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Faur, E (2014) El cuidado infantil en el siglo XXI Mujeres malabaristas en una sociedad desigual Buenos Aires, Argentina Siglo XXI - Nancy Mora

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sociología y política
EL CUIDADO 
INFANTIL 
EN EL SIGLO XXI
mujeres malabaristas en una sociedad desigual
eleonor faur
grupo editorial
siglo veintiuno
siglo xxi editores, méxico siglo xxi editores, argentina
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS GUATEMALA 4824, C 1425 BUP
04310 MÉXICO, D.F. BUENOS AIRES, ARGENTINA
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28010 MADRID, ESPAÑA 28010 MADRID, ESPAÑA 08013 BARCELONA, ESPAÑA
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Faur, Eleonor
El cuidado infantil en el siglo XXI: Mujeres malabaristas en una 
sociedad desigual.- 1ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 
2014.
272 p.; 14 x 21 cm.- (Sociología y política)
 
ISBN 978-987-629-397-6 
 
1. Sociología.
CDD 301
© 2014, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.
Diseño de cubierta: Eugenia Lardiés
ISBN 978-987-629-397-6
Impreso en Altuna Impresores // Doblas 1968, Buenos Aires,
en el mes de julio de 2014
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en Argentina // Made in Argentina
Agradecimientos 11
Introducción 13
1. La organización social y política del cuidado 25
2. Mujeres malabaristas. Entre el cuidado familiar, 
 el mercado y los servicios públicos 55
3. La conciliación familia-trabajo. Derechos 
 en tensión 117
4. El maternalismo en su laberinto. Las políticas 
 de alivio a la pobreza 161
5. Modelo para armar. El cuidado fuera de casa 195
Consideraciones finales 245
Bibliografía 259
Índice
Para Anita, con la felicidad de acompañar su crecimiento 
y verla desplegar sus propias alas
Agradecimientos 
El cuidado infantil en el siglo XXI. Mujeres malabaristas en 
una sociedad desigual es fruto de una larga historia de investigación, 
de reflexión, de debates y lecturas, y también de aprendizajes que 
llegan con la vida cotidiana y de la mano de una extensa red de 
colegas, amigos, maestros, colaboradores y afectos cercanos. 
Para empezar, el libro reúne los resultados de investigaciones rea-
lizadas durante más de siete años, entre las cuales se incluye mi tesis 
de doctorado en ciencias sociales. Tesis que fue dirigida por Rosalía 
Cortés, una voz lúcida e inspiradora en la orientación del proce-
so investigativo. Muchos fueron también los colegas y amigos que 
me alentaron en los tiempos de escritura. Algunos atendieron mis 
dilemas o conocieron fragmentos del texto. Otros, aportaron mira-
das críticas que develaron matices dignos de ser de sarrollados para 
profundizar la enunciación original del texto. Otros, simplemente, 
estuvieron cerca y aportaron su compañía, alegría y afecto, com-
bustibles indispensables para acompañar una tarea. Especial men-
ción merecen Elizabeth Jelin, Valeria Esquivel y Shahra Razavi, con 
quienes compartí seminarios, talleres, proyectos, conversaciones e 
inquietudes que contribuyeron a la investigación original. También 
Marcela Cerrutti, quien, con la dedicación y el cuidado que le son 
propios, leyó un manuscrito final de este texto y aportó enriquece-
dores comentarios. Y mi amigo de siempre, Gabriel Kessler, quien 
ha sido un brillante consejero e interlocutor durante el camino.
En distintos momentos de la investigación, conté con colegas y 
colaboradoras de lujo que compartieron conmigo el compromiso 
de disponer de la mejor información posible. Me refiero a Nina 
Zamberlin, Sara Niedzwiecki, Marina Luz García, Marina Medan 
y Lovissa Ericson. 
12 el cuidado infantil en el siglo xxi
Gracias a cada una de las personas entrevistadas, por permi-
tirme acceder a sus ideas, sus historias y sus sueños. También a 
quienes desde sus instituciones me facilitaron información secun-
daria según mis necesidades: Martha Muchiutti, del Ministerio de 
Educación de la Nación, Augusto Trombetta y Carolina Ruggero, 
del Ministerio de Educación y del Ministerio de Desarrollo Social 
de la Ciudad de Buenos Aires respectivamente. Agradezco tam-
bién a Bárbara Belloc, por animarme a incorporar “burbujas de 
oxígeno” en la escritura.
Un viejo proverbio africano establece que, “para criar a un 
niño, