Logo Studenta

julian-marias-la-mujer-y-su-sombra_compress

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

La mujer y su sombra 
J ulián Marías 
La mujer y su sombra 
Alianza Editorial 
© Julián Marias 
© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1986 
Calle Milán, 38, 28043 Madrid; teléf. 200 00 45 
ISBN: 84-206-9543-2 
Depósito legal: M. 38.226-1986 
Fotocomposición:· EFCA 
Avda. Doctor Federico Rubio y Gali, 16 
Impreso en Lavel. Los Llanos, nave 6. Humanes (Madrid) 
Printed in Spain 
INDICE 
Prólogo ...................................... . 
l. La exploración de la mujer como 
relación personal ........................ . 
II. Pasiones del alma y sentimientos 
III. El sentido íntimo y la condición 
carnal ......................................... . 
IV. Permanencia y variación: la es-
tructura empírica femenina ......... . 
V. La intrahistoria, dominio de la 
mu1er .......................................... . 
VI. Dependencia y dominio ............. . 
VII. Maternidad y continuidad .......... . 
7 
1 1 
1 5 
25 
37 
49 
6 1 
73 
83 
VIII . La belleza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95 
IX. Lo deseado y las pretensiones" . . . . . 1 09 
X. Los vectores de la condición amo-
rosa ............................................ . 
XI. Ai;nistad y hostilidad dentro del 
mismo sexo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
XII . Las formas de la amistad entre 
hombre y mujer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
XIII . La interpretación de la mujer por 
la palabra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
XIV. Lo habitable : casa y ciudad . . . . . . . . . 
XV. Las fases de la mujer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
XVI. El horizonte de la proyección 
amorosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
XVII . El continente misterioso . . . . . . . . . . . . . . 
8 
121 
1 3 1 
143 
1 59 
171 
1 83 
1 95 
207 
A mi nieta Laura, 
a punto de ser mujer. 
PROLOGO 
Siempre me ha parecido que el tema de la mu­
jer es de primera magnitud intelectual ; y la ra­
zón de ello es que la realidad de la mujer es de 
primera magnitud, y además irreductible a nin­
guna otra. Por esto sorprende que no se hayan 
aplicado más que muy parvamente los recursos 
del pensamiento para estudiarla e intentar com­
prenderla. 
A lo largo de mis escritos, durante muchos 
años, se encuentran constantes referencias a la 
interpretación de la mujer. Fundadas en muy es­
casa medida en otras interpretaciones ; incom­
parablemente más en mi propia experiencia de 
la mujer, sin excluir la experiencia imaginaria de 
11 
J ulián Marías 
la ficción, literaria y todavía más cinematográ­
fica : de esta última hay abundantes huellas en 
los aproximadamente mil artículos sobre cine 
que escribí entre 1 962 y 1 982. 
Pero hasta 1970 no llegué a poseer los con­
ceptos que hacen verdaderamente posible, a mi 
juicio, la comprensión de la realidad de la mu­
jer. Cuando escribí Antropología metafísica ela­
boré las categorías adecuadas para entender la 
vida humana y su estructura empírica, por tan­
to sus dos formas radicales, inseparables e irre­
ductibles, varón y mujer, esa disyunción polar 
y recíproca, consistente en la proyección esen­
cial de un sexo hacia el otro, en su doble con­
dición personal y carnal, ya que una persona 
humana es, según la fórmula que usé en ese li­
bro, alguien corporal. 
En 1 976-77 di un curso de conferencias so­
bre La mujer en el siglo XX. Dos años después 
se convirtió en un libro, que ha tenido muy am­
plia difusión. En él he estudiado, partiendo de 
los conceptos que lo hacen posible, lo que ha 
sucedido a la mujer occidental en nuestro siglo, 
las transformaciones que ha experimentado des­
de el siglo XIX, desde lo que se suele llamar la 
época victoriana. Esas transformaciones son 
enormes ; tanto, que suelen encubrir lo que por 
debajo de ellas existe : la condición misma de la 
mujer. En ese libro lo tenía presente, precisa­
mente para poder lanzar una mirada a lo que es 
decisivo : las posibilidades de la mujer, lo que le 
ofrece, promete o acaso niega el futuro. La mu-
12 
La mujer y su sombra 
jer en el siglo XX, como su título indica, ensa­
yaba una perspectiva primariamente sociológi­
ca e histórica, sin olvidar las estructuras huma­
nas afectadas por esas variaciones acontecidas en 
nuestro tiempo. 
Este nuevo libro se mueve en una perspecti­
va diferente. Escrito desde el presente, con una 
referencia primaria a la mujer actual, atiende so­
bre todo a lo que la mujer es en todo tiempo, 
en la medida en que es mujer: una persona fe­
menina, una de las dos formas en que acontece 
la realidad personal en este mundo. La vida hu­
mana es intrínsecamente histórica, y está afec­
tada por la variación ; pero conviene no quedar­
se en ella, no perder de vista que es variación 
de algo; en este caso, y la distinción es capital, de 
alguien. Las formas históricas, y más aún las 
interpretaciones de ellas , las teorías o doctrinas, 
proyectan una sombra que con frecuencia en­
cubre la realidad misma; es menester esforzarse 
por distinguirlas, sin olvidar nada, para acercar­
se al núcleo que hace posible esa sombra y le 
da sentido, pero no se confunde con ella. 
Me propongo ahora lanzar una mirada sobre 
ese alguien corporal, íntegramente femenino, 
desde su corporeidad hasta su personalidad, des­
de su condición carnal hasta su forma propia de 
razón, llamado mujer. 
1 3 
1 
LA EXPLORACION DE LA MUJER 
COMO RELACION PERSONAL 
El estudio de la mujer no puede parecerse a la 
mineralogía, la botánica, la fisiología o la psico­
logía ; ni tampoco a la sociología o la historia. 
Estas disciplinas consideran diversos «objetos» , 
y algunas de ellas pueden arrojar luz sobre lo 
que es la mujer ; pero en todo caso la dejan fue­
ra. El hombre encuentra a la mujer en su vida; 
se dirá que la mujer también ; pero, ciertamen­
te, de otra manera. Diríamos mejor que el hom­
bre se encuentra con la mujer al vivir. Se en­
tiende, al vivir ambos ; porque el hombre en­
cuentra a la mujer como alguien que vive, y en 
cuya vida aparece él, el hombre. Si esto se toma 
17 
J ulián Marías 
en serio, si no se pasa por alto para recaer en 
formas inerciales e inadecuadas de conocimien­
to, resulta que una indagación o exploración de 
la mujer se aloja dentro de lo que podemos lla­
mar relaciones personales. 
La manera de presencia de la mujer como tal, 
aquello que hace posible intentar conocerla, no 
es una percepción, ni una experimentación, ni 
una serie de observaciones que pueden reflejar­
se en estadísticas, sino antes que todo eso una 
relación personal. El hombre puede saber algo 
de la mujer en la medida en que convive con 
ella ; y lo que pueda lograr depende de la plu­
ralidad, continuidad, intensidad, multiplicidad 
de dimensiones de esa convivencia. 
Lo malo es la tendencia dominante a inter­
pretar las relaciones personales como «mecanis­
mos», sean o no materiales, con lo cual pierden 
automáticamente su condición personal. Se con­
sidera la fisiología como «base» de la vida afec­
tiva ; si esto parece «tosco» , se elimina la refe­
rencia orgánica y se orienta la indagación hacia 
los «fenómenos psíquicos» . No se trata del 
cuerpo -se dice-, sino del «alma» ; se habla de 
sentimientos, emociones, pasiones. 
Esta solución es poco satisfactoria. No es 
aconsejable prescindir del cuerpo, cuyo papel en · 
la vida afectiva -y en toda vida- es notorio. 
Y con ello no se acerca uno al núcleo personal 
de esa vida. Se trata la psicología como algo tan 
poco ligado a mí como la fisiología. Desde la 
Antropología metafísica insisto en la definición 
1 8 
La mujer y su sombra 
del hombre como alguien corporal. Para com­
prender a una persona, no se trata de eliminar 
la corporeidad, sino de introducir realmente en 
ella el «alguien» , el «quién» . 
La atención s e ha concentrado tradicional­
mente en la clasificación de lo que podríamos 
llamar «especies afectivas» . Se handescrito los re­
cursos o mecanismos con que acontecen los 
sentimientos, las emociones, las pasiones, etc. 
Esto es sin duda interesante, pero queda fuera 
la cuestión decisiva : qué son en mi vida, qué 
significan desde el punto de vista de lo que yo 
hago y de lo que me pasa. Es menester intro­
ducir una perspectiva argumental y dramática 
si se quiere pasar de la «vida» psíquica a la vida 
real, es decir, a la vida personal. 
Para comprender esta diferencia se podría re­
currir a una analogía con una distinción, esta­
blecida por Brentano y desarrollada en la feno­
menología de Husserl, dentro de la esfera de lo 
psíquico. Los actos psíquicos están caracteriza­
dos por su intencionalidad, es decir, por su re­
ferencia a un objeto que es término de ellos, sea 
cualquiera el tipo de realidad que le pertenezca. 
Los actos apuntan a un objeto intencional : veo 
algo, oigo algo, deseo, quiero, amo, odio, temo al­
go. Pero hay en la vida psíquica los llamados 
«contenidos no-intencionales» de los actos psí­
quicos, que no son actos. Por ejemplo, las sen­
saciones . La sensación de frío, de calor, de do­
lor, no son intencionales, ni tamfoco actos . Los 
sentimientos sí : el desagrado de frío es un acto 
19 
J ulián Marías 
intencional cuyo objeto es la sensación (no in­
tencional) de frío. El acto incluye algo así como 
una flecha que apunta a un objeto. 
De manera análoga, en la «vida» meramente 
psíquica el sujeto se da por supuesto ; o se lo en­
tiende -como un mero centro o foco, es decir, 
de manera abstracta. Por eso se le ha añadido 
casi siempre un artículo determinado que lo sus­
tantiva, es decir, que altera su pura cualidad 
pronominal : el yo, das Ich, the Self. Falta el yo 
real, ejecutivo, circunstancial, por supuesto sin 
artículo sustantivante, pronominalmente : yo. Y 
este yo, sujeto de las relaciones personales, no 
está nunca aislado, sino con un tú; más correc­
tamente -hay que evitar la otra posible sustan­
tivación-, contigo . Pero -se dirá-, ¿no pue­
do estar aislado ? ¿No cabe la situación de sole­
dad ? Sí, pero si estoy solo es que estoy solo de 
ti; es una soledad también intencional, porque 
es estrictamente personal . 
