Descarga la aplicación para disfrutar aún más
Vista previa del material en texto
Anny Cordié UN NIÑO PSICOTICO Ediciones Nueva Visión Buenos Aires Título del original en francés: Un enfant psychotique © Éditions du Seuil, 1993 La primera edición de esta obra fue publicada por Navarin en 1987 con el título de Un enfant deüient psychotique Traducción de Horacio Pons La traducción fue revisada por la autora I.S.B.N. 950-602-315-8 © 1994 por Ediciones Nueva Visión SAIC Tucumán 3748, (1189) Buenos Aires, República Argentina Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en la Argentina / Printed in Argentina LA HISTORIA DE SYLVIE Sylvie tiene tres años cuando sus padres me la traen por prim era vez. El comportamiento de esta linda n iñ ita denota de en trada trastornos profundos. La angustia y el terro r parecen habitarla: eso es lo que llam a la atención en los primeros contactos y en las palabras de los padres. No tolera ningún contacto que provenga del otro; lavarla o peinarla es casi imposible, tanto es lo que grita. No soporta estar desnuda. No obstante, se calma cuando la tom an en brazos, si está cubierta con ropa muy ceñida, de preferencia los delantales de su madre. Cuando la veo, aún no cam ina ni habla. La queja de sus padres se refiere sobre todo al problema de la alimentación. Sylvie “se rehúsa” (según su expresión) a comer sola y “exige”, para alim entarse, una serie de conductas invariables: el adulto debe sostenerla apretada entre sus rodillas, hacerle ab rir la boca a la fuerza y, con una cucharita, “zamparle” la comida -exclusivam ente líquida, ya que cualquier partícula sólida le provoca reflejos de ahogo- manifestando ira. Sylvie “se rehúsa” tam bién a defecar en la escupidera. Su m adre la pone varias veces al día, produciendo escenas de enfrentam iento en las que la n iña recibe chirlos pero no hace nada: “exige” hacer en los pañales y guardar con ella sus excrementos; verlos desaparecer la hunde en una angustia insostenible. Pero lo más penoso para todos son los gritos, que profiere hasta el agotamiento. A pesar de haberla aislado en un ala de la gran casa, sus aullidos aún perturban el sueño de toda la familia. Son éstos los que desencadenan las mayores reacciones: “Ya no puedo escucharlos, dice la m adre, me vuelven loca, me dan ganas de m atarla”. Pero la angustia de Sylvie es provocada tam bién por los objetos, de los que muchos la aterrorizan: la voz que sale del tocadiscos, la m asa de ta rta que m anipula su madre, ciertos animales de peluche, tam bién el agua. No obstante, conserva junto a sí una gaviota de celuloide. Desde la prim era sesión descubro el terror que le provocan los objetos esféricos: la vista de una pelota en el cajón de juguetes desencadenó una crisis de angustia con conducta autodestructiva. Sylvie gri taba y se debatía golpéandose la cabeza contra el embaldo sado, yo no lograba calm arla. Fue preciso, por lo tanto, que sacara de mi consultorio todos los objetos redondos. Parece siempre a la defensiva, como si todo acercamiento del otro constituyera una violencia penetrante, destructora. Permanece inmóvil, no utilizando sus manos más que en un movimiento estereotipado que consiste en golpetear con la punta del dedo mayor de la derecha un pedazo de m aterial plástico que sostiene entre el pulgar y el índice de esa misma mano. A continuación extenderá ese golpeteo a las personas y a diferentes objetos que le interesan, como un signo de exploración, ta l vez de reconocimiento. Por o tra parte, rechi na los dientes. Ella, que nunca se lleva nada a la boca, que no tiene ninguna pulsión oral activa de succión o de morde dura, no deja de morder la nada. Llegará con ello a desgastar completamente su prim era dentición, a punto tal que las encías estarán casi desnudas cuando aparezcan los dientes definitivos. Cuando sus padres me la traen, ya han consultado a numerosos especialistas. La niña sufrió múltiples exámenes neurológicos y psicológicos. Si los prim eros no permitieron detectar ninguna anomalía, los tests psicológicos, en cambio, se revelaron “catastróficos”. El cuerpo médico es unánime: se tra ta de un grave retraso del desarrollo, que necesita una atención “de por vida” en un hospital psiquiátrico. Los padres, sin embargo, no renuncian a toda esperanza. Han oído hablar de una psicoanalista parisina que tra ta con éxito a niños gravem ente enfermos, van a consultarla y ésta me los deriva, con un nuevo informe bastan te pesimista. Durante la prim era consulta, los padres me participan su inquietud, cada uno a su manera. El padre es un hombre de apariencia sólida, de espíritu pragmático. P lantea la cues tión en estos términos: “Usted es nuestro último recurso, debe decirnos si ella es idiota o no tiene nada, si es blanco o negro”. La pregunta de la madre es un poco diferente: “Debe decirnos si tiene una lesión cerebral o un carácter malo”. De entrada observo que la niña tiene reacciones de retraim iento cuando su m adre se le acerca, y que parece preferir el contacto del padre, jun to al cual se apacigua. Bajo una aparente desenvoltura, percibo en la señora H* un gran m alestar. Confunde todas las fechas relacionadas con la primera infancia de Sylvie y se m uestra al mismo tiempo muy anim ada y ausente. Después de este prim er contacto con los padres, me quedo sola con la niña. En mis brazos, grita y me golpea. Si me siento y la pongo sobre mis rodillas, se inclina y me a raña las piernas. A pesar de todo, consigo hablarle de su miedo, que ta l vez algún día podrá mencionar. Le digo mi nombre y que soy un médico que cura con palabras, no con pinchazos o enemas. No creo que sea idiota, como dijeron algunos, sino, al contrario, muy inteligente. Sé que hay en ella algo que hace daño, pero será cosa suya tra ta r de curarse. Por mi parte, estaré allí para escuchar lo que pueda decir de las cosas que pasan por su cabeza y en su cuerpo. A continuación me reúno con los padres para decirles, siempre en presencia de Sylvie, que no puedo responder a sus preguntas diagnósticas pero que, dado que están “dispuestos a jugarse la últim a carta”, estoy lista para volver a verlos, así como a su hija, duran te algunas sesiones, antes de decidir em prender o no un psicoanálisis. El padre es muy reticente con esta modalidad de tratam iento, no cree en él pero, después de todo, “como no puede hacerle mal, ¿por qué no probar?” Cuando el señor H* compruebe los progresos de Sylvie, y sobre todo la aparición del lenguaje, será menos negativo con respecto al psicoanálisis, y su confianza en mí no dism inuirá con el paso de los años, pese a algunos difíciles cuestionamientos. A la segunda consulta, la señora H* viene sin su marido. El tono que adopta esta vez es completamente diferente; expresa sin rodeos su deseo de no ver más a Sylvie: ya no puede escuchar sus aullidos, ya no puede llevar esa vida. Profiere esta exclamación dolorosa: “¡Esto no puede durar más, es ella o yo!”, una de las dos debe desaparecer. Se preocupa por saber si, durante el tratam iento, no podría tener a la niña junto a mí. Pasado el momento de sorpresa, me sentí perpleja y molesta ante la expresión de una violencia sem ejante en esa pareja de madre e hija. Tuve dudas acerca de si tom ar a mi cargo, al margen de toda institución, un caso tan pesado. Pero, por otra parte, no podía creer en el diagnóstico de “gran atraso m ental”, y la perspectiva de una “internación de por vida” para esta niña trastornada me hacía mal. Me digo que es preciso comenzar de inmediato un trabajo, y dejar para más adelante la tarea de encontrar una institución. Algunos elementos me parecían de buen augurio: la madre tenía un lenguaje directo frente a su hija, sus pulsiones no estaban disfrazadas y, si bien su enfrentam iento era a veces intolerable, era preferible a lo no dicho. E sta relación me parecía más cercana a lo que Lacan llam a el “odienamora- miento” que a una en la que predom inaran las pulsiones de m uerte. H astael momento en que la n iña ingresó a un hospital de día en París, a los siete años, y vivió con su abuela paterna, la señora H* la acompañó regularm ente todas las sem anas, desde su lejana provincia, a la sesión. En prim er lugar yo la recibía en presencia de la n iña y la escuchaba desgranar sus quejas sin hacer ningún comentario: Sylvie era mala, una comediante, un carácter malo, no hacía más que provocarla... un tirano... un déspota. Pero ya no se tra taba de separación ni de colocación. Cuando, durante la semana, las cosas iban demasiado lejos en la angustia o la agresión, decían: “¡Dentro de cuatro días (o de dos) veremos a Cordié!” ¡Fue así como Sylvie, poco a poco, adquirió la noción de tiempo! En los prim eros tiempos del análisis, cuando me quedaba sola con ella, sostenía en mis brazos una pequeña bola aullante. Pero muy pronto encontré una m anera de calm ar la: la apretaba muy fuerte contra mí y, paseándome con ella por las habitaciones del departam ento donde está mi consul torio, le nom braba al pasar los objetos con que nos topába mos. Observé que se desviaba cuando pasábamos ante el espejo. Le hablaba de ella, de mí. Como tenía entonces niños muy pequeños, se me ocurrió la idea de cantarle lo que quería decirle. Me di cuenta de que la melodía la apaciguaba: ponía entonces su cabeza junto a la m ía y parecía muy atenta. Le cantaba lo que se me pasaba por la cabeza variando los ritmos. Solía retom ar las palabras de la m adre. Por ejemplo, canturreaba: “U na m am á dijo: «mi n iñ ita es mala», pero yo he visto a la n iñ ita que m iraba a su m am á, pensaba cosas con su cabeza; ¿qué pensaba esta niñita? Yo veía que sus ojos querían decir algo, querían responder a su m am á”, etcétera. Luego le cantaba tam bién canciones infantiles en las que se designan las partes del cuerpo tocándolas: frente amplia, bonitos ojos, boca florida, etc., u o tras como El bello bebé: - Veo