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Copia de Anny Cordié - UN NIÑO PSICÒTICO (1993) - Gabriel Solis

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Anny Cordié
UN NIÑO 
PSICOTICO
Ediciones Nueva Visión 
Buenos Aires
Título del original en francés:
Un enfant psychotique 
© Éditions du Seuil, 1993
La primera edición de esta obra
fue publicada por Navarin en 1987
con el título de Un enfant deüient psychotique
Traducción de Horacio Pons 
La traducción fue revisada por la autora
I.S.B.N. 950-602-315-8 
© 1994 por Ediciones Nueva Visión SAIC 
Tucumán 3748, (1189) Buenos Aires, República Argentina 
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 
Impreso en la Argentina / Printed in Argentina
LA HISTORIA DE SYLVIE
Sylvie tiene tres años cuando sus padres me la traen por 
prim era vez. El comportamiento de esta linda n iñ ita denota 
de en trada trastornos profundos. La angustia y el terro r 
parecen habitarla: eso es lo que llam a la atención en los 
primeros contactos y en las palabras de los padres.
No tolera ningún contacto que provenga del otro; lavarla 
o peinarla es casi imposible, tanto es lo que grita. No soporta 
estar desnuda. No obstante, se calma cuando la tom an en 
brazos, si está cubierta con ropa muy ceñida, de preferencia 
los delantales de su madre. Cuando la veo, aún no cam ina ni 
habla. La queja de sus padres se refiere sobre todo al 
problema de la alimentación. Sylvie “se rehúsa” (según su 
expresión) a comer sola y “exige”, para alim entarse, una 
serie de conductas invariables: el adulto debe sostenerla 
apretada entre sus rodillas, hacerle ab rir la boca a la fuerza 
y, con una cucharita, “zamparle” la comida -exclusivam ente 
líquida, ya que cualquier partícula sólida le provoca reflejos 
de ahogo- manifestando ira.
Sylvie “se rehúsa” tam bién a defecar en la escupidera. Su 
m adre la pone varias veces al día, produciendo escenas de 
enfrentam iento en las que la n iña recibe chirlos pero no hace 
nada: “exige” hacer en los pañales y guardar con ella sus 
excrementos; verlos desaparecer la hunde en una angustia 
insostenible.
Pero lo más penoso para todos son los gritos, que profiere 
hasta el agotamiento. A pesar de haberla aislado en un ala 
de la gran casa, sus aullidos aún perturban el sueño de toda 
la familia. Son éstos los que desencadenan las mayores 
reacciones: “Ya no puedo escucharlos, dice la m adre, me 
vuelven loca, me dan ganas de m atarla”.
Pero la angustia de Sylvie es provocada tam bién por los 
objetos, de los que muchos la aterrorizan: la voz que sale del 
tocadiscos, la m asa de ta rta que m anipula su madre, ciertos 
animales de peluche, tam bién el agua. No obstante, conserva 
junto a sí una gaviota de celuloide. Desde la prim era sesión 
descubro el terror que le provocan los objetos esféricos: la 
vista de una pelota en el cajón de juguetes desencadenó una 
crisis de angustia con conducta autodestructiva. Sylvie gri­
taba y se debatía golpéandose la cabeza contra el embaldo­
sado, yo no lograba calm arla. Fue preciso, por lo tanto, que 
sacara de mi consultorio todos los objetos redondos.
Parece siempre a la defensiva, como si todo acercamiento 
del otro constituyera una violencia penetrante, destructora. 
Permanece inmóvil, no utilizando sus manos más que en un 
movimiento estereotipado que consiste en golpetear con la 
punta del dedo mayor de la derecha un pedazo de m aterial 
plástico que sostiene entre el pulgar y el índice de esa misma 
mano. A continuación extenderá ese golpeteo a las personas 
y a diferentes objetos que le interesan, como un signo de 
exploración, ta l vez de reconocimiento. Por o tra parte, rechi­
na los dientes. Ella, que nunca se lleva nada a la boca, que 
no tiene ninguna pulsión oral activa de succión o de morde­
dura, no deja de morder la nada. Llegará con ello a desgastar 
completamente su prim era dentición, a punto tal que las 
encías estarán casi desnudas cuando aparezcan los dientes 
definitivos.
Cuando sus padres me la traen, ya han consultado a 
numerosos especialistas. La niña sufrió múltiples exámenes 
neurológicos y psicológicos. Si los prim eros no permitieron 
detectar ninguna anomalía, los tests psicológicos, en cambio, 
se revelaron “catastróficos”. El cuerpo médico es unánime: se
tra ta de un grave retraso del desarrollo, que necesita una 
atención “de por vida” en un hospital psiquiátrico. Los 
padres, sin embargo, no renuncian a toda esperanza. Han 
oído hablar de una psicoanalista parisina que tra ta con éxito 
a niños gravem ente enfermos, van a consultarla y ésta me los 
deriva, con un nuevo informe bastan te pesimista.
Durante la prim era consulta, los padres me participan su 
inquietud, cada uno a su manera. El padre es un hombre de 
apariencia sólida, de espíritu pragmático. P lantea la cues­
tión en estos términos: “Usted es nuestro último recurso, 
debe decirnos si ella es idiota o no tiene nada, si es blanco o 
negro”. La pregunta de la madre es un poco diferente: “Debe 
decirnos si tiene una lesión cerebral o un carácter malo”. De 
entrada observo que la niña tiene reacciones de retraim iento 
cuando su m adre se le acerca, y que parece preferir el 
contacto del padre, jun to al cual se apacigua. Bajo una 
aparente desenvoltura, percibo en la señora H* un gran 
m alestar. Confunde todas las fechas relacionadas con la 
primera infancia de Sylvie y se m uestra al mismo tiempo 
muy anim ada y ausente. Después de este prim er contacto 
con los padres, me quedo sola con la niña. En mis brazos, 
grita y me golpea. Si me siento y la pongo sobre mis rodillas, 
se inclina y me a raña las piernas. A pesar de todo, consigo 
hablarle de su miedo, que ta l vez algún día podrá mencionar. 
Le digo mi nombre y que soy un médico que cura con 
palabras, no con pinchazos o enemas. No creo que sea idiota, 
como dijeron algunos, sino, al contrario, muy inteligente. Sé 
que hay en ella algo que hace daño, pero será cosa suya tra ta r 
de curarse. Por mi parte, estaré allí para escuchar lo que 
pueda decir de las cosas que pasan por su cabeza y en su 
cuerpo.
A continuación me reúno con los padres para decirles, 
siempre en presencia de Sylvie, que no puedo responder a sus 
preguntas diagnósticas pero que, dado que están “dispuestos 
a jugarse la últim a carta”, estoy lista para volver a verlos, así 
como a su hija, duran te algunas sesiones, antes de decidir 
em prender o no un psicoanálisis. El padre es muy reticente
con esta modalidad de tratam iento, no cree en él pero, 
después de todo, “como no puede hacerle mal, ¿por qué no 
probar?” Cuando el señor H* compruebe los progresos de 
Sylvie, y sobre todo la aparición del lenguaje, será menos 
negativo con respecto al psicoanálisis, y su confianza en mí 
no dism inuirá con el paso de los años, pese a algunos difíciles 
cuestionamientos.
A la segunda consulta, la señora H* viene sin su marido. 
El tono que adopta esta vez es completamente diferente; 
expresa sin rodeos su deseo de no ver más a Sylvie: ya no 
puede escuchar sus aullidos, ya no puede llevar esa vida. 
Profiere esta exclamación dolorosa: “¡Esto no puede durar 
más, es ella o yo!”, una de las dos debe desaparecer. Se 
preocupa por saber si, durante el tratam iento, no podría 
tener a la niña junto a mí.
Pasado el momento de sorpresa, me sentí perpleja y 
molesta ante la expresión de una violencia sem ejante en esa 
pareja de madre e hija. Tuve dudas acerca de si tom ar a mi 
cargo, al margen de toda institución, un caso tan pesado. 
Pero, por otra parte, no podía creer en el diagnóstico de “gran 
atraso m ental”, y la perspectiva de una “internación de por 
vida” para esta niña trastornada me hacía mal. Me digo que 
es preciso comenzar de inmediato un trabajo, y dejar para 
más adelante la tarea de encontrar una institución.
Algunos elementos me parecían de buen augurio: la madre 
tenía un lenguaje directo frente a su hija, sus pulsiones no 
estaban disfrazadas y, si bien su enfrentam iento era a veces 
intolerable, era preferible a lo no dicho. E sta relación me 
parecía más cercana a lo que Lacan llam a el “odienamora- 
miento” que a una en la que predom inaran las pulsiones de 
m uerte. H astael momento en que la n iña ingresó a un 
hospital de día en París, a los siete años, y vivió con su abuela 
paterna, la señora H* la acompañó regularm ente todas las 
sem anas, desde su lejana provincia, a la sesión. En prim er 
lugar yo la recibía en presencia de la n iña y la escuchaba 
desgranar sus quejas sin hacer ningún comentario: Sylvie 
era mala, una comediante, un carácter malo, no hacía más
que provocarla... un tirano... un déspota. Pero ya no se 
tra taba de separación ni de colocación. Cuando, durante la 
semana, las cosas iban demasiado lejos en la angustia o la 
agresión, decían: “¡Dentro de cuatro días (o de dos) veremos 
a Cordié!” ¡Fue así como Sylvie, poco a poco, adquirió la 
noción de tiempo!
En los prim eros tiempos del análisis, cuando me quedaba 
sola con ella, sostenía en mis brazos una pequeña bola 
aullante. Pero muy pronto encontré una m anera de calm ar­
la: la apretaba muy fuerte contra mí y, paseándome con ella 
por las habitaciones del departam ento donde está mi consul­
torio, le nom braba al pasar los objetos con que nos topába­
mos. Observé que se desviaba cuando pasábamos ante el 
espejo. Le hablaba de ella, de mí. Como tenía entonces niños 
muy pequeños, se me ocurrió la idea de cantarle lo que quería 
decirle. Me di cuenta de que la melodía la apaciguaba: ponía 
entonces su cabeza junto a la m ía y parecía muy atenta. Le 
cantaba lo que se me pasaba por la cabeza variando los 
ritmos. Solía retom ar las palabras de la m adre. Por ejemplo, 
canturreaba: “U na m am á dijo: «mi n iñ ita es mala», pero yo 
he visto a la n iñ ita que m iraba a su m am á, pensaba cosas con 
su cabeza; ¿qué pensaba esta niñita? Yo veía que sus ojos 
querían decir algo, querían responder a su m am á”, etcétera. 
