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Vladimir Jankélévitch LA PARADOJA DE LA MORAL Vladimir Jankélévitch LA PARADOJA DE LA MORAL Tusquets Editores Barcelona Título original: Le paradoxe de la morale 1.* edición: noviembre 1983 © Editions du Seuíl, 1981 Traducción de Nuria Pérez de Lara Diseño de la colección: Clotet-Tusquets Diseño de la cubierta: M. Azúa-F. Qosas Reservados todos los derechos para Tusquets Editores, S. A., Iradier, 24, bajos, Barcelona-17 ISBN: 84-7223-077-5 Depósito Legal: B. 38101 • 1983 Gráficas Diamante, Zamora, 83, Barcelona-18 Indice P. 9 La evidencia moral es a la vez englobante y englobada 1. Una problemática omnipresente y previnente; 2. El pensamiento se anticipa a la valoración moral, y reciprocamente; 3. Una «vida moral. ¿Continua o discontinua? El fuero interno. Círculo de la tem poralidad; 4. De la negación al rechazo. Rechazo del placer, rechazo del rechazo; 5. La prohibición. Prohibición de la prohibición. 49 La evidencia moral es a la vez equivoca y unívoca 1. Antigüedad del maximalisrao, excelencia de la intermeaiaridad; 2. Vivir para el otro, sea quien sea ese otro. Más allá de todo «quatenus» de toda prosopolepsia; 3. Vivir para el otro, hasta morir por ello. Amor, don y deber. Más allá de todo «hac- tenus»; 4. Todo o nada (opción), del todo al todo (conversión), el todo por el todo (sacrificio). Con toda el alma; 5. Los tres exponentes de la con ciencia. Debate o coincidencia del interés y del de ber: el insustituible cirujano; deberes para con los seres queridos; 6. La buena media; 7. Mutua neu tralización; 8. Hasta la casi-nada. El mínimo-ser; 9. El balanceo oscilatorio; 10. Mantener el mayor amor posible en el mínimo ser posible. 127 El mal menor y lo trágico de la contra dicción 1. El impulso y el trampolín. Rebote. El efecto de relieve. Positividad de la negación; 2. Uno tras otro. Mediación. El dolor; 3. El uno con el otro: 7 ambivalencia. De dos intenciones, una: 4. El uno en el otro paradojalogía del órgano-obstáculo. El ojo y la visión, según Bergson. El aunque y el resorte del porque. 5. Ese latido de un corazón indeciso. Una mediación aprisionada en una estruc tura; 6. El pinchazo de la astilla, la quemazón de la carbonilla, la mordedura del remordimiento. El escrúpulo; 7. El anti-amor (mínimo óntico), órgano- obstáculo del amor. Para amar hay que ser (iy haría falta no ser!); para sacrificarse hay que vivir; para dar hay que tener; 8. El obstáculo y el hecho de obstáculo (origen radical). ¿Por qué en general hacía falta que...?; 9. Ser sin amar, amar sin ser, interacción del mínimo egoísmo y el máximo al truismo. Respuesta aferente al impulso eferente; 10. El ser preexiste al amor. El amor se adelanta al ser. Causalidad circular; 11. Un don total: ¿cómo arrancarse los goznes del propio-ser? Abnegación; 12. La aparición evanescente entre el ego y la viva llama de amor... El umbral del valor; 13. La un ción. El resentimiento mínimo de la abnegación (aferencia de la eferenda). El placer de dar placer; 14. El horizonte del casi. Del casi-nada al no-ser. Resultante inestable de la ambición y de la abne- garión. 207 Las maquinaciones de la conciencia. Cómo preservar la inocencia 1. Plétora y esporadismo de los valores. El absoluto plural: caso de concienda; 2. Todo d mundo tiene derechos, luego yo también. La reivindicadón; 3. Todo d mundo tiene derechos, excepto yo. Yo sólo tengo deberes. Para ti todos los derechos, para mí todas las cargas; 4. Rrificadón y objetividad de los derechos, imparidad e irreversibilidad d d deber; 5. La primera persona pasa a ser la última, la se gunda es la primera. Soy el defensor de tus dere chos, no d polida de tus deberes; 6. Con los ojos abiertos. La pérdida de la inocencia es el precio que la caña pensante debe pagar como rescate de su dignidad; 7. Tus deberes no son el fundamento de mis derechos; 8. El precioso gesto de la inten ción. 8 La evidencia moral es a la vez englobante y englobada Aseguran en todas partes que la filosofía moral está en la actualidad bien considerada. Debemos aco ger con cierta desconfianza este reconfortante ofre cimiento de una moral reverenciada por la opinión pública, sujeta a priori a garantías. En primer lugar, podemos poner en duda que los cruzados de esta nueva cruzada sepan realmente de qué están hablan do. En el seno de la filosofía, tan controvertible ya de por sí, tan ocupada en definirse y en asegurarse la propia existencia, la filosofía moral se presenta como el colmo de la ambigüedad y de lo inasible; es lo inasible de lo inasible. La filosofía moral es, efectivamente, el primer problema de la filosofía: an tes que defender su causa, habría, pues, que esclare cer primero este problema y preguntarse por su ra zón de ser. 1. Una problemática omnipresente y previdente De hecho, es más fácil decir lo que la filosofía moral no es y con qué sucedáneos nos vemos tenta dos do. confundirla. Debemos empezar, pues, por esta «filosofía negativa» o apofática. La filosofía moral no es evidentemente la ciencia de las cos- 9 tambres, si es que es cierto que la ciencia de las costumbres se contenta con describir las costumbres, en modo indicativo y como un estado de hecho, y (en principio) sin tomar partido, ni formular pre ferencias, ni plantear juicios de valor: expone sin proponer, o lo hace indirectamente, bajo mano y me diante sobrentendidos; ritos, tradiciones religiosas, .costumbres jurídicas o hábitos sociológicos, todo puede servir de documentación preparatoria para el discurso moral propiamente dicho. Pero ¿cómo pa sar de lo indicativo a lo normativo y, a fortiori, a lo imperativo? ¿Cómo elegir, en la inmensa colección de sinsentidos, de bárbaros prejuicios y de absur dos con que nos obsequian en pintoresca película la historia y la etnología? ¿Encontramos alguna vez, ante este océano de posibilidades hipotéticas, y en última instancia indiferentes, en donde todas las aberraciones de la tiranía parecen justificables, un único principio de elección, una sola razón de ac tuar? ¿Y por qué una mejor que otra?, ¿un concepto mejor que otro? El principio de la preferencia en su forma elemental sería capaz de explicar el tro pismo de la acción y de imantar la voluntad, pero pierde todo sentido en un mundo basado en el ca pricho, en lo arbitrario y en la isostenia de los mo tivos. Por otra parte, sucede que nuestro desconcier to, en el momento de convertirse en desesperación ante la incoherencia de las prescripciones y la estu pidez de las prohibiciones, nos deja entrever cierta luz; y cuanto más a tientas andamos más se con creta lo que vislumbramos, en y por el equívoco mismo. La problemática moral desempeña, en rela ción a los demás problemas, el papel de un a priori. entendiéndolo como prioridad cronológica o como 10 presupuesto lógico. Dicho de otro modo, la proble mática moral es, a la vez, previdente y englobante; anticipa espontáneamente la reflexión crítica que podría cuestionarla, aunque no como, de hecho, pre cede el prejuicio al juicio, ni tampoco con el pre texto de que la toma de posición moral, en sus in tervenciones expresas, superara en rapidez y en agi lidad la reflexión crítica: ¡paradójicamente, cada una es más rápida que la otra! Todo lo rápida que quie ra, es decir, al infinito... Por otra parte —y viene a ser lo mismo—, la moralidad es coesencial a la conciencia; la conciencia está totalmente sumergida en la moralidad; posteriormente, se evidencia que el apriorismo moral nunca había desaparecido, que ya estaba ahí, desde siempre, como dormido, pero a punto de despertar; la moral, hablando en lenguaje normativo, es decir del prejuicio, previene la especu lación crítica que la cuestiona, ya que tácitamente preexistía a ella. Y no sólo la envuelve con su di fusa luz, sino que, más aún, en otra dimensión y empleando otro tipo de metáforas, impregna el con junto del problema especulativo; es la quintaesencia y el fuero íntimode este problema. 2. El pensamiento se anticipa a la valoración moral, y recíprocamente El pensamiento, según Descartes, siempre está ahí, también él —y sobre todo él— implícita o ex plícitamente, inmanente y continuamente pensante, incluso cuando no se es expresamente consciente de ello, si bien se revela presente a sí mismo, en un retomo reflexivo sobre sí, en apoyo de un interro gante o con ocasión de una crisis. El pensamiento 11 piensa la axiología, el pensamiento piensa los jui cios de valor, al igual que lo piensa todo: ¿acaso la axiología no asocia un logos a la valoración (dgtoúv), es decir cierta forma de racionalidad? ¿No valora el «juicio de valor» bajo la forma de un juicio? En la ambigüedad del «juzgar», la operación lógica y la valoración axiológica se funden la una en la otra. Sin duda, ésta es una «lógica» sin rigor y de baja estofa: parece ser algo parcial, aproximativa e in cluso algo degenerada. Sin embargo, sigue siendo la razón la que determina el estatuto especulativo de la valoración... Recordemos que Spinoza quiso de mostrar la ética a la manera de los geómetras. Ahora bien, la recíproca, no es, por otra parte, menos cierta: la moral que se expresa en forma nor mativa, incluso en forma imperativa, hace a su vez comparecer la razón especulativa ante su tribunal, como si la razón y la lógica pudieran depender de semejante jurisdicción, como si tuvieran que rendir le cuentas. ¡Más aún, la moral cuestiona el valor moral de la ciencia! ¿No es el colmo de la imperti nencia y de la burla? Sigamos insistiendo: cuando la moral pide cuentas a la razón, ¿acaso no lo hace en virtud de un privilegio exorbitante y gratuito que arbitrariamente se arroga?... ¿Quién sabe? Quizá tenga derecho a hacerlo. Pascal, al considerar lo irracional de la muerte y el vacío al que estamos abocados, se preguntaba si filosofar valía la pena. Garó que sí, la filosofía vale la pena a condición de no eludir el problema radical de su propia razón de ser, que siempre es, en algún grado, moral. La cuestión puede más bien plantearse en esta forma: ¿es la verdad tan buena como lo es verdadera? Pues to que el hombre es un ser débil y pasional, habrá siempre una deontología de la veracidad y una mis- 12 teriosa relación entre la verdad y el amor. Esta deon- tología y este misterio no son la paradoja menos desconcertante de la problemática moral. Todo lo que es humano plantea, antes o después, de un lado o de otro, bajo una u otra forma, un problema moral, ya que la moral siempre es competente, in cluso... y sobre todo en los asuntos que no la con ciernen; y, si no tiene la primera palabra, es porque tendrá la última. La toma de posición moral no to lera abstención ni neutralidad algunas; al menos en el límite y teóricamente. El hombre es un ser virtualmente ético que exis te como tal, es decir, como ser moral, de vez en cuando y de tarde en tarde — ¡muy de tarde en tar de!