señora Que tiene usted un bello bebé. - Pero sí, señora, Estoy arrullándolo. Tire lan boulé, tire lan boulaine, ¡Oh!, qué trabajo cuesta Tire lan boulaine, tire lan boulé, Criar a un bebé. [con sus variantes: “Estoy lavándolo”, “Estoy dándole de comer”, etcétera.] D urante varias sesiones proseguimos esta m archa explo ratoria. Cuando am agaba detenerme, Sylvie volvía a aullar y a arañarm e. Por fin, aceptó que me sen tara a la m esa de juegos teniéndola en las rodillas, rechazó todo lo que había en ella, lápices, plastilina, cuya visión no soportaba y, una vez calmada, se puso a golpetear en el borde de la mesa. Yo in tentaba identificar un ritmo en sus golpes y respondía a él, ya fuera con el mismo, ya con uno alternado, introduciendo palabras: “Uno dos, uno dos tres, iremos a ver un pez”, etcétera. Cuando accedió a sentarse a mi lado en ángulo rec to, el trabajo se facilitó. E sta disposición me parecía preferi ble: nuestras m iradas no se cruzaban forzosamente, como estando frente a frente, y ella no estaba obligada a dar vuelta la cara para verme, como cuando uno se sienta al lado del otro. Los juegos de reconocimiento del cuerpo se repitieron entonces con otra modalidad. Sylvie pudo tom arm e la mano y, sosteniéndola firmemente, explorar las cosas a través de ella. Me la llevaba a mis cabellos, luego a los suyos, a su boca y la mía, a diferentes partes del cuerpo o a los objetos. A través de estos juegos en espejo, Sylvie tom aba poco a poco posesión de su cuerpo, por interm edio de mi mano en prim er lugar, después, y progresivamente, con la punta de sus dedos. Luego de la cabellera, que siem pre ejerció una gran fascinación sobre ella, exploró mi boca y después mis dientes. Yo le mencionaba su felicidad al m am ar, cuando era una beba muy pequeña, luego su rechazo cuando su mamá se iba; su boca bien abierta para gritar, y que volvía a cerrarse para morder “nada en absoluto” y desgastar sus dientes; la boca para hablar, la boca para cantar, etc. Ponía entonces su mano sobre mi garganta para sentir las vibracio nes. Pero todo nuevo avance la angustiaba: retom aba de inmediato sus frenéticos estereotipos, o se tapaba los oídos, cerraba los ojos y rechinaba los dientes. Un día, vi que la mano de Sylvie avanzaba hacia mi pecho, se encontraba en un estado que no le conocía, como fascinada y aterrorizada a la vez; con la boca abierta, muda, señalaba mi pecho con el índice extendido. Al principio no dije nada, luego le recordé que ella había sido una beba que m am aba del pecho de su m adre. Reanudó sus acercamientos en las sesiones siguientes y, un día, logró desprenderme un botón de la blusa -lo que para ella era una h azañ a - y me tocó el pecho con la pun ta de los dedos. Su terror a los objetos redondos se atenuó pero, en ese momento, yo no había hecho la comparación con las secuencias que acababan de desarro llarse. Me dejaba llevar por lo que Sylvie tra ía dé nuevo en cada encuentro, improvisando, día a día, nuevas m aneras de abordar el m aterial de las sesiones, dejando para m ás adelante el momento de la reflexión. P ara ello, escribía lo que sucedía durante la sesión y anotaba igualm ente lo que me decía la señora H‘. Le explicaba a Sylvie que así registraba su historia y el trabajo que ella hacía conmigo, que todo eso quedaba en el legajo que guardaba en un arm ario cerrado. Cuando me dejó, a los once años, me dijo que un día volvería a verme para buscarlo, y se lo m ostraría a sus hijos. Alrededor de siete meses después del comienzo del análisis se produjo un acontecimiento im portante. Desde hacía algún tiempo los padres me señalaban un principio de lenguaje. Sylvie pronunciaba algunas palabras: “papá salió”, “m am á”, “garganta”, “pies Cordié”. Yo había olvidado esta últim a locución, que no recordé sino recientem ente, al releer el legajo. Ahora bien, algún tiempo después de la aparición de estos primeros vocablos, con Sylvie sentada en mis rodillas, le dibujé el m ar, una casa, barcos -v iv ía en una ciudad costera. Golpetée con el lápiz, como lo hacía ella misma, para representar los granos de arena de la playa. Se volvió entonces hacia mí y pronunció la palabra “arena”, que repitió incansablem ente con gran júbilo. Esa palabra era la prim era que pronunciaba en mi presencia. Me sorprendió que fuera justam ente ésa: “¿Qué pasó en la playa? ¿Te gusta la arena? Si quieres, vamos a hab lar de eso con tu m adre”. Después de la sesión, le pregunté a la señora H* si a su hija le gustaba la playa. Me enteré de ese modo de que le tenía mucho miedo al m ar y se negaba obstinadam ente a salir del auto cuando la familia iba a la playa; se quedaba gritando, arrinconada entre los asientos. Sin embargo, me dijo la madre, hubo un tiempo en que a Sylvie le gustaba mucho ju g ar en la arena. La señora H* recordó entonces que un día en que chapoteaba completamente vestida a orillas de las olas y se había ensuciado, ella, furiosa por tener que cambiarla, la había agarrado con brutalidad y le había dado una buena paliza. La niña, que en esa época daba sus primeros pasos, se había “rehusado” luego a sostenerse sobre sus piernas. Al principio arrastró una durante un tiempo y luego no caminó en absoluto. En la sesión siguiente vuelvo a hab lar con Sylvie de lo que me había contado su m adre y le digo, un poco al azar: “Tal vez, al hundirte en la arena, creiste que habías perdido los pies, por el hecho de que tu m adre se enojó tanto y te pegó”. Sylvie me hace entender que quiere descalzarse, y la ayudo a hacerlo. Cuando se ve con los pies desnudos, quiere que yo, a mi vez, me saque los zapatos; obedezco. Luego la pongo de pie, sosteniéndola, con sus pies tocando los míos, y comento la situación; sus pequeños pies junto a los grandes de Cordié. Da entonces sus primeros pasos. A continuación, la m archa llegó con bastan te rapidez. Mucho m ás adelante volvió a hablar de este incidente de la playa, diciendo: “Las olas querían comerme”. Así, a p a rtir deesa prim era palabra, “arena”, el lenguaje se desarrolló rápidam ente. Cuando Sylvie progresaba por un lado, retrocedía por el otro. Cada adquisición se “pagaba” con un recrudecimiento de la angustia y, por lo tanto, de los síntomas. En este período de adquisición de la m archa y el lenguaje, se rehusó aun más obstinadam ente a en tra r en contacto con el agua, llegando incluso a no querer en tra r m ás al baño. Ya no aceptaba bañarse sino con la condición de hacerlo vestida. Es probable que este comportamiento, así como la renquera, que reapa reció duran te algún tiempo, tuvieran relación con el episodio traum ático antes mencionado. La evolución de Sylvie se produjo de m anera desconcertan te. Su lenguaje se hacía cada vez m ás elaborado. Daba testimonio de una agudeza de observación y, a veces, de una capacidad de razonam iento cuya lógica era sorprendente. Iba a una escuela cercana a su casa, una hora y media a la m añana y otra hora y media a la tarde. En ella permanecía “tranquila”. Pero, paralelam ente a esta mejoría, estaba siempre angustiada por todo lo tocante a su cuerpo y sus oriñcios corporales, y expresaba cada vez más ruidosam ente sus angustias. Se ahogaba al comer. No sólo rechazaba la escupidera sino que “tenía miedo a sus excrementos”, gritaba durante la noche, en ocasiones lloraba todo el día, tan to más angustiada por el hecho de que “ahora m iraba e in terpretaba todo, m ientras que antes no m iraba nada”, decía la madre. E sta ausencia de estructuración de la imagen del cuerpo era patente en el análisis (Sylvie recién se reconoció en el espejo a los cinco años). D urante esta evolución, la m adre estaba cada vez m ás convencida de que la n iña hacía teatro, y de que sus exigencias eran de orden caracterial. El enfrentam iento m adre-hija tomó un cariz de relación sadomasoquista que analizarem os m ás adelante. Desdichadamente, la opinión de la m adre era compartida por las instituciones: “No enten demos por qué Sylvie tiene tan tas dificultades, cuando habla tan bien”, decían. En el análisis, su trabajo y su evolución eran progresivos y regulares, no asum ían el aspecto caótico de progresos fulm inantes y retrocesos espectaculares que se observaban en el exterior. De una sesión a la otra, Sylvie retom aba el hilo interrumpido. Llegó el tiempo de las sesiones frente al espejo, de los juegos de las escondidas. Hubo acercamientos agresi vos de nuestros cuerpos, cuyo lado lúdicro ella percibía: ¡podíamos entonces atropellarnos o darnos palm adas “para reírnos”! P ara mi gran sorpresa, un día me persiguió por el departam ento diciéndome: “Soy el lobo, te como”. E sta pe queña frase representaba un paso considerable hacia la superación de sus angustias de devoración. Luego hubo la exploración de su respiración. En lo que llam aban sus bronquitis asmatiformes, aparecidas a continuación del trau matismo de la alimentación, Sylvie bloqueaba la respiración, se ahogaba. En análisis, tomó conciencia de su respiración y de su aliento al resp irar junto a mi cara y luego soplando sobre mí, lo que a mi vez yo hacía sobre su mejilla o su m ano. Después, soplando junto con ella la llam a de una vela, yo intentaba m aterializar ese aliento, siendo esos juegos conmi go la oportunidad de intercambios, de diálogos sobre los descubrimientos que implicaban: el calor, el frío, el viento, el agua que apaga el fuego, otros tantos elementos anterior mente experimentados como peligrosos. D urante mucho tiempo se negó a tocar la plastilina, si bien aceptaba atribuir roles a los personajes que yo modelaba bastam ente. E sta repugnancia obedecía, me parece, al con tacto y a los cambios de forma, así como no soportaba ver a su m adre m anipulando la m asa de ta rta . Poco a poco, llegó a po ner su mano sobre la m ía cuando yo modelaba y, por fin, co menzó a hacerlo ella misma, al mismo tiempo que em prendía el dibujo. Yo advertía que, paralelam