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Urresti Las culturas juveniles - Gabriel Solis

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Urresti, Marcelo. Las culturas juveniles. Ponencia presentada en Cine y
Formación Docente, Neuquén, 23 septiembre 2005.
Ficha bibliográfica
Resumen:
El autor intenta superar las limitaciones del enfoque
puramente centrado en la edad para definir la adolescencia y
propone procesarla culturalmente Realiza un análisis antropológico
para discutir la idea de juventud y adolescencia en diferentes
grupos sociales hasta llegar al presente, y trata de identificar cómo
distintas sociedades construyen sus categorías. Aborda, de esta
manera, el concepto de juventud a partir del sistema social y de las
identificaciones que lo definen. Incorpora la idea de moratoria
social.
Caracteriza la experiencia histórica de las generaciones
jóvenes de la actualidad, y señala la lejanía entre la escuela y la
cultura juvenil. Analiza el papel de los medios en el debilitamiento
del lugar ocupado por la escuela, e intenta definir las alternativas en
las cuales los adolescentes y jóvenes buscan formas de
identificación. Desarrolla los conceptos de paleo-culturas juveniles y
de neo-culturas juveniles, destacando el papel del consumo y la
renovación cultural
Las culturas juveniles
La adolescencia y la juventud desde una perspectiva sociocultural
Adolescencia y juventud son dos términos a través de los cuales las
sociedades modernas han intentado ordenar segmentos poblacionales a partir
de la edad. En todo orden social la edad funciona como un criterio clasificatorio
y al igual que el sexo, son los primeros determinantes de diferencias básicas
que serán luego procesadas por la cultura. De uno y de otro lado quedarán las
categorías por ellos definidas: los géneros y los grupos de edad. A primera
vista puede parecer transparente el conjunto de los actores definidos por el
criterio etario, pero a poco que se adentre la observación en los límites, todo
aquello que aparecía en principio claro y diferenciable comienza a tornarse
vidrioso para volverse opaco.
Si bien términos como adolescencia y juventud definen “grupos de edad”,
no se los puede demarcar con la exactitud que suponen los criterios de edad,
puesto que sus límites son variables, como todo límite de edad; y sus fronteras
son sociales y por lo tanto, varían histórica, geográfica y culturalmente.
Los grupos jóvenes comienzan a existir históricamente cuando se une a
cierta bonanza demográfica la capacidad cultural de elaborar la diferencia que
la estructura reproductiva de esa sociedad hace posible. Geográficamente, es
posible constatar que hay sociedades que no tienen jóvenes. Si la juventud es
ese período a través del cual se vive un tiempo intermedio que va desde el
abandono de la infancia hasta el paso definitivo que supone pasar a formar
parte del mundo de los adultos, entonces, no existe la misma juventud en todas
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las sociedades. Es muy extendido, entonces, el tipo de sociedades sin
juventud, ya que como lo prueba la antropología, con un rito de pasaje que
suele consistir en un período breve de alejamiento de los púberes de sus
aldeas, seguido de un bautismo, una circuncisión o alguna otra ceremonia de
marcación corporal, los miembros de estas sociedades pasan casi sin
transición o directamente desde la infancia a la adultez. Es decir que la
madurez corporal es suficiente como condición para entrar en el mundo adulto,
condición que es legitimada por un rito que hace las veces de frontera oficial
entre un grupo de edad y el otro.
Por lo tanto, ese dato inmediato de la experiencia social, casi
incuestionado, de que hay algo natural en el desarrollo humano y dentro de él
un período que se engloba en la categoría juventud, es altamente discutible.
