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illa tan cerca del enrejado que Cornelius pudo rozarla con sus labios. Rosa lanzó un pequeño grito lleno de amor, y desapareció. XXI EL SEGUNDO BUL...

illa tan cerca del enrejado que Cornelius pudo rozarla con sus labios. Rosa lanzó un pequeño grito lleno de amor, y desapareció. XXI EL SEGUNDO BULBO La noche fue buena y la jornada del día siguiente mejor todavía. En los días precedentes, la prisión se había hecho pesada, sombría, deprimente; oprimía con todo su peso al pobre prisionero. Sus muros eran negros, su aire era frío, los barrotes estaban dispuestos de forma que apenas dejaban pasar la luz del día. Pero cuando Cornelius despertó al nuevo día, un rayo de sol matinal jugaba en los barrotes, los palomos hendían el aire con sus alas extendidas, mientras que otros se arrullaban amorosamente sobre el tejadillo de la ventana todavía cerrada. Cornelius corrió hacia aquella ventana y la abrió; le pareció que la vida, la alegría, casi la libertad, entraban con ese rayo de sol en la sombría celda. Es que el amor florecía y hacía florecer cada cosa a su alrededor; el amor, flor del cielo de otro brillo, perfumaba de forma distinta a todas las flores de la Tierra. Cuando Gryphus entró en la celda del prisionero en lugar de encontrarlo taciturno y acostado como los otros días, lo halló de pie y cantando un aria de ópera. —¡Eh! —exclamó aquél. —¿Cómo estamos esta mañana? Gryphus le miró con desdén. —El perro, y el señor Jacob, y nuestra bella Rosa, ¿cómo están todos? Gryphus rechinó los dientes. —Aquí está vuestro desayuno —dijo. —Gracias, amigo carcelero —contestó el prisionero—. Llegáis a tiempo porque tengo mucha hambre. —¡Ah! ¿Tenéis hambre? —comentó Gryphus. —Toma, ¿por qué no? —preguntó Van Baerle. —Parece que la conspiración marcha —dijo Gryphus. —¿Qué conspiración? —inquirió Van Baerle. —¡Bueno! Sabemos lo que se dice, pero vigilaremos, señor sabio: estad tranquilo, vigilaremos. —¡Vigilad, amigo Gryphus! —replicó Van Baerle—. ¡Vigilad! Mi conspiración, como mi persona, se halla toda a vuestro servicio. —Veremos esto a mediodía —aseguró Gryphus. —A mediodía —repitió Cornelius—. ¿Qué querrá decir? Sea, esperemos al mediodía; a mediodía veremos. Era fácil para Cornelius esperar hasta mediodía. Cornelius esperaba hasta las nueve. Mediodía llegó y se oyó en la escalera, no solamente el paso de Gryphus, sino los pasos de tres o cuatro soldados que subían con él. La puerta se abrió, Gryphus entró, introdujo a los hombres y cerró la puerta detrás de ellos. —¡Aquí! Ahora, busquemos. Buscaron en los bolsillos de Cornelius, entre su chaqueta y su chaleco, entre su chaleco y su camisa, entre su camisa y su piel; no se halló nada. Buscaron en las sábanas, en el colchón, en el jergón del lecho y no se halló nada. Fue entonces cuando Cornelius se felicitó por no haber aceptado el tercer bulbo. Gryphus, en esta pesquisa, lo hubiera ciertamente encontrado, por muy oculto que estuviese, y lo habría tratado como al primero. Por lo demás, jamás asistió un prisionero con un rostro más sereno a una pesquisa realizada en su celda. Gryphus se retiró con el lápiz y las tres o cuatro hojas de papel blanco que Rosa había dado a Cornelius; éste fue el único trofeo de la expedición. A las seis, Gryphus regresó, pero solo; Cornelius quiso calmarle, pero Gryphus gruñó, mostró el colmillo que sobresalía en una comisura de la boca, y salió andando hacia atrás, como un hombre que tiene miedo de que le ataquen. Cornelius estalló en risas. Lo cual hizo que Gryphus, que conocía los refranes, le gritara a través de la reja: —Está bien, está bien; mejor reirá quien ría el último. El que debía reír el último, aquella noche por lo menos, era Cornelius, porque Cornelius esperaba a Rosa. Rosa acudió a las nueve; pero acudió sin farol; Rosa no tenía ya necesidad de la luz, sabía leer. Además, la luz podía denunciar a Rosa, espiada más que nunca por Jacob. Por último, bajo la luz, se veía demasiado el rubor de Rosa cuando se ruborizaba. ¿De qué hablaron los dos jóvenes aquella noche? De las cosas de que hablan los enamorados en el umbral de una puerta en Francia, de uno a otro lado de una celosía en España, de lo alto al pie de una terraza en Oriente. Hablaron de esas cosas que ponen alas a los pies de las horas, que añaden plumas a las alas del tiempo. Hablaron de todo, excepto del tulipán negro… Luego, a las diez, como de costumbre, se separaron. Cornelius era feliz, tan completamente feliz como puede serlo un tulipanero a quien no se le ha hablado de su tulipán. Encontraba a Rosa bonita como todos los amores de la Tierra; la hallaba buena, graciosa, encantadora. Mas ¿por qué Rosa prohibía que se hablara del tulipán? Ésta era una gran falta que Rosa cometía. Cornelius se dijo, suspirando, que la joven no era absolutamente perfecta. Una parte de la noche la pasó meditando sobre esta imperfección. Lo que quiere decir que, mientras estuvo despierto, pensó en Rosa. Una vez dormido, soñó con ella. Pero la Rosa de sus sueños era mucho más perfecta que la Rosa de la realidad. Aquélla no solamente hablaba del tulipán, sino que además traía a Cornelius un magnífico tulipán negro nacido en un jarro de China. Cornelius se despertó temblando de alegría y murmurando: «Rosa, Rosa, te amo.» Y como se hacía ya de día, Cornelius no juzgó oportuno volverse a dormir. Conservó, pues, todo el día la idea que había tenido en su despertar. ¡Ah! Si Rosa le hubiera hablado del tulipán, Cornelius la hubiese preferido a la reina Semiramis, a la reina Cleopatra, a la reina Isabel, a la reina Ana de Austria, es decir, a las más grandes o a las más bellas reinas del mundo. Pero Rosa había prohibido, bajo pena de no volver más, que se hablara del tulipán antes de

Esta pregunta también está en el material:

El_tulipan_negro-Dumas_Alexandre
204 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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