Para entender la peculiaridad de la vida en su 
mismidad, quiero decir cuando no está suplan­
tada por interpretaciones triviales o científicas 
-por ejemplo, psicológicas-, vale la pena exa­
minar el sentido de un acto cotidiano, tal vez el 
más cotidiano de todos -aunque habría que 
preguntarse si es en realidad un acto-: el des­
pertar. Se termina o se interrumpe el sueño ; se 
vuelve, espontáneamente o no -acaso el tim­
bre del despertador-, a la vigilia. Se siente eu­
foria, o acaso malestar. En seguida se despierta 
a los hábitos cotidianos y rutinarios -que, por 
20 
La mujer y su sombra 
cierto, no son los mismos en todas las épocas o 
condiciones sociales-; por ejemplo, el aseo, el 
baño, la operación de vestirse, el desayuno. ¿Es 
adecuada esta descripción ? En realidad no : se 
despierta uno a su vida. Se entiende, a su vida 
biográfica -la biológica no se ha interrumpido 
durante el sueño, y acaso tampoco la psíquica, 
especialmente si se ha soñado-. Se despierta 
uno a un argumento en curso, a un acto con­
creto del drama en que consiste. Esta vida se 
reanuda al despertar a las presencias o las au­
sencias, al dolor o a la alegría, a la felicidad o 
la infelicidad. Se recogen allí donde se dejaron 
al dormirse . Se despierta a los quehaceres, a las 
tareas, a las expectativas, a los deseos persona­
les (y no meramente psíquicos) : a todo aquello 
de que dependerá el equilibrio biográfico, bien 
distinto del fisiológico o el psíquico, meros in­
gredientes de aquel. 
¿Es esto siempre así ? Tal vez no. No todos 
caen en la cuenta de lo que acabo de decir ; ello 
se explica porque su atención se vuelve a esos 
elementos o ingredientes que no son propia­
mente su vida. Es muy frecuente una desperso­
nalización de los contenidos de la vida. Las ra­
zones son varias : la habitualidad, la rutina, la 
tendencia a la mecanización, la propensión a 
resbalar sobre lo concreto, de una manera aná­
loga a lo que Husserl llamaba «mención» a di­
ferencia de «impleción» significativa. Todavía 
más, por las interpretaciones impersonales de la 
vida, que son las vigentes entre las personas cul-
21 
J ulián Marías 
tivadas, mucho más que entre los sencillos y que 
viven en mayor espontaneidad. 
Por ejemplo, cuando se habla de «necesida­
des» , lo normal es que se pongan en línea, como 
si fuesen homogéneas y comparables, desde la 
respiración hasta la compañía. Bien mirado, pa­
rece absurdo -y lo es-; pero mejor mirado 
tendría algún sentido aceptable si fuese hacia la 
personalización. Quiero decir que toda necesi­
dad humana, a última hora, es personal, y por 
tanto también la respiración o la nutrición ; pero 
se hace por lo general al revés : se despersonali­
za hasta lo más personal (como cuando se ha­
bla de las «necesidades sexuales») . 
Esto no quiere decir que la interpretación psi­
cológica de la vida afectiva sea falsa y deba de­
secharse; ni siquiera que sea superflua y se pue­
da prescindir de ella. Es simplemente insuficien­
te, porque deja fuera lo más interesante. Y si 
pretende ser la interpretación adecuada, si afir­
ma que la vida afectiva es vida psíquica, enton­
ces es una falsedad. Hay que intentar una visión 
personal de las relaciones personales, de mane­
ra que no se deje a la espalda desde el primer 
�omento aquello en que verdaderamente con­
sisten. 
La exploración de la mujer requiere especial­
mente una enérgica personalización. El interés 
mutuo que sienten el hombre y la mujer es nor­
malmente muy enérgico, y esto parece asegurar 
un conocimiento adecuado. En realidad no es 
así : esa misma energía hace probable una sim-
22 
La mujer y su sombra 
plificación o unilateralidad de las relaciones . No 
es fácil que tengamos una idea precisa de cuál es 
la circunstancia humana de nuestros próji­
m9s, aun de los que son muy próximos, de los 
amigos o personas de la propia familia. Pero 
cuando se entrevé, en algunas ocasiones, asom­
bra la pobreza de experiencia personal del otro 
sexo que tienen muchos hombres y mujeres, in­
cluso de gran refinamiento y complejidad. Es­
tas cualidades se han dirigido a otras cuestio­
nes, acerca de las cuales se puede tener gran do­
minio y competencia, mientras se tiene una ima­
gen extrañamente elemental de la otra forma de 
la vida humana. 
Creo que esta carencia de conocimiento ade­
cuado, por simplicidad de las relaciones, es más 
acusada en los hombres que en las mujeres . Pri­
mero, porque en ellos es mayor la propensión 
a «darlas por sabidas » ; segundo, porque la mu­
jer suele «ocuparse» más del hombre, incluso en 
un sentido material o doméstico, y en ese sen­
tido tiene mayor oportunidad de verlo vivir, 
que es una relación de singular valor y eficacia. 
Se pensaría que el conocimiento de la mujer 
será más fácil, rico y verdadero si lo tiene la mu­
jer misma. La mujer vista «desde dentro» sería 
comprendida mejor ; es lo que suele pensarse en 
nuestra época, pero me parece dudoso. Muchos 
libros sobre la mujer escritos por mujeres son 
especialmente insatisfactorios y, lo que es más, 
«distantes»: producen con frecuencia impresión 
de que hablan de otra cosa. Rara vez reconoce 
23 
J ulián Marías 
en ellos el hombre esa realidad llamada mujer. 
Esto parece extraño, pero si se mira bien no 
lo es tanto . La mujer no tiene propiamente re­
lación personal con «la mujer», sino con algu­
nas mujeres, que no es lo mismo. Se dirá que 
igual sucede al hombre, el cual tiene relaciones 
con cierto número de mujeres singulares . Pero 
desde sí mismo, desde su propia condición, y la 
polaridad se le pone de manifiesto en cada una 
de esas relaciones . Dicho con otras palabras, en 
cada mujer tropieza con la mujer, con su pecu­
liaridad. Por añadidura, es sumamente probable 
que las mujeres que escriben sobre la mujer lo 
hagan desde supuestos y con ideas recibidasde 
los hombres, es decir, que no brotan de ellas 
mismas y, por tanto, carecen de esa inmediatez 
de visión que sería tan valiosa. Es más probable 
que se encuentre esto en escritos femeninos que 
no versan sobre la mujer, sino que ponen en jue­
go el conocimiento que la mujer, por serlo, tie­
ne de sí misma ; por ejemplo, en la novela, al­
guna vez en la poesía. 
Es de lamentar, en cambio, que no se haya es­
crito más sobre el hombre, sobre el varón como 
tal, f or parte de mujeres . Ahí podría encontrar­
se e saber que dan las relaciones personales. Y 
así ocurre en epistolarios y libros de memorias, 
allí donde la atención no ha sido absorbida por 
esa realidad inexistente que se llama «el hom­
bre en general» . 
24 
11 
PASIONES DEL ALMA Y 
SENTIMIENTOS 
Los dos conceptos que han servido más a lo lar­
go de la historia para comprender las relaciones 
personales son pasión y sentimiento . No es ca­
sual que hayan sido los más constantemente 
usados para pensar en la mujer, los que han ser­
vido de modelo para comprender la relación del 
hombre con ella. La Edad Moderna, sobre todo 
entre el siglo XVII y el Romanticismo, ha teni­
do predilección por ellos, con matices diversos 
según los tiempos y las lenguas . 
La palabra pasión (en griego páthos) ha con­
servado en latín su sentido «pasivo» , de pade­
cer : lo que se padece, y de ahí su oposición a 
acción. En el alemán Leidenschaft está también 
27 
J ulián Marías 
muy presente el verbo leiden, padecer. Pero de 
ahí se deriva una perturbación o agitación, que 
despierta o suscita una actividad o movimiento 
dirigido a otra persona (o a alguna cosa) . Por 
esto, en las lenguas latinas modernas, o en in­
glés, que toma esa voz del latín, el sentido pa­
sivo se desvanece y va adquiriendo una signifi­
cación cada vez más dinámica y activa. 
El siglo racionalista, el XVII, dedicó enorme 
atención a las pasiones . Descartes compuso, ya 
al final de su vida, Les Passions de l'ame, para 
su dilecta amiga y discípula la princesa Isabel de 
Bohemia (anticipadas ya en tantas cartas a lo lar­
go de muchos años) . Descartes, que había leído 
mucho sobre la cuestión, y entre otras cosas el 
tratado De anima et vita de nuestro Luis Vives, 
no pierde de vista en ningún momento la cor­
poreidad ; y, por otra parte, se da cuenta del al­
cance que las pasiones tienen : el título de la pri­
mera parte es «Des passions en général et par 
occasion de toute la nature de l'homme» . Par­
tiendo de las pasiones tendrá que tratar de toda 
la naturaleza del hombre. Y respecto al carácter 
pasivo, el título del primer artículo del libro es : 
«Que ce qui est passion au regard d'un sujet est 
toujours action a quelque autre égard» . Acción 
y pasión son la misma cosa según los dos di­
versos sujetos a los que se la refiere . 
En el sin duda pascaliano, aunque de atribu­
ción insegura, Discours sur les passions de l'a­
mour, se dice : «El hombre ha nacido para pen­
sar ; por ello no está ni un momento sin hacer-
28 
La mujer y su sombra 
lo ; pero los pensamientos puros, que lo harían 
feliz si pudiera mantenerlos siempre, lo fatigan 
y lo abaten. Es una vida unida a la que no pue­
de adaptarse ; necesita conmoción y acción, es 
decir, que es necesario que esté a veces agitado 
por las pasiones, de las que siente en su cora­
zón fuentes tan vivas y tan profundas» . Las pa­
siones más convenientes, dice el Discours, y que 
encierran en sí otras muchas, son el amor y la 
ambición ; no tienen conexión entre sí, pero mu­
chas veces se las combina, y entonces se debili­
tan recíprocamente, o se destruyen. Por grande 
que sea la amplitud del espíritu, no se es capaz 
más que de una gran pasión, y si coinciden dos 
no son tan grandes . Lo mejor es una vida que 
empieza por el amor y termina por la ambición. 