En sociedades modernas las curvas demográficas tienden a extenderse
cada vez más, las estructuras socioeconómicas se complejizan, surgen nuevos
saberes y prácticas institucionales, se combinan y pluralizan los sistemas
educativos, se diversifican las producciones culturales y sus consumos,
situación en la que el juego de las diferenciaciones sociales se multiplica. El
presente actual en constante explosión se encuentra con una variedad
creciente de grupos de edad, producto de esta diversificación: hoy en día hay
niños, púberes, adolescentes, jóvenes, jóvenes adultos, maduros, mayores,
tercera edad, gerontes, y hasta comienza a surgir una cuarta edad. En este
contexto, la pregunta por la adolescencia y la juventud toma otras
características. Tanto una como la otra son categorías construidas social e
históricamente y articulan un “material” escaso, la temporalidad hecha cuerpo,
la vida de un cuerpo, su duración cronológica traducida en los términos de un
sistema de oposiciones significantes, es decir, de una cultura. Las diferencias
entre adolescencia y juventud, responderán al tipo de cultura al que se hace
referencia, a sus rituales oficiales u oficiosos de pasaje, a las marcas de sus
tránsitos y a los sistemas de categorización de edades vigentes en la sociedad
de la que se trate. Atenta a estas características, la teoría social dedicada al
tema ha comenzado a considerar una perspectiva relativamente aceptada:
adolescentes y jóvenes, serán todos aquellos que una determinada sociedad
considere como tales. El papel de la investigación consiste en tratar de definir
cómo distintas sociedades construyen sus categorías. De este modo, para las
sociedades modernas actuales, se considerarán los elementos que constituyen
al adulto y se verán las vías de acceso que llevan, socialización mediante, a los
sujetos desde su madurez corporal hasta la plena madurez social. Es decir que
para aclarar de qué se habla cuando se habla de jóvenes, en la medida en que
se trata de una transición, primero hay que detenerse en las características que
definen a un adulto normal, el final de la transición, para ver luego qué es lo
que conduce hasta él.
Un adulto se define como alguien que ha establecido su vida al margen de
su familia de origen, que se autosustenta, que ha constituido su propia familia,
que tiene hijos, que ha definido exitosamente un destino laboral. La juventud
sería ese período de mora en el cual cierto segmento de la población llegado a
la madurez sexual, a su plena capacidad biológica para reproducirse, no
termina de consumarse como un adulto y se encuentra a la espera de adquirir
los atributos que lo identifiquen como tal.
De esto se desprende que distintas clases sociales tendrán distintos tipos
de maduración social, más o menos acelerada según las presiones materiales
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a que estén expuestas, y por ende, de extensión de ese período intermedio
entre la niñez y la adultez al que se denomina juventud.
Por lo tanto no todos los individuos que tienen la edad de ser jóvenes se
encuentran, socialmente hablando, en la misma situación. No todos entran en
la formación de las familias a la misma edad, ni tienen la misma presión
económica por definirse laboralmente. Es decir que no todas las clases gozan
de esta ventajaque produce la vida social actual, hecho que en su desigual
distribución hace que haya clases con jóvenes y clases que no los tienen, o
cuya duración, mínima, casi los torna invisibles.
Maternidad y paternidad adolescentes, cortes en la permanencia en el
sistema educativo, necesidad de trabajar, producirían entre los sectores
populares una reducción de la moratoria social. Los planteos centrados en la
moratoria, eficaz herramienta conceptual para comprender de manera más
crítica la construcción social de la juventud, se encuentra con un problema: casi
no hay juventud en los sectores populares. De modo tal que superado el
problema de corte de edad como criterio y partiendo hacia indicadores
constructivos en el orden social, surgen nuevos obstáculos: en la definición
social del modelo de juventud está operando un sistema de dominación social
que hace aparecer como jóvenes sólo a los miembros de una clase,
excluyendo implícitamente a los miembros de otras clases que no acceden
objetivamente a la moratoria social.
Con la adolescencia sucede algo parecido. En los términos impuestos por
nuestra cultura la adolescencia aparece como el período previo a la juventud o
en menor medida como la primera juventud, y supone, el momento
problemático en que se consuma la madurez corporal y se discute por primera
vez la herencia familiar en la constitución de la personalidad. Se manifiesta
como un período de crisis en el que se abandonan maneras habituales de
situarse en el mundo de las edades y se asumen nuevas posiciones de rol
junto con una corporalidad en desarrollo. Se trata de una etapa transicional de
la vida de las personas en la que se atraviesa una crisis profunda, un
interregno que se origina con la madurez sexual y que se va definiendo con el
proceso de las moratorias hasta desembocar en el reconocimiento social que
supone ser adulto.