ente, las angustias con cernientes a la pérdida de sus excrementos se atenuaban. A continuación se introdujeron los juegos con la m uñequita, en los que pudo expresar sus angustias m ás arcaicas y luego to da la problemática de la relación con su madre, en argum en tos en los que no dejaba de hacerme desem peñar un papel. A los siete años, después de un episodio agudo de desper sonalización con alucinaciones, Sylvie debió concurrir tres veces por sem ana (martes, miércoles y jueves) a un hospital de día en París. Esos días era recogida por su abuela paterna, y regresaba a la casa de sus padres el fin de sem ana. A los nueve años ingresó a otra institución, a la que concurría toda la semana, siendo re tirada tam bién de allí por su abuela todas las tardes. Cuando llegó a los once años y entró en la fase prepuberal, el concurso de diversas circunstancias cristalizó la inquietud de sus padres con respecto a su futuro. Yo asistía a una repetición de lo que había pasado ocho años antes pero, esta vez, el padre parecía el más preocupado y tam bién el más decepcionado, en la medida en que, sin duda, había esperado una total normalización. He aquí lo que me dijo en el transcurso de uno de nuestros últimos encuentros: —Nos hace la vida imposible, esto no puede seguir más... Nadie ha comprendido a esta chiquilla salvo usted. La necesita más a usted pero, en el plano afectivo, usted y su abuela no bastan. En el plano educativo, en la institución hicieron de ella una niña bien formada, dentro de su psicosis. Sólo una psicoterapia intensiva la sacará. A las palabras del padre, la m adre agregó: —Estamos preparándole un paraíso terrenal. En efecto, Sylvie partió al extranjero, a una institución apreciada por su trabajo con los psicóticos, y demasiado distante para que yo tuviera la oportunidad de volver a verla. Recién volvió a Francia a los veinte años. Es con su acuerdo que presento este trabajo, del que “espera que sea útil a quienes tienen a su cargo niños como ella”. Que aquí sea calurosamente agradecida por ello. ¿Bajo qué constelación hace Sylvie su en trada en este m un do? Constelación familiar, se entiende, aquella donde el sujeto se inscribe mucho antes de su nacimiento. ¿Qué lugar ocupó en la red compleja de lazos de parentesco, en el linaje? ¿Qué marcas va a recibir de las pulsiones, de los deseos de sus progenitores? Cuando se habla de los “antecedentes”, es grande la tentación de quedarse en lo descriptivo y lo anecdótico. Por motivos de discreción, en prim er lugar, y porque no todo debe ponerse en el mismo plano cuando se tra ta de identificación y estructura, no retendré sino lo que me pareció significativo en el desarrollo de su historia. La m adre de Sylvie es la tercera de cinco hijos. Ocupa por lo tanto el mismo lugar que aquélla en la fratría. Su hermano mayor murió a causa de una meningitis a los catorce años, cuando ella tenía nueve. Se le había hecho una trepanación cuatro años antes, luego de un accidente. Es posible que ése sea el origen de las preocupaciones de la señora H* en cuanto a una eventual “lesión cerebral” de su hija. Su familia sufrió varias m uertes violentas o acciden tales. El padre ue la señora H* es un personaje im portante. Ella lo describe como “muy autoritario... no perm ite la indepen dencia de sus hijos. Todo debe pasar por él. Con mi padre, uno nunca es un adulto”; agrega: “Adoraba a mi padre, era un tirano”. El intervendrá de m anera muy precisa en el destino de Sylvie. La señora H* habla de ello en estos términos: “No soporta que los niños lo fastidien. Un niño debe obedecer. Respetar la voluntad de un niño es impensable”. Si uno de ellos tiene mal carácter, es preciso meterlo en vereda. Habla mucho con frases hechas, por ejemplo: “Hay que alejar el problema que nos fastidia”, “Suiza es el lugar donde se educa bien a los niños”. Considera a su hija como una m adre ejemplar, una santa, que se sacrifica por sus hijos. Incluso le explica a Sylvie todo el reconocimientoque debe sentir hacia una madre semejante, pero desaprueba la actitud m aternal y piensa que la niña debería ir a una institución especializa da en el extranjero, por ejemplo en Suiza. E sta presión se ejerce a través de cuestiones de dinero. La m adre de la señora H* es una figura desdibujada. Su hija la describe como “eterna víctima y eterna niña. Necesi taba a sus hijos para vivir, y los tom aba como testigos en los conflictos que perturbaban a su pareja”. E stá totalm ente ausente del discurso de la señora H \ y me en teraré de su m uerte de m anera incidental, a causa de la falta a una sesión, en el transcurso del segundo año del tratam iento de Sylvie. A la señora H* no le gusta hab lar de sí m ism a ni de su pasado, no conversa conmigo más que de sus relaciones con Sylvie, y entonces la anim a la pasión. No la veré sola m ás que una vez, al comienzo del análisis de la niña, y me en teraré de que en la adolescencia, entre los doce y los dieciocho añOB, fue bulímica (¿se declaró esta bulimia luego de la m uerte de b u hermano?). A los dieciocho años decidió adelgazar, se encerró en su cuarto, Mno alim entándose m ás que con café y cigarri llos”, y perdió, dice, 35 kilos en dos meses. Nunca recuperó el peso, pero siguió siendo una gran fumadora. Hay en ello una fijación oral que no puede dejar de ponerse en relación con las dificultades alim entarias de Sylvie. Después del bachillerato y de vagos estudios para los que se sentía poco motivada, se casa y, luego de algunos años sin hijos, trae al m undo “tres niñas en tre in ta y tres meses”, siendo Sylvie la tercera. ¿Qué dice la señora H* de esos embarazos tan seguidos? El prim er hijo es, para ella, una cosa m aravillosa a la que no deja de “contemplar, de fotografiar”, habla de “arrobam ien to”, “admiración” y dirá también: “era mi posesión”. Cinco meses después del parto vuelve a quedar encinta, y trae al mundo otra niña. La señora H* está “decepcionada”. Ni bien repuesta, se inicia un tercer embarazo, que al principio rechaza: no quiere ese tercer hijo, pero, ¿qué hacer? Los médicos de su región “se ponen rojos de furia cuando se les habla de control de la natalidad, y en esa época ni se mencionaba la IVG [interrupción voluntaria del embarazo] ”. Habla de ese período con una aceptación sorprendentem ente pasiva de la situación, una asombrosa actitud de resigna ción. Vivió ese tercer embarazo en medio de una “herm osa indiferencia”. Parecía ignorarlo, y cuando se presentó en la clínica, un poco antes de la fecha prevista para el parto, “se rehusó a participar en el nacimiento”: “No quería hacer el esfuerzo”, dice. Sacarán a la n iña con fórceps. E sta actitud evoca un estado depresivo subyacente. Después del nacimiento de Sylvie, rechazará con vigor todo nuevo embarazo, y tom ará ella mism a las decisiones que se imponen para no tener m ás hijos. E l niño nace. U na vez más una niña. P ara ella, es grande la decepción por no haberle dado un hijo a su marido. Hay que encontrarle un nombre a la niña. Un día en que le hice una pregunta sobre la elección de ese nombre, me dio esta respuesta sorprendente: había escogido los nombres de sus hijas tomando para cada uno dos letras del suyo, la e y la i. Si ella se hubiera llamado Jasm ine, por ejemplo, la mayor habría sido Valérie, la segunda Amélie y la menor Margue- rite. E sta madre sentía que tenía que hacer de sus hijas algo idéntico, “parecido”. Si hubiera tenido varones, “habría sido diferente, se llam arían Stéphane o B ertrand”. Sylvie nació un I o de mayo. Remarco que, cuando la señora H* evoca su nacimiento, agrega infamablemente: “No hubo sustitución de niños”. A menudo expresa su inquietud sobre la vida y el porvenir de sus tres hijas. Teme el rapto. Tiene miedo de que se hagan violar, que se queden em barazadas a los catorce años, que ella misma m uera de cáncer y las deje solas. Estos tem as vuelven de m anera repetitiva, sin que los elabore más en profundidad, y su sentido seguirá siendo misterioso. Menciono aquí esos temores fantasm áticos porque se refieren sobre todo al período preadolescencia-adolescencia de las niñas, período durante el cual la mism a séñora H* conoció dificultades. Los tem as de la separación y la m uerte son predom inantes en él. Cuando Sylvie llegue a esta edad, las manifestaciones un poco desordenadas del inicio de la pubertad reavivarán las angustias de la señora H* y plan tea rán en la realidad la cuestión de la separación. De regreso en su casa después del parto, la señora H* se vale de un personal que la ayuda en las ta reas domésticas y los cuidados que deben brindarse a los niños. Repite con frecuencia que, no habiéndole enseñado nadie a criar a sus hijas, se sentía perdida a causa de los consejos contradicto rios que recibía. Nunca menciona a su m adre al respecto. Sylvie es puesta a m am ar y lo hace bien. La señora H* descansa y piensa iniciar un tratam iento para curarse de los trastornos circulatorios que le provocaron sus embarazos. Si hubiera habido observadores que film aran a esta madre am am antando a su hija, sin duda no habrían podido ver nada que atrajera su atención. D urante seis sem anas, en efecto, todo transcurrió normalmente, la beba se desarrolló sin problemas. La señora H* debía pensar que hacía lo que habla que hacer, alim entar a la niña y verificar que los cuidados se efectuaran con “higiene y competencia”. Pero, ¿qué ocurría con el placer? Sin duda experim entaba el placer llamado “ animal” de toda m ujer que am am anta, placer del cuerpo que prolonga el vínculo de vida, de dependencia del niño con respecto a su madre. Pero estaba cansada, superada ya por los gritos de esos tres bebés y agobiada por la responsabilidad que creía debía asum ir sin conocer sus reglas. H abría queri do recuperar una vida de pareja sin hijos (reiterará este anhelo cuando Sylvie tenga once años). Pero Sylvie ten ía seis