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La calurosa acogida del primer volumen de 
Lo que Einstein le contó a su cocinero y el 
infinito campo que la alimentación abre a 
la investigación científica han llevado al au-
tor a escribir esta segunda entrega. Tal vez 
el lector se pregunte qué motivos llevan a 
un profesor de química a escribir sobre ali-
mentación. Tan sólo uno: la buena mesa 
despertó su curiosidad desde el primer con-
tacto que tuvo con ella, que no fue en el 
regazo de su madre, sino bastante más 
tarde, a lo largo de su época universitaria. 
Durante más de siete años, Robert L. 
Wolke escribió una columna quincenal lla-
mada «Food 101» en The Washington Post 
y aprendió a detectar qué es lo que nece-
sitan saber los cocineros. En su libro res-
ponde con un lenguaje cotidiano y sencillo 
a más de 150 preguntas que le formularon 
lectores de todo el mundo. Para satisfacer 
su curiosidad, ha añadido un apartado lla-
mado «Ciencia al margen», que complacerá 
a aquellos que solicitaban explicaciones más 
técnicas. No es un privilegio frecuente para 
un autor estar en contacto directo con una 
parte de sus lectores y poder escribir te-
niendo en cuenta sus necesidades y preo-
cupaciones, cosa que representa uno de los 
grandes aciertos de esta obra. 
A diferencia del libro anterior, que se cen-
traba en alimentos concretos como el azú-
car, la sal y las grasas, el presente volumen 
divide los alimentos en ocho categorías prin-
cipales: bebidas, productos lácteos y hue-
vos, hortalizas, frutas, cereales y carbohi-
dratos, pescados y mariscos, carne, y hierbas 
y especias. A continuación, el lector encon-
trará un capítulo dedicado a los utensilios de 
cocina y, finalmente, una serie de añadidos 
destinados no tanto a satisfacer el paladar 
del sibarita como la curiosidad del lector. 
(Sigue en la segunda solapa.) 
Sobre es te y sus an te r io res l ibros, h a n d icho: 
«Para acceder a tan sólo una pequeña muestra de las revelaciones 
que el profesor Wolke tan clara y concisamente presenta en este li-
bro, lo más habitual habría sido tenernos que pasar un largo y frío 
invierno arrodillados sobre cristales rotos frente a las puertas del 
escondrijo de algún brujo. Sin embargo, lo único que hay que ha-
cer aquí es preguntar "por qué" y abrir el libro al azar por cualquie-
ra de sus páginas. No encontrará el momento de dejarlo.» 
ALTON BROWN, presentador del programa de televisión 
Good Eats, de la Food Network 
«Bob Wolke es una de esas inusuales personas que aúnan las cuali-
dades del científico de laboratorio y el buen orador, como si la ma-
dre de Albert Einstein se hubiera casado con el padre del cómico 
Rodney Dangerfield. Está informado, es entretenido, responde con 
claridad y proporciona amplias y sólidas explicaciones científicas. 
¿Quién sino Bob Wolke podría haber hecho que la desnaturaliza-
ción de las proteínas resulte tan interesante o tan evidente como el 
vestido que Cher llevó en la gala de los Oscar?» 
CHRISTOPHER KIMBALL, fundador 
y editor de Cook's Illustrated 
«La cultura científica de Robert Wolke es entretenida, pero no sólo 
eso: es esencial para que podamos mejorar como cocineros, comprar 
con mejor conocimiento de causa y quitarnos manías a la hora de co-
mer. Con una pizca de su lógica culinaria dejaríamos de perder tan-
tas horas intentando averiguar los tiempos de cocción exactos o las 
temperaturas "adecuadas" y ahorraríamos dinero en la compra de 
productos de limpieza inútiles, aceites vírgenes o carne más cara 
sólo por ser más roja. Este libro no puede faltar en su estantería.» 
JAMES PETERSON, autor de Sauces 
y Glorious French Food 
«Bob Wolke tiene la extraordinaria habilidad de explicar el porqué 
de nuestro proceder en la cocina con un lenguaje práctico e inte-
ligible, lo que hace que su libro sea útil tanto para el cocinero pro-
fesional como para el aficionado.» 
JOSÉ ANDRÉS, dueño y chef del restaurante 
Jaleo de Washington 
LO QUE EINSTEIN 
LE CONTÓ 
A SU COCINERO 2 
«Quizá no necesite nunca saber por qué tiñe el bicarbonato de so-
dio de color azul la col lombarda, pero me alegra saber que puedo 
hallar la respuesta a esta y a muchas otras cuestiones en el interior 
de este libro.» 
BILLYOSSES, repostero de Nueva York 
«Libros como los de Robert L. Wolke enseñan a los cocineros a se-
guir evolucionando en unos tiempos en los que la gastronomía 
parece haberse estancado.» 
FERRAN ADRIÁ, chef y fundador del restaurante 
El Bulli, en Rosas, Cataluña 
«Bob Wolke escribe sobre los cómos y los porqués de la cocina con 
claridad, humor y pasión. ¿Quién más sería capaz de explicar el 
braseado o la transferencia térmica a la vez que te arranca una 
sonrisa?» 
JACK BISHOP, editor ejecutivo de Cook's Illustrated 
ÍNDICE 
Agradecimientos 15 
Introducción 19 
1 ¿Algo para beber? 23 
Hielo albino, 25; Té turbio, 26; Verde que te quiero 
verde, 29; Té de tornasol, 31; Cafeína no, gracias, 33; 
Té (y café) para dos, 33; ¿Quiere leche?, 35; Nuestros 
parientes alcohólicos, 38; Sabor amargo, 39; Sulfitos, 
42; Una de jerez, por favor, 44; El truco de la cucha-
ra, 48; Guerra entre estados, 50; ¡Y listos!, 52; Agita-
do y revuelto, 54; Mida su alegría, 55; Síndrome de 
estrés posgastronómico, 58. 
2 En la granja 63 
El galimatías de los desnatados, 64; La créme de la 
créme, 67; El bueno y el malo, 70; ¿Cuán cremoso es 
el helado cremoso?, 75; Frío frío, 76; Vivir del aire, 
77; A la sombra de Filadelfia, 78; Re: Brie, 81; Queso: 
¿qué es eso?, 83; De buena hebra, 86; ¿Se le puede 
llamar queso?, 87; Desglase con clase, 89; Hay hue-
vos y huevos, 92; Los huevos de oro, 96; Gallinas vír-
genes, 97; Yemas gemelas, 99; ¡Que se casca la cásca-
ra!, 100; El remedio de los pesimistas, 101; Huevos 
equilibristas, 101; Huevos verdes sin jamón, 103; 
Huevos con personalidad, 106; A darle al merengue, 
107; Exagerando un huevo, 109. 
3 Lo que el hombre sembrare 1 1 1 
Colores para el paladar, 112; Cuando el verde pierde 
el verde, 114; Guerra bacteriológica, 116; Patatas oxi-
dadas, 120; Ruibarbo sobre ruibarbo, 122; Lo que 
Brutus no sabía, 124; Gas lacrimógeno, 126; Georgia 
on my mind, 129; Qué amargo ser verde, 131; Leche 
desparramada, 133; Oda al tofu, 135; Ponga el miso 
en su vida, 137; El que come fabada lo paga, 140; 
Remojar o no remojar, 142. 
4 Delicias de la huerta 147 
Aguacate maduro, gas seguro , 149; Maltratadas pero 
dulces, 154; Plátanos atómicos, 155;E1 segundo plá-
tano, 155; Aceites y aceites, 158; Grasas trans: ¿me lo 
trans cribe?, 163; Cuando las grasas buenas se vuel-
ven malas, 169; ¿Es lightel aceite lighfí, 172; ¿Verde 
aceituna o negro aceituna?, 181; La osmosis es una 
calle de doble sentido, 182; Pescar calabazas con la 
boca, 187; Sidra con o sin, 189; Bacanal de abejas, 
191; Cuando crudo significa tostado, 194. 
5 De los campos de cereales al granero . . 197 
Pegamento de patata, 201; De guisante a guisote, 
203; Arroz chino recalentado, 205; Cómo jugar a los 
palillos, 206; Que no se le pase el arroz, 209; No es 
oro todo lo que se blanquea, 210; Mezclar y levantar, 
212; Ni de Oriente ni de moliente, 212; Inventario 
de pasta, 213; Por favor, no se coma el colchón, 215; 
Lo que no engorda también pesa, 216; Vayamos al 
grano, 217; Tortilla linda, 221; Ni los perros ni los 
niños ni el azúcar, 223; El cara a cara de la miel y el 
azúcar, 226. 
6 El mar y sus manjares 2 2 9 
Píntame el salmón, 230; Calibración de atún, 232; 
Raya por vieira, 235; Huevas limpias, secas y prensa-
das, 237; La prueba del ácido, 238; Mejillones que 
caminan por el lado salvaje de la vida, 241; ¿Por qué 
no? ¡Aféitame con una almeja!, 244; Vieiras de ojos 
azules, 248; Camuflaje crustáceo, 251. 
7 Carnaval para carnívoros 255 
La carne y la máquina , 257; ¡Cómo son! ¿Carne 
marrón?, 261; Arco iris sobre el centeno, 265; Un cu-
rado muy florido, 266; Pon la carne a remojar, 269; 
Elogio del braseado, 276; Que no le amarguen el cal-
do, 283; Bacterias con armadura, 289; Cómo doblar 
un hueso, 291; ¿Por qué vino?, 291; A todo gas, o 
mejor no, 295;Cada leña, un humo, 298. 
8 En las especias está la salsa de la vida . . 3 0 3 
Quintaesencial pero no esencial, 307; ¡Cómo pican!, 
309; ¡No me beses!, 315; Amor verdadero, 318; ¿Botulismo 
en una botella?, 319; Comprueba esa «esperbia», 
321; ¿Cuántas hierbas me caben en una cucharadi-
ta?, 322; Especias desaboridas, 324 ; Volkswagens 
en la despensa, 324; Una botella de humo, 326; 
Cosa fina, 329; Rallado y apocado, 331; ¿Qué 
212; Ni de Oriente ni de moliente, 212; Inventario 
de pasta, 213; Por favor, no se coma el colchón, 215; 
Lo que no engorda también pesa, 216; Vayamos al 
grano, 217; Tortilla linda, 221; Ni los perros ni los 
niños ni el azúcar, 223; El cara a cara de la miel y el 
azúcar, 226. 
6 El mar y sus manjares 2 2 9 
Píntame el salmón, 230; Calibración de atún, 232; 
Raya por vieira, 235; Huevas limpias, secas y prensa-
das, 237; La prueba del ácido, 238; Mejillones que 
caminan por el lado salvaje de la vida, 241; ¿Por qué 
no? ¡Aféitame con una almeja!, 244; Vieiras de ojos 
azules, 248; Camuflaje crustáceo, 251. 