—. Como las intermitencias son, en este caso, anormalmente frecuentes y los eclipses de concien cia desmesuradamente prolongados, durante estas largas pausas la conciencia, aparentemente vacía de todo escrúpulo, parece afectada de anestesia moral y de adiaforia moral, es decir, es incapaz de distin guir entre el «bien» y el «mal». O, para utilizar el lenguaje tradicional de la teología moral, la vox conscientiae, mientras dura la inconsciencia moral de la conciencia especulativa, permanece en silen cio. ¿En qué ha quedado la voz de la conciencia, tan locuaz en general, según los teólogos? Se ha quedado muda y áfona —la voz de la conciencia se ha averiado; sus infalibles oráculos se callan. Vi vir una existencia realmente moral y, en consecuen cia, continuamente moral en tanto que tal —en el sentido en que se habla de llevar una vida religio sa— es algo quizás al alcance de los ascetas y de los santos en olor de santidad y gracias a unos re cursos sobrenaturales, en caso de que semejante qui mera fuera concebible... Tolstoy aspiraba a una «vi- 13 da» cristiana y se desesperaba de jamás poder al canzarla o, en caso de conseguirla, tan sólo por espacio de un instante, y de no poder mantenerse en ella. ¿Qué hacen el austero y el místico entre dos observancias? ¿Cuáles son sus reservas menta les? Día tras día, el hombre medio, al que pode mos llamar homo ethicus, va a su grandes negocios, corre a sus pequeños placeres y no se plantea pro blema alguno; ¡ni siquiera es un cristiano de «la misa de los domingos»! El ser pensante está lejos de pensar constantemente. Con mayor motivo, el instinto, en el animal moral, duerme tan sólo a me dias; las revanchas de la naturalidad, la sensualidad o la voracidad son frecuentes; y no menos frecuen tes son las recaídas del amor propio; en cuanto a las somnolencias y a las distracciones de la concien cia moral, son las que ocupan la mayor parte de nuestra vida cotidiana. 3. Una * vida moral*. ¿Continua o discontinua? El fuero interno. Círculo de la temporalidad Dicho esto, toda la cuestión radica en saber, tra tándose del ser moral, qué sentido hay que otorgar al adjetivo calificativo, ya sea epíteto o predicado. ¿Es el ser moral en sentido ontológico —moral de pies a cabeza y de lado a lado? ¿Es moral todo el tiempo y en cada instante de este tiempo? Es moral incluso cuando bebe la sopa o juega al dominó? Podemos, como Aristóteles, creer en la perennidad de una manera de ser ( í£i<;), que sería crónica, como toda manera de ser: cuando esta manera de ser es moral, merecería el nombre de virtud. ¡Ma ravilloso! Pero la virtud no es, en ningún caso, un 14 hábito, ya que, en cuanto pasa a ser un hábito, la manera de ser moral se deseca y se vacía de toda intencionalidad; se convierte en tic, en automatismo y en desatino de loro virtuoso; es, entonces, mucho peor que el gesto del agua bendita que, al menos, no se dirige a nadie de este mundo: es más bien como el gesto de la beata que, sin siquiera mirar al mendigo, deja caer la moneda en la escudilla. Con mayor razón, no puede hablarse de una segunda naturaleza, que vendría a sustituir a la primera, a la naturaleza natural, y que sería la naturaleza so brenatural de los superhombres (¡o de los ángeles!). Aristóteles mismo lo confirma: una disposición mo ral se convierte en virtuosa si existe de hecho ( év- ¿p-feuf); o, dicho de otro modo, si se actualiza con ocasión de un acontecimiento o de una crisis. Son los peligros de la guerra o las circunstancias excepcionales de la vida las que revelan la valentía y al hombre valeroso; sin la invasión alemana, sin los trances de la ocupación, de la deportación, de la humillación, quizá nunca se hubiera sabido que tal joven resistente era un héroe; nadie es conside rado un héroe por su buena cara o por sus discur sos (excepto cuando la palabra misma supone un compromiso de todo el ser); no se da crédito a un héroe virtual cuando no ha pasado de ser candida to; el heroísmo no se lee de antemano en el rostro o en el aspecto de tal pequeño obrero o de tal mo desto funcionario de quienes se descubrirá, a des tiempo, que fueron capaces de la más sublime abne gación frente a un enemigo implacable. Ya que el heroísmo, al igual que la vocación y el mérito en general, habrá sido «virtualidad» a des tiempo y en futuro anterior; es retrospectivamente cómo afirmará su atroz y misteriosa evidencia en el 15 sacrificio supremo. Cuando el patriota ha caído bajo el fuego, una voz se alza en nosotros más alta que los fusiles de los asesinos: ¡era un justo! La virtud no era, pues, ni un potencial inerte y puramente lógico, suscitado fortuitamente por algún accidente del camino, ni una aptitud inmutable y predestina da, inscrita de antemano en el carácter: la coyun tura, en definidas cuentas, añade algo y no añade nada a lo que pudiéramos saber del héroe —las dos cosas a la vez; hay que decir también que los sobresaltos del valor, al igual que los impulsos de la sinceridad, necesitan,para existir de hecho, una ocasión o una dificultad, es decir, meritoria, penosa y peligrosamente, y que una manera de ser valerosa conserva, no obstante, toda su sublime evidencia. La virtud permanece paradójicamente crónica aun cuando surge y desaparece en el mismo instante. Es más: el sentido moral está virtualmente presente en todos los seres humanos, incluso cuando parece es tar en todos aletargado. Cuando se consideran for mas menos excepcionales, menos hiperbólicas de la vida moral, nunca se sabe si hay que mantener la confianza en el hombre, o perderla: nos vemos más bien indefinidamente remitidos de la confianza a la misantropía. Los impulsos de la piedad más sincera y espontánea en un ser aparentemente insensible nos reconcilian a veces con lo humano del hombre; uno no esperaba tan gratas sorpresas; volvemos a creer en el «buen fondo» de la naturaleza humana, o qui zás oscilamos al respecto entre dos tesis opuestas. Asimismo, la posibilidad permanente de una vio lenta insurrección moral, capaz de estallar en cual quier momento y de franquear así el umbral del es cándalo, confirma, aunque de manera siempre am bigua, nuestra necesidad de justicia; la llama de la 16 ira y de la indignación moral no se había apagado, sino tan sólo a medias. En este caso, es en el ardor pasajero de la emoción, en el enternecimiento de la piedad y en los arrebatos de la ira, donde se ma nifiesta una vida moral repentinamente liberada de su apatía. Pero sucede también que este despertar se realice sin accesos de fiebre, en la pasión crónica-' del remordimiento y de la vergüenza. El remordi miento es una persecución moral que sigue a todas partes y en todo momento al culpable y no le deja respiro. Por mucho que huya Caín hasta el fin del mundo o se amuralle a mil leguas bajo tierra, se guirá inexorablemente enfrentado al obsesivo recuer do de su culpa: la vida moral, en lugar de concen trarse en la explosión de la ira, de una ira dispuesta en todo momento a descolerizarse, se inmoviliza en la idea fija del remordimiento. Pero, la quemazón del remordimiento es un tormento excepcional. Lo que ocurre con mayor frecuencia es que el remor dimiento queme a media llama, y entonces recibe el nombre de mala conciencia: oculto bajo las cenizas de la indiferencia y de los sórdidos intereses, el mí nimo rescoldo de mala conciencia se reaviva de vez en cuando: el hombre se siente entonces atormen tado por íntimos reproches que no han dejado de atosigarle en las noches de insomnio. La mala con ciencia monta bien la guardia; pero eso, la antigua teología la llamaba oovngp7]oi<; : cual fiel vestal, la «sinteresis» vela el fuego sagrado, hecho rescoldo, y puede en cualquier momento reavivar su llama. Una vida moral que se identificara con la mala conciencia podría llamarse retrospectiva o conse cuente, ya que se vuelve hacia el pasado de su falta; además, hay que oponerle una conciencia moral an tecedente, que estaría vuelta, en cambio, hacia el 17 futuro de los problemas a resolver y, principalmen te, hacia los «casos de conciencia»: el problema mo ral se vive, en este caso, no en el pisoteo constante del sufrimiento y en el machacamiento de la angus tia de una conciencia infeliz, sino en la duda y la perplejidad de una conciencia inquieta que no siem pre permanece estacionaria. Conciencia moral y mala conciencia forman así la trama de una vida irreal: la vida moral es como el remordimiento de la vida elemental o «primaria»; no tiene por objeto ni la conservación del propio ser ni la pleonexia. Que se me permita llamar conciencia a ese huerfani- to, vestido de negro, en quien el poeta nos incita a reconocer la soledad. La conciencia es un diálogo sin interlocutor, un diálogo a media voz, que, de he cho, es un monólogo. ¿Qué nombre darle a ese do ble que me acompaña a todas partes, siguiéndome o precediéndome y que, sin embargo, me deja solo conmigo mismo? ¿Qué nombre darle a quien es a la vez yo mismo y otro, a quien sin embargo no es el alter ego, o el allos autor aristotélico, y a quien siempre está presente, siempre ausente, omnipresen te y omniausente. Ya que el yo nunca escapa a ese careo consigo mismo... A ese objeto-sujeto que me mira con mirada ausente sólo puedo llamarle con un nombre íntimo y a la vez impersonal: la «Con ciencia1». Y no sólo el a priori de la valoración moral se anticipa a e impregna todos los caminos de la con ciencia, sino que, al parecer, incluso por el efecto de una irónica artimaña, el rechazo de toda valora 1. Es el título que Víctor Hugo le da al drama de Caín en el poema «La légende des Síteles («La leyenda de los siglos»). 