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el grito que lanzó detrás del enrejado del postigo la pobre Rosa, pálida, temblorosa, con los brazos elevados al cielo y colocada entre su padre y ...

el grito que lanzó detrás del enrejado del postigo la pobre Rosa, pálida, temblorosa, con los brazos elevados al cielo y colocada entre su padre y su amigo. Cornelius arrojó la vasija que se rompió en mil pedazos con un estrépito terrible. Y entonces, Gryphus comprendió el peligro que acababa de correr y se entregó a terribles amenazas. —¡Oh! —exclamó Cornelius—. Es preciso que seáis un hombre muy cobarde y muy villano para arrancarle a un pobre prisionero su único consuelo, una cebolla de tulipán. —¡Apartaos, padre mío! —añadió Rosa—. Es un crimen lo que acabáis de cometer. —¡Ah! Sois vos, cotorra —gritó el viejo hirviendo de cólera, volviéndose hacia su hija—. Meteos en lo que os importe, y, sobre todo, bajad enseguida. —¡Desgraciado! ¡Desgraciado! —continuaba Cornelius desesperado. —Después de todo, no se trata más que de, un tulipán —añadió Gryphus un poco avergonzado—. Os daremos tantos tulipanes como deseéis, tengo trescientos en mi desván. —¡Al diablo vuestros tulipanes! —exclamó Cornelius—. No valen más de lo que vos mismo valéis. ¡Oh! ¡Cien mil millones de millones! Si los tuviera, los daría por el que habéis aplastado. —¡Ah! —exclamó Gryphus triunfante—. Ya veis que no es un tulipán lo que vos teníais. Ya veis que en esta falsa cebolla había alguna brujería, tal vez un medio de correspondencia con los enemigos de Su Alteza, que os perdonó. Ya decía yo que se había equivocado al no cortaros el cuello. —¡Padre mío! ¡Padre mío! —exclamaba Rosa. —¡Pues bien! ¡Tanto mejor! ¡Tanto mejor! —repetía Gryphus animándose —. Yo lo he destruido, yo lo he destruido. ¡Y así lo haré cada vez que vos comencéis de nuevo! ¡Ah! Ya os había avisado, mi guapo amigo, que os haría la vida dura. —¡Maldito! ¡Maldito! —gritó Cornelius mientras completamente desesperado revolvía con sus dedos temblorosos los últimos vestigios de su bulbo, cadáver de tantas alegrías y tantas esperanzas. —Plantaremos el otro mañana, querido señor Cornelius —dijo en voz baja Rosa, que comprendía el inmenso dolor del tulipanero y que lanzó —corazón santo—aquellas dulces palabras como una gota de bálsamo en la herida sangrante de Cornelius. XVIII EL ENAMORADO DE ROSA Apenas había pronunciado Rosa aquellas palabras de consuelo a Cornelius, cuando se oyó en la escalera una voz que pedía a Gryphus noticias de lo que ocurría. —Padre mío —dijo Rosa—, ¿oís? —¿Qué? —El señor Jacob os llama. Está inquieto. —Se ha hecho tanto ruido —exclamó Gryphus—. ¡Se hubiera dicho que este sabio me estaba asesinando! ¡Ah! ¡Cuánto daño proporcionan siempre los sabios! Luego, señalando con el dedo la escalera a Rosa, ordenó: —¡Caminad por delante, señorita! —y cerrando la puerta, acabó—: Ya voy con vos, amigo Jacob. Y Gryphus salió, llevándose a Rosa y dejando en su soledad y en su amargo dolor al pobre Cornelius que murmuraba: —¡Oh! Tú eres el que me has asesinado, viejo verdugo. ¡No sobreviviré a esto! Y, en efecto, el pobre prisionero cayó enfermo sin ese contrapeso que la Providencia había puesto en su vida y que se llamaba Rosa. Por la noche, regresó la joven. Su primera palabra fue para anunciar a Cornelius que de allí en adelante su padre no se oponía a que él cultivara flores. —¿Y cómo sabéis esto? —preguntó el prisionero con aire doliente a la joven. —Lo sé porque lo ha dicho. —¿Para engañarme, tal vez? —No, se arrepiente. —¡Oh! Sí, pero demasiado tarde. —Este arrepentimiento no le ha venido de sí mismo. —¿Y cómo le ha venido, pues? —¡Si vos supierais cuánto le ha reñido su amigo! —¡Ah! El señor Jacob. ¿No os deja, pues, ese caballero? —En todo caso, nos deja lo menos que puede. Y sonrió de tal forma que aquella pequeña nube de celos que había oscurecido la frente de Cornelius se disipó. —¿Cómo ha ocurrido? —preguntó el prisionero con interés. —Pues bien, interrogado por su amigo, mi padre, a la hora de cenar le contó la historia del tulipán o más bien del bulbo, y la bonita explosión que hizo al aplastarse. Cornelius lanzó un suspiro que podía pasar por un gemido. —¡Si hubierais visto en aquel momento a maese Jacob…! —continuó Rosa—. En verdad, creí que iba a pegar fuego a la fortaleza; sus ojos eran dos antorchas ardientes, sus cabellos se erizaron, crispaba sus puños. Por un instante creí que quería estrangular a mi padre. «¿Vos habéis hecho esto — gritó—, vos habéis aplastado el bulbo?» «Sin duda», dijo mi padre. «¡Esto es una infamia! —continuó—, ¡es odioso! ¡Es un crimen lo que habéis cometido!», aulló Jacob. Mi padre se quedó estupefacto. «¿Es que vos también estáis loco?», preguntó a su amigo. —¡Oh! Es un hombre digno, ese Jacob —murmuró Cornelius—. Un corazón honrado, un alma escogida. —Lo cierto es que resulta imposible tratar a un hombre más duramente de lo que él ha tratado a mi padre —añadió Rosa—. Por su parte, sentía una verdadera desesperación; repetía sin cesar: «Aplastado, el bulbo aplastado; ¡oh, Dios mío, Dios mío! ¡Aplastado!», luego, volviéndose hacia mí, me preguntó: «¿Pero no sería el único que tenía?» —¿Os ha preguntado eso? —inquirió Cornelius, prestando atención. —«¿Vos creéis que no era el único?», dijo mi padre. «Bueno, buscaremos los otros.» «Vos buscaréis los otros», gritó Jacob cogiendo a mi padre por el cuello; pero enseguida lo soltó. Y luego,

Esta pregunta también está en el material:

El_tulipan_negro-Dumas_Alexandre
204 pag.

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