7 Carnaval para carnívoros 255 
La carne y la máquina , 257; ¡Cómo son! ¿Carne 
marrón?, 261; Arco iris sobre el centeno, 265; Un cu-
rado muy florido, 266; Pon la carne a remojar, 269; 
Elogio del braseado, 276; Que no le amarguen el cal-
do, 283; Bacterias con armadura, 289; Cómo doblar 
un hueso, 291; ¿Por qué vino?, 291; A todo gas, o 
mejor no, 295; Cada leña, un humo, 298. 
8 En las especias está la salsa de la vida . . 3 0 3 
Quintaesencial pero no esencial, 307; ¡Cómo pican!, 
309; ¡No me beses!, 315; Amor verdadero, 318; ¿Botulismo 
en una botella?, 319; Comprueba esa «esperbia», 
321; ¿Cuántas hierbas me caben en una cucharadi-
ta?, 322; Especias desaboridas, 324 ; Volkswagens 
en la despensa, 324; Una botella de humo, 326; 
Cosa fina, 329; Rallado y apocado, 331; ¿Qué 
ha estado fumando?, 333; Cerditos kosher, 334; 
Tomaré vainilla, 335. 
9 La cocina, centro de operaciones 3 3 9 
En busca de los olores perdidos, 340; Mantequeras 
faroleras, 343; Santa Lucía nos conserve... los ali-
mentos, 344; ¿Nucleares? No, gracias, 347; Una cues-
tión básica, 347; Emulsión compulsiva, 349; El calor 
del hogar, 355; Grills grillados, 359; 2 x 1 = 1,8, 362; 
Piedra de toque, 364; El método del palillo, 367; 
Maravillas de silicona, 372; La forma sí importa, 375; 
La temperatura y el tiempo no esperan, 376. 
10 Ñapas para insaciables 3 8 3 
Cuida lo que dices, 384; Es natural, ¿sí o sí?, 386; 
Gota a gota , 389; Dulces nubes, 390; El alimento de 
los dioses, 393; El chocolate se me apelmazó y perdí 
el temple, 397; Chocolate eflorescente, 401; El im-
postor, 402. 
índice analítico 4 0 7 
AGRADECIMIENTOS 
Parafraseando a John Donne, el escritor no es una isla; tiene editores. 
No todo el mundo sabe que todas y cada una de las palabras que 
encontramos en los libros o en el periódico suelen pasar antes de ir 
a imprenta por al menos un par y a veces hasta de diez pares de ojos 
que las revisan y validan; sus huellas (por mezclar un par de metá-
foras) no se ven, pero están ahí, desde la primera a la última página. 
Mientras escribía este y el anterior volumen, saqué mucho pro-
vecho de la sabiduría, los consejos y el buen criterio de la editora 
jefe de W. W. Norton, Maria Guarnaschelli, encarnación del «amor 
duro», que no se limitó a hacer las funciones de editora una vez 
tuvo el libro en sus manos, sino que se implicó en el proyecto de 
principio a fin. Sin su ayuda a la hora de decidir cómo enfocar y es-
tructurar la información, este libro no habría sido posible. 
Mi agradecimiento también para el ayudante más perspicaz y 
competente de Maria, Erik Johnson, por coordinar los numerosos 
procesos que intervienen en la publicación de un libro, entre ellos 
perseguir al autor para que cumpla con los plazos. 
Entre los eficientes profesionales de W. W. Norton que convir-
tieron mi manuscrito en un libro, dirigidos por el presidente Dra-
ke McFeely, el editor jefe Star Lawrence y la directora ejecutiva 
Nancy Palmquist, están la diseñadora Barbara Bachman, el autor 
de la portada y las solapas John Fulbrook III, la directora de arte 
Georgia Liebman, la directora editorial Jeannie Luciano, el direc-
tor de imprenta Andy Marasia, la directora de producción Anna 
Oler, el director de ventas Bill Rusin y la editora de proyectos 
Susan Sanfrey. Las ilustraciones son obra de dos artistas autóno-
mos de mucho talento, Alan Witschonke y Rodney Duran. Gra-
cias a todos ellos. 
Siento un especial afecto por la ultrameticulosa correctora 
Kafya Rice. Gracias a que ha mantenido los ojos bien abiertos 
y a su dominio del lenguaje (¿quién sino me habría escrito un pá-
rrafo entero para justificar un cambio de coma?], el texto ha que-
dado inmaculadamente sintáctico, o sintácticamente inmacula-
do... Y no se crean que es lo mismo: ella habría sacado a relucir la 
diferencia. 
Me sigo sintiendo en deuda con mi agente literario, Kthan 
Ellenberg, que hace tiempo me animó a escribir el que después se-
ria mi primer libro de la serie «Lo que Einstein..,». El volumen que 
tiene entre las manos es el cuarto de lo que un día pensé que sería 
una trilogía. 
Hasta ahora no había dado las gracias por escrito a las personas 
que a lo largo de los años catalizaron mi metamorfosis de químico 
en escritor. 
Por ayudarme a dar mis primeros pasos en el periodismo, le es-
toy agradecido a NancyBrown, editora del The ¡Universiry Times, el 
periódico de la Universidad de Pittsburgh, que me pidió que escri-
biera una columna cuando ni siquiera me sabía capaz de hacerlo. 
Estoy en deuda con Mark Nordenberg, antiguo decano de la 
Facultad de Derecho v hoy rector de la Universidad de Pittsburgh, 
por ver en mí a un escritor y pedirme que redactara perfiles de 
alumnos destacados en la revista de estudiantes de la Facultad 
de Derecho. 
Siempre recordaré al fallecido rector de la Universidad de 
Pittsburgh Wesley Posvar, por reconocer la utilidad del humor 
como instrumento para levantar la moral en la universidad y por 
animarme cada año a pronunciar mis satíricos monólogos en la 
junta anual. 
En estos últimos siete años largos, las jefas de la sección de gas* 
tronomía del Washington Post, Nancy McKeown, Jeanne McManus 
y Judy Havermann, me han concedido el privilegio de escribir para 
el augusto periódico, cuyos brillantes y curiosos lectores me han 
proporcionado la materia prima para este libro. ¿Quién iba a decir-
me que llegaría hasta aquí en aquel semestre en que as i s t ía las cla-
ses de periodismo del incomparable A. H. Lass en el instituto de 
Fort H a i l t o n ? 
Un abrazo especial para Paula Wolfert. que creyó en mí cuando 
todavía era un periodista gastronómico en ciernes, que me alentó 
y me ayudó con sus inesdmables consejos. 
Y, por supuesto, mi agradecimiento a mi esposa y coautora de 
este libro, Marlene Parrish, que merece toda mi admiración no sólo 
por el trabajo que ha realizado con las recetas sino también por so-
portar mi ausencia durante los muchos meses en que me he ence-
rrado a trabajar frente Al ordenador. 
INTRODUCCIÓN 
El volumen que tiene entre las manos es el segundo dedicado a la 
comida y el cuarto de lo que se ha convertido en mi colección de li-
bros titulados en honor a Einstein. Cuando empecé con el primer tí-
tulo no me imaginé que le seguirían otros. Tampoco planeé mi tra-
yectoria profesional. En cada disyuntiva me limité a seguir los 
consejos de Yogui Berra y así, afrontando una disyuntiva tras otra, 
pude trabajar como maestro e investigador en el campo de la quí-
mica nuclear, redactar libros de texto, ocupar un cargo directivo en 
la universidad, ejercer de periodista y escribir libros de divulgación, 
que es a lo que me dedico ahora. Hace unos años dejé el mundo aca-
démico para dedicarme en exclusiva a la escritura, por la que siento 
tanta pasión como por la ciencia y la enseñanza. Los libros de esta 
colección que tiene a Einstein como protagonista son el resultado. 
Pero ¿qué lleva a un profesor de químicaa escribir sobre alimenta-
ción? Un motivo: la buena mesa despertó mi curiosidad desde el 
primer contacto que tuve con ella, y no fue en el regazo de mi ma-
dre, sino veinte años después, cuando fui a la universidad. En la Fa-
cultad de Economía Doméstica de la Universidad de Cornell (hoy la 
Facultad de Nutrición) había una cafetería en la que los estudian-
tes de cocina vendían a precio asequible para el bolsillo universita-
rio los productos que elaboraban durante el curso. El menú incor-
poraba alimentos que no había visto nunca, preparados con el 
mimo y la dedicación que sólo la posibilidad de sacar un excelente 
podían inspirar. Tal vez estaba predestinado a conciliar algún día 
mi afición por la ciencia, la enseñanza, la escritura y la alimenta-
ción entre las cubiertas de un libro. La fortuna me sonrió definiti-
vamente el día en que me casé con mi quinto amor (por orden cro-
nológico, no por prioridad): Marlene Parrish, crítica gastronómica 
Y apasionada por..., bueno, por todo lo que a mí me apasiona. 
EN 1935, cuando Albert Einstein entró por primera vez en su 
cocina del número 112 de Mercer Street, en Princeton, Nueva Jer-
sey, vio lo que cabe suponer: un horno. Pero no se quedó ahí; sabía 
que lo que estaba viendo era también un aparato que transforma-
ba la energía química de la madera o el gas en energía térmica para 
la cocina. Percatarse de ello no le impidió disfrutar, faltaba más, de 
los placeres que esta le ofrecía, pero sus conocimientos le permiti-
rían a buen seguro condimentar la cena con aderezos que a otras 
mentes menos científicas pasaban inadvertidos. 
El tópico reza que la cocina es química. Y así es, pero en los fo-
gones intervienen otras ciencias: la física explica la transmisión del 
calor, la mecánica actúa cada vez que batimos un huevo o emul-
sionamos una salsa, la microbiología está detrás de la fermenta-
ción, la anatomía determina la carne, la ingeniería nos proporcio-
na los utensilios y la tecnología nos permite producir y envasar 
comidas preparadas, sin olvidar la agronomía y la ganadería que de 
antemano se practican en los cultivos y las granjas. La ciencia culi-
naria no es una pura cuestión de química. Se alimenta de muchas 
otras disciplinas que no se cuecen precisamente en el puchero. 
Este libro se adentra, por tanto, en el mundo de los cultivos y 
las granjas, el mercado y la cocina en busca de la verdad, y lo hace 
de la mano de un científico que desde luego no es ningún Einstein 
pero que siente curiosidad por todo y la imperiosa necesidad de 
compartir la dicha del saber con los demás. 
