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los lenape? —dijo con voz profunda y gutural, asombrosamente audible gracias al silencio total que reinaba entre la multitud—. ¿Quién habla de cosa...

los lenape? —dijo con voz profunda y gutural, asombrosamente audible gracias al silencio total que reinaba entre la multitud—. ¿Quién habla de cosas pasadas? ¿Acaso la larva no da lugar al gusano, y el gusano a la mariposa, para luego morir? ¿Qué razón hay para contarles a los delaware lo bueno del pasado? Es mejor dar las gracias a Manittou por lo que aún permanece. —Soy un wyandote —dijo Magua, acercándose más a la rústica tarima sobre la que estaba colocado el otro—, un amigo de Tamenund. —¡Un amigo! —repitió el jefe, frunciendo el ceño y mostrando lo que en su edad de plenitud debió ser una terrible mirada llena de severidad—. ¿Acaso los mingos son los regidores de la tierra? ¿Qué le trae a un hurón hasta aquí? —Justicia. Sus prisioneros están con sus hermanos y vuelve a por ellos. Tamenund volvió la cabeza hacia uno de sus ayudantes y escuchó la breve explicación que éste le dio. Luego miró al solicitante y le contempló durante un momento con gran atención. Después de esto, dijo con voz débil y reticente: —La justicia es la ley del Gran Manitto. Hijos míos, dad comida al forastero… Luego, hurón, coge lo tuyo y vete. Tras pronunciar este solemne juicio, el patriarca se volvió a sentar y cerró los ojos de nuevo, como si le agradaran más las imágenes de sus muchos recuerdos que las del mundo visible de aquel momento. Contra semejante sentencia ningún delaware tenía la suficiente valía como para opinar, ni mucho menos protestar. Apenas se habían pronunciado las palabras cuando cuatro o cinco de los guerreros más jóvenes se pusieron detrás de Heyward y el explorador, atándoles los brazos rápida y fuertemente con tiras de cuero. El primero de ellos estaba demasiado preocupado por sus indefensas compañeras como para percatarse de las intenciones de los salvajes antes de que fueran llevadas a cabo. El segundo no opuso resistencia, ya que consideraba a los delaware, aunque hostiles, una raza de seres superiores. Sin embargo, su actitud tal vez no habría sido tan pasiva si hubiese comprendido la lengua en la que se había llevado a cabo el diálogo anterior. Magua adoptó una expresión triunfante ante toda la asamblea antes de llevar a cabo su propósito. Consciente de que los hombres estaban neutralizados, volvió sus ojos hacia aquélla que más valoraba. Cora contestó a su mirada con otra tan tranquila y firme que el salvaje desistió en su empeño. Luego se acordó de su antigua estrategia y tomó a Alice de los brazos del guerrero que la sostenía. Tras indicarle a Heyward que le siguiera, hizo otra señal a la multitud para que le abrieran paso. Pero Cora, en lugar de obedecer el impulso que quería provocar el indio en ella, corrió a los pies del patriarca y le suplicó en voz alta: —¡Justo y venerable delaware, a tu poder y sabiduría pedimos misericordia! Haz oídos sordos a las palabras de ese monstruo embustero y sin escrúpulos que desea envenenar tu juicio con mentiras para poder saciar su sed de sangre. Tú que has vivido tanto tiempo y que has visto la maldad del mundo, deberías saber cómo ahorrarle calamidades a los desdichados. Los ojos del anciano se abrieron esforzadamente, y de nuevo miró hacia la multitud. A medida que las súplicas de la muchacha llenaban sus oídos, dirigió su mirada sobre su persona y permaneció así, contemplándola con serenidad. Cora se había puesto de rodillas y con las manos en actitud rogante, colocadas sobre su corazón. Su imagen era de una tierna belleza femenina, mirando hacia el desgastado, aunque majestuoso, rostro con una reverencia casi religiosa. Los rasgos de Tamenund cambiaron progresivamente, perdiendo su indiferencia y ganando un aspecto lleno de admiración, mientras se discernía una porción de aquella inteligencia que, un siglo antes, supo comunicar su ardor guerrero a los delaware. Levantándose sin ayuda alguna, y aparentemente sin esfuerzo, habló en una voz tan alta que sorprendió a los oyentes por su firmeza: —¿Qué eres? —Una mujer, una que pertenece a una raza odiada o, si