18 ción acentúe su carácter apasionado: como si, en la clandestinidad, la axiología hubiera recuperado sus fuerzas y adquirido una nueva vitalidad; reprimida, acosada, perseguida, lo único que hace es volverse cada vez más fanática y más intransigente; echadla por la puerta y volverá por la ventana o por la chimenea o por el ojo de la cerradura; mejor aún, nunca se había ido, tan sólo lo había simulado: se había quedado tranquilamente sentada a nuestra me sa, bajo la lámpara... Dubito, ergo cogito. El pen samiento se afirma en su presencia y su plenitud, en el seno mismo de la duda que pretende negarlo. La duda nos remite inmediatamente y de golpe al pensamiento, a ese pensamiento cuya función esen cial es, si es cierto que la discusión, o mejor la problematización, es el pensamiento mismo, el pen samiento en ejercicio, el pensamiento en acción: este pensamiento, constitucionalmente inherente al acto de dudar, desmiente por sí solo la duda y restablece la primera verdad; antes de que hayamos tenido el tiempo de decirlo, o tan sólo de tomar conciencia de ello, la duda ha restablecido ya la verdad inextin guible de la que esperaba deshacerse. El pensamien to que duda no puede ya, a menos que no se con tradiga al acto, ser dudoso a su vez: y, así, la duda, al preservar por propia definición al pensamiento, que es su armadura especulativa, habrá restablecido involuntariamente una primera verdad; ¡sobre esta primera verdad, como en Descartes, se reconstruirán todas las verdades! La duda, al pensar, se contra decía. Así pues, quizás haya que temer que el pen samiento no se contradiga al dudar: el pensamien to, fortalecido por la prueba y consciente de sí mis mo gracias a esta prueba, siente la tentación de des mentirse y negarse a sí mismo, de aplicarse a sí 19 mismo los argumentos e instrumentos suplementa rios de un escepticismo doctrinal; el hombre se sir ve ahora de sus facultades criticas para dudar aún más profundamente. Pero quizás habría bastado con distinguir un círculo vicioso de un círculo sano. El círculo febril, dialelo o petición de principio, nos remitía indefinidamente de la duda al pensamiento y del pensamiento a la duda: semejante círculo es un sofisma; dicho de otro modo, un juego clandes tino con la lógica que juega a quién es el más hábil de los dos, como el contrabandista con los aduane ros. El sofisma de Epiménides, que condena el es píritu a girar en redondo hasta el fin de los tiem pos en un círculo embrujado, resulta en cierto modo de una lógica maléfica, de una lógica vergonzosa, de una lógica negra. ¿Acaso no hace pensar este círculo maldito en el eterno suplicio de Ixión en la rueda? Si el círculo maldito se parece a una maqui nación del genio del mal, el círculo sano sería más bien una especie de maliciosa astucia. Quizá sea este genio malicioso el que, atrincherado en el Co gito, opone una impenetrable resistencia a las disol ventes empresas del genio maligno. En lugar de ne gar diabólicamente toda verdad, incluido el mismo pensamiento pensante, nos atenemos al pensamien to y volvemos a él constantemente; es que, de hecho, es la instancia suprema; todo desemboca en él, todo fluye de él, todo se refleja en él; él es el alfa y la omega, primero y último... La negación de la nega ciónya no es una dialéctica nihilista y destructora; se orienta hacia la positividad del sentido, hacia la plenitud del espíritu y hacia el enriquecimiento con tinuo del pensamiento. El pensamiento es la instan cia de supremacía y nos agarramos a ella con fuer za ...¡Ya no la soltaremos! ¡Pero la verdad es que 20 más tarde se demuestra que nunca la habíamos sol tado!... Así es la malicia benévola, la malicia bene- factora del círculo sano. Recapitulemos en este movimiento de vaivén, que no es una simple oscilación, sino también una profundización. Cuanto más dudo, más pienso y, re cíprocamente, cuanto más pienso más dudo; y otra vez estoy pensando al volver a dudar, y siempre más activamente: el círculo se cierra, se entreabre, vuel ve a cerrarse continuamente, sólo que cada vez en un exponente superior; la aucción no deja de cre cer, la subasta de subir; la duda y el pensamiento rivalizan a porfía, se refuerzan el uno al otro a cual mejor... Pero, en todos los casos, las fracturas vol verán a soldarse, las soluciones de continuidad se verán colmadas. El pensamiento dirá la última pa labra. La omnipresencia de la valoración moral, a pe sar de su especificidad cualitativa acentuada y apa rentemente muy subjetiva, o a causa de esta misma especificidad, tiene cierta analogía con la omnipre sencia del Cogito. Cuanto más la niego, más apasio nadamente se exalta. Pero, por otra parte, la valora ción moral es, como la temporalidad, una especie de categoría de lenguaje: la axiología se adhiere tan estrechamente al logos que no puede disociarse de él; antes de percibir lo impalpable de su fuero in terno, descubrámoslo primero en el discurso. Es imposible caracterizar el tiempo si no es con palabras ya temporales: ¡en estas materias, la defi nición presupone inevitablemente lo definido! ¿No es el tiempo una instancia última irreductible, que remite siempre a sí misma y que se define circular mente a sí misma? El análisis no puede ir más allá. Monsieur Jourdain, para definir la prosa, habla en 21 prosa y supone, tácitamente, que el problema que da resuelto. Pero la petición de principio es legítima a fortiori cuando se trata del tiempo, ya que el tiempo es un <a priorh. Es imposible hablar del tiempo sin que el discurso mismo suponga tiempo, sin razonar en el tiempo, sin emplear las palabras del tiempo, verbos y adverbios, sin que una tempora lidad previdente se haya anticipado furtivamente a nuestro análisis y a nuestra misma reflexión. Cuan do se define el tiempo como sucesión de lo ante rior y de lo ulterior, la temporalidad diversa e in divisible ha refluido ya en cada uno de estos tres conceptos, y en cada uno de los instantes infinitesi males del presente en los que el filósofo disfrutará persiguiéndola y dándole alcance. La regresión llega al infinito... Decimos que los juicios de valor deben su status a la lógica de la proposición. No se trata, claro está, de reencontrar la axiología en un trata do de geometría, bajo la forma de huellas imposi bles de rastrear, ni en dosis homeopáticas. Sin em bargo, el principio de finalidad le permitió a Leib- niz hablar en Física el lenguaje de la moral. En todo caso, es el discurso especulativo el que está, en general, hecho de normatividad e impregnado de axiología. Cuando decimos axiología, no se trata en absoluto de tablas, escalas, o juicios de valor inspi rados por las necesidades y por los deseos del hom bre. La preferencia seguirá siendo antropocéntrica y relativa mientras el principio de preferabilidad siga siendo moralmente indeterminado; y el «principio» de lo mejor, lejos de ser un principio de elección, jamás será otra cosa que un tropismo físico indife rente, es decir, un atractivo natural, si es que no se le descubre el principio «sobrenatural», o los re sortes ideales, o los motivos racionales; es cierto que 22 la‘ «mónada», que tiene (como dice Leibniz) un punto de vista unilateral, prefiere esto o aquello, se siente atraída hacia acá o hacia allá, según el capri cho de las desiguales tensiones del entorno en el que se mueve y según la disparidad de los atractivos que la socilitan. Pero, ya de hablar este lenguaje, ¿dónde están la actividad moral y la autonomía mo ral de la voluntad? Y ¿qué es «mejor»? ¿Mejor para quién y para qué? ¿Mejor desde qué punto de vis ta? ¿Mejor para la salud? ¿O más útil y conforme a mi interés general? ¿O recomendado por la Admi nistración? ¿Es lo deseado deseado por deseable o porque es fuente de un mayor placer? Deseable, pre ferible... Es muy difícil no justificar el atractivo de hecho mediante una prioridad de derecho, mediante una legitimidad normativa que permanece sobrenten dida y que es la consagración de lo atractivo. Pero, por el contrario, puede temerse que la lógica recupere la valoración moral, con sus jerarquías, sus desnive les, sus comparativos y sus adverbios de modo, como modalidad formal... Ahora bien, la modalidad es una forma de aserto; el juicio de valor, en cambio, es de un orden completamente distinto; y no basta con decir que tal modalidad, en el caso de que exis ta, es apreciativa: expresa una exigencia normativa del sujeto ante ciertas conductas, ciertas palabras, ciertas maneras de vivir o de sentir —es más: es un gesto naciente, el esbozo del rechazo o de la acep tación, que es su modo drástico y militante de par ticipar en un combate. Pero la acción misma no ten dría sentido ético alguno si no pudiéramos dar un nombre a los valores que subyacen toda valoración y que justifican tácitamente la normatividad axioló- gica del «valer». En cualquier caso, esta carga im palpable e invisible de valorización se insinúa en las 23 palabras, a veces incluso se precipita en ellas; todo nuestro rigor objetivo no basta para contener seme jante desbordamiento. A vista de pájaro, es decir, por aproximación, los innumerables matices de la manera se resumen en la polaridad dramática y algo maniquea de la benevolencia y de la malevolencia; pero es el lenguaje en general el que revela siempre en cierto grado una determinada toma de posición, un prejuicio infinitesimal, una parcialidad impercep tible. El indicativo, sin deslizarse siquiera hacia el imperativo, sugiere indirectamente una elección nor mativa, una preferencia que no osa declararse. Los juicios de valor denunciados por el espíritu cientí fico se reconstituyen hasta el infinito. 