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que se oía por encima del murmullo de admiración que en aquel momento recorría la multitud. Hombres de los lenni lenape —dijo—. ¡Mi raza sostiene l...

que se oía por encima del murmullo de admiración que en aquel momento recorría la multitud. Hombres de los lenni lenape —dijo—. ¡Mi raza sostiene la tierra! ¡Vuestra insignificante tribu sólo ocupa un lugar sobre mi caparazón! ¿Qué fuego encendido por un delaware podría quemar al hijo de mis padres? —añadió mientras señalaba el sencillo blasón que llevaba en la piel—; ¡La sangre procedente de tal estirpe apagaría vuestras llamas! ¡Mi raza es la abuela de las naciones! ¿Quién eres tú? —exigió saber Tamenund, levantándose ante las exclamaciones que estaba oyendo, sin haber comprendido el significado de las palabras del prisionero. Uncas, el hijo de Chingachgook —contestó el cautivo, con modestia, dando la espalda a la nación e inclinando respetuosamente la cabeza ante la categoría y la edad del que le había preguntado—; un hijo del gran Unamis. ¡La hora de Tamenund está cerca! —exclamó el patriarca—. ¡Al fin, el día sustituye a la noche! Doy gracias al Manittou porque uno está aquí para ocupar mi lugar en el fuego del consejo. ¡Uncas, el hijo de Uncas, ha sido encontrado! Que los ojos de un águila moribunda puedan contemplar el amanecer. El joven se subió a la tarima con suavidad, pero a la vez con orgullo, desde donde se hizo visible para toda la agitada y asombrada multitud. Tamenund le acercó su brazo y le trajo hacia sí para observarlo de cerca, estudiando cada detalle de su rostro, todo ello con la mirada propia de uno que recuerda días pasados llenos de felicidad. ¿Acaso ha vuelto a ser Tamenund un niño? —se preguntó en alto el sorprendido profeta—. ¿Acaso ha sido sólo un sueño que mi pueblo se desperdigaría como granos de arena al viento y los yengeese serían más abundantes que las hojas de los árboles? La flecha de Tamenund no supone una amenaza para la fauna, ya que su brazo está más reseco que la rama de un roble viejo; un caracol sería más rápido; y sin embargo delante de sí tiene a Uncas, igual que como era cuando ambos combatieron a los rostros pálidos… ¡Uncas, la pantera de su tribu, el hijo mayor de los lenape, el sagamore más sabio de los mohicanos! Decidme, miembros de los delaware, ¿es que Tamenund se ha quedado durmiendo durante cien inviernos? El tranquilo y profundo silencio que se impuso tras estas palabras dio a entender con cuánta reverencia el pueblo acogió el mensaje del patriarca. Nadie osó contestarle, aunque todos se mantuvieron expectantes de lo que seguiría. No obstante, mientras le miraba con el afecto y la veneración propias de un niño, Uncas se creyó con todo derecho de darle respuesta, obrada cuenta de su propio rango. Cuatro guerreros de su raza han vivido y muerto —dijo—, desde que el amigo de Tamenund guiara a su pueblo en la guerra. La sangre de la tortuga ha corrido por las venas de muchos jefes, pero todos han regresado a la tierra de la cual provinieron, a excepción de Chingachgook y su hijo. Es verdad… Es verdad —respondió el jefe, mientras un recuerdo fugaz deshizo las placenteras fantasías que se había imaginado, volviéndole a la realidad de la verdadera historia de su nación—. Nuestros hombres sabios a menudo han dicho que dos guerreros de la raza «sin cambiar» se encontraban en las colinas de los yengeese; ¿por qué se han ausentado tanto tiempo de sus puestos en el consejo? Ante estas palabras el joven elevó la cabeza, la cual había inclinado en reverencia hasta aquel momento, y hablando en voz alta para que le oyeran todos, se dispuso a hablar, como si quisiera dejar clara de una vez por todas cuál era la postura de su familia: En una ocasión dormimos donde podíamos oír la voz iracunda del lago salado. Entonces éramos los amos y sagamores de la tierra. Pero cuando se vieron rostros pálidos en cada arroyo, seguimos la ruta del ciervo hasta el río de nuestra nación. Los delaware se habían ido. Pocos eran los guerreros que aún paraban a beber en esas orillas tan queridas para ellos. Entonces dijeron mis padres: «Cazaremos