semanas. Decidió por lo tanto destetarla e ir a hacer un tratam iento. El am am antam iento se interrum pió, se pasó a la m am adera y la beba fue confiada a su abuela paterna quien, viviendo en París, la llevó a su casa durante todo el mes de julio. Sylvie pierde a la m adre y el pecho, es un período de malestar: llantos, insomnio, rechazo de la m am adera, a pesar de la voluntad de la abuela. Pierde tam bién las señales visuales de su ambiente, su cuarto, su cama y los rostros habituales. M anifiesta el sufrimiento de la ru p tu ra en el lugar m ás investido de su cuerpo, la boca, y se niega a alim entarse. No puede conciliar el sueño. No obstante, nada demasiado grave: no ha perdido peso. Su madre regresa. Estam os en agosto. La señora H* vuelve descansada, dispuesta a retom ar su rol de m adre duran te un mes. Sylvie se revela una beba difícil, pone m ala cara frente a la m am adera; la m adre prueba sin éxito con la cucharita, vuelve a la m am adera. ¡Esta n iña comienza a irritarla , al rechazar así lo que se le ofrece! En el análisis, Sylvie introducirá recuerdos de ese período, especie de recuerdos-pantalla en los que, como en un montaje surrealista , encontramos un bebé, unas nalgas, una galería, un tocadiscos, un delantal... Este ensamblaje asum i rá la forma de una escena petrificada como la que precedió al adormecimiento de la Bella Durm iente del Bosque, dado que todo va a quedar en suspenso. Apenas de regreso, la madre va a volver a partir. La señora H* se va de vacaciones con su marido, dejando la casa al servicio doméstico y las niñas a las niñeras. Sylvie va a ser confiada a una muchacha de dieciocho años, que llega apenas unas horas antes de la partida de los padres. E sta muchacha agrada en seguida a la señora H*, puesto que pre tende saber ocuparse de los niños, sobre todo de los difíciles. Parece enérgica y segura de sí; su competencia y su autoridad tranquilizan a la señora H*, que parte sin inquietud. Georgette va a decidirin terrum pir las m am aderas y hacer comer a Sylvie con la cucharita. Pero la pequeña se rehúsa. Georgette insiste, y va a obligar a la niña. La abuela paterna, que había ido a v isitar a sus nietas, observó la escena y la cuenta así: Escuché unos aullidos espantosos, Sylvie estaba atrapada sobre las rodillas de esa muchacha, que le apretaba la nariz para hacerle abrir la boca y hundirle en ella la cuchara de papilla. La pequeña se sofocaba, trataba de debatirse. Fue claramente a partir de ese momento cuando la beba cambió, se puso triste... va a apagarse, va a quedarse horas en el suelo golpeteando los flecos de la alfombra... ya no sonríe y no se lleva nada a la boca... tiene una mirada gris, habríase dicho que ya no tenía ganas de vivir... Es cierto que las fotos tom adas antes y después de este período m uestran un cambio radical; de una beba sonriente y tónica, Sylvie pasó a ser una cosita blanda e inexpresiva. Este episodio traum ático me parece determ inante en la eclosión de la psicosis. M ientras Sylvie se encuentra en ese estado de estupefac ción, su m adre regresa. Lo que ocurre entonces va a acarrear cierto modo de relación entre ellas dos y a comprometer todo el futuro de la niña, dado que el comportamiento de ésta asum irá de inmediato, para su m adre, un sentido muy preciso, que le dicta su propia estructura inconsciente, y sobre el cual casi no volverá. Veamos los hechos. Bstamos en noviembre, Sylvie tiene por lo tan to seis meses. La señora H* tra ta de volver a darle la m am adera, la n iña la rechaza. Frente a esa beba que grita y se niega a alim entarse, la señora H* se siente en seguida interpelada. Esta es la forma en que expresa las cosas en las prim eras entrevistas conmigo: Desde muy pequeña tiene mal carácter, querría manejarme a su antojo, yo no puedo ceder, hace falta autoridad. Desde los nueve meses (es un error, se trata de los seis) siempre rechazó la mamadera, hacía huelga de hambre... Es como si yo hubiera hecho todo para quebrarla, pero no se puede ceder, es malo tener en cuenta las manías de los niños. Es como ahora con la escupidera, le doy hasta quince chirlos por día, pero no me rindo. Si transcribo estas palabras, es porque no quedaron aisla das. Reflejan la m anera en que la señora H* se situó siempre en relación con su hija. Desde este encuentro, Sylvie va a tener su lugar en el corazón de la vida pulsional y fantasm ática y de las figuras edípicas del deseo de su madre. Este lugar designado va a revelarse inm utable, sin escapatoria, marcado por una ver dad absoluta, que la señora H ' hereda de su padre y ta l vez de la generación que lo precede. Con Sylvie va a retom ar una partida jugada con su propio padre, en una relación que excluía toda intervención de terceros. Si bien las relaciones m adre-hija evolucionaron con el análisis, las convicciones de la señora H* sobre el lugar del poder en el sistema de educación casi no se modificaron. Sin embargo, había cierto humor, cuyos rasgos podemos poner de relieve en las palabras de Sylvie. En la relación con su marido, la señora H’ no experim enta estos tormentos. Aprecia la solidez, el buen sentido de este hombre que le ofrece una vida social agradable y una relación de pareja que la satisface. Por ello, quiere preservar a cualquier costo esta armonía. ¿Porqué, entonces, molestarlo con las niñas? Ella guarda para sí esta preocupación. Incluso suele tom ar sola decisiones im portantes para sus hijas, como poner pupilas a las grandes. Las niñas son asunto suyo', en todo el resto, descansa en su marido, en quien tiene toda la confianza. El padre de Sylvie es veterinario en las provincias, recorre el campo para tra ta r a los anim ales de granja y está “muy atrapado por su trabajo”. Este hombre realista no se carga con consideraciones psicológicas, las que por lo dem ás no necesita en su profesión. P ara él, los niños, la casa, son “asunto de su mujer”. Hijo único, su padre murió cuando él tenía ocho años, y la madre volvió a casarse dos años después, con un hombre al que siempre consideró, dice, como su padre. Parece que en esa pareja existe una especie de consenso acerca de la repartición de los roles paterno y m aterno. El señor H* se siente poco implicado en su papel de padre, poco interesado en las “historias de las chiquillas”: en el límite, no quiere saber nada. ¿Se debe esto a su propia situación edípica de hijo único de una madre viuda, luego vuelta a casar, una madre muy cercana y muy cariñosa, que sin duda asumió sola la educación de su hijo? Aunque la señora H* haya sufrido estando sola, por ejem plo durante sus embarazos o frente a las dificultades de su tarea, su discurso dem uestra que no hace ningún caso de la palabra paterna en lo que se refiere a los hijos, para los cuales no se rem ite m ás que a las reglas de educación que le inculcó su propio padre. Si, por motivos difíciles de delim itar, esta situación parece no tener consecuencias im portantes en las hijas mayores, no ocurre lo mismo con Sylvie, que va a cristalizar sobre su persona los complejos de su padre y su madre, y a encarnar por sí sola el retorno de lo reprimido de varias generaciones. Cuando el señor H* -que me había formulado la pregunta: ¿es idiota o no tiene nada?- comprobó que Sylvie estaba lejos de ser idiota, se tranquilizó. Siendo la niña sana, su compor tam iento y sus síntomas fueron reducidos a una lógica irremediable. Decía, por ejemplo, con respecto a los proble mas alimentarios: “Es preciso que se la obligue para que sea libre. Si no se la obliga, es como si se le im pidiera alim entar se” (!). Llamaba tics a sus movimientos estereotipados, y los im itaba para hacer que cesaran, reforzando con ello la angustia de la niña. P ara él, Sylvie tenía algunas pequeñas dificultades que se le pasarían al crecer, pero sobre todo “una vocación de jorobar a su m adre”. Salvo ese pequeño detalle, era una linda niñita, a veces extraña, que decía palabras curiosas, un poco a la m anera de Alicia en el País de las M aravillas, pero todo eso se arreglaría. Este hermoso opti mismo y la trivialización de los trastornos me parecieron duran te mucho tiempo tranquilizadores en comparación con las palabras dram áticas de la m adre, por el hecho de que Sylvie am aba a su padre y junto a él parecía feliz y apacigua da. No vi lo que esta actitud podía implicar de anulación del ser mismo de la niña, de desconocimiento de su singularidad. Uno podía ser optim ista y confiar en el futuro de Sylvie, sin negar no obstante sus trastornos, sus angustias, su sufri miento. No reconocer su fragilidad podía, en efecto, provocar comportamientos traum atizantes. Cuando Sylvie escuchaba a su padre decir que “los proble m as de los niños eran asunto de su m ujer”, en su interroga ción sobre el deseo paterno encontraba a los animales. Hojeaba con pasión las revistas veterinarias, y yo la escuché canturrear: “Sylvie es un pato, el m artes es un redondel, el miércoles una dam a y el jueves una gruesa lengua de ternera, una gruesa lengua que hace pedos (ruidos con la boca), me pone nerviosa, tengo ganas de m atarla”. Cuando apareció la cuestión de su apellido, se llamó a sí misma “Sylvie V eterinaria”. Cuando fue al hospital de día en París, vivía en lo de su abuela paterna. Me di cuenta muy pronto de que esta abuela repetía las palabras de su hijo: “Sylvie tiene dificultades, decía, pero con amor y paciencia se saldrá”. Es cierto que, por instinto, supo encontrar actitudes de cuidado m aterno que perm itieron que la n iña progresara. Su amor y su dedicación fueron una ayuda considerable en el tratam iento. Pero la abuela cayó enferma: Sylvie era agotadora. La institución habló de una familia de acogida, lo que ulceró a los padres. Sylvie abandonaba la infancia y parece que, por motivos particulares de cada uno, la angustia por el porvenir se había apoderado de todos. Fue en ese momento cuandose