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sus generales, era acusado de asesinato. Aquélla era la recompensa que recibía por su lealtad y nobleza. Era intolerable. Mientras tanto, Zar disfr...

sus generales, era acusado de asesinato. Aquélla era la recompensa que recibía por su lealtad y nobleza. Era intolerable. Mientras tanto, Zar disfrutaba de aquella situación de tensión y aguardaba impaciente la llegada de los inspectores. Éstos se presentaron en la mañana del cuarto día de espera junto a las ruinas de Utuk. Zar los recibió en su tienda. —¿General Zaht Or’rath? El portavoz entró flanqueado por otros dos inspectores de menor rango y media docena de escoltas armados. —El mismo. —Somos los inspectores de Su Excelencia Arthan Nestuk, u-wathor de los ullani. Hemos venido a investigar la muerte de los generales asesinados en este campamento. Sed bienvenidos. —Tenemos entendido que murieron bajo vuestro acero. —Así es, pero no fueron asesinados. Los maté en defensa propia y en defensa de la tribu. —Explicaos, general. —Seguidme. Zar los condujo desde su tienda hasta la gran tienda central donde se produjo la masacre, y que había permanecido aislada desde la noche fatídica. Una vez allí, explicó su versión astutamente alterada de lo sucedido, les mostró el diario con la prueba de la traición de los generales y les aseguró que su lealtad hacia el u-Wathor era infinita. —Entonces, según esto —dijo el portavoz—, los yshai deberían intentar desembarcar tropas en el Cabo Blanco muy pronto, si es que no lo han hecho ya. —No creo que hayan logrado hollar nuestras costas. Tengo hombres vigilando a lo largo de todo el litoral. —¿Cuándo creéis que intentarán el desembarco? —Puede que no lo hagan. —¿Por qué no? El portavoz y los otros inspectores miraron a Zar con la sospecha pintada en los ojos. —Si tenían informadores entre nosotros, han podido enterarse de su fracaso y desistir de su intento de desembarcar en la Tierra de Fuego. Muchos de los hombres de confianza de los generales traidores han desertado, aunque hemos ejecutado a buena parte de ellos. Uno de los inspectores asintió, demostrando su acuerdo con las palabras de Zar, pero el otro se mantuvo impasible mientras el portavoz, un hombre inteligente y peligroso para los planes del joven general, meneaba la cabeza. —Esta situación es muy oscura, general —dijo entonces el portavoz—. Hay demasiadas preguntas sin respuesta. —¿Qué más necesitáis saber? —exclamó Zar—. No hace falta ser muy despierto para saber lo que ha sucedido aquí. Ante el elevado tono de voz de Zar, una docena de soldados, encabezados por el coronel Nikka, entraron en la tienda apartando a empellones a los escoltas de los inspectores, que miraron a sus superiores, inseguros de si debían desenfundar sus armas, al verse superados en número. —¿Qué es esto? —dijo el portavoz mirando a los hombres de Zar con desprecio y altivez—. Salid inmediatamente de aquí o… —Nos quedamos —interrumpió Nikka—. No nos gusta que se acose a nuestro general y esta tienda ha demostrado ser muy propensa a la violencia. Zar miró a Nikka y le hizo la señal convenida. —No os preocupéis —dijo el general—. Lo peor que puede pasar es que me arresten. —¡Eso es inaceptable! —estalló Nikka—. ¡Cómo se atreven! Los escoltas de los inspectores retrocedieron ante la furia del coronel, que se contagió al resto de los hombres del ejército de Zar, y les hizo aprestar sus armas. Los escoltas los imitaron y la situación se volvió enormemente delicada. —Esto no es necesario —dijo Zar con una calma envidiable. —¡Guardad las armas! —ordenó el portavoz a Nikka y a sus hombres—. ¡Ahora mismo! El coronel no obedeció. Escoltas y soldados empezaron a medir las distancias y a colocarse para una posible confrontación, que sin duda sería sangrienta en un espacio tan reducido. —Debéis detener esto —dijo Zar a los inspectores—. Si no lo hacéis, alguien más morirá en esta tienda. —Ordenad a vuestros hombres que salgan de aquí enseguida. —No creo que se vayan si vuestra escolta no baja sus armas, inspector. Zar mantuvo la mirada fija en los ojos del jefe de los inspectores durante unos instantes que se hicieron muy largos en aquella tienda infestada de armas desenvainadas. Al fin, el portavoz cedió y dijo: —Hacedlo. Guardad las armas. Los escoltas, que vislumbraban una salida pacífica de aquella encerrona, obedecieron con rapidez. Satisfecho, Zar se dirigió a sus hombres: —Nikka, por favor… Salid. —Está bien, general. Estaremos fuera por si nos necesitáis. —Gracias. En cuanto se marcharon, Zar observó la respiración acelerada y las miradas nerviosas de los inspectores, que por un momento habían temido acabar como los generales que murieron en aquel mismo lugar. —No soy un traidor ni un asesino. Podría valerme de la lealtad de mis hombres para deshacerme de vosotros y, sin embargo, no lo haré. Me someteré a lo que Su Excelencia el u-Wathor desee para mí; sólo pido que vuestro juicio sea justo. Los inspectores se miraron entre ellos y observaron la imponente figura de Zar, que aparentemente se resignaba a acatar su decisión. Las pruebas encontradas y la furia de las tropas del joven general que se apretaban en el exterior de la tienda les hicieron decantarse por proclamar su inocencia. Sin embargo, Zar advirtió un profundo recelo en la mirada del portavoz mientras pronunciaba las palabras ceremoniales: —A la vista de las pruebas irrefutables que nos habéis presentado, os consideramos libre de toda culpa por la muerte de los generales traidores. ¡Que vuestro nombre quede limpio y este asunto concluido! —¡Excelente! —exclamó Zar, que no estaba dispuesto a hacerle a aquel hombre la menor concesión—. Comunicaré al u-Wathor que marcharé con mi ejército hasta la capital para ofrecerle personalmente nuestra victoria. La sonrisa del general era alegre y triunfal, pero los inspectores se miraron con cierta aprensión. La idea de aquel inmenso ejército avanzando sobre la capital y comandado por alguien como Zar era de lo más inquietante. Era preciso informar al u-Wathor cuanto antes.

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El espejo - Eduardo Lopez Vera
268 pag.

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