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Resumen CAP 10 Romero - Breve historia contemporánea de
la Argentina
Introducción a la sociedad y estado (Universidad de Buenos Aires)
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Resumen CAP 10 Romero - Breve historia contemporánea de
la Argentina
Introducción a la sociedad y estado (Universidad de Buenos Aires)
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CAP 10: CRISIS Y RECONSTRUCCIÓN (1999-2005) 
El gobierno de la alianza 
La alianza por el trabajo, la justicia y la educación (encabezada por De la Rúa) llegó al poder con un amplio crédito de 
confianza y varios problemas casi sin solución. Su poder se limitaba por la presencia dominante del peronismo en el 
Senado y en la mayoría de provincias. La movilización social seguía presente y articulada, y la economía limitaba 
profundamente la acción del gobierno, pues estaba en recesión desde 1998, con alto déficit fiscal y un régimen de 
convertibilidad cuyo mérito residía en limitar estrictamente la acción estatal en materia monetaria y garantizar a los 
inversores globales que el país cumpliría sus compromisos. Quedó evidenciada la fragilidad de la bonanza de los 90s, 
y todo reposaba sobre la convertibilidad, y mantenerla fue la nueva ilusión colectiva y el respaldo del gobierno. Las 
políticas que contribuían a sostenerla profundizaban la recesión local: elevada desocupación, empleo en negro, tasas 
de interés altas, retracción comercial, atraso en los pagos estatales y desaliento a los inversores. Para convencer a 
sus acreedores, el país debía cumplir con sus compromisos, y esto sólo era posible con nuevos préstamos. El FMI se 
mostró tolerante y benévolo mientras duró la administración Clinton en EEUU. Pero a quienes manejaban los 
grandes fondos de inversión privados sólo les importaba abandonar a tiempo un mercado riesgoso. El riesgo país 
registraba la fragilidad de la solvencia. La convertibilidad provocó un peso sobrevaluado que dificultaba la 
competición en los mercados mundiales, por lo que retrocedieron exportaciones industriales. Pagar los vencimientos 
de la deuda requería un enorme esfuerzo fiscal y una reducción de los gastos estatales (congelar salarios, suprimir 
partidas, achicar inversión). Todo ello profundizaba la recesión y reducía los ingresos de los impuestos. Los distintos 
problemas confluían en el “ajuste fiscal”. El Estado gastaba más de lo que percibía pues no recibía nuevos 
préstamos, por la recesión y porque durante la bonanza de los 90s no había controlado los gastos y había alimentado 
la maquinaria política y al sector de prebendados y depredadores que sorbían sus recursos. Los afectados de la 
necesidad de reducción fiscal (principalmente empleados estatales provinciales) reaccionaban violentamente y los 
gobernadores debían afrontarlos y a la vez negociar con el gobierno nacional. La política económica fue conducida 
por el ministro Machinea, combinando ajuste salarial, elevación de impuesto y reducción de gastos (poco). Apostó a 
la reactivación y trató de atraer a los empresarios reduciendo costos salariales mediante la reforma de la ley laboral, 
además, consiguió el apoyo del FMI que acordó fondos para el blindaje de la deuda externa: Aunque la situación no 
cambió y se alejó la posibilidad de nuevos préstamos. En 2001, asumió Murphy como nuevo ministro, quien apostó a 
reducir el déficit estatal mediante un dramático recorte de gastos. Hubo una reacción sociopolítica generalizada y el 
ministro abandonó su cargo inmediatamente. Entonces el presidente convocó a Cavallo (“padre de la 
convertibilidad”) quien se convirtió en un “súper ministro” y ensayó una solución no ortodoxa: cerrar las 
importaciones y reactivar las exportaciones industriales mediante estímulos fiscales. Sin embargo el elevado costo 
fiscal de esta política aumentó la desconfianza de inversores y la fuga de dólares. Se agregó otra dificultad: la nueva 
administración estadounidense (encabezada por Bush) retaceó su apoyo al gobierno. Cavallo entonces se concentró 
en la deuda externa: acordó con los acreedores un “megacanje”, permutando vencimientos inmediatos por otros a 
mayor plazo en interés. Intentó flexibilizar la convertibilidad, combinando en la paridad dólares con euros con 
resultados catastróficos. El Estado entonces, para recuperar la confianza de los inversores, en 2001 anunció un 
presupuesto de “déficit cero”: El Estado sólo pagaría el equivalente de lo que recaudara, cuyas consecuencias fueron 
los recortes de sueldos y jubilaciones, y la reducción de transferencias a las provincias. Pero por el alto riesgo país, 
nada cambió las expectativas de los inversores. Al avance de la crisis fiscal se le sumó la movilización social, aunque 
en un principio el gobierno de la Alianza tuvo un razonable margen de maniobra, mientras que el peronismo 
(desarticulado) no lo obstaculizó sistemáticamente. A medida que se revelaba la fragilidad de la convertibilidad, la 
opinión pública apoyó al gobierno. A pesar del éxito electoral, la Alianza no funcionó como coalición de gobierno, 
pues la UCR tuvo fuertes fricciones con el grupo De la Rúa. El vicepresidente Álvarez (nexo entre Alfonsín y De la 
Rúa) procuró ampliar la Alianza dialogando con los no peronistas, mientras que el presidente apostaba a la 
colaboración entre justicialistas. Combinar tendencias y puntos de vista divergentes era posible, pero requería de un 
liderazgo, decisión y talento de los que De la Rúa carecía, por lo que los conflictos se agudizaron. El escándalo del 
Senado desencadenó la ruptura: En 2000, se aprobó la ley de reforma laboral y Chacho Álvarez (presidente del 
Senado) impulsó una investigación por un soborno para la aprobación de dicha ley por un grupo de senadores 
peronistas y radicales, pero los senadores se unieron para obstaculizarla y defender al cuerpo y el Álvarez solo tuvo 
un tibio respaldo del presidente, y este renunció. Esto desencadenó una crisis en el gobierno, pues los diputados del 
Frepaso se desgranaron. A fines del 2000, grupos desprendidos de la UCR, Frepaso y el socialismo constituyeron 
Afirmación para una República Igualitaria (ARI), encabezado por Carrió. 
