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había estado jamás la nobleza de raza de sus escudos hereditarios. Cornelius podía, pues, considerar a Rosa buena para una distracción, pero segura...

había estado jamás la nobleza de raza de sus escudos hereditarios. Cornelius podía, pues, considerar a Rosa buena para una distracción, pero seguramente cuando se tratara de empeñar el corazón, sería más bien a un tulipán, es decir, a la más noble y más orgullosa de las flores a quien se lo empeñaría, que a Rosa, la humilde hija de un carcelero. Comprendía, pues, esta preferencia que Cornelius concedía al tulipán negro sobre ella, pero no estaba menos desesperada porque lo comprendiera. Así pues, Rosa tomó una resolución durante aquella noche terrible, durante aquella noche de insomnio. Esta resolución consistía en no volver nunca más al postigo. Mas como sabía el ardiente deseo que sentía Cornelius por tener noticias de su tulipán, mas como no quería exponerse a ver de nuevo a un hombre por el que sentía acrecentarse su piedad hasta el punto de que después de haber pasado por la simpatía, esta piedad se encaminaba recta y a grandes pasos hacia el amor; mas como no quería que ese hombre se desesperara, resolvió proseguir sola las lecciones de lectura y escritura comenzadas, pues felizmente había llegado a un punto de su aprendizaje en que ya no le hubiera sido necesario un maestro si ese maestro no se hubiese llamado Cornelius. Rosa, pues, se puso a leer con encarnizamiento en la Biblia del pobre Corneille de Witt, en la segunda página, convertida en primera después que la otra fue arrancada, donde estaba escrito el testamento de Cornelius van Baerle. «¡Ah! —murmuraba para sí releyendo este testamento que nunca terminaba sin que una lágrima, perla de amor, rodara de sus ojos límpidos por sus pálidas mejillas—. ¡Ah! En ese tiempo creí, sin embargo, por un instante que él me amaba.» ¡Pobre Rosa! Se equivocaba. Jamás el amor del prisionero había sido real hasta el momento, ya que, como hemos dicho con vergüenza, en la lucha entre el gran tulipán negro y Rosa, era el gran tulipán negro el que había sucumbido. Pero Rosa, repitámoslo, ignoraba la derrota del gran tulipán negro. Así pues, terminada su lectura, operación en la cual Rosa había realizado grandes progresos, cogía la pluma y se dedicaba con encarnizamiento no menos loable a la obra bastante más difícil de la escritura. Pero en fin, como Rosa escribía ya casi legiblemente el día en que Cornelius había dejado hablar a su corazón tan imprudentemente, no desesperó de realizar unos progresos bastante rápidos para dar noticias de su tulipán al prisionero en ocho días lo más tarde. No había olvidado ni una palabra de las recomendaciones que le había hecho Cornelius. Por otra parte, Rosa no olvidaba nunca una palabra de lo que decía el joven, incluso cuando lo que le decía no tomaba la apariencia de una recomendación. Por su parte, él se despertó más enamorado que nunca. El tulipán estaba todavía luminoso y vivo en su pensamiento; pero finalmente, no lo veía ya como un tesoro al que debiera sacrificarlo todo, incluso a Rosa; sino como una flor preciosa, una maravillosa combinación de la Naturaleza y del arte, que Dios le concedía para el corpiño de su dueña. Sin embargo, durante toda la jornada le persiguió una vaga inquietud. Se parecía a aquellos hombres cuyo espíritu es lo bastante fuerte para olvidar momentáneamente que un gran peligro les amenaza por la noche o al día siguiente. Una vez vencida la preocupación, viven una vida ordinaria. Solamente, de cuando en cuando, ese peligro olvidado les muerde el corazón de repente con su agudo diente. Se sobresaltan, se preguntan por qué se han sobresaltado, y luego, recordando lo que habían olvidado, dicen con un suspiro: —¡Oh, sí! ¡Es esto! El esto de Cornelius era el temor de que Rosa no viniera aquella noche como de costumbre. Y a medida que la tarde avanzaba, la preocupación se hacía más viva y más presente, hasta que al fin esta preocupación se apoderó de todo el cuerpo de Cornelius, y no hubo nada más que viviera en él. Así pues, saludó la oscuridad con un fuerte latido de su corazón; a medida que la oscuridad crecía, las palabras que había dicho la víspera a Rosa, y que tanto habían afligido a la pobre chica, se hacían más presentes en su mente; y se preguntaba cómo había podido decir a su consoladora que la sacrificaba a su tulipán, es decir, a renunciar a verla si era preciso, cuando en él la vista de Rosa se había convertido en una necesidad de su vida. En la celda de Cornelius se oían sonar las horas del reloj de la fortaleza. Dieron las siete, las ocho, luego las nueve. Nunca un timbre de bronce vibró más profundamente en el fondo de un corazón como lo hizo el martillo al golpear por novena vez señalando esta hora. Después, todo quedó en silencio. Cornelius apoyó la mano sobre su corazón para ahogar los latidos, y escuchó. El rumor del paso de Rosa, el roce de su ropa en los peldaños de la escalera, le eran tan familiares que, desde el primer escalón subido por ella, se decía: «¡Ah! Ya viene Rosa.» Aquella noche, ningún ruido turbó el silencio del corredor; el reloj señaló las nueve y cuarto. Luego, en dos sonidos diferentes, las nueve y media; después las nueve y tres cuartos; y finalmente, con su voz grave anunció no sólo a los huéspedes de la fortaleza, sino también a los habitantes de Loevestein, que eran las diez. Aquella era la hora en la que Rosa abandonaba habitualmente a Cornelius. Había sonado la hora, y Rosa no había venido todavía. Así pues, sus presentimientos no le habían engañado: Rosa, irritada, se encerraba en su habitación y le abandonaba. —¡Oh! Realmente me he merecido lo que me sucede —dijo Cornelius en voz alta—. Ya no vendrá, y hará bien; en su lugar, yo hubiera hecho

Esta pregunta también está en el material:

El_tulipan_negro-Dumas_Alexandre
204 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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