La calurosa acogida del primer volumen de Lo que Einstein le con-
tó a su cocinero y el infinito campo que la alimentación abre a la 
investigación científica me han llevado a escribir esta segunda par-
te. A diferencia del libro anterior, que se centraba en alimentos 
concretos como el azúcar, la sal y las grasas, el presente volumen se 
divide en ocho categorías de alimentos principales: bebidas, pro-
ductos lácteos y huevos, hortalizas, frutas, cereales y carbohidra-
tos, pescados y mariscos, carne y hierbas y especias. A continua-
ción dedico un capítulo a los utensilios de cocina y cierro el libro 
con una serie de añadidos destinados a satisfacer, no el paladar del 
sibarita, sino la curiosidad del lector. 
Al igual que en el libro anterior, mi mujer, Marlene, ha elabora-
do y probado una y otra vez más de una treintena de recetas tenta-
doras y accesibles que trasladan los principios científicos al «labo-
ratorio» del hogar. 
He vuelto a utilizar las preguntas que me formulaban los lecto-
res del Washington Posten mi columna «Food 101». Reflejan, por 
tanto, las inquietudes de cocineros y consumidores de carne y hue-
so, a menudo abrumados por la cantidad de productos y etiquetas 
que compiten por captar su atención en el variopinto mercado ali-
mentario actual. No es un privilegio frecuente para un autor estar 
en contacto directo con una parte de sus lectores y poder escribir 
teniendo en cuenta sus necesidades y preocupaciones. 
Una de las decisiones más difíciles que deben tomarse al 
abordar la escritura de un libro de divulgación científica es el gra-
do de especialización de las explicaciones técnicas. Una excesiva 
especialización ahuyenta a los lectores con menores conocimien-
tos científicos. Sin embargo, no creo que se corra el mismo riesgo 
si se escribe para personas con la formación científica mínima 
que se enseña en la mayoría de escuelas, aunque reconozcan que 
de aquella época «no se les haya quedado gran cosa». Escribo, por 
tanto, para este último colectivo de lectores sin disculparme 
por ello, pues científicos, ingenieros y cocineros profesionales me 
han dicho que incluso ellos han aprendido con mis libros ante-
riores. Para este público lector, echo mano de mis trucos de pro-
fesor para dar a las explicaciones un enfoque novedoso que inci-
te a la reflexión. 
Enseñar a través de un libro (he aquí mi propósito) no es como 
enseñar en un aula. En el libro, cada epígrafe de pregunta-respues-
ta puede leerse por separado y plantea un problema sin resolver 
que requiere explicación. En cambio, la ciencia es un continuo; no 
se presenta en compartimentos estancos. Por este motivo, al expli-
car un concepto, a menudo he necesitado recordar en pocas líneas 
otro concepto anterior con el que guardaba una estrecha relación. 
De lo contrario, la lección habría dejado lagunas por cubrir y no ha-
bría cumplido su función. Queda advertido el lector de que lo hago 
a propósito. Es uno de mis trucos de profesor. 
He explicado todos los conceptos sin emplear tecnicismos, va-
liéndome siempre que he podido de símiles y metáforas extraídas 
de la vida cotidiana. No obstante, he indicado entre paréntesis los 
términos científicos cuando venían al caso para dar opción al lec-
tor a relacionar los conceptos con otras lecturas y, si lo desea, am-
pliar la información con bibliografía más técnica. 
Creo que las palabras, simples símbolos que designan concep-
tos, se suelen entender mejor cuando se sabe de dónde proceden. 
Por este motivo, he indicado la etimología de algunos términos 
científicos que de otro modo podrían intimidar al no iniciado. 
En el presente volumen he dado a la ciencia más peso que en el 
anterior, pues cada vez son más los gourmets aficionados y profe-
sionales ávidos de saber científico. He concentrado los detalles más 
técnicos en despieces que he llamado «Ciencia al margen», que el 
lector podrá leer o pasar de largo según su interés. No leerlos no 
hará perder a nadie el hilo del texto, ya que los epígrafes de pre-
gunta-respuesta están pensados para que funcionen como unida-
des independientes e incluso se puede abrir el libro por cualquier 
página, elegir uno al azar y leerlo. 
«La mejor salsa del mundo es el hambre», dijo Miguel de Cer-
vantes en Don Quijote de la Mancha. Pues bien, entonces el humor 
es el mejor digestivo. Soy de la opinión de que casi todos los temas 
y las situaciones resultan más agradables al paladar y más fáciles de 
digerir si se aderezan con humor. Si nos lo podemos pasar bien con 
la alimentación y la cocina, también podemos y deberíamos hacer-
lo con la ciencia. Siendo de este parecer, no he podido resistirme 
(mucho) a echar mano de la ironía siempre que lo he considerado 
oportuno, aun a riesgo de contrariar a quienes detestan los juegos 
de palabras. Desperdigadas por el libro como setas (¿ortigas?) el 
lector encontrará también definiciones extraídas del «Ficcionario 
del gourmet». 
Al fin y al cabo, para disfrutar de la comida, a veces hay que 
echarle un poco de salsa. 
* Este libro es totalmente natural y no se ha ensayado en animales. 
Capítulo 1 
¿ALGO PARA BEBER? 
¿Cuáles son las dos primeras frases que te dice un camarero cuan-
to te sientas en un restaurante? La primera: «Hola, me llamo 
Juan/Lucía y soy su camarero o camarera.» Y la segunda: «¿Le trai-
go algo para beber?» 
Hasta ahora he reprimido mis ganas de contestar: en primer 
lugar, «Encantado deconocerle. Yo me llamo Bob y soy su clien-
te»; y después, «Gracias, pero he venido principalmente a co-
mer». 
Admito que sería útil saber el nombre de la persona que te 
atiende para llamarle a voz en grito desde la otra punta de la sala: 
«¡Eh, Juan/Lucía, aquí!» Pero sería grosero. 
(La temporada que viví en Puerto Rico descubrí que allí podías 
llamar al camarero con un enérgico «¡Pst!», que aunque se oye al 
otro lado de la sala no molesta a los demás clientes. Es bastante efi-
caz y no está nada mal visto. Como norteamericano recomiendo 
encarecidamente a mis compatriotas que pidamos permiso a los 
Garantes de las Buenas Maneras y que adoptemos esta práctica en 
nuestros bares y restaurantes.) 
Siempre he sospechado que mucha gente responde a la pre-
gunta de «¿Le pongo algo para beber?» pidiendo el primer líquido 
que les viene a la cabeza, sea un vermú o un bitter, una limonada o 
la recurrente Coca-Cola light, simplemente porque eso es lo que se 
espera de ellos. Quizá teman decir «Sólo agua, por favor», porque 
tienen pavor a la pregunta que seguirá, «¿De botella o de grifo?». 
Esta pregunta le obliga a uno a desplegar todas sus armas con el ar-
dor con que un cura esgrime el crucifijo para protegerse del vam-
piro, sólo que en este caso no hay vampiro, sino el riesgo de que lo 
tachen a uno de agarrado. 
Reflexionar sobre la bebida nos obliga a dejar de lado el signifi-
cado que tan a menudo se da a «beber» en nuestra sociedad. Cuan-
do alguien propone «ir a beber algo» rara vez se refiere a un zumo 
de zanahoria; se da por supuesto que se refiere a alguna bebida al-
cohólica. Y cuando se dice de alguien que «bebe demasiado», sabe-
mos que el problema no es que sea adicto a los batidos. 
Sé que no hace falta que les explique la diferencia entre comer 
y beber, entre alimento sólido y bebida. Sin embargo, me gustaría 
poner todo sobre la mesa para verlo con distancia y objetividad, 
como si fuéramos extraterrestres recién aterrizados de un planeta 
en el que toda la comida fuera gaseosa y se inhalara por la nariz. 
Beber es «comer» líquidos en vez de productos sólidos o semi-
sólidos. Los alimentos sólidos los ingerimos por la boca, hincándo-
les el diente o llevándonoslos hacia dentro con cuchara o tenedor. 
En cambio, los líquidos los sorbemos, aunque sea de un vaso. (Pen-
sadlo.) Antes de tragar un alimento sólido, hay que masticarlo y 
mezclarlo con saliva hasta ablandarlo; si no, no baja por la trampi-
lla. Los líquidos, sin embargo, superan la trampilla sin necesidad 
de someterlos a tratamiento previo. 
Cuando hablamos de bebida, nos referimos fundamentalmen-
te a agua. Todas las bebidas que consumimos contienen un 90 % 
de agua, el líquido universal de la Tierra, indispensable para que 
haya vida. 
La Coca-Cola y la Pepsi contienen un 89 % de agua en peso; 
la leche y el zumo de naranja, un 88 %; el café y el té, más de un 
99 %. En los vinos el contenido medio de agua se sitúa alrededor 
de un 87 %, mientras que en el whisky de 40°, como contiene otro 
líquido en cantidades importantes, el alcohol etílico, alcanza tan 
sólo un 67 %. 
¿Cómo ingiere nuestro organismo todos estos líquidos? 
Justo detrás de la boca, en la faringe, se abren dos conductos: la 
tráquea, para respirar, y el esófago o garganta, para comer y beber. 
Al tragar líquidos o semisólidos corremos el riesgo, por lo tanto, de 
que se vayan «por el otro agujero» y quede obstruido el canal por 
el que entra y sale el aire. Para evitarlo, la naturaleza nos ha dotado 
de una serie de complejos reflejos musculares, con válvulas o es-
fínteres que, al abrirse y cerrarse, conducen la comida y la bebida 
hasta el estómago a través del esófago e impiden que baje por la 
tráquea o que suba hacia las cavidades nasales (excepto en los ni-
ños cuando se echan a reír mientras beben leche). 
Tras fustigar al lector con obviedades para extraterrestres re-
cién aterrizados, daré comienzo a este ágape literario ofreciéndole 
varias cosas «para beber»: 
Hielo albino 
Alguien de mi familia (sospecho quién fue) guardó una botella de 
plástico medio llena de Coca-Cola en el congelador en vez de en el 
frigorífico. Cuando la descubrí un par de días más tarde, me sor-
prendió ver que se había congelado formando un mosaico de crista-
les de hielo blanco con un líquido marrón de fondo. ¿Porqué la cola 
congelada no era marrón, como el líquido original? 
Veamos qué le pasó al refresco a partir del momento en que el 
pillín de la casa lo guardó en el congelador, probablemente con la 
torpe intención de mantenerlo fresco y burbujeante hasta que le 
apretara de nuevo la sed. 
Todos los líquidos se solidifican -es decir, se congelan- cuando 
bajan de una determinada temperatura. El agua pura se congela a 
0 °C, pero un refresco no es, ni mucho menos, agua pura. Contiene 
aromas, ácido fosfórico, colorantes y edulcorantes: azúcar, jarabe 
de maíz o edulcorantes artificiales. 
Aun así, en una botella la inmensa mayoría de moléculas son 
de H 2 0. Cuando se enfrían y alcanzan la temperatura de congela-
ción, se unen y forman una red sólida, tridimensional y geométri-
camente uniforme que es lo que conocemos como hielo. En estado 
sólido las moléculas de agua quedan tan bien amarradas a su sitio 
que separarlas resulta muy difícil. Esto explica que el hielo (¡sor-
presa!) sea mucho más duro que el agua en estado líquido. 
