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Jankélévitch, V (1983) La paradoja de la moral Tusquets Editores - Fernanda Juárez

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Vladimir Jankélévitch
LA PARADOJA 
DE LA MORAL
Vladimir Jankélévitch
LA PARADOJA 
DE LA 
MORAL
Tusquets Editores 
Barcelona
Título original: Le paradoxe de la morale
1.* edición: noviembre 1983
© Editions du Seuíl, 1981
Traducción de Nuria Pérez de Lara
Diseño de la colección: Clotet-Tusquets
Diseño de la cubierta: M. Azúa-F. Qosas
Reservados todos los derechos para Tusquets Editores, S. A.,
Iradier, 24, bajos, Barcelona-17
ISBN: 84-7223-077-5
Depósito Legal: B. 38101 • 1983
Gráficas Diamante, Zamora, 83, Barcelona-18
Indice
P. 9 La evidencia moral es a la vez englobante 
y englobada
1. Una problemática omnipresente y previnente; 2. 
El pensamiento se anticipa a la valoración moral, 
y reciprocamente; 3. Una «vida moral. ¿Continua 
o discontinua? El fuero interno. Círculo de la tem­
poralidad; 4. De la negación al rechazo. Rechazo 
del placer, rechazo del rechazo; 5. La prohibición. 
Prohibición de la prohibición.
49 La evidencia moral es a la vez equivoca y 
unívoca
1. Antigüedad del maximalisrao, excelencia de la 
intermeaiaridad; 2. Vivir para el otro, sea quien 
sea ese otro. Más allá de todo «quatenus» de toda 
prosopolepsia; 3. Vivir para el otro, hasta morir 
por ello. Amor, don y deber. Más allá de todo «hac- 
tenus»; 4. Todo o nada (opción), del todo al todo 
(conversión), el todo por el todo (sacrificio). Con 
toda el alma; 5. Los tres exponentes de la con­
ciencia. Debate o coincidencia del interés y del de­
ber: el insustituible cirujano; deberes para con los 
seres queridos; 6. La buena media; 7. Mutua neu­
tralización; 8. Hasta la casi-nada. El mínimo-ser; 
9. El balanceo oscilatorio; 10. Mantener el mayor 
amor posible en el mínimo ser posible.
127 El mal menor y lo trágico de la contra­
dicción
1. El impulso y el trampolín. Rebote. El efecto de 
relieve. Positividad de la negación; 2. Uno tras 
otro. Mediación. El dolor; 3. El uno con el otro:
7
ambivalencia. De dos intenciones, una: 4. El uno 
en el otro paradojalogía del órgano-obstáculo. El 
ojo y la visión, según Bergson. El aunque y el 
resorte del porque. 5. Ese latido de un corazón 
indeciso. Una mediación aprisionada en una estruc­
tura; 6. El pinchazo de la astilla, la quemazón de 
la carbonilla, la mordedura del remordimiento. El 
escrúpulo; 7. El anti-amor (mínimo óntico), órgano- 
obstáculo del amor. Para amar hay que ser (iy 
haría falta no ser!); para sacrificarse hay que vivir; 
para dar hay que tener; 8. El obstáculo y el hecho 
de obstáculo (origen radical). ¿Por qué en general 
hacía falta que...?; 9. Ser sin amar, amar sin ser, 
interacción del mínimo egoísmo y el máximo al­
truismo. Respuesta aferente al impulso eferente; 10. 
El ser preexiste al amor. El amor se adelanta al 
ser. Causalidad circular; 11. Un don total: ¿cómo 
arrancarse los goznes del propio-ser? Abnegación; 
12. La aparición evanescente entre el ego y la viva 
llama de amor... El umbral del valor; 13. La un­
ción. El resentimiento mínimo de la abnegación 
(aferencia de la eferenda). El placer de dar placer; 
14. El horizonte del casi. Del casi-nada al no-ser. 
Resultante inestable de la ambición y de la abne- 
garión.
207 Las maquinaciones de la conciencia. Cómo 
preservar la inocencia 
1. Plétora y esporadismo de los valores. El absoluto 
plural: caso de concienda; 2. Todo d mundo tiene 
derechos, luego yo también. La reivindicadón; 3. 
Todo d mundo tiene derechos, excepto yo. Yo sólo 
tengo deberes. Para ti todos los derechos, para mí 
todas las cargas; 4. Rrificadón y objetividad de los 
derechos, imparidad e irreversibilidad d d deber; 
5. La primera persona pasa a ser la última, la se­
gunda es la primera. Soy el defensor de tus dere­
chos, no d polida de tus deberes; 6. Con los ojos 
abiertos. La pérdida de la inocencia es el precio 
que la caña pensante debe pagar como rescate de 
su dignidad; 7. Tus deberes no son el fundamento 
de mis derechos; 8. El precioso gesto de la inten­
ción.
8
La evidencia moral es a la vez englobante 
y englobada
Aseguran en todas partes que la filosofía moral 
está en la actualidad bien considerada. Debemos aco­
ger con cierta desconfianza este reconfortante ofre­
cimiento de una moral reverenciada por la opinión 
pública, sujeta a priori a garantías. En primer lugar, 
podemos poner en duda que los cruzados de esta 
nueva cruzada sepan realmente de qué están hablan­
do. En el seno de la filosofía, tan controvertible ya 
de por sí, tan ocupada en definirse y en asegurarse 
la propia existencia, la filosofía moral se presenta 
como el colmo de la ambigüedad y de lo inasible; 
es lo inasible de lo inasible. La filosofía moral es, 
efectivamente, el primer problema de la filosofía: an­
tes que defender su causa, habría, pues, que esclare­
cer primero este problema y preguntarse por su ra­
zón de ser.
1. Una problemática omnipresente y previdente
De hecho, es más fácil decir lo que la filosofía 
moral no es y con qué sucedáneos nos vemos tenta­
dos do. confundirla. Debemos empezar, pues, por 
esta «filosofía negativa» o apofática. La filosofía 
moral no es evidentemente la ciencia de las cos-
9
tambres, si es que es cierto que la ciencia de las 
costumbres se contenta con describir las costumbres, 
en modo indicativo y como un estado de hecho, y 
(en principio) sin tomar partido, ni formular pre­
ferencias, ni plantear juicios de valor: expone sin 
proponer, o lo hace indirectamente, bajo mano y me­
diante sobrentendidos; ritos, tradiciones religiosas, 
.costumbres jurídicas o hábitos sociológicos, todo 
puede servir de documentación preparatoria para el 
discurso moral propiamente dicho. Pero ¿cómo pa­
sar de lo indicativo a lo normativo y, a fortiori, a lo 
imperativo? ¿Cómo elegir, en la inmensa colección 
de sinsentidos, de bárbaros prejuicios y de absur­
dos con que nos obsequian en pintoresca película 
la historia y la etnología? ¿Encontramos alguna vez, 
ante este océano de posibilidades hipotéticas, y en 
última instancia indiferentes, en donde todas las 
aberraciones de la tiranía parecen justificables, un 
único principio de elección, una sola razón de ac­
tuar? ¿Y por qué una mejor que otra?, ¿un concepto 
mejor que otro? El principio de la preferencia en 
su forma elemental sería capaz de explicar el tro­
pismo de la acción y de imantar la voluntad, pero 
pierde todo sentido en un mundo basado en el ca­
pricho, en lo arbitrario y en la isostenia de los mo­
tivos.
Por otra parte, sucede que nuestro desconcier­
to, en el momento de convertirse en desesperación 
ante la incoherencia de las prescripciones y la estu­
pidez de las prohibiciones, nos deja entrever cierta 
luz; y cuanto más a tientas andamos más se con­
creta lo que vislumbramos, en y por el equívoco 
mismo. La problemática moral desempeña, en rela­
ción a los demás problemas, el papel de un a priori. 
entendiéndolo como prioridad cronológica o como
10
presupuesto lógico. Dicho de otro modo, la proble­
mática moral es, a la vez, previdente y englobante; 
anticipa espontáneamente la reflexión crítica que 
podría cuestionarla, aunque no como, de hecho, pre­
cede el prejuicio al juicio, ni tampoco con el pre­
texto de que la toma de posición moral, en sus in­
tervenciones expresas, superara en rapidez y en agi­
lidad la reflexión crítica: ¡paradójicamente, cada una 
es más rápida que la otra! Todo lo rápida que quie­
ra, es decir, al infinito... Por otra parte —y viene 
a ser lo mismo—, la moralidad es coesencial a la 
conciencia; la conciencia está totalmente sumergida 
en la moralidad; posteriormente, se evidencia que el 
apriorismo moral nunca había desaparecido, que ya 
estaba ahí, desde siempre, como dormido, pero a 
punto de despertar; la moral, hablando en lenguaje 
normativo, es decir del prejuicio, previene la especu­
lación crítica que la cuestiona, ya que tácitamente 
preexistía a ella. Y no sólo la envuelve con su di­
fusa luz, sino que, más aún, en otra dimensión y 
empleando otro tipo de metáforas, impregna el con­
junto del problema especulativo; es la quintaesencia 
y el fuero íntimode este problema.
2. El pensamiento se anticipa a la valoración moral, 
y recíprocamente
El pensamiento, según Descartes, siempre está 
ahí, también él —y sobre todo él— implícita o ex­
plícitamente, inmanente y continuamente pensante, 
incluso cuando no se es expresamente consciente 
de ello, si bien se revela presente a sí mismo, en un 
retomo reflexivo sobre sí, en apoyo de un interro­
gante o con ocasión de una crisis. El pensamiento
11
piensa la axiología, el pensamiento piensa los jui­
cios de valor, al igual que lo piensa todo: ¿acaso la 
axiología no asocia un logos a la valoración (dgtoúv), 
es decir cierta forma de racionalidad? ¿No valora el 
«juicio de valor» bajo la forma de un juicio? En 
la ambigüedad del «juzgar», la operación lógica y la 
valoración axiológica se funden la una en la otra. 
Sin duda, ésta es una «lógica» sin rigor y de baja 
estofa: parece ser algo parcial, aproximativa e in­
cluso algo degenerada. Sin embargo, sigue siendo la 
razón la que determina el estatuto especulativo de 
la valoración... Recordemos que Spinoza quiso de­
mostrar la ética a la manera de los geómetras.