Luego le cantaba tam bién canciones infantiles en las que se 
designan las partes del cuerpo tocándolas: frente amplia, 
bonitos ojos, boca florida, etc., u o tras como El bello bebé:
- Veo señora
Que tiene usted un bello bebé.
- Pero sí, señora,
Estoy arrullándolo.
Tire lan boulé, tire lan boulaine,
¡Oh!, qué trabajo cuesta 
Tire lan boulaine, tire lan boulé,
Criar a un bebé.
[con sus variantes: “Estoy lavándolo”, “Estoy dándole de 
comer”, etcétera.]
D urante varias sesiones proseguimos esta m archa explo­
ratoria. Cuando am agaba detenerme, Sylvie volvía a aullar 
y a arañarm e. Por fin, aceptó que me sen tara a la m esa de 
juegos teniéndola en las rodillas, rechazó todo lo que había 
en ella, lápices, plastilina, cuya visión no soportaba y, una 
vez calmada, se puso a golpetear en el borde de la mesa. Yo 
in tentaba identificar un ritmo en sus golpes y respondía a él, 
ya fuera con el mismo, ya con uno alternado, introduciendo 
palabras: “Uno dos, uno dos tres, iremos a ver un pez”, 
etcétera. Cuando accedió a sentarse a mi lado en ángulo rec­
to, el trabajo se facilitó. E sta disposición me parecía preferi­
ble: nuestras m iradas no se cruzaban forzosamente, como 
estando frente a frente, y ella no estaba obligada a dar vuelta 
la cara para verme, como cuando uno se sienta al lado del 
otro. Los juegos de reconocimiento del cuerpo se repitieron 
entonces con otra modalidad. Sylvie pudo tom arm e la mano 
y, sosteniéndola firmemente, explorar las cosas a través de 
ella. Me la llevaba a mis cabellos, luego a los suyos, a su boca 
y la mía, a diferentes partes del cuerpo o a los objetos.
A través de estos juegos en espejo, Sylvie tom aba poco a 
poco posesión de su cuerpo, por interm edio de mi mano en 
prim er lugar, después, y progresivamente, con la punta de 
sus dedos. Luego de la cabellera, que siem pre ejerció una 
gran fascinación sobre ella, exploró mi boca y después mis 
dientes. Yo le mencionaba su felicidad al m am ar, cuando era 
una beba muy pequeña, luego su rechazo cuando su mamá 
se iba; su boca bien abierta para gritar, y que volvía a 
cerrarse para morder “nada en absoluto” y desgastar sus 
dientes; la boca para hablar, la boca para cantar, etc. Ponía 
entonces su mano sobre mi garganta para sentir las vibracio­
nes. Pero todo nuevo avance la angustiaba: retom aba de 
inmediato sus frenéticos estereotipos, o se tapaba los oídos, 
cerraba los ojos y rechinaba los dientes.
Un día, vi que la mano de Sylvie avanzaba hacia mi pecho, 
se encontraba en un estado que no le conocía, como fascinada 
y aterrorizada a la vez; con la boca abierta, muda, señalaba 
mi pecho con el índice extendido. Al principio no dije nada,
luego le recordé que ella había sido una beba que m am aba del 
pecho de su m adre. Reanudó sus acercamientos en las 
sesiones siguientes y, un día, logró desprenderme un botón 
de la blusa -lo que para ella era una h azañ a - y me tocó el 
pecho con la pun ta de los dedos. Su terror a los objetos 
redondos se atenuó pero, en ese momento, yo no había hecho 
la comparación con las secuencias que acababan de desarro­
llarse. Me dejaba llevar por lo que Sylvie tra ía dé nuevo en 
cada encuentro, improvisando, día a día, nuevas m aneras de 
abordar el m aterial de las sesiones, dejando para m ás 
adelante el momento de la reflexión. P ara ello, escribía lo que 
sucedía durante la sesión y anotaba igualm ente lo que me 
decía la señora H‘. Le explicaba a Sylvie que así registraba 
su historia y el trabajo que ella hacía conmigo, que todo eso 
quedaba en el legajo que guardaba en un arm ario cerrado. 
Cuando me dejó, a los once años, me dijo que un día volvería 
a verme para buscarlo, y se lo m ostraría a sus hijos.
Alrededor de siete meses después del comienzo del análisis 
se produjo un acontecimiento im portante. Desde hacía algún 
tiempo los padres me señalaban un principio de lenguaje. 
Sylvie pronunciaba algunas palabras: “papá salió”, “m am á”, 
“garganta”, “pies Cordié”. Yo había olvidado esta últim a 
locución, que no recordé sino recientem ente, al releer el 
legajo. Ahora bien, algún tiempo después de la aparición de 
estos primeros vocablos, con Sylvie sentada en mis rodillas, 
le dibujé el m ar, una casa, barcos -v iv ía en una ciudad 
costera. Golpetée con el lápiz, como lo hacía ella misma, para 
representar los granos de arena de la playa. Se volvió 
entonces hacia mí y pronunció la palabra “arena”, que repitió 
incansablem ente con gran júbilo. Esa palabra era la prim era 
que pronunciaba en mi presencia. Me sorprendió que fuera 
justam ente ésa: “¿Qué pasó en la playa? ¿Te gusta la arena? 
Si quieres, vamos a hab lar de eso con tu m adre”. Después de 
la sesión, le pregunté a la señora H* si a su hija le gustaba la 
playa. Me enteré de ese modo de que le tenía mucho miedo 
al m ar y se negaba obstinadam ente a salir del auto cuando 
la familia iba a la playa; se quedaba gritando, arrinconada
entre los asientos. Sin embargo, me dijo la madre, hubo un 
tiempo en que a Sylvie le gustaba mucho ju g ar en la arena. 
La señora H* recordó entonces que un día en que chapoteaba 
completamente vestida a orillas de las olas y se había 
ensuciado, ella, furiosa por tener que cambiarla, la había 
agarrado con brutalidad y le había dado una buena paliza. 
La niña, que en esa época daba sus primeros pasos, se había 
“rehusado” luego a sostenerse sobre sus piernas. Al principio 
arrastró una durante un tiempo y luego no caminó en 
absoluto.
En la sesión siguiente vuelvo a hab lar con Sylvie de lo que 
me había contado su m adre y le digo, un poco al azar: “Tal 
vez, al hundirte en la arena, creiste que habías perdido los 
pies, por el hecho de que tu m adre se enojó tanto y te pegó”. 
Sylvie me hace entender que quiere descalzarse, y la ayudo 
a hacerlo. Cuando se ve con los pies desnudos, quiere que yo, 
a mi vez, me saque los zapatos; obedezco. Luego la pongo de 
pie, sosteniéndola, con sus pies tocando los míos, y comento 
la situación; sus pequeños pies junto a los grandes de Cordié. 
Da entonces sus primeros pasos. A continuación, la m archa 
llegó con bastan te rapidez. Mucho m ás adelante volvió a 
hablar de este incidente de la playa, diciendo: “Las olas 
querían comerme”. Así, a p a rtir deesa prim era palabra, 
“arena”, el lenguaje se desarrolló rápidam ente.
Cuando Sylvie progresaba por un lado, retrocedía por el 
otro. Cada adquisición se “pagaba” con un recrudecimiento 
de la angustia y, por lo tanto, de los síntomas. En este período 
de adquisición de la m archa y el lenguaje, se rehusó aun más 
obstinadam ente a en tra r en contacto con el agua, llegando 
incluso a no querer en tra r m ás al baño. Ya no aceptaba 
bañarse sino con la condición de hacerlo vestida. Es probable 
que este comportamiento, así como la renquera, que reapa­
reció duran te algún tiempo, tuvieran relación con el episodio 
traum ático antes mencionado.
La evolución de Sylvie se produjo de m anera desconcertan­
te. Su lenguaje se hacía cada vez m ás elaborado. Daba 
testimonio de una agudeza de observación y, a veces, de una
capacidad de razonam iento cuya lógica era sorprendente. 
Iba a una escuela cercana a su casa, una hora y media a la 
m añana y otra hora y media a la tarde. En ella permanecía 
“tranquila”. Pero, paralelam ente a esta mejoría, estaba 
siempre angustiada por todo lo tocante a su cuerpo y sus 
oriñcios corporales, y expresaba cada vez más ruidosam ente 
sus angustias. Se ahogaba al comer. No sólo rechazaba la 
escupidera sino que “tenía miedo a sus excrementos”, gritaba 
durante la noche, en ocasiones lloraba todo el día, tan to más 
angustiada por el hecho de que “ahora m iraba e in terpretaba 
todo, m ientras que antes no m iraba nada”, decía la madre. 
E sta ausencia de estructuración de la imagen del cuerpo era 
patente en el análisis (Sylvie recién se reconoció en el espejo 
a los cinco años). D urante esta evolución, la m adre estaba 
cada vez m ás convencida de que la n iña hacía teatro, y de que 
sus exigencias eran de orden caracterial. El enfrentam iento 
m adre-hija tomó un cariz de relación sadomasoquista que 
analizarem os m ás adelante. Desdichadamente, la opinión 
de la m adre era compartida por las instituciones: “No enten­
demos por qué Sylvie tiene tan tas dificultades, cuando habla 
tan bien”, decían.
En el análisis, su trabajo y su evolución eran progresivos 
y regulares, no asum ían el aspecto caótico de progresos 
fulm inantes y retrocesos espectaculares que se observaban 
en el exterior. De una sesión a la otra, Sylvie retom aba el hilo 
interrumpido. Llegó el tiempo de las sesiones frente al espejo, 
de los juegos de las escondidas. Hubo acercamientos agresi­
vos de nuestros cuerpos, cuyo lado lúdicro ella percibía: 
¡podíamos entonces atropellarnos o darnos palm adas “para 
reírnos”! P ara mi gran sorpresa, un día me persiguió por el 
departam ento diciéndome: “Soy el lobo, te como”. E sta pe­
queña frase representaba un paso considerable hacia la 
superación de sus angustias de devoración. Luego hubo la 
exploración de su respiración. En lo que llam aban sus 
bronquitis asmatiformes, aparecidas a continuación del trau ­
matismo de la alimentación, Sylvie bloqueaba la respiración, 
se ahogaba. En análisis, tomó conciencia de su respiración y
de su aliento al resp irar junto a mi cara y luego soplando 
sobre mí, lo que a mi vez yo hacía sobre su mejilla o su m ano. 
Después, soplando junto con ella la llam a de una vela, yo 
intentaba m aterializar ese aliento, siendo esos juegos conmi­
go la oportunidad de intercambios, de diálogos sobre los 
descubrimientos que implicaban: el calor, el frío, el viento, el 
agua que apaga el fuego, otros tantos elementos anterior­
mente experimentados como peligrosos.