Con todas las moléculas de otras sustancias pululando alrede-
dor, a las de agua les cuesta más encontrarse entre sí para unirse y 
formar los cristales de hielo. Por este motivo, para que el refresco se 
congele debe llevarse por debajo de los 0 °C que necesita el agua. 
Y al final lo hace. Llega un momento en que las moléculas de 
agua se apaciguan y se asientan en un lugar cómodo desde el que 
van apartando a las moléculas extrañas, por lo que el hielo que for-
man es relativamente puro. Esto explica que sea blanco. Las «mo-
léculas marrones» se han quedado atrás. 
Los témpanos de hielo del Ártico casi no tienen sal por la mis-
ma razón, aunque se hayan formado con agua de mar. 
Té turbio 
Recién hecho el té me sale con un aspecto claro y apetecible, pero en 
cuanto lo meto en el frigorífico se vuelve opaco. ¿A qué se debe? 
¿Cómo puedo evitarlo? 
Las hojas de té contienen taninos, unas sustancias químicas 
que le dan al té gran parte de su sabor y textura, y en particular ese 
toque astringente que tiene y que te hace arrugar los labios. Salvo 
que el agua esté demasiado fría o sea ligeramente alcalina,* los ta-
ninos se disuelven y forman una solución transparente. Esta se 
vuelve turbia cuando, al enfriarse el té, algunos de los taninos 
abandonan la solución (se precipitan) en forma de partículas sóli-
das. La turbidez también aparece cuando algunos taninos reaccio-
nan con la cafeína del té. 
Los taninos los encontramos en mayor o menor medida en la 
mayoría de plantas, pero donde más abundan es en las agallas del 
roble (malformaciones del árbol), en algunos corchos, maderas y 
raíces y en la cáscara de los frutos secos. 
Todos los taninos son solubles en agua, pero la cantidad en que 
pueden hacerlo por volumen de agua (su solubilidad) depende de 
la temperatura del agua y de su grado de acidez o alcalinidad. 
Cuando para preparar un té cargado se utiliza agua caliente (paso 
previo habitual a la elaboración de un té con hielo), esta absorbe 
casi todos los taninos de las hojas. En el momento en que se enfría 
la solución añadiendo cubitos de hielo, no todos los taninos pue-
den permanecer disueltos; los que dejan de hacerlo quedan como 
partículas sólidas en suspensión y le proporcionan al té ese aspec-
to turbio característico. 
* En química, lo contrario de un ácido es una base. Los ácidos y las bases se neutra-
lizan entre sí. Como «base» y «básico» pueden significar muchas cosas en el len-
guaje común (más de una docena de significados entre el sustantivo y el adjetivo), en 
este libro emplearé los términos «álcali» y «alcalino» en vez de «base» y «básico». 
Ahora bien, estrictamentehablando, el término «álcali» debería reservarse para 
bases muy fuertes como el hidróxido de sodio (lejía) y el hidróxido de potasio. 
Los taninos se disuelven mejor en soluciones ácidas. Si se le 
añade zumo de limón al té, las partículas sólidas de taninos se di-
solverán y la solución recuperará la transparencia. 
El té también se enturbia si se prepara con agua dura -es decir, 
agua que contenga sales de calcio o magnesio disueltas-, ya que los 
taninos reaccionan con los minerales y forman unos compuestos 
químicos insolubles que quedan en el té en forma de residuos. 
Si no tuviera otra opción mejor que utilizar agua dura, pruebe 
a añadir un chorrito de zumo de limón al té. O pruebe otro tipo 
de té, porque algunos, como el Assam o el Darjeeling, contienen 
más taninos que otros, como el Ceylon, y se enturbian con más 
facilidad. 
Ciencia al margen 
¡Salve la piel! 
Las palabras tanino y ácido tánico se utilizan a menudo indistintamen-
te, pero nunca en boca de un químico u otros seres quisquillosos. El 
ácido tánico es un compuesto químico concreto: un penta-m-digaloil-
glucosa de alto peso molecular, es decir, ácido galotánico, con la fór-
mula C 7 6 H 5 2 Ü 4 6 . En cambio, por taninos se entiende otra clase de 
compuesto químico vegetal que casualmente contiene ácido tánico. Si 
se les suele llamar «taninos» en general no es por su semejanza quí-
mica con el ácido tánico (pertenecen principalmente a lo que se cono-
ce como polifenoles), sino porque vienen empleándose desde tiempos 
prehistóricos para curtir la piel (tan en inglés], es decir, para trans-
formar la piel animal en cuero con el fin mejorar su durabilidad y su re-
sistencia al calor, al agua, a las bacterias y a los hongos. 
Los polifenoles transforman la piel animal en cuero reaccionando con 
las proteínas de la piel y formando sustancias adherentes insolubles 
que sueldan las fibras de proteínas entre sí. La mayor dureza y seque-
dad del cuero lo hacen más resistente y duradero que la piel sin tratar. 
«Curtirse» uno mismo la piel para ponerse moreno (también tan en in-
glés] es otra cosa bien distinta. No se recomienda remojar la piel con té 
fuerte ni con extracto de agallas de roble hervidas, sino exponerse a la 
luz solar para que la piel produzca el pigmento oscuro conocido como 
melanina. Las mal llamadas cremas autobronceadoras (no se broncean 
a sí mismas; broncean la piel de quien se las aplica) suelen contener dihi-
droxiacetona o DHA, un producto químico incoloro que, al reaccionar con 
los aminoácidos de las células más superficiales de la epidermis (capa 
córnea), da lugar a varios productos de reacción oscuros. 
Mi Chai-
Chai significa «té» en muchas partes de Asia, de donde procede la plan-
ta. El consumo de té se extendió por toda Asia por tierra y después con-
quistó Europa (Inglaterra sobre todo) por mar. 
Cuando los navios de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales 
importaron el té de China a Europa en el siglo xvn, los holandeses sus-
tituyeron la palabra dialectal china t'e por tee y los ingleses adoptaron 
la forma tea. En Asia, el té se transportaba por rutas terrestres y pa-
saba por algunas regiones en las que al té lo llamaban ch'a (el nombre 
de la planta en mandarín) o chai. En la actualidad, aquellos cuyos an-
cestros obtuvieron el té por vía terrestre siguen llamándolo chai; entre 
aquellos a quienes les llegó por mar, se conoce como té. ü como Paul 
Revere dijo: «Chai si fue por tierra y té si fue por mar». 
Existe una variante india de chai: un té dulce y especiado que se toma 
con leche y que cada vez cuenta con más adeptos en todo el mundo. 
En Estados Unidos es tan corriente que puede consumirse en cualquier 
Starbucks e incluso comprarse en tetrabricks en supermercados. 
2 tazas de agua 
2 cucharaditas de té suelto o 2 bolsas de té 
1 ramita de canela de unos 5 cm 
1 vaina de cardamomo, ligeramente triturada 
1 clavo pequeño entero 
1 rodaja de jengibre pelado, del tamaño de una moneda 
2 tazas de leche entera, leche de soja o leche de arroz 
Miel al gusto 
1. Coloque todos los ingredientes excepto la miel en un cazo y lléve-
los a ebullición a fuego lento. Deles vueltas durante unos 3 minu-
tos, hasta que alcancen la consistencia deseada y las especias 
suelten sus aromas. 
2. Cuele la mezcla en dos tazas y añada miel al gusto. El chai es me-
jor cuanto más fuerte y dulce sea. A algunas personas les gusta 
echarse leche una vez han colado y endulzado el té. 
Verde que te quiero verde 
De un tiempo acá se habla mucho del té verde. Pero ¿acaso no es ver-
de todo el té? ¿Hay plantas de té con hojas de otro color o que se reco-
jan cuando las hojas han perdido el verdor? Además, el otro día com-
pré té verde y me pareció más bien negro; de verde no tenía nada. 
Todos los tés vienen de una misma y única planta: Camellia ni-
nensis, cuyas hojas presentan ciertamente un color verde clorofila 
mientras la planta está viva. Sin embargo, existen tres tipos de tés 
en función del tratamiento a que se someten las hojas: verde, que 
se consume principalmente en Extremo Oriente; negro, el preferi-
do por los británicos y otros occidentales; y oolong («dragón negro» 
en dialecto chino), cuyo sabor se encuentra a medio camino entre 
uno y otro. 
Aparte de estos tres, se utiliza un apabullante sinfín de nom-
bres para referirse a los tés según su procedencia, el tamaño de las 
hojas o los aromas que se les añaden, como jazmín, bergamota (en 
Earl Grey) y flor de azahar. 
En todos los casos, se arrancan las hojas de la planta y se dejan 
secar hasta que pierden la humedad, normalmente aplicándoles 
aire caliente o a la manera tradicional, exponiéndolas al sol. A par-
tir de ese momento, las hojas de té verde, negro y oolong siguen ca-
minos distintos. 
A las hojas destinadas a venderse como té verde se les aplica 
un chorro de vapor o se tuestan en planchas de hierro con el fin de 
desactivar las enzimas celulares de la planta (véase «¿Qué es una 
enzima?», pág. 30). De este modo, se evita la fermentación a la que 
se somete a los tés negro y oolong. Las hojas de té verde se secan 
hasta conseguir una humedad de un 3 %; después se machacan 
o se muelen. 
En el caso de los tés negro y oolong, las hojas se dejan marchi-
tar y se enrollan en una máquina enroscadora que las retuerce has-
ta abrir las células; el objetivo es exponer el interior de la hoja al 
oxígeno y a la vez liberar una enzima (polifenol oxidasa) que oxida 
los taninos de polifenólicos. Entre los productos de las reacciones 
de oxidación encontramos unos compuestos naranjas, rojos y 
amarillos llamados teaflavinas y tearubiginas, que le dan al té ner-
vio y color. 
A este proceso de oxidación se alude, de manera casi universal 
pero equívoca, con el nombre de fermentación. Ahora bien, no in-
tervienen ni levaduras ni bacterias; se trata de un proceso pura-
mente químico, no biológico. La diferencia entre el té oolong y el té 
negro estriba en cómo se desarrolla la oxidación, ya que dura unas 
horas en el caso del té negro y sólo media hora en el té oolong. Esto 
explica que con el té verde se obtenga una infusión de color más 
claro que con el té negro: hay menos teaflavinas y tearubiginas. 
En última instancia, el sabor del té no depende sólo de cómo se 
tratan las hojas, sino también de cómo y dónde crece la planta, el 
clima local, la temporada en que se recogen las hojas y la posición 
de las hojas en la planta. 