4. De la negación al rechazo. Rechazo del placer, rechazo del rechazo Pero, he aquí el colmo de la ironía: la exigen cia moral es tanto más apremiante cuanto mayor es la negligencia con la que se aparenta tratarla; el ale gato estaba ya en la resquisitoria misma y no nece sita por tanto argumentos suplementarios. Es esta parquedad de pruebas lo que es irónico, jya que la revancha que le reserva a la exigencia moral iba im plícita ya en la contestación misma! Recordemos aquí que el pensamiento en Descartes nihilizó la ne gación sin casi moverse, sin dar un solo paso fuera de sí mismo, y en cierto modo permaneciendo en el mismo sitio. Mejor dicho, en ocasiones, el hombre pretende ser materia y sólo materia, máquina pen sante, gelatina deseante; y, cuanto más se obstina en esta afirmación, teniendo como única arma los recursos de la reflexión y del razonamiento, más de 24 muestra la soberanía del espíritu, único capaz de conferir sentido. Pues la negación del pensamiento sigue siendo pensamiento... ¡Y cuán complejo! ¡Y cuán pensante! La negación, afirmaba Bergson en La evolución creadora es tula afirmación en segun do grado (nosotros decimos! una afirmación con ex ponente), una afirmación sobre una afirmación que queda sobrentendida, una afirmación que se expresa sobre una afirmación que no se expresa. Más allá de la afirmación pura y simple, que es tautología, e independientemente de cualquier sucesión, distingui mos tres grados en la negación, según la intensidad del pasado: l.° la negación es una afirmación indirecta, compleja, secundaria, que se expresa median te un rodeo, o en el pudor de una perífrasis embrio naria («la nieve no es negra»); puede ser del mismo tipo que la litote; la afirmación se descompone en dos tiempos, pero la segunda parte es mucho más enérgica, porque permanece tácita. Bergson lo ha demostrado perfectamente: esta complicación en las palabras, que parece superflua o inútilmente agresi va, le da un carácter pedagógico y, a veces, incluso polémico: el enunciado negativo, para prevenir un error poco verosímil y defender una evidencia que apenas necesita ser defendida, se alza de antemano contra la paradoja y hace estallar su absurdo. Sin duda tenía yo mis motivos para expresarme así... En cualquier caso, la negatividad implica aquí una protesta del sentido común que, por una u otra ra zón, se considera amenazado por el sinsentido. 2.° La negación de la apariencia, rechazando la apariencia como errónea, se sitúa en el plano de la paradoja: protesta contra una falsa evidencia, contra una apa riencia engañosa, contra una semejanza superficial que oculta una profunda desemejanza. No, la apa- 25 rienda no es la verdad, aparentar no es ser. 3.° Y he aquí la negación de la negación. Sí: la nieve es blan ca. El espíritu vuelve a la apariencia, pero prego nando un empirismo consciente de sí mismo. Dejando a un lado la ingenua adhesión al ins tinto y a la naturalidad, que tiene poco que ver con la ética, encontraremos en la vida moral la segunda y la tercera fase ya mencionadas: sólo que la nega ción se llamará a partir de ahora rechazo. ¿Y por qué «rechazo» en lugar de «negación»? Porque la vida moral pone en cuestión energías biológicas tu multuosas, emodonales, contradictorias, con las cua les la voluntad se enfrenta en la experiencia del de ber; es entonces el placer lo que está en juego, el placer y el deseo y la afirmación vital. ¡La nega ción, operación lógica y, por tanto, nocional y pla tónica, no bastaría para nihilizar estas fuerzas or giásticas! Negar es decir que... no, y, para lo de más, remitirse a un voto platónico o a algún juego mágico; pero rechazar, es decir no, tajantemente; y esta palabra es un acto; y este acto, independiente mente de toda racionalidad, puede ser un acceso de cólera; pues, el monosílabo «no» es un acto efecti vo, un acto expreso y decisivo en el seno de la acción, o, mejor aún, el gesto drástico de alguien que, con un puñetazo en la mesa, pone fin a las transacciones y a las tergiversaciones; es el gesto bru tal del rechazo puro y simple; este rechazo es una agresión incipiente. Reuniendo los miembros disper sos de la negación (decir que... no), el rechazo los utiliza como un arma, para golpear mejor y herir. Le respondo no a aquello que ha pretendido sedu cirme, que ha tenido la insolencia de tentarme. ¡De la palabra a la acción no hay sino un paso! El no es una especie de magia. 26 l.° El primer rechazo se sitúa a nivel de las morales sobrenaturalistas, tanto si son intelectualis- tas como ascéticas o rigoristas. En este plano, el nombre de Platón, opuesto al « ... pero de Aristó teles, se aproxima al no incondicional de Kant, opuesto al indulgente optimismo del siglo xvm. Las palabras mismas indican la gran distancia que sub siste entre la negación (o el simple cuestionamiento) de la apariencia y el rechazo categórico del placer: el escepticismo hacia la apariencia favorece los ma tices, el grado, el punto de vista, en una palabra, el más o menos; por otra parte, no tiene necesaria mente consecuencias prácticas: la tierra es la que gira y, sin embargo, los hombres, que lo saben, si guen haciendo como si fuera el sol el que se levan tara y se ocultara, regulando su conducta según esta apariencia antropocéntrica. En contrapartida, el re pudio del placer responde a la alternativa del todo o nada... Es un ultimátum pasional. Y, para inti midar y hacer temblar a todos aquellos que se sin tieran tentados, pese de todo, por la mala solución, los teólogos inventan las más abominables palabras; hablan de una concupiscencia de la carne. La apa riencia no es la verdad, aunque pueda participar de ella; pero el placer no es, en absoluto, el Bien, en ningún caso, en ningún grado, de ninguna manera, aunque lo parezca... ¿Qué digo? ¡Sobre todo si lo parece! Además, la apariencia puede ser parcial mente falsa o tendenciosa, pero, hablando con pro piedad, no es falaz ni engañosa; no me desea mal alguno; no es, por tanto, ni malévola ni benévola —es lo que es, eso es todo, y, en sí, más bien indi ferente; es la interpretación del hombre deslumbra do o atónito la que le otorga intenciones. Al con trario, la atracción del placer es más que un error: 27 es un engaño. En torno a esta atracción se ha for mado el complejo de la belleza pérfida, obstinada en perjudicarme; en tomo a ese complejo se ha for mado el mito de la seductora. Ante la seductora no sentimos recelo, sino más bien desconfianza: no un recelo fundamentado, mesurado, razonado hacia in formaciones sospechosas o hacia un informe dudoso que habría que comprobar, rectificar e interpretar con la ayuda de los reductores habituales —sino una desconfianza infinita e irreprimible. El objeto altamente sospechoso de nuestra desconfianza se lla ma mala voluntad. Este es el primer rechazo. Este primer rechazo es en nosotros el inicio del primer complejo y de la primera ambivalencia: la represión instituida por la ley transformaba el placer ingenuo en vergonzosa tentación, la voluptuosidad sin com plejos en deseo más o menos turbio. La tentación es todo lo que queda del placer tras la censura. El hombre moral... y tentado siente aversión por lo que es naturalmente atractivo y por lo que siente un fuerte deseo. Esta situación de un ser dividido, secundariamente atraído por la razón y poseído por el deseo, la llamamos pasional; esta situación inde cisa, en la que el movimiento-ñuc/a, que es la atrac ción, contraría el movimiento para evitar, que es la aversión, la llamamos fobia. Dos voces en las que cada una es, según los casos, el rechazo o la nostal gia de la otra, dos voces en las que una está subor dinada a la otra y están, en cierto modo, asociadas en la polifonía del complejo; cuando se trata del primer complejo, la voz del deseo es, si no segunda intención, sí al menos resabio que se expresa en sor dina; y, en consecuencia, el placer se ve rechazado, prohibido, condenado a una existencia subterránea e ilegal; el deseo tendrá que vivir en régimen de 28 clandestinidad con pobres placeres de contrabando y satisfacciones imaginarias. La ambivalencia del pri mer grado, manipulada por la contradicción intes tina que la desgarra, engendra la violencia del pri mer grado. Es una violencia inducida... Puesto que el placer prohibido no está absolutamente extermi nado y que, por otra parte, no es nihilizable, el es cepticismo exterminador, no contento con ahogarlo, se ensaña contra su cadáver, acosa por doquier su sombra, persigue su mismo recuerdo e incluso el re cuerdo de ese recuerdo. Del placer propiamente di cho puede privarse uno, puede borrarlo, renunciar a él... ¿Cómo prohibirse a sí mismo pensar en la ten tación, que es un juego mental con posibilidad, un afloramiento de lo imaginario, a penas un «flirt»? El tentado no influye sobre una voluntad que está coqueteando con la subvoluntad contraría y que es secretamente veleidad o incluso voluntad; libra un combate imposible contra una inasible, impalpable e imponderable hipocresía disimulada en lo más pro fundo de sí mismo. Es esta hipocresía infinitesimal la que construye nuestra impotencia, y es esta impo tencia la que explica la rabia casi desesperada del ascetismo, su santo furor, el suplicio infinito al que somete incansablemente su cuerpo. Resucitaría a su víctima si pudiera por el solo placer de rematar la... ¡Pues hay muertos que hay que matar! 2.