Ahora bien, la recíproca, no es, por otra parte, 
menos cierta: la moral que se expresa en forma nor­
mativa, incluso en forma imperativa, hace a su vez 
comparecer la razón especulativa ante su tribunal, 
como si la razón y la lógica pudieran depender de 
semejante jurisdicción, como si tuvieran que rendir­
le cuentas. ¡Más aún, la moral cuestiona el valor 
moral de la ciencia! ¿No es el colmo de la imperti­
nencia y de la burla? Sigamos insistiendo: cuando 
la moral pide cuentas a la razón, ¿acaso no lo hace 
en virtud de un privilegio exorbitante y gratuito que 
arbitrariamente se arroga?... ¿Quién sabe? Quizá 
tenga derecho a hacerlo. Pascal, al considerar lo 
irracional de la muerte y el vacío al que estamos 
abocados, se preguntaba si filosofar valía la pena. 
Garó que sí, la filosofía vale la pena a condición 
de no eludir el problema radical de su propia razón 
de ser, que siempre es, en algún grado, moral. La 
cuestión puede más bien plantearse en esta forma: 
¿es la verdad tan buena como lo es verdadera? Pues­
to que el hombre es un ser débil y pasional, habrá 
siempre una deontología de la veracidad y una mis-
12
teriosa relación entre la verdad y el amor. Esta deon- 
tología y este misterio no son la paradoja menos 
desconcertante de la problemática moral. Todo lo 
que es humano plantea, antes o después, de un lado 
o de otro, bajo una u otra forma, un problema 
moral, ya que la moral siempre es competente, in­
cluso... y sobre todo en los asuntos que no la con­
ciernen; y, si no tiene la primera palabra, es porque 
tendrá la última. La toma de posición moral no to­
lera abstención ni neutralidad algunas; al menos en 
el límite y teóricamente.
El hombre es un ser virtualmente ético que exis­
te como tal, es decir, como ser moral, de vez en 
cuando y de tarde en tarde — ¡muy de tarde en tar­
de!—. Como las intermitencias son, en este caso, 
anormalmente frecuentes y los eclipses de concien­
cia desmesuradamente prolongados, durante estas 
largas pausas la conciencia, aparentemente vacía de 
todo escrúpulo, parece afectada de anestesia moral 
y de adiaforia moral, es decir, es incapaz de distin­
guir entre el «bien» y el «mal». O, para utilizar el 
lenguaje tradicional de la teología moral, la vox 
conscientiae, mientras dura la inconsciencia moral 
de la conciencia especulativa, permanece en silen­
cio. ¿En qué ha quedado la voz de la conciencia, 
tan locuaz en general, según los teólogos? Se ha 
quedado muda y áfona —la voz de la conciencia 
se ha averiado; sus infalibles oráculos se callan. Vi­
vir una existencia realmente moral y, en consecuen­
cia, continuamente moral en tanto que tal —en el 
sentido en que se habla de llevar una vida religio­
sa— es algo quizás al alcance de los ascetas y de 
los santos en olor de santidad y gracias a unos re­
cursos sobrenaturales, en caso de que semejante qui­
mera fuera concebible... Tolstoy aspiraba a una «vi-
13
da» cristiana y se desesperaba de jamás poder al­
canzarla o, en caso de conseguirla, tan sólo por 
espacio de un instante, y de no poder mantenerse 
en ella. ¿Qué hacen el austero y el místico entre 
dos observancias? ¿Cuáles son sus reservas menta­
les? Día tras día, el hombre medio, al que pode­
mos llamar homo ethicus, va a su grandes negocios, 
corre a sus pequeños placeres y no se plantea pro­
blema alguno; ¡ni siquiera es un cristiano de «la 
misa de los domingos»! El ser pensante está lejos 
de pensar constantemente. Con mayor motivo, el 
instinto, en el animal moral, duerme tan sólo a me­
dias; las revanchas de la naturalidad, la sensualidad 
o la voracidad son frecuentes; y no menos frecuen­
tes son las recaídas del amor propio; en cuanto a 
las somnolencias y a las distracciones de la concien­
cia moral, son las que ocupan la mayor parte de 
nuestra vida cotidiana.
3. Una * vida moral*. ¿Continua o discontinua? El 
fuero interno. Círculo de la temporalidad
Dicho esto, toda la cuestión radica en saber, tra­
tándose del ser moral, qué sentido hay que otorgar 
al adjetivo calificativo, ya sea epíteto o predicado. 
¿Es el ser moral en sentido ontológico —moral de 
pies a cabeza y de lado a lado? ¿Es moral todo el 
tiempo y en cada instante de este tiempo? Es moral 
incluso cuando bebe la sopa o juega al dominó? 
Podemos, como Aristóteles, creer en la perennidad 
de una manera de ser ( í£i<;), que sería crónica, 
como toda manera de ser: cuando esta manera de 
ser es moral, merecería el nombre de virtud. ¡Ma­
ravilloso! Pero la virtud no es, en ningún caso, un
14
hábito, ya que, en cuanto pasa a ser un hábito, la 
manera de ser moral se deseca y se vacía de toda 
intencionalidad; se convierte en tic, en automatismo 
y en desatino de loro virtuoso; es, entonces, mucho 
peor que el gesto del agua bendita que, al menos, 
no se dirige a nadie de este mundo: es más bien 
como el gesto de la beata que, sin siquiera mirar al 
mendigo, deja caer la moneda en la escudilla. Con 
mayor razón, no puede hablarse de una segunda 
naturaleza, que vendría a sustituir a la primera, a 
la naturaleza natural, y que sería la naturaleza so­
brenatural de los superhombres (¡o de los ángeles!). 
Aristóteles mismo lo confirma: una disposición mo­
ral se convierte en virtuosa si existe de hecho ( év- 
¿p-feuf); o, dicho de otro modo, si se actualiza 
con ocasión de un acontecimiento o de una crisis. 
Son los peligros de la guerra o las circunstancias 
excepcionales de la vida las que revelan la valentía 
y al hombre valeroso; sin la invasión alemana, sin 
los trances de la ocupación, de la deportación, de 
la humillación, quizá nunca se hubiera sabido que 
tal joven resistente era un héroe; nadie es conside­
rado un héroe por su buena cara o por sus discur­
sos (excepto cuando la palabra misma supone un 
compromiso de todo el ser); no se da crédito a un 
héroe virtual cuando no ha pasado de ser candida­
to; el heroísmo no se lee de antemano en el rostro 
o en el aspecto de tal pequeño obrero o de tal mo­
desto funcionario de quienes se descubrirá, a des­
tiempo, que fueron capaces de la más sublime abne­
gación frente a un enemigo implacable.
Ya que el heroísmo, al igual que la vocación y 
el mérito en general, habrá sido «virtualidad» a des­
tiempo y en futuro anterior; es retrospectivamente 
cómo afirmará su atroz y misteriosa evidencia en el
15
sacrificio supremo. Cuando el patriota ha caído bajo 
el fuego, una voz se alza en nosotros más alta que 
los fusiles de los asesinos: ¡era un justo! La virtud 
no era, pues, ni un potencial inerte y puramente 
lógico, suscitado fortuitamente por algún accidente 
del camino, ni una aptitud inmutable y predestina­
da, inscrita de antemano en el carácter: la coyun­
tura, en definidas cuentas, añade algo y no añade 
nada a lo que pudiéramos saber del héroe —las 
dos cosas a la vez; hay que decir también que los 
sobresaltos del valor, al igual que los impulsos de 
la sinceridad, necesitan,para existir de hecho, una 
ocasión o una dificultad, es decir, meritoria, penosa 
y peligrosamente, y que una manera de ser valerosa 
conserva, no obstante, toda su sublime evidencia. 
La virtud permanece paradójicamente crónica aun 
cuando surge y desaparece en el mismo instante. Es 
más: el sentido moral está virtualmente presente en 
todos los seres humanos, incluso cuando parece es­
tar en todos aletargado. Cuando se consideran for­
mas menos excepcionales, menos hiperbólicas de la 
vida moral, nunca se sabe si hay que mantener la 
confianza en el hombre, o perderla: nos vemos más 
bien indefinidamente remitidos de la confianza a la 
misantropía. Los impulsos de la piedad más sincera 
y espontánea en un ser aparentemente insensible nos 
reconcilian a veces con lo humano del hombre; uno 
no esperaba tan gratas sorpresas; volvemos a creer 
en el «buen fondo» de la naturaleza humana, o qui­
zás oscilamos al respecto entre dos tesis opuestas. 
Asimismo, la posibilidad permanente de una vio­
lenta insurrección moral, capaz de estallar en cual­
quier momento y de franquear así el umbral del es­
cándalo, confirma, aunque de manera siempre am­
bigua, nuestra necesidad de justicia; la llama de la
16
ira y de la indignación moral no se había apagado, 
sino tan sólo a medias. En este caso, es en el ardor 
pasajero de la emoción, en el enternecimiento de 
la piedad y en los arrebatos de la ira, donde se ma­
nifiesta una vida moral repentinamente liberada de 
su apatía. Pero sucede también que este despertar 
se realice sin accesos de fiebre, en la pasión crónica-' 
del remordimiento y de la vergüenza. El remordi­
miento es una persecución moral que sigue a todas 
partes y en todo momento al culpable y no le deja 
respiro. Por mucho que huya Caín hasta el fin del 
mundo o se amuralle a mil leguas bajo tierra, se­
guirá inexorablemente enfrentado al obsesivo recuer­
do de su culpa: la vida moral, en lugar de concen­
trarse en la explosión de la ira, de una ira dispuesta 
en todo momento a descolerizarse, se inmoviliza en 
la idea fija del remordimiento. Pero, la quemazón 
del remordimiento es un tormento excepcional. Lo 
que ocurre con mayor frecuencia es que el remor­
dimiento queme a media llama, y entonces recibe el 
nombre de mala conciencia: oculto bajo las cenizas 
de la indiferencia y de los sórdidos intereses, el mí­
nimo rescoldo de mala conciencia se reaviva de vez 
en cuando: el hombre se siente entonces atormen­
tado por íntimos reproches que no han dejado de 
atosigarle en las noches de insomnio. La mala con­
ciencia monta bien la guardia; pero eso, la antigua 
teología la llamaba oovngp7]oi<; : cual fiel vestal, la 
«sinteresis» vela el fuego sagrado, hecho rescoldo, 
y puede en cualquier momento reavivar su llama. 
Una vida moral que se identificara con la mala 
conciencia podría llamarse retrospectiva o conse­
cuente, ya que se vuelve hacia el pasado de su falta; 
además, hay que oponerle una conciencia moral an­
tecedente, que estaría vuelta, en cambio, hacia el
17
futuro de los problemas a resolver y, principalmen­
te, hacia los «casos de conciencia»: el problema mo­
ral se vive, en este caso, no en el pisoteo constante 
del sufrimiento y en el machacamiento de la angus­
tia de una conciencia infeliz, sino en la duda y la 
perplejidad de una conciencia inquieta que no siem­
pre permanece estacionaria. Conciencia moral y 
mala conciencia forman así la trama de una vida 
irreal: la vida moral es como el remordimiento de 
la vida elemental o «primaria»; no tiene por objeto 
ni la conservación del propio ser ni la pleonexia. 