Por cierto, si espera que me enzarce en una disertación sobre 
las supuestas ventajas del té verde para la salud, me temo que le 
decepcionaré. Sólo sé lo que he leído y la opinión que he extraído 
de mis lecturas es que las perspectivas son alentadoras pero que el 
jurado todavía no ha llegado a un veredicto unánime. Al parecer, 
el té verde podría ser bueno para la salud porque sus polifenoles no 
se han oxidado y, además, tienen propiedades antioxidantes: evita 
que se liberen los radicales libres que se generan con la edad y las 
enfermedades en el cuerpo. 
Yo bebo té cada mañana envez de café. 
Ciencia al margen 
¿Qué es una enzima? 
Las enzimas han sido objeto de tantos malentendidos como los ma-
nuales de instrucciones de los vídeos. Todo el mundo sabe que su pa-
pel es esencial para los seres humanos, pero ¿qué son exactamente? 
¿Están vivas, como las bacterias? No. Son compuestos químicos, casi 
todas ellas proteínas, que aceleran las reacciones químicas comple-
jas consustanciales a los senes vivos, tanto vegetales como animales. 
En otras palabras, son catalizadoras, sustancias que agilizan las re-
acciones químicas pero que no se consumen en el proceso. Sin ellas, 
la química de la vida sería insoportablemente lenta o incluso inexis-
tente. 
Cada molécula de enzima ejerce su función catalizadora con su parte 
activa, que reacciona con algún compuesto químico concreto llamado 
sustrato; de este modo, permite al sustrato participar en procesos 
químicos vitales a miles o millones de veces la velocidad normal. Las 
moléculas de cada tipo de enzima tienen una forma exclusiva, por lo 
que sólo pueden reaccionar con un sustrato concreto y catalizar un de-
terminado tipo de reacción química. Existe, por lo tanto, una enzima 
diferente para cada una de las centenares de reacciones químicas que 
son esenciales para la vida de las plantas y los animales. 
Tanto la disolución del dióxido de carbono residual liberado por nuestros 
tejidos en el torrente sanguíneo como el proceso inverso por el que se 
convierte en gas para poder eliminarlo espirando por los pulmones son, 
por ejemplo, procesos vitales absolutamente indispensables. Sin em-
bargo, si no fuera por la enzima anhidrasa carbónica, estos procesos 
se desarrollarían con tanta lentitud que moriríamos en el intento. La an-
hidrasa carbónica los hace diez millones de veces más rápidos. Cada 
molécula de anhidrasa carbónica ejerce su función catalizadora sobre 
un millón de moléculas de dióxido de carbono por segundo. 
Los nombres de las enzimas se forman añadiendo el sufijo -asa a la 
descripción de lo que hacen. La enzima del té se llama polifenol oxida-
sa porque oxida los polifenoles. Si existiera algo así como una enzima 
que acelerara el esmaltado de la cerámica, es probable que se llama-
ra esmaltasa de cerámica. 
Té de tornasol 
¿Por qué se vuelve más claro el té cuando le añado limón? Mi abue-
la solía echarle una pizca de bicarbonato y obtenía un té tan oscuro 
como el brandy ¿Qué sabía ella que yo no sepa? 
¿Está seguro de que no era brandy? ¿No estaría la abuela aficionán-
dose a echar un trago de la tetera? 
Está bien, creeré a la abuela. Aquí va lo que sucedía en las tazas. 
¿Ha oído decir alguna vez que se va a someter a algún político 
a la prueba del tornasol para averiguar su posición sobre un asun-
to concreto? Pues bien, el tornasol es un tinte que se obtiene de los 
liqúenes; se vuelve rosa en medios ácidos y azul en los alcali-
nos. A diferencia de los políticos, el tornasol no se anda por las ra-
mas y te indica enseguida si una sustancia es árida o alcalina. 
El tornasol es lo que los químicos llaman un indicador ácido-
base. Algunos de los taninos del té también lo son; adquieren un 
color en un medio ácido y otro en un medio alcalino. El zumo áci-
do del limón tiñe los taninos del té de amarillo, mientras que el bi-
carbonato de la abuela los tiñe de marrón rojizo. 
Otro indicador ácido-base es, por ejemplo, el pigmento de la 
col lombarda, un colorante alimentario natural del grupo de las an-
tocianinas. Las antocianinas dan color a numerosas flores y frutas, 
como las manzanas, las ciruelas y la uva. 
El color de la principal antocianina de la col cambia en función 
de la acidez o la alcalinidad del medio en el que esta se encuentre. 
De rojo intenso en medios muy ácidos pasa a púrpura en medios 
neutros (ni ácidos ni alcalinos) y adquiere tonos de azules a verdo-
sos a medida que aumenta la alcalinidad. La col resulta más apeti-
tosa a la vista si tiende a rojo, por lo que a menudo se cocina con 
manzana, que es ácida. Para contrarrestar el dulzor de la manzana 
se le puede añadir un chorrito de vinagre, que potenciará su color 
rojo, antes de servir. 
Ciencia al margen 
El misterio del tornasol 
¿Por qué cambian de color los indicadores ácido-base? 
El ácido tánico, por ejemplo, es lo que los químicos llaman un ácido dé-
bil; en otras palabras, lo contrario de un ácido fuerte. (¿Ve qué senci-
lla es la química?) Las moléculas de un ácido débil constan de dos par-
tes: un ion de hidrógeno (átomo de hidrógeno de carga positiva) y un 
anión (un átomo o grupo de átomos de carga negativa). Llamaremos 
«H» al ion de hidrógeno y «A» al anión; para referirnos a ellos cuando 
coincidan en la molécula de un ácido, diremos «HA». 
La A de la molécula del ácido tánico es la que tiene color. Cuando la 
abuela le añade bicarbonato al té, al ser alcalino, se traga parte de 
la H del ácido y deja varias A libres, lo que lo tiñe de oscuro. En cam-
bio, al echarle zumo de limón, que es ácido, el té se llena de nuevas H, 
que se combinan con muchas de las A; al unirse a ellas, contrarrestan 
sus efectos, por lo que el té se aclara y el marrón se vuelve amarillo. 
Los taninos se utilizan como tinte desde tiempos antiguos. Lo aprendí 
de mi abuelo, un inmigrante ruso. Lucía una espléndida barba blanca, 
pero llevaba siempre el bigote teñido de amarillo de tanto beber té. 
Cafeína no, gracias 
Bebo bastante té, pero estoy intentando controlarme con la cafeína. 
¿Sirve de algo utilizar tazas más pequeñas? Si coloco una bolsa de té 
en una taza pequeña y otra en una taza grande, las lleno las dos has-
ta arriba con agua hirviendo y las dejo reposar cinco minutos, ¿con-
tendrá la taza más pequeña menos cafeína? 
Buen intento, pero no. 
La cafeína es muy soluble en agua: en una taza de agua hir-
viendo se pueden disolver hasta 150 gramos. Sin embargo, en una 
bolsa de té no hay tanta cafeína, ni siquiera una milésima parte de 
esa cantidad. 
El agua absorbe toda la cafeína de la bolsa de té al cabo de un 
minuto más o menos. Por lo tanto, da igual si la taza es grande o pe-
queña: el té la chupará. Más le vale beberse la taza grande; por la 
misma cantidad de cafeína, le durará más la bebida. 
Té (y café) para dos 
Yo bebo té y mi novio toma café. En cuanto el agua rompe a hervir, 
él retira el cazo del fuego para echarse el agua en la cafetera de fil-
tro. A mí me gusta dejar que hierva más tiempo, porque creo que 
para preparar un buen té el agua debe estar más caliente. Sin em-
bargo, él me dice que por mucho que la deje al fuego no se calenta-
rá más. ¿Es cierto? 
Usted tiene razón en lo que respecta al té y él tiene parte de razón 
sobre lo del agua, pero sólo en parte. De todas formas, creo que po-
dremos resolver el problema sin que tengan que hervir el agua en 
cazos diferentes. 
La mayoría de entendidos en té dice que, para extraer la canti-
dad justa de aroma de las hojas de té negro u oolong, el agua debe 
estar lo más caliente posible. Ahora bien, por mucho que se pro-
ponga calentar el agua, su temperatura no subirá nunca por enci-
ma del punto de ebullición: 100 °C (menos un grado o dos en fun-
ción de la altitud y el clima). El agua rompe a hervir y se evapora en 
el momento en que sus moléculas acumulan suficiente energía 
para superar la presión atmosférica de la superficie y escapar al 
aire. Si alguna molécula acumula más energía de la necesaria, se 
lleva consigo esa energía sobrante al dispersarse. El agua no apro-
vecha la energía excedente sino que se pierde en el aire, por lo que 
no aumenta de temperatura. Su novio se anota un tanto, pues, en 
este extremo. 
Ahora bien, las burbujas del agua engañan. A veces, cuando 
empiezan a subir las primeras burbujas grandes a la superficie para 
liberar su vapor, el agua todavía no hierve del todo. Para preparar 
un té negro u oolong, hay que seguir calentando el agua hasta que 
borbotee con furia. Si utiliza un hervidor, deberá esperar a que sil-
be al máximo volumen durante al menos unos segundos (y la coci-
na se le llenede perros extraviados). 
Para el té verde, las reglas cambian. Según los entendidos, la infu-
sión debe prepararse a temperaturas más bajas, de entre 74 y 82 °C; 
a mayor temperatura se oxidarían, parece ser, sus valiosos polife-
noles {véase pág. 33). 
El café es una taza de té bien distinta, por decirlo de alguna 
manera. No es conveniente utilizar agua que hierva demasiado, 
porque el vapor se lleva muchos de sus componentes aromáticos 
volátiles, mucho más abundantes en el café que en el té. (Nadie 
dice: «Despierta, que ya huele el té».) De ahí que el café preparado 
por el método más directo y rudimentario de hervir los posos en 
un cazo con agua resulte más apto para la batería del coche que 
para el desayuno. 
El mejor café se prepara, en mi opinión, con las cafeteras de fil-
tro y las de pistón. En las primeras se coloca el grano recién molido 
en un filtro cónico de papel y se vierte agua caliente, que cae por la 
misma gravedad. En las segundas, de uso muy extendido en Fran-
cia, se echa agua caliente sobre los posos de café en un recipiente 
cilindrico alto, se deja reposar durante unos tres minutos y con un 
pistón perforado se empuja el «lodo» hacia abajo. 
Cualquiera que sea el método utilizado, si el agua no está lo 
bastante caliente no extraerá los cientos de compuestos químicos 
que posee el café, todos ellos sensibles al calor, al aire y a la in-
teracción con el resto de compuestos. El tipo y la cantidad de com-
puestos que asomarán en su taza dependerán de diversos factores: 
la clase de café, la proporción de café y agua, el tamaño de las par-
tículas tras la molienda, la capacidad de mezcla de la cafetera, la 
temperatura del agua y el tiempo que el agua permanezca en con-
tacto con los posos. No obstante, podemos decir que la temperatu-
ra óptima del agua para preparar café se sitúa, en general, entre los 
88 y los 93 °C; en otras palabras, lo mejor es que el agua esté «a pun-
to de romper a hervir». 