D urante mucho tiempo se negó a tocar la plastilina, si bien 
aceptaba atribuir roles a los personajes que yo modelaba 
bastam ente. E sta repugnancia obedecía, me parece, al con­
tacto y a los cambios de forma, así como no soportaba ver a su 
m adre m anipulando la m asa de ta rta . Poco a poco, llegó a po­
ner su mano sobre la m ía cuando yo modelaba y, por fin, co­
menzó a hacerlo ella misma, al mismo tiempo que em prendía 
el dibujo. Yo advertía que, paralelam ente, las angustias con­
cernientes a la pérdida de sus excrementos se atenuaban. A 
continuación se introdujeron los juegos con la m uñequita, en 
los que pudo expresar sus angustias m ás arcaicas y luego to­
da la problemática de la relación con su madre, en argum en­
tos en los que no dejaba de hacerme desem peñar un papel.
A los siete años, después de un episodio agudo de desper­
sonalización con alucinaciones, Sylvie debió concurrir tres 
veces por sem ana (martes, miércoles y jueves) a un hospital 
de día en París. Esos días era recogida por su abuela paterna, 
y regresaba a la casa de sus padres el fin de sem ana. A los 
nueve años ingresó a otra institución, a la que concurría toda 
la semana, siendo re tirada tam bién de allí por su abuela 
todas las tardes.
Cuando llegó a los once años y entró en la fase prepuberal, 
el concurso de diversas circunstancias cristalizó la inquietud 
de sus padres con respecto a su futuro. Yo asistía a una 
repetición de lo que había pasado ocho años antes pero, esta 
vez, el padre parecía el más preocupado y tam bién el más 
decepcionado, en la medida en que, sin duda, había esperado 
una total normalización. He aquí lo que me dijo en el 
transcurso de uno de nuestros últimos encuentros:
—Nos hace la vida imposible, esto no puede seguir más... 
Nadie ha comprendido a esta chiquilla salvo usted. La 
necesita más a usted pero, en el plano afectivo, usted y su 
abuela no bastan. En el plano educativo, en la institución 
hicieron de ella una niña bien formada, dentro de su psicosis. 
Sólo una psicoterapia intensiva la sacará.
A las palabras del padre, la m adre agregó:
—Estamos preparándole un paraíso terrenal.
En efecto, Sylvie partió al extranjero, a una institución 
apreciada por su trabajo con los psicóticos, y demasiado 
distante para que yo tuviera la oportunidad de volver a verla. 
Recién volvió a Francia a los veinte años. Es con su acuerdo 
que presento este trabajo, del que “espera que sea útil a 
quienes tienen a su cargo niños como ella”. Que aquí sea 
calurosamente agradecida por ello.
¿Bajo qué constelación hace Sylvie su en trada en este m un­
do? Constelación familiar, se entiende, aquella donde el 
sujeto se inscribe mucho antes de su nacimiento. ¿Qué lugar 
ocupó en la red compleja de lazos de parentesco, en el linaje? 
¿Qué marcas va a recibir de las pulsiones, de los deseos de sus 
progenitores? Cuando se habla de los “antecedentes”, es 
grande la tentación de quedarse en lo descriptivo y lo 
anecdótico. Por motivos de discreción, en prim er lugar, y 
porque no todo debe ponerse en el mismo plano cuando se 
tra ta de identificación y estructura, no retendré sino lo que 
me pareció significativo en el desarrollo de su historia.
La m adre de Sylvie es la tercera de cinco hijos. Ocupa por 
lo tanto el mismo lugar que aquélla en la fratría.
Su hermano mayor murió a causa de una meningitis a los 
catorce años, cuando ella tenía nueve. Se le había hecho una 
trepanación cuatro años antes, luego de un accidente. Es 
posible que ése sea el origen de las preocupaciones de la 
señora H* en cuanto a una eventual “lesión cerebral” de su 
hija. Su familia sufrió varias m uertes violentas o acciden­
tales.
El padre ue la señora H* es un personaje im portante. Ella 
lo describe como “muy autoritario... no perm ite la indepen­
dencia de sus hijos. Todo debe pasar por él. Con mi padre, uno 
nunca es un adulto”; agrega: “Adoraba a mi padre, era un 
tirano”.
El intervendrá de m anera muy precisa en el destino de 
Sylvie. La señora H* habla de ello en estos términos: “No 
soporta que los niños lo fastidien. Un niño debe obedecer. 
Respetar la voluntad de un niño es impensable”. Si uno de 
ellos tiene mal carácter, es preciso meterlo en vereda. Habla 
mucho con frases hechas, por ejemplo: “Hay que alejar el 
problema que nos fastidia”, “Suiza es el lugar donde se educa 
bien a los niños”. Considera a su hija como una m adre 
ejemplar, una santa, que se sacrifica por sus hijos. Incluso le 
explica a Sylvie todo el reconocimientoque debe sentir hacia 
una madre semejante, pero desaprueba la actitud m aternal 
y piensa que la niña debería ir a una institución especializa­
da en el extranjero, por ejemplo en Suiza. E sta presión se 
ejerce a través de cuestiones de dinero.
La m adre de la señora H* es una figura desdibujada. Su 
hija la describe como “eterna víctima y eterna niña. Necesi­
taba a sus hijos para vivir, y los tom aba como testigos en los 
conflictos que perturbaban a su pareja”. E stá totalm ente 
ausente del discurso de la señora H \ y me en teraré de su 
m uerte de m anera incidental, a causa de la falta a una 
sesión, en el transcurso del segundo año del tratam iento de 
Sylvie.
A la señora H* no le gusta hab lar de sí m ism a ni de su 
pasado, no conversa conmigo más que de sus relaciones con 
Sylvie, y entonces la anim a la pasión. No la veré sola m ás que
una vez, al comienzo del análisis de la niña, y me en teraré de 
que en la adolescencia, entre los doce y los dieciocho añOB, fue 
bulímica (¿se declaró esta bulimia luego de la m uerte de b u 
hermano?). A los dieciocho años decidió adelgazar, se encerró 
en su cuarto, Mno alim entándose m ás que con café y cigarri­
llos”, y perdió, dice, 35 kilos en dos meses. Nunca recuperó el 
peso, pero siguió siendo una gran fumadora. Hay en ello una 
fijación oral que no puede dejar de ponerse en relación con las 
dificultades alim entarias de Sylvie. Después del bachillerato 
y de vagos estudios para los que se sentía poco motivada, se 
casa y, luego de algunos años sin hijos, trae al m undo “tres 
niñas en tre in ta y tres meses”, siendo Sylvie la tercera.
¿Qué dice la señora H* de esos embarazos tan seguidos? El 
prim er hijo es, para ella, una cosa m aravillosa a la que no 
deja de “contemplar, de fotografiar”, habla de “arrobam ien­
to”, “admiración” y dirá también: “era mi posesión”. Cinco 
meses después del parto vuelve a quedar encinta, y trae al 
mundo otra niña. La señora H* está “decepcionada”. Ni bien 
repuesta, se inicia un tercer embarazo, que al principio 
rechaza: no quiere ese tercer hijo, pero, ¿qué hacer? Los 
médicos de su región “se ponen rojos de furia cuando se les 
habla de control de la natalidad, y en esa época ni se 
mencionaba la IVG [interrupción voluntaria del embarazo] ”. 
Habla de ese período con una aceptación sorprendentem ente 
pasiva de la situación, una asombrosa actitud de resigna­
ción. Vivió ese tercer embarazo en medio de una “herm osa 
indiferencia”. Parecía ignorarlo, y cuando se presentó en la 
clínica, un poco antes de la fecha prevista para el parto, “se 
rehusó a participar en el nacimiento”: “No quería hacer el 
esfuerzo”, dice. Sacarán a la n iña con fórceps. E sta actitud 
evoca un estado depresivo subyacente.
Después del nacimiento de Sylvie, rechazará con vigor 
todo nuevo embarazo, y tom ará ella mism a las decisiones 
que se imponen para no tener m ás hijos.
E l niño nace. U na vez más una niña. P ara ella, es grande 
la decepción por no haberle dado un hijo a su marido. Hay que 
encontrarle un nombre a la niña. Un día en que le hice una
pregunta sobre la elección de ese nombre, me dio esta 
respuesta sorprendente: había escogido los nombres de sus 
hijas tomando para cada uno dos letras del suyo, la e y la i. 
Si ella se hubiera llamado Jasm ine, por ejemplo, la mayor 
habría sido Valérie, la segunda Amélie y la menor Margue- 
rite. E sta madre sentía que tenía que hacer de sus hijas algo 
idéntico, “parecido”. Si hubiera tenido varones, “habría sido 
diferente, se llam arían Stéphane o B ertrand”.
Sylvie nació un I o de mayo. Remarco que, cuando la señora 
H* evoca su nacimiento, agrega infamablemente: “No hubo 
sustitución de niños”. A menudo expresa su inquietud sobre 
la vida y el porvenir de sus tres hijas. Teme el rapto. Tiene 
miedo de que se hagan violar, que se queden em barazadas a 
los catorce años, que ella misma m uera de cáncer y las deje 
solas. Estos tem as vuelven de m anera repetitiva, sin que los 
elabore más en profundidad, y su sentido seguirá siendo 
misterioso.
Menciono aquí esos temores fantasm áticos porque se 
refieren sobre todo al período preadolescencia-adolescencia 
de las niñas, período durante el cual la mism a séñora H* 
conoció dificultades. Los tem as de la separación y la m uerte 
son predom inantes en él. Cuando Sylvie llegue a esta edad, 
las manifestaciones un poco desordenadas del inicio de la 
pubertad reavivarán las angustias de la señora H* y plan tea­
rán en la realidad la cuestión de la separación.
De regreso en su casa después del parto, la señora H* se 
vale de un personal que la ayuda en las ta reas domésticas y 
los cuidados que deben brindarse a los niños. Repite con 
frecuencia que, no habiéndole enseñado nadie a criar a sus 
hijas, se sentía perdida a causa de los consejos contradicto­
rios que recibía. Nunca menciona a su m adre al respecto.