Que se me permita llamar conciencia a ese huerfani- 
to, vestido de negro, en quien el poeta nos incita a 
reconocer la soledad. La conciencia es un diálogo 
sin interlocutor, un diálogo a media voz, que, de he­
cho, es un monólogo. ¿Qué nombre darle a ese do­
ble que me acompaña a todas partes, siguiéndome 
o precediéndome y que, sin embargo, me deja solo 
conmigo mismo? ¿Qué nombre darle a quien es a 
la vez yo mismo y otro, a quien sin embargo no es 
el alter ego, o el allos autor aristotélico, y a quien 
siempre está presente, siempre ausente, omnipresen­
te y omniausente. Ya que el yo nunca escapa a ese 
careo consigo mismo... A ese objeto-sujeto que me 
mira con mirada ausente sólo puedo llamarle con 
un nombre íntimo y a la vez impersonal: la «Con­
ciencia1».
Y no sólo el a priori de la valoración moral se 
anticipa a e impregna todos los caminos de la con­
ciencia, sino que, al parecer, incluso por el efecto 
de una irónica artimaña, el rechazo de toda valora­
1. Es el título que Víctor Hugo le da al drama de Caín 
en el poema «La légende des Síteles («La leyenda de los 
siglos»).
18
ción acentúe su carácter apasionado: como si, en la 
clandestinidad, la axiología hubiera recuperado sus 
fuerzas y adquirido una nueva vitalidad; reprimida, 
acosada, perseguida, lo único que hace es volverse 
cada vez más fanática y más intransigente; echadla 
por la puerta y volverá por la ventana o por la 
chimenea o por el ojo de la cerradura; mejor aún, 
nunca se había ido, tan sólo lo había simulado: se 
había quedado tranquilamente sentada a nuestra me­
sa, bajo la lámpara... Dubito, ergo cogito. El pen­
samiento se afirma en su presencia y su plenitud, 
en el seno mismo de la duda que pretende negarlo. 
La duda nos remite inmediatamente y de golpe al 
pensamiento, a ese pensamiento cuya función esen­
cial es, si es cierto que la discusión, o mejor la 
problematización, es el pensamiento mismo, el pen­
samiento en ejercicio, el pensamiento en acción: este 
pensamiento, constitucionalmente inherente al acto 
de dudar, desmiente por sí solo la duda y restablece 
la primera verdad; antes de que hayamos tenido el 
tiempo de decirlo, o tan sólo de tomar conciencia 
de ello, la duda ha restablecido ya la verdad inextin­
guible de la que esperaba deshacerse. El pensamien­
to que duda no puede ya, a menos que no se con­
tradiga al acto, ser dudoso a su vez: y, así, la duda, 
al preservar por propia definición al pensamiento, 
que es su armadura especulativa, habrá restablecido 
involuntariamente una primera verdad; ¡sobre esta 
primera verdad, como en Descartes, se reconstruirán 
todas las verdades! La duda, al pensar, se contra­
decía. Así pues, quizás haya que temer que el pen­
samiento no se contradiga al dudar: el pensamien­
to, fortalecido por la prueba y consciente de sí mis­
mo gracias a esta prueba, siente la tentación de des­
mentirse y negarse a sí mismo, de aplicarse a sí
19
mismo los argumentos e instrumentos suplementa­
rios de un escepticismo doctrinal; el hombre se sir­
ve ahora de sus facultades criticas para dudar aún 
más profundamente. Pero quizás habría bastado con 
distinguir un círculo vicioso de un círculo sano. El 
círculo febril, dialelo o petición de principio, nos 
remitía indefinidamente de la duda al pensamiento 
y del pensamiento a la duda: semejante círculo es 
un sofisma; dicho de otro modo, un juego clandes­
tino con la lógica que juega a quién es el más hábil 
de los dos, como el contrabandista con los aduane­
ros. El sofisma de Epiménides, que condena el es­
píritu a girar en redondo hasta el fin de los tiem­
pos en un círculo embrujado, resulta en cierto modo 
de una lógica maléfica, de una lógica vergonzosa, 
de una lógica negra. ¿Acaso no hace pensar este 
círculo maldito en el eterno suplicio de Ixión en la 
rueda? Si el círculo maldito se parece a una maqui­
nación del genio del mal, el círculo sano sería más 
bien una especie de maliciosa astucia. Quizá sea 
este genio malicioso el que, atrincherado en el Co­
gito, opone una impenetrable resistencia a las disol­
ventes empresas del genio maligno. En lugar de ne­
gar diabólicamente toda verdad, incluido el mismo 
pensamiento pensante, nos atenemos al pensamien­
to y volvemos a él constantemente; es que, de hecho, 
es la instancia suprema; todo desemboca en él, todo 
fluye de él, todo se refleja en él; él es el alfa y la 
omega, primero y último... La negación de la nega­
ciónya no es una dialéctica nihilista y destructora; 
se orienta hacia la positividad del sentido, hacia la 
plenitud del espíritu y hacia el enriquecimiento con­
tinuo del pensamiento. El pensamiento es la instan­
cia de supremacía y nos agarramos a ella con fuer­
za ...¡Ya no la soltaremos! ¡Pero la verdad es que
20
más tarde se demuestra que nunca la habíamos sol­
tado!... Así es la malicia benévola, la malicia bene- 
factora del círculo sano.
Recapitulemos en este movimiento de vaivén, 
que no es una simple oscilación, sino también una 
profundización. Cuanto más dudo, más pienso y, re­
cíprocamente, cuanto más pienso más dudo; y otra 
vez estoy pensando al volver a dudar, y siempre más 
activamente: el círculo se cierra, se entreabre, vuel­
ve a cerrarse continuamente, sólo que cada vez en 
un exponente superior; la aucción no deja de cre­
cer, la subasta de subir; la duda y el pensamiento 
rivalizan a porfía, se refuerzan el uno al otro a cual 
mejor... Pero, en todos los casos, las fracturas vol­
verán a soldarse, las soluciones de continuidad se 
verán colmadas. El pensamiento dirá la última pa­
labra.
La omnipresencia de la valoración moral, a pe­
sar de su especificidad cualitativa acentuada y apa­
rentemente muy subjetiva, o a causa de esta misma 
especificidad, tiene cierta analogía con la omnipre­
sencia del Cogito. Cuanto más la niego, más apasio­
nadamente se exalta. Pero, por otra parte, la valora­
ción moral es, como la temporalidad, una especie 
de categoría de lenguaje: la axiología se adhiere tan 
estrechamente al logos que no puede disociarse de 
él; antes de percibir lo impalpable de su fuero in­
terno, descubrámoslo primero en el discurso.
Es imposible caracterizar el tiempo si no es con 
palabras ya temporales: ¡en estas materias, la defi­
nición presupone inevitablemente lo definido! ¿No 
es el tiempo una instancia última irreductible, que 
remite siempre a sí misma y que se define circular­
mente a sí misma? El análisis no puede ir más allá. 
Monsieur Jourdain, para definir la prosa, habla en
21
prosa y supone, tácitamente, que el problema que­
da resuelto. Pero la petición de principio es legítima 
a fortiori cuando se trata del tiempo, ya que el 
tiempo es un <a priorh. Es imposible hablar del 
tiempo sin que el discurso mismo suponga tiempo, 
sin razonar en el tiempo, sin emplear las palabras 
del tiempo, verbos y adverbios, sin que una tempora­
lidad previdente se haya anticipado furtivamente a 
nuestro análisis y a nuestra misma reflexión. Cuan­
do se define el tiempo como sucesión de lo ante­
rior y de lo ulterior, la temporalidad diversa e in­
divisible ha refluido ya en cada uno de estos tres 
conceptos, y en cada uno de los instantes infinitesi­
males del presente en los que el filósofo disfrutará 
persiguiéndola y dándole alcance. La regresión llega 
al infinito... Decimos que los juicios de valor deben 
su status a la lógica de la proposición. No se trata, 
claro está, de reencontrar la axiología en un trata­
do de geometría, bajo la forma de huellas imposi­
bles de rastrear, ni en dosis homeopáticas. Sin em­
bargo, el principio de finalidad le permitió a Leib- 
niz hablar en Física el lenguaje de la moral. En 
todo caso, es el discurso especulativo el que está, 
en general, hecho de normatividad e impregnado de 
axiología. Cuando decimos axiología, no se trata en 
absoluto de tablas, escalas, o juicios de valor inspi­
rados por las necesidades y por los deseos del hom­
bre. La preferencia seguirá siendo antropocéntrica y 
relativa mientras el principio de preferabilidad siga 
siendo moralmente indeterminado; y el «principio» 
de lo mejor, lejos de ser un principio de elección, 
jamás será otra cosa que un tropismo físico indife­
rente, es decir, un atractivo natural, si es que no 
se le descubre el principio «sobrenatural», o los re­
sortes ideales, o los motivos racionales; es cierto que
22
la‘ «mónada», que tiene (como dice Leibniz) un 
punto de vista unilateral, prefiere esto o aquello, se 
siente atraída hacia acá o hacia allá, según el capri­
cho de las desiguales tensiones del entorno en el 
que se mueve y según la disparidad de los atractivos 
que la socilitan. Pero, ya de hablar este lenguaje, 
¿dónde están la actividad moral y la autonomía mo­
ral de la voluntad? Y ¿qué es «mejor»? ¿Mejor para 
quién y para qué? ¿Mejor desde qué punto de vis­
ta? ¿Mejor para la salud? ¿O más útil y conforme 
a mi interés general? ¿O recomendado por la Admi­
nistración? ¿Es lo deseado deseado por deseable o 
porque es fuente de un mayor placer? Deseable, pre­
ferible... Es muy difícil no justificar el atractivo de 
hecho mediante una prioridad de derecho, mediante 
una legitimidad normativa que permanece sobrenten­
dida y que es la consagración de lo atractivo. Pero, 
por el contrario, puede temerse que la lógica recupere 
la valoración moral, con sus jerarquías, sus desnive­
les, sus comparativos y sus adverbios de modo, como 
modalidad formal... Ahora bien, la modalidad es 
una forma de aserto; el juicio de valor, en cambio, 
es de un orden completamente distinto; y no basta 
con decir que tal modalidad, en el caso de que exis­
ta, es apreciativa: expresa una exigencia normativa 
del sujeto ante ciertas conductas, ciertas palabras, 
ciertas maneras de vivir o de sentir —es más: es un 
gesto naciente, el esbozo del rechazo o de la acep­
tación, que es su modo drástico y militante de par­
ticipar en un combate. Pero la acción misma no ten­
dría sentido ético alguno si no pudiéramos dar un 
nombre a los valores que subyacen toda valoración 
y que justifican tácitamente la normatividad axioló- 
gica del «valer». En cualquier caso, esta carga im­
palpable e invisible de valorización se insinúa en las
23
palabras, a veces incluso se precipita en ellas; todo 
nuestro rigor objetivo no basta para contener seme­
jante desbordamiento. A vista de pájaro, es decir, 
por aproximación, los innumerables matices de la 
manera se resumen en la polaridad dramática y algo 
maniquea de la benevolencia y de la malevolencia; 
pero es el lenguaje en general el que revela siempre 
en cierto grado una determinada toma de posición, 
un prejuicio infinitesimal, una parcialidad impercep­
tible. El indicativo, sin deslizarse siquiera hacia el 
imperativo, sugiere indirectamente una elección nor­
mativa, una preferencia que no osa declararse. Los 
juicios de valor denunciados por el espíritu cientí­
fico se reconstituyen hasta el infinito.
