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rió paso entre la multitud, asegurándose un puesto delante del cautivo. El físico escuálido y deteriorado de esta vieja mujer era directamente prop...

rió paso entre la multitud, asegurándose un puesto delante del cautivo. El físico escuálido y deteriorado de esta vieja mujer era directamente proporcional a su astucia. Echando atrás su haraposa manta, extendió hacia adelante su largo y delgado brazo, mientras hablaba en la lengua de los lenape, más comprensible a oídos de su interlocutor, diciendo en voz alta lo siguiente: ¡Mira bien, miembro de los delaware! —le dijo, chasqueando los dedos en su cara—. Tu nación está compuesta solo por hembras, y tus manos están mejor hechas para la azada que para el fusil. Vuestras mujeres son madres de gamos; si naciese un oso o un gato montés o una serpiente entre vosotros, huiríais todos. Las niñas de los hurones te harán faldas y nosotras te encontraremos marido. Un estallido de risa salvaje sucedió a este cúmulo de improperios, durante el cual la alegría musical de las voces femeninas más jóvenes se combinó de forma extraña con la ronquera de garganta mostrada por su compañera más maligna. No obstante, el desconocido lo soportó todo. Mantenía la cabeza erguida, sin dar testimonio de la presencia de las mujeres, hacia quienes ni siquiera miraba si no era para observar las acciones de los guerreros que estaban detrás de ellas, quienes hacían de callados y resentidos espectadores de la cuestión. Furiosa ante el dominio propio y la sangre fría del cautivo, la anciana levantó sus brazos en posición desafiante, profiriendo un nuevo torrente de palabras que jamás podríamos traducir con exactitud. De todos modos, gastaba saliva en vano; y a pesar de que tenía fama entre los suyos por ser una experta en el arte del insulto, llegó hasta el extremo de, literalmente, echar espuma por la boca sin conseguir que el desconocido moviese un solo músculo. El efecto de su indiferencia comenzó a hacer estragos en los demás espectadores; así, un adolescente que aún no había salido de su etapa de niñez tomó parte en los intentos de increpar a la víctima, agitando un tomahawk delante de él mientras contribuía al cúmulo de ofensas verbales. En ese momento el cautivo se enfrentó a la luz de las llamas, dirigiendo su mirada hacia el jovenzuelo con sumo desprecio; acto seguido, volvió a adoptar la misma actitud tranquila y sosegada de antes, reclinándose contra el poste. Pero esta vez el movimiento le permitió a Duncan reconocer en su rostro a los intensos ojos de Uncas. Sobrecogido por la sorpresa y muy preocupado por la comprometida situación de su amigo, Heyward se echó atrás para no peligrar aún más su integridad, caso de que los demás se percatasen de que se conocían entre sí. Sin embargo, no hubo un riesgo inmediato de que las cosas fueran así. Entonces un guerrero se abrió paso a empujones entre la multitud. Mandando a las mujeres y los niños a un lado con un severo gesto, cogió a Uncas del brazo y le llevó hasta la puerta de la choza de los consejos tribales. Allí entraron todos los jefes junto con la mayoría de los guerreros distinguidos. Heyward logró entrar también sin atraer mucha atención sobre su persona. Se emplearon unos minutos en la colocación de los presentes según su rango e importancia en la tribu. Un orden muy semejante al respetado en la entrevista anterior se utilizó también aquí: los jefes superiores, así como los más ancianos, ocuparon la zona más espaciosa del recinto, alumbrados por una potente antorcha; los segundos y sus subordinados se dispusieron al fondo, ofreciendo una serie monótona de sucios y marcados semblantes. En el mismo centro del lugar, justo debajo de un orificio que permitía ver el brillo de una o dos estrellas, se encontraba de pie Uncas —tranquilo, erguido y orgulloso—. Su fuerte y huesuda corpulencia no pasó desapercibida para sus captores, quienes a menudo dirigieron sus miradas hacia él con una expresión en sus ojos que, aún llena de propósitos nefastos, no podía disimular su admiración por la bravura del joven. No ocurría igual en el caso del individuo que acompañaba al amigo de Duncan antes de la prueba, quien se había quedado quieto al principio de la misma, permaneciendo como una estatua, triste