Según Erikson, el período adolescente escenifica una crisis: por un lado
un abandono, una pérdida, la del cuerpo y el lugar del niño, y por otro, una
búsqueda, la de la identidad en el mundo adulto. En sociedades como las
nuestras, la crisis se manifiesta en el cuestionamiento que el adolescente hace
del sistema de referencias que constituyen la identidad que ha heredado de la
familia. En la experiencia habitual del niño, la familia aparece como el grupo de
pertenencia natural, espontáneo e incuestionado durante la infancia, que
constituye al niño como sujeto y su lugar en el entorno próximo y en el mundo
que lo rodea. La familia funciona como la primera matriz de sentido en la que
se elabora una representación del sí mismo y del mundo social. La
adolescencia comienza en lo corporal con la madurez sexual y en lo psicosocial
con el cuestionamiento de esta herencia recibida, y a través de las búsquedas
posteriores afirma la necesidad de constituirse frente al mundo de los padres,
en oposición y conflicto frente a él. La familia otorga una historia en la que se
es individuado, y la adolescencia supone el primer paso en la construcción
autónoma de esa nueva historia que constituirá la nueva identidad. Es por ello
que aparece como un período crítico en el que, sobreviene la madurez
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psicológica propia de la constitución del adulto promedio sano: con un nuevo
sistema de identificaciones que lo define y una forma de sexualidad asumida
El conflicto generacional puede ser entendido a esta luz como la discusión
de la herencia familiar y la progresiva decisión del sujeto en la elección de lo
que serán sus grupos de pertenencia.
Tanto el proceso de juvenilización en el que la moratoria parecería
resolverse, como el de la conversión de la adolescencia en un estado, llegan a
un mismo nudo problemático: si bien se trata de descripciones creativas, que
conducen la atención hacia tendencias de actualidad, confunden un aspecto
parcial de las definiciones con la definición completa. En principio toman algo
puramente estético y de clase, el aspecto corporal en el caso de la
adolescencia y las vías diferenciales de acceso a la adultez en el caso de la
moratoria social, y esta operación obstruye la mirada. Detrás de la definición
social de esas agrupaciones existe una lucha clasificatoria en la que distintos
sectores tratan de darle su contenido, definiéndoles un perfil. Hay modelos
dominantes de ser joven o de ser adolescente, que tienen por detrás la
articulación de estrategias sociales de dominación que luchan por establecer
modelos que, funcionan como herramientas de esa dominación. Detrás de
estas clasificaciones la sociedad disputa el acceso a recursos, a su
distribución, a la lucha por su control y monopolización.
En esas disputas se expresan distintas visiones, distintas experiencias, y
eso es lo que constituye el motor de las luchas sociales por la clasificación. Si
hay algo que define el ser joven no es tanto una estética o una moratoria social
como el posicionamiento fáctico frente a las generaciones precedentes. La
juventud es esa facticidad que señala como un dato duro quiénes son
precedentes y quiénes son posteriores. Y esto está más acá o más allá tanto
de las estéticas que “definen” un grupo de edad, que en última instancia es un
juego de apariencias sociales en disputa, como de las moratorias sociales
desigualmente distribuidas en distintos sectores de la población.
Con esto se trata de recuperar esa base “material” de la edad pero
procesándola culturalmente: tener una edad y no otra supone pertenecer a una
generación y no a otra, supone haber sido socializado en un momento histórico
determinado, ser hijo de una coyuntura y darle un tipo de relieve temporal a la
propia experiencia.