4. De la negación al rechazo. Rechazo del placer, 
rechazo del rechazo
Pero, he aquí el colmo de la ironía: la exigen­
cia moral es tanto más apremiante cuanto mayor es 
la negligencia con la que se aparenta tratarla; el ale­
gato estaba ya en la resquisitoria misma y no nece­
sita por tanto argumentos suplementarios. Es esta 
parquedad de pruebas lo que es irónico, jya que la 
revancha que le reserva a la exigencia moral iba im­
plícita ya en la contestación misma! Recordemos 
aquí que el pensamiento en Descartes nihilizó la ne­
gación sin casi moverse, sin dar un solo paso fuera 
de sí mismo, y en cierto modo permaneciendo en el 
mismo sitio. Mejor dicho, en ocasiones, el hombre 
pretende ser materia y sólo materia, máquina pen­
sante, gelatina deseante; y, cuanto más se obstina 
en esta afirmación, teniendo como única arma los 
recursos de la reflexión y del razonamiento, más de­
24
muestra la soberanía del espíritu, único capaz de 
conferir sentido. Pues la negación del pensamiento 
sigue siendo pensamiento... ¡Y cuán complejo! ¡Y 
cuán pensante! La negación, afirmaba Bergson en 
La evolución creadora es tula afirmación en segun­
do grado (nosotros decimos! una afirmación con ex­
ponente), una afirmación sobre una afirmación que 
queda sobrentendida, una afirmación que se expresa 
sobre una afirmación que no se expresa. Más allá 
de la afirmación pura y simple, que es tautología, e 
independientemente de cualquier sucesión, distingui­
mos tres grados en la negación, según la intensidad 
del pasado: l.° la negación es una afirmación indi­recta, compleja, secundaria, que se expresa median­
te un rodeo, o en el pudor de una perífrasis embrio­
naria («la nieve no es negra»); puede ser del mismo 
tipo que la litote; la afirmación se descompone en 
dos tiempos, pero la segunda parte es mucho más 
enérgica, porque permanece tácita. Bergson lo ha 
demostrado perfectamente: esta complicación en las 
palabras, que parece superflua o inútilmente agresi­
va, le da un carácter pedagógico y, a veces, incluso 
polémico: el enunciado negativo, para prevenir un 
error poco verosímil y defender una evidencia que 
apenas necesita ser defendida, se alza de antemano 
contra la paradoja y hace estallar su absurdo. Sin 
duda tenía yo mis motivos para expresarme así... 
En cualquier caso, la negatividad implica aquí una 
protesta del sentido común que, por una u otra ra­
zón, se considera amenazado por el sinsentido. 2.° La 
negación de la apariencia, rechazando la apariencia 
como errónea, se sitúa en el plano de la paradoja: 
protesta contra una falsa evidencia, contra una apa­
riencia engañosa, contra una semejanza superficial 
que oculta una profunda desemejanza. No, la apa-
25
rienda no es la verdad, aparentar no es ser. 3.° Y he 
aquí la negación de la negación. Sí: la nieve es blan­
ca. El espíritu vuelve a la apariencia, pero prego­
nando un empirismo consciente de sí mismo.
Dejando a un lado la ingenua adhesión al ins­
tinto y a la naturalidad, que tiene poco que ver con 
la ética, encontraremos en la vida moral la segunda 
y la tercera fase ya mencionadas: sólo que la nega­
ción se llamará a partir de ahora rechazo. ¿Y por 
qué «rechazo» en lugar de «negación»? Porque la 
vida moral pone en cuestión energías biológicas tu­
multuosas, emodonales, contradictorias, con las cua­
les la voluntad se enfrenta en la experiencia del de­
ber; es entonces el placer lo que está en juego, el 
placer y el deseo y la afirmación vital. ¡La nega­
ción, operación lógica y, por tanto, nocional y pla­
tónica, no bastaría para nihilizar estas fuerzas or­
giásticas! Negar es decir que... no, y, para lo de­
más, remitirse a un voto platónico o a algún juego 
mágico; pero rechazar, es decir no, tajantemente; y 
esta palabra es un acto; y este acto, independiente­
mente de toda racionalidad, puede ser un acceso de 
cólera; pues, el monosílabo «no» es un acto efecti­
vo, un acto expreso y decisivo en el seno de la 
acción, o, mejor aún, el gesto drástico de alguien 
que, con un puñetazo en la mesa, pone fin a las 
transacciones y a las tergiversaciones; es el gesto bru­
tal del rechazo puro y simple; este rechazo es una 
agresión incipiente. Reuniendo los miembros disper­
sos de la negación (decir que... no), el rechazo los 
utiliza como un arma, para golpear mejor y herir. 
Le respondo no a aquello que ha pretendido sedu­
cirme, que ha tenido la insolencia de tentarme. ¡De 
la palabra a la acción no hay sino un paso! El no 
es una especie de magia.
26
l.° El primer rechazo se sitúa a nivel de las 
morales sobrenaturalistas, tanto si son intelectualis- 
tas como ascéticas o rigoristas. En este plano, el 
nombre de Platón, opuesto al « ... pero de Aristó­
teles, se aproxima al no incondicional de Kant, 
opuesto al indulgente optimismo del siglo xvm. Las 
palabras mismas indican la gran distancia que sub­
siste entre la negación (o el simple cuestionamiento) 
de la apariencia y el rechazo categórico del placer: 
el escepticismo hacia la apariencia favorece los ma­
tices, el grado, el punto de vista, en una palabra, el 
más o menos; por otra parte, no tiene necesaria­
mente consecuencias prácticas: la tierra es la que 
gira y, sin embargo, los hombres, que lo saben, si­
guen haciendo como si fuera el sol el que se levan­
tara y se ocultara, regulando su conducta según esta 
apariencia antropocéntrica. En contrapartida, el re­
pudio del placer responde a la alternativa del todo 
o nada... Es un ultimátum pasional. Y, para inti­
midar y hacer temblar a todos aquellos que se sin­
tieran tentados, pese de todo, por la mala solución, 
los teólogos inventan las más abominables palabras; 
hablan de una concupiscencia de la carne. La apa­
riencia no es la verdad, aunque pueda participar de 
ella; pero el placer no es, en absoluto, el Bien, en 
ningún caso, en ningún grado, de ninguna manera, 
aunque lo parezca... ¿Qué digo? ¡Sobre todo si lo 
parece! Además, la apariencia puede ser parcial­
mente falsa o tendenciosa, pero, hablando con pro­
piedad, no es falaz ni engañosa; no me desea mal 
alguno; no es, por tanto, ni malévola ni benévola 
—es lo que es, eso es todo, y, en sí, más bien indi­
ferente; es la interpretación del hombre deslumbra­
do o atónito la que le otorga intenciones. Al con­
trario, la atracción del placer es más que un error:
27
es un engaño. En torno a esta atracción se ha for­
mado el complejo de la belleza pérfida, obstinada 
en perjudicarme; en tomo a ese complejo se ha for­
mado el mito de la seductora. Ante la seductora no 
sentimos recelo, sino más bien desconfianza: no un 
recelo fundamentado, mesurado, razonado hacia in­
formaciones sospechosas o hacia un informe dudoso 
que habría que comprobar, rectificar e interpretar 
con la ayuda de los reductores habituales —sino 
una desconfianza infinita e irreprimible. El objeto 
altamente sospechoso de nuestra desconfianza se lla­
ma mala voluntad. Este es el primer rechazo. Este 
primer rechazo es en nosotros el inicio del primer 
complejo y de la primera ambivalencia: la represión 
instituida por la ley transformaba el placer ingenuo 
en vergonzosa tentación, la voluptuosidad sin com­
plejos en deseo más o menos turbio. La tentación 
es todo lo que queda del placer tras la censura. El 
hombre moral... y tentado siente aversión por lo 
que es naturalmente atractivo y por lo que siente 
un fuerte deseo. Esta situación de un ser dividido, 
secundariamente atraído por la razón y poseído por 
el deseo, la llamamos pasional; esta situación inde­
cisa, en la que el movimiento-ñuc/a, que es la atrac­
ción, contraría el movimiento para evitar, que es la 
aversión, la llamamos fobia. Dos voces en las que 
cada una es, según los casos, el rechazo o la nostal­
gia de la otra, dos voces en las que una está subor­
dinada a la otra y están, en cierto modo, asociadas 
en la polifonía del complejo; cuando se trata del 
primer complejo, la voz del deseo es, si no segunda 
intención, sí al menos resabio que se expresa en sor­
dina; y, en consecuencia, el placer se ve rechazado, 
prohibido, condenado a una existencia subterránea 
e ilegal; el deseo tendrá que vivir en régimen de
28
clandestinidad con pobres placeres de contrabando 
y satisfacciones imaginarias. La ambivalencia del pri­
mer grado, manipulada por la contradicción intes­
tina que la desgarra, engendra la violencia del pri­
mer grado. Es una violencia inducida... Puesto que 
el placer prohibido no está absolutamente extermi­
nado y que, por otra parte, no es nihilizable, el es­
cepticismo exterminador, no contento con ahogarlo, 
se ensaña contra su cadáver, acosa por doquier su 
sombra, persigue su mismo recuerdo e incluso el re­
cuerdo de ese recuerdo. Del placer propiamente di­
cho puede privarse uno, puede borrarlo, renunciar 
a él...
¿Cómo prohibirse a sí mismo pensar en la ten­
tación, que es un juego mental con posibilidad, un 
afloramiento de lo imaginario, a penas un «flirt»? 