En cuanto a Spinoza, la tercera parte de su 
Ethica se titula «De origine et natura affec­
tuum», y la cuarta, «De servitute humana, seu 
de affectuum viribus», a la cual se contrapon­
drá la quinta y última, «De potentia intellectus, 
seu de libertate humana» . La fuerza de las pa­
siones causa la servidumbre humana, mientras 
que la potencia del entendimiento o intelecto 
restablece la libertad, Spinoza considera las pa­
siones como una realidad natural, con la que 
hay que contar y hay que examinar mediante la 
razón. «La mayor parte de los que han escrito 
sobre las pasiones -dice- y del modo de vivir 
de los hombres no parecen tratar de cosas na­
turales, que siguen las leyes comunes de la na­
turaleza, sino de cosas que están fuera de la na-
29 
J ulián Marías 
turaleza. Incluso parecen concebir al hombre en 
la naturaleza como un imperio dentro de un im­
perio» . «Quiero volver -añade- a los que pre­
fieren aborrecer las pasiones y las acciones de 
los hombres, o reírse de ellas, mejor que enten­
derlas . A estos sin duda les parecerá extraño que 
intente tratar los vicios y las necedades de los 
hombres según el uso geométrico, y quiera de­
mostrar por una razón cierta lo que, según pro­
claman, repugna a la razón, lo que es vano, ab­
surdo y horrendo» . «Trataré, pues -conclu­
ye-, de la naturaleza y fuerzas de los afectos 
y del poder de la mente sobre ellos, con el mis­
mo método con que antes he tratado de Dios y 
de la mente, y consideraré las acciones y los ape­
titos humanos como si fuera cuestión de líneas, 
de planos o de cuerpos» . (Ethices pars tertia, 
prefacio.) 
Estos textos del racionalismo, en su forma ex­
trema el de Spinoza, descubren su supuesto co­
mún : el tratamiento de lo humano mediante la 
razón abstracta o pura. «Como si fuera cues­
tión de líneas, de planos o de cuerpos» , dice casi 
cínicamente Spinoza. ¿Y si no fuera así, si la rea­
lidad de la vida humana fuese de otro orden, 
que requiere un sistema distinto de conceptos y 
categorías, otra forma más compleja de razón ? 
He querido recordar esta manera de ver las 
cosas al comenzar la época moderna porque las 
ideas dominantes hoy no la han superado ; quie­
ro decir que permanecen dentro de la misma 
concepción naturalista de la realidad, y el único 
30 
La mujer y su sombra 
cambio importante ha sido el abandono del ra­
cionalismo para desembocar en un irracionalis­
mo que, a última hora, renuncia a entender, en 
lugar de buscar una manera adecuada de com­
prensión, fiel a la realidad de la vida humana. 
En nuestra época se emplea poco la palabra 
«pasión» . Y cuando se hace, casi siempre en for­
ma impersonal: por ejemplo, la pasión política. 
Hay una marcada tendencia a la abstracción. En 
la dimensión amorosa, hay una sustitución pro­
gresiva de la palabra «pasión» por la palabra 
«sexo» . Incluso lo que se ha llamado «crímenes 
pasionales» se convierte en «delitos sexuales» . 
En todo caso, s e tiende a lo cuantitativo ; s e ad­
mite la ambición, ciertamente de riqueza, de po­
der, incluso de fama, pero se la entiende como 
ser nombrado muchas veces (los que lo son 
constantemente son «los famosos») . La publici­
dad cuantifica la «pasión» y la despoja de con­
tenido real. Un rasgo característico es la fre­
cuentísima sucesión de los «amores» , que no 
suele dejar huella, ni siquiera cuando pasan por 
el matrimonio . En suma, lo que se solía llamar 
pasión queda desvirtuado por la superficialidad. 
El «alma» apenas queda implicada : ¿ quién se 
atrevería a hablar de «las pasiones del alma», en­
tendiendo por alma la persona, el quién insus­
tituible que es cada cual ? 
Todo esto muestra la falta de vigencia de la 
pasión, que ha sido durante tanto tiempo una 
de las grandes potencias de este mundo. Y a 
Stendhal se dolía amarga y desdeñosamente de 
31 
Julián Marías 
la declinación de la pasión en Francia, sustitui­
da por la ambición y la vanidad, mientras do­
minaba en países como Italia y España, por los 
cuales sentía admiración y respeto . 
Si se quiere eliminar los restos pasivos, eti­
mológicos, de la pasión, tómese la palabra apa­
sionamiento (que, por cierto, como tantas ve­
ces, no tiene buena traducciónen francés, in­
glés o alemán). En español se dice que «la pa­
sión no quita conocimiento» . Es decir, que no 
se la descalifica ni siquiera intelectualmente. El 
apasionamiento supone la fuerte polarización de 
una persona hacia otras : en la amistad, en el 
amor, en el entusiasmo personal, incluso por 
una figura política. Esto suele calificarse peyo­
rativamente como «personalismo» o «culto a la 
personalidad» , y así es cuando se trata de un de­
magogo o de un efecto de la propaganda, espe­
cialmente totalitaria. Pero la dimensión perso­
nal en la política está plenamente justificada, ya 
que se trata, cuando es auténtica política, de una 
actividad personal y no de un mero mecanismo 
social. Siempre ha sido -y así debe ser- un 
elemento importante el atractivo personal de los 
políticos, hoy en grave crisis ; esto ha llevado a 
la desestimación de algo tan valioso -y tan po­
lítico-- como la simpatía. Lo que se llama «ima­
gen» es un producto artificial, impersonal, que 
se planea cuidadosamente y se aplica a cualquie­
ra como sustitutivo de la atracción personal, ca­
paz de suscitar la adhesión y el entusiasmo. 
Los sentimientos no han corrido tampoco de-
32 
La mujer y su sombra 
masiado buena suerte, por exceso y por defec­
to . Un error de gravedad rara vez advertida es 
la interpretación como sentimientos de realida­
des mucho más profundas y que acontecen en 
otros planos de la vida ; sobre todo, el amor, 
que se propende a definir como «Un sentimien­
to que . . . » . Por otra parte, se ha infiltrado insi­
diosamente una desvaloración de los buenos 
sentimientos, partiendo de la famosa frase de 
Gide, según la cual con buenos sentimientos no 
se hace buena literatura ; lo cual puede ser ver­
dad, siempre que no se entienda que con malos 
sentimientos sí: con ellos se hace todavía peor. 
Lo malo es que, con tan débil punto de partida, 
se ha difundido un descrédito generalizado de 
los buenos sentimientos. 
Por otra parte, se ha producido una extraña 
orientación de los sentimientos hacia lo remoto 
y abstracto, lo cual va contra su misma condi­
ción. Los sentimientos favorables se suelen re­
servar en nuestro tiempo para grupos humanos 
9ue .s�? obiet<;> de �na filantropía abstracta, sin mtmc1on m s1mpat1a : se proclama un «amor» 
por el prójimo lejano, desconocido, ni siquiera 
imaginado en su concreción, y ello se une a un 
manifiesto desdén por el verdadero prójimo, el 
próximo, aquel a quien se ve. No cabe mayor in­
versión de la enérgica frase de San Juan en la pri­
mera de sus Epístolas : «Si alguno dijere : Amo 
a Dios, pero aborrece a su hermano, miente. 
Pues el que no ama a su hermano, a quieri ve, 
no es posible que ame a Dios, a quien no ve» . 
33 
J ulián Marías 
No es de extrañar el empobrecimiento de la 
vida sentimental. Si se mira bien, sorprende la 
frecuente sequedad de muchas personas, la au­
sencia de matices . Una de las razones de ello es 
el predominio de interpretaciones que dejan 
fuera o suplantan la peculiaridad de los senti­
mientos. Es invasora la tendencia a la reducción 
de casi todas las dimensiones de la vida a lo fi­
siológico (o a la base fisiológica de los senti­
mientos) . Las más importantes dimensiones de 
nuestra vida no son sentimientos, y acabo de re­
cordarlo, pero no son ajenas a lo sentimental : 
hay que tener presentes los sentimientos conco­
mitantes con las pasiones y hasta con las más 
hondas determinaciones ontológicas de la vida 
humana. El olvido de esto significa una mutila­
ción que conduce a esa sequedad tan difundida 
que está dejando de ser percibida. 
Los sentimientos son �uiero decir, pueden 
ser- múltiples, de increíble variedad y rique­
za. Tienen un componente imaginativo, abso­
lutamente esencial . Por eso, su diversificación 
es consecuencia de las formas superiores de la 
imaginación, muy principalmente del arte . La li­
teratura, el cine, la música, las artes plásticas han 
sido elaboradores de la vida sentimental : al ayu­
dar a imaginar la vida y proyectarla, la han ro­
deado de un halo incitante, estímulo de muy va­
rios sentimientos. Es claro que la religión no es 
cuestión de sentimiento ; pero ¿quién duda de 
que hay sentimientos religiosos, y de que son 
un importante ingrediente de la religión ? La ar-
34 
La mujer y su sombra 
quitectura, la escultura, la pintura, la música, la 
liturgia han sido durante siglos decisivas en la 
promoción de los sentimientos religiosos, que 
han dado jugosidad, consistencia y capacidad de 
comunicación al núcleo, ciertamente no senti­
mental, de la religión misma. 
Hay situaciones históricas en que la presión 
social, en lugar de estimular el nacimiento y de­
sarrollo de los sentimientos y las pasiones, los 
inhibe, descalifica, sofoca. Hay enorme varia­
ción en la vigencia, por ejemplo, del entusiasrµo 
como temple de la vida. Cuando se lo desprecia 
o condena, se lo sustituye por actitudes prima­
riamente negativas: así, el fanatismo fundado en 
consignas hostiles, frente al entusiasmo veraz 
movido por la admiración, fomentada por una 
buena retórica, que se sustituye por una densa 
cortina de propaganda rebajadora del hombre y 
que ni siquiera da dignidad a lo que pretende 
defender. Repásese el catálogo de las cosas, ten­
dencias o personas que son hoy objeto de una 
presentación favorable, y se verá hasta qué ex­
tremo puede llegar la eliminación de los senti­
mientos y del entusiasmo en el modelo que se 
ofrece, con los inmensos recursos de nuestro 
tiempo, a nuestros contemporáneos ; sobre todo 
a los jóvenes, que no tienen términos de compa­
ración. 
Habría que intentar hacer un balance perso­
nal de la flora sentimental de cada uno y de su 
encauzamientó en pasiones movilizadoras y 
configuradoras de la vida efectiva, de su argu-
35 
J ulián Marías 
mento y su último valor. Habría que empezar, 
naturalmente, por uno mismo, y no sería floja 
ganancia estar en claro respecto a la situación 
propia. Pero no solamente esto : la imaginación 
permite transmigrar a los demás -a algunos es­
pecialmente cercanos- y lanzar una ojeada so­
bre su mundo interior. Cuando alguien se acer­
ca a otra persona, percibe algo así como su tem­
peratura, y esto empieza a aclararse cuando se 
va manifestando en una configuración. Sólo esto 
nos permite saber cómo es esa persona, primer 
paso para llegar a saber lo más difícil e impor­
tante : quién es . Sin esto, nadie se engañe, no 
hay relaciones personales. Y hay que preguntar­
se cuántas lo son verdaderamente en nuestro 
tiempo. 