Sylvie es puesta a m am ar y lo hace bien. La señora H* 
descansa y piensa iniciar un tratam iento para curarse de los 
trastornos circulatorios que le provocaron sus embarazos. Si 
hubiera habido observadores que film aran a esta madre 
am am antando a su hija, sin duda no habrían podido ver nada 
que atrajera su atención. D urante seis sem anas, en efecto,
todo transcurrió normalmente, la beba se desarrolló sin 
problemas. La señora H* debía pensar que hacía lo que habla 
que hacer, alim entar a la niña y verificar que los cuidados se 
efectuaran con “higiene y competencia”. Pero, ¿qué ocurría 
con el placer? Sin duda experim entaba el placer llamado 
“ animal” de toda m ujer que am am anta, placer del cuerpo que 
prolonga el vínculo de vida, de dependencia del niño con 
respecto a su madre. Pero estaba cansada, superada ya por 
los gritos de esos tres bebés y agobiada por la responsabilidad 
que creía debía asum ir sin conocer sus reglas. H abría queri­
do recuperar una vida de pareja sin hijos (reiterará este 
anhelo cuando Sylvie tenga once años). Pero Sylvie ten ía seis 
semanas. Decidió por lo tanto destetarla e ir a hacer un 
tratam iento. El am am antam iento se interrum pió, se pasó a 
la m am adera y la beba fue confiada a su abuela paterna 
quien, viviendo en París, la llevó a su casa durante todo el 
mes de julio.
Sylvie pierde a la m adre y el pecho, es un período de 
malestar: llantos, insomnio, rechazo de la m am adera, a 
pesar de la voluntad de la abuela. Pierde tam bién las señales 
visuales de su ambiente, su cuarto, su cama y los rostros 
habituales. M anifiesta el sufrimiento de la ru p tu ra en el 
lugar m ás investido de su cuerpo, la boca, y se niega a 
alim entarse. No puede conciliar el sueño.
No obstante, nada demasiado grave: no ha perdido peso. 
Su madre regresa. Estam os en agosto.
La señora H* vuelve descansada, dispuesta a retom ar su 
rol de m adre duran te un mes. Sylvie se revela una beba 
difícil, pone m ala cara frente a la m am adera; la m adre 
prueba sin éxito con la cucharita, vuelve a la m am adera. 
¡Esta n iña comienza a irritarla , al rechazar así lo que se le 
ofrece! En el análisis, Sylvie introducirá recuerdos de ese 
período, especie de recuerdos-pantalla en los que, como en un 
montaje surrealista , encontramos un bebé, unas nalgas, una 
galería, un tocadiscos, un delantal... Este ensamblaje asum i­
rá la forma de una escena petrificada como la que precedió al 
adormecimiento de la Bella Durm iente del Bosque, dado que
todo va a quedar en suspenso. Apenas de regreso, la madre 
va a volver a partir.
La señora H* se va de vacaciones con su marido, dejando 
la casa al servicio doméstico y las niñas a las niñeras. Sylvie 
va a ser confiada a una muchacha de dieciocho años, que llega 
apenas unas horas antes de la partida de los padres. E sta 
muchacha agrada en seguida a la señora H*, puesto que pre­
tende saber ocuparse de los niños, sobre todo de los difíciles. 
Parece enérgica y segura de sí; su competencia y su autoridad 
tranquilizan a la señora H*, que parte sin inquietud.
Georgette va a decidirin terrum pir las m am aderas y hacer 
comer a Sylvie con la cucharita. Pero la pequeña se rehúsa. 
Georgette insiste, y va a obligar a la niña. La abuela paterna, 
que había ido a v isitar a sus nietas, observó la escena y la 
cuenta así:
Escuché unos aullidos espantosos, Sylvie estaba atrapada 
sobre las rodillas de esa muchacha, que le apretaba la nariz 
para hacerle abrir la boca y hundirle en ella la cuchara de 
papilla. La pequeña se sofocaba, trataba de debatirse. Fue 
claramente a partir de ese momento cuando la beba cambió, 
se puso triste... va a apagarse, va a quedarse horas en el suelo 
golpeteando los flecos de la alfombra... ya no sonríe y no se 
lleva nada a la boca... tiene una mirada gris, habríase dicho 
que ya no tenía ganas de vivir...
Es cierto que las fotos tom adas antes y después de este 
período m uestran un cambio radical; de una beba sonriente 
y tónica, Sylvie pasó a ser una cosita blanda e inexpresiva.
Este episodio traum ático me parece determ inante en la 
eclosión de la psicosis.
M ientras Sylvie se encuentra en ese estado de estupefac­
ción, su m adre regresa. Lo que ocurre entonces va a acarrear 
cierto modo de relación entre ellas dos y a comprometer todo 
el futuro de la niña, dado que el comportamiento de ésta 
asum irá de inmediato, para su m adre, un sentido muy 
preciso, que le dicta su propia estructura inconsciente, y 
sobre el cual casi no volverá. Veamos los hechos.
Bstamos en noviembre, Sylvie tiene por lo tan to seis 
meses. La señora H* tra ta de volver a darle la m am adera, la 
n iña la rechaza. Frente a esa beba que grita y se niega a 
alim entarse, la señora H* se siente en seguida interpelada. 
Esta es la forma en que expresa las cosas en las prim eras 
entrevistas conmigo:
Desde muy pequeña tiene mal carácter, querría manejarme 
a su antojo, yo no puedo ceder, hace falta autoridad. Desde los 
nueve meses (es un error, se trata de los seis) siempre 
rechazó la mamadera, hacía huelga de hambre... Es como si 
yo hubiera hecho todo para quebrarla, pero no se puede 
ceder, es malo tener en cuenta las manías de los niños. Es 
como ahora con la escupidera, le doy hasta quince chirlos por 
día, pero no me rindo.
Si transcribo estas palabras, es porque no quedaron aisla­
das. Reflejan la m anera en que la señora H* se situó siempre 
en relación con su hija.
Desde este encuentro, Sylvie va a tener su lugar en el 
corazón de la vida pulsional y fantasm ática y de las figuras 
edípicas del deseo de su madre. Este lugar designado va a 
revelarse inm utable, sin escapatoria, marcado por una ver­
dad absoluta, que la señora H ' hereda de su padre y ta l vez 
de la generación que lo precede. Con Sylvie va a retom ar una 
partida jugada con su propio padre, en una relación que 
excluía toda intervención de terceros. Si bien las relaciones 
m adre-hija evolucionaron con el análisis, las convicciones de 
la señora H* sobre el lugar del poder en el sistema de educación 
casi no se modificaron. Sin embargo, había cierto humor, 
cuyos rasgos podemos poner de relieve en las palabras de 
Sylvie.
En la relación con su marido, la señora H’ no experim enta 
estos tormentos. Aprecia la solidez, el buen sentido de este 
hombre que le ofrece una vida social agradable y una relación 
de pareja que la satisface. Por ello, quiere preservar a 
cualquier costo esta armonía. ¿Porqué, entonces, molestarlo
con las niñas? Ella guarda para sí esta preocupación. Incluso 
suele tom ar sola decisiones im portantes para sus hijas, como 
poner pupilas a las grandes. Las niñas son asunto suyo', en 
todo el resto, descansa en su marido, en quien tiene toda la 
confianza.
El padre de Sylvie es veterinario en las provincias, recorre 
el campo para tra ta r a los anim ales de granja y está “muy 
atrapado por su trabajo”. Este hombre realista no se carga 
con consideraciones psicológicas, las que por lo dem ás no 
necesita en su profesión. P ara él, los niños, la casa, son 
“asunto de su mujer”. Hijo único, su padre murió cuando él 
tenía ocho años, y la madre volvió a casarse dos años después, 
con un hombre al que siempre consideró, dice, como su padre.
Parece que en esa pareja existe una especie de consenso 
acerca de la repartición de los roles paterno y m aterno. El 
señor H* se siente poco implicado en su papel de padre, poco 
interesado en las “historias de las chiquillas”: en el límite, no 
quiere saber nada. ¿Se debe esto a su propia situación edípica 
de hijo único de una madre viuda, luego vuelta a casar, una 
madre muy cercana y muy cariñosa, que sin duda asumió 
sola la educación de su hijo?
Aunque la señora H* haya sufrido estando sola, por ejem­
plo durante sus embarazos o frente a las dificultades de su 
tarea, su discurso dem uestra que no hace ningún caso de la 
palabra paterna en lo que se refiere a los hijos, para los cuales 
no se rem ite m ás que a las reglas de educación que le inculcó 
su propio padre.
Si, por motivos difíciles de delim itar, esta situación parece 
no tener consecuencias im portantes en las hijas mayores, no 
ocurre lo mismo con Sylvie, que va a cristalizar sobre su 
persona los complejos de su padre y su madre, y a encarnar 
por sí sola el retorno de lo reprimido de varias generaciones.
Cuando el señor H* -que me había formulado la pregunta: 
¿es idiota o no tiene nada?- comprobó que Sylvie estaba lejos 
de ser idiota, se tranquilizó. Siendo la niña sana, su compor­
tam iento y sus síntomas fueron reducidos a una lógica 
irremediable. Decía, por ejemplo, con respecto a los proble­
mas alimentarios: “Es preciso que se la obligue para que sea 
libre. Si no se la obliga, es como si se le im pidiera alim entar­
se” (!). Llamaba tics a sus movimientos estereotipados, y los 
im itaba para hacer que cesaran, reforzando con ello la 
angustia de la niña. P ara él, Sylvie tenía algunas pequeñas 
dificultades que se le pasarían al crecer, pero sobre todo “una 
vocación de jorobar a su m adre”. Salvo ese pequeño detalle, 
era una linda niñita, a veces extraña, que decía palabras 
curiosas, un poco a la m anera de Alicia en el País de las 
M aravillas, pero todo eso se arreglaría. Este hermoso opti­
mismo y la trivialización de los trastornos me parecieron 
duran te mucho tiempo tranquilizadores en comparación con 
las palabras dram áticas de la m adre, por el hecho de que 
Sylvie am aba a su padre y junto a él parecía feliz y apacigua­
da. No vi lo que esta actitud podía implicar de anulación del 
ser mismo de la niña, de desconocimiento de su singularidad. 
Uno podía ser optim ista y confiar en el futuro de Sylvie, sin 
negar no obstante sus trastornos, sus angustias, su sufri­
miento. No reconocer su fragilidad podía, en efecto, provocar 
comportamientos traum atizantes.
Cuando Sylvie escuchaba a su padre decir que “los proble­
m as de los niños eran asunto de su m ujer”, en su interroga­
ción sobre el deseo paterno encontraba a los animales. 
Hojeaba con pasión las revistas veterinarias, y yo la escuché 
canturrear: “Sylvie es un pato, el m artes es un redondel, el 
miércoles una dam a y el jueves una gruesa lengua de 
ternera, una gruesa lengua que hace pedos (ruidos con la 
boca), me pone nerviosa, tengo ganas de m atarla”. Cuando 
apareció la cuestión de su apellido, se llamó a sí misma 
“Sylvie V eterinaria”.