° El rechazo número dos es el rechazo del rechazo,es decir (al menos en apariencia) el rechazo de la moral «idealista». Antes de mostrar de qué modo la antimoral restaura la más fanática de las morales, intentemos desbrozar las segundas inten ciones densas y complejas del rechazo con expo nente, ya que el rechazo del rechazo envuelve, al 29 igual que el primer rechazo, un complejo en el que los términos de la ambivalencia se encuentran inver tidos. En realidad, al variar la ambivalencia según la respectiva dosificación de los dos elementos que constituyen su ambigüedad, se representan innume rables transiciones entre el complejo simple (primer rechazo) y el «complejo complicado» (rechazo del rechazo), entre el No absoluto, intransigente e in condicional, y el rechazo matizado, anunciador de un Sí. Hay un deslizamiento casi imperceptible des de el extremismo fanático al tunante escepticismo que multiplica los guiños mirando al pecado; pero ya (o todavía) en el ascetismo extremista la atracción se mezcla al disgusto y compone con él una especie de horror sacro. En un extremo de la cadena, el as cetismo vomita los repugnantes mejunjes y jarabes del placer; a medio camino de este supranaturalis- mo y del naturalismo radical, la conciencia sonríe tímidamente a las molicies y las mira de reojo; en la línea del Filebo más que en la del Fedón, Bal tasar Gracián, a la vez infiel y fiel a Platón, acepta la mezcla del placer y la verdad. La complacencia en el placer es un primer paso hacia el hedonismo. Convertido por el primer complejo, el asceta sentía una aversión contra natura hacia lo que es natural mente atractivo; convertido por segunda vez, pero por la complicación de la complicación, el volup tuoso, en cambio, reconoce el atractivo de la natura lidad y desconoce el valor sobrenatural de la nor ma. Sin embargo, la última conversión no es una perversión, que vendría a ser la simétrica invertida de la primera conversión. Las dos ambivalencias fa vorecen el incremento de las paradojas y la exube rancia de los monstruos, pero no son del todo com parables: la primera ambivalencia era la duplici- 30 dad clandestina del asceta, tentado por las imáge nes lascivas — ¡San Antonio en el desierto!—. Y la segunda ambivalencia es la del voluptuoso que tie ne pretensiones moralizantes; tras el virtuoso-vicioso y sus complicidades libertinas, hete aquí al vicioso- virtuoso que recluta sus cómplices entre los purita nos. Estas son las dos generaciones de monstruos, ésta es la doble teratología, engendradas no propia mente por el redoblamiento del rechazo, sino por su desdoblamiento: pues, renegar no es en absoluto negar dos veces, agravando la negación y extendién dola a otros objetos negables del mismo tipo; al con trarío, es negar los efectos mismos del acto de negar, anulando casi siempre al ciento por ciento, y a veces parcialmente, los efectos '-dirimentes de semejante acto; el acto de renegar no supone una segunda ne gación, aritméticamente añadida a la primera, sino un repliegue reflexivo, que niega hacia atrás, en re troceso; en una palabra, la negación de la negación no es repetición, sino reflexión. La negación de la negación, al alcanzar la emancipación del deseo, con vierte en superfluas las protestas del cuerpo: la pa sión no necesita ya exutorios; sin embargo, el com plejo con exponente es tan orgiástico y pasional co mo el primer complejo, sólo que los términos de la contradicción que lo habita están invertidos. El pla cer, reducido a la clandestinidad de la tentación, era el regusto del idealismo austero: el ideal, o bien la ley, será el trasfondo y la segunda intención de la voluptuosidad desenfrenada... la segunda intención y, ¿quién sabe?, quizás el remordimiento; si osamos decir, a modo de expresión, que el placer persegui do es el escrúpulo del asceta, con mayor razón el ideal escarnecido es el escrúpulo del libertino y, en este caso, en sentido propio. Cada una de las dos 31 voluntades prolonga así en ella misma la resonancia y el eco de su propia última voluntad, ya que la conciencia tiene buena memoria: convertida al as cetismo, no había olvidado el sabor del placer; re convertida al placer, recuerda las lecciones de la ra zón. La voz secreta que susurraba a nuestros oídos los persuasivos consejos del placer, susurra ahora al oído del placer los reproches de la razón. El asce tismo creyó haber exterminado al placer, pero el pla cer respiraba todavía; un hilillo de vida subsistía en él, una sensibilidad, un resto de calor... Era dema siado fácil reavivarlo. Ahora que la orgía del pla cer, cual irresistible maremoto, lo ha inundado todo, es la ley la que protesta: pero, claro está, el ideal se manifiesta en voz baja, y su débil voz se deja apenas oír en la tormenta de los deseos. La nega ción de la negación no deshace del todo lo que había hecho la primera negación. La gramática dice que dos negaciones, al anular la segunda a la pri mera, equivalen a una afirmación —una afirmación en dos tiempos—. Pero, algo que la gramática no dice: la segunda negación puede muy bien dejar in tactas ciertas conquistas positivas de la primera y, en este caso, el ideal al cual la denigración del pla cer habrá servido de contrapunto; si la negación con exponente anula la primera negación y, en conse cuencia, restaura el placer, no anula necesaria ni to talmente la afirmación correlativa que le iba empare jada; puede muy bien quedar algo del ideal... a me nos, claro está, que esta afirmación contradiga for malmente la soberanía del placer; a parte de esta incompatibilidad, no es absurdo que un residuo de normatividad, una especie de aureola, idealice toda vía la vida instintiva. En cualquier caso, la nega ción de la negación, al final de su recorrido, no ha- 32 brá restaurado «en su identidad» el mundo del sen tido común: su mundo es otro mundo, su placer otro placer, y, como el hijo pródigo, tiene en cuen ta las pruebas sufridas, lleva la marca de las aven turas vividas y recuerda la lección. La presencia insólita del deber en pleno furor sensual, al igual que, recíprocamente, la presencia inconfesable de la tentación en lo más oculto de la intimidad moral, engendra promiscuidades explosi vas, contradicciones palpitantes y, ante todo, violen cias escandalosas. En este caso, ia violencia inducida es una violencia del segundo grado, una violencia de sobrepuja. El sacrilegio experimenta una especie de respeto, e incluso un resto de gratitud, en rela ción a los valores que pisotea, escupe y reniega con rabia; esta piedad que no quiere confesar su nom bre va sazonada de un ligero regusto a remordimien to. La supervivencia del respeto complica aún más el segundo complejo, sobrecargando su complejidad, multiplicándolo por sí mismo. Sin embargo, la ex traña nostalgia por una ley ahora negada no hace más que rebotar pasionalmente del lamento a la aversión, remitimos burlonamente de la veneración al odio. La expansión de los instintos no es sólo la señal de la liberación, sino que anuncia una tensión extrema. La austera agresividad, dirigida contra el cuerpo, no es más que un recuerdo, pero, en ese momento, exalta la agresividad inversa, agresividad profanadora y sacrilega; sigo odiando los valores tras su caída, a pesar de su caída y, a veces, a causa de esta caída —y ello, sin descanso; me odio a mí mismo por mi propio remordimiento y por mi pro pio respeto inconfesado; y, cuanto más respeto, más me odio. Esta debilidad pasajera aviva aún más el rencor del sacrilegio contra las viejas prohibiciones 33 y contra la hipócrita impostura que frustra tan lar go tiempo nuestros pequeños placeres; los pequeños placeres tanto tiempo perseguidos toman ahora su revancha sobre las obligaciones y las privaciones. Gracias a los excesos vengadores, gracias a las or gias provocadoras, el tiempo de la penitencia pron to será olvidado. A la provocación ascética le res ponde el eco de la provocación cínica, a la violenciaascética, que pisotea el cuerpo y maltrata sus place res, responde la contraviolencia cínica que escupe sobre los valores; el encarnizamiento ascético está más bien hecho de maldiciones, mortificaciones y suplicios; el encarnizamiento cínico, más de blasfe mias, sarcasmos e injurias, pero una aguda ambiva lencia habita en ambos. En el sentido ambiguo y ambivalente de la palabra «horror», el lujurioso sien te horror por la moral del mismo modo que lo sien te el asceta por la voluptuosidad: exotéricamente el deber horroriza al lujurioso, pero las limitaciones del deber, esotéricamente, le producen envidia; la ley moral es para él una especie de intocable; este horror, horror «sagrado», horror amoroso, es de los más sospechosos, como lo es también la fobia que nos separa de un tabú y que es una aversión atracti va, es decir, la resultante irracional del terror y la atracción. 