decidió la separación y la partida de la n iña al extranjero. Para su abuela eso fue un desgarram iento, pero sufrió tam bién por haber fracasado allí donde pensaba tener éxito: curar a la niña que le había confiado su hijo, ser esa buena madre-grande,* que, protegiendo y amando a Sylvie, borra ría todas sus “pequeñas dificultades”, como decía. Pero la ta rea superaba sus fuerzas y puso en peligro no sólo su salud sino también la tranquilidad de su pareja ¡tan invasora era Sylvie! Parece que en el linaje paterno la n iña ocupaba un lugar un poco simétrico al que tenía en el linaje m aterno: por un lado, hija im aginaria de la pareja madre-abuelo materno, por el otro hija im aginaria de la pareja padre-abuela pater na. Sin embargo, los fantasm as y los deseos a ella referidos eran radicalm ente diferentes en los dos linajes. Muchos analistas, con el pretexto de que un niño es un analizante de pleno derecho -y lo es-, no quieren considerar m ás que el m aterial de la sesión, sin tener en cuenta ni la existencia ni el discurso de los padres. Si hay una regla que me parece que no tolera excepciones, es que para comenzar un trabajo analítico con un niño pequeño, que aún vive bajo la dependencia de su familia, es indispensable la luz verde de los dos padres, aunque éstos estén exentos de toda obligación financiera, como se ve en las instituciones. Este acuerdo de los padres significa para el niño que su síntom a le pertenece en propiedad, y que tiene derecho a abandonarlo sin sentirse culpable por el hecho de poner en peligro el equilibrio de la familia o el de uno de sus integrantes. Lacan nos lo recuerda en su carta a J . Aubry:1 *En el original, mére-grand, inversión de grand-mére, abuela (N. del T.). El síntoma del niño está en condiciones de responder a lo que hay de sintomático en la estructura familiar. El síntoma [...] se define en ese contexto como representante de la verdad. Puede representar la verdad de la pareja familiar. Este es el caso más complejo, pero también el más abierto a nuestras intervenciones. E sta apelación a un tercero que es la dem anda de análisis de los padres para su hijo, cualesquiera sean las motivacio nes para ello, subtiende el renunciam iento a su omnipoten cia y cobra, para el niño, valor de castración. No considerar más al hijo como objeto de goce implica la aceptación de que se aparte de uno y que busque por sí mismo la verdad de su deseo, rumbo cargado de sentido porque es una m arca de amor: “El amor [...] puede postularse sólo en este m ás allá donde, en prim er lugar, renuncia a su objeto”, nos dice Lacan.2 Si este consenso no se logra al comienzo, la m archa analítica se pervierte y se m ultiplican los pasajes al acto. Estos son frecuentes en las instituciones, donde los padres son mantenidos a distancia. Por ejemplo, el niño “no en tra” en análisis, hace “como si”, y pueden verse encuentros psicoterapéuticos que duran años, con una modalidad lúdi cra estéril, sin que suceda nada esencial porque en la transferencia falta la dimensión sujeto del supuesto saber. ¿No son los padres mismos quienes atribuyen este lugar al niño, cuando lo “confían” a alguien que tiene un saber que ellos no poseen? ¿Cómo esta r autorizado a “hablar de los padres, a criticar los a sus espaldas”? ¿No es una traición? Es así como lo expresan algunos niños. Entonces se habla “a un lado”, de cosas sin importancia, se juega junto con ellos, el psicotera- peuta se convierte en un buen compinche al que se tiene la dicha de reencontrar cada semana. Por el lado de los padres se observan fantasm as de rapto, “se les ha tomado a su hijo, ¿con qué derecho?” Se sienten despojados, culpables: ¿por qué no quieren escucharlos? En ocasiones reaccionan con violencia, pero las más de las veces ponen fin brutalm ente al análisis o cambian al niño de institución. Si el contacto con los padres o con quienes crían al niño (nodriza, padrastros) es necesario antes de comenzar el análisis, escucharlos en el transcurso de éste no es, en cambio, una regla habitual sino un paso que sigue ligado a múltiples consideraciones: en primerísimo lugar la edad del niño, dado que el trabajo analítico con un bebé o un niño muy pequeño no es seguramente el mismo que el que se realiza con un preadolescente o un adolescente; el deseo del niño que, muy pronto, sabe si tiene o no ganas de que sus padres hablen delante de él. Se tra ta de su análisis y, desde el principio, se entiende que es él quien decide. Es frecuente ver, en el transcurso del análisis de algunos niños m ás grandes, una demanda hecha al analista para que éste se encuentre con los padres cuando, por ejemplo, las tensiones se vuelven dem a siado fuertes en el seno de la familia; la estructura del niño, por último, y el niño psicótico encarna, más que cualquier otro, el objeto a en lo real. ¿Qué lugar tiene en la estructura familiar? ¿De qué no dicho es portador? ¿De qué es el revelador? En ese nivel, el discurso de los padres perm ite un prim er señalamiento. ¿No confirma el mismo Lacan la observación pertinente que hizo el doctor Cooper, en el sentido de que para obtener un niño psicótico se precisa, al menos, el trabajo de dos generaciones, siendo él mismo el fruto de la tercera?3 Escuchar a los padres es un acto que suscita m uchas reservas en los analistas, disfrazándose a menudo su resistencia tras consideraciones teóricas tales como la pureza del análisis, la imposibilidad de controlar la transferencia, etcétera. Algu nos analistas jóvenes temen el encuentro con imágenes paternas aún dom inantes o reactualizadas por su propio análisis en curso. Las dificultades, me parece, obedecen al hecho de que es preciso m antener con firmeza ciertas reglas, que los padres intentan por todos los medios transgredir o hacer transgredir al analista. Puede suceder, por ejemplo, que acepten a regañadientes hablar delante de su hijo, sabiendo que lo que digan podrá ser retomado y comentado en la sesión que sigue, m ientras que lo que el niño diga en ella cae en la esfera del secreto profesional y nunca les será revelado, salvo voluntad expresa de aquél. Desde luego, esto puede prestarse a malos entendidos, no dejando el niño de mezclar las cartas, por ejemplo informando a los padres de palabras que h a dicho atribuyéndolas al analista, o manifestando ante ellos una reticencia a asistir que en realidad no siente, lo que puede ser su m anera de recordarles su apego y su fidelidad. ¡No hay más que ver la evidente satisfacción con que la m adre informa al analista el poco entusiasm o que pone el niño para concurrir a la sesión! Todo esto forma parte del juego y pue de ser retomado en la sesión que sigue. La regla de la neutralidad del analista es igualmente difícil de m antener con los padres. Es fuerte la tentación pedagógi ca ante la dem anda aprem iante de consejos, de opiniones sobre la conducta a sostener. Pero, al m argen de algunas respuestas de sentido común, dejarse llevar puede hacer que se salga peligrosamente del marco del análisis y de su ética. Em itir un juicio de valor y, en el peor de los casos, desvalo rizar la conducta de los padres puede en trañar consecuencias desastrosas para el niño. Por eso, ¿no debería decírsele a éste, al comienzo, que son sus padres, que seguirán siendo lo que son y que debe “contar con ello”? Este problema del abordaje de las relaciones padres-niño plantea cuestiones esenciales, que merecerían que uno se demorase en ellas. No haré aquí m ás que recordar que la idea preconcebida de la psicogénesis y la organogénesis provoca una toma de posición ética. En efecto, si la psicosis del niño está inscripta en los genes, de ello resu lta que los padres no tienen nada que ver, que ellos mismos son víctimas de esa fatalidad. Y si la psicosis tiene causas relaciónales, los padres son responsables, por lo tan to “culpables”. Ahora bien, un anatem a semejante - la m ala madre tiene las espaldas anchas- puede tener efectos extrem adam ente nocivos sobre el tratam iento de estos niños. Es cierto que este cuestiona- miento de la responsabilidad de los padres implica una ambigüedad fundam ental, dado que esta cuestión apela a otras dos, estructurales, la de la causalidad del sujeto y la de la libertad. Ser responsable, ser capaz de inducir la locura en el otro, supone que las conductas hum anas son el reñejo de una elección deliberada, con lain tencióndeperjudicarydestruir. Ser irresponsable, no saber lo que se hace, implica que esas m ismas conductas excluyen toda libertad, son fundam ental mente “alienadas”. Antiguo dilema: ¿libertad?, ¿destino inal terable? El hombre no ha cesado de exam inar esta problemá tica. Recordemos lo que decía Lacan en 1946, en un Congreso sobre “La psicogénesis” organizado por Henry Ey: “El ser del hombre no sólo no puede ser comprendido sin la locura, sino que no sería el ser del hombre si no llevara en él a la locura como límite a su libertad”.4 P ara nosotros, analistas, el concepto de inconsciente sigue siendo el corazón de la cuestión, el sujeto no puede ser más que sujeto barrado, í , y su causación se hace en los procesos de alienación y separación que Lacan articuló.5 ¡Pero el inconsciente perturba siempre otro tanto, y a los analistas les gustaría tam bién olvidar el escándalo que pone de relieve en la concepción del sujeto! ¿Recuerda Lacan su costado subver sivo? Se le reprocha su pesimismo, incluso se lo llega a calificar de “ahum ano”.6 Sin embargo, cuando abordamos a los padres, es preciso que, a la m anera del dedo que indica una dirección, les hagamos perceptible esta dimensión: el niño es revelador de una verdad que ellos ignoran. E sta verdad no es abordable de entrada, pero el analista puede hacerla surgir, y cada uno puede sorprenderla y sorprender se. En los efectos de transm isión y repetición que se observan en ella, el sentido puede entonces bascular. Cuando los padres