El tentado no influye sobre una voluntad que está 
coqueteando con la subvoluntad contraría y que es 
secretamente veleidad o incluso voluntad; libra un 
combate imposible contra una inasible, impalpable 
e imponderable hipocresía disimulada en lo más pro­
fundo de sí mismo. Es esta hipocresía infinitesimal 
la que construye nuestra impotencia, y es esta impo­
tencia la que explica la rabia casi desesperada del 
ascetismo, su santo furor, el suplicio infinito al que 
somete incansablemente su cuerpo. Resucitaría a su 
víctima si pudiera por el solo placer de rematar­
la... ¡Pues hay muertos que hay que matar!
2.° El rechazo número dos es el rechazo del 
rechazo,es decir (al menos en apariencia) el rechazo 
de la moral «idealista». Antes de mostrar de qué 
modo la antimoral restaura la más fanática de las 
morales, intentemos desbrozar las segundas inten­
ciones densas y complejas del rechazo con expo­
nente, ya que el rechazo del rechazo envuelve, al
29
igual que el primer rechazo, un complejo en el que 
los términos de la ambivalencia se encuentran inver­
tidos. En realidad, al variar la ambivalencia según 
la respectiva dosificación de los dos elementos que 
constituyen su ambigüedad, se representan innume­
rables transiciones entre el complejo simple (primer 
rechazo) y el «complejo complicado» (rechazo del 
rechazo), entre el No absoluto, intransigente e in­
condicional, y el rechazo matizado, anunciador de 
un Sí. Hay un deslizamiento casi imperceptible des­
de el extremismo fanático al tunante escepticismo 
que multiplica los guiños mirando al pecado; pero 
ya (o todavía) en el ascetismo extremista la atracción 
se mezcla al disgusto y compone con él una especie 
de horror sacro. En un extremo de la cadena, el as­
cetismo vomita los repugnantes mejunjes y jarabes 
del placer; a medio camino de este supranaturalis- 
mo y del naturalismo radical, la conciencia sonríe 
tímidamente a las molicies y las mira de reojo; en 
la línea del Filebo más que en la del Fedón, Bal­
tasar Gracián, a la vez infiel y fiel a Platón, acepta 
la mezcla del placer y la verdad. La complacencia 
en el placer es un primer paso hacia el hedonismo. 
Convertido por el primer complejo, el asceta sentía 
una aversión contra natura hacia lo que es natural­
mente atractivo; convertido por segunda vez, pero 
por la complicación de la complicación, el volup­
tuoso, en cambio, reconoce el atractivo de la natura­
lidad y desconoce el valor sobrenatural de la nor­
ma. Sin embargo, la última conversión no es una 
perversión, que vendría a ser la simétrica invertida 
de la primera conversión. Las dos ambivalencias fa­
vorecen el incremento de las paradojas y la exube­
rancia de los monstruos, pero no son del todo com­
parables: la primera ambivalencia era la duplici-
30
dad clandestina del asceta, tentado por las imáge­
nes lascivas — ¡San Antonio en el desierto!—. Y la 
segunda ambivalencia es la del voluptuoso que tie­
ne pretensiones moralizantes; tras el virtuoso-vicioso 
y sus complicidades libertinas, hete aquí al vicioso- 
virtuoso que recluta sus cómplices entre los purita­
nos. Estas son las dos generaciones de monstruos, 
ésta es la doble teratología, engendradas no propia­
mente por el redoblamiento del rechazo, sino por su 
desdoblamiento: pues, renegar no es en absoluto 
negar dos veces, agravando la negación y extendién­
dola a otros objetos negables del mismo tipo; al con­
trarío, es negar los efectos mismos del acto de negar, 
anulando casi siempre al ciento por ciento, y a veces 
parcialmente, los efectos '-dirimentes de semejante 
acto; el acto de renegar no supone una segunda ne­
gación, aritméticamente añadida a la primera, sino 
un repliegue reflexivo, que niega hacia atrás, en re­
troceso; en una palabra, la negación de la negación 
no es repetición, sino reflexión. La negación de la 
negación, al alcanzar la emancipación del deseo, con­
vierte en superfluas las protestas del cuerpo: la pa­
sión no necesita ya exutorios; sin embargo, el com­
plejo con exponente es tan orgiástico y pasional co­
mo el primer complejo, sólo que los términos de la 
contradicción que lo habita están invertidos. El pla­
cer, reducido a la clandestinidad de la tentación, era 
el regusto del idealismo austero: el ideal, o bien la 
ley, será el trasfondo y la segunda intención de la 
voluptuosidad desenfrenada... la segunda intención 
y, ¿quién sabe?, quizás el remordimiento; si osamos 
decir, a modo de expresión, que el placer persegui­
do es el escrúpulo del asceta, con mayor razón el 
ideal escarnecido es el escrúpulo del libertino y, en 
este caso, en sentido propio. Cada una de las dos
31
voluntades prolonga así en ella misma la resonancia 
y el eco de su propia última voluntad, ya que la 
conciencia tiene buena memoria: convertida al as­
cetismo, no había olvidado el sabor del placer; re­
convertida al placer, recuerda las lecciones de la ra­
zón. La voz secreta que susurraba a nuestros oídos 
los persuasivos consejos del placer, susurra ahora al 
oído del placer los reproches de la razón. El asce­
tismo creyó haber exterminado al placer, pero el pla­
cer respiraba todavía; un hilillo de vida subsistía en 
él, una sensibilidad, un resto de calor... Era dema­
siado fácil reavivarlo. Ahora que la orgía del pla­
cer, cual irresistible maremoto, lo ha inundado todo, 
es la ley la que protesta: pero, claro está, el ideal 
se manifiesta en voz baja, y su débil voz se deja 
apenas oír en la tormenta de los deseos. La nega­
ción de la negación no deshace del todo lo que 
había hecho la primera negación. La gramática dice 
que dos negaciones, al anular la segunda a la pri­
mera, equivalen a una afirmación —una afirmación 
en dos tiempos—. Pero, algo que la gramática no 
dice: la segunda negación puede muy bien dejar in­
tactas ciertas conquistas positivas de la primera y, 
en este caso, el ideal al cual la denigración del pla­
cer habrá servido de contrapunto; si la negación con 
exponente anula la primera negación y, en conse­
cuencia, restaura el placer, no anula necesaria ni to­
talmente la afirmación correlativa que le iba empare­
jada; puede muy bien quedar algo del ideal... a me­
nos, claro está, que esta afirmación contradiga for­
malmente la soberanía del placer; a parte de esta 
incompatibilidad, no es absurdo que un residuo de 
normatividad, una especie de aureola, idealice toda­
vía la vida instintiva. En cualquier caso, la nega­
ción de la negación, al final de su recorrido, no ha-
32
brá restaurado «en su identidad» el mundo del sen­
tido común: su mundo es otro mundo, su placer 
otro placer, y, como el hijo pródigo, tiene en cuen­
ta las pruebas sufridas, lleva la marca de las aven­
turas vividas y recuerda la lección.
La presencia insólita del deber en pleno furor 
sensual, al igual que, recíprocamente, la presencia 
inconfesable de la tentación en lo más oculto de la 
intimidad moral, engendra promiscuidades explosi­
vas, contradicciones palpitantes y, ante todo, violen­
cias escandalosas. En este caso, ia violencia inducida 
es una violencia del segundo grado, una violencia 
de sobrepuja. El sacrilegio experimenta una especie 
de respeto, e incluso un resto de gratitud, en rela­
ción a los valores que pisotea, escupe y reniega con 
rabia; esta piedad que no quiere confesar su nom­
bre va sazonada de un ligero regusto a remordimien­
to. La supervivencia del respeto complica aún más 
el segundo complejo, sobrecargando su complejidad, 
multiplicándolo por sí mismo. Sin embargo, la ex­
traña nostalgia por una ley ahora negada no hace 
más que rebotar pasionalmente del lamento a la 
aversión, remitimos burlonamente de la veneración 
al odio. La expansión de los instintos no es sólo la 
señal de la liberación, sino que anuncia una tensión 
extrema. La austera agresividad, dirigida contra el 
cuerpo, no es más que un recuerdo, pero, en ese 
momento, exalta la agresividad inversa, agresividad 
profanadora y sacrilega; sigo odiando los valores 
tras su caída, a pesar de su caída y, a veces, a causa 
de esta caída —y ello, sin descanso; me odio a mí 
mismo por mi propio remordimiento y por mi pro­
pio respeto inconfesado; y, cuanto más respeto, más 
me odio. Esta debilidad pasajera aviva aún más el 
rencor del sacrilegio contra las viejas prohibiciones
33
y contra la hipócrita impostura que frustra tan lar­
go tiempo nuestros pequeños placeres; los pequeños 
placeres tanto tiempo perseguidos toman ahora su 
revancha sobre las obligaciones y las privaciones. 
Gracias a los excesos vengadores, gracias a las or­
gias provocadoras, el tiempo de la penitencia pron­
to será olvidado. A la provocación ascética le res­
ponde el eco de la provocación cínica, a la violenciaascética, que pisotea el cuerpo y maltrata sus place­
res, responde la contraviolencia cínica que escupe 
sobre los valores; el encarnizamiento ascético está 
más bien hecho de maldiciones, mortificaciones y 
suplicios; el encarnizamiento cínico, más de blasfe­
mias, sarcasmos e injurias, pero una aguda ambiva­
lencia habita en ambos. En el sentido ambiguo y 
ambivalente de la palabra «horror», el lujurioso sien­
te horror por la moral del mismo modo que lo sien­
te el asceta por la voluptuosidad: exotéricamente el 
deber horroriza al lujurioso, pero las limitaciones 
del deber, esotéricamente, le producen envidia; la 
ley moral es para él una especie de intocable; este 
horror, horror «sagrado», horror amoroso, es de los 
más sospechosos, como lo es también la fobia que 
nos separa de un tabú y que es una aversión atracti­
va, es decir, la resultante irracional del terror y la 
atracción.
5. La prohibición. Prohibición de la prohibición
Ocurre que, remitido del uno al otro y del otro 
al uno, y así indefinidamente, el hombre caiga presa 
del vértigo y no sepa ya a qué santo encomendarse; 
al privarle esta oscilación indefinida entre dos polos 
de cualquier sistema de referencia, el hombre se en­
34
trega en cuerpo y alma a la descabellada contradic­
ción, a la confusión orgíaca, al caos del absurdo. 