Las medidas propuestas por Murphy acabaron con la mayoría que el gobierno tenía en Diputados. La designación de 
Cavallo distanció a Alfonsín, quien exploró la alternativade un gobierno de unidad nacional capaz de abandonar la 
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convertibilidad. Aislado de sus aliados y encerrado en un círculo reducido, el gobierno se enfrentó las elecciones 
legislativas en 2001, donde su desempeño fue malo, a diferencia de la izquierda y el ARI. Lo más notable fue el “voto 
bronca” pues un porcentaje considerable de sufragistas votó en blanco o anuló su voto, mientras que otros ni se 
presentaron. Este fue impulsado por una campaña sistemática que dio forma y expresión a la disconformidad 
ciudadana: se culpaba a los políticos de las dificultades económicas, de no hacerse cargo de las demandas sociales y 
de preocuparse solo por defender sus privilegios. 
Protesta, crisis y final de la alianza 
Las elecciones iniciaron la crisis final del gobierno. Los senadores peronistas eligieron a Puerta como presidente 
provisional del Senado tras la renuncia de Álvarez, anunciando que se preparaban para retomar el gobierno. El 
gobierno, sin el respaldo del FMI, comenzó a recortar todo tipo de gastos, lo que agudizó las reacciones. La crisis 
fiscal reactivó la protesta social. La singularizó su dimensión nacional, heterogeneidad y convergencia práctica, 
prendiendo primero en algunas capitales provinciales. Teniendo éxito primero en General Mosconi y luego en la 
Matanza en 2000. En 2001, las cosas fueron más duras: El déficit cero establecido por Cavallo y su secuela de 
recortes presupuestarios profundizaron el descontento. A fines de año, los vecinos de CABA pasaron de 
espectadores a participantes activos de una protesta que incluyó saqueo, violencia, represión y muerte en las 
grandes conurbaciones. Los protagonistas se fueron ampliando y renovando. Las dos CGT y la CTA convocaron a 
huelgas generales y organizaron marchas nutridas y turbulentas. Los trabajadores estatales fueron particularmente 
activos, sobre todo los docentes. En los municipios, la protesta se profundizó al sumar a organizaciones vecinales y 
otras redes de base territorial. Los principales actores fueron las organizaciones piqueteras con las que la Alianza 
decidió negociar y encargarles la distribución de los planes de ayuda. Lo que confirmó la intuición de los 
demandantes: el gobierno renunciaba a aplicar medidas universales y se ocuparía de aquellos que presionaran 
adecuadamente. Sin embargo, como los beneficios eran precarios, las demandas crecían y la competencia se 
intensificaba, las organizaciones debían permanecer activas para defender lo recibido y ampliarlo. En definitiva, el 
Estado subsidiaba y hacía crecer a los grupos que se habían organizado para presionarlo. Las organizaciones 
piqueteras estaban compuestas por jubilados, desocupados, ocupantes de tierra y familias necesitadas, y 
construirlas fue tarea de veteranos militantes, antiguos dirigentes sindicales y activistas políticos. Como novedad, 
hubo una alta participación de las mujeres, encargadas de las tareas comunitarias. Las organizaciones proliferaron, 
con distintas envergaduras y perspectivas, pero coincidiendo en la táctica (cortes de rutas y calles) y en la práctica 
organizativa (basada en asambleas), aunque diferían en sus perspectivas a largo plazo (para algunos el horizonte 
estaba en las puebladas y en la insurrección popular, mientras que otros apuntaban a la auto organización popular). 