Así pues, para arreglar su pequeña trifulca doméstica, le reco-
miendo que caliente el agua hasta que hierva bien, apague el fuego 
y rápidamente vierta el agua en la tetera precalentada, con el té, 
suelto o en bolsa, ya en el interior. A continuación, cuente hasta 
diez para que el agua se enfríe lo justo y pásele el cazo o el hervidor 
a su novio, para que pueda prepararse su café. 
¿Habría dado Salomón con una solución mejor? 
¿Quiere leche? 
Me gusta tomar el café con algo de leche, pero también me gusta be-
berlo muy caliente. Sé que la leche lo enfriará, pero ¿cuándo debo 
echarla? ¿En cuanto sirva el café o justo antes de bebérmelo? ¿Cómo 
se mantendrá más caliente? ¿Hay alguna diferencia? 
Dudo que los filósofos griegos le dedicaran mucho tiempo a esta 
cuestión (sobre todo porque no tenían café). Es una pregunta difí-
cil, por no decir trascendental. 
Podría determinarlo con un termómetro de precisión, pero 
tendría que utilizar exactamente las mismas cantidades de café y 
leche y el mismo tipo de taza, partir de la misma temperatura ini-
cial, etc., etc. De todas formas, llevar a cabo un experimento cien-
tífico bajo control estricto en la cocina tiene sus inconvenientes, así 
que resolvámoslo pensando. 
Si todos los demás factores coincidieran, cabría pensar que am-
bos procedimientos llevarían a la misma temperatura final, porque 
estaríamos combinando x calorías de calor del café con y calorías 
de calor de la leche, lo que daría un total de X + y calorías en la mez-
cla, independientemente del camino que hubiéramos seguido. 
(Sobre el uso de la palabra «caloría», véase el cuadro de la pág. 38.) 
Lamentablemente, según la Ley de Wolke de la Perversidad uni-
versal, «los demás factores nunca coinciden». Se prepare un café solo 
o con leche, lo tendrá en la taza un rato hasta que se lo beba. En ese 
tiempo se enfriará, porque al estar más frío el aire que el líquido de 
la taza el calor fluirá del líquido al aire. El calor siempre fluye de una 
sustancia más caliente a otra más fría con la que está en contacto. 
Sin embargo, hay dos diferencias importantes entre el café con 
leche y el café solo: 1) la taza de café con leche contiene un poco 
más de líquido, la leche que se le ha añadido, y 2) el café con leche 
está más frío que el café solo. 
La primera diferencia implica que el café con leche, por su ma-
yor volumen, tardará más en enfriarse. Es decir, necesita eliminar-
se más calor para reducir su temperatura en cierto número de gra-
dos. (Una bañera de agua tarda más en enfriarse que un cubo con 
agua de la misma bañera a la misma temperatura.) La segunda di-
ferencia provoca el mismo resultado: el café con leche, al estar li-
geramente más frío, se enfriará más despacio que el café solo, pues 
cuanto menor es la diferencia de temperatura entre un objeto ca-
liente y su entorno más lento es su enfriamiento. Echar la leche al 
principio vuelve a ser esta vez, por lo tanto, la opción ganadora. 
Mi consejo es que eche la leche lo antes posible. Podrá beberse 
el café con uno o dos grados más y estoy convencido de que vivirá 
mejor por ello. 
Siento gran alborozo en anunciar que este problema fue objeto 
de un minucioso experimento científico llevado a cabo por el estu-
diante universitario Jonathan Afílalo y publicado en el Dawson Re-
search Journal of Experimental Science en la primavera de 1999. 
Esta extraordinaria revista publica artículos sobre investigaciones 
originales y de calidad profesional realizadas por estudiantes uni-
versitarios del Dawson College de Montreal, en Quebec. 
El experimento de los estudiantes llegó a la misma conclusión 
que antes expuse, tal y como puede observarse en las curvas de en-
friamiento que calcularon y que se observan en el gráfico de más arri-
ba. En la curva 1, la leche se añadió dos minutos después de echar el 
café, mientras que en la curva 2 no se añadió hasta pasados diez mi-
nutos. En el gráfico se observa cómo la temperatura de la curva 1 se 
mantuvo un grado y medio por encima de la temperatura de la curva 
2. Echar la leche pronto mantiene, en efecto, el café más caliente. 
Ciencia al margen 
A enfriar se ha dicho 
Cuanto más alta es la temperatura de un objeto, antes pierde el calor 
por radiación. Así reza la Ley de Stefan-Boltzmann. Además, cuanto 
mayor es la diferencia de temperatura entre dos objetos contiguos 
(como el café y el aire, por ejemplo), con más rapidez pierde el calor 
el más caliente frente al más frío, por conducción. Lo dice otra ley: la 
Ley del Enfriamiento de Newton. Ambas leyes se apoyan en precisas 
fórmulas matemáticas, pero no veo motivo para sobrecargar esta pá-
gina incluyéndolas. Volveré sobre la Ley de Newton en el capítulo 9. 
0 2 5 10 15 20 
TIEMPO TRANSCURRIDO TRAS ECHAR EL CAFÉ (MINUTOS) 
Enfriamiento de una taza de café cuando se le añade leche a los dos mi-
nutos (curva 1) y cuando se le añade leche a los diez minutos (curva 2). 
Añadirle la leche antes permite beber el café más caliente. 
Cuando una caloría no es una caloría 
Existe una diferencia entre lo que un químico y un nutricionista lla-
man una caloría. La caloría del químico es la cantidad de energía ca-
lorífica que se requiere para aumentar la temperatura de un gramo 
de agua en un grado centígrado, mientras que la caloría del nutri-
cionista, la que aparece en los libros de dietética y las etiquetas de 
los alimentos, es la cantidad de energía calorífica que se requiere 
para aumentar en un grado centígrado la temperatura de mil gra-
mos de agua, es decir, de un kilogramo. La caloría del nutricionista, 
pues, equivale a mil veces la del químico, para quien en vez de una 
caloría representa una kilocaloría o kcal. 
Este libro me pone en un aprieto, pues soy un químico que escribe 
sobre comida para lectores que pueden abarcar ambas disciplinas. 
Por coherencia, y salvo que indique lo contrario, utilizaré la palabra 
«caloría» con el sentido que le da el nutricionista. Espero que mis 
colegas químicos sepan perdonarme. En muchos casos, empleo la 
palabra «calorías» para referirmea una cantidad indeterminada de 
energía calorífica, en cuyo caso la dicotomía entre químico y nutri-
cionista no importa. 
Para aquellos químicos a los que mis palabras no hayan servido de 
consuelo, ahí va una dosis de kilos para que los inserten delante 
de la palabra «caloría» cada vez que se topen con ella a lo largo del 
libro: kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, 
kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo, kilo. 
[Nota para quienes utilizan el Sistema Internacional de Medidas: 
una kilocaloría nutricional, kcal, equivale a 4,19 kilojulios o kJ.) 
Nuestros parientes alcohólicos 
Sé que existen el alcohol etílico, el alcohol metílico y el alcohol de-
sinfectante. ¿Cuáles son comestibles o bebibles y cuáles no? ¿Se parte 
de alcoholes iguales antes de modificarlos o añadirles otras sustancias? 
No. Aunque pertenezcan a la misma familia química, existen gran-
des e importantes diferencias entre los alcoholes, y saberlo le pue-
de salvar la vida. 
Los alcoholes son una amplia familia de compuestos químicos 
orgánicos (que contienen carbono) emparentados por dos moti-
vos: sus moléculas poseen uno o más grupos hidroxilo (OH) y reac-
cionan con los ácidos orgánicos para formar unos compuestos quí-
micos conocidos como ésteres. 
Los científicos lo clasifican todo, desde los animales a los com-
puestos químicos, en función de sus características comunes. Pue-
de tratarse de características sin ningún interés práctico e incluso 
inducir claramente a error a quienes no forman parte del gremio de 
la «ciencia. No se asuste, por lo tanto, si descubre que la berenjena 
(Solanum melongena) y las patatas (Solanum tuberosum) pertene-
cen! a la misma familia botánica que la mortífera belladona (Sola-
num dulcamara), o que las langostas y las cochinillas coinciden en 
la familia de los crustáceos. ¿Acaso hay alguien que no tenga pa-
rientes raros? Ahí está mi tío León, sin ir más lejos. (Mis disculpas a 
He nny Youngman.) 
Entre los alcoholes pasa algo parecido. Incluyen el alcohol metí-
lico, CH3OH, muy venenoso, también conocido como metanol o al-
cohol de madera; el menos tóxico alcohol isopropílico, C3H7OH, 
también conocido como isopropanol o alcohol desinfectante; y el al-
cohol etílico, C2H5OH, también conocido como etanol o alcohol de 
gramo, todavía menos tóxico, pero aun así potente. Están, además, 
alcoholes que nunca imaginaríamos que son alcoholes, como el co-
lesterol, C 2 7H 4 5OH, y el glicerol o glicerina, C3H5(OH)3. (Como habrá 
observado, los químicos añaden a todos los alcoholes el sufijo -ol.) 
No se deje engañar, por lo tanto, por la palabra «alcohol» 
pensando que todo lo que lleve ese nombre será un producto 
quíímico relativamente inofensivo. Es mucho peor estar muerto 
que borracho. 
FICCION ARIO OEL GOURMET 
Nervio gustativo: pasión por gustarlo todo 
Sabor amargo 
En la etiqueta de las cervezas dice que están elaboradas con «lúpulo 
de Ua mejor calidad». ¿Qué es el lúpulo? 
El lúpulo es una flor seca que se extrae de una planta del mismo 
nombre, conocida por los botánicos como Humulus lupulus, una 
cepa alta y trepadora de la familia de las cannabáceas. Proporciona 
a la cerveza su suave sabor amargo a la vez que contrarresta el dul-
zor de la malta. Le da también un toque herbáceo y un aroma agra-
dable, según la fase del proceso de elaboración en la que se añada 
al mosto de fermentación. 
En Bélgica, los brotes primaverales del lúpulo se cocinan y sir-
ven como los espárragos y se consideran una exquisitez. 
Hay varios aspectos del lúpulo en los que merece la pena dete-
nerse. Para empezar, existen lúpulos de sexo masculino y lúpulos 
de sexo femenino. Desde hace unos mil años las flores hembra más 
desarrolladas se utilizan para dar sabor a bebidas y tónicos por sus 
valiosas resinas. Curiosamente, las plantas hembra crecen mejor 
cuando no hay machos a su alrededor, ya que sus flores no echan 
semillas ni se reproducen. Como la mayoría de fabricantes de cer-
veza prefieren los lúpulos sin semillas, no suelen cultivar machos. 