Creo que solamente sobre estos supuestos, en 
que me he detenido quizá demasiado, es posi­
ble iniciar una exploración de la mujer. Cuanto 
he dicho hasta ahora deja la cuestión intacta, 
porque es previo a ella ; pero es el ámbito en que 
se plantea, y algo más todavía : la tonalidad en 
que puede acontecer el encuentro real con la 
mujer y las diversas formas de convivencia. 
Hablaba del último valor de los contenidos y 
articulaciones de la vida. El criterio decisivo 
para medirlo sería lo que me atrevería a llamar 
la «prueba de la muerte» : ¿ cuántos contenidos 
de nuestra vida resisten su amenaza? ¿ Contra 
cuántos no es una objeción, porque nos parece 
que siguen valiendo después de ella, a pesar de 
ella? 
36 
111 
EL SENTIDO INTIMO Y LA 
CONDICION CARNAL 
Se ha hablado siempre demasiado de «los sen­
tidos» , demasiado poco del «sentido» en singu­
lar. A la forma plural se ha añadido usualmente 
un adjetivo que acaso no sea inoportuno, pero 
cuya presencia insistente puede resultar deso­
rientadora : los sentidos corporales. En cambio, 
rara vez se ha considerado lo que es el sentido 
íntimo. 
Tropecé con ese concepto nada menos que en 
1935, leyendo a Maine de Biran, el filósofo que 
centró sobre él su interpretación de la realidad. 
Volví en 1944 al estudio de este pensador, to­
davía tan mal conocido, coetáneo de Napoleón 
( 1 766- 1 824), y desarrollé con algún detalle su 
39 
J ulián Marías 
doctrina del sentido íntimo. Busca el «hecho 
primario» o«hecho primitivo» , que no puede 
ser la sensación, como pensaban los sensualis­
tas dominantes en su tiempo. Los términos ac­
tividad-[ uerza-existencia se dan esencialmente 
ligados ; el yo se identifica con la fuerza actuan­
te, que Maine de Biran llama voluntad ; pero 
sólo es un hecho cuando se ejerce, y para ello 
requiere un término resistente o inerte . El yo, 
la fuerza, ha de aplicarse a un término que re­
siste, y que se constituye como tal al resistir. 
Este esfuerzo, que supone una dualidad -yo, 
lo resistente-- es el verdadero hecho primitivo, 
y es un hecho del sentido íntimo, no de los ex­
teriores1. 
Pero en esta última fecha conocía yo una ela­
boración mucho más amplia y profunda del 
concepto de «sentido íntimo» en otro filósofo, 
también francés, aún más desconocido que Mai­
ne de Biran : el P. Gratry. En su tiempo, la fi­
losofía estaba dominada en Francia -poco des­
pués en el resto de Europa- por el positivismo 
de Auguste Comte, que disolvía la psicología 
entre la biología y la sociología, sin concederle 
espacio propio. En 1 853, publicó Gratry su li­
bro capital : La connaissance de Dieu2• En 1 857, 
el mismo año en que murió Comte, publicó 
1 Véase mi libro San Anselmo y el insensato (Obras, IV). 
2 Lo traduje en 1941. Ese mismo año escribí mi libro La fi­
losofía del P. Gratry, publicado en 1942, reimpreso en Obras, 
IV. 
40 
La mujer y su sombra 
otro libro : De la connaissance de l'ame. Ahí es 
donde elabora, partiendo de Maine de Biran, 
pero yendo mucho más lejos, su teoría del sens 
o sentido. Más lejos hacia atrás y hacia adelan­
te, porque rastrea con extraña profundidad (ya 
desde La connaissance de Die u) los anteceden­
tes en la historia de la filosofía, y llega a visio­
nes f ersonales de mayor alcance. 
E sentido es previo a la inteligencia y la vo­
luntad, germen o raíz de ambas ; antes que ellas 
se da el primer contacto con las cosas, y eso es 
el sentido ; porque lo tiene, puede el hombre 
después conocer y querer : es el órgano prima­
rio de la realidad. Afecta a todo lo que hay, y 
se diversifica según los modos de realidad ; dis­
tingue el sentido externo, el sentido íntimo y el 
sentido divino. El sentido del prójimo, el sens 
d'autrui, se funda en el sentido íntimo : siento 
inmediatamente al prójimo como un tú, no 
como un cuerpo, del mismo modo que me sien­
to a mí. No se trata de percepción, sino de una 
presencia o con cto inmediato : me siento a mí, 
te siento a ti. Des e ahí puedo conocer, desear, 
querer. 
El sentido extern me pone en presencia de 
las cosas ; hay cuerP, s porque los veo y los toco 
-con ello anticipó' Gratry en cerca de un siglo 
los planteamientos recientes del problema de la 
realidad del mundo exterior-. Habría que in­
cluir entre los cuerpos los humanos, y entre 
e�los el mío propio: Pero �sto no es lo prima­
rio ; no es que yo sienta m1 cuerpo, es que me 
41 
J ulián Marías 
siento ; y lo mismo habría que decir de los de­
más, cuyos cuerpos percibo como suyos, de rea­
lidades que me son presentes como yo a mí mis­
mo, es decir, al sentido íntimo. 
Pero antes de seguir, y para no recaer en con­
ceptos inadecuados a la vida humana, hay que 
considerar lo que significa su condición carnal. 
Si decimos que el hombre es alguien corporal, 
dando todo su valor a los dos términos, vemos 
que el «alguien» refluye sobre la corporeidad, que 
no es meramente física. Y eso es precisamente 
lo que nos lleva a referirnos a la carne. 
Palabra relegada al olvido o poco menos des­
de hace bastante tiempo, cuando se habla del 
hombre. Cuando se la usa, se la suele reducir a 
un «tejido» muscular o un «alimento» . En al­
gunas lenguas se distingue -no con demasiada 
precisión- entre dos formas de carne : viande 
y chair en francés, meat y flesh en inglés . Con­
viene recordar el uso cristiano de la palabra 
«carne» (sárx en el griego del Nuevo Testamen­
to, caro en la Vulgata y en la teología latina). El 
concepto radical del cristianismo es la Encarna­
ción: ho Lógos sarx egéneto, Verbum caro f ac­
tum est, el Verbo se hizo carne. El Credo habla 
de la resurrección de la carne (sarkos anástasin 
o carnis resurrectionem) en sus más antiguas 
versiones, aunque en el Símbolo niceno-cons­
tantinopolitano se dice «resurrección de los 
muertos» (anástasin nekrón, resurrectionem 
mortuorum). Y en muchos Símbolos antiguos 
se repite que el Hijo «se encarnó» (sarkothénta, 
42 
La mujer y su sombra 
incarnatus est), en lugar del más usual «Se hizo 
hombre» , o se conservan las dos expresiones, 
como en el Niceno (sarkothénta, kai enanthro­
pésanta, incarnatus est et homo factus est). 
Por otra parte, se habla de la carne como 
«enemigo del alma» -junto con el mundo y el 
demoni�, y San Pablo se refiere a los «carna­
les» (sarkikoí), a diferencia de los «psíquicos» 
(psykhikoí) y los «espirituales» (pneumatikoí), 
pero se trata de modos de vida o tendencias, no 
de la condición carnal que pertenece a todos los 
hombres, y que está llamada a la resurrección. 
Creo que la conexión entre estos dos aspec­
tos tan remotos, y acaso nunca puestos en pre­
sencia, es esencial para entender lo que una per­
sona significa para otra, cual es su relación pro­
funda, y muy especialmente si se trata de per­
sonas de distinto sexo, más todavía de la forma 
de presencia de la mujer para el hombre (en otro 
sentido, con diferencias profundas, del niño 
para cualquiera de los dos) . 
No se repara lo suficiente en que «Íntimo» 
(intimus) es el superlativo del comparativo in­
terior (de intus, dentro) . La intimidad es la for­
ma superlativa de la interioridad propia del 
hombre. Hasta corporalmente, el ser vivo, y 
cuanto más alto está en su escala más, tiene una 
interioridad : las entrañas, que tienen que estar 
dentro y ocultas, cuya exteriorización es mor­
tal para el animal . En el caso del hombre, la cosa 
es más profunda y radical, porque va más allá 
del organismo. El hombre puede estar dentro 
43 
J ulián Marías 
de sí (ensimismado) o fuera de sí (enajenado, 
alienado). Las palabras españolas ensimismado, 
ensimismamiento, ensimismarse, que tan hon­
damente estudió Ortega, son maravillosas, 
como lo es el verbo «estar» : el hombre puede 
estar porque tiene dónde, es decir, intimidad. 
Desde ella imagina al otro -no hay más modo 
de presencia de la vida humana, de la del otro 
e incluso de la mía, que la imaginación. Es de­
cir, imagina al tú que late en la carne. 
Hay que aprovechar el equívoco de ese 
«late» . El tú está oculto, latente tras la carne vi­
sible, sensible ; pero la carne propia es algo ca­
liente, palpitante, latiente (de «latir»), que se 
manifiesta en latidos. La carne ajena tiene tam­
bién esos atributos, realmente sentidos o en todo 
caso imaginados . Por eso la carne, que no es 
sólo «cuerpo» , se descubre como tal, más allá 
de la visión, en el contacto, muy especialmente 
en esa forma particular de él que es la caricia. 
La carne es animada, en el sentido más literal : 
en ella se manifiesta el alma, que «rezuma» en 
la corporeidad cuando es entendida, vivida 
como carne. 
El niño no tiene propiamente intimidad, por­
que esa condición en superlativo le es ajena. 
Pero tiene, desde el principio de su vida, inte­
rioridad, que se descubre inmediatamente en su 
carne ; se podría decir que tiene poca alma, pero 
la tiene a flor de piel . Por eso -y por el tama­
ño, que no es secundario- la relación normal 
y adecuada con el niño es cogerlo y acariciarlo . 
44 
La mujer y su sombra 
(Y a sé que hay una tendencia moderna y «cien­
tífica» que aconseja no tocar a los niños, limi­
tarse a verlos, de ser posible a través de un cris­
tal ; pero gran parte de lo que pasa por científi­
co consiste en desconocer la realidad y susti­
tuirla por « ideas» . ) Esa respuesta somática al ni­
ño incluye, por supuesto, el gesto y la palabra, 
aunque el niño no comprenda su significación: 
ciertamente recibe su «apelación» y su «expre­
sión» , para usar la terminología de Karl Bühler. 
