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¿Por qué la bella frisona desconfiaba sin duda de ella misma, desde que había sentido a través del enrejado cuánto puede quemar el aliento de un pr...

¿Por qué la bella frisona desconfiaba sin duda de ella misma, desde que había sentido a través del enrejado cuánto puede quemar el aliento de un prisionero el corazón de una joven? Había una cosa que inquietaba en aquel momento al tulipanero casi tanto como sus bulbos y sobre la cual volvía sin cesar. Era la dependencia en que se hallaba Rosa con respecto a su padre. Así, la vida de Van Baerle —el doctor sabio, el pintor pintoresco, el hombre superior—de Van Baerle que era el primero que había descubierto, según toda probabilidad, esa obra de arte de la creación que se llamaría, como se había dispuesto por adelantado, Rosa Barloensis, la vida, mucho más que la vida, la felicidad de este hombre dependía del más simple capricho de otro hombre, y este hombre era un ser de un espíritu inferior, de una casta ínfima; era un carcelero, algo menos inteligente que la cerradura que manipulaba, más duro que la falleba que corría. Era algo como el Caliban de La Tempestad, un paso entre el hombre y el bruto. ¡Pues bien! La felicidad de Cornelius dependía de ese hombre; ese hombre podía una hermosa mañana aburrirse de Loevestein, encontrar que el aire era allí malsano, que la ginebra no era buena, y abandonar la fortaleza, y llevarse a su hija… y una vez más, Cornelius y Rosa se verían separados. Dios, que se cansa de hacer mucho por sus criaturas, acabaría tal vez entonces por no reunirlos más. —Y entonces, ¡para qué los palomos viaje—ros!—decía Cornelius a la joven—. Ya que, querida Rosa, vos no sabríais ni leer lo que yo os escribiera, ni escribirme lo que hubierais pensado. —Pensad —respondía Rosa, que en el fondo de su corazón temía la separación tanto como Cornelius que disponemos de una hora todas las noches; empleémosla bien. —Me parece —replicó Cornelius— que no la empleamos muy mal. —Empleémosla mejor aún —insistió Rosa sonriendo—. Enseñadme a leer y a escribir; aprovecharé vuestras lecciones, creedme; y de esta forma no estaremos ya nunca separados más que por nuestra propia voluntad. —¡Oh! —exclamó Cornelius—. Con eso tendremos la eternidad ante nosotros. Rosa sonrió y se encogió levemente de hombros. —¿Es que vais a permanecer siempre en prisión? —respondió—. ¿Es que después de haberos concedido la vida, Su Alteza no os concederá la libertad? ¿Es que no recuperaréis nunca vuestros bienes? ¿Es que ya no seréis rico? ¿Os dignaréis mirar, cuando paséis a caballo o en carroza, a la pequeña Rosa, una hija de carcelero, casi una hija de verdugo? Cornelius quiso protestar, y ciertamente lo hubiera hecho con todo su corazón y con la sinceridad de un alma llena de amor, si la joven no hubiera preguntado, sonriendo: —¿Cómo va vuestro tulipán? Hablar a Cornelius de su tulipán, era un medio para que Cornelius lo olvidara todo, incluso a Rosa. —Bastante bien —dijo—. La piel se ennegrece, el trabajo de fermentación ha comenzado, los nervios del bulbo se calientan y crecen; de aquí a ocho días, antes tal vez, se podrán distinguir las primeras protuberancias de la germinación. ¿Y el vuestro, Rosa? —¡Oh! Yo he hecho las cosas en grande y según vuestras indicaciones. —Veamos, Rosa, ¿qué habéis hecho? —preguntó Cornelius, con los ojos casi tan ardientes, el aliento casi tan jadeante como la noche en que esos ojos habían quemado el rostro y aquel aliento el corazón de Rosa. —Yo he hecho las cosas en grande —repitió la joven sonriendo, porque en el fondo de su corazón no podía impedir el considerar ese doble amor del prisionero por ella y por el tulipán negro—. Me he preparado un cuadrado desnudo, lejos de los árboles y de los muros, en una tierra ligeramente arenosa, más bien húmeda que seca, sin un grano de piedra, sin un guijarro; he dispuesto una platabanda como vos me habéis descrito. —Bien, bien, Rosa. —El terreno está preparado de suerte que no espera más que vuestro aviso. Al primer día bueno en que me digáis que plante mi bulbo, lo plantaré; sabéis que debo ir retrasada con respecto a vos, ya que yo dispongo de todas las oportunidades de un aire bueno, el sol y de abundancia de jugos terrestres. —Es verdad, es verdad —exclamó Cornelius, golpeándose con alegría las manos—, y sois una buena alumna, Rosa, y ganaréis ciertamente vuestros cien mil florines. —No olvidéis —dijo riendo Rosa—que vuestra alumna, ya que me llamáis así, tiene todavía que aprender otra cosa que el cultivo de los tulipanes. —Sí, sí, y estoy tan interesado como vos, bella Rosa, en que sepáis leer. —¿Cuándo comenzaremos? —Enseguida. —No, mañana. —¿Por qué mañana? —Porque hoy ya ha pasado nuestra hora, y es preciso que os deje. —¡Ya! Pero ¿en qué leeremos? —¡Oh! —dijo Rosa—. Tengo un libro, un libro que, espero, nos traiga felicidad. —¿Hasta mañana, pues? —Hasta mañana. Al día siguiente, Rosa acudió con la Biblia de Corneille de Witt. XVII EL PRIMER BULBO Al día siguiente, como hemos dicho, Rosa vino con la Biblia de Corneille de Witt. Entonces comenzó entre el maestro y la alumna una de aquellas encantadoras escenas que son la alegría del novelista cuando tiene la dicha de hallarlas bajo la pluma. El postigo, única abertura que servía de comunicación a los dos amantes, era demasiado elevado para que, los que hasta entonces se habían contentado con leerse mutuamente en el rostro todo lo que tenían que decirse, pudieran leer cómodamente en el libro que Rosa había traído. En consecuencia, la joven tuvo que apoyarse en el postigo, con la cabeza ladeada, el libro a la altura de la luz que sostenía con la mano derecha y que, para descansarla un poco, Cornelius ideó fijarla con un pañuelo a la reja de hierro. Desde entonces, Rosa pudo seguir

Esta pregunta también está en el material:

El_tulipan_negro-Dumas_Alexandre
204 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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