5. La prohibición. Prohibición de la prohibición Ocurre que, remitido del uno al otro y del otro al uno, y así indefinidamente, el hombre caiga presa del vértigo y no sepa ya a qué santo encomendarse; al privarle esta oscilación indefinida entre dos polos de cualquier sistema de referencia, el hombre se en 34 trega en cuerpo y alma a la descabellada contradic ción, a la confusión orgíaca, al caos del absurdo. Queda prohibido prohibir: esto es lo que la infinita protesta inscribía en otros tiempos en las paredes con letras negras, negras como la bandera negra de la anarquía. Al igual que la negación de la nega ción equivale a una afirmación y el rechazo del recha zo a una aceptación, la prohibición de una prohibi ción equivale a una autorización: es la perífrasis, en cierto modo púdica, de una autorización que no quiere declararse como tal. Si el énfasis recae sobre las prohibiciones mismas, levantadas una tras otra, el rechazo de todas las prohibiciones desemboca en última instancia en la licitud universal y, en conse cuencia, en el capricho, en lo arbitrario y, a fin de cuentas, en la indiferencia quietista; el más que (po- tius quam) pierde su valor; la libertad se definía tan sólo en relación a ciertas cosas prohibidas: una di rección prohibida, un paso prohibido, una entrada prohibida; lo que no está expresamente prohibido está tácitamente permitido; y, de hecho, el permiso tiene, a este respecto, un sentido determinado. Toda determinación es negación, implica una limitación que consagra el acceso de lo finito a la existencia. Pero, cuando todo es lícito, ya no hay lugar para la licencia, y ésta no es en absoluto preferible a la parálisis total. Todo está permitido, incluso los con tradictorios que se destruyen entre sí y se desmien ten unos a otros. La licitud general, y la bacanal que de ella se deriva, impide que se forme un orden, aunque sea el orden del desorden, que se instaure un reino, aunque sea el de la anarquía. ¿Puede ha blarse aquí de «instauración)? El bloqueo de la si tuación no es menor cuando, en lugar de llegar por extrapolación o generalización a la licitud universal 35 derribando uno tras otro todos los vetos, se empie za por el aserto prohibitivo mismo: lo que está prohibido ahora, no es tal o cual cosa prohibida, no se trata de prohibir esto o aquello —prohibiciones de detalle cuyo levantamiento ampliaría progresiva mente nuestro campo de acción—•, ¡no!, lo que está prohibido, en cierto modo a la segunda potencia, es el hecho de prohibir en general y, globalmente, la intención misma de prohibir. Cualquier veleidad de prohibición, aunque sea incipiente, es reprimida de antemano. Está prohibido prohibir es un aserto ge neral, y este aserto con exponente no cae a su vez víctima de una nueva prohibición que lo haría facul tativo: habría ahí una absurda regresión a} infinito y quizás un círculo vicioso como aquél en el que el sofisma de Epiménides nos hace girar en redondo; está prohibido prohibir es un veto de sentido único, un aserto irreversible; ningún veto de sentido inverso puede renacer tras los pasos de esta prohibición ge neral para anularla o para devorarla; ninguna prohi bición regresiva viene a neutralizar la prohibición de prohibir. Por lo demás, si, en definitiva, todo está permitido, la prohibición de prohibir está también permitida; no está prohibido, sjno que, por el con trario, es muy útil e incluso recomendable recordar que la prohibición está, por principio, sistemática mente prohibida: esta prohibición se afirma sin re curso, pero la afirmación de este veto de vetos es capa a su vez al veto. Estn es una excepción nece saria para que el discurso tenga sentido. Si no se nos permite este respiro, el silencio será nuestro único recurso. Está prohibido prohibir: nadie puede im pedirme profesarlo, justificar el derecho de prohibir cualquier prohibición y, finalmente, en nombre de una filosofía peligrosamente dogmática de la liber 36 tad, hacer respetar este derecho y, en caso de fraca sar, reprimir cualquier infracción al veto de vetos; está prohibido pensar de otro modo, prohibido po ner obstáculos a la filosofía de la licitud universal, sabotearla con astucia, limitarla hipócritamente. Esta prohibición de prohibir lo que sea se formula a sí misma en términos amenazadores; la permisividad absoluta, asegurando sin límites ni trabas el ejercicio de todas las libertades, está garantizada, si es nece sario, a golpe de porra. La libertad se nos impone, pues, autoritariamente y en un lenguaje conmina torio apropiado para intimidar a los indecisos. Así pues, la libertad del todo-está-permitido y el terro rismo virtuoso confluyen, o mejor, son uno solo. La prohibición de prohibir, reducida a la impoten cia por su contradicción interna, encuentra al me nos su fundamento en una filosofía moral libertaria. La prohibición entraña siempre, más o menos, una tentación terrorista. Pero la prohibición infinita, que es no sólo prohibición directa de las cosas prohi bidas, sino prohibición de la prohibición misma de prohibir, y no sólo prohibición de esta intención, si no prohibición radical de toda prohibición, favorece la sobrepujanza del fanatismo moralizador. Sin em bargo, el restablecimiento de un terrorismo virtuoso puede operarse de manera mucho más simplista y en cierto modo mecánica. A partir del momento en que la ley moral se ha convertido para el profana dor en una especie de placer prohibido (ya que toda virtud es impura y todo desinterés sospechoso), es el placer el que impone la ley. ¡Habrá un deber del placer o incluso una religión del placer y también una teología del placer! De manera que la «inver sión > de los valores se reduce en general a una pró rroga de los valores, pasada de uno al otro extremo. 37 Esta inversión, por otra parte irreversible (ya que no implica la inversión que, al final de la ida y la vuelta, restablecería el statu quó), es más bien una interver sión, una simple permutación de las funciones. Inter cambiar los papeles no es transformar intrínsecamen te el sentido de los valores; intervertir los carceleros y los presos no es abolir las cárceles y los carcele ros, ni suprimir el principio mismo de lo que hoy se llama el «universo carcelario». ¡A la cárcel el veto! ¡A la cárcel el deber y la ley moral! ¡Ahora, cuando las desvergüenzas del placer han implantado su rei nado, es el veto el que se ha convertido en mártir! Los últimos serán los primeros a partir del momento en que los primeros han pasado a ser los últimos... Pero seguirá habiendo primeros y últimos. ¿Acaso no es esta revolución, que consiste en cambiar de carceleros, una siniestra burla? La moral es esencialmente rechazo... ¡Aunque no todo rechazo es necesariamente moral! Todo de pende de lo que se rechace... En esencia la moral es rechazo del placer egoísta. Y, en consecuencia, el rechazo que rechaza la moral es generalmente el re chazo al rechazo moral, el rechazo a renunciar al propio placer, al propio interés y al amor propio: en tal caso, elprimer rechazo (el rechazo a rechazar) no se deduce del segundo por sustracción —lo anula, lo tacha de golpe y de un trazo. Este es el No de los egoístas en su desoladora sequedad. Pero también ocurre que este rechazo al rechazo es a veces el re chazo a una austeridad complaciente, el rechazo a los ayunos inútiles y las penitencias equívocas. En estas privaciones interesadas es donde Fénelon reco nocía los síntomas de la «avaricia espiritual». La antimoral se convierte en un capítulo de la moral, pues la moral tiene tan gran poder de asimilación que 38 recupera hasta el infinito todos los anti capaces de rechazarla. En la dialéctica de Pascal, todo prueba a Dios y se convierte en su gloria, tanto el por como el contra, tanto las objeciones como los argumentos: asimismo, la antimoral es en muchos casos un home naje que el inmoralismo brinda a la moral. Los pintores costumbristas que, en ios siglos xvn y xviu, describen los «caracteres» y los tipos socia les de su tiempo son llamados «los moralistas fran ceses» —y no sin razón La Bruyére y Vauvenargues no son desinteresados y divertidos espectadores de la comedia humana; no son diletantes ni aficionados contemplando, desde su sillón y con prismáticos, el teatro del mundo. Y Teofrasto, el discípulo de Aris tóteles, en quien dicen inspirarse, tampoco es un es pectador distanciado: la galería de retratos satíricos y de pintorescas descripciones presupone en Teofras to otra galería que en cierto modo es el reverso o ne gativo de ésta; todas las formas de la mezquindad humana, aduladores, delatores, maestros cantores, co bardes, hipócritas y timadores de todo tipo, se han dado cita en la plaza y en el puerto: pero todos ellos remiten a un tipo de hombre mejor, que por lo ge neral permanece en el anonimato —pues la perver sión parece siempre variada, fuertemente marcada y pródiga junto al ideal. Hablando claramente, la «ca racterología» o, mejor dicho, la «caracterografía». de Teofrasto y de La Bruyére es discretamente norma tiva y sobre un fondo de maniqueísmo: se entiende (se sobrentiende) que la lealtad es preferible a la hi pocresía; que el denunciador y el calumniador sirven de cincel al hombre verdadero. Según los moralistas cristianos de la época clásica, principalmente La Ro- chefoucauld y Pascal, este modelo de hombre verda dero y puro está desfigurado por las consecuencias 39 del pecado original, es decir, por la caída, pero es fácil reencontrarlo bajo la máscara gesticulante de la hipocresía y del egoísmo. San Francisco de Sales de nuncia lúcidamente el veneno de la piadosa concu piscencia entre los coleccionistas de penitencias que atesoran perfecciones con vistas a su salvación. A estos acaparadores les reprocha su avaricia espiritual. En consecuencia, una profesión de fe eminentemente moral se expresa tanto en la misantropía como en la filantropía. El relativismo etológico mismo, si excluye todo dogmatismo, admite una especie de sistema de deferencias virtual: maneja, utiliza las mil y una pe queñas maniobras y artimañas que conforman la es trategia de la mala fe. El mismo Gracián da cuenta de la miseria del hombre cuando le proponen al corte sano, como remedio para salir del paso, una belige rancia basada en el fingimiento y en el buen uso de la falsa apariencia. | Resignarse al mal menor no es necesariamente inmoralismo! Con mayor razón, es empresa altamente moral el desmontar los mecanis mos económicos de la impostura. Este fue el propó sito de Marx: desbaratar las superestructuras subli mes que camuflaban los intereses sórdidos o mezqui namente alimentarios. ¿A qué se reduciría el marxis mo sin la oposición absolutamente moral de la justi cia y de la injusticia y sin el concepto de una aliena ción que es explotación, es decir, expoliación, y que se fundamenta sobre el escándalo de la plusvalía? En el peor de los casos, la expoliación no sería más que una ingeniosa estafa. Para tener el valor de hacer la revolución y de salir a la calle, para pasar