La corporeidad dela mujer es más próxima 
a la del niño que la del hombre. ¿Será por esto 
por lo que la mujer tiene mayor juventud, mien­
tras es propiamente mujer? La suavidad de for­
mas, la ausencia de barba, la mayor «ternura» , 
todo eso aproxima la mujer al niño. Diríamos 
que su corporeidad tiene mayor «carnalidad» que 
la del hombre. Si pensamos en la fórmula 
«de carne y hueso», es evidente que el equili­
brio se rompe en la mujer a favor de la carne, 
y en el hombre hacia el hueso -lo más sólido, 
mineral, inexpresiv�, independientemente del 
grado de delgadez. 
La mujer tiene una más fuerte y cercana ins­
talación en su corporeidad, en su carnalidad, 
que la afectan de manera directa : la menstrua­
ción, el embarazo acusan para la mujer la pre­
sencia de su corporeidad con extremada ener­
gía. Pero entiéndase bien : la gestación acontece 
en la mujer en cuanto corpórea, carnal ; no en 
el cuerpo de la mujer. Es ella, no su cuerpo, la 
que está embarazada, la que «espera un hijo» . 
45 
J ulián Marías 
En alemán, ein Kind unter dem H erzen tragen, 
11.evar un niño bajo el corazón, significa estar en­cinta. 
En la interpretación de la relación entre va­
rón y mujer, se ha oscilado casi siempre entre 
lo «sexual» y lo «asexual» . Durante siglos, el su­
puesto era que la mujer ve al varón «asexual­
mente» ,. y el varón a la mujer «sexualmente»: 
dos falsedades insostenibles . Como siempre 
ocurre, con algún fundamento : el uso invetera­
do que atribuía la iniciativa al hombre, la infre­
cuencia de la presencia de la mujer, la dificultad 
del trato con ella, sobre todo cercano y a solas . 
El hombre, ante la mujer, «debía» reaccionar 
deseándola sexualmente y procurando conse­
guirla ; la mujer «debía» no enterarse o defen­
derse, huir o resistir. Se suponía el carácter «in­
flamable» del hombre, que se descartaba en la 
mujer o se consideraba excepcional o anormal. 
La situación social de las relaciones entre hom­
bres y mujeres explicaba en cierta medida esta 
interpretación, en el sentido de prestarle alguna 
verosimilitud : la mujer más o menos recluida o 
aislada, la necesidad de «aprovechar» todas las 
ocasiones de contacto o trato, la galantería 
como actitud permanente, la figura convencio­
nal de la mujer, tal como aparece -con dife­
rencias considerables según los países, las épo­
cas y los niveles sociales- en la novela y en el 
teatro ; todo ello daba plausibilidad a unos «pa­
peles» o esquemas de conducta que tenían poco 
que ver con la realidad. La «abundancia» o «fre-
46 
La mujer y su sombra 
cuencia» de la mujer actual, quiero decir su pre­
sencia constante en todas partes, obliga a revi­
sar todos esos esquemas . Sin perder de vista que 
las imágenes vigentes hoy suelen ser también 
defo
_rmaciones de lo real, bien que en otras di­recciones . 
El peligro acecha siempre, en un sentido o en 
otro. La tendencia a la abstracción ha llevado a 
centrar toda la atención en lo meramente «psí­
quico» , que una certera palabra peyorativa de­
signa a veces como «espiritado» . Pero en el otro 
extremo, con mayor empuje en nuestros días, 
surge otra deformación : la sexualidad entendi­
da como mecanismo fisiológico -cuando no 
como cuestión de «química» ( !)-, tampoco 
como «Carne» . Cuando se habla -y se habla 
much� de la «mujer objeto» , se inventa una 
«cosificación» que no existe en la realidad es­
pontánea, y creo que no ha existido más que ar­
tificialmente, en espacios confinados, viciados 
por algunos remedos de teorías . En un caso y 
en otro, las relaciones entre hombre y mujer se 
deshumanizan, dejan de ser efectivamente hu­
manas, se reducen a dos formas de abstracción : 
entre unos «sujetos» psíquicos o unos «objetos» 
sexuales . 
Creo que las verdaderas relaciones entre 
hombre y mujer, muy diversas, de cualidades 
distintas, están determinadas por la convergen­
cia del sentido íntimo y la condición camal. Si 
se prefiere, una carrie en que se manifiesta, des­
cubre, encuentra la intimidad. 
47 
IV 
PERMANENCIA Y VARIACION: LA 
ESTRUCTURA EMPIRICA FEMENINA 
El hecho de que la vida humana haya sido en­
tendida, hasta nuestro siglo, con conceptos de­
rivados de las cosas, sin advertir hasta muy tar­
de, y precariamente, que la vida no es una cosa, 
sino una forma de realidad enteramente distin­
ta, ha hecho que el estudio del hombre se re­
sienta de muy graves insuficiencias . Una de 
ellas, decisiva, el haber pasado casi siempre por 
alto la existencia, y por consiguiente la signifi­
cación, de la mujer. 
Se dirá que el hombre ha sabido siempre que 
hay mujeres, y se ha interesado vivamente por 
ellas . Además, las mujeres han tenido muy pre­
sente que lo eran, y de mil maneras se han in-
5 1 
J ulián Marías 
terpretado y expresado . Así es, y se podría bus­
car una inmensa cantidad de intuiciones valio­
sas sobre la mujer. Pero se encontrarían más en 
obras de ficción, en memorias y cartas, en rela­
tos sin propósito de conocimiento, donde ines­
peradamente aparece, que en estudios teóricos. 
No conozco ningún libro de filosofía anterior 
a mi Antropología metafísica en que se tome en 
serio el hecho de que no hay «hombres» en ge­
neral, sino solamente varones y mujeres, que la 
vida humana se realiza en dos formas, por su­
puesto inseparables, pero radicalmente distin­
tas . 
La razón de esta ausencia -que es enorme­
es que el pensamiento occidental ha propendi­
do a un sustancialismo que siempre terminaba 
por tomar las cosas como modelo de realidad. 
O bien, cuando en nuestro tiempo se ha descu­
bierto, con uno u otro nombre, la realidad de 
la vida humana, la investigación se ha movido 
en el nivel de la estructura analítica, de lo que 
Heidegger llama Existenziale Analytik des Da­
seins o sus equivalentes . Y en ese nivel no apa­
rece la condición sexuada, ni por tanto la mu­
jer, sino solo los requisitos de la vida biográfica 
o personal como tal. Se ha reprochado a Hei­
degger que su Dasein o «existir» es asexual ; re­
proche injustificado ; lo que se le podría objetar 
es quedarse en ese nivel y no explorar otros. 
Este es precisamente el sentido de mi libro 
mencionado, cuyo subtítulo es «La estructura 
empírica de la vida humana» . A diferencia de lo 
52 
La mujer y su sombra 
que es estrictamente vida humana, tal como la 
descubre la teoría analítica, el hombre -tema 
de la antropología- es el conjunto de las es­
tructuras empíricas en que se realiza esa vida 
personal, que llamamos humana porque es la 
única forma en que la vida personal o biográfi­
ca nos es conocida. Y a esa estructura empírica 
pertenece, no la «sexualidad» , sino algo mucho 
más importante y profundo, la condición sexua­
da, que afecta a la totalidad de la vida, en todas 
sus dimensiones, pues se realiza en dos formas, 
polarmente opuestas, disyuntivas, consistentes 
en �a mutua referencia, y que llamamos varón y 
mu1er. 
Estos son los fundamentos teóricos de mi li­
bro La mujer en el siglo XX, donde se desarro­
lla desde una perspectiva histórico-social lo que 
se trató antropológicamente un decenio antes. 
Para evitar repeticiones, me remito a los dos li­
bros mencionados, pues de ambos parto para 
seguir adelante. Porque con ellos no está com­
pleto el estudio de lo que significa ser mujer. 
Ni, por supuesto, quedará cerrada con este esa 
apasionante y difícil empresa. 
El peligro que ha amenazado durante casi 
toda la historia al estudio de la realidad huma­
na -y dentro de él al de la mujer- ha sido la 
intemporalidad. Lo humano parecía invariable, 
como consecuencia de la desorientadora idea .de 
«naturaleza humana» . Pero cuando ese peligro 
parecía superado, ha surgido otro : el de la his­
torización. Se descubre que lo humano es his-
53 
J ulián Marías 
tórico, cambiante, que no se adscribe a ninguna 
forma determinada ; y entonces se disipa el ele­
mento de continuidad. 
Hay una tercera actitud, de menor calado in­
telectual pero de gran influencia en nuestro 
tiempo : tornar lo presente corno la realidad sin 
más, y descalificar elpasado corno un atraso, un 
error o, a lo sumo, como simple «preparación» 
del presente . Esta ha sido la visión del progre­
sismo, que ha llevado a cabo un vaciamiento de 
la historia entera, y con ella del presente tam­
bién, ya que para una mentalidad progresista no 
es más que preparación de la época siguiente, y 
así hasta el infinito . Lo que se llama «feminis­
mo» suele nutrirse de estos esquemas progresis­
tas, y por eso rechaza y condena en bloque toda 
la historia de la mujer, desde Eva hasta hoy (por 
lo menos, hasta ayer) . 
Los ingredientes de la estructura empírica son 
variables, pero a la vez permanentes, duradero� : 
por eso son estructurales, no meramente acci­
dentales o adventicios. La condición sexuada es 
una dimensión permanente de la estructura em­
pírica, que se realiza en constante variación. Va­
rón y mujer son categorías de esa estructura, no 
de la analítica, de la «vida humana» como tal ; 
pero en su nivel son constantes, y se van mo­
dulando históricamente. Si no se tienen igual­
mente presentes la permanencia y la variación, 
no son realidades inteligibles. Precisamente por 
ello se podría escribir, dentro de la historia hu­
mana, una historia del varón y, por supuesto, 
54 
La mujer y su sombra 
una historia de la mujer: he intentado hacerlo 
para el tiempo más reciente. 
En suma, la tarea que se presenta si se quiere 
comprender a la mujer es arrancarla de la zoo­
logía, que aparece cada vez más invasora -a ve­
ces disfrazada de sociología- y considerarla 
biográficamente, como una de las dos formas en 
que existe y se realiza la vida humana. Ello re­
quiere el uso real de los conceptos adecuados, 
bien distintos por cierto de los que han domi­
nado la tradición occidental, y acaso más toda­
vía de los que hoy invaden los numerosos es­
tudios dedicados a esta cuestión. 
Las dos categorías fundamentales que permi­
ten entender la vida humana en una perspectiva 
antropológica son instalación y vector; como no 
son independientes, sino inseparables, como la 
instalación es aquello desde lo cual el hombre 
se proyecta vectorialmente, y esto no puede ha­
cerse más que desde una instalación, se puede 
hablar de instalación vectorial. U na de sus for­
mas, de alcance capital, porque envuelve todas 
las demás, es la condición sexuada. 