evocan, por ejemplo, su propia infancia y los problemas con que se toparon a la edad de ese niño que ostá allí, que escucha, nos sorprendemos de la ca ta ra ta de reacciones que desencadenan sus palabras. Me acuerdo de un varón de once años, Eric, que concurría por un grave fracaso escolar surgido bastan te bruscam ente. Le pregunté a su padre, que ese día lo acompañaba: “¿Y usted, cómo la pasó a esa edad?” En la respuesta que dio ustaba la respuesta a la cuestión del hijo: ambos procuraban por ese medio escapar a una m adre profesora, cuyas exigen cias escolares y su obsesividad los agobiaban. El padre había encontrado una escapatoria a la influencia m aterna gracias a una enfermedad grave e invalidante de su propio padre, que había desviado la atención de la madre. ¡Era pagar cara su liberación! En la descripción que hacía de su m adre, uno creía ver y escuchar a su mujer, la m adre de Eric, a ta l punto que ni uno ni otro pudieron dejar de tom ar conciencia de ello. Se lanzaron entonces una m irada cómplice y no pudieron abstenerse de reír... El padre dijo: “¡Sin embargo, tú no vas n hacer las mismas boludeces que yo! ¡Todo el trabajo que me costó salir, luego!” Eric, empero, no se convirtió en el acto en el primero de la clase, pero el trabajo del análisis, sobre las identificaciones edípicas en especial, podía comenzar. Dos años después, renunció por fin a su síntoma... m ientras su madre empezaba un psicoanálisis. Si a menudo me ocurre que no vuelvo a ver a los padres cuando el análisis del niño ya se inició, o si los veo episódica mente en ciertos momentos cruciales del desarrollo de la cura, es raro que con un niño psicótico, como paciente privado, la cosa sea posible. El estatuto del niño o del ado lescente psicótico es, en efecto, completamente singular, y requiere que se tome en consideración la dinámica fam iliar y el lugar del niño en la economía libidinal de los padres. El niño psicótico está, m ás que cualquier otro, prisionero de una palabra que da fe y es ley, palabra única, discurso a una sola voz, la de una m adre o un padre. Atrapado en el sitio de las conminaciones repetitivas que retom a en eco, está “preso en su totalidad en una cadena significante prim itiva que prohí be la apertura dialéctica”.7 Así, veamos a Sylvie, en posición de objeto aniquilado por la angustia, sufrir, desde los primeros meses de su vida y de m anera repetida, los imperativos maternos, e inscribirse de entrada en una problemática determ inada. ¿No da la señora H ’ un sentido definitivo a toda manifestación de la niña retomando un enunciado en el cual quedó fijado su ser mismo? Esos enunciados superyoicos en forma de aforismos, que le legó su padre, no son retomados por ninguna tercera palabra, tienen fuerza de ley, de una ley pervertida dado que se inscriben en una relación dual, incestuosa, que perdura y se repite sin que se inscriban en ella ni la escena prim aria ni la sucesión de las generaciones. ¿Dónde está el Nombre-del- Padre? Recordemos esta afirmación de Lacan con respecto a la forclusión: No es únicamente la manera en que la madre se adapta a la persona del padre de la que convendría ocuparse, sino del caso que hace a su palabra, digámoslo, a su autoridad; dicho; de otra manera al lugar que reserva al Nombre-del-Padre en la promoción de la ley.8 Cuando la señora H* dice: “Soy yo quien debe hacer las reacciones de mis hijos”, el sujeto de la enunciación está claram ente en ese “hacer” que nos designa la identidad de la madre y la hija: ella soy yo, yo soy ella, la tram pa se cierra. Sentimos asom arse un enfrentam iento imaginario mortal: “Es ella o yo”. Ahora bien, cuando la señora H* me habla, cuando viene a contarme su angustia, su fracaso en lo que se juega con su hija, se introduce ya un corte entre ellas dos, aunque sea al nivel de la m irada y la voz. Sylvie no se encuentra ya en el cara a cara en el que no conoce m ás que una m irada im perativa y una voz colérica. Puesto que cuando la señora H* habla a los demás, a sus hijas mayores, a su marido, su voz es diferente, pero en esos momentos Sylvie no está allí, eso no le incumbe, el lazo entre las dos está interrum pido. Y cuando la señora H* me habla de Sylvie, ésta está muy presente, se tra ta de ella, pero el tono de la voz ya no es el mismo, y la m adre me mira. Entonces, es la niña quien la íwcruta y se asombra de que esa voz terrible exprese ahora aflicción y pida ayuda. Sylvie, como todo niño psicótico, en el Hometimiento en que se encuentra no puede im aginar una madre desam parada que pregunte: “¿Qué pasa? ¿Qué hay? Usted que sabe, dígamelo”. Escuchar esas palabras puede conducir a un prim er cuestionamiento sobre la castración materna: “¿Entonces no lo sabe todo? ¿Entonces no lo puede todo? ¿No es completa?” Este puede ser tam bién un principio de interrogación sobre el deseo del Otro. “Ella ha dicho esto, pero, ¿qué quiere?” Este rumbo puede constituir asimismo el primer paso para salir del estatu to de puro objeto entregado al goce del Otro, y comenzar un recorrido de sujeto. El analista introduce en efecto esta tercera posición, que es vicaria del Nombre-del-Padre, sobre todo cuando la madre hace caso a su palabra en lo que corresponde a su hijo. “Es en los intervalos del discurso del Otro donde surge esto para el niño: me dice eso pero, ¿qué es lo que quiere?”.9 Aquí, es a t r avés del discurso de los padres dirigido al analista en presencia del niño que puede hacerse un señalam iento del Che vuoi? Lo que corresponde al lugar de Sylvie en el deseo inconsciente de la madre y el padre aparece en los intervalos del discurso de éstos. E sta palabra puede ser repetida luego por el niño en la sesión y le perm ite reencontrar un vínculo, dar un sentido a sus recuerdos inmovilizados, al mismo tiempo que deslindarse de la historia del Otro y tom ar la distancia necesaria para hablar en su propio nombre. Ese trabajode desconexión y conexión es infinitam ente más rápido en estas condiciones que cuando se deja que la repetición se instale en la transferencia. Dado que en el niño psicótico la repetición está hecha de rituales que adormecen la vigilancia del terapeuta, cuando no provocan su cansancio y su desaliento. Introducir el corte al mismo tiempo que restablecer una cadena significante resum e el trabajo de análisis con estos niños. En su Seminario del 21 de mayo de 1969, Lacan afirmaba: Damos por sentado que las relaciones infantiles tensionales que se establecen en tomo a cierto número de términos, padre, madre, nacimiento de las hermanas, etc., no cobran ese peso de sentido más que a causa del lugar que ocupan con respecto al saber, al goce y a cierto objeto, que es en relación con ellos que van a ordenarse las relaciones primordiales con el deseo. Explorar la modalidad de presencia con la cual cada uno de los tres términos ha sido ofrecido al sujeto, es efecti vamente ahí donde reside la elección de la neurosis.10 E sta exploración es igualm ente valedera para la psicosis pero, no habiendo salido el sujeto de su sometimiento al Otro, a veces pasa por la palabra de este Otro. ¿No es el saber inconsciente que hemos señalado al pasar del síntom a del niño a la palabra del gran Otro y a la inversa? E ra claro que el goce estaba tam bién en el corazón de la relación en su inserción en el fantasm a y la pulsión. En cuanto al objeto, dejamos su estudio para m ás adelante. Vamos a dejar a Sylvie por un tiempo. Estuvo ausente duran te varios años y no trabajé sobre su caso, sino que éste me trabajaba; pensaba en ella, en el desarrollo de su historia, y poco a poco los momentos cruciales de su análisis cobraban sentido para mí, al mismo tiempo que lo daban a lo que escuchaba de mis pacientes psicóticos adultos. Lo que me había enseñado aportaba una nueva luz a ciertas nociones tales como la represión, la estructura del fantasm a, la naturaleza del objeto a. En ella creí sorprender esas forma ciones en estado naciente, a menudo con distorsiones percep tibles de entrada. Pasó todo un tiempo de maduración antes de que retom ara el legajo; “tiempo de meditación”u , decía Lacan. Pero ese largo desvío me permitió confrontar mi observación de los niños que no son psicóticos con la de los au tistas o los es quizofrénicos. C aptar la diferencia fundam ental que los separa, y los puntos de ru p tu ra en tre unos y otros me parece el único rumbo posible para abordar la psicosis. ¿Se puede, en efecto, ingresar sin dificultad en el mundo de la locura, donde reinan el desorden y la paradoja? El riesgo es quedarse pegado en él, abandonando todo rumbo lógico (hacerse el loco con los locos), o privilegiar ta l o cual aspecto de un caso y, m ediante un recorte neto y decisivo, aplicarle tal o cual construcción teórica tan seductora como convincen te para que la jugarre ta funcione. Nuestro paso será m ás lento y menos espectacular. Consis tirá en acercarse a la psicosis m ediante pequeños avances, teniendo en m ente a la vez la complejidad, la multiplicidad de los abordajes posibles y lo que se dice es una “evolución normal” en nuestra cultura, para retom ar los puntos de balanceo de una estructura a la otra. Así, evocaremos en primer lugar al niño al que se gusta observar, con el que es un placer vivir, luego a aquel que se nos “confía” para que viva mejor. Ese me parece un rodeo obligado antes de reexaminar la psicosis de Sylvie. Notas 1. J. LACAN, textos dirigidos a J. AUBRY, op. cit. 2. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 247 [El Seminario de Jacques Lacan. Libro XI. Las psicosis, Buenos Aires, Paidós, 1993]. 3. Discurso de clausura de las Jornadas sobre el psicoanálisis en el niño, 1967. 4. J. LACAN, Ecrits, pág. 176. 5. J. LACAN, Ecrits, “Position de l’inconscient”, pág. 830 y sig. [“Posición del inconsciente”, en Escritos, II, México, Siglo XXI, 1978]. 6. J. LACAN, Ecrits, pág. 827. 7. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 215 8. J. LACAN, Ecrits, pág. 579. 9. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 194. 10. J. LACAN, Séminaire XVI, “D’un autre á l’Autre” (inédito). 11. J. LACAN, Ecrits, pág. 205. NACIMIENTO DEL SUJETO El deseo del hombre es el deseo del Otro, es decií1¡lpÍ| tu cuanto Otro que desea (lo que demuestra el alcance de la pasión humana).1 Si el gran Otro designa el lugar del tesoro de los significantes, es tam bién el lugar a p a rtir del cual se origina el deseo del sujeto, “sitio ocupado en general por la M adre”,2 dice Lacan. Tres puntos siguen siendo predom inantes en la dimensión de este Otro, “su demanda, su goce y, bajo una forma que se m antiene en concepto de signo de interrogación, su deseo”.3 En este advenimiento del sujeto deseante al corazón del Otro, el goce sigue siendo la apuesta perm anente, y el objeto a está en el centro de la partida. La problemática del objeto a será abordada m ás precisamente después de que hayamos enfocado en un prim er momento, según una modalidad pluridimensional, las relaciones precoces m adre-lactante. Lo que el niño debe construir de su imagen inconsciente del cuerpo -e n el sentido de ser, de prim era representación del cuerpo, muy anterior a la imagen especular-, lo hace en referencia al cuerpo del Otro, a sus pulsiones, a sus fan tas mas, a su deseo. Lacan no deja de escandir esta evidencia, y nosotros de olvidarla, a ta l punto estamos captados por el ser de la palabra: Ese lugar del Otro no debe tomarse en otra parte que en el cuerpo, no es intersubjetividad sino cicatrices sobre el cuerpo tegumentario, pedúnculos a conectar en sus orificios para que hagan en ellos las veces de asideros, artífices ancestrales y técnicos que lo carcomen.4 Los autores que estudiaron la psicosis del niño son unán i mes en el reconocimiento de una distorsión de la relación madre-hijo, pero sus constataciones a menudo siguen siendo vagas, y los acontecimientos informados aproximativos; se tra ta en general de depresión grave de la m adre en el momento del nacimiento (depresión del post partum ), de separación brutal con rup tu ra del lazo afectivo madre- lactante o de cualquier otro traum atism o de los primeros meses o años de vida. El relato de loa mismos es pobre, puram ente descriptivo y anecdótico. P ara ceñir de m ás cerca lo que es determ inante en esta fase postnatal del niño que va a volverse psicótico, es preciso adem ás tener alguna noción de lo que ocurre con una evolución llam ada normal. Lo que sucede en los primeros meses de vida de un niño sigue siendo impreciso. H asta una época reciente, los únicos testimonios que teníamos de ello nos los proporcionaban los padres o los pediatras. Ahora bien, el relato que hacen los padres del parto y de las prim eras relaciones con el recién nacido parece a la vez confuso y estereotipado; es difícil obtener precisiones en cuanto a las fechas de las separacio nes, hospitalizaciones, enfermedades, que el olvido ha recu bierto, y a nuestras preguntas las m adres responden mos trándonos la libreta sanitaria del niño, como para excusarse por no haber conservado recuerdos. Está, por otra parte, la historia de la llegada del niño, reconstituida a la m anera de la elaboración de un mito; se suceden los “flashes”, a menudo inconexos y sin vínculo aparente, pero es esta historia la que se repite incansablemente: circunstancias que rodearon al parto, comodidad de la clínica, recepción del personal, “bru talidad” o “gentileza” del médico o de la partera, dolor o facilidad del dar a luz, atribuidos por o tra parte la mayoría de las veces al niño. “No quería salir”, “Me desgarró”, “Estuvo a punto de m atarm e”. Las palabras.escuchadas en esos instantes pueden cobrar valor de oráculo: “Salió bien para hacer sufrir a su m adre”, “Es pequeño pero quiere vivir”, “Es el vivo retrato de su abuelo”, etcétera. El discurso que se construye alrededor del niño, y que variará poco,viene a ocultar un no dicho extrem adam ente complejo, en el cual se bañan las prim eras relaciones. Lo que no puede decirse en el trastocam iento emocional que rodea al nacimiento va a elaborarse y a estructu rar la relación con el niño, no reapareciendo el contenido de este período post natal m ás que bajo la forma de una elaboración secundaria, como retom o de lo reprimido. Es sorprendente que un autor como Kanner, que ha inventado el concepto de “autismo precoz”, haga principiar los síntomas en el sexto mes de vida, y ubique la diferencia entre el autismo y la esquizofrenia infantil en el hecho de que el primero se m anifiesta desde el inicio del segundo semestre, en tanto la segunda principiaría después de dos años de desarrollo normal. De este modo, sobreentiende que no podría descubrirse nada antes de los seis meses o que durante este período no pasa nada esencial.5 Ahora bien, veremos que en Sylvie todo parece haberse jugado entre los cuatro y los seis meses. Los estudios recientes sobre el recién nacido nos aportan, por lo demás, la certeza de que, lejos de ser una no m an’s land, los prim eros meses de vida son determ inantes para el futuro del sujeto. De resu ltas de ello, ¿por qué ese ocultamiento de todo lo que corresponde a este período, de lo que se anuda de fundam ental para el sujeto en esos primeros momentos? ¿Por qué esa represión m asiva de lo que se denomina lo arcaico? ¿Y por qué todo discurso que intente levantar una pun ta del velo que cubre los orígenes encuentra tan ta resistencia? En una prim era aproximación, diría que el niño está en el corazón de la problemática inconsciente de su padre y su madre. En cuanto objeto a, viene a revelar, sin develar su sentido, la estructura inconsciente del sujeto puesto que tom a ubicación en las pulsiones, los fantasm as, los deseos y despierta las identificaciones más prim itivas de quienes lo reciben. Ahora bien, el inconsciente es siempre perturbador, y en la relación con el niño las formaciones del inconsciente no siempre son de un orden tan sutil como pueden serlo los lapsus y los chistes, y aparecen en las palabras, las conduc tas, las obras masivam ente repetitivas y ciegas. Tal vez esta característica sea la que exija una represión tanto más intensa y sostenida en el tiempo. Si se exceptúa el discurso analítico pronunciado sobre el niño -discurso subversivo desde el principio, dado que Freud barrió con la pretendida inocencia infantil desde los Tres ensayos sobre una teoría sexual-, si se omite el enfoque que de la infancia hacen poe tas y novelistas, a menudo con un acento de verdad que no se encuentra en otras partes, lo que resta son diversos discursos sobre la m aternidad, el nacimiento, el recién nacido: ¿cuáles? Cambian con las épocas, y no hay más que leer la lite ra tu ra reciente (Ph. Ariés y E. Badinter, por ejemplo)6 para darse cuenta de su variación a lo largo del tiempo. Me consagraré a dem ostrar el giro discordante que han asumido en las últim as décadas, ocultando el discurso médico un saber ancestral transm itido de generación en generación. No será sino después de esta evocación que podremos p lantear la cuestión de los orígenes del sujeto y de los tropiezos de su devenir en la psicosis, apoyándonos por una parte en la enseñanza de Lacan y por la otra en investigaciones referi das al desarrollo sensorial del recién nacido y a las interac ciones precoces madre-lactante. Esos trabajos, emprendidos desde hace unos veinte años en varios países, sobre todo anglosajones, aportan nuevos elementos que se integran perfectamente a la enseñanza de J. Lacan de quien, una vez más, puede ponderarse cuán adelantado estaba a su tiempo. Discurso común y discurso médico En prim er lugar, un saber popular intuitivo sobre el emba razo y la m aternidad, con todas las costumbres asociadas a ellos, es transm itido oralm ente por las mujeres que, guardia- nas de la vida y la m uerte, desde siempre han “asistido” a las parturien tas y los agonizantes; ese saber se refiere tan to a los fantasm as de la mujer encinta como al comportamiento del recién nacido. Los hombres escuchan esos relatos con oído indulgente, incluso divertido, pero los parteros se m antienen las más de las veces incrédulos, cuando no los condenan abiertam ente calificando de oscurantistas las palabras de las madres sobre sus recién nacidos. Fueron necesarios los descubrimientos recientes para confirm arla veracidad de las intuiciones m aternas cuando atribuyen a sus lactantes gran des capacidades perceptivas y un misterioso saber sobre el mundo que los rodea. Por otra parte, todas las sociedades establecieron reglas para recibir al niño, quien desde su llegada al mundo ocupa un lugar definido en el cuerpo social. Los ritos dan testimonio de esta pertenencia y subrayan la rup tu ra con el cuerpo materno, introduciéndolo desde el principio en el orden simbólico (fiestas, padrinazgo, “presentación” del niño en todas las formas rituales, etcétera). El padre puede partici par en el nacimiento a través de ciertas costumbres como la covada, o muy simplem ente asistiendo al parto y asegurando los primeros cuidados del bebé, como se hace hoy en día. Los mitos dan cuenta igualm ente de la gran riqueza del im agina rio desplegado en torno a la llegada de un niño. Ritos y mitos están en general de acuerdo con el discurso de las m adres, y lo retoman en un contexto que tiene fuerza de ley. En sus obras, Bernard This supo restituirnos la verdad inconsciente contenida en esas costumbres y esos mitos. Se inspira en ellos para trabajar en pro de la humanización de las condiciones del parto y de un mayor respeto al recién nacido y al niño.7 En oposición a este discurso tradicional se constituyó el discurso científico, cuyo impacto se ha convertido en prepon derante por lo mucho que trastocó los datos admitidos desde hace siglos: los principios de higiene y los progresos de la medicina