Queda prohibido prohibir: esto es lo que la infinita 
protesta inscribía en otros tiempos en las paredes 
con letras negras, negras como la bandera negra de 
la anarquía. Al igual que la negación de la nega­
ción equivale a una afirmación y el rechazo del recha­
zo a una aceptación, la prohibición de una prohibi­
ción equivale a una autorización: es la perífrasis, en 
cierto modo púdica, de una autorización que no 
quiere declararse como tal. Si el énfasis recae sobre 
las prohibiciones mismas, levantadas una tras otra, 
el rechazo de todas las prohibiciones desemboca en 
última instancia en la licitud universal y, en conse­
cuencia, en el capricho, en lo arbitrario y, a fin de 
cuentas, en la indiferencia quietista; el más que (po- 
tius quam) pierde su valor; la libertad se definía tan 
sólo en relación a ciertas cosas prohibidas: una di­
rección prohibida, un paso prohibido, una entrada 
prohibida; lo que no está expresamente prohibido 
está tácitamente permitido; y, de hecho, el permiso 
tiene, a este respecto, un sentido determinado. Toda 
determinación es negación, implica una limitación 
que consagra el acceso de lo finito a la existencia. 
Pero, cuando todo es lícito, ya no hay lugar para 
la licencia, y ésta no es en absoluto preferible a la 
parálisis total. Todo está permitido, incluso los con­
tradictorios que se destruyen entre sí y se desmien­
ten unos a otros. La licitud general, y la bacanal 
que de ella se deriva, impide que se forme un orden, 
aunque sea el orden del desorden, que se instaure 
un reino, aunque sea el de la anarquía. ¿Puede ha­
blarse aquí de «instauración)? El bloqueo de la si­
tuación no es menor cuando, en lugar de llegar por 
extrapolación o generalización a la licitud universal
35
derribando uno tras otro todos los vetos, se empie­
za por el aserto prohibitivo mismo: lo que está 
prohibido ahora, no es tal o cual cosa prohibida, no 
se trata de prohibir esto o aquello —prohibiciones 
de detalle cuyo levantamiento ampliaría progresiva­
mente nuestro campo de acción—•, ¡no!, lo que está 
prohibido, en cierto modo a la segunda potencia, es 
el hecho de prohibir en general y, globalmente, la 
intención misma de prohibir. Cualquier veleidad de 
prohibición, aunque sea incipiente, es reprimida de 
antemano. Está prohibido prohibir es un aserto ge­
neral, y este aserto con exponente no cae a su vez 
víctima de una nueva prohibición que lo haría facul­
tativo: habría ahí una absurda regresión a} infinito 
y quizás un círculo vicioso como aquél en el que el 
sofisma de Epiménides nos hace girar en redondo; 
está prohibido prohibir es un veto de sentido único, 
un aserto irreversible; ningún veto de sentido inverso 
puede renacer tras los pasos de esta prohibición ge­
neral para anularla o para devorarla; ninguna prohi­
bición regresiva viene a neutralizar la prohibición de 
prohibir. Por lo demás, si, en definitiva, todo está 
permitido, la prohibición de prohibir está también 
permitida; no está prohibido, sjno que, por el con­
trario, es muy útil e incluso recomendable recordar 
que la prohibición está, por principio, sistemática­
mente prohibida: esta prohibición se afirma sin re­
curso, pero la afirmación de este veto de vetos es­
capa a su vez al veto. Estn es una excepción nece­
saria para que el discurso tenga sentido. Si no se nos 
permite este respiro, el silencio será nuestro único 
recurso. Está prohibido prohibir: nadie puede im­
pedirme profesarlo, justificar el derecho de prohibir 
cualquier prohibición y, finalmente, en nombre de 
una filosofía peligrosamente dogmática de la liber­
36
tad, hacer respetar este derecho y, en caso de fraca­
sar, reprimir cualquier infracción al veto de vetos; 
está prohibido pensar de otro modo, prohibido po­
ner obstáculos a la filosofía de la licitud universal, 
sabotearla con astucia, limitarla hipócritamente. Esta 
prohibición de prohibir lo que sea se formula a sí 
misma en términos amenazadores; la permisividad 
absoluta, asegurando sin límites ni trabas el ejercicio 
de todas las libertades, está garantizada, si es nece­
sario, a golpe de porra. La libertad se nos impone, 
pues, autoritariamente y en un lenguaje conmina­
torio apropiado para intimidar a los indecisos. Así 
pues, la libertad del todo-está-permitido y el terro­
rismo virtuoso confluyen, o mejor, son uno solo. 
La prohibición de prohibir, reducida a la impoten­
cia por su contradicción interna, encuentra al me­
nos su fundamento en una filosofía moral libertaria.
La prohibición entraña siempre, más o menos, 
una tentación terrorista. Pero la prohibición infinita, 
que es no sólo prohibición directa de las cosas prohi­
bidas, sino prohibición de la prohibición misma de 
prohibir, y no sólo prohibición de esta intención, si­
no prohibición radical de toda prohibición, favorece 
la sobrepujanza del fanatismo moralizador. Sin em­
bargo, el restablecimiento de un terrorismo virtuoso 
puede operarse de manera mucho más simplista y 
en cierto modo mecánica. A partir del momento en 
que la ley moral se ha convertido para el profana­
dor en una especie de placer prohibido (ya que toda 
virtud es impura y todo desinterés sospechoso), es 
el placer el que impone la ley. ¡Habrá un deber del 
placer o incluso una religión del placer y también 
una teología del placer! De manera que la «inver­
sión > de los valores se reduce en general a una pró­
rroga de los valores, pasada de uno al otro extremo.
37
Esta inversión, por otra parte irreversible (ya que no 
implica la inversión que, al final de la ida y la vuelta, 
restablecería el statu quó), es más bien una interver­
sión, una simple permutación de las funciones. Inter­
cambiar los papeles no es transformar intrínsecamen­
te el sentido de los valores; intervertir los carceleros 
y los presos no es abolir las cárceles y los carcele­
ros, ni suprimir el principio mismo de lo que hoy se 
llama el «universo carcelario». ¡A la cárcel el veto! 
¡A la cárcel el deber y la ley moral! ¡Ahora, cuando 
las desvergüenzas del placer han implantado su rei­
nado, es el veto el que se ha convertido en mártir! 
Los últimos serán los primeros a partir del momento 
en que los primeros han pasado a ser los últimos... 
Pero seguirá habiendo primeros y últimos. ¿Acaso 
no es esta revolución, que consiste en cambiar de 
carceleros, una siniestra burla?
La moral es esencialmente rechazo... ¡Aunque 
no todo rechazo es necesariamente moral! Todo de­
pende de lo que se rechace... En esencia la moral 
es rechazo del placer egoísta. Y, en consecuencia, el 
rechazo que rechaza la moral es generalmente el re­
chazo al rechazo moral, el rechazo a renunciar al 
propio placer, al propio interés y al amor propio: en 
tal caso, elprimer rechazo (el rechazo a rechazar) no 
se deduce del segundo por sustracción —lo anula, lo 
tacha de golpe y de un trazo. Este es el No de los 
egoístas en su desoladora sequedad. Pero también 
ocurre que este rechazo al rechazo es a veces el re­
chazo a una austeridad complaciente, el rechazo a 
los ayunos inútiles y las penitencias equívocas. En 
estas privaciones interesadas es donde Fénelon reco­
nocía los síntomas de la «avaricia espiritual». La 
antimoral se convierte en un capítulo de la moral, 
pues la moral tiene tan gran poder de asimilación que
38
recupera hasta el infinito todos los anti capaces de 
rechazarla. En la dialéctica de Pascal, todo prueba 
a Dios y se convierte en su gloria, tanto el por como 
el contra, tanto las objeciones como los argumentos: 
asimismo, la antimoral es en muchos casos un home­
naje que el inmoralismo brinda a la moral.
Los pintores costumbristas que, en ios siglos xvn 
y xviu, describen los «caracteres» y los tipos socia­
les de su tiempo son llamados «los moralistas fran­
ceses» —y no sin razón La Bruyére y Vauvenargues 
no son desinteresados y divertidos espectadores de la 
comedia humana; no son diletantes ni aficionados 
contemplando, desde su sillón y con prismáticos, el 
teatro del mundo. Y Teofrasto, el discípulo de Aris­
tóteles, en quien dicen inspirarse, tampoco es un es­
pectador distanciado: la galería de retratos satíricos 
y de pintorescas descripciones presupone en Teofras­
to otra galería que en cierto modo es el reverso o ne­
gativo de ésta; todas las formas de la mezquindad 
humana, aduladores, delatores, maestros cantores, co­
bardes, hipócritas y timadores de todo tipo, se han 
dado cita en la plaza y en el puerto: pero todos ellos 
remiten a un tipo de hombre mejor, que por lo ge­
neral permanece en el anonimato —pues la perver­
sión parece siempre variada, fuertemente marcada y 
pródiga junto al ideal. Hablando claramente, la «ca­
racterología» o, mejor dicho, la «caracterografía». de 
Teofrasto y de La Bruyére es discretamente norma­
tiva y sobre un fondo de maniqueísmo: se entiende 
(se sobrentiende) que la lealtad es preferible a la hi­
pocresía; que el denunciador y el calumniador sirven 
de cincel al hombre verdadero. Según los moralistas 
cristianos de la época clásica, principalmente La Ro- 
chefoucauld y Pascal, este modelo de hombre verda­
dero y puro está desfigurado por las consecuencias
39
del pecado original, es decir, por la caída, pero es 
fácil reencontrarlo bajo la máscara gesticulante de la 
hipocresía y del egoísmo. San Francisco de Sales de­
nuncia lúcidamente el veneno de la piadosa concu­
piscencia entre los coleccionistas de penitencias que 
atesoran perfecciones con vistas a su salvación. A 
estos acaparadores les reprocha su avaricia espiritual. 
En consecuencia, una profesión de fe eminentemente 
moral se expresa tanto en la misantropía como en la 
filantropía. El relativismo etológico mismo, si excluye 
todo dogmatismo, admite una especie de sistema de 
deferencias virtual: maneja, utiliza las mil y una pe­
queñas maniobras y artimañas que conforman la es­
trategia de la mala fe. El mismo Gracián da cuenta de 
la miseria del hombre cuando le proponen al corte­
sano, como remedio para salir del paso, una belige­
rancia basada en el fingimiento y en el buen uso de 
la falsa apariencia. | Resignarse al mal menor no es 
necesariamente inmoralismo! Con mayor razón, es 
empresa altamente moral el desmontar los mecanis­
mos económicos de la impostura. Este fue el propó­
sito de Marx: desbaratar las superestructuras subli­
mes que camuflaban los intereses sórdidos o mezqui­
namente alimentarios. ¿A qué se reduciría el marxis­
mo sin la oposición absolutamente moral de la justi­
cia y de la injusticia y sin el concepto de una aliena­
ción que es explotación, es decir, expoliación, y que 
se fundamenta sobre el escándalo de la plusvalía? En 
el peor de los casos, la expoliación no sería más que 
una ingeniosa estafa. Para tener el valor de hacer la 
revolución y de salir a la calle, para pasar de la es­
peculación al muy distinto orden de la acción mili­
tante, para franquear ese umbral vertiginoso, es ne­
cesaria una idea motriz, y esta idea motriz no puede 
nacer más que de la indignación moral. Sin el ele­
40
mentó intencional de la mala voluntad y de la impos­
tura, la expoliación, reducida al mero hecho del sala­
rio, sería una simple maquinación, una mecánica a 
desmontar, cuando es una indignante estafa.