(No es mi intención aquí poner a los machos de otras especies en 
entredicho.) 
Casi todas las propiedades del lúpulo, desde las sedantes hasta 
las diuréticas y las afrodisíacas, se han atribuido a la planta hem-
bra, y su uso para la elaboración de elixires y brebajes de todo tipo 
se remonta a tiempos inmemoriales. No me extrañaría nada que su 
sabor amargo hubiera contribuido en gran medida a arraigar esa 
vieja creencia de que una buena medicina ha de saber forzosa-
mente mal. 
¿Guardan relación las conocidas propiedades sedantes del 
lúpulo con la modorra que le coge a uno después de beber cer-
veza? Nadie sabe a ciencia cierta responder a esta pregunta. Cada 
litro de cerveza contiene entre 8 y 15 gramos de lúpulo, pero cin-
co o seis veces más alcohol, que también es un sedante. No sa-
bremos en qué grado induce el sueño el lúpulo hasta que no se 
realice un experimento que compare los efectos de cervezas con 
alcohol y sin alcohol pero con la misma cantidad de lúpulo. (¿No 
hay por ahí ningún estudiante en busca de ideas para el proyec-
to de fin de curso?) 
El lúpulo es un ingrediente esencial de la cerveza, y no sólo por 
su aroma y amargor. Precipita las proteínas del mosto, por lo que 
aclara la cerveza; además, posee propiedades antibióticas que me-
joran su conservación. Entre los más de 150 compuestos químicos 
identificados en su aceite esencial encontramos unos llamados 
isohumulonas (terpenos) que son fotosensibles. En contacto con la 
luz blanca o ultravioleta, se descomponen en radicales libres muy 
activos (véase pág. 172); estos reaccionan con el azufre de las pro-
teínas que contiene la cerveza y producen unos compuestos oloro-
sos llamados tioles, que los sentidos del gusto y el olfato humanos 
detectan en concentraciones de unas pocas partes por billón. Su 
estructura química es similar a la del compuesto de tiol que trans-
portan las mofetas en las glándulas y que les ha merecido su fama 
de antisociales. 
Con exponer la cerveza 20 minutos a la luz basta para que ad-
quiera un sabor que recuerda al hedor de la mofeta. De ahí que la 
cerveza se envase en latas o en botellas de color ámbar que no de-
jan pasar la luz. Para evitar disgustos, le recomiendo que no la deje 
reposar en el vaso demasiado rato; bébala tan rápido como pueda. 
FICCIOIMARIO DEL GOURMET 
Lúpulo: ni pérrulo ni zórrulo 
Capullos de la planta del lúpulo (Humulus lupulus]. Los lúpulos 
son un ingrediente esencial de la cerveza. 
Pan de cerveza 
Si es de los que cree que la cerveza sirve sólo para beberla, pruebe a 
elaborar este tipo de pan. Su sabor varía según la cerveza que utilice. 
La receta la he probado con una cerveza negra de Pittsburgh bastan-
te fuerte, la Penn Pilsner Darle. Recomiendo comerlo recién hecho. 
3 tazas de harina con levadura preparada 
3 cucharadas de azúcar 
1 lata o botella de cerveza (330 mi), preferiblemente no light 
1. Coloque una bandeja de hornear en el tercio inferior del horno y 
precaliéntelo a 175 °C. Elija un molde para pan de 22 x 12 x 7 cm 
y engráselo para evitar que se pegue la masa. 
2. En un cuenco grande, mezcle bien el harina y el azúcar. Añada 
poco a poco la cerveza sin dejar de remover la mezcla con una 
cuchara de madera hasta que desaparezcan todos los grumos de 
harina seca. (No lo bata más de lo necesario o el pan quedará 
duro.) La masa debe quedar pegajosa. Traspásela al molde y ex-
tiéndala hasta llenar todos los rincones. 
3. Hornee la masa entre 50 y 60 minutos o hasta que, al pinchar 
hasta el fondo el centro del pan con una varilla, esta salga com-
pletamente seca. La costra superior del pan quedará estriada. 
4. Desmolde el pan, colóquelo sobre una rejilla de horno y déjelo 
enfriar 1 hora. Use un cuchillo de sierra afilado para rebanarlo. 
La costra debe quedar crujiente y el interior, tierno y esponjoso. 
SALE 1 BARRA DE PAN 
FICCIONARIO DEL GÜURMET 
Levadura: los reclutas de la legión 
Sulfitos 
¿Por qué diceen tantas etiquetas de vino «contiene sulfitos»? A mi 
marido le han dicho que es alérgico a estas sustancias, pero cuando 
preguntamos en la bodega nos dijeron que todos los vinos contienen 
sulfitos de manera natural. ¿Porqué, entonces, la advertencia? En el 
café no dice en ningún lado «contiene cafeína». 
Los sulfitos -que no deben confundirse con los sulfatos- son 
una familia de sales químicas derivadas del dióxido de azufre (S0 2). 
Se forman durante la fermentación del vino a partir de los com-
puestos de azufre naturales de la uva, por lo que es natural e inevi-
table encontrarlos en los vinos al menos en una pequeña cantidad. 
Por otro lado, desde hace miles de años se añade al vino sul-
fitos (o el gas de dióxido de azufre que se desprende al quemar 
azufre) para evitar que se oxide y decolore. Los sulfitos matan, ade-
más, a las bacterias dañinas y a las células de levadura silvestre de 
las prensas de uva, lo que permite a los organismos fermentantes 
«amansados» empezar su tarea biológicamente limpios. Sin el efec-
to protector de los sulfitos añadidos, los vinos resultarían imbe-
bibles al cabo de uno o dos años, un problema menor para vinos 
jóvenes como el Beaujolais, pero una tragedia para otros como el 
Burdeos que necesitan tiempo para envejecer. 
Alrededor de una de cada diez personas desarrolla alguna aler-
gia a los sulfitos, que pueden incluso provocar un ataque de asma 
en personas asmáticas. Los alérgicos deben evitar alimentos que 
contengan cualquiera de las sustancias siguientes: dióxido de azu-
fre, bisulfito de potasio, metabisulfito de potasio, bisulfito de sodio, 
metabisulfito de sodio y sulfito de sodio. Observe que, salvo el dió-
xido de azufre, lo que le dará la clave es el sufijo -ito del nombre 
químico. 
Al igual que con cualquier producto que se ingiere, no es una 
cuestión de que los sulfitos sean buenos o malos. Ninguna sustan-
cia química es «segura» o «peligrosa» en sí misma; todo depende de 
la dosis. En Estados Unidos la cantidad máxima de sulfitos que pue-
de contener por ley el vino es de 350 partes por millón (ppm), aun-
que la mayoría de vinos a los que se les ha añadido sulfitos contie-
nen tan sólo entre 25 y 150 ppm. Según la ley federal, a partir de 10 
ppm, debe indicarse en la etiqueta que el vino «contiene sulfitos».* 
La directiva europea 2003/89/CE, reglamento 1991/2004, establece la obligato-
riedad de incluir la mención «contiene sulfitos» en la etiqueta de todos los vinos 
Procedentes de la Unión Europea embotellados a partir del 25 de noviembre de 
Y que contengan más de 10 mg de sulfitos. (N. de la T.) 
Cuando vaya a la bodega o a la vinateca, pida un vino sin sulfi-
tos añadidos. Su marido puede probarlo y comprobar si la peque-
ña cantidad de sulfitos naturales que contiene el vino también le 
causa o no reacción. 
Y, por cierto, cuando alguien dice que algo «huele a azufre» es 
probable que nunca estudiara química. El azufre, que aparece en la 
Biblia con el nombre de «piedra inflamable», es un elemento sólido 
inodoro, pero muchos de sus compuestos huelen a rayos. Cuando 
se quema, huele a dióxido de azufre. 
Una de jerez, por favor 
¿Qué hace que sea tan especial el jerez, hasta el punto de que se le 
considere una categoría concreta de vino? ¿Es la uva, la región, el 
método de elaboración? 
Las tres cosas, pero sobre todo el método de elaboración. 
Existen unas cinco mil variedades de uva que podrían utilizar-
se en denominaciones de origen de todo el mundo: cerca de un 
centenar de appellations d'origine en Francia y setenta y cuatro en 
California, por ejemplo, por no citar las de Australia, Chile y mu-
chos otros países productores de vino. Multiplicadas por diez años, 
por poner un tope, tenemos que podría haber más de 37 millones 
de botellas de vino decente, además de un número incalculable de 
botellas de vino de mesa. A menudo me pregunto cómo puede al-
guien decidir, ante tanta variedad, cuál es el vino más adecuado 
para una comida. ¡Y es que para guardar todas estas botellas nece-
sitaríamos una bodega del tamaño de la Antártida! 
Sin embargo, sí podría decir algo sobre el jerez, pues conozco el 
único lugar del mundo en el que se produce, la ciudad de Jerez de 
la Frontera y sus alrededores, a un par de horas en coche de Sevilla, 
en la provincia de Cádiz. Allí me sumergí metafórica y casi literal-
mente en jerez visitando las bodegas de Williams & Humbert, pro-
ductores de Dry Sack, Pando, Canasta Cream y muchos otros vinos 
de jerez y brandies. 
Es posible que se pregunte de dónde sale un nombre tan poco 
español como Williams & Humbert o cómo es que en el mundo an-
glosajón tenga una traducción tan arraigada como sherry. Algunas 
de las empresas de jerez establecidas en la región jerezana fueron 
fundadas por empresarios británicos que exportaban el vino a In-
glaterra, que desde siempre ha gustado del jerez seco como aperiti-
vo y del dulce para acompañar los postres. Sherry fue la palabra con 
la que los ingleses se refirieron desde el principio al vino de Jerez. 
¿Qué tiene, pues, de especial este vino? El consejo regulador de la 
región mantiene un control estricto sobre su producción y etiqueta-
do. Para acogerse a la denominación de origen «Jerez-Xérés-Sherry» 
debe emplearse la variedad palomino o bien otras menos comunes 
como Pedro Ximénez o moscatel, cultivadas en el triángulo formado 
por las ciudades de Jerez de la Frontera, Sanlúcar de Barrameda y El 
Puerto de Santa María. (El consejo regulador se guarda bien de dejar 
fuera al Estado de California.) Esta pequeña región posee un micro-
clima único con influencias del océano Atlántico, los ríos Guadalqui-
vir y Guadalete y los vientos húmedos y cálidos del norte de África. Es 
probable que a la uva el carácter se lo den sobre todo los suelos de al-
bariza calcáreos y casi blancos de la región, con una capacidad desa-
costumbrada para absorber y retener tanto el aire como el agua. 