Ese tiempo diferencial que distancia de la muerte es el mismo que se
expresa en la asociación de cadenas de acontecimientos, dándole un sentido
temporal a la existencia, un sistema de referencias de momentos anteriores o
posteriores, simultáneos o sucesivos, centrales o periféricos dentro de los
cuales un sujeto posiciona su propia duración en el conjunto de las duraciones
sociales e históricas. El crédito temporal disponible y la facticidad son los que le
dan profundidad histórica a la experiencia personal en la que cada sujeto
construye su propia identidad. La juventud, más que una estética o una
moratoria social, ambas pertenecientes a sectores sociales que se la apropian
con relativa exclusividad, es un posicionamiento objetivo en el conjunto de las
distintas generaciones que luego toma características de clase específicas,
pero que comparte la definición de situarse en uno y solo en un momento de la
historia, por eso es una experiencia singular e intransferible de cada uno,
común con aquellos “hermanos de generación”. Por eso, por más que una
estética promocionada por el mercado pueda ofrecer sus signos exteriores
como mercancías, y alguien las pueda adquirir, jamás tendrá su núcleo, ese
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capital temporal de que se dispone, que se pierde irremediablemente y no se
puede recuperar, por más sano y saludable que esté el cuerpo, por más que se
demore la llegada de los hijos. De igual manera y a la inversa: por más que los
sectores populares, en virtud de sus modelos estéticos, de sus dietas y rutinas
laborales, no tengan el cuerpo adolescente del modelo impuesto, por más que
tengan hijos en edades muy tempranas, o por más que su moratoria socialsea
mínima o inexistente y su apariencia no los identifique con los grupos
adolescentes por su estética, si su edad así lo determina, si su capital temporal
excedente es grande, entonces serán jóvenes, aunque socialmente, según los
modelos sociales impuestos, no lo parezcan.
Entonces, la juventud es una condición de facticidad, un modo de
encontrarse arrojado en el mundo, que articula la moratoria vital, la historicidad
de la generación en la que se es socializado y la experiencia de las duraciones
y de la temporalidad. Ser joven es una forma de la experiencia histórica
atravesada por la clase y el género, pero que no depende exclusivamente de
ellos, sino que adquiere modalidades diferenciales en ellos. La juventud es una
condición que se articula social y culturalmente con la edad con la generación a
la que se pertenece, con la clase social de origen y con el género.
La experiencia histórica de las generaciones jóvenes de la actualidad
La juventud crece en un ambiente contradictorio: por un lado, expuesta a
una inducción permanente de aspiraciones al consumo y por el otro,
abandonada a una situación con altos índices de desempleo, en la que la
obtención de los recursos que exige la lógica de mercado para adquirir bienes
se encuentra cada vez más lejana. En estas condiciones la doble presión social
se resuelve con estrategias que exceden los modos tradicionales y hasta los
marcos legales en los que funciona la economía para la gran mayoría de la
población.
Con una inserción laboral precaria, cuando la obtienen, con salarios más
bajos que los de los mayores cuando hacen la misma tarea, con tareas de baja
calificación o nulo atractivo, con escasas probabilidades de crecimiento, la
mayoría de los empleos que obtienen los jóvenes funcionan más como
necesidades dolorosas que como medios de realización personal.
Muchas veces, estas dificultades ligadas con el mundo del trabajo llevan a
opciones en las que se desenvuelven lazos reproductivos ligados con
economías marginales e ilegales.
Para las generaciones anteriores, el trabajo, la escuela y el ahorro, se
asociaban con un mundo de valores en los que estaba inscripta esta
maquinaria del sacrificio: los esfuerzos del presente se compensarían en un
futuro mejor Trabajo no sólo significaba tener un empleo, desarrollar una tarea,
implicaba además ocupar un lugar en la vida social, tener una identidad que
ostentar orgullosamente ante los otros ; ser un trabajador era obtener respeto y
reconocimiento, mostrarse común, y a través de ello, exteriorizar una de las
formas de la virtud moral más extendidas históricamente en nuestra sociedad:
la honestidad.
La escuela también funcionó en cierta lógica valorativa moralizante. Al
igual que el trabajo, aparecía en el marco de la promesa, tangible, del ascenso
social. La escuela -no sólo la primaria-, implicaba además la posibilidad de
acceder a mundos valorados como los del saber, la formación y la cultura.