prefieres, una yengee; pero nunca te he hecho ningún daño, ni podría dañar a los tuyos conscientemente. Tan sólo pido socorro. —Decidme, hijos míos —prosiguió el patriarca con acritud, dirigiéndose a los que tenía a su alrededor, aunque su mirada la tenía fija sobre la arrodillada figura de Cora—. ¿Dónde han acampado los delaware? —En las montañas de los iroqueses, más allá de las fuentes claras del Horicano. —Han sido muchos los ardientes veranos que han pasado —continuó diciendo el jefe—, desde que bebí por última vez agua de mis propios ríos. Los hijos de Miquon son los hombres blancos más justos; pero tenían mucha sed y se la quedaron toda para ellos. ¿Nos han seguido hasta aquí? —No perseguimos a nadie, ni envidiamos nada —le contestó Cora—. Hemos sido traídos ante vosotros contra nuestra voluntad, como cautivos, y sólo pedimos permiso para marchamos en paz a nuestros hogares. ¿Acaso no eres tú Tamenund, el padre, el juez, si no el profeta, de este pueblo? —Soy Tamenund de los muchos días. —Hace ahora unos siete años que uno de los tuyos se encontraba a merced de un jefe blanco en las fronteras de esta provincia. Dijo ser de la estirpe del justo y bondadoso Tamenund. «Vete», le dijo el hombre blanco, «por la gracia de tu padre eres libre». ¿No te acuerdas del nombre de ese guerrero inglés? —Recuerdo cuando yo era un niño sonriente —contestó el patriarca, haciendo uso de su extensa memoria—, y vi desde las arenas de la costa cómo una gran canoa, con alas más blancas que las de un cisne y más grandes que las de un águila, surgía del sol naciente… —No, no; no me refiero a un tiempo tan lejano, sino a un favor concedido por un familiar mío a uno de los tuyos; algo que recordaría el más joven de tus guerreros. —¿Sería cuando los yengeese y los holandeses lucharon por el dominio de las tierras de caza de los delaware? Entonces Tamenund era jefe, y por primera vez cambió el arco por la estaca de trueno de los rostros pálidos… —Ni siquiera entonces —le interrumpió Cora—; eso fine hace mucho. Yo te hablo de algo que ocurrió ayer, como quien dice. Seguro, seguro que no lo has olvidado. —Parece que fine ayer —prosiguió el anciano, con cierto patetismo melancólico—, que los hijos de los lenape eran los amos del mundo. Los peces del lago salado, las aves, los animales y los mengwe de los bosques los consideraban sagamores. Cora agachó la cabeza, decepcionada, soportando por un instante el sentimiento de desesperación que la invadía. A continuación elevó su espléndido rostro, y mostrando toda la intensidad de su mirada siguió hablando, aunque con una voz tan debilitada como la del propio patriarca, abrumada por la congoja: —Dime, ¿tiene hijos Tamenund? El anciano la miró desde su elevada poltrona con una benigna sonrisa en sus desgastados labios, para luego mirar a todos los miembros de la asamblea y decir: —Todos los de la nación son hijos míos. —No pido nada para mí. Al igual que tú y los tuyos, venerable jefe — continuó diciendo mientras se llevaba las manos al corazón e inclinaba la cabeza, de tal modo que sus mejillas sonrosadas quedaban ocultas por sus largos mechones de color azabache, los cuales se extendían sueltos sobre sus hombros—, la maldición de mis antepasados ha caído fuerte sobre su descendiente. Pero ahí tenéis a una criatura indefensa que hasta ahora no había sufrido las iras del cielo. Es la hija de un hombre muy mayor y enfermo, cuyos días se acercan a su final. Son muchos, muchísimos, los que la quieren y la necesitan; y ella es demasiado buena e inocente como para caer en las garras de ese indeseable. —Sé bien que los rostros pálidos son una raza arrogante e insaciable. Sé que no sólo declaran la tierra como suya, sino que también defienden la idea de que el más malvado de los suyos es mejor que cualquier piel roja —el honrado y anciano jefe continuó hablando de este modo, sin reparar en el daño que le estaba haciendo a la suplicante muchacha, la cual posó su cabeza sobre el suelo, avergonzada por sus palabras—. Los perros y los cuervos de

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El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

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