Cuando fue al hospital de día en París, vivía en lo de su 
abuela paterna. Me di cuenta muy pronto de que esta abuela 
repetía las palabras de su hijo: “Sylvie tiene dificultades, 
decía, pero con amor y paciencia se saldrá”. Es cierto que, por 
instinto, supo encontrar actitudes de cuidado m aterno que 
perm itieron que la n iña progresara. Su amor y su dedicación 
fueron una ayuda considerable en el tratam iento.
Pero la abuela cayó enferma: Sylvie era agotadora. La 
institución habló de una familia de acogida, lo que ulceró a 
los padres. Sylvie abandonaba la infancia y parece que, por 
motivos particulares de cada uno, la angustia por el porvenir 
se había apoderado de todos. Fue en ese momento cuandose 
decidió la separación y la partida de la n iña al extranjero. 
Para su abuela eso fue un desgarram iento, pero sufrió 
tam bién por haber fracasado allí donde pensaba tener éxito: 
curar a la niña que le había confiado su hijo, ser esa buena 
madre-grande,* que, protegiendo y amando a Sylvie, borra­
ría todas sus “pequeñas dificultades”, como decía. Pero la 
ta rea superaba sus fuerzas y puso en peligro no sólo su salud 
sino también la tranquilidad de su pareja ¡tan invasora era 
Sylvie!
Parece que en el linaje paterno la n iña ocupaba un lugar 
un poco simétrico al que tenía en el linaje m aterno: por un 
lado, hija im aginaria de la pareja madre-abuelo materno, 
por el otro hija im aginaria de la pareja padre-abuela pater­
na. Sin embargo, los fantasm as y los deseos a ella referidos 
eran radicalm ente diferentes en los dos linajes.
Muchos analistas, con el pretexto de que un niño es un 
analizante de pleno derecho -y lo es-, no quieren considerar 
m ás que el m aterial de la sesión, sin tener en cuenta ni la 
existencia ni el discurso de los padres. Si hay una regla que 
me parece que no tolera excepciones, es que para comenzar 
un trabajo analítico con un niño pequeño, que aún vive bajo 
la dependencia de su familia, es indispensable la luz verde de 
los dos padres, aunque éstos estén exentos de toda obligación 
financiera, como se ve en las instituciones. Este acuerdo de 
los padres significa para el niño que su síntom a le pertenece 
en propiedad, y que tiene derecho a abandonarlo sin sentirse 
culpable por el hecho de poner en peligro el equilibrio de la 
familia o el de uno de sus integrantes. Lacan nos lo recuerda 
en su carta a J . Aubry:1
*En el original, mére-grand, inversión de grand-mére, abuela (N. 
del T.).
El síntoma del niño está en condiciones de responder a lo que 
hay de sintomático en la estructura familiar. El síntoma [...] 
se define en ese contexto como representante de la verdad. 
Puede representar la verdad de la pareja familiar. Este es el 
caso más complejo, pero también el más abierto a nuestras 
intervenciones.
E sta apelación a un tercero que es la dem anda de análisis 
de los padres para su hijo, cualesquiera sean las motivacio­
nes para ello, subtiende el renunciam iento a su omnipoten­
cia y cobra, para el niño, valor de castración. No considerar 
más al hijo como objeto de goce implica la aceptación de que 
se aparte de uno y que busque por sí mismo la verdad de su 
deseo, rumbo cargado de sentido porque es una m arca de 
amor: “El amor [...] puede postularse sólo en este m ás allá 
donde, en prim er lugar, renuncia a su objeto”, nos dice 
Lacan.2
Si este consenso no se logra al comienzo, la m archa 
analítica se pervierte y se m ultiplican los pasajes al acto. 
Estos son frecuentes en las instituciones, donde los padres 
son mantenidos a distancia. Por ejemplo, el niño “no en tra” 
en análisis, hace “como si”, y pueden verse encuentros 
psicoterapéuticos que duran años, con una modalidad lúdi­
cra estéril, sin que suceda nada esencial porque en la 
transferencia falta la dimensión sujeto del supuesto saber. 
¿No son los padres mismos quienes atribuyen este lugar al 
niño, cuando lo “confían” a alguien que tiene un saber que 
ellos no poseen?
¿Cómo esta r autorizado a “hablar de los padres, a criticar­
los a sus espaldas”? ¿No es una traición? Es así como lo 
expresan algunos niños. Entonces se habla “a un lado”, de 
cosas sin importancia, se juega junto con ellos, el psicotera- 
peuta se convierte en un buen compinche al que se tiene la 
dicha de reencontrar cada semana.
Por el lado de los padres se observan fantasm as de rapto, 
“se les ha tomado a su hijo, ¿con qué derecho?” Se sienten 
despojados, culpables: ¿por qué no quieren escucharlos? En
ocasiones reaccionan con violencia, pero las más de las veces 
ponen fin brutalm ente al análisis o cambian al niño de 
institución.
Si el contacto con los padres o con quienes crían al niño 
(nodriza, padrastros) es necesario antes de comenzar el 
análisis, escucharlos en el transcurso de éste no es, en 
cambio, una regla habitual sino un paso que sigue ligado a 
múltiples consideraciones: en primerísimo lugar la edad del 
niño, dado que el trabajo analítico con un bebé o un niño muy 
pequeño no es seguramente el mismo que el que se realiza con 
un preadolescente o un adolescente; el deseo del niño que, 
muy pronto, sabe si tiene o no ganas de que sus padres hablen 
delante de él. Se tra ta de su análisis y, desde el principio, se 
entiende que es él quien decide. Es frecuente ver, en el 
transcurso del análisis de algunos niños m ás grandes, una 
demanda hecha al analista para que éste se encuentre con los 
padres cuando, por ejemplo, las tensiones se vuelven dem a­
siado fuertes en el seno de la familia; la estructura del niño, 
por último, y el niño psicótico encarna, más que cualquier 
otro, el objeto a en lo real. ¿Qué lugar tiene en la estructura 
familiar? ¿De qué no dicho es portador? ¿De qué es el 
revelador? En ese nivel, el discurso de los padres perm ite un 
prim er señalamiento. ¿No confirma el mismo Lacan
la observación pertinente que hizo el doctor Cooper, en el 
sentido de que para obtener un niño psicótico se precisa, al 
menos, el trabajo de dos generaciones, siendo él mismo el 
fruto de la tercera?3
Escuchar a los padres es un acto que suscita m uchas reservas 
en los analistas, disfrazándose a menudo su resistencia tras 
consideraciones teóricas tales como la pureza del análisis, la 
imposibilidad de controlar la transferencia, etcétera. Algu­
nos analistas jóvenes temen el encuentro con imágenes 
paternas aún dom inantes o reactualizadas por su propio 
análisis en curso.
Las dificultades, me parece, obedecen al hecho de que es
preciso m antener con firmeza ciertas reglas, que los padres 
intentan por todos los medios transgredir o hacer transgredir 
al analista. Puede suceder, por ejemplo, que acepten a 
regañadientes hablar delante de su hijo, sabiendo que lo que 
digan podrá ser retomado y comentado en la sesión que sigue, 
m ientras que lo que el niño diga en ella cae en la esfera del 
secreto profesional y nunca les será revelado, salvo voluntad 
expresa de aquél. Desde luego, esto puede prestarse a malos 
entendidos, no dejando el niño de mezclar las cartas, por 
ejemplo informando a los padres de palabras que h a dicho 
atribuyéndolas al analista, o manifestando ante ellos una 
reticencia a asistir que en realidad no siente, lo que puede ser 
su m anera de recordarles su apego y su fidelidad. ¡No hay 
más que ver la evidente satisfacción con que la m adre 
informa al analista el poco entusiasm o que pone el niño para 
concurrir a la sesión! Todo esto forma parte del juego y pue­
de ser retomado en la sesión que sigue.
La regla de la neutralidad del analista es igualmente difícil 
de m antener con los padres. Es fuerte la tentación pedagógi­
ca ante la dem anda aprem iante de consejos, de opiniones 
sobre la conducta a sostener. Pero, al m argen de algunas 
respuestas de sentido común, dejarse llevar puede hacer que 
se salga peligrosamente del marco del análisis y de su ética. 
Em itir un juicio de valor y, en el peor de los casos, desvalo­
rizar la conducta de los padres puede en trañar consecuencias 
desastrosas para el niño. Por eso, ¿no debería decírsele a éste, 
al comienzo, que son sus padres, que seguirán siendo lo que 
son y que debe “contar con ello”?
Este problema del abordaje de las relaciones padres-niño 
plantea cuestiones esenciales, que merecerían que uno se 
demorase en ellas. No haré aquí m ás que recordar que la idea 
preconcebida de la psicogénesis y la organogénesis provoca 
una toma de posición ética. En efecto, si la psicosis del niño 
está inscripta en los genes, de ello resu lta que los padres no 
tienen nada que ver, que ellos mismos son víctimas de esa 
fatalidad. Y si la psicosis tiene causas relaciónales, los padres 
son responsables, por lo tan to “culpables”. Ahora bien, un
anatem a semejante - la m ala madre tiene las espaldas 
anchas- puede tener efectos extrem adam ente nocivos sobre 
el tratam iento de estos niños. Es cierto que este cuestiona- 
miento de la responsabilidad de los padres implica una 
ambigüedad fundam ental, dado que esta cuestión apela a 
otras dos, estructurales, la de la causalidad del sujeto y la de 
la libertad.
Ser responsable, ser capaz de inducir la locura en el otro, 
supone que las conductas hum anas son el reñejo de una 
elección deliberada, con lain tencióndeperjudicarydestruir. 
Ser irresponsable, no saber lo que se hace, implica que esas 
m ismas conductas excluyen toda libertad, son fundam ental­
mente “alienadas”. Antiguo dilema: ¿libertad?, ¿destino inal­
terable? El hombre no ha cesado de exam inar esta problemá­
tica. Recordemos lo que decía Lacan en 1946, en un Congreso 
sobre “La psicogénesis” organizado por Henry Ey: “El ser del 
hombre no sólo no puede ser comprendido sin la locura, sino 
que no sería el ser del hombre si no llevara en él a la locura 
como límite a su libertad”.4
P ara nosotros, analistas, el concepto de inconsciente sigue 
siendo el corazón de la cuestión, el sujeto no puede ser más 
que sujeto barrado, í , y su causación se hace en los procesos 
de alienación y separación que Lacan articuló.5 ¡Pero el 
inconsciente perturba siempre otro tanto, y a los analistas les 
gustaría tam bién olvidar el escándalo que pone de relieve en 
la concepción del sujeto! ¿Recuerda Lacan su costado subver­
sivo? Se le reprocha su pesimismo, incluso se lo llega a 
calificar de “ahum ano”.6 Sin embargo, cuando abordamos a 
los padres, es preciso que, a la m anera del dedo que indica 
una dirección, les hagamos perceptible esta dimensión: el 
niño es revelador de una verdad que ellos ignoran. E sta 
verdad no es abordable de entrada, pero el analista puede 
hacerla surgir, y cada uno puede sorprenderla y sorprender­
se. En los efectos de transm isión y repetición que se observan 
en ella, el sentido puede entonces bascular.