de la es peculación al muy distinto orden de la acción mili tante, para franquear ese umbral vertiginoso, es ne cesaria una idea motriz, y esta idea motriz no puede nacer más que de la indignación moral. Sin el ele 40 mentó intencional de la mala voluntad y de la impos tura, la expoliación, reducida al mero hecho del sala rio, sería una simple maquinación, una mecánica a desmontar, cuando es una indignante estafa. La toma de posición es discreta y a veces des provista de indulgencia, cuando no de humor, en todos estos moralistas, pero era vehemente y violenta en el inmoralismo doctrinal de los cínicos. Entre los «moralista>, la variedad de las innumerables perver siones sugiere, indirecta y como alusivamente, el es bozo de un modelo ideal. En el cinismo (no estamos hablando aquí, evidentemente, más que de la doctri na cínica), no se trata de un juego alusivo sino de un contraste agresivo. El cínico, en principio, no jue ga: es de lo más serio, o al menos esto pretende. El contraste brutal entre inmoralismo y virtud no se reduce a una antítesis de carácter estético o a un efecto de relieve. La moral de la antimoral puede in terpretarse aquí de tres maneras distintas: 1.a una ironía abrupta nos autoriza a concluir tranquila, auto máticamente, con fría insolencia, de lo contradicto rio a su contradictorio y de la contra-moral a la mo ral; la ironía cínica nos invita por sí misma a llevar la contraria a sus pretensiones; mediante una lectura directa y una transposición inmediata, encontramos la virtud en el vicio y el buen sentido moral en el sinsentido inmoral: la contradicción no es en este caso más que la forma extrema y escandalosa de la correlación. Al ser las injurias cínicas una trampa, la traducción de este texto transparente se hace sin es fuerzo alguno. 2.* Esta es nuestra segunda aproxima ción: no hay nada que trasponer. No hay dialéctica alguna. El mal es verdaderamente el bien (o vicever sa)... y para siempre. La inversión, la perversión cínica, no provoca a su vez intervención alguna capaz 41 de volver a poner al derecho lo que está del revés, de devolverle un sentido a lo que no lo tiene, de situar el contrasentido en e! buen sentido. Este es el extre mismo del desafío cínico. ¿Puede justiciarse la ab surdísima absurdidad cínica desde esta «lógica de lo peor», cuyos mecanismos analiza Clément Rosset2 de modo tan original y penetrante? Todo el mundo lo repite desde Platón y con Platón: el Bien es, por definición, el supremo deseable; es éste un juicio ana lítico o simplemente una tautología que el principio de identidad nos impone; y, si digo que lo supremo deseable se llama Mal, viene a ser lo mismo: es que llamo Mal al Bien y en consecuencia que el Mal es un bien. ¡Nada ha cambiado, pues! El que preten de «querer el mal» quiere el mal como un bien: así se expresaba el optimismo de Leibniz. En nuestra segunda aproximación, el monstruo de una voluntad del mal puede aparecer, pues, como un efecto retó rico y lo peor como un mal menor o como mal nece sario. En cuanto al extremismo del absurdo, en este caso es sobre todo verbal. ¡Una especie de «bluf»! El Bien es aquello a lo que se le responde sí; y, si se le responde no, es porque el llamado bien es un mal camuflado: la paradojalogía es libre de intervenir los dos polos, pero desplaza simplemente la polaridad, que es la única que importa: tan sólo los signos y los nombres de los dos polos son intervertidos: la paradojalogía cree profesar el sinsentido, pero este sinsentido sigue teniendo un sentido al que la inso lencia oratoria presta un rostro escandaloso. Nadie puede hacer mentir al principio de identidad. Asimis mo, la moral nos da la fuerza del rechazo y de la abnegación, pero no está hecha para ser ella misma 2. Presses Universitaires de France, 1971. 42 rechazada ni sinceramente negada, ni a jortiori refu tada. Lo que se rechaza es una falsa moral, hipócrita ypuritana, una impostura, pues, sustituida por la preferencia de la otra moral y los demás «valores», ios del instinto, la expansión vital y la naturalidad. ¡No le faltará sin duda ni fanatismo ni rigorismo a esta moral! 3.1* La mala voluntad es tan evasiva y fugaz como la buena y, sin embargo, existe la volun tad perversa: se llama malevolencia o maldad; la con ciencia, lejos de rebotar desde el mal querer hacia el bien querer, se ve desgarrada, dividida entre los dos quereres: es habitada por la nostalgia de la ab negación, pero se siente tentada por la existencia egoísta; y, cuanto mayor es, la nostalgia, más irre sistible es la tentación. Y recíprocamente. Esta ley paradójica de la aucción, que preside todos los tras tornos pasionales, explica por sí sola el inexplicable, desproporcionado y desmesurado furor del sacrile gio: ¡La ley moral es negada, escarnecida, injuriada, pateada, torturada, arrastrada por el barro, masacra da! La exageración misma de este rechazo y sus in vectivas tiene algo de sospechosa y anuncia la ambi valencia. Efectivamente, es «sospechoso* un pensa miento que implica una segunda intención de fondo o subyacente al pensamiento confesado; es sospecho sa una primera intención que oculta una segunda in tención. El cinismo opone a la moral el mismo re chazo que la moral opone al inmoralismo: no se trata sólo de una mera inversión de los roles, sino de hacerse mal a sí mismo; el profanador lleva así al extremo la tensión resultante del atentado sacrile go. Este complejo de tormento y de alegría diabólica no escapa al masoquismo. El cínico experimenta, a su modo, las angustias del parricida. O, en circuns tancias menos trágicas, le hace escenas a la moral al 43 igual que las que el amante hace a su querida... La rabia demente de Nietzsche es quizá una rabia ena morada, enamorada de la moral. La violenta reacción de rechazo hacia los valores normativos no es una cólera moral a la inversa, ni una caricatura de in dignación moral, es más bien el frenesí de una con ciencia desdoblada, crucificada, desgarrada por su insoluble contradicción. Cuanto más sagrado y reve renciado como tal es el valor tanto más escandalosas y triviales son las manifestaciones de desprecio cí nico: ¡escupir, vomitar, rechazar! Ningún gesto es lo bastante enérgico como para expresar la repugnancia cínica, la voluntad cínica, de expulsar de nuestra vi da, de nuestra substancia, de eliminar de nuestro ser en general los valores considerados más santos: los valores morales son considerados contrarios a la vida. El cínico se hace más malo de lo que es. En su im potencia por ahogar del todo la irreprimible necesi dad moral, para acallar la «voz de la conciencia», apaga con el escándalo de sus imprecaciones y de sus anatemas esta débil voz que, en un imperceptible su surro, persiste en su insistente murmullo. Como si exorcizara o, al menos, desactivara al mal profe sándolo en alta voz... o mejor a voz en grito. Se di ría que se inmuniza a sí mismo mágicamente por los excesos mismos del lenguaje y las abominables inju rias. Los blasfemos comprueban experimentalmente que Dios no es irascible, que a Dios no puede desa fiársele ni ofendérsele, que lo divino está más allá de nuestros ridículos e impotentes antropomorfis mos. El discurso cínico es, a pesar suyo, una especie de coartada; su misma intemperancia es reveladora. Así pues, no cabe otorgar excesiva importancia a la retórica del juramento y la palabrota. Citando a 44 Eudoxo de Cnido,8 que era a la vez un teórico del hedonismo doctrinal y un sabio de muy austeras cos tumbres, Aristóteles se expresa aproximadamente como lo hace Bergson:3 4 no escuchéis lo que dicen, mirad lo que hacen. Nada es tan convincente, ni de cisivo, ni revelador de una sincera intención como el compromiso en la efectividad del hacer; lo único que cuenta es el ejemplo que da el filósofo en su vida y en sus actos.5 ¡No hay testimonio más auténtico y convincente que éste! Por otra parte, éste era, según los Antiguos, el caso de Antisteno, filósofo dividido, cínico por doctrina y asceta por el ejemplo de su vi da; y tal es también la ambigüedad del cinismo en general, doctrina antidoctrinal que prefería el ejer cicio y la pena a la especulación y que, más allá de todos los conformismos, políticos, sociales o verba les, soñaba quizá con un imposible, con una invivible pureza. Para evitar las peligrosas tentaciones de la ambi valencia y para que la moral no se perjudique en nada, el hedonismo se cuida con frecuencia de reco nocer, de derecho y de iure, el valor normativo del placer; el placer y el instinto no son sólo rehabilita dos, sino que son directamente sacralizados; la na turalidad no queda simplemente justificada, sino tam bién santificada; una inyección de valor ha transfi gurado de antemano, ha moralizado, este atractivo objeto que fue anteriormente objeto de aversión. El hedonismo se convierte, así, en una especie de reli gión cuyas misas negras se atreve a celebrar el volup 3. Eth. Nic., X, 2, 1172 b 15-16. 4. Deux sources de la morale et de la religión, págs. 26, 149, 172 y 193 de la edición francesa. 