Los subsidios estatales eran un punto esencial, pues solucionaban los problemas de los necesitados y posibilitaban el 
funcionamiento y la expansión de las organizaciones, pero estos debían considerarse una conquista, pues el Estado 
tenía la obligación de garantizar los derechos básicos de los ciudadanos. En 2001, las organizaciones piqueteras 
pasaron al primer plano, avanzando en su integración y coordinación, y se reunió la Asamblea Piquetera Nacional, 
que acordó un plan de acciones común que culminó con cortes de rutas en todo el país, aunque afloraron las 
diferencias estratégicas y hubo muchas escisiones. Las organizaciones veteranas (FTV y CCC), impulsaban reformas 
sociales (ej. Seguro universal) que beneficiaran a desocupados y no desdeñaban negociar con las autoridades. Las 
impulsadas por la izquierda (PO, que luego conformaría el Bloque Piquetero) consideraban que existía en el país una 
situación prerrevolucionaria y orientaron sus acciones en dicho sentido. Debido a la imposibilidad de acceso al 
crédito internacional por el alto riesgo país, se corporizó el fantasma del default (declaración del cese de los pagos 
de la deuda). Para frenarla, Cavallo implementó el “corralito”: redujo la extracción de efecto de los bancos, aunque 
siguieron habilitadas las transferencias, los cheques y pagos con tarjeras. Se anunciaron nuevos cortes 
presupuestarios. Esta medida relanzó la protesta social: La desafección institucional, el cuestionamiento de todos los 
mecanismos de representación y la búsqueda de nuevos canales se manifestaron la adhesión al plebiscito convocado 
por el FRENAPO, organizado por la CTA y otras agrupaciones, que proponía establecer un ingreso ciudadano básico. 
Durante las elecciones votaron 3.000.0000 de personas. Para entonces, la protesta había cambiado de rumbo: Las 3 
centrales obreras organizaron un paro nacional con una adhesión casi unánime: en muchas ciudades hubo 
manifestaciones con actos de violencia, que luego se extendió a todo el país. La represión fue inconexa, pero dejó 
muertos y heridos. Luego comenzaron los saqueos, extendidos dada la pasividad policial y se movilizaron nuevos 
actores afectados por la crisis o movilizados por la indignación y desilusión (cacerolazos), por lo que el gobierno 
decretó el estado de sitio aunque avivó el conflicto, poniendo en movimiento a más gente. Se congregaban frente al 
Congreso o Plaza de mayo muchedumbres de reclamantes que fueron reprimidos. Cavallo había renunciado y el 
presidente convocó a un gobierno de unidad nacional, quien había perdido completamente el apoyo y al poco 
tiempo también renunció, como resultado de un derrumbe fiscal imparable. 
 
 
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El año de la crisis (2002) 
Desde entonces, la crisis se desplegó en todo su alcance. Se conjugaron la crisis económica que originó el derrumbe 
de la convertibilidad, la crisis política derivada de la acefalía presidencial y profundizada por el cuestionamiento 
general a la legitimidad de los gobernantes, y la crisis social, alimentada por la económica y motorizada por las 
protestas y reclamos. Se desplegaron imágenes terroríficas: guerra civil, saqueos, quiebras en cadena, anarquía. 
Todo formó parte del “año de la crisis”. Recién a fines del 2002, los problemas parecían encaminarse a una solución. 
La crisis política transcurrió sobre un fondo de violentas manifestaciones sociales. La Asamblea Legislativa designó 
como presidente interino a Rodríguez Saá, quien debía llamar a elecciones inmediatamente para completar el 
mandato del presidente anterior. Pero este anunció que no se pagaría la deuda externa y encaró proyectos a largo 
plazo, por lo que perdió apoyo y debió renunciar. Por lo que designaron a Duhalde quien contaba con un gran apoyo 
de peronistas, radicales y en el Congreso, aunque la Justicia le era hostil. En la calle, los distintos grupos movilizando 
seguían reclamando con ira, por lo que la legitimidad del nuevo presidente no era sólida. El congreso resultó el ancla 
más consistente para el gobierno tras el fin de la convertibilidad. No había salida que pudiera conformar a todos y la 
cuestión se trataba de repartir las pérdidas. Cada actor presionaba por lo que consideraba suyo. Las primeras 
medidas fueron azarosas y contradictorias pero con efectos contundentes: dispuso de una devaluación del 40%, 
llevando el dólar a $1,40, y transformó en pesoslas deudas en dólares, mediante la “pesificación asimétrica”: Se 
dispuso que las deudas se convirtieran a razón de $1 por dólar, mientras que los depósitos bancarios se pesificaban a 
razón de $1,40 por dólar. Simultáneamente, se extendió el corralito (corralón) a los depósitos a plazo fijo. Esta 
ruptura de los contratos dejaba muchas cuestiones por resolver y una gran discusión sobre cómo hacerlo. A los 
bancos se les prometió un bono para compensar la diferencia entre acreencias y deudas. Se reformó la ley de 
quiebras para proteger a los afectados. Muchos ahorristas recurrieron a la justicia para recuperar sus depósitos 
bancarios. La corte suprema amenazó con declarar inconstitucionales todas las medidas de excepción. Duhalde tomó 
una medida efectiva y de efectos perdurables: la creación del Plan Jefes y Jefas del Hogar, destinado a los 
desocupados, para el cual obtuvo fondos del FMI y del BID. Este apuntaba a la universalidad y su ejecución se 
derivaba de los intendentes, aunque daba participación a diversas organizaciones, como las piqueteras. La suma 