hicieron retroceder a la m uerte que hacía estragos entre las jóvenes madres y los niños muy pequeños; tres o cuatro generaciones antes de la nuestra, una m ujer de cada diez moría al parir, y sólo un niño de cada dos superaba los primeros años de vida. ¿Cómo no venerar, a causa de ello, ese saber todopoderoso que hace retroceder a la m uerte en sem ejante proporción? En lo sucesivo, el destino de una m ujer ya no es pasarse la vida dando a luz: ¿no hacía falta, en efecto, tener al menos diez hijos para que tres o cuatro llegaran a la edad adulta, asegurando con ello el linaje? Con frecuencia, al cabo de esos embarazos incesantes estaba la m uerte, ya f u e T a por agota miento, ya a causa de una complicación en el parto. El niño mismo ya no es ese ser de destino incierto, acechado por un Dios cruel que se rodeaba de cohortes de ángeles; en lo sucesivo es precioso, ya no m ás consagrado al azül y al blanco* si escapa a la m uerte, sino entregado al saber pediátrico.8 Su cuerpo se vuelve un mecanismo complejo que necesita exámenes profundos y cuidados sum inistrados en un medio aséptico y altam ente especializado. Ese cuerpo esencialmente biológico puede, a p a rtir de ello, ser sometido a una estricta programación: horario del am am antam iento, alimento calculado, vacunaciones, etc. ¿Se atreven las m a dres a dar su opinión o a transgredir una prescripción? Son condenadas en el acto, calificadas de malas, peligrosas, a trasadas. La discordancia de estos discursos se acentuó hasta hacer desaparecer casi completamente al primero. Fue entonces cuando los médicos y los parteros reaccionaron; se levanta- *Promesa hecha a la Virgen de vestir al niño con esos colores si le concedía la supervivencia (N. del T.). ron contra lo que había de inhumano, por no decir de sádico, en la m anera de tra ta r a las mujeres, mujeres a las que se castigaba por abortar negándoles, por ejemplo, la anestesia en el momento de una revisación uterina, o a quienesse les imponía una m anera determ inada de dar a luz a sus hijos. Se produjeron los prim eros intentos de reconsiderar la cuestión, y el “parto sin dolor” de la década de 1950 representó una inmensa esperanza para ellas. Poco a poco, las m entalidades evolucionaron, pero hechos recientes demostraron hasta qué punto era difícil hacer vacilar al poder médico: el “parto sin violencia” desencadenó las pasiones, y hemos visto a los partidarios del “a favor” y del “en contra” enfrentarse con una agresividad inaudita, como si la m ujer estuviera en el centro de una apuesta ideológica en torno a la vida y la muerte. En esta disputa, parece que se la quiere colocar ante una elec ción: o arriesgarse a morir si escoge dar a luz con alegría, o sufrir la indiferencia y la soledad en un lugar de elevada tecnificación médica. E sta dramatización, estas elecciones insensatas, evocan un tiempo no tan lejano en el que, en caso de parto difícil, se planteaba la cuestión de saber si había que salvar a la m ujer o al niño. ¡Espantoso dilema para quien debía responder! Aquí, era el padre quien debía elegir entre la vida de su m ujer o la de su hijo. Otro discurso, psicológico En la década de 1950 un americano, Spitz, reaccionó contra los excesos del discurso médico enunciando algunas verda des que pasaron por novedades, cuando el buen sentido popular habría podido enunciarlas desde mucho tiempo atrás si no hubiera estado subyugado y reducido al silencio por el poder médico. Spitz describía el “hospitalismo”, 9 síndrome ligado a la carencia afectiva: los niños privados de sus madres en el prim er mes se volvían “lloriqueantes”; en el segundo mes, esos llantos se transform aban en gritos; en el tercero, se observaba un rechazo del contacto que podía llegar hasta el “marasm o” y la “letargía” si la situación se m antenía. Spitz comunica la observación de 91 lactantes criados por sus m adres durante los tres primeros meses y luego confiados al orfelinato, donde “recibían cuidados per fectos, alimentación, alojamiento, higiene, etc.”; estando cada enferm era encargada de diez niños, éstos “no recibían por lo tanto más que la décima parte de las provisiones afectivas m aternales” (!). Después de haber pasado “por los estadios antes descriptos”, m anifestaban un atraso motor evidente y yacían inertes en sus camas, con la expresión idiotizada y una deficiente coordinación ocular. A fines del segundo año, estos niños alcanzaban un 45% en las pruebas, nivel de la idiotez. A los cuatro años, muchos de ellos no sabían caminar, ponerse de pie ni hablar. Un 37% murió en dos años. Al compararlos con un grupo de 220 niños criados por sus madres, de los cuales “no murió ni uno”, Spitz concluyó que “la depresión anaclítica y el hospitalismo nos dem uestran que la ausencia de toda relación objetal provo cada por la carencia afectiva interrum pe todo desarrollo en todos los sectores de la personalidad”. ¿Cómo pudieron estas observaciones considerarse como una revelación, cuando no hacían sino confirmar el saber ancestral que decía que, para vivir, un recién nacido tiene tan ta necesidad de calor y amor como de alimento, si no es porque ese saber había sido anestesiado por la evolución fulm inante de la medicina? Sin embargo, y en contra de la evidencia, la organización médica se adapta mal a estas consideraciones psicológicas. Algunos servicios pediátricos sienten aún repugnancia a considerar en el mismo nivel la salud m ental y la salud física de sus pequeños enfermos, siendo que, en el niño, una no puede ir sin la otra. Si bien la noción de hospitalismo sacudió los espíritus y provocó reacciones saludables, las concepciones de Spitz sobre el desarrollo del niño parecen en la actualidad absolu tam ente erróneas. No obstante, siguen considerándose como una verdad y sirven aún de referencia en los medios médicos, pediátricos e incluso pedopsiquiátricos. Las recuerdo aquí a causa del poder de impacto que conservan, a fin de s ituar mejor la posición psicoanalítica actual sobre esta cuestión. Ferviente adm irador de Freud, el doctor Spitz pretende sin embargo superar a su maestro por medio de la “observa ción directa”. He aquí lo que dice Anna Freud, que prologa el libro de su amigo, El prim er año de vida del niño , en 1958: El doctor Spitz se vale de la observación directa y de los métodos de la psicología experimental, a diferencia de los otros autores psicoanalíticos que prefieren confiar única mente en la reconstrucción de los procesos de desarrollo a partir del análisis en períodos ulteriores [...]. Spitz se opone a los autores analistas que pretenden encontrar en el lactan te, muy poco después del nacimiento, una vida mental complicada. ¡Vemos a qué rival hace alusión aquí A. Freud! Spitz sostiene, en consecuencia, como la mayoría de los analistas, que el estado inicial es perfectam ente indiferenciado. Nada de proceso intrapsíquico desde el nacimiento, todo es cosa de “maduración”. Esto es lo que escribe: En razón de su umbral de percepción extremadamente elevado, el recién nacido no percibe el mundo exterior. Este umbral elevado sigue protegiendo al niño durante las prime ras semanas, incluso durante los primeros meses, contra las percepciones que provienen del entorno. Durante este perío do, hay fundamentos para decir que el mundo exterior es inexistente para el recién nacido’, lo que percibe, lo percibe en función del sistema interoceptor. Y más adelante: En ese estadio primitivo, el niño no está en condiciones de distinguir el objeto; y por objeto entiendo no sólo el objeto libidinal sino todas las cosas que lo rodean. En la hipótesis más favorable, las respuestas del recién nacido son de la naturaleza del reflejo condicionado.10 A Spitz no parece incomodarle la contradicción implícita entre sus observaciones y su teoría. ¿Cómo puede un niño sufrir y m orir por la ausencia de su madre si no la distingue del mundo que lo rodea? Es cierto, debía m antener, como ta n tos otros m ás adelante, la creencia en el narcisismo primario de Freud, el recién nacido indiferenciado del mundo exterior. Esta noción, siempre vigente, es una ventaja para muchos autores, que llegan incluso a hab lar de “autism o norm al”, como lo hace M argaret Mahler. Lacan siempre se alzó contra esta concepción, no temiendo aportar un desmentido a Freud. A propósito de la pulsión y el autoerotismo, nos dice: Los analistas concluyeron de ello que -como eso debía situar se en alguna parte en lo que se llama desarrollo, y dado que la palabra de Freud es la palabra del evangelio- el lactante debe tener a todas las cosas que lo rodean por indiferentes. Uno se pregunta cómo pueden sostenerse las cosas, en un campo de observadores para quienes los artículos de fe tienen, en relación con la observación, un valor tan abruma dor. Dado que, en fin, si hay algo de lo que el lactante no da la idea, es de desinteresarse de lo que entra en su campo de percepción.11 Si el discurso psicologizante de Spitz aparecía como reac ción a un discurso médico que hace del ser hum ano un objeto robotizado, surgía tam bién en oposición a cierto discurso analítico que provocaba sospechas y resistencias: la buena lógica cartesiana no podía sino desconñar de los enfoques un poco locos del universo infantil que realizaban Melanie Klein y otros. ¡Con esta “tripera genial”, como la calificaba Lacan, lo arcaico tom aba un aspecto demasiado repelente! En cuanto a la “vivencia infantil” revisada y corregida por la neurosis de transferencia en el análisis del adulto, suscita aún m uchas reservas. No obstante, fue a través de las modificaciones, de las reorganizaciones secundarias como Freud se abrió un camino que le permitió rem ontar h asta la sexualidad infantil, puesto que nunca tomó directam ente en análisis a un niño, no hablándole Juanito sino por intermedio de su padre. La dificultad de abordar los orígenes, el desconocimiento de los
Compartir