Cuando los padres evocan, por ejemplo, su propia infancia 
y los problemas con que se toparon a la edad de ese niño que
ostá allí, que escucha, nos sorprendemos de la ca ta ra ta de 
reacciones que desencadenan sus palabras.
Me acuerdo de un varón de once años, Eric, que concurría 
por un grave fracaso escolar surgido bastan te bruscam ente. 
Le pregunté a su padre, que ese día lo acompañaba: “¿Y 
usted, cómo la pasó a esa edad?” En la respuesta que dio 
ustaba la respuesta a la cuestión del hijo: ambos procuraban 
por ese medio escapar a una m adre profesora, cuyas exigen­
cias escolares y su obsesividad los agobiaban. El padre había 
encontrado una escapatoria a la influencia m aterna gracias 
a una enfermedad grave e invalidante de su propio padre, 
que había desviado la atención de la madre. ¡Era pagar cara 
su liberación! En la descripción que hacía de su m adre, uno 
creía ver y escuchar a su mujer, la m adre de Eric, a ta l punto 
que ni uno ni otro pudieron dejar de tom ar conciencia de ello. 
Se lanzaron entonces una m irada cómplice y no pudieron 
abstenerse de reír... El padre dijo: “¡Sin embargo, tú no vas 
n hacer las mismas boludeces que yo! ¡Todo el trabajo que me 
costó salir, luego!” Eric, empero, no se convirtió en el acto en 
el primero de la clase, pero el trabajo del análisis, sobre las 
identificaciones edípicas en especial, podía comenzar. Dos 
años después, renunció por fin a su síntoma... m ientras su 
madre empezaba un psicoanálisis.
Si a menudo me ocurre que no vuelvo a ver a los padres 
cuando el análisis del niño ya se inició, o si los veo episódica­
mente en ciertos momentos cruciales del desarrollo de la 
cura, es raro que con un niño psicótico, como paciente 
privado, la cosa sea posible. El estatuto del niño o del ado­
lescente psicótico es, en efecto, completamente singular, y 
requiere que se tome en consideración la dinámica fam iliar 
y el lugar del niño en la economía libidinal de los padres. El 
niño psicótico está, m ás que cualquier otro, prisionero de una 
palabra que da fe y es ley, palabra única, discurso a una sola 
voz, la de una m adre o un padre. Atrapado en el sitio de las 
conminaciones repetitivas que retom a en eco, está “preso en 
su totalidad en una cadena significante prim itiva que prohí­
be la apertura dialéctica”.7
Así, veamos a Sylvie, en posición de objeto aniquilado por 
la angustia, sufrir, desde los primeros meses de su vida y de 
m anera repetida, los imperativos maternos, e inscribirse de 
entrada en una problemática determ inada. ¿No da la señora 
H ’ un sentido definitivo a toda manifestación de la niña 
retomando un enunciado en el cual quedó fijado su ser 
mismo? Esos enunciados superyoicos en forma de aforismos, 
que le legó su padre, no son retomados por ninguna tercera 
palabra, tienen fuerza de ley, de una ley pervertida dado que 
se inscriben en una relación dual, incestuosa, que perdura y 
se repite sin que se inscriban en ella ni la escena prim aria ni 
la sucesión de las generaciones. ¿Dónde está el Nombre-del- 
Padre? Recordemos esta afirmación de Lacan con respecto a 
la forclusión:
No es únicamente la manera en que la madre se adapta a la 
persona del padre de la que convendría ocuparse, sino del 
caso que hace a su palabra, digámoslo, a su autoridad; dicho; 
de otra manera al lugar que reserva al Nombre-del-Padre en 
la promoción de la ley.8
Cuando la señora H* dice: “Soy yo quien debe hacer las 
reacciones de mis hijos”, el sujeto de la enunciación está 
claram ente en ese “hacer” que nos designa la identidad de la 
madre y la hija: ella soy yo, yo soy ella, la tram pa se cierra. 
Sentimos asom arse un enfrentam iento imaginario mortal: 
“Es ella o yo”.
Ahora bien, cuando la señora H* me habla, cuando viene 
a contarme su angustia, su fracaso en lo que se juega con su 
hija, se introduce ya un corte entre ellas dos, aunque sea al 
nivel de la m irada y la voz. Sylvie no se encuentra ya en el 
cara a cara en el que no conoce m ás que una m irada 
im perativa y una voz colérica. Puesto que cuando la señora 
H* habla a los demás, a sus hijas mayores, a su marido, su voz 
es diferente, pero en esos momentos Sylvie no está allí, eso 
no le incumbe, el lazo entre las dos está interrum pido. Y 
cuando la señora H* me habla de Sylvie, ésta está muy
presente, se tra ta de ella, pero el tono de la voz ya no es el 
mismo, y la m adre me mira. Entonces, es la niña quien la 
íwcruta y se asombra de que esa voz terrible exprese ahora 
aflicción y pida ayuda. Sylvie, como todo niño psicótico, en el 
Hometimiento en que se encuentra no puede im aginar una 
madre desam parada que pregunte: “¿Qué pasa? ¿Qué hay? 
Usted que sabe, dígamelo”. Escuchar esas palabras puede 
conducir a un prim er cuestionamiento sobre la castración 
materna: “¿Entonces no lo sabe todo? ¿Entonces no lo puede 
todo? ¿No es completa?” Este puede ser tam bién un principio 
de interrogación sobre el deseo del Otro. “Ella ha dicho esto, 
pero, ¿qué quiere?” Este rumbo puede constituir asimismo el 
primer paso para salir del estatu to de puro objeto entregado 
al goce del Otro, y comenzar un recorrido de sujeto.
El analista introduce en efecto esta tercera posición, que 
es vicaria del Nombre-del-Padre, sobre todo cuando la madre 
hace caso a su palabra en lo que corresponde a su hijo. “Es en 
los intervalos del discurso del Otro donde surge esto para el 
niño: me dice eso pero, ¿qué es lo que quiere?”.9 Aquí, es a 
t r avés del discurso de los padres dirigido al analista en 
presencia del niño que puede hacerse un señalam iento del 
Che vuoi? Lo que corresponde al lugar de Sylvie en el deseo 
inconsciente de la madre y el padre aparece en los intervalos 
del discurso de éstos. E sta palabra puede ser repetida luego 
por el niño en la sesión y le perm ite reencontrar un vínculo, 
dar un sentido a sus recuerdos inmovilizados, al mismo 
tiempo que deslindarse de la historia del Otro y tom ar la 
distancia necesaria para hablar en su propio nombre. Ese 
trabajode desconexión y conexión es infinitam ente más 
rápido en estas condiciones que cuando se deja que la 
repetición se instale en la transferencia. Dado que en el niño 
psicótico la repetición está hecha de rituales que adormecen 
la vigilancia del terapeuta, cuando no provocan su cansancio 
y su desaliento. Introducir el corte al mismo tiempo que 
restablecer una cadena significante resum e el trabajo de 
análisis con estos niños.
En su Seminario del 21 de mayo de 1969, Lacan afirmaba:
Damos por sentado que las relaciones infantiles tensionales 
que se establecen en tomo a cierto número de términos, 
padre, madre, nacimiento de las hermanas, etc., no cobran 
ese peso de sentido más que a causa del lugar que ocupan con 
respecto al saber, al goce y a cierto objeto, que es en relación 
con ellos que van a ordenarse las relaciones primordiales con 
el deseo. Explorar la modalidad de presencia con la cual cada 
uno de los tres términos ha sido ofrecido al sujeto, es efecti­
vamente ahí donde reside la elección de la neurosis.10
E sta exploración es igualm ente valedera para la psicosis 
pero, no habiendo salido el sujeto de su sometimiento al Otro, 
a veces pasa por la palabra de este Otro.
¿No es el saber inconsciente que hemos señalado al pasar 
del síntom a del niño a la palabra del gran Otro y a la inversa? 
E ra claro que el goce estaba tam bién en el corazón de la 
relación en su inserción en el fantasm a y la pulsión. En 
cuanto al objeto, dejamos su estudio para m ás adelante.
Vamos a dejar a Sylvie por un tiempo. Estuvo ausente 
duran te varios años y no trabajé sobre su caso, sino que éste 
me trabajaba; pensaba en ella, en el desarrollo de su historia, 
y poco a poco los momentos cruciales de su análisis cobraban 
sentido para mí, al mismo tiempo que lo daban a lo que 
escuchaba de mis pacientes psicóticos adultos. Lo que me 
había enseñado aportaba una nueva luz a ciertas nociones 
tales como la represión, la estructura del fantasm a, la 
naturaleza del objeto a. En ella creí sorprender esas forma­
ciones en estado naciente, a menudo con distorsiones percep­
tibles de entrada.
Pasó todo un tiempo de maduración antes de que retom ara 
el legajo; “tiempo de meditación”u , decía Lacan. Pero ese 
largo desvío me permitió confrontar mi observación de los 
niños que no son psicóticos con la de los au tistas o los es­
quizofrénicos. C aptar la diferencia fundam ental que los 
separa, y los puntos de ru p tu ra en tre unos y otros me parece 
el único rumbo posible para abordar la psicosis.
¿Se puede, en efecto, ingresar sin dificultad en el mundo de
la locura, donde reinan el desorden y la paradoja? El riesgo 
es quedarse pegado en él, abandonando todo rumbo lógico 
(hacerse el loco con los locos), o privilegiar ta l o cual aspecto 
de un caso y, m ediante un recorte neto y decisivo, aplicarle 
tal o cual construcción teórica tan seductora como convincen­
te para que la jugarre ta funcione.
Nuestro paso será m ás lento y menos espectacular. Consis­
tirá en acercarse a la psicosis m ediante pequeños avances, 
teniendo en m ente a la vez la complejidad, la multiplicidad 
de los abordajes posibles y lo que se dice es una “evolución 
normal” en nuestra cultura, para retom ar los puntos de 
balanceo de una estructura a la otra. Así, evocaremos en 
primer lugar al niño al que se gusta observar, con el que es 
un placer vivir, luego a aquel que se nos “confía” para que 
viva mejor. Ese me parece un rodeo obligado antes de 
reexaminar la psicosis de Sylvie.
Notas
1. J. LACAN, textos dirigidos a J. AUBRY, op. cit.
2. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 247 [El Seminario de
Jacques Lacan. Libro XI. Las psicosis, Buenos Aires, Paidós, 
1993].