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Estos espacios tradicionalmente vinculados con el poder de las clases altas,
eran verdaderos emblemas para las clases alejadas de ellos, y su prestigio era
una meta legítima a la que se aspiraba a llegar sólo por la escuela. Es decir
que como mejora en la posición laboral o como medio de acceso a un mayor
prestigio para las familias, la escuela funcionaba en esa lógica en la que los
sacrificios presentes implicaban, con alto grado de probabilidad, recompensas
futuras. El halo sagrado que la envolvía tenía este casi irresistible poder de
atracción sobre sectores sociales amplios que creían en sus promesas,
altamente razonables
Hoy en día se asiste a la crisis de estos dos tradicionales ámbitos, el
trabajo y la escuela, como canales de inserción social. Es la compleja crisis
social general la que ha desplazado el lugar imaginario de la recompensa que
durante tanto tiempo ha rodeado a estas instituciones. En este contexto, no es
casual, pierden fuerza atractiva. Los jóvenes, en medio de estos cambios, parte
misma de estos cambios, sin la inercia valorativa que suele pesar sobre las
generaciones precedentes, comienzan a valorar positivamente otras
instituciones tradicionalmente desvalorizadas, como es el caso de los circuitos
de la marginalidad y la ilegalidad, muchas veces forzados, muchas veces
elegidos. Las dificultades que los jóvenes encuentran para insertarse
socialmente en los canales aún reconocidos como “normales” genera la visión
que los patologiza.
Complementario con el factor ambiente de exclusión actúa cierta lejanía
existente entre la escuela y la cultura juvenil tal como está tomando forma en la
actualidad. Parte de la pérdida de eficacia de la escuela sobre los alumnos
radica en la crisis de sentido que afecta a la institución en el contexto histórico
y social de fin de siglo: se va desmoronando como parte del gran articulador
social centrado en el eje trabajo-estudio. Esta articulación simbólica está
ausente en la cultura de los sectores juveniles y cuando se la encuentra se
parece más a un residuo discursivo que a una matriz eficaz de producción de
prácticas.
 Hoy en día, la crisis de los ascensores sociales (trabajo, estudio,
inversión a largo plazo, sacrificio) cuestiona la validez de la escuela como
instrumento de socialización y de producción de sentido. La escuela y el trabajo
aparecen más pesimista, visión que se agrava cuando se trata de sectores
populares, azotados por el desempleo, la desalarización, la precarización
laboral y la amenaza de la exclusión social. El papel imaginario de la escuela
vinculado con la apertura hacia nuevos horizontes de mejora social,
básicamente laborales, se disloca. Al mismo tiempo, con el avance creciente de
la influencia de los medios masivos de comunicación sobre la vida cotidiana de
la población, esta tendencia a la extensión de la “cultura de lo fácil” se agudiza.
Con el avance de los medios audiovisuales, sistema que se complejiza y
diversifica cada vez más, participando de lo que algunos autores llaman la
“virtualización de lo real”, se abren nuevos canales de circulación de mensajes
que tienden a desplazar a los tradicionales, entre estos, la escuela. Esta
tendencia es más fuerte cuando se trata de los segmentos más jóvenes de la
población, muchas veces socializados electrónicamente.
En este contexto, la autoridad tradicional de padres y maestros se ve
crecientemente compartida, asediada y hasta jaqueada por la omnipresencia
del sistema mediático. Si bien esto no debe llevar a pensar que los medios se
imponen sin resistencias, debe ser tenido en cuenta como un factor de peso en
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el debilitamiento general del lugar ocupado por la escuela. Obviamente
dependerá de cada familia el grado de resistencia que se oponga a la presión
de los medios, situación que condicionará su eficacia. Pero también es cierto
que la tendencia general en la cultura presente, se inclina hacia una eficacia
cada vez mayor. En este sentido, y en la medida en que se propone como
entretenimiento, con el sistema mediático tiende a facilitarse el camino para la
imposición de la “cultura de lo fácil”.