La toma de posición es discreta y a veces des­
provista de indulgencia, cuando no de humor, en 
todos estos moralistas, pero era vehemente y violenta 
en el inmoralismo doctrinal de los cínicos. Entre los 
«moralista>, la variedad de las innumerables perver­
siones sugiere, indirecta y como alusivamente, el es­
bozo de un modelo ideal. En el cinismo (no estamos 
hablando aquí, evidentemente, más que de la doctri­
na cínica), no se trata de un juego alusivo sino de 
un contraste agresivo. El cínico, en principio, no jue­
ga: es de lo más serio, o al menos esto pretende. El 
contraste brutal entre inmoralismo y virtud no se 
reduce a una antítesis de carácter estético o a un 
efecto de relieve. La moral de la antimoral puede in­
terpretarse aquí de tres maneras distintas: 1.a una 
ironía abrupta nos autoriza a concluir tranquila, auto­
máticamente, con fría insolencia, de lo contradicto­
rio a su contradictorio y de la contra-moral a la mo­
ral; la ironía cínica nos invita por sí misma a llevar 
la contraria a sus pretensiones; mediante una lectura 
directa y una transposición inmediata, encontramos 
la virtud en el vicio y el buen sentido moral en el 
sinsentido inmoral: la contradicción no es en este 
caso más que la forma extrema y escandalosa de la 
correlación. Al ser las injurias cínicas una trampa, la 
traducción de este texto transparente se hace sin es­
fuerzo alguno. 2.* Esta es nuestra segunda aproxima­
ción: no hay nada que trasponer. No hay dialéctica 
alguna. El mal es verdaderamente el bien (o vicever­
sa)... y para siempre. La inversión, la perversión 
cínica, no provoca a su vez intervención alguna capaz
41
de volver a poner al derecho lo que está del revés, de 
devolverle un sentido a lo que no lo tiene, de situar 
el contrasentido en e! buen sentido. Este es el extre­
mismo del desafío cínico. ¿Puede justiciarse la ab­
surdísima absurdidad cínica desde esta «lógica de lo 
peor», cuyos mecanismos analiza Clément Rosset2 
de modo tan original y penetrante? Todo el mundo 
lo repite desde Platón y con Platón: el Bien es, por 
definición, el supremo deseable; es éste un juicio ana­
lítico o simplemente una tautología que el principio 
de identidad nos impone; y, si digo que lo supremo 
deseable se llama Mal, viene a ser lo mismo: es 
que llamo Mal al Bien y en consecuencia que el Mal 
es un bien. ¡Nada ha cambiado, pues! El que preten­
de «querer el mal» quiere el mal como un bien: así 
se expresaba el optimismo de Leibniz. En nuestra 
segunda aproximación, el monstruo de una voluntad 
del mal puede aparecer, pues, como un efecto retó­
rico y lo peor como un mal menor o como mal nece­
sario. En cuanto al extremismo del absurdo, en este 
caso es sobre todo verbal. ¡Una especie de «bluf»! 
El Bien es aquello a lo que se le responde sí; y, si se 
le responde no, es porque el llamado bien es un mal 
camuflado: la paradojalogía es libre de intervenir los 
dos polos, pero desplaza simplemente la polaridad, 
que es la única que importa: tan sólo los signos y 
los nombres de los dos polos son intervertidos: la 
paradojalogía cree profesar el sinsentido, pero este 
sinsentido sigue teniendo un sentido al que la inso­
lencia oratoria presta un rostro escandaloso. Nadie 
puede hacer mentir al principio de identidad. Asimis­
mo, la moral nos da la fuerza del rechazo y de la 
abnegación, pero no está hecha para ser ella misma
2. Presses Universitaires de France, 1971.
42
rechazada ni sinceramente negada, ni a jortiori refu­
tada. Lo que se rechaza es una falsa moral, hipócrita 
ypuritana, una impostura, pues, sustituida por la 
preferencia de la otra moral y los demás «valores», 
ios del instinto, la expansión vital y la naturalidad. 
¡No le faltará sin duda ni fanatismo ni rigorismo a 
esta moral! 3.1* La mala voluntad es tan evasiva y 
fugaz como la buena y, sin embargo, existe la volun­
tad perversa: se llama malevolencia o maldad; la con­
ciencia, lejos de rebotar desde el mal querer hacia 
el bien querer, se ve desgarrada, dividida entre los 
dos quereres: es habitada por la nostalgia de la ab­
negación, pero se siente tentada por la existencia 
egoísta; y, cuanto mayor es, la nostalgia, más irre­
sistible es la tentación. Y recíprocamente. Esta ley 
paradójica de la aucción, que preside todos los tras­
tornos pasionales, explica por sí sola el inexplicable, 
desproporcionado y desmesurado furor del sacrile­
gio: ¡La ley moral es negada, escarnecida, injuriada, 
pateada, torturada, arrastrada por el barro, masacra­
da! La exageración misma de este rechazo y sus in­
vectivas tiene algo de sospechosa y anuncia la ambi­
valencia. Efectivamente, es «sospechoso* un pensa­
miento que implica una segunda intención de fondo 
o subyacente al pensamiento confesado; es sospecho­
sa una primera intención que oculta una segunda in­
tención. El cinismo opone a la moral el mismo re­
chazo que la moral opone al inmoralismo: no se 
trata sólo de una mera inversión de los roles, sino 
de hacerse mal a sí mismo; el profanador lleva así 
al extremo la tensión resultante del atentado sacrile­
go. Este complejo de tormento y de alegría diabólica 
no escapa al masoquismo. El cínico experimenta, a 
su modo, las angustias del parricida. O, en circuns­
tancias menos trágicas, le hace escenas a la moral al
43
igual que las que el amante hace a su querida... La 
rabia demente de Nietzsche es quizá una rabia ena­
morada, enamorada de la moral. La violenta reacción 
de rechazo hacia los valores normativos no es una 
cólera moral a la inversa, ni una caricatura de in­
dignación moral, es más bien el frenesí de una con­
ciencia desdoblada, crucificada, desgarrada por su 
insoluble contradicción. Cuanto más sagrado y reve­
renciado como tal es el valor tanto más escandalosas 
y triviales son las manifestaciones de desprecio cí­
nico: ¡escupir, vomitar, rechazar! Ningún gesto es lo 
bastante enérgico como para expresar la repugnancia 
cínica, la voluntad cínica, de expulsar de nuestra vi­
da, de nuestra substancia, de eliminar de nuestro ser 
en general los valores considerados más santos: los 
valores morales son considerados contrarios a la vida. 
El cínico se hace más malo de lo que es. En su im­
potencia por ahogar del todo la irreprimible necesi­
dad moral, para acallar la «voz de la conciencia», 
apaga con el escándalo de sus imprecaciones y de sus 
anatemas esta débil voz que, en un imperceptible su­
surro, persiste en su insistente murmullo. Como si 
exorcizara o, al menos, desactivara al mal profe­
sándolo en alta voz... o mejor a voz en grito. Se di­
ría que se inmuniza a sí mismo mágicamente por los 
excesos mismos del lenguaje y las abominables inju­
rias. Los blasfemos comprueban experimentalmente 
que Dios no es irascible, que a Dios no puede desa­
fiársele ni ofendérsele, que lo divino está más allá 
de nuestros ridículos e impotentes antropomorfis­
mos. El discurso cínico es, a pesar suyo, una especie 
de coartada; su misma intemperancia es reveladora. 
Así pues, no cabe otorgar excesiva importancia a la 
retórica del juramento y la palabrota. Citando a
44
Eudoxo de Cnido,8 que era a la vez un teórico del 
hedonismo doctrinal y un sabio de muy austeras cos­
tumbres, Aristóteles se expresa aproximadamente 
como lo hace Bergson:3 4 no escuchéis lo que dicen, 
mirad lo que hacen. Nada es tan convincente, ni de­
cisivo, ni revelador de una sincera intención como el 
compromiso en la efectividad del hacer; lo único que 
cuenta es el ejemplo que da el filósofo en su vida 
y en sus actos.5 ¡No hay testimonio más auténtico y 
convincente que éste! Por otra parte, éste era, según 
los Antiguos, el caso de Antisteno, filósofo dividido, 
cínico por doctrina y asceta por el ejemplo de su vi­
da; y tal es también la ambigüedad del cinismo en 
general, doctrina antidoctrinal que prefería el ejer­
cicio y la pena a la especulación y que, más allá de 
todos los conformismos, políticos, sociales o verba­
les, soñaba quizá con un imposible, con una invivible 
pureza.
Para evitar las peligrosas tentaciones de la ambi­
valencia y para que la moral no se perjudique en 
nada, el hedonismo se cuida con frecuencia de reco­
nocer, de derecho y de iure, el valor normativo del 
placer; el placer y el instinto no son sólo rehabilita­
dos, sino que son directamente sacralizados; la na­
turalidad no queda simplemente justificada, sino tam­
bién santificada; una inyección de valor ha transfi­
gurado de antemano, ha moralizado, este atractivo 
objeto que fue anteriormente objeto de aversión. El 
hedonismo se convierte, así, en una especie de reli­
gión cuyas misas negras se atreve a celebrar el volup­
3. Eth. Nic., X, 2, 1172 b 15-16.
4. Deux sources de la morale et de la religión, págs. 26, 
149, 172 y 193 de la edición francesa.
3. Véase Jenofonte, Memorables, IV, 4, 11: «
45
tuoso. «Dios es quien ordena los besos prohibidos.» 
Gabriel Fauré puso en música estas palabras aparen­
temente sacrilegas en su Shylock. El mismo Sade, 
cuando invoca el instinto, ha encontrado sin duda el 
medio de sacralizar el sacrilegio, de valorizar el anti­
valor y la naturalidad de lo que es contra natura, 
de conferir una monstruosa legalidad al nihilismo del 
absurdo. Pero, sobre todo, tanto si los pensadores se 
plantean el culto del placer sensible como $¡ parten 
del inmoralismo provocador de los cínicos, puede 
afirmarse sin riesgos que son todos unos moralistas 
y lo son aún más aquellos que menos lo parecen. Es 
imposible encontrar una doctrina filosófica que pue­
da mantener con rigor la apuesta de la indiferencia 
respecto de cualquier toma de posición moral: una 
diferencia, aunque sea infinitesimal, entre mal y bien, 
una parcialidad imperceptible, una invisible polari­
dad, es decir un prejuicio, pueden detectarse siem­
pre; sin el principio elemental de la preferencia inci­
piente, sin un mínimo «más-que», ni la elección ni 
la vida ni el movimiento serían posibles. Además, el 
inmoralismo absoluto tiene algo de cadavérico. AI ni­
velar a la vez las decisiones drásticas de la voluntad 
y las disparidades dramáticas de la emoción, el in­
moralismo se dirige, no a seres humanos apasiona­
damente afectados, sino a momias. El cardiograma 
moral es plano y la carga de afectividad cae a cero. 