Pero aquí surgen problemas teóricos delica­
dos, que examiné en la Antropología y quiero 
recordar muy sumariamente. Si se pregunta 
quién está instalado sexuadamente, no se puede 
contestar: el hombre, porque precisamente hay 
dos clases de ellos. ¿ Se tratará de dos especies? 
Esto es absurdo, porque el hombre sería un hí­
brido, y la reproducción sería, paradójicamen­
te, un caso de hibridación. ¿Es una diferencia 
55 
J ulián Marías 
accidental ? Evidentemente no. ¿Es una «propie­
dad» , en el sentido en que griegos y escolásti­
cos hablaban de lo que es ídion o proprium, 
como la capacidad de reír en el hombre? Esto 
parece más razonable, pero si se sigue pensan­
do se ve que tampoco tiene sentido : ¿ qué es lo 
que sería propio de cada hombre ? ¿En qué sexo 
está instalado? La respuesta ingenua y nada teó­
rica sería : cada uno en el suyo, en uno o en otro . 
Esta respuesta, acaso por ser ingenua, nos 
pone sobre la pista. En uno o en otro : no se tra­
ta de una diferencia, sino de una disyunción . En 
efecto, la vida humana existe disyuntivamente: 
se es varón o mujer, y ambos consisten en su re­
ferencia recíproca intrínseca : ser varón es estar 
referido a la mujer, y ser mujer significa estar 
referida al varón. Ni uno ni otra pueden defi­
nirse aisladamente. Por eso no hay mera dife­
rencia, sino disyunción, polaridad ; se es una 
cosa u otra, y cada una de ellas co-implica o 
complica a la otra. 
Dicho con otras palabras, y con mayor rigor, 
la condición sexuada no consiste en los térmi­
nos de la disyunción, sino en la disyunción mis­
ma. La noción «Sexo» es ya por sí misma dis­
yuntiva, y por eso no es fácil de definir. Por eso 
mismo, la homosexualidad es contradictoria in­
trínsecamente, y cuando existe exige un artifi­
cial «desdoblamiento», es decir, una «disyun­
ción» interna a un sexo. 
Ahora bien, la vida humana entera se realiza 
históricamente. El lentísimo desarrollo del niño 
56 
La mujer y su sombra 
obliga a una larga convivencia con los padres y, 
en general, con la sociedad, que va inyectando 
sus interpretaciones, usos, vigencias, creencias, 
ideas, preferencias, estimaciones . El hombre 
reacciona personalmente, no solo a su situación 
biológica, sino más que nada a la social e histó­
rica. Lo «natural» y lo «cultural» o histórico son 
ingredientes esenciales e inseparables ; mejor di­
cho, la naturaleza humana, en la medida en que 
puede hablarse de ella, está historizada ; acaso el 
ejemplo más claro de esto es lo que se llama, 
casi siempre con mucha confusión, la raza. 
La condición sexuada experimenta esa misma 
historización ; cada una de sus formas y, por su­
puesto, las relaciones entre ellas . Habría que ha­
cer, aparte de la historia «del hombre», la del va­
rón y la de la mujer como serie de formas en 
que han ido consistiendo . Y si la historia gene­
ral alcanza algún día el grado de concreción y 
aproximación que reclama, deberá ser, y muy 
principalmente, una historia de la convivencia 
entre los dos sexos. 
No se olvide que, aunque la condición sexua­
da pueda parecer parcial, una fracción de la vida 
humana -como lo es, ciertamente, la actividad 
sexual-, en realidad es su envolvente, de ma­
nera que todas sus dimensiones están afectadas 
por ella. Es una instalación total, global, condi­
cionada circunstancialmente y que a su vez con­
diciona todos los vectores que de ella emanan. 
Ningún acto humano, ninguna vivencia, tienen 
plenitud de sentido si no se tiene en cuenta que 
57 
J ulián Marías 
se trata en cada caso de un hombre o una mujer. 
Si la palabra «mujer» tiene sentido, si se la 
puede emplear sin equívoco en todo el mundo 
y en todas las épocas , es porque significa algo 
permanente : es una estructura, no parte directa 
de la analítica, pero sí una de las articulaciones 
esenciales de la estructura empírica. Pero esa es­
tructura, como todas, cuando se trata de vida 
humana, se hace concreta en muy varias formas, 
que la llenan de contenido. Y, por supuesto, no 
solo históricamente, en cada una de las socieda­
des o épocas, sino en cada mujer individual. 
Quiero decir que se trata de una estructura bio­
gráfica, que se realiza a lo largo de las edades y 
se puede contar. 
Por eso le pertenece una pluralidad de trayec­
torias (concepto extraordinariamente fecundo si 
se lo toma en plural, como corresponde a su rea­
lidad efectiva). Como todo lo humano, la mu­
jer es algo más que «una manera de ser» que se 
pudiera definir estáticamente. Es algo, más ri­
gurosamente alguien, proyectivo, real e irreal a 
la vez, con un esencial ingrediente imaginario 
-por eso toda reducción a lo biológico es ilu­
soria-, utópico, que se realiza en grados diver­
sos, con riesgos, fracasos, retrocesos, esplendo­
res en diferentes líneas . 
No hay que buscar la «naturaleza» de la mu­
jer, porque no es natural ; tampoco su «esencia» , 
ya que es muy problemático que pueda aplicár­
sele ese concepto, demasiado cargado de una 
tradición filosófica compleja y bastante equívo-
58 
La mujer y su sombra 
ca. Hay que preguntarse más bien por la con­
sistencia de la mujer, es decir, la línea general y 
dominante de su pretensión polar, complicada 
con la masculina, realizada o frustrada, sobre 
todo intentada, en innumerables trayectorias . 
59 
V 
LA INTRAHISTORIA, DOMINIO DE LA 
MUJER 
La palabra «intrahistoria» tiene ya más de no­
venta años. Aparece en los ensayos que Una­
muno publicó en 1 895 en La España moderna, 
con el título En torno al casticismo. Esta voz ha 
llegado ya al Diccionario académico, definida 
así : «Voz introducida por el escritor don Mi­
guel de Unamuno para designar la vida tradi­
cional que sirve de fondo permanente a la his­
toriacambiante y visible» . Y audible, porque 
Unamuno tenía muy presente el ruido, por 
ejemplo, el que hace un escuadrón de caballería 
que entra en un pueblo silencioso, donde cada 
uno está ocupado de sus menesteres cotidianos ; 
y hablaba de «los bullangueros de la historia» . 
63 
J ulián Marías 
Observaba que cuando se dice «el presente 
momento histórico», se implica que hay otro 
que no es histórico . Las olas, movidas por el 
viento, agitan la superficie del mar, pero las 
aguas profundas -que son casi todo-- perma­
necen quietas y en reposo . Y la historia pasa y 
marcha ruidosamente porque hay muchos que 
acuden a sus quehaceres y hacen cada día lo de 
todos los días : la vida es primariamente vida co­
tidiana, y sobre su fondo acontece todo lo de­
más, lo excepcional e insólito. 
Creo que esta es la perspectiva en que hay 
que entender a la mujer. No quiere esto decir 
que no le puedan pasar, o pueda hacer, cosas no 
habituales, extraordinarias, acaso inauditas ; 
pero no es ese su clima, el fundamento de lo 
que he llamado su estructura. Si nos acercamos 
a la mujer, encontramos un ámbito, un ambien­
te si se quiere, de serenidad, elementalidad, pro­
fundidad. Cuando escapa a la trivialidad -en la 
que puede caer- produce una impresión de se­
riedad que rara vez se encuentra en el hombre. 
Y no se olvide que la seriedad es el atributo ca­
pital de la vida. La más disparatada, desquicia­
da, errónea, llena de ideas falsas y de inmorali­
dades, si se la mira por dentro, como tal vida, 
descubre que es una cosa seria. 
En compañía de la mujer -cuando es una 
verdadera mujer y da compañía- se tiene la ex­
traña impresión de «hacer pie» . Los hombres 
que no han hecho esta experiencia carecen de 
algo importante ; creo que si se mira al trasluz 
64 
La mujer y su sombra 
una vida masculina se advierte si ha hecho la ex­
periencia a fondo de la mujer en su seriedad o 
no. La inmensa mayoría de las biografías lo des­
conocen ; ni siquiera se lo preguntan ; tampoco 
se tiene en cuenta para confiar o no en los hom­
bres ; por ejemplo, para elegir a los gobernan­
tes . Y creo que es esencial. (Cuando son muje­
res las que gobiernan o pretenden gobernar, ha­
bría que preguntarse si han vivido en ese am­
biente de serenidad y seriedad. ) 
La mujer nos da impresión de estar en con­
tacto con las formas permanentes de la vida, con 
su sustancia -palabra que cada vez se emplea 
menos-. El hombre suele perderse en los acci­
dentes, es decir, en lo que accidit, lo que ocurre 
o sucede, y olvida que por debajo de ellos está 
esa sustancia, sub-stantia, literalmente lo que 
está debajo. Lo malo es que por una tradición 
aristotélica difundida por la Escolástica y luego 
por la filosofía moderna, se ha identificado la 
sustancia con la cosa, olvidando que el núcleo 
del aristotelismo iría en otra dirección. Pero la 
palabra sustancia tiene todo su valor en los gi­
ros populares de la lengua, cuando se habla de 
una sopa sustanciosa o se dice de una persona 
que es insustancial (o hasta de una ciudad, como 
dice un viejo y grande amigo mío de la ciudad 
en que reside) . Más que de cosas, merece ha­
blarse de la sustancia de la vida, que no es en 
modo alguno cosa, sino el área en que aparecen 
y se encuentran todas las cosas, con las cuales 
se hace. 
65 
J ulián Marías 
Si no fuera por la mujer, temo que el hombre 
se disolvería en sucesos, detalles, ocurrencias, 
novedades, minucias -aunque sean de gravísi­
mas consecuencias pueden ser en sí mismas mi­
nucias, y si se mira bien, de minucias han de­
pendido casi todas las grandes cosas, principal­
mente malas, que han transformado la humani­
dad-. Conviene tener presente la frecuente fri­
volidad de los políticos, de los revolucionarios, 
de muchos ideólogos, de los «agitadores» -re­
veladora palabra, que nos hace recordar el olea­
je . El hombre tiene una inquietante propensión 
a apasionarse por la inestabilidad de la superfi­
cie de la vida. Como la historia se hace ahora 
con datos estadísticos y casi sin nombres pro­
pios, y por supuesto sin narració?, y los núme­
ros parecen cosa sumamente sena, esto no pa­
rece evidente ; pero si se repasa desde este pun­
to de vista no puede evitarse un estremecimiento 
al medir las consecuencias de esa frivolidad. 