Esta cultura en la que el esfuerzo y el trabajo para obtener algo ceden
como puntos máximos en las escalas valorativas para ser desplazados por
otros valores de tipo cortoplacista, y hasta de inspiración “mágica” como el
exitismo,el consumismo desenfrenado, el hedonismo y el narcisismo, es el
marco en el que hay que ubicar a las culturas compartidas por los jóvenes.
Estas culturas dentro de las que se estarían forjando las nuevas subjetividades
protagonistas de fin de siglo XX, se alejan del lugar tradicionalmente ocupado
por la escuela. Comprender esto es fundamental para acercarse a uno de los
rasgos definitorios de las culturas juveniles que se han ido extendiendo a lo
largo de los últimos treinta años por el cuerpo social en su totalidad.
Ante la crisis de sentido que sufren las instituciones tradicionales de la
socialización surgen alternativas en las cuales los adolescentes y los jóvenes
buscan formas de identificarse, reconocerse entre sí, establecer grupos,
forjándose cierta idea de sí mismos, de los otros y del mundo que los rodea.
Ese mundo se les aparece como el mundo de “los otros”, de los adultos, en el
cual tratan de reconocerse como legítimos afirmando consumos y preferencias
comunes en los cuales se encuentran a sí mismos y entre ellos. La afirmación
en ciertos valores de las culturas juveniles implica en parte la búsqueda de una
malla protectora, contenedora, frente a un mundo ancho y hostil en el cual, en
términos generales, no pueden ver una salida.
De allí que se expresen en conductas que describen un arco que va desde
la rebeldía más radical a la resignación más apática e indiferente, y hasta
incluso suele darse también la convivencia casi acrítica de ambas tendencias
en mezclas confusas
Las nuevas formas de socialización en las que se traban las culturas
juveniles tienen un horizonte utópico y hasta redentor, aunque ello conviva con
los más hostiles distanciamientos frente a las prácticas de transformación que
muchos de sus imaginarios deberían implicar.
Las paleo-culturas juveniles
Las paleo-culturas juveniles expresan una experiencia generacional de
búsquedas que marca el origen de cierto modo juvenil de estar en el mundo,
diferenciado del de los adultos, casi en paralelo con su modo de vida, algo que
con el tiempo se generaliza en todas las sociedades occidentales modernas a
partir de los años setenta. El primer momento de ruptura cultural juvenil estuvo
representado por la aparición del rock. El surgimiento del rock a fines de los
años cincuenta conmociona las culturas parentales tradicionales, al colocar en
la escena por primera vez una música hecha por jóvenes y destinada
exclusivamente al consumo de los jóvenes, música que les proporcionaría un
lenguaje propio, altamente significativo para la toma de conciencia de su propio
lugar como generación.
A partir del rock y sus posteriores derivaciones queda demostrada la
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importancia que tiene la música industrializada y comercializada para los
jóvenes de las sociedades contemporáneas que buscan en ella los signos de
su identidad. Esta reacción musical– corporal abre las puertas a una discusión
sobre los valores que rigieron por décadas la socialización de las generaciones
menores, permitiendo una mayor autonomía moral en los jóvenes y una
consiguiente disminución del poder y de la autoridad de los mayores.
En esos años también tiene lugar la revolución sexual –protagonizada
fundamentalmente por los jóvenes–, una impugnación de los roles tradicionales
de género a favor de figuras menos estereotipadas y rígidas y el surgimiento de
nuevas formas de concebir las relaciones amorosas y los arreglos de
convivencia, no necesariamente familiares. Este espíritu de rebeldía y
cuestionamiento de la vida cotidiana y sus herencias naturalizadas será
inseparable de las culturas juveniles y se extenderá con ellas a través de la
música y el complejo audiovisual que la acompaña.