3. Véase Jenofonte, Memorables, IV, 4, 11: « 45 tuoso. «Dios es quien ordena los besos prohibidos.» Gabriel Fauré puso en música estas palabras aparen temente sacrilegas en su Shylock. El mismo Sade, cuando invoca el instinto, ha encontrado sin duda el medio de sacralizar el sacrilegio, de valorizar el anti valor y la naturalidad de lo que es contra natura, de conferir una monstruosa legalidad al nihilismo del absurdo. Pero, sobre todo, tanto si los pensadores se plantean el culto del placer sensible como $¡ parten del inmoralismo provocador de los cínicos, puede afirmarse sin riesgos que son todos unos moralistas y lo son aún más aquellos que menos lo parecen. Es imposible encontrar una doctrina filosófica que pue da mantener con rigor la apuesta de la indiferencia respecto de cualquier toma de posición moral: una diferencia, aunque sea infinitesimal, entre mal y bien, una parcialidad imperceptible, una invisible polari dad, es decir un prejuicio, pueden detectarse siem pre; sin el principio elemental de la preferencia inci piente, sin un mínimo «más-que», ni la elección ni la vida ni el movimiento serían posibles. Además, el inmoralismo absoluto tiene algo de cadavérico. AI ni velar a la vez las decisiones drásticas de la voluntad y las disparidades dramáticas de la emoción, el in moralismo se dirige, no a seres humanos apasiona damente afectados, sino a momias. El cardiograma moral es plano y la carga de afectividad cae a cero. ¡La moral, vilipendiada, asesinada por los grupos lla mados amorales, se refugia bajo otras apariencias en los «códigos» de sus categorías sociales! Los apa ches tienen un «honor» y las prostitutas observan gratuitamente ciertas reglas de camaradería desinte resada o de piedad filial. La moral tiene siempre la única palabra: asediada, perseguida por el inmoralis mo, pero no nihilizada, sabe toda clase de revanchas 46 y de coartadas; se regenera hasta el infinito, renace de sus cenizas para salvaguardamos, ya que no se puede vivir sin ella. 47 La evidencia moral es a la vez equivoca y unívoca 1, Ambigüedad del maximalismo, excelencia de ¡a intermediaridad La moral es inasible no sólo porque, al desafiar la alternativa espacial del dentro-fuera, es a la vez englobante y englobada, y porque no puede localizar se ni señalarse su lugar, sino porque es a la vez equí voca y unívoca. Esta segunda ambigüedad, que tor na evasiva su naturaleza intrínseca, agrava los efec tos de la primera. Ensayo de ética paradójica: ¡éste es el subtítulo que Nicolás Berdiaev utiliza en su obra Del destino del hombrel,1 Pero, ¿es que puede concebirse una ética que no sea paradójica y cuya única vocación sea justificar las ideas recibidas, los prejuicios y la rutina de la ética «dójica»? Ahora bien; la inversión paradojalógicaes tan sólo, quizá, una escapatoria verbal... Responde a la cuestión por la repetición de esta cuestión, es decir por el enun ciado mismo del misterio profesado. Abunda en el escándalo y el desafío. La alternativa desgarrante, la alternativa insoluble, falta de una posible solución, es zanjada por decisión «gordiana». Tal es la «locu ra» del sacrificio. Sin embargo, nos equivocaríamos 1. Ediciones «Je sers», traducción francesa, 1933. 49 si consideráramos este dilema como una coyuntura meramente teórica: aparece cuando no puedo salvar a la vez mi propia vida y la tuya, y cuando un caso de conciencia me obliga, aunque con una obligación absolutamente moral, dicho de otro modo con una obligación facultativa, a sacrificar la mía. Sea como fuere, ¡no es a la trascendencia platónica a la que hay que exigir una justificación del conformismo! La éti ca de Platón, al igual que su dialéctica, obedecen al impulso ascensional que le transporta a la región su blime, donde luce el sol del Bien. Sin embargo, si el designio del hombre moral no es establecerse en el centro de la zona templada que Aristóteles llama el justo medio, ese designio tampoco es la elevación hasta la cima de la perfección ni hasta la cumbre del valor. En primer lugar, ¿qué hay de la culminación? Baltasar Gracián habla de un héroe en quien se da el summum de la perfección, en quien se encarna la perfección de las perfecciones; es el colmo de la ple nitud; en él todas las virtudes están en apogeo, él mismo es su parangón; es grandeza eminente y ma ravilla de maravillas; el ramo de flores más raras, de más exquisitos perfumes, de más espléndidos colo res, pone en evidencia y de manifiesto su excelencia. Cuando se unen en la misma corona todos los ele mentos de la sabiduría, sin exceptuar ni una sola per fección, como, por ejemplo, en el caso del hombre de bien o del anciano al final de sus días, la expe riencia del sabio derrama sabios consejos, razona bles y serenas sentencias, cual manso manantial: el sabio omniperfecto, en el cénit de su excelencia, deja fluir benefactoras y apaciguantes palabras. Así es también la sabiduría estoica, en la que todas las vir tudes son una sola y misma virtud. Sin embargo, la negatividad queda ya sobrentendida en esta cxcelen- 50 cia, al igual que la terminación ( xé\6<: ) queda ya im plícita en la perfección: el acabamiento tan pronto dice sí como dice no, según se mire hacia acá o hacia allá, o, dicho de otro modo, según el lado que se mi re. Al hablar de su héroe,2 Baltasar Gracián define así, poco más o menos, la séptima «excelencia»: el héroe es el primero en todo, el primero en todas partes; en resumen, merece el premio de excelencia; es el más grande, bate todos los récords: no se puede subir más alto, ni ir más lejos; trátese de prioridad o de primacía (según Plotino), de majestad o de «ma- ximidad» (según Nicolás de Cusa), una limitación tácita va dialécticamente implícita en la supremacía del superlativo relativo; o, más sencillamente, el su perlativo relativo es el límite extremo y supremo del comparativo. El límite es, pues, esencialmente ambi guo: en relación a las grandezas de la empiria, es el apogeo, pero, en relación a la metempiria, es lo que no puede superarse ni sobrepasarse; es un ré cord insuperable-insobrepasable que al mismo tiem po alude a una imposibilidad. ¡Ésta es la debilidad de su fuerza! Existe en el «máximum» del maximalis- mo, al igual que en los extremos del extremismo, una duplicidad constitucional que le da toda la miseria y toda la impotencia de las sobrepujas puramente cuan titativas. El hombre de la medianía se acomoda fácil mente a un máximum autorizado por el destino: ¡se encuentra adaptado de antemano a ese superlativo tan relativo! —El superlativo relativo es el límite ex tremo del comparativo, pero es del mismo orden y de la misma especie que este comparativo: difiere de él simplemente en el más-o-menos dentro de la serie ordinal, escalar y continua de las magnitudes. Asimis- 2. El héroe, V II: «Excelencia de primero». 51 mo, y en la terminología de Aristóteles, los contra rios, lejos de excluirse el uno al otro como los con tradictorios, son los dos polos extremos de una misma zona intermedia: los extremos opuestos forman am bos parte del lado de acá. Si se miran los contrarios, los grados de la comparación o la temporalidad gene ral, todo sigue estando en los límites de lo interme dio: la contrariedad, que es una extrema diferencia, una diferencia aguda, pero siempre una simple dife rencia de grado; el otro, que es otro yo mismo y si gue siendo siempre, se haga lo que se haga, una al- teridad egomórfica; el superlativo empírico que es, en suma, un comparativo extremo; la terminación empírica, que forma todavía parte de la continuación y es un eslabón en el encadenamiento del interva lo... Toda perfección, si es que la hay, se inscribe fatalmente en el registro de la inmanencia y de las magnitudes medias. La cosa perfecta es cosa cumpli da o acabada, en el sentido estático del participio pasado pasivo. El dogmático ha decretado arbitraria mente que convenía mantenerse ahí: ¡ dvá-po) orfjvai! El idólatra ha designado a su ídolo como el nec plus ultra de toda comparación y de toda búsqueda; la búsqueda, por tanto, ha terminado antes de iniciar se; el idólatra se dice al contemplar a su ídolo: no toquemos nada más, ¡es suficiente! Al modelo mis mo, de todos admirado, se atreve a decirle, cual fo tógrafo durante la sesión: sobre todo, no te muevas, eres perfecto. ¡Es del todo evidente que un máximum reducido a las dimensiones de un quantum determi nado, asignable y unívoco, no tiene significación mo ral alguna! Lo que buscábamos no es una totalidad cerrada, una totalidad en acto al término de una to talización: lo que buscábamos es evasivo hasta el in- 52 finito. Nuestro punto de mira está situado más allá de cualquier horizonte. En una óptica antropocéntrica, los extremos ( te! ¿xpa ) forman parte del lado de acá y, recíproca mente, el medio puede ser a su manera un apogeo muy relativo. Si el primado que el extremismo sim plista ambiciona es, de hecho y con mucha frecuen cia, un superlativo de lo más burgués, la mediocri dad, en la que la filosofía de la «medianía» se ins tala complacida y hace profesión de ella, puede ser en ciertos casos una culminación y una especie de punto álgido. Pero, mientras el máximum del maxi- malismo se encuentra aparentemente encaramado en el más alto grado de la escala, la filosofía del juste medio apunta, en el centro, a lo óptimo y al opti mismo que es la filosofía de este óptimo. La vida media, embotada y obtusa en su rutina, se asienta, así, en la fina punta del justo medio. Por oposición al máximo, superlativo cuantitativo, el óptimo, su perlativo axiológico, supone cualidad y valor. ¿Aca so el medio que Aristóteles nos recomienda no es un justo medio? La justicia, después de todo, es una virtud, y también la justeza, en cierto modo, lo es; el justo medio (|¿eodnr)c ) es, pues, normativo. Con mirada aguda, el espíritu mide, evalúa, determina la equidistancia del punto medio respecto de los dos extremos, exceso y defecto, situados a una y otra parte. Esta mirada aguda, que busca una determina ción unívoca, ¿no es acaso la forma óptica del espíri tu de agudeza? La equidistancia, que supone igual dad de relaciones, y la proporción misma son sím bolos de justicia. Sin embargo, emerge aquí la ambi güedad de este justo medio. Ciertamente la modera ción griega no está, como la intermediaridad de Pas cal, perdida entre dos infinitos, sino, al contrario, ar- 53 moniosamente adaptada a su finitud, perfectamente instalada en su justo medio, a medio camino entre el demasiado y el insuficiente, en perfecto equilibrio, al parecer, sobre la punta de su óptimo... ¡Perfecta mente — o, mejor, pasablemente! «Perfectamente» y «medianamente» tienden aquí a confundirse. La vir tud centrista
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