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abedald, (de aspecto marcial y traje rico.) Las vanas querellas son necedades en que se pierde el tiempo. Procura adquirir sin pararte en los medio...

abedald, (de aspecto marcial y traje rico.) Las vanas querellas son necedades en que se pierde el tiempo. Procura adquirir sin pararte en los medios hasta después de haberlo logrado. Haltefest, (hombre de edad, sólidamente armado y sin adorno alguno.) Bueno es en verdad adquirir, pero aún es mucho mejor conservar. Sigue los consejos del viejo si no quieres verte explotado. (Descienden juntos al valle.) Al otro lado de la montaña. Rumor de bandas y de músicas militares. La tienda del Emperador. El emperador y el General en jefe Trabans. El General en jefe. Acertado me parece el plan de concentrar todo el ejército en el valle; a él vamos a deber la victoria. El Emperador. Lo veremos; sin embargo, esta especie de fuga me aflige en gran manera. El General en jefe. Contempla nuestra ala derecha; sólo un guerrero puede haber creado la oposición que ocupa; sus alturas, aunque algo ásperas, no son accesibles y, por tanto, ventajosas para los nuestros y peligrosas para el enemigo; no creo venga a exponerse la caballería en este plano ondulado en que estamos emboscados. El Emperador. Dispuesto estoy a recompensar a los que se distingan en esta jornada. El General en jefe. ¿No ves en la llanura la cohorte dispuesta a entrar en batalla? Brillan sus pies a los rayos del sol entre los vapores de la montaña; muchos son los miles de hombres que arden en deseos de probar su heroísmo; no habrá fuerza enemiga que no se desbande a su irresistible empuje. El Emperador. Por primera vez contemplo este grande espectáculo; vale este ejército lo que cualquiera otro de doble fuerza. El General en jefe. En nuestra ala izquierda, esforzados héroes guardan la sólida peña; aquel pico granítico en que brillan tantas armas, defiende el paso del estrecho desfiladero. Imponentes serán los esfuerzos que haga el enemigo por apoderarse de aquella posición que ha de ocasionar su derrota. El Emperador. Ya se acercan allí esos falsos aliados que me daban los nombres de tío, primo y de hermano, y que, abusando del favor del que gozaban, no pararon hasta quitar al cetro su fuerza y al trono su respeto; devastaron el imperio, uniéndose luego para alzarse contra mí. La multitud vacila, pero acaba al fin por ceder ante el torrente impetuoso que la empuja. El General en jefe. Uno de nuestros soldados, encargado de reconocer el terreno, viene precipitadamente hacia nosotros. ¡Ojalá le haya sido la suerte propicia! Primer Mensajero. Hemos logrado insinuarnos a fuerza de valor y astucia, sin obtener gran resultado; gran número ofrece prestarte homenaje y obedecerte como el cuerpo más fiel de tus tropas; pero nosotros sólo vemos un pretexto por lograr la inacción, la discordia intestina y la ruina de tu reino. El Emperador. El egoísta nunca obra a impulsos del reconocimiento, de la simpatía, del deber ni del honor y sí tan sólo en interés propio. El General en jefe. Ahí llega el segundo mensajero; desciende a paso lento, rendido de fatiga y temblando. Segundo Mensajero. He visto un gran tumulto, pero aparece un nuevo emperador, y la multitud se lanza al llano, siguiendo cual manada de carneros la funesta bandera que se despliega al viento. El Emperador. Veo avanzar a un rival y por vez primera siento que soy el emperador. El casco y la armadura despiertan en mí grandes designios; ahora comprendo lo que echaba de menos en medio del esplendor de la corte: el peligro. Todos me aconsejabais los juegos caballerescos, y no pensaba más que en torneos; otro sería la gloria de mis altos hechos, a no haberme distraído de la guerra. Desde el momento en que he mirado el imperio del fuego, he sentido en mi pecho el sello de la independencia, y se ha apoderado de mí el elemento con todos sus honores. He soñado en victoria y fama. Hora es ya de que comprenda ya lo que he descuidado. (Parten los heraldos para provocar al antiemperador. Fausto, cubierto de una armadura y con la visera echada. Los Tres Valientes en el traje antes