y encogido de vergüenza, a lo largo de toda la turbulenta persecución. Aunque no se le tendió una sola mano en señal de saludo, ni tampoco se dignó nadie a mirarle siquiera, él también había entrado al recinto, como quien fuera llevado por una fuerza mayor que determinaba su destino, y contra la cual no pretendía oponer resistencia alguna. Heyward aprovechó la oportunidad para mirarle la cara, temeroso de reconocerlo también como alguien próximo a él; pero resultó ser un completo desconocido, y para mayor extrañeza, se trataba de alguien que llevaba las marcas de un guerrero hurón. Sin embargo, en vez de asociarse con los suyos se sentó aparte, cual alma solitaria en medio de una multitud; su cuerpo encorvándose en una actitud aislante, como si deseara ocupar el menor espacio posible. Cuando cada individuo se había colocado en su sitio y reinó el silencio, el jefe de pelo canoso que ya mencionamos antes habló en voz alta, utilizando la lengua de los lenni lenape; Delaware —dijo—, aunque provengas de una nación de mujeres, has demostrado ser un hombre. Te daría comida; pero aquél que coma con un o se sucedió una larga y solemne pausa. Todos los presentes sabían que era el preludio de una decisión importante y contundente. Los más alejados se pusieron de puntillas para observar la conclusión; e incluso el avergonzado cobarde se olvidó momentáneamente de su condición, llevado por una emoción más fuerte, mirando a la asamblea de jefes con gesto preocupado. El guerrero anciano al que tantas veces hemos aludido rompió por fin el silencio. Se levantó de su sitio y pasó por delante de la figura inmóvil de Uncas, colocándose en una postura repleta de dignidad ante el procesado. En ese momento, la mujer anciana de antes se aproximó al círculo ejercitando una especie de baile, lento y monótono, sosteniendo la antorcha y murmurando una retahíla de palabras apenas perceptibles, pero que se asemejaban a un encantamiento. Aunque su presencia constituía una clara intrusión, no se le dio importancia. Acercándose a Uncas, movía la ardiente llama de tal forma que iluminó todo su cuerpo, haciendo evidente hasta el más mínimo de sus gestos. El mohicano conservó una actitud firme e indolente; su mirada, lejos de corresponder a los ojos inquisidores de la vieja, se tomó lejana, como si penetrase todo obstáculo en su camino y se asomase a la eternidad. Terminada su prospección, la anciana le dejó complacida y procedió a llevar a cabo el mismo experimento con el inculpado miembro de su pueblo. El joven hurón llevaba pintura de guerra, y la constitución física que yacía bajo ella distaba de ser bien proporcionada. La luz de la antorcha reveló cada rasgo de su anatomía, y Duncan sintió repulsión ante el hecho de que temblaba con irreprimible agonía. La mujer comenzó a emitir un aullido solemne ante el triste y vergonzoso espectáculo, hasta que el jefe la apartó con su brazo y la hizo cesar. Junco-que-se-dobla —dijo, dirigiéndose al joven malhechor por su nombre y en su propio idioma—, aunque el Gran Espíritu te ha dotado de un aspecto grato, habría sido mejor que no hubieses nacido. Das rienda suelta a tu lengua en el poblado pero en el combate te callas. Ninguno de mis jóvenes guerreros se ensaña tanto con las estacas de guerra, y a la vez tan poco con los yengeese. El enemigo conoce bien tu espalda, pero no tu mirada. Tres veces te han desafiado, y otras tantas te negaste a responder. Tu nombre no se mencionará jamás en tu tribu, ya está en el olvido. Mientras pronunciaba estas palabras, el jefe hacía pausas entre cada frase, a la vez que el acusado levantaba su cara de un modo altivo con respecto al rango y la experiencia del otro. La vergüenza, el horror y la arrogancia luchaban entre sí sobre sus facciones. Su mirada, contraída por la angustia, se dirigió con odio hacia aquéllos por cuyas bocas había pasado su nombre, y esta emoción predominó durante un instante. Se levantó y dejó su pecho al descubierto, mirando fijamente el afilado y brillante cuchillo que sostenía su inexorable juez. A medida que el arma penetraba lentamente en su corazón, llegó incluso a sonreír, como

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El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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