La predilección de la mujer por las cosas bá­
sicas se confunde muchas veces con el afán de 
seguridad o con la rutina. Creo que se trata de 
algo bien distinto. Esas formas, que sin duda 
existen, son la degeneración de la actitud feme­
nina fundamental ; acaso la interpretación mas­
culina de ella, que acaba por afectar a la mujer 
y hacerla caer en esas versiones triviales y en el 
fondo falsas . Como las mujeres tienen una vida 
menos «expresa» que la del hombre, como la vi­
ven más que la enuncian o explican, es muy fre­
cuente que acepten, con mayor o menor con-
66 
La mujer y su sombra 
vicción, lo que los hombres proponen, aun a sa­
biendas de que en realidad se trata de otra cosa. 
Sería interesante investigar el origen de las ideas 
que circulan sobre la mujer, y que pueden ser 
adoptadas por gran número de ellas ; creo que 
se comprobaría la procedencia masculina de la 
mayoría. 
Por otra parte, la mujer se interesa por lo me­
diocre y rutinario -o finge interesarse--, por­
que no se le da lo que verdaderamente quiere. 
Hay que preguntarse cuándo está la mujer con­
tenta, cuándo se siente ella misma, en plena hol­
gura y espontaneidad. Acaso se contenta con lo 
que no la contenta, porque tiende a ocultar -y 
a ocultarse- su insatisfacción. Habría que exa­
minar con atención la expresión del rostro de 
las mujeres en las diferentes fases de la vida; se 
vería una variación que no coincide con el sim­
ple paso de los años, con la llegada a la madu­
rez o el envejecimiento. Tengo fotografías de 
unas cuantas mujeres, hechas en diferentes épo­
cas, a veces a lo largo de varios decenios ; aparte 
de las diferencias ocasionales, de un día a otro, 
se pueden advertir variaciones que podríamos 
llamar «estructurales » de la expresión ; y no son, 
en modo alguno, pasos hacia una declinación, 
como podría pensarse, sino, con frecuencia, en­
riquecimientos, adquisición de expresiones más 
hondas y auténticas, tal vez con mayor intensi­
dad de felicidad, que suele reflejarse en un in­
cremento de belleza. 
Cuando se subraya que la mujer se afinca en 
67 
J ulián Marías 
lo permanente, en la sustancia de la vida, no se 
quiere decir que para ella no haya cambios ; es 
que va cambiando la vida. La tentación frecuen­
te es reparar solo en el cambio y olvidar lo que 
cambia, el sujeto de ese cambio, lo que perma­
nece a través de todos los cambios. Es el peli­
gro de la historización, que no se limita a ver 
que la realidad es histórica, sino que la disuelve 
en ese carácter suyo. 
A la mujer la dejan relativamente indiferente 
los «sucesos» , porque sabe que pasarán y que­
dará la vida permanente . Sus quehaceres, coti­
dianos e imperiosos, se lo han enseñado : la casa, 
las comidas, el sueño, el amor estable, los ni­
ños . Una vida variable pero con ritmo, es decir, 
que vuelve. Las horas, los días, las estaciones . 
Aun lo que pasa «definitivamente» , vuelve con 
las nuevas generaciones . La atención masculina 
está mucho más orientada hacia lo que «pasa» ; 
siente avidez por las noticias, que le interesan 
incomparablemente más que a la mujer. Pero si 
se reflexiona en que la gran mayoría de ellas re­
sultan sin importancia, que se olvidan a medida 
que se van recibiendo, que el periódico de la se­
mana pasada casi siempre carece de actualidad 
y, por supuesto, de interés, se encuentra uno 
con que la imagen de lo real que se ha ido de­
cantando en el alma de la mujer era más verda­
dera y consistente, menos menesterosa de rec­
tificación, más coherente y profunda. Suelo em­
plear la expresión «vivir en estado de error» ; si 
se pudiera medir el grado de esa situación, mi 
68 
La mujer y su sombra 
opinión es que es mucho más grave estadísti­
�amente entrelos hombres que entre las mu­
Jeres . 
En algunas épocas, en ciertos estratos socia­
les, las mujeres se han vuelto o se vuelven de­
masiado a lo público. Para estos efectos, lo mis­
mo da que sea la vida cortesana, el «gran mun­
do» , la política, las actividades profesionales que 
podrían llamarse «de relación» o esa otra curio­
sa profesión que es la «vida social» entendida 
como estar en todas partes. Cuando esto ocu­
rre, la mujer se siente «fuera de sí» . Se disipa la 
esencia -el perfume- y automáticamente deja 
de ser interesante. 
Esa esencial capacidad humana de entrar en 
sí mismo (el ensimismamiento), que en el hom­
bre tiende a ser un acto, en la mujer tiene un ca- . 
rácter más habitual, estable y seguro : estar en sí 
misma. Lo que en el hombre es más bien un 
acto vectorial, en la mujer es una instalación, 
por eso mismo menos perceptible. La mujer 
puede estar en sí misma -en lo decisivo, ensi­
mismada- mientras hace innumerables cosas, 
sobre todo las que afectan a la vida cotidiana, 
sin que ello perturbe su estabilidad, su reposo 
interior. 
Esta es la razón de que la mujer, cuando ver­
daderamente lo es, sea hospitalaria -el grado 
de hospitalidad es un buen instrumento para 
medir el grado de feminidad-. Antonio Ma­
chado usó, con perspicacia de poeta, ese adjeti­
vo, acaso nunca antes aplicado a la mujer : «amé 
69 
J ulián Marías 
cuanto ellas pueden tener de hospitalario» . Es­
tar, propiamente estar, solamente se puede con 
una mujer; con el hombre se puede estar ha­
ciendo diversas cosas ; pero la condición para 
que se pueda realmente estar con una mujer es que 
ella empiece por estar en sí misma. 
No es ahora demasiado fácil. Con enormes 
diferencias, que impiden toda generalización, la 
situación de nuestro tiempo hace menos proba­
ble esa manera de ser, y con ello esa forma de 
relación. Me refiero muy especialmente a los 
tres últimos decenios. El capítulo inicial, «Es­
quema de nuestra situación» , de mi Introduc­
ción a la Filosofía se escribió en los últimos me­
ses de 1 945 ; en él se señalaba una tendencia que 
todavía no pasaba de ser eso . Desde 1 960, apro­
ximadamente, se ha intensificado enormemente 
la historización. Muchas mujeres están atentas 
a «lo que pasa», lo que se dice, lo que se hace . 
Se introduce así en ellas un factor de inestabili­
dad. Se hacen más superficiales, aunque se ocu­
pen de cosas «graves» . Ni están en sí mismas ni 
es fácil estar con ellas , en su ámbito sereno, su­
mergiéndose dentro de la seriedad de la vida. 
Todavía es posible en muchos casos ; cuando 
esto ocurre, se siente algo parecido a haber pe­
netrado en una región de clima distinto del mas­
culino, más acogedor y donde las cosas son más 
verdaderas . Por eso esta experiencia significa un 
extraño enriquecimiento, a la vez estímulo y so­
siego, una proximidad mayor a lo que merece 
llamarse la verdad de la vida . Pero son muchos 
70 
La mujer y su sombra 
los hombres que ni conocen esto ni lo buscan, 
ni llegan a desearlo . 
La pavorosa inestabilidad personal de nuestra 
época, al lado de la cual las demás carecen de 
importancia, por ejemplo, de los amores, matri­
moniales o no, tiene una de sus causas, proba­
blemente la principal, en esa pérdida de las raí­
ces profundas de la intrahistoria. ¿Es esto asun­
to de la mujer o del hombre? Por supuesto de 
los dos ; pero como esa intrahistoria es prima­
riamente el dominio de la mujer, esa pérdida la 
afecta sobre todo . Que haya sido inducida por 
el hombre, en buena medida, me parece eviden­
te ; pero muchas mujeres han cedido a ella. Adán 
y Eva han invertido por una vez sus papeles . 
Esto no quiere decir que la mujer quede re­
legada fuera de la historia; más bien al contra­
rio . La mujer, cuando lo es a fondo, puede in­
teresarse vivamente por lo que pasa, y contri­
buir a que pase -o, lo que no es menos inte­
resante, a que no pase--. Pero lo hace desde sí 
misma, sin salir de su realidad ni abandonarla, 
sin renuncias : haciendo que lo que pasa pase por 
ella . 
71 
VI 
DEPENDENCIA Y DOMINIO 
La tradición milenaria, indiscutida, con pocas y 
dudosas excepciones de matriarcado, es la de­
pendencia de la mujer respecto del varón. Lo ca­
racterístico es que, más que una situación de he­
cho, ha sido una dependencia expresa, incluso 
reconocida por las leyes hasta hace poco años, 
y no de un modo pleno. La situación corres­
pondiente del varón no ha solido ser especial­
mente afirmada y subrayada, pero se la ha dado 
por supuesta. Muchos factores han llevado a ese 
reconocimiento : el papel inmemorial de la vio­
lencia, la importancia de la fortaleza física, la de­
fensa frente a los enemigos, la guerra, la caza. 
Se ha ido depositando, durante milenios, la con-
75 
J ulián Marías 
cepción viril del mando. Añádase a esto el que 
se ha atribuido tradicionalmente al varón la ini­
ciativa amorosa, con una insistencia probable­
mente excesiva e injustificada en la «pasividad» 
de la mujer. Las metáforas amorosas en circu­
lación inmemorial refuerzan estos esquemas in­
terpretativos : la «conquista» de la mujer por el 
hombre, la «entrega» , como una plaza sitiada. 
La dependencia de la mujer parece un hecho ab­
soluto y bien establecido. Esto explica, de paso, 
las resistencias minoritarias, los intentos de re­
beldía, las protestas, la impresión de injusticia, 
todo ello tan característico de nuestro tiempo, 
aunque no falten antecedentes en otras épocas . 
¿Y después ? No se puede f asar por alto el 
otro lado de la cuestión. En e Génesis está di­
cho : «No es bueno que el hombre esté solo» . 
El hecho decisivo es que e l hombre necesita a 
la mujer. En el mismo relato del Génesis se 
cuenta que Eva ofrece la fruta prohibida a Adán, 
y este se la come. Y cuando Dios le pide cuen­
tas a Adán por haber comido del árbol vedado, 
su disculpa o explicación es significativa : «La 
mujer que me diste por compañera me dio de 
él y comí» . Desde el primer momento se inicia 
lo que podemos llamar el dominio sin mando. 