No cabe duda de que muchos grandes vinos proceden de mi-
croclimas y suelos excepcionales. Sin embargo, lo que distingue a 
los vinos de Jerez de los demás es el especial proceso de ensambla-
je y envejecimiento que se sigue para su elaboración. 
Una vez prensadas las uvas, el mosto se introduce en enormes 
cubas de acero inoxidable y se deja fermentar entre cuarenta y cin-
cuenta días a temperatura controlada, hasta que el contenido de 
alcohol sube a entre el 11 y el 13 %. El vino joven resultante se pasa 
entonces a barricas de roble americano con capacidad para 500 li-
tros y se deja envejecer. 
Entonces llega el momento de decidir si el vino es más adecua-
do para la elaboración de fino seco o de un oloroso dulce, las dos 
grandes categorías en que se divide el jerez. Los finos incluyen los 
manzanillas y los amontillados, mientras que entre los olorosos en-
contramos los cortados y varias mezclas de Pedro Ximénez, una va-
riedad de uva muy dulce. Los vinos destinados a convertirse en fi-
nos se encabezan (se fortalecen añadiéndoles alcohol) hasta que 
alcanzan una graduación alcohólica del 15 %; los olorosos se enca-
bezan hasta el 17 %. 
Lo que explica la diferencia entre unos y otros es que la flor, una 
C a p a de levaduras naturales locales que se forma en la superficie, 
no sobrevive a concentraciones alcohólicas superiores al 15 %. Para 
adquirir su ligereza y sabor característicos, los finos deben enveje-
cer hasta el final bajo una capa de flor. Los olorosos, en cambio, se 
crían sin esta capa, de modo que el aire los oxida y los vuelve más 
oscuros, les da más cuerpo y un aroma más fuerte; de ahí su nom-
bre. Los amontillados empiezan envejeciéndose con flor pero des-
pués se encabezan hasta que alcanzan una graduación alcohólica 
del 17 % que mata la flor. 
Durante el envejecimiento el vino se mezcla siguiendo un mé-
todo exclusivo del jerez llamado sistema de soleras y criaderas. 
Consiste en hacer correr el vino por una escala de varias filas de bo-
tas, de manera que cuanto más cerca del suelo están las botas más 
antiguoes el vino que contienen. De las botas más viejas, la solera, 
se saca un tercio del vino para embotellarlo. El espacio libre dejado 
se repone con vino de la fila superior (primera criadera), que a su 
vez se rellena con vino de la siguiente (segunda criadera), y así su-
cesivamente hasta llegar a la última, que se rellena o «refresca» con 
vino joven. El nombre de «criadera» viene de «criar»; se refiere a las 
botas en las que se crían los vinos más jóvenes. «Solera» alude al 
suelo de piedra sobre el que descansan las botas que contienen el 
vino más maduro, listo para embotellar. 
El ciclo tarda años en completarse, ya que entre cada extracción 
de vino de la solera pasan varios meses. Los vinos jóvenes se nutren 
de la personalidad de los más viejos, lo que permite al producto fi-
nal conservar sus extraordinarias propiedades durante décadas. 
Y eso es lo que hace que el jerez sea tan especial. 
\ 
SEGUNDA 
> CRIADERAS 
PRIMERA 
EMBOTELLAMIENTO 
Proceso de ensamblaje y envejecimiento del jerez. Se extrae parte del vino 
de las botas superiores (criaderas) y se introduce en las inmediatamente 
inferiores, que contienen vino más antiguo. El vino de las botas que reposan 
en el suelo (solera) es el que se embotella. 
FACCIONARIO DEL GOURMET 
Amaretto: una ópera de Verdi 
Pollo al ajillo dorado al jerez 
Cada vez que nuestra amiga Janet Mendel, autora de varios libros de co-
cina, nos invita a Bob y a mí a comer a su casa en el sur de España, nos 
prepara este plato. Se necesita una sartén de hierro colado de unos 30 
cm de diámetro para dorar el pollo y una botella de oloroso seco, un je-
rez semidulce. En la mesa el pollo lucirá un lustroso color caoba. No tema 
utilizar todo el ajo que se indica en la receta. Al cocinarlo, se suaviza el sa-
bor y se vuelve ligeramente dulce. Vierta abundante jugo de cocción -una 
deliciosa salsa de aceite de oliva, jerez y ajo- sobre las raciones de pollo. 
1 kg de muslos de pollo (en una sartén de unos 30 cm de 
diámetro le cabrán unos 4 muslos grandes y 3 patas) 
Sal kosher y pimienta recién molida 
1 cabeza de ajos (unos 15 dientes grandes) 
1 /3 de taza de aceite de oliva virgen extra 
1 /2 taza de jerez semiseco, amontillado u oloroso seco 
2 cucharadas de brandy o coñac español, opcional 
1. Pase el pollo por agua fría para limpiarlo y séquelo con papel de 
cocina. Salpimiéntelo por ambos lados. 
2. Aplaste ligeramente los dientes de ajo con el filo de un cuchillo 
grande para romper la piel. Separe 8 y déjelos sin pelar. Pele el 
resto y córtelos en láminas más o menos uniformes. 
3. Caliente el aceite de oliva en la sartén mencionada a fuego medio. 
Añada las láminas de ajo y sofría de 1 a 2 minutos, hasta que es-
tén doradas. Retírelas de la sartén con una espumadera, colóque-
las sobre papel de cocina para que chupe el aceite y resérvelas. 
Suba el fuego, añada el pollo cortado y tríalo (cubriendo la sartén 
con una tapa antisalpicaduras, si tiene una) durante 15 minutos. 
Dé la vuelta al pollo cuando lo considere conveniente y asegúrese 
de que queda dorado por ambos lados. 
Añada los dientes de ajo sin pelar, el jerez y el brandy. Mantenga 
el fuego a intensidad media-alta, de 8 a 1Q minutos, dando vuel-
tas los trozos de pollo de vez en cuando, hasta que el liquido se 
haya casi consumido y el pollo vuelva a crujir. 
6. Pase el pollo y el ajo a un plato calentado previamente en el horno 
y rocíelo con su jugo. Decore el plato con el ajo frito que reservó. 
SALEN 4 RACIONES 
El truco de la cuchara 
Una amiga vino a verme a Inglaterra. Bebimos champán, pero no 
nos acabamos la botella. Me sugirió que, antes de guardarla en el fri-
gorífico, introdujera una cuchara de plata en el cuello de la botella 
con el mango hacia abajo. (Lo había visto en algún programa de la 
tele.) Lo crea o no, al día siguiente el champán conservaba sus bur-
bujas. ¿A qué se debe? ¿Serviría también un tenedor? 
Sí, un tenedor serviría igual. Y también un cortaplumas. O una 
varita mágica, para el caso, pues la cuchara no tuvo nada que ver. 
El truco de la cuchara es pura superchería. O patrañas, paparru-
chas o como prefiera llamarlo. 
El champán no pierde las burbujas tan pronto como la cerveza 
o los refrescos, simplemente. Aunque no le hubiera puesto la cu-
chara, al día siguiente lo habría encontrado igual de espumoso. Lo 
único que influyó es que metiera la botella en el frigorífico, porque 
el dióxido de carbono, al igual que cualquier otro gas, se disuelve 
y permanece disuelto mejor cuanto más frío está el líquido. 
Para que el gas se escape del líquido, las moléculas gaseosas de-
ben dar con una mota microscópica de materia (punto de nuclea-
ción) para congregarse y acumularse a su alrededor y formar una 
burbuja. El champán y el cava auténticos se conservan mejor 
una vez abiertos porque son muy límpidos y no contienen casi nin-
guna mota. Cuando en la etiqueta indica que se han elaborado si-
guiendo el método clásico o champenois, significa que se han cla-
rificado mediante una operación conocida como degüelle: se deja 
reposar la botella bocabajo hasta que todos los sedimentos se po-
san en el cuello y luego este se congela para poder retirar los sedi-
mentos extrayendo el hielo en el que han quedado atrapados. La 
cerveza no se clarifica tanto, por lo que suele perder las burbujas en 
menos tiempo. 
Para conservar mejor el champán de un día para otro, guárdelo 
en el frigorífico con un tapón que cierre bien (olvide la cubertería). 
Nunca se sabe: quizá tenga algo que celebrar por la mañana. 
En cuanto al tapón: puede gastarse hasta unos 20 euros en 
una de esas tiendas para borrachínes... ay, quería decir «amantes 
del vino». El tapón ceñirá la botella por el labio al que estaba su-
jeta la cápsula de alambre y, al enroscarlo, el disco de goma se 
a m o l d a r á a la boca. Le irá muy bien para contener la presión de 
la botella en el caso de que le interese agitarla, pero en circuns-
tancias menos extremas puede prescindir totalmente de él. El la-
bio y la cápsula de alambre se colocan para contener la fuerte pre-
sión del gas acumulada durante la fermentación del caldo. De 
ahí el típico fogonazo que se produce al descorchar la botella. Sin 
embargo, una vez abierta, la presión desaparece. Si la guarda en el 
frigorífico y no la agita, cualquier corcho o cierre servirá para que 
no pierda el gas. 
(Una nota al pie: un grupo de científicos de la Universidad de 
Stanford descubrió en 1994 que el vino espumoso conservaba más 
tiempo sus burbujas si la botella abierta se guardaba sin tapón; no 
obstante, tuvieron que catar muchas veces el vino para llevar a cabo 
este largo experimento y es posible que sus observaciones fueran 
producto, por decirlo de alguna manera, de una excesiva alegría.) 
Ciencia al margen 
Póngale un corcho 
¿Por qué tienen esa forma tan rara los corchos de champán? Pare-
cen champiñones con faldas... 
Cuando se introducen en la botella, poseen la misma forma cilindrica 
que los corchos utilizados para los vinos no espumosos, sólo que son 
más grandes. Un tapón normal se fabrica con un diámetro de 24 mm; 
para introducirlo en el cuello de botella, de 18 mm de diámetro, se 
comprime con una máquina taponadora. (El corcho se comprime bas-
tante bien.) En cambio, para el champán y el cava se fabrican tapones 
de 31 mm de diámetro que se introducen en cuellos de 17,5 mm y 
se deja un tercio del tapón fuera (la «cabeza») para poder tirar de él y 
abrir la botella. En cuanto deja de estar constreñida, la base del cor-
cho, suave y húmeda, se expande y recupera el diámetro original. [El 
corcho también es bastante elástico.) 
La compresibilidad y elasticidad del corcho que se emplea para el cava 
o el champán es fácil de comprobar. Sumérjalo en agua durante unos 
días para ablandarlo y verá cómo recupera su forma cilindrica original 
y su longitud total. Obtendrá el mismo resultado si lo ablanda calen-
tándolo en el microondas durante un par de minutos. 
(Advertencia: No haga la prueba en un microondas total

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Joana Alves de Sousa

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