3. Discurso de clausura de las Jornadas sobre el psicoanálisis en
el niño, 1967.
4. J. LACAN, Ecrits, pág. 176.
5. J. LACAN, Ecrits, “Position de l’inconscient”, pág. 830 y sig.
[“Posición del inconsciente”, en Escritos, II, México, Siglo 
XXI, 1978].
6. J. LACAN, Ecrits, pág. 827.
7. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 215
8. J. LACAN, Ecrits, pág. 579.
9. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 194.
10. J. LACAN, Séminaire XVI, “D’un autre á l’Autre” (inédito).
11. J. LACAN, Ecrits, pág. 205.
NACIMIENTO DEL SUJETO
El deseo del hombre es el deseo del Otro, es decií1¡lpÍ| tu 
cuanto Otro que desea (lo que demuestra el 
alcance de la pasión humana).1
Si el gran Otro designa el lugar del tesoro de los significantes, 
es tam bién el lugar a p a rtir del cual se origina el deseo del 
sujeto, “sitio ocupado en general por la M adre”,2 dice Lacan. 
Tres puntos siguen siendo predom inantes en la dimensión de 
este Otro, “su demanda, su goce y, bajo una forma que se 
m antiene en concepto de signo de interrogación, su deseo”.3
En este advenimiento del sujeto deseante al corazón del 
Otro, el goce sigue siendo la apuesta perm anente, y el objeto 
a está en el centro de la partida. La problemática del objeto a 
será abordada m ás precisamente después de que hayamos 
enfocado en un prim er momento, según una modalidad 
pluridimensional, las relaciones precoces m adre-lactante. 
Lo que el niño debe construir de su imagen inconsciente del 
cuerpo -e n el sentido de ser, de prim era representación 
del cuerpo, muy anterior a la imagen especular-, lo hace en 
referencia al cuerpo del Otro, a sus pulsiones, a sus fan tas­
mas, a su deseo.
Lacan no deja de escandir esta evidencia, y nosotros de 
olvidarla, a ta l punto estamos captados por el ser de la 
palabra:
Ese lugar del Otro no debe tomarse en otra parte que en el 
cuerpo, no es intersubjetividad sino cicatrices sobre el cuerpo 
tegumentario, pedúnculos a conectar en sus orificios para 
que hagan en ellos las veces de asideros, artífices ancestrales 
y técnicos que lo carcomen.4
Los autores que estudiaron la psicosis del niño son unán i­
mes en el reconocimiento de una distorsión de la relación 
madre-hijo, pero sus constataciones a menudo siguen siendo 
vagas, y los acontecimientos informados aproximativos; se 
tra ta en general de depresión grave de la m adre en el 
momento del nacimiento (depresión del post partum ), de 
separación brutal con rup tu ra del lazo afectivo madre- 
lactante o de cualquier otro traum atism o de los primeros 
meses o años de vida. El relato de loa mismos es pobre, 
puram ente descriptivo y anecdótico. P ara ceñir de m ás cerca 
lo que es determ inante en esta fase postnatal del niño que va 
a volverse psicótico, es preciso adem ás tener alguna noción 
de lo que ocurre con una evolución llam ada normal.
Lo que sucede en los primeros meses de vida de un niño 
sigue siendo impreciso. H asta una época reciente, los únicos 
testimonios que teníamos de ello nos los proporcionaban los 
padres o los pediatras. Ahora bien, el relato que hacen 
los padres del parto y de las prim eras relaciones con el recién 
nacido parece a la vez confuso y estereotipado; es difícil 
obtener precisiones en cuanto a las fechas de las separacio­
nes, hospitalizaciones, enfermedades, que el olvido ha recu­
bierto, y a nuestras preguntas las m adres responden mos­
trándonos la libreta sanitaria del niño, como para excusarse 
por no haber conservado recuerdos. Está, por otra parte, la 
historia de la llegada del niño, reconstituida a la m anera de 
la elaboración de un mito; se suceden los “flashes”, a menudo 
inconexos y sin vínculo aparente, pero es esta historia la que 
se repite incansablemente: circunstancias que rodearon al 
parto, comodidad de la clínica, recepción del personal, “bru­
talidad” o “gentileza” del médico o de la partera, dolor o 
facilidad del dar a luz, atribuidos por o tra parte la mayoría
de las veces al niño. “No quería salir”, “Me desgarró”, “Estuvo 
a punto de m atarm e”. Las palabras.escuchadas en esos 
instantes pueden cobrar valor de oráculo: “Salió bien para 
hacer sufrir a su m adre”, “Es pequeño pero quiere vivir”, “Es 
el vivo retrato de su abuelo”, etcétera.
El discurso que se construye alrededor del niño, y que 
variará poco,viene a ocultar un no dicho extrem adam ente 
complejo, en el cual se bañan las prim eras relaciones. Lo que 
no puede decirse en el trastocam iento emocional que rodea 
al nacimiento va a elaborarse y a estructu rar la relación con 
el niño, no reapareciendo el contenido de este período post­
natal m ás que bajo la forma de una elaboración secundaria, 
como retom o de lo reprimido.
Es sorprendente que un autor como Kanner, que ha 
inventado el concepto de “autismo precoz”, haga principiar 
los síntomas en el sexto mes de vida, y ubique la diferencia 
entre el autismo y la esquizofrenia infantil en el hecho de que 
el primero se m anifiesta desde el inicio del segundo semestre, 
en tanto la segunda principiaría después de dos años de 
desarrollo normal. De este modo, sobreentiende que no 
podría descubrirse nada antes de los seis meses o que 
durante este período no pasa nada esencial.5 Ahora bien, 
veremos que en Sylvie todo parece haberse jugado entre los 
cuatro y los seis meses. Los estudios recientes sobre el recién 
nacido nos aportan, por lo demás, la certeza de que, lejos de 
ser una no m an’s land, los prim eros meses de vida son 
determ inantes para el futuro del sujeto. De resu ltas de ello, 
¿por qué ese ocultamiento de todo lo que corresponde a este 
período, de lo que se anuda de fundam ental para el sujeto en 
esos primeros momentos? ¿Por qué esa represión m asiva de 
lo que se denomina lo arcaico? ¿Y por qué todo discurso que 
intente levantar una pun ta del velo que cubre los orígenes 
encuentra tan ta resistencia?
En una prim era aproximación, diría que el niño está en el 
corazón de la problemática inconsciente de su padre y su 
madre. En cuanto objeto a, viene a revelar, sin develar su 
sentido, la estructura inconsciente del sujeto puesto que
tom a ubicación en las pulsiones, los fantasm as, los deseos y 
despierta las identificaciones más prim itivas de quienes lo 
reciben. Ahora bien, el inconsciente es siempre perturbador, 
y en la relación con el niño las formaciones del inconsciente 
no siempre son de un orden tan sutil como pueden serlo los 
lapsus y los chistes, y aparecen en las palabras, las conduc­
tas, las obras masivam ente repetitivas y ciegas. Tal vez esta 
característica sea la que exija una represión tanto más 
intensa y sostenida en el tiempo. Si se exceptúa el discurso 
analítico pronunciado sobre el niño -discurso subversivo 
desde el principio, dado que Freud barrió con la pretendida 
inocencia infantil desde los Tres ensayos sobre una teoría 
sexual-, si se omite el enfoque que de la infancia hacen poe­
tas y novelistas, a menudo con un acento de verdad que no 
se encuentra en otras partes, lo que resta son diversos 
discursos sobre la m aternidad, el nacimiento, el recién 
nacido: ¿cuáles?
Cambian con las épocas, y no hay más que leer la lite ra­
tu ra reciente (Ph. Ariés y E. Badinter, por ejemplo)6 para 
darse cuenta de su variación a lo largo del tiempo. Me 
consagraré a dem ostrar el giro discordante que han asumido 
en las últim as décadas, ocultando el discurso médico un 
saber ancestral transm itido de generación en generación. No 
será sino después de esta evocación que podremos p lantear 
la cuestión de los orígenes del sujeto y de los tropiezos de su 
devenir en la psicosis, apoyándonos por una parte en la 
enseñanza de Lacan y por la otra en investigaciones referi­
das al desarrollo sensorial del recién nacido y a las interac­
ciones precoces madre-lactante.
Esos trabajos, emprendidos desde hace unos veinte años 
en varios países, sobre todo anglosajones, aportan nuevos 
elementos que se integran perfectamente a la enseñanza de 
J. Lacan de quien, una vez más, puede ponderarse cuán 
adelantado estaba a su tiempo.
Discurso común 
y discurso médico
En prim er lugar, un saber popular intuitivo sobre el emba­
razo y la m aternidad, con todas las costumbres asociadas a 
ellos, es transm itido oralm ente por las mujeres que, guardia- 
nas de la vida y la m uerte, desde siempre han “asistido” a las 
parturien tas y los agonizantes; ese saber se refiere tan to a 
los fantasm as de la mujer encinta como al comportamiento 
del recién nacido. Los hombres escuchan esos relatos con oído 
indulgente, incluso divertido, pero los parteros se m antienen 
las más de las veces incrédulos, cuando no los condenan 
abiertam ente calificando de oscurantistas las palabras de 
las madres sobre sus recién nacidos. Fueron necesarios los 
descubrimientos recientes para confirm arla veracidad de las 
intuiciones m aternas cuando atribuyen a sus lactantes gran­
des capacidades perceptivas y un misterioso saber sobre el 
mundo que los rodea.
Por otra parte, todas las sociedades establecieron reglas 
para recibir al niño, quien desde su llegada al mundo ocupa 
un lugar definido en el cuerpo social. Los ritos dan testimonio 
de esta pertenencia y subrayan la rup tu ra con el cuerpo 
materno, introduciéndolo desde el principio en el orden 
simbólico (fiestas, padrinazgo, “presentación” del niño en 
todas las formas rituales, etcétera). El padre puede partici­
par en el nacimiento a través de ciertas costumbres como la 
covada, o muy simplem ente asistiendo al parto y asegurando 
los primeros cuidados del bebé, como se hace hoy en día. Los 
mitos dan cuenta igualm ente de la gran riqueza del im agina­
rio desplegado en torno a la llegada de un niño. Ritos y mitos 
están en general de acuerdo con el discurso de las m adres, y 
lo retoman en un contexto que tiene fuerza de ley. En sus 
obras, Bernard This supo restituirnos la verdad inconsciente 
contenida en esas costumbres y esos mitos. Se inspira en ellos 
para trabajar en pro de la humanización de las condiciones 
del parto y de un mayor respeto al recién nacido y al niño.7
En oposición a este discurso tradicional se constituyó el 
discurso científico, cuyo impacto se ha convertido en prepon­
derante por lo mucho que trastocó los datos admitidos desde 
hace siglos: los principios de higiene y los progresos de la 
medicina hicieron retroceder a la m uerte que hacía estragos 
entre las jóvenes madres y los niños muy pequeños; tres o 
cuatro generaciones antes de la nuestra, una m ujer de cada 
diez moría al parir, y sólo un niño de cada dos superaba los 
primeros años de vida.