citado.) Fausto. Nos adelantamos sin temor de que nadie nos reprenda; el montañés medita para descifrar los caracteres de la naturaleza y del granito; los espíritus viven más que nunca en la montaña. Allí silenciosos obran en el laberinto de los abismos, y entre el gas de los ricos vapores metálicos, analizándolo y combinándolo todo, tendiendo a hacer nuevos descubrimientos. Con la mano maestra de los poderes sobrenaturales, disponen de las formas transparentes, contemplando luego en el cristal los acontecimientos del mundo superior. El Emperador. Te oigo y quiero creerte; pero dime, buen hombre, ¿a qué viene ahora todo eso? Fausto. El nigromántico de Nurcia, el Sabio, es tu fiel súbdito. Amenazábale un día inminente peligro, ya chisporroteaban los tizones, la llama aguzaba sus lenguas, el azufre y la pez embadurnaban la pira en torno suyo; ni el hombre ni el diablo podían salvarlo, y, sin embargo, tu poder rompió el ardiente círculo. Desde que ocurrió esto en Roma, se olvido de sí propio por no pensar más que en ti, y así es que ha seguido con amor y ansiedad todos tus pasos. Por ti consulta las estrellas y los abismos; por salvarte nos ha confiado la misión de acudir a tu auxilio lo más pronto posible con todas las fuerzas imponentes de la montaña. Obra así la naturaleza en toda su libertad exuberante y da la estupidez a sus obras el nombre de brujería. El Emperador. Si con placer saludamos al que alegre acude a compartir nuestro gozo en los días de fiesta, y nos complace tanto ver a la multitud apiñarse en el vasto espacio de nuestros salones, ¿qué no sentiremos por el hombre de corazón, que desinteresado nos presta su apoyo en los momentos de prueba y cuando está en fiel balanza de nuestro destino? No empuñéis en esta hora solemne vuestro acero sediento de gloria; respetad el momento en que miles de hombres avanzan por defenderme y combatirme. Tiene el hombre grandes deberes que cumplir por sí mismo. El que aspire al trono y a la corona, sea digno de honra tan señalada; arrojemos por nuestro propio brazo al imperio de los nuestros al fantasma que se ha alzado contra nos, proclamándose emperador, jefe de nuestro estados, general del ejército y soberano de nuestros grandes vasallos. Fausto. Por gloriosa que sea esta empresa, haces mal en exponer de este modo tu vida. A toda costa debe conservarse el que inflama nuestro valor. ¿Qué sería del ejército sin jefe? Si el jefe duerme, todos se aletargan, si cae herido, cunde el desaliento en las filas, y todos se animan al verle sano y salvo. Entonces no hay quién deje de cumplir con su deber, ni broquel que no se levante para proteger el cráneo, ni espada que desvíe o rechace el golpe que luego inteligente asesta. Hasta el pie cumple oprimiendo la nuca del enemigo derribado. El Emperador. Tanto le odio que quisiera hacer un escabel de su cabeza. Los Heraldos, (regresan.) No hay en el campo enemigo dignidad. Han acogido con risa nuestra proposición noble y enérgica. “¡Vuestro emperador ya no existe; se ha desvanecido como un eco allí abajo en el estrecho valle!” Fausto. Su contestación ha sido conforme al deseo de los que, fieles, están a tu lado; ya que el enemigo se acerca y los tuyos aguardan con impaciencia, dispón el ataque, porque el momento es propicio. El Emperador. Te cedo el mando. (Al General en jefe.) Príncipe, cumple con tu deber. El General en jefe. Adelántense, pues, el ala derecha, a fin de que la izquierda del enemigo, que quiere apoderarse de la altura, tenga que ceder ante la fidelidad de nuestros esforzados jóvenes. Fausto. Manda que ese joven héroe entre en tus filas y que sea incorporado en tus batallones, para que sirva en ellos de ejemplo su generoso impulso. (Indicando hacia su derecha.) Raufebold, (se adelanta.) El que me mire cara a cara no volverá la espalda sin tener rotas las mandíbulas y la cabeza, y si tus hombres hacen trabajar como yo la maza y la espada, el enemigo quedará vencido y ahogado en los charcos de su sangre. (Se va.) El General en

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Fausto de J. W. Goethe
131 pag.

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