La sexualidad no reproductiva, ligada al goce corporal, la posibilidad de
cambiar de pareja sin que ello implicara un estigma seguro, la moderación del
alcance y la fuerza de los compromisos formales, la búsqueda de la realización
del deseo en distintos ámbitos de la vida, fueron reivindicaciones que gracias a
la acción de las culturas juveniles se extendieron primero a casi toda una
generación y a la sociedad en general veinte años después. Se da entonces
una lucha contra la postergación y el sacrificio por hombres y mujeres jóvenes
que se niegan a aceptar condiciones de vida impuestas, negativa que,
cuestiona la autoridad de los padres y de las instituciones. Así es como se
radicaliza el conflicto generacional, algo que hasta el momento estaba
contenido en ciertos marcos estables, y comienza a hablarse de una brecha
entre generaciones, expresión que señala una mayor radicalidad respecto de
las diferencias. Con esta ruptura primera se inicia una revolución generacional
permanente. Supone una revolución cultural pacífica en la que se enfrentaron
por primera vez padres e hijos, separados por concepciones diferentes en
temas tan centrales como la corporalidad y la sexualidad, pero también la ética
del trabajo, la valoración del consumo, la espiritualidad y la religión y hasta
incluso respecto de temas políticos, como el orden socioeconómico e
institucional dominante o la guerra.
La música y los imaginarios que la acompañaban desempeñaron un rol
central: la canción de protesta en sus diversas formas y ritmos hace de
vehículo para el pacifismo y un esbozo de contrapoder juvenil que pone en el
centro de su crítica a la violencia estatal, al cinismo de los grupos gobernantes,
al belicismo de los grandes poderes, junto con los que también caen el
pretendido progreso material, la sociedad de consumo, el industrialismo, la
carrera armamentista y, en un plano más cotidiano, la alienación laboral, la
rutina estupidizante de la sociedad del espectáculo, lo que puede entenderse
como una impugnación total de la vida mediocre del hombre común. Este
ideario fue impulsado por distintas vanguardias artísticas e intelectuales, de la
época.
En este cuadro la escuela ocupa un lugar negativo: estas primeras
culturas reivindican una espontaneidad inmediata, una forma de libertad
“salvaje” que se relaciona muy conflictivamente con la escuela, a la que coloca
como lugar de adoctrinamiento y “ceguera discreta”, pues deja de lado
inconscientemente lo que no quiere ver, lo que el “sistema” no deja pensar y
elaborar.
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En este sentido, la educación proveniente de los agentes parentales –
padres, escuelas, universidades– es vista y criticada como parte del problema,
como mecanismo auxiliar de la opresión que cae sobre los jóvenes. El
antiautoritarismo de las culturas juveniles encierra un gesto casi nihilista en
contra de las instituciones de la educación escolar, aunque esto no signifique
necesariamente una oposición a la educación o a la adquisición de
conocimientos, a los que se valora como medios para acceder a la conciencia
crítica o liberada de la opresión rutinaria. Esta marca de origen rebelde plantea
desde el inicio una relación ambigua y conflictiva entre culturas juveniles,
instituciones escolares y procesos de enseñanza y de aprendizaje.
Las “neo-culturas juveniles”
Las neo-culturas juveniles se encuentran atravesadas por una creciente
fragmentación genérica, retórica y estilística, en buena medida impulsada por
las industrias fonográficas y audivisuales que explotan mercados a dos
velocidades, apuntando a la masividad indiferenciada con algunos productosy
al nicho específico con otros, estrategia que aprovecha y refuerza la división
interna preexistente entre capas de consumidores más o menos conformistas y
consumidores más activos, rebeldes y radicales, entre los que se libran sordas
batallas por la diferenciación. Las neo-culturas juveniles en sus diversas
manifestaciones expresan dispersión de formas y estilos, alternativismo y
translocalidad. En este marco, actúan también las fuerzas de mercados
localizados en diferentes niveles y territorios, internacionales, regionales y
locales, con lo cual se complejiza aún más el circuito que va de la producción al
consumo efectivo de los bienes específicos que circulan en estos medios. Por
último, la dimensión performativa de las culturas juveniles aporta un elemento
de diferenciación mayor en su funcionamiento concreto: la escenificación más o
menos ritualizada de las representaciones genera algo más que el mero
consumo doméstico y privado de música e imágenes. En la medida en que las
culturas juveniles son también rituales de encuentro y de interacción, participan
en la conformación de una corporalidad y una presentación del sí mismo ante
la mirada de los otros: de este modo, tienden a definir espacios y territorios
específicos en diversos intersticios de las grandes ciudades, contribuyendo
fuertemente a la construcción de un “nosotros” próximo, emotivo y cálido que
se distingue de otros, con lo que se definen verdaderas microescenas y
subculturas urbanas con sus marcas específicas de reconocimiento, códigos
encriptados y significaciones esotéricas para los que no participan de ellas,
aunque sean miembros de las mismas generaciones.