La palabra pasividad es la que acude una vez 
y otra, cuando se trata de interpretar la actitud 
o la función de la mujer. Creo que es una in­
terpretación falsa, fundada en muy leves pretex­
tos . El hombre desea a la mujer, y esto lo mo­
viliza hacia ella. ¿Y la recíproca? ¿No desea la 
76 
La mujer y su sombra 
mujer al hombre ? La cuestión es complicada, y 
la pregunta supone ya una simplificación, lo 
mismo que la afirmación anterior, según la cual 
el hombre desea a la mujer. ¿ Qué es lo que en 
ambos casos se desea? No creo que haya sufi­
ciente claridad sobre ello, y es decisivo ; más 
adelante habrá que enfrentarse con esa pregun­
ta. 
Lo que parece claro es que, en principio, el 
deseo no parte de la mujer; es decir, la mujer de­
sea después. Si no se tiene esto presente, se in­
troduce una peligrosa confusión : o se supone 
que hay igualdad de reacción descante, o se con­
cluye que la mujer desea menos, que es, una vez 
más, «pasiva» : La mujer, normalmente, desea 
cuando es deseada. Reacciona al deseo del va­
rón, o con más exactitud al varón descante, por­
que su respuesta se refiere a la persona del hom­
bre. 
Pero si nos detenemos en lo que esto signifi­
ca, encontramos que la interpretación pasiva de 
la mujer es un error de largas consecuencias . En 
primer lugar, el que desea depende de lo desea­
do, y la iniciación del deseo en el hombre esta­
blece un vínculo de dependencia respecto de la 
mujer. En segundo lugar, ser deseado, a pesar 
de la voz pasiva de esta expresión verbal no es 
en modo alguno una forma de pasividad. Re­
cordemos una vez más a Aristóteles, según el 
cual Dios, suprema actividad, acto puro sin 
mezcla de pasividad, mueve al mundo «Como el. 
objeto del amor y del deseo, que mueve sin ser 
77 
J ulián Marías 
movido» . Es la forma máxima de la actividad, 
que podemos llamar atracción. Es lo que corres­
ponde a la mujer, que «atrae» al hombre, lo hace 
desearla, lo «llama» . ¿Hay algo más activo ? 
Admitamos,sin embargo, la metáfora tradi­
cional ; supongamos que la mujer es «conquis­
tada» . ¿ Qué sucede entonces ? Se instala, toma 
posesión de la casa, del hombre dentro de ella, 
de los hijos que llegan. Le corresponden la co­
cina, la organización de la vida doméstica, la 
agricultura primitiva -podríamos ver un resto 
en el cuidado de las macetas-, durante mile­
nios hilar y tejer, luego por lo menos coser, la 
educación de los hijos, y con ello algo absolu­
tamente capital : la transmisión de los principios 
y creencias . La mujer, desde su dependencia, 
ejerce un dominio amplísimo y constante. El 
hombre necesita a la mujer todo el día, en casi 
todas las dimensiones de la vida, mientras ejer­
ce su dominio -casi siempre nominal- en 
unos cuantos puntos aislados e inconexos . Si se 
comparan las vidas de los dos, sobre todo las vi­
das cotidianas, que siempre exceden en impor­
tancia a lo que es excepcional, encontramos que 
están incomparablemente más influidas, confor­
madas, inspiradas, dirigidas por la mujer. Sobre 
todo, cuando el hombre tiene fuerte personali­
dad, cuando es verdaderamente viril, lo que se 
traduce en estar enérgicamente proyectado ha­
cia la mujer, «pendiente de ella» -dice la ex­
presión popular-, aunque los dos crean que 
ella es dependiente de él. 
78 
La mujer y su sombra 
Lo que la mujer ha sabido confusamente 
siempre y está olvidando es que su dominio es 
eficaz desde la dependencia. Cuando se resiste 
a esta, lleva las de perder. Por lo pronto, por­
que se hace menos deseable -y sobre todo en 
menos aspectos, de manera más parcial, en di­
mensiones relativamente abstractas-. Es muy 
difícil medir las cosas humanas, que no son 
cuantitativas sino cualitativas, pero que tienen 
intensidad en diversos grados, pero tengo la im­
presión de que la mujer de la segunda mitad de 
nuestro siglo es menos deseada, o más incom­
pletamente, que en otras muchas épocas que nos 
son accesibles mediante la historia o la ficción. 
Resulta la mujer menos necesaria en la medi­
da en que satisface menos necesidades ; si sim­
plifica su relación con el hombre, las necesida­
des son menores porque deja de suscitarlas ; ha­
bría que hacer la historia de la creación por la 
mujer de innumerables necesidades que se in­
corporan a las formas de la vida, que luego la 
mujer misma satisface, pero que primero «in­
venta» , y convierte en desiderata, acaso impres­
cindibles . Una historia adecuada de la civiliza­
ción prestaría a este aspecto la atención que me­
rece. Consta la transformación que sobre la ru­
deza de la Edad Media ejercieron las mujeres, 
sobre todo en los siglos XIV y XV; sin ellas, ¿ se­
ría imaginable el Renacimiento, tal como se re­
fleja en el prodigioso libro del Conde Baldassa­
re Castiglione Il Cortigiano, que en la admira­
ble traducción de Juan Boscán se convirtió para 
79 
J ulián Marías 
nosotros en El Cortesano, del Conde Baltasar 
Castellón ? Y siempre que veo una buena pelí­
cula del Oeste, uno de esos westerns que son la 
épica de nuestro tiempo, me asombra el refina­
miento, la humanización, el sutil dominio civi­
lizador que introducen en los ranchos, en las 
mínimas ciudades perdidas en la lejanía, llenas 
de rudeza y violencia, entre los broncos vaque­
ros, labradores, cazadores o buscadores de oro, 
esas mujeres que después del trabajo agotador 
se visten de damas, resucitan la cortesía, sacan 
la vajilla decorosa, bailan con mesura y tensión, 
restableciendo el campo magnético, con sus 
hombres, que se rinden a ese mundo irreal, en­
trevisto y deseado. 
Cuando la mujer es menos deseable llega a 
ser menos necesaria ; cuando lo es sólo fragmen­
tariamente, o de manera discontinua, resulta 
menos permanente y perdurable ; y por tanto, 
más fácilmente sustituible que cuando significa 
una necesidad total, global, procedente del úl­
timo centro de la persona. Una cosa es necesi­
tar algo de una persona, de la mujer en este caso, 
otra es necesitarla a ella. 
Y no se piense solamente en el hombre como 
tal, por ejemplo en el marido, aunque esto es de­
cisivo, mucho más de lo que hoy se piensa. El 
dominio de la mujer se extiende a otros aspec­
tos, a otras zonas de la realidad. A los hijos so­
bre todo, «hechos» por la madre en muy dis­
tintos grados, según su calidad personal y su de­
dicación. Y esto quiere decir, no a los «niños» , 
80 
La mujer y su sombra 
aunque por ahí se empieza, sino a los hijos 
cuando crecen, cuando llegan a ser hombres y 
mujeres ; es decir, al futuro . Ese dominio llega 
a la sociedad entera, a la de hoy y a la de ma­
ñana, porque la mujer es la verdadera transmi­
sora del sistema de creencias y vigencias que la 
constituye (de esto me ocupé en detalle, para 
nuestra época, en La mujer en el siglo XX). 
Este dominio disminuye sensiblemente cuan­
do la mujer no acepta la «dependencia» para 
ejercerlo desde ella. Y la tendencia actual a que 
el hombre tome más parte en la vida doméstica, 
en el cuidado de los hijos, que es sumamente 
acertada, se anula cuando decrece la participa­
ción de la mujer, y se desemboca en la situa­
ción, tan frecuente hoy, de que los hijos tienen 
una peligrosa carencia de padres, con una pre­
sencia reducida al mínimo, sustituida tal vez por 
una libertad hecha de indiferencia y una abun­
dancia económica con la que se quiere compen­
sar la desatención. 
Por otra parte, a veces se llama «dependen­
cia» , con un matiz peyorativo, a la disponibili­
dad, al «servicio permanente» que se suele exi­
gir a la mujer con familia, con hijos, sobre todo 
muy jóvenes . Así es, es un requisito de esa fun­
ción, y ciertamente penoso, hasta el punto de 
que hay pocos trabajos más duros y absorben­
tes -más interesantes y valiosos también-. Es 
la estructura de la realidad, con la cual hay que 
contar, que se puede modificar hasta cierto pun­
to, siempre sin violentarla, sin perderle el respeto. 
8 1 
J ulián Marías 
Imagínese lo que la técnica ha hecho por hu­
manizar y aliviar el trabajo de la mujer, en el 
corto espacio de las vidas de los que todavía no 
son viejos. Cuesta un esfuerzo recordar cómo 
se hacían, hace pocos decenios, las operaciones 
cotidianas, desde encender la lumbre, disponer 
de agua caliente, ir a la compra, guisar, lavar los 
platos, cacerolas y sartenes, lavar la ropa, zur­
cir calcetines y medias . Unos cuantos aparatos 
universalmente difundidos, unas nuevas fibras 
benéficas, han transformado la vida cotidiana de 
la mitad de la humanidad en enorme porción 
del mundo. Esa sí ha sido una verdadera revo­
lución sin sangre ni locura. Si se la hubiera apro­
vechado, si no se la quisiera mezclar con otras, 
si se pusiera en juego la inmensa cantidad de 
holgura vital que esas técnicas han dado a la mu­
jer, esa potencia liberadora, para nuevos pro­
yectos, para la dilatación de su vida, estaríamos 
en una época de maravillosa plenitud. 
Pero se ha ido perdiendo, por lo menos se ha 
ido gestando un desvío creciente hacia lo que 
he llamado disponibilidad o servicio permanen­
te. La tendencia de la mujer ·actual, la tentación 
a la que más fácilmente sucumbe, es ser momen­
tánea. Parece cosa de poca monta, casi nada; 
pero precisamente eso invierte lo que ha sido su 
condición, y su mayor fuerza. La momentanei­
dad, la fugacidad, la falta de coherencia y per­
manencia, excluye el dominio. A pesar de lo que 
se dice, y de las apariencias, creo que el domi­
nio de la mujer está en uno de los momentos 
más bajos de la historia. 
82 
VII 
MATERNIDAD Y CONTINUIDAD 
La disimetría entre el hombre y la mujer se 
muestra con ejemplar claridad en la diferencia 
que existe entre la paternidad y la maternidad. 
Por supuesto, siempre se ha insistido entre la 
plena seguridad de la condición materna y la 
siempre dudosa atribución de la paternidad. 
Pero, dejando este aspecto, a última hora secun­
dario, en la mayoría de los casos desdeñable, 
hay una diferencia radical entre la fecundación, 
momentánea, y la larga gestación, a la cual pue­
de asistir el padre, en grado

Continuar navegando