¡La moral, vilipendiada, asesinada por los grupos lla­
mados amorales, se refugia bajo otras apariencias en 
los «códigos» de sus categorías sociales! Los apa­
ches tienen un «honor» y las prostitutas observan 
gratuitamente ciertas reglas de camaradería desinte­
resada o de piedad filial. La moral tiene siempre la 
única palabra: asediada, perseguida por el inmoralis­
mo, pero no nihilizada, sabe toda clase de revanchas
46
y de coartadas; se regenera hasta el infinito, renace 
de sus cenizas para salvaguardamos, ya que no se 
puede vivir sin ella.
47
La evidencia moral es a la vez equivoca y 
unívoca
1, Ambigüedad del maximalismo, excelencia de ¡a 
intermediaridad
La moral es inasible no sólo porque, al desafiar 
la alternativa espacial del dentro-fuera, es a la vez 
englobante y englobada, y porque no puede localizar­
se ni señalarse su lugar, sino porque es a la vez equí­
voca y unívoca. Esta segunda ambigüedad, que tor­
na evasiva su naturaleza intrínseca, agrava los efec­
tos de la primera. Ensayo de ética paradójica: ¡éste 
es el subtítulo que Nicolás Berdiaev utiliza en su 
obra Del destino del hombrel,1 Pero, ¿es que puede 
concebirse una ética que no sea paradójica y cuya 
única vocación sea justificar las ideas recibidas, los 
prejuicios y la rutina de la ética «dójica»? Ahora 
bien; la inversión paradojalógicaes tan sólo, quizá, 
una escapatoria verbal... Responde a la cuestión por 
la repetición de esta cuestión, es decir por el enun­
ciado mismo del misterio profesado. Abunda en el 
escándalo y el desafío. La alternativa desgarrante, la 
alternativa insoluble, falta de una posible solución, 
es zanjada por decisión «gordiana». Tal es la «locu­
ra» del sacrificio. Sin embargo, nos equivocaríamos
1. Ediciones «Je sers», traducción francesa, 1933.
49
si consideráramos este dilema como una coyuntura 
meramente teórica: aparece cuando no puedo salvar 
a la vez mi propia vida y la tuya, y cuando un caso 
de conciencia me obliga, aunque con una obligación 
absolutamente moral, dicho de otro modo con una 
obligación facultativa, a sacrificar la mía. Sea como 
fuere, ¡no es a la trascendencia platónica a la que hay 
que exigir una justificación del conformismo! La éti­
ca de Platón, al igual que su dialéctica, obedecen al 
impulso ascensional que le transporta a la región su­
blime, donde luce el sol del Bien. Sin embargo, si 
el designio del hombre moral no es establecerse en el 
centro de la zona templada que Aristóteles llama el 
justo medio, ese designio tampoco es la elevación 
hasta la cima de la perfección ni hasta la cumbre del 
valor. En primer lugar, ¿qué hay de la culminación? 
Baltasar Gracián habla de un héroe en quien se da 
el summum de la perfección, en quien se encarna la 
perfección de las perfecciones; es el colmo de la ple­
nitud; en él todas las virtudes están en apogeo, él 
mismo es su parangón; es grandeza eminente y ma­
ravilla de maravillas; el ramo de flores más raras, 
de más exquisitos perfumes, de más espléndidos colo­
res, pone en evidencia y de manifiesto su excelencia. 
Cuando se unen en la misma corona todos los ele­
mentos de la sabiduría, sin exceptuar ni una sola per­
fección, como, por ejemplo, en el caso del hombre 
de bien o del anciano al final de sus días, la expe­
riencia del sabio derrama sabios consejos, razona­
bles y serenas sentencias, cual manso manantial: el 
sabio omniperfecto, en el cénit de su excelencia, deja 
fluir benefactoras y apaciguantes palabras. Así es 
también la sabiduría estoica, en la que todas las vir­
tudes son una sola y misma virtud. Sin embargo, la 
negatividad queda ya sobrentendida en esta cxcelen-
50
cia, al igual que la terminación ( xé\6<: ) queda ya im­
plícita en la perfección: el acabamiento tan pronto 
dice sí como dice no, según se mire hacia acá o hacia 
allá, o, dicho de otro modo, según el lado que se mi­
re. Al hablar de su héroe,2 Baltasar Gracián define 
así, poco más o menos, la séptima «excelencia»: el 
héroe es el primero en todo, el primero en todas 
partes; en resumen, merece el premio de excelencia; 
es el más grande, bate todos los récords: no se puede 
subir más alto, ni ir más lejos; trátese de prioridad o 
de primacía (según Plotino), de majestad o de «ma- 
ximidad» (según Nicolás de Cusa), una limitación 
tácita va dialécticamente implícita en la supremacía 
del superlativo relativo; o, más sencillamente, el su­
perlativo relativo es el límite extremo y supremo del 
comparativo. El límite es, pues, esencialmente ambi­
guo: en relación a las grandezas de la empiria, es 
el apogeo, pero, en relación a la metempiria, es lo 
que no puede superarse ni sobrepasarse; es un ré­
cord insuperable-insobrepasable que al mismo tiem­
po alude a una imposibilidad. ¡Ésta es la debilidad 
de su fuerza! Existe en el «máximum» del maximalis- 
mo, al igual que en los extremos del extremismo, una 
duplicidad constitucional que le da toda la miseria y 
toda la impotencia de las sobrepujas puramente cuan­
titativas. El hombre de la medianía se acomoda fácil­
mente a un máximum autorizado por el destino: ¡se 
encuentra adaptado de antemano a ese superlativo 
tan relativo! —El superlativo relativo es el límite ex­
tremo del comparativo, pero es del mismo orden y 
de la misma especie que este comparativo: difiere de 
él simplemente en el más-o-menos dentro de la serie 
ordinal, escalar y continua de las magnitudes. Asimis-
2. El héroe, V II: «Excelencia de primero».
51
mo, y en la terminología de Aristóteles, los contra­
rios, lejos de excluirse el uno al otro como los con­
tradictorios, son los dos polos extremos de una misma 
zona intermedia: los extremos opuestos forman am­
bos parte del lado de acá. Si se miran los contrarios, 
los grados de la comparación o la temporalidad gene­
ral, todo sigue estando en los límites de lo interme­
dio: la contrariedad, que es una extrema diferencia, 
una diferencia aguda, pero siempre una simple dife­
rencia de grado; el otro, que es otro yo mismo y si­
gue siendo siempre, se haga lo que se haga, una al- 
teridad egomórfica; el superlativo empírico que es, 
en suma, un comparativo extremo; la terminación 
empírica, que forma todavía parte de la continuación 
y es un eslabón en el encadenamiento del interva­
lo... Toda perfección, si es que la hay, se inscribe 
fatalmente en el registro de la inmanencia y de las 
magnitudes medias. La cosa perfecta es cosa cumpli­
da o acabada, en el sentido estático del participio 
pasado pasivo. El dogmático ha decretado arbitraria­
mente que convenía mantenerse ahí: ¡ dvá-po) orfjvai! 
El idólatra ha designado a su ídolo como el nec plus 
ultra de toda comparación y de toda búsqueda; la 
búsqueda, por tanto, ha terminado antes de iniciar­
se; el idólatra se dice al contemplar a su ídolo: no 
toquemos nada más, ¡es suficiente! Al modelo mis­
mo, de todos admirado, se atreve a decirle, cual fo­
tógrafo durante la sesión: sobre todo, no te muevas, 
eres perfecto. ¡Es del todo evidente que un máximum 
reducido a las dimensiones de un quantum determi­
nado, asignable y unívoco, no tiene significación mo­
ral alguna! Lo que buscábamos no es una totalidad 
cerrada, una totalidad en acto al término de una to­
talización: lo que buscábamos es evasivo hasta el in-
52
finito. Nuestro punto de mira está situado más allá 
de cualquier horizonte.
En una óptica antropocéntrica, los extremos ( te! 
¿xpa ) forman parte del lado de acá y, recíproca­
mente, el medio puede ser a su manera un apogeo 
muy relativo. Si el primado que el extremismo sim­
plista ambiciona es, de hecho y con mucha frecuen­
cia, un superlativo de lo más burgués, la mediocri­
dad, en la que la filosofía de la «medianía» se ins­
tala complacida y hace profesión de ella, puede ser 
en ciertos casos una culminación y una especie de 
punto álgido. Pero, mientras el máximum del maxi- 
malismo se encuentra aparentemente encaramado en 
el más alto grado de la escala, la filosofía del juste 
medio apunta, en el centro, a lo óptimo y al opti­
mismo que es la filosofía de este óptimo. La vida 
media, embotada y obtusa en su rutina, se asienta, 
así, en la fina punta del justo medio. Por oposición 
al máximo, superlativo cuantitativo, el óptimo, su­
perlativo axiológico, supone cualidad y valor. ¿Aca­
so el medio que Aristóteles nos recomienda no es 
un justo medio? La justicia, después de todo, es una 
virtud, y también la justeza, en cierto modo, lo es; 
el justo medio (|¿eodnr)c ) es, pues, normativo. Con 
mirada aguda, el espíritu mide, evalúa, determina la 
equidistancia del punto medio respecto de los dos 
extremos, exceso y defecto, situados a una y otra 
parte. Esta mirada aguda, que busca una determina­
ción unívoca, ¿no es acaso la forma óptica del espíri­
tu de agudeza? La equidistancia, que supone igual­
dad de relaciones, y la proporción misma son sím­
bolos de justicia. Sin embargo, emerge aquí la ambi­
güedad de este justo medio. Ciertamente la modera­
ción griega no está, como la intermediaridad de Pas­
cal, perdida entre dos infinitos, sino, al contrario, ar-
53
moniosamente adaptada a su finitud, perfectamente 
instalada en su justo medio, a medio camino entre 
el demasiado y el insuficiente, en perfecto equilibrio, 
al parecer, sobre la punta de su óptimo... ¡Perfecta­
mente — o, mejor, pasablemente! «Perfectamente» y 
«medianamente» tienden aquí a confundirse. La vir­
tud centrista

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