos, y mi temperamento, reconozco humildemente, tiende más hacia la misericordia y la fraternidad —contestó David, un tanto molesto ante este cuestionamiento de su hombría—; pero nadie puede decir que yo haya perdido nunca mi fe en el Señor, incluso en los momentos más críticos. —El mayor peligro lo pasará cuando los salvajes se den cuenta de que han sido engañados. Si en ese momento no le golpean en la cabeza, su condición de persona que no está en sus cabales le seguirá protegiendo; y seguramente podrá aspirar a morir de meto. Si se queda, debe permanecer aquí en la sombra y ocupar el lugar de Uncas, hasta que los indios se den cuenta del cambio; entonces, como ya le he dicho, se sabrá qué suerte correrá usted. De modo que escoja usted mismo: salir corriendo, o esperar aquí. —Incluso así —dijo David con firmeza—, me pondré en el lugar del delaware. Con valor y entereza ha luchado él a mi favor, ¿qué menos podría hacer yo para ayudarle? —Acaba de hablar usted como un hombre, y sin duda de haber recibido las enseñanzas apropiadas, su vida habría dado, sin duda, mejores frutos. Agache la cabeza y encoja las piernas, ya que sus formas pueden delatarle antes de tiempo. Manténgase en silencio todo el tiempo que pueda; y cuando tenga que hablar será mejor que rompa a cantar repentinamente con uno de sus himnos, lo

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El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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