aquí. Las aguas del río fluyen hasta el lago salado. Si nos movemos hacia el ocaso, encontraremos ríos que fluyen hasta los lagos de agua dulce. Allí moriría un mohicano, como lo harían los peces del mar si se encontrasen en las fuentes de agua clara. Cuando el Manittou lo disponga y diga «venid», seguiremos por el río hasta el mar y tomaremos de nuevo lo que es nuestro». Ésas son, miembros de los delaware, las creencias de los hijos de la tortuga. Nuestra vista está puesta en el sol que nace, no en el que se pone. Sabemos de dónde viene, pero no a dónde va. Eso es bastante. Los hombres de los lenape escucharon sus palabras con el respeto propio que infundía la superstición, dejándose llevar por el profundo significado del lenguaje metafórico del joven sagamore. El mismo Uncas observó con mirada inteligente el efecto de su discurso, adoptando una actitud menos autoritaria a medida que percibía el agrado de su público. Luego, tras recorrer con sus ojos la silenciosa multitud congregada alrededor del trono de Tamenund, vio por primera vez a Ojo de halcón, sujeto por ligaduras. Avanzando con decisión desde donde se encontraba, se puso al lado de su amigo y cortó las tiras que le aprisionaban por medio de un violento corte de su cuchillo; y tras esto les indicó a las gentes que le abrieran camino. Los indios le obedecieron en silencio, y de nuevo formaron círculo a su alrededor, como lo hicieran antes de que compareciera ante ellos. Uncas llevó al explorador del brazo hasta la presencia del patriarca. Padre —le dijo—. He aquí este rostro pálido… Un hombre justo, y amigo de los delaware. ¿Es uno de los hijos de Miquon? Ciertamente no; es un guerrero conocido de los yengeese, y temido por los maquas. ¿Qué nombre le han valido sus hazañas? Nosotros le llamamos Ojo de halcón —contestó Uncas, utilizando la frase delaware—; ya que su vista nunca le falla. Los mingos le conocen mejor por las muertes que provoca entre sus guerreros; para ellos es «Fusil Largo». ¡La Longue Carabine! —exclamó Tamenund, abriendo más los ojos para poder contemplar al explorador con mayor severidad—. Mi hijo hace mal en llamarle un amigo. Le llamo lo que ha demostrado ser —contestó el joven jefe con mucha tranquilidad, aunque con gran firmeza—. Si Uncas es bienvenido entre los delaware, lo mismo lo es Ojo de halcón entre sus amigos. El rostro pálido ha matado a jóvenes guerreros míos; su nombre es de notoriedad por el daño que ha infringido a los lenape. Si un mingo le ha dicho eso al oído del delaware, sólo demuestra que es un pájaro cantor —dijo el explorador, quien pensó que ya era hora de defenderse ante semejantes acusaciones, hablando en el idioma del hombre al que se dirigía, aunque modificando las metáforas indias de acuerdo con sus propias ideas—. No voy a negar que he matado maquas, ni siquiera lo haría ante una asamblea de esa tribu; pero, que yo sepa, jamás he levantado la mano contra un delaware, ya que va en contra de mis principios, siendo amigo de esa nación y todo lo relacionado con ella. Una leve señal de aprobación se oyó entre los guerreros, quienes se miraban los unos a los otros con gestos de haberse dado cuenta de su error. ¿Dónde está el hurón? —preguntó Tamenund con exigencia—. ¿Es que me ha tapado los oídos? Magua, cuyos sentimientos ante el triunfo de Uncas pueden mejor imaginarse que describirse, contestó a la llamada poniéndose delante del patriarca con firmeza. El justo Tamenund —le dijo—, no se quedará con lo que le ha prestado un hurón. Dime, hijo de mi hermano —preguntó el jefe, mientras evitaba el rostro oscuro de Le Subtil y se dirigía con más agrado hacia los rasgos más nobles de Uncas—. ¿El desconocido tiene algún derecho de conquista sobre ti? Ninguno. La pantera puede verse entre redes tejidas por mujeres, pero es fuerte y sabe cómo salir de las mismas. ¿La Longue Carabine? Se ríe de los mingos. Ve, hurón, y pregúntale a las mujeres de tu tribu de qué color es un oso. El desconocido y la dama que llegaron a

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El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

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