¿Cómo no venerar, a causa de ello, ese saber todopoderoso 
que hace retroceder a la m uerte en sem ejante proporción? En 
lo sucesivo, el destino de una m ujer ya no es pasarse la vida 
dando a luz: ¿no hacía falta, en efecto, tener al menos diez 
hijos para que tres o cuatro llegaran a la edad adulta, 
asegurando con ello el linaje? Con frecuencia, al cabo de esos 
embarazos incesantes estaba la m uerte, ya f u e T a por agota­
miento, ya a causa de una complicación en el parto. El niño 
mismo ya no es ese ser de destino incierto, acechado por un 
Dios cruel que se rodeaba de cohortes de ángeles; en lo 
sucesivo es precioso, ya no m ás consagrado al azül y al 
blanco* si escapa a la m uerte, sino entregado al saber 
pediátrico.8 Su cuerpo se vuelve un mecanismo complejo que 
necesita exámenes profundos y cuidados sum inistrados en 
un medio aséptico y altam ente especializado. Ese cuerpo 
esencialmente biológico puede, a p a rtir de ello, ser sometido 
a una estricta programación: horario del am am antam iento, 
alimento calculado, vacunaciones, etc. ¿Se atreven las m a­
dres a dar su opinión o a transgredir una prescripción? Son 
condenadas en el acto, calificadas de malas, peligrosas, 
a trasadas.
La discordancia de estos discursos se acentuó hasta hacer 
desaparecer casi completamente al primero. Fue entonces 
cuando los médicos y los parteros reaccionaron; se levanta-
*Promesa hecha a la Virgen de vestir al niño con esos colores si le 
concedía la supervivencia (N. del T.).
ron contra lo que había de inhumano, por no decir de sádico, 
en la m anera de tra ta r a las mujeres, mujeres a las que se 
castigaba por abortar negándoles, por ejemplo, la anestesia 
en el momento de una revisación uterina, o a quienesse les 
imponía una m anera determ inada de dar a luz a sus hijos. Se 
produjeron los prim eros intentos de reconsiderar la cuestión, 
y el “parto sin dolor” de la década de 1950 representó una 
inmensa esperanza para ellas. Poco a poco, las m entalidades 
evolucionaron, pero hechos recientes demostraron hasta qué 
punto era difícil hacer vacilar al poder médico: el “parto sin 
violencia” desencadenó las pasiones, y hemos visto a los 
partidarios del “a favor” y del “en contra” enfrentarse con una 
agresividad inaudita, como si la m ujer estuviera en el centro 
de una apuesta ideológica en torno a la vida y la muerte. En 
esta disputa, parece que se la quiere colocar ante una elec­
ción: o arriesgarse a morir si escoge dar a luz con alegría, o 
sufrir la indiferencia y la soledad en un lugar de elevada 
tecnificación médica. E sta dramatización, estas elecciones 
insensatas, evocan un tiempo no tan lejano en el que, en caso 
de parto difícil, se planteaba la cuestión de saber si había que 
salvar a la m ujer o al niño. ¡Espantoso dilema para quien 
debía responder! Aquí, era el padre quien debía elegir entre 
la vida de su m ujer o la de su hijo.
Otro discurso, psicológico
En la década de 1950 un americano, Spitz, reaccionó contra 
los excesos del discurso médico enunciando algunas verda­
des que pasaron por novedades, cuando el buen sentido 
popular habría podido enunciarlas desde mucho tiempo 
atrás si no hubiera estado subyugado y reducido al silencio 
por el poder médico. Spitz describía el “hospitalismo”, 9 
síndrome ligado a la carencia afectiva: los niños privados de 
sus madres en el prim er mes se volvían “lloriqueantes”; en el
segundo mes, esos llantos se transform aban en gritos; en el 
tercero, se observaba un rechazo del contacto que podía 
llegar hasta el “marasm o” y la “letargía” si la situación se 
m antenía. Spitz comunica la observación de 91 lactantes 
criados por sus m adres durante los tres primeros meses y 
luego confiados al orfelinato, donde “recibían cuidados per­
fectos, alimentación, alojamiento, higiene, etc.”; estando 
cada enferm era encargada de diez niños, éstos “no recibían 
por lo tanto más que la décima parte de las provisiones 
afectivas m aternales” (!). Después de haber pasado “por los 
estadios antes descriptos”, m anifestaban un atraso motor 
evidente y yacían inertes en sus camas, con la expresión 
idiotizada y una deficiente coordinación ocular. A fines del 
segundo año, estos niños alcanzaban un 45% en las pruebas, 
nivel de la idiotez. A los cuatro años, muchos de ellos no 
sabían caminar, ponerse de pie ni hablar. Un 37% murió en 
dos años. Al compararlos con un grupo de 220 niños criados 
por sus madres, de los cuales “no murió ni uno”, Spitz 
concluyó que “la depresión anaclítica y el hospitalismo nos 
dem uestran que la ausencia de toda relación objetal provo­
cada por la carencia afectiva interrum pe todo desarrollo en 
todos los sectores de la personalidad”.
¿Cómo pudieron estas observaciones considerarse como 
una revelación, cuando no hacían sino confirmar el saber 
ancestral que decía que, para vivir, un recién nacido tiene 
tan ta necesidad de calor y amor como de alimento, si no es 
porque ese saber había sido anestesiado por la evolución 
fulm inante de la medicina? Sin embargo, y en contra de la 
evidencia, la organización médica se adapta mal a estas 
consideraciones psicológicas. Algunos servicios pediátricos 
sienten aún repugnancia a considerar en el mismo nivel la 
salud m ental y la salud física de sus pequeños enfermos, 
siendo que, en el niño, una no puede ir sin la otra.
Si bien la noción de hospitalismo sacudió los espíritus y 
provocó reacciones saludables, las concepciones de Spitz 
sobre el desarrollo del niño parecen en la actualidad absolu­
tam ente erróneas. No obstante, siguen considerándose como
una verdad y sirven aún de referencia en los medios médicos, 
pediátricos e incluso pedopsiquiátricos. Las recuerdo aquí a 
causa del poder de impacto que conservan, a fin de s ituar 
mejor la posición psicoanalítica actual sobre esta cuestión.
Ferviente adm irador de Freud, el doctor Spitz pretende 
sin embargo superar a su maestro por medio de la “observa­
ción directa”. He aquí lo que dice Anna Freud, que prologa el 
libro de su amigo, El prim er año de vida del niño , en 1958:
El doctor Spitz se vale de la observación directa y de 
los métodos de la psicología experimental, a diferencia de los 
otros autores psicoanalíticos que prefieren confiar única­
mente en la reconstrucción de los procesos de desarrollo a 
partir del análisis en períodos ulteriores [...]. Spitz se opone 
a los autores analistas que pretenden encontrar en el lactan­
te, muy poco después del nacimiento, una vida mental 
complicada.
¡Vemos a qué rival hace alusión aquí A. Freud! Spitz 
sostiene, en consecuencia, como la mayoría de los analistas, 
que el estado inicial es perfectam ente indiferenciado. Nada 
de proceso intrapsíquico desde el nacimiento, todo es cosa de 
“maduración”. Esto es lo que escribe:
En razón de su umbral de percepción extremadamente 
elevado, el recién nacido no percibe el mundo exterior. Este 
umbral elevado sigue protegiendo al niño durante las prime­
ras semanas, incluso durante los primeros meses, contra las 
percepciones que provienen del entorno. Durante este perío­
do, hay fundamentos para decir que el mundo exterior es 
inexistente para el recién nacido’, lo que percibe, lo percibe en 
función del sistema interoceptor.
Y más adelante:
En ese estadio primitivo, el niño no está en condiciones de 
distinguir el objeto; y por objeto entiendo no sólo el objeto 
libidinal sino todas las cosas que lo rodean. En la hipótesis 
más favorable, las respuestas del recién nacido son de la 
naturaleza del reflejo condicionado.10
A Spitz no parece incomodarle la contradicción implícita 
entre sus observaciones y su teoría. ¿Cómo puede un niño 
sufrir y m orir por la ausencia de su madre si no la distingue 
del mundo que lo rodea? Es cierto, debía m antener, como ta n ­
tos otros m ás adelante, la creencia en el narcisismo primario 
de Freud, el recién nacido indiferenciado del mundo exterior. 
Esta noción, siempre vigente, es una ventaja para muchos 
autores, que llegan incluso a hab lar de “autism o norm al”, 
como lo hace M argaret Mahler. Lacan siempre se alzó contra 
esta concepción, no temiendo aportar un desmentido a Freud. 
A propósito de la pulsión y el autoerotismo, nos dice:
Los analistas concluyeron de ello que -como eso debía situar­
se en alguna parte en lo que se llama desarrollo, y dado que 
la palabra de Freud es la palabra del evangelio- el lactante 
debe tener a todas las cosas que lo rodean por indiferentes. 
Uno se pregunta cómo pueden sostenerse las cosas, en un 
campo de observadores para quienes los artículos de fe 
tienen, en relación con la observación, un valor tan abruma­
dor. Dado que, en fin, si hay algo de lo que el lactante no da 
la idea, es de desinteresarse de lo que entra en su campo 
de percepción.11
Si el discurso psicologizante de Spitz aparecía como reac­
ción a un discurso médico que hace del ser hum ano un objeto 
robotizado, surgía tam bién en oposición a cierto discurso 
analítico que provocaba sospechas y resistencias: la buena 
lógica cartesiana no podía sino desconñar de los enfoques un 
poco locos del universo infantil que realizaban Melanie Klein 
y otros. ¡Con esta “tripera genial”, como la calificaba Lacan, 
lo arcaico tom aba un aspecto demasiado repelente!
En cuanto a la “vivencia infantil” revisada y corregida por 
la neurosis de transferencia en el análisis del adulto, suscita 
aún m uchas reservas. No obstante, fue a través de las 
modificaciones, de las reorganizaciones secundarias como 
Freud se abrió un camino que le permitió rem ontar h asta la 
sexualidad infantil, puesto que nunca tomó directam ente en 
análisis a un niño, no hablándole Juanito sino por intermedio 
de su padre.
La dificultad de abordar los orígenes, el desconocimiento 
de los

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