entregada era modesta ($150 o 40 dólares), pero significativa. Los efectos tardaron meses en hacerse sentir. En un 
momento, el gobierno perdió el control y el dólar se disparaba, al igual que la inflación y desocupación. La mitad del 
país se encontraba debajo de la línea de pobreza y una cuarta parte en la indigencia. El gobierno debía encontrar 
cómo satisfacer simultáneamente a ahorristas con depósitos acorralados, a bancos amenazados por corridas, a 
acreedores sin la posibilidad de ejecutar a los deudores. El FMI exigía cambios profundos que llevaran a un nuevo 
equilibrio (hiperinflación controlada). Tras ese cruce de intereses contradictorios, se desenvolvía una crisis social y 
de legitimidad política profunda. El doble cuestionamiento de la autoridad política y de la moneda impulsó el 
despliegue de la crisis social y política. En el año de la crisis, se agravó la situación de los perdedores de la gran 
transformación y se les sumaron nuevos segmentos. En un escenario exhibido por los medios, expresaron su ira y 
reclamos. También comenzaron a aparecer propuestas fragmentarias, utópicas pero creativas, pues para muchos la 
crisis fue una oportunidad para reorganizar a la sociedad. El escenario más visible y de mayor concentración de 
reclamos fue CABA, pues todos los días se daban protestas frente al Congreso o Plaza de Mayo con cacerolazos y 
vandalismo. Los unía la consigna “que se vayan todos” referida a políticos y otros grupos dirigentes. Cotidianamente 
aparecían piqueteros con palos y pasamontañas reclamando subsidios y planes. Por las tardes los vecinos se reunían 
en asambleas y al anochecer aparecían los cartoneros (familias y grupos organizados en busca de algo valioso en la 
basura). Otros vecinos se juntaban en clubes de trueque, para sustituir la moneda y mantener el mercado. Luego de 
derribar a dos presidentes (pensaban), su blanco era la Justicia, considerada el emblema de los aborrecidos 90s y 
para otros la esperanza de un fallo judicial que les devolviera sus ahorros. Los ahorristas eran los más violentos de 
los manifestantes, así como también el más centrado en un objetivo específico y contradictorio, la furia contra los 
bancos unía a deudores y a acreedores. La mayoría de vecinos asumieron la responsabilidad de construir el interés 
general, a través de asambleas barriales caracterizadas por la aspiración a la horizontalidad, al diálogo razonado y a 
una democracia directa que cerraba la brecha dejada por el fracaso político. Allí se establecieron relaciones 
solidarias con otros grupos (cartoneros) y se organizaron marchas y escraches (manifestaciones contra personajes 
odiados, como Cavallo). Los partidos izquierdistas se sumaron a las asambleas y trataron de imponer sus ideas, 
difícilmente conciliables con la autogestión vecinal. A fin de año, las aguas se separaron y predominó un anhelo de 
una salida ordenada para la crisis. Hubo otros colectivos notables: Los cartoneros, familias enteras con base en los 
barrios del conurbano ligadas al mercado, con interés en metales, papeles o cartón y prestos a construir los circuitos 
articuladores de la recolección, y los trabajadores que se hicieron cargo de las fábricas abandonadas y las pusieron 
en funcionamiento, con ayuda estatal que alternaba entre asistencia social y rigor judicial. También estaban los 
clubes de trueque. En su capacidad de contención para los más necesitados, apostaron a la construcción de un 
sistema auto gestionado (alternativo al mercado), aunque cuando la economía recupero su estabilidad declinaron 
rápidamente. Las organizaciones piqueteras fueron las grandes protagonistas, pues crecieron por la creación del Plan 
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Jefes y Jefas de Hogar, que multiplicó la ayuda social estatal. La mayor parte fue repartida a través de las redes 
vinculadas al aparato justicialista, mientras que otras se destinaron a las organizaciones piqueteras. Les era fácil 
obtenerlas, pues el gobierno cuya prioridad era apagar el conflicto social. Estas organizaciones fueron islotes 
singulares en el conurbano, que convivieron en competencia con la red de base estatal. Los planes asistenciales y las 
contraprestaciones permitieron desarrollar la dimensión asistencial (comedores, talleres, iniciativas autogestivas) 
pero todas las conquistas eran precarias y discrecionales. Pertenecer a una agrupación consistía en participar 
regularmente de las marchas para defender lo conseguido, recuperarlo o acrecentarlo. Los planes y subsidios fueron 
el centro de las organizaciones y el origen de sus diferencias. La FTV y la CCC (grandes y tradicionales) privilegiaron el 
acuerdo estable con las autoridades peronistas, otras se preocuparon por consolidar el núcleo social y la defensa 
militante. Un bloque mayoritario se reunió en el Bloque Piquetero (izquierda, polo obrero), convencidos de la 
inminencia del momento revolucionario (argentinazo). El gobierno tendió a negociar con las organizaciones, aunque 
en ocasiones reprimió: En un caso, la policía bonaerense intentó detener una marcha en Avellaneda y asesinó a 2 
militantes (Kosteki y Santillán), lo cual tuvo mucha repercusión política y exacerbó la movilización piquetera y 
estrechó los vínculos con los vecinos movilizados. Las marchas eran diarias y caóticas. La táctica era efectiva, y la 