Las culturas juveniles son rápidamente metabolizadas por una industria
que aprovecha su masividad para mercantilizar expresiones culturales
espontáneas, fetichizando algunas de sus imágenes recurrentes –como la
rebeldía, los atuendos o el cabello–, sacando de contexto propuestas
fuertemente localizadas o clasistas para lavarlas de particularismos y
radicalidad dejando un producto vendible, a veces inocuo, destinado al
consumo de grandes audiencias indiferenciadas. A consecuencia de este
procedimiento, las primeras expresiones autónomas y espontáneas no tardan
en industrializarse y sus protagonistas se someten a las leyes del show
bussines, ocupando el lugar de rebeldes consagrados en el star-system
específico de la música juvenil.
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Este enorme consorcio de ramas y empresas de comunicacionales y de
entretenimiento constituye prácticamente un canal alternativo en el que los
adultos casi no entran y que se diversifica día a día en la medida en que vive
de propuestas variadas, se afirma sobre la producción de una diferencia
constante y explota la lógica del acontecimiento: la aparición de nuevas
bandas, el surgimiento de nuevos estilos, la proliferación de looks novedosos y
variados, la presentación de los consagrados.
De modo tal que en las nuevas culturas juveniles la diversificación de
estilos y la complejización del panorama general resultante se han vuelto
marca dominante.
También está la diversificación estilística y retórica, formal en el nivel
musical, pero también de propuestas poéticas vinculadas con el mensaje de las
letras y el discurso audiovisual, que tienden a separar géneros entre sí, a
emancipar subgéneros donde reinaba cierta homogeneidad aceptada, a
especificar estilos y formas encriptadas compartidas por minorías de allegados
comprometidos y militantes. La antigua cultura juvenil se subdividía
radicalmente, aunque en pocos grupos; las culturas juveniles actuales lo hacen
más levemente, sus diferencias están más aceptadas, pero con una mayor
dispersión general. Y esto obedece también a la evolución interna de las
culturas juveniles y de los que las sostuvieron en su momento, pues aquellos
primeros cultores son hoy padres de familia, incluso abuelos, que siguen de
algún modo identificados con las primeras búsquedas, no siempre compartidas
por sus propios hijos, que en virtud de la lucha generacional en la que
participan se oponen a la cultura heredada de sus padres.
La renovación cultural constante tiene que ver en parte con la lógica de la
ruptura generacional por la que los hijos intentan diferenciarse de sus padres.
Aquellos que no lo hacen, son los típicos jóvenes que reciben acríticamente los
consumos de sus padres, reproduciendo intacta la herencia legada casi en
forma de tradición. Estos grupos son los que en tiempos de paz
intergeneracional conforman la corriente principal y se identifican con cierto
conformismo cultural. Pero están también los grupos de inconformistas, que
intentan ir más allá de los gustos convencionales, con gestos renovadamente
radicales y provocativos. Por lo general no constituyen grupos masivos, aunque
suelen adelantarse a los gustos que serán masivos, y tienden a ser numerosos
en coyunturas de conflicto intergeneracional. Estos rebeldes generacionales
son los que a través de sus acciones y preferencias llevan a la renovación de la
ruptura cultural permanente, apoyándose en búsquedas cada vez más
radicales si se las compara con las precedentes.
Esto deja como efecto general un sistema de géneros, gustos y
preferencias al que se ha bautizado como “supermercado del estilo”, es decir,
una coexistencia más o menos pacífica de estilos y de estéticas, donde toda
diferencia tiene derecho a existir, a radicalizarse, a mezclarse y a proliferar.

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