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abrir y cerrar todos los cajones, a incluso el cajón privilegiado donde había estado el depósito que acababa de ser tan fatal a Cornelius; encontró...

abrir y cerrar todos los cajones, a incluso el cajón privilegiado donde había estado el depósito que acababa de ser tan fatal a Cornelius; encontró, como en un jardín, etiquetadas las plantas, la Joannis, la Witt, el tulipán marrón, el tulipán café tostado, pero del tulipán negro o más bien de los bulbos donde estaba todavía dormido y oculto en los limbos de la floración, no había ninguna señal. Y, sin embargo, en el registro de las simientes y de los bulbos llevado por partida doble por Van Baerle con más cuidado y exactitud que el registro comercial de las primeras firmas de Amsterdam, Boxtel leyó estas líneas: Hoy, 20 de agosto de 1672, he desenterrado la cebolla del gran tulipán negro que he separado en tres bulbos perfectos. —¡Esos bulbos! ¡Esos bulbos! —aulló Boxtel devastando todo el secadero —. ¿Dónde ha podido ocultarlos? Luego, de repente, golpeándose la frente hasta aplastarse el cerebro, exclamó en voz alta: —¡Oh! ¡Miserable de mí! ¡Ah, tres veces perdido Boxtel! ¿Es que alguien se separa de sus bulbos, es que alguien los abandona en Dordrecht cuando se parte para La Haya, es que alguien puede vivir sin esos bulbos, cuando esos bulbos son los del gran tulipán negro? ¡Habrá tenido tiempo de cogerlos, el muy infame! ¡Los tiene encima, se los ha llevado a La Haya! Fue como un relámpago que mostrara a Boxtel el abismo de un crimen inútil. Cayó fulminado sobre aquella misma mesa, en aquel mismo lugar donde, unas horas antes, el infortunado Baerle había admirado tan largo rato y tan deliciosamente los bulbos del tulipán negro. «¡Pues bien! Después de todo —se dijo el envidioso, levantando su lívida cabeza—, si él los tiene, sólo puede guardarlos mientras esté vivo, y…» El resto de su horrible pensamiento se absorbió en una espantosa sonrisa. «Los bulbos están en La Haya —pensó—. No es, pues, en Dordrecht donde he de vivir. »¡A La Haya a por los bulbos! ¡A La Haya!» Y Boxtel, sin prestar atención a las inmensas riquezas que abandonaba, preocupado por aquella otra inestimable riqueza, salió por la celosía, se dejó deslizar a lo largo de la escalera, llevó el instrumento de robo adonde lo había cogido, y, parecido a un animal de presa, entró rugiendo en su casa. IX LA HABITACIÓN FAMILIAR Era alrededor de la medianoche cuando el pobre Van Baerle fue encarcelado en la prisión de la Buytenhoff. Lo que previera Rosa había sucedido. Al hallar la celda de Corneille vacía, la cólera del pueblo había sido grande, y si padre Gryphus se hubiera encontrado al alcance de aquellos furiosos habría pagado evidentemente por su prisionero. Pero aquella cólera se había saciado largamente en los dos hermanos, que habían sido alcanzados por los asesinos, gracias a la precaución tomada por Guillermo, el hombre de las precauciones, de hacer cerrar las puertas de la ciudad. Había llegado, pues, el momento en que la prisión se había vaciado y donde el silencio había sucedido al espantoso tronar de aullidos que rodaba por las escaleras. Rosa había aprovechado aquel momento para salir de su escondrijo y había hecho salir a su padre. La prisión estaba completamente desierta; ¿para qué quedarse en la prisión cuando se degollaba en la TolHek? Gryphus salió todo tembloroso detrás de la valiente Rosa. Fueron a cerrar bien que mal la gran puerta, y decimos bien que mal, porque estaba medio desvencijada. Se veía que el torrente de una poderosa cólera había pasado por allí. Hacia las cuatro, se oyó volver el ruido, pero ese ruido no tenía nada de inquietante para Gryphus y su hija. Ese ruido era el de los cadáveres que arrastraban y que venían a ocupar el lugar acostumbrado de las ejecuciones. Rosa se ocultó una vez más, para no ver el horrible espectáculo. A medianoche llamaron a la puerta de la Buytenhoff, o más bien a la barricada que la reemplazaba. Traían a Cornelius van Baerle. —Ahijado de Corneille de Witt —murmuró Gryphus con su sonrisa de carcelero tras leer en la tarjeta de registro la calidad del prisionero—. Ah, joven, aquí tenemos justamente la habitación familiar; os la vamos a dar. Y encantado por el chiste que acaba de hacer, el feroz orangista cogió su farol y las llaves para conducir a Cornelius a la celda que aquella misma mañana había abandonado Corneille de Witt para ir al exilio tal como lo entienden en tiempo de revolución esos grandes moralistas que dicen como un axioma de alta política: —Solamente los muertos no vuelven. Gryphus se preparó, pues, para conducir al ahijado a la celda de su padrino. Por el camino que tenía que recorrer para llegar a esa habitación, el desesperado florista no oyó nada más que el ladrido de un perro, ni vio nada más que el rostro de una joven. El perro salió de su caseta excavada en el muro sacudiendo una gruesa cadena, y olfateó a Cornelius a fin de reconocerlo en el momento en que le ordenaran devorarlo. La joven, cuando el prisionero hizo gemir la barandilla de la escalera bajo su mano entorpecida, entreabrió el postigo de la habitación en la que vivía en el hueco de esa misma escalera. Y con la lámpara en la mano derecha, alumbró al mismo tiempo su encantador rostro rosado enmarcado por una admirable cabellera rubia de espesas guedejas, mientras con la izquierda cruzaba sobre el pecho su blanco camisón, porque había sido despertada de su primer sueño por la inesperada llegada de Cornelius. Aquel era realmente un hermoso cuadro para pintar y en todo digno del maestro Rembrandt: esa espiral negra de la escalera iluminada por el farol rojizo de Gryphus,

Esta pregunta también está en el material:

El_tulipan_negro-Dumas_Alexandre
204 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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