estrategia revelaba la convicción de que nadie tenía derecho a ignorar los padecimientos de los perdedores. Quiénes 
vivían en las ciudades tenían sentimientos mezclados: solidaridad con quienes reclamaban y fastidio por los 
contratiempos. Entre orden y represión había una frontera borrosa, pues el gobierno no podía controlar 
completamente a la policía o gendarmería, por lo que hubo una oscilación entre aceptar el derecho a la protesta y el 
de mantener el orden, que con el tiempo fue inclinándose hacia una represión solapada, practicada lejos de las 
cámaras. Duhalde se desprendió de su ministro Lenicov (quien se había encargado de la devaluación y pesificación) y 
designó a Lavagna, quien lo acompaño hasta el final de su mandato. Duhalde resolvió razonablemente bien la crisis 
política y Lavagna dirigió el tránsito de la crisis a un crecimiento económico notable, lo que se debió tanto a la pericia 
del ministro como al cambio del contexto nacional e internacional: La salida de la convertibilidad, además de dejar 
un tendal de damnificados y un país en la miseria, creó las condiciones para la recuperación fiscal y económica. Los 
salarios cayeron un 20%, y las jubilaciones, un %50, lo que significó un alivio para el Estado y las empresas, que 
fueron estimuladas por la reducción de las importaciones (por la devaluación) y por el congelamiento de tarifas de 
servicios,que el gobierno impuso a empresas privadas. La inflación incrementó los ingresos fiscales, mientras que los 
gastos debieron reducirse por el cese total del financiamiento externo. También aumentó el precio y la demanda 
internacional de la soja, por los países asiáticos. Así, la producción se recuperó y en 2003, duplicó la de 1998. El 
gobierno impuso una retención a las exportaciones del 23,5% y esos ingresos tonificaron las cuentas fiscales. Desde 
entonces, el superávit fiscal primario y el superávit comercial fueron los pilares de la recuperación económica. Sobre 
esa base, Lavagna comenzó a desmontar todos los conflictos generados por la salida de la convertibilidad. Los 
problemas eran muchos, y ninguna solución podía satisfacer a todos. Muchos propusieron salidas drásticas, que 
ignoraban los costos y el criterio de equidad, pero se optó por buscar soluciones intermedias, regulando los tiempos 
y ayudando a restablecer una autoridad política. Lo más urgente era restaurar la confianza en los bancos y encontrar 
soluciones para los ahorristas: Lavagna ofreció a los depositantes una serie de bonos optativos, que fueron 
aceptados gradualmente con la mejora de la credibilidad en el fisco. Con las provincias, redujo el envió de fondos, 
pero absorbió todas las cuasi monedas y los bonos emitidos desde 2001. Lo más difícil fue la negociación con el FMI, 
pues no cumplir con esos pagos implicaba una ruptura con el mundo financiero. Este se negaba a cualquier 
refinanciación si el gobierno no realizaba reformas drásticas, inaceptables para la sociedad y letales para la 
recuperación económica. Lavagna negoció largamente, pagó a veces y dejó de hacerlo en otras, concedió algunas de 
las demandas e ignoró otras, contó con el apoyo del gobierno estadounidense. Así, en 2003, firmó un acuerdo 
transitorio para refinanciar los pagos vigentes. Paulatinamente, los indicadores de la crisis mejoraron: bajó la 
inflación y el dólar se estabilizó. La bonanza fiscal, la política de subsidios y una reactivación económica 
tranquilizaron los ánimos. En vísperas electorales, se liberó parte de los ahorros y se convirtió a los restantes en 
solidos bonos en dólares. La mejora económica facilitó la salida política, complicada por la falta de legitimidad 
electoral y de dinero de Duhalde. El episodio de las muertes de Kosteki y Santillán lo decidió a acortar su mandato y 
a autoexcluirse de la candidatura, lo que mejoró su situación, pues conservaba un gran poder para incidir en la 
elección de su sucesor, siendo apoyado por los gobernadores y del Congreso. La salida electoral estaba llena de 
incertidumbres, pues la ley electoral disponía que en cada partido se realizaran elecciones internas abiertas, pero los 
partidos estaban en crisis y no representaban mucho. El candidato de Duhalde debía competir contra Menem, quien 
era apoyado por muchos peronistas y contra Rodríguez Saá. Duhalde si bien era apoyado en el conurbano gracias a 
la asistencia social, carecía de un candidato adecuado y este decidió cambiar las reglas electorales: suspendió las 
internas abiertas, para evitar el triunfo de Menem, habilitando la presentación de candidatos justicialistas y apoyó a 
Néstor Kirchner (gobernador de Santa Cruz), cuyo apoyo sumó muchos votos. El PJ, entonces, concurrió con tres 
candidatos. Surgieron dos candidaturas exradicales: Murphy (defensor de la rigurosidad fiscal) y Carrió 
(impugnadora de la corporación política), ambos de principios republicanos. En la primera vuelta, se impuso Menem 
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24% y le siguió Kirchner 22%. El peronismo mejoró notablemente su performance, pues los tres candidatos 
justicialistas lograron el 60% de los votos, mientras que la UCR (con Moreau), obtuvo el 2%. Era el fin del 
bipartidismo. Menem renunció a la competencia y privó a Kirchner de una adecuada legitimación electoral. Pero la 
elección había sido exitosa y mostró una renovada convalidación del sistema representativo. Los partidos políticos 
habían quedado en el camino, pero el régimen democrático supero la crisis al igual que la economía. 
La salida de la crisis 
Kirchner recibió el gobierno cuando lo peor de la crisis había pasado, aunque aún quedaban cuestiones por resolver 
y demandas por satisfacer, siendo la más importante la deuda en default. En cuanto a la sociedad, la primera 
demanda consistía en el restablecimiento del orden y de la autoridad presidencial. Con menos unanimidad, 
encontrar una salida a la desocupación y la pobreza extrema, y restituir la legitimidad. El nuevo gobierno arrancaba 
con un hándicap político: su escasa legitimidad electoral, lo que fue compensado en un principio por el respaldo de 
Duhalde, quien le traspasó varios de sus ministros. El gobierno entonces se dedicó a constituir sus propios apoyos y a 
adecuar el gobierno a su estilo de conducción. La solución del problema con los acreedores externos fue la principal 
tarea de Kirchner y Lavagna, quien siguió aportando su capacidad técnica y su talento negociador, mientras que 
Kirchner le agregó un fuerte respaldo político y una fructífera cuota de dureza e intransigencia. En 2003, el precario 
acuerdo con el FMI fue renovado por 3 años, pues el buen desempeño argentino en materia fiscal y comercial y el 
control de la inflación facilitaron el arreglo de la deuda a corto plazo. Los compromisos con el FMI fueron mínimos: 
mantener un superávit fiscal del 3%, iniciar las negociaciones con los acreedores y aceptar la revisión periódica de las 
cuentas nacionales. El objetivo fue reducir la deuda externa, simplificarla y alargar los plazos de los vencimientos, 
para impedir que el impulso económico quedara sepultado por las exigencias de pago. Además, se decidió tratar a 
todos los acreedores por igual. En 2003 se hizo la primera propuesta, en 2004 se formuló la propuesta final y en 
2005 se concretó el canje. Durante las negociaciones, se argumentó que el país sólo podía comprometer en los 
pagos un 3% del superávit fiscal. Una ley estableció que quienes no aceptaran los términos quedarían fuera de las 
negociaciones y atados a un fallo judicial lejano. El país por entonces era más creíble, y la aceptación fue alta, 
reduciendo la deuda de 191 a 126 millones de dólares. Los pagos y vencimientos de importancia se postergaron 
hasta 2012. Uno de los problemas pendientes fue la deuda con los organismos internacionales (como el Club de 
París). Por entonces no parecía urgente, aunque años después si lo fue. El PBI (producto bruto interno) creció hasta 
al alcanzar el nivel que tenía en 1998, antes de la larga recesión. El dólar encontró un punto de equilibrio alto que se 
mantuvo estable. La industria orientada al mercado interno, con elevada capacidad ociosa, aprovechó la protección 
y depreciación de los salarios, de acuerdo a la lógica del stop and go. El sector exportador se benefició doblemente 
con el dólar alto y la mejora de los precios internacionales. Automotores, siderurgia, aluminio y papel recuperaron 
sus beneficios (el petróleo mermó su volumen exportable), al igual que el sector agrícola. La soja aprovechó la gran 
demanda asiática. El Estado fue un socio privilegiado de este crecimiento. Por entonces, la política estatal fue 
virtuosa: El superávit fiscal, basado en las retenciones a las exportaciones y en la reducción de las obligaciones de 
pago de la deuda, se completó con una moderación de los gastos, particularmente las transferencias a las provincias, 
lo que evitó alentar la inflación en ascenso. Pese a las incipientes demandas (crecientes mientras se reactivaba el 
empleo), se contuvo el aumento salarias, significativo sólo en 2005. El Estado volcó dinero en forma de subsidios 
sociales, con contraprestaciones laborales, y de obras públicas, que generaban empleo rápidamente. El crecimiento 
de estos años estuvo principalmente en manos del sector exportador: productores agrarios y agroindustriales y de 
commodities, como el acero o el aluminio, juntocon los automotores y su tradicional régimen especial, integrado 
con Brasil. En 2004, una ley estableció importantes beneficios para las inversiones de dichas empresas. Basada en la 
utilización de la capacidad ociosa, hubo pocas inversiones nuevas, inaugurando la llegada del stop. Todos los 
sectores empresarios tuvieron una rentabilidad muy elevada, cimentada en el dólar alto y los salarios bajos. La 
situación de los trabajadores mejoró: El aumento de la ocupación fue significativo, aunque con una alta incidencia 
del empleo en negro, incluyendo el trabajo esclavo en algunas fábricas. La reactivación llegó al empleo: algo en los 
sectores dinámicos con pocos trabajadores, y mucho en la industria y en la construcción. El gobierno comenzó a 
elevar el salario mínimo y en 2005 reinició la convocatoria a paritarias, lo que tuvo un fuerte efecto en la 
revitalización de las organizaciones sindicales y en el aumento de los conflictos laborales. Todo ello constituye el 
mejor indicador de la recuperación económica. Los niveles de pobreza declinaron, aunque las cifras siguieron altas: 
en 2005 había un 42% de pobres que incluía un 20% de indigentes. Los planes sociales que posibilitaron la mejora en 
la ocupación estaban lejos de ser un ingreso suficiente, pero fueron un elemento de contención y una herramienta 
política poderosa. Hacia fines de 2005, el gobierno estaba en condiciones de desarrollar otro manejo político: En 
materia fiscal, la mayoría de los impuestos no eran coparticipables con las provincias, por lo que hubo una 
centralización de recursos en manos del gobierno nacional, el cual convirtió su robusta caja fiscal en un instrumento 
de poder. Los gobernadores dependieron de la transferencia de recursos de la Tesorería de la Nación para manejar 
el déficit provincial, o de la asignación de obras públicas que aliviaban el desempleo. La asignación de los planes 
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asistenciales fue otro elemento de negociación con las organizaciones sociales y con los intendentes. Con esos 
recursos fiscales, el presidente estaba en condiciones de llevar adelante una política discrecional. 
La crisis social se manifestaba de manera distinta: Entre los pobres, había más gente con algún tipo de trabajo y fluía 
más dinero. Pero el núcleo duro se mantenía. Se sobrevivía con los planes, pero no se vislumbraba una salida. Eran 
más visibles en CABA y en los noticieros. Los cartoneros estaban mucho más organizados, aparecían a horas fijas y 
luego desaparecían. Pero el centro de la ciudad seguía ocupado por vendedores ambulantes, cuidadores de autos o 
mendigos, también organizados. Había delincuentes ocasionales, que se multiplicaban en el conurbano: Este costado 
peligroso de la pobreza instaló en la opinión la cuestión de la inseguridad. En 2004, Blumberg, padre de un joven 
asesinado, organizó unas marchas multitudinarias reclamando cambios en la Justicia, aprobados en gran medida por 
el Congreso. Estas fueron unas de las pocas veces donde Kirchner cedió ante una movilización. Las calles y plazas de 
Buenos Aires siguieron ocupadas por manifestantes del conurbano, con diferentes orientaciones y objetivos, donde 
beneficiaros de planes del gobierno eran convocados para apoyarlo. Los opositores se manifestaban 
energéticamente por la conservación de los planes sociales, los socialistas apostaban a un nuevo brote insurreccional 
con un perfil confrontativo, los trabajadores y sindicatos combinaban el reclamo sindical tradicional con el recurso 
de la calle y corte (CTA, trabajadores estatales y docentes), la clase media ya nos los apoyaba fatigados por las 
molestias generadas por los cortes. Había una demanda de orden público, recibida ambiguamente por el gobierno, 
desando alejar a los grupos más virulentos pero con temor a quedar asociado a la represión. Para desactivar la 
protesta, atrajeron a las grandes organizaciones sociales con más afinidad política e ideológica: FTV, Movimiento 
Evita, Barrios de pie y Libres del Sur. Sus dirigentes recibieron cargos en la administración, desde donde pudieron 
favorecer a los suyos en el reparto de los planes sociales. Atemperaron las movilizaciones y apoyaron activamente al 
gobierno. Los intendentes del conurbano tuvieron nuevos recursos para fortalecer su poder: administraban una 
parte de los planes sociales y ejecutaban las obras públicas financiadas por el gobierno nacional, que utilizaban 
empleo local. A la vez que se contenían las expresiones de protesta más duras, el mundo de la pobreza fue 
convirtiéndose en una de las bases de poder del gobierno. Kirchner buscó más soportes para consolidar y ampliar su 
autoridad, retaceada por un mezquino resultado electoral inicial. Exploró otros ámbitos de la opinión pública y 
aprovechó la disponibilidad del sector progresista. La primera medida fue la renovación de la Corte Suprema de 
Justicia: A poco de asumir, promovió su reanudación y desató una fuerte campaña de opinión y obtuvo la renuncia 
de 4 de los jueces y la remoción del Congreso de otros 2. A lo largo del tiempo, la renovación de la Corte fue uno de 
los logros más reconocidos del gobierno. También propuso la anulación de las leyes de punto final y obediencia 
debida que bloqueaban los juicios a los responsables de la represión, lo que permitió encausar a todos los presuntos 
partícipes, militares, policías o civiles, sin distinción de rango. El proceso fue lento y complejo, pero la opinión 
acompañó con entusiasmo estas medidas, que ampliaron el apoyo al gobierno. Sin embargo, con el tiempo, 
crecieron las manifestaciones de preocupación ante casos de manejo parcial de los jueces y por la situación de los 
ancianos, condenados o en proceso, a quienes se les negó la prisión domiciliaria. El presidente estableció estrechos 
vínculos con las organizaciones de derechos humanos, en particular con Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Al 
recordarse el golpe de 1976, Kirchner realizó un acto muy significativo: ordenó al jefe del Ejército retirar los cuadros 
de Videla y Bignone del Colegio Militar. Dichos actos simbólicos completaban un largo proceso, iniciadas en 1983, al 
que contribuyeron los gobiernos anteriores: Alfonsín había sometido a juicio a los excomandantes, Menem los 
indultó y logró la subordinación definitiva del Ejército al poder civil. Kirchner afirmó que en 20 años el Estado no 
había hecho nada por los derechos humanos, siendo una de las primeras manifestaciones de su estilo político 
confrontativo y polarizador. En otras ares, se tomaron medidas progresistas también, como las referidas a la 
procreación responsable, educación sexual y la declaración de la no criminalización de la protesta. Todo esto se 
tradujo a un nivel de aceptación del 75%. Sobre esta base, Kirchner se propuso construir una plataforma política 
alternativa a la del PJ, donde sus rivales aún conservaban un apoyo firme. Las aspiraciones de renovación y el 
deterioro organizativo e identitario de todas las fuerzas políticas, crearon las condiciones para formar una nueva 
corriente de opinión, sustentada en el apoyo gubernamental y un discurso capaz de aglutinar simpatías variadas 
(como las de los derechos humanos y piqueteras, que recibieron distintos tipos de reconocimientos, ayudas y 
prebendas). Este incipiente “relato” recuperó la tradicional línea nacional, popular y antiimperialista del peronismo, 
rescató la tradición de los 70 y repudió el neoliberalismo de los 90. Además confrontó con buena parte de la 
tradición política democrática construida en 1983. Reclamó la paternidad de tópicos comunes (condena de militares) 
y se apartó de las tradiciones como el respeto a la ley y a las instituciones y a la práctica del diálogo plural. Parte de 
la CTA apoyó esta propuesta, incorporando a la CGT y a fragmentosde distintos partidos y figuras políticas 
individuales. Intendentes y gobernadores fueron invitados a unirse al nuevo movimiento. Su instrumentación 
enfrentó problemas serios, como la división interna de las organizaciones de DDHH y la CTA, además que Kirchner no 
pudo prescindir del PJ a la hora de las elecciones. Para subordinar al PJ en CABA, debía derrotar a Duhalde y su 
aparato partidario, lo cual logró usando los recursos fiscales para disciplinar a las autoridades locales. Así, junto al 
ideológico e inestable Frente Transversal Nacional y Popular, construyó un eficiente y opaco partido de gobierno. En 
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esta construcción política, así como en la gestión del final de la crisis, Kirchner hizo un amplio uso de los recursos 
gubernamentales y políticos: el recurso autoritario plebiscitario, empleado para forzar la renuncia de los jueces, no 
se condecía bien con la institucionalidad democrática y menos la anulación retroactiva de una ley, como la de 
obediencia debida. Quiroga caracterizó este decisionismo democrático, construido en el margen del Estado de 
Derecho, y a menudo fuera de él: En Santa Cruz, Kirchner argumentaba en base a la emergencia de la crisis y la 
fragilidad del estado la mantención de las facultades excepcionales del Ejecutivo, cuyas practicas no hirieron 
demasiado la sensibilidad mayoritaria. En 2005 hubo elecciones parlamentarias. La elaboración de las listas le 
permitió a Kirchner dividir aguas con Duhalde, con quien se negó a establecer un acuerdo. Su esposa Cristina derrotó 
en la elección de gobernador bonaerense a la esposa de Duhalde. En las elecciones legislativas las listas del gobierno 
obtuvieron un 40%, suficiente para imponerse con comodidad a un conjunto muy fragmentado de fuerzas 
opositoras, aunque no lograron triunfar en Buenos Aires ni en Rosario. El resultado electoral confirmó ampliamente 
el liderazgo de Kirchner: Unas semanas después pidió la renuncia de Lavagna. Concluida la crisis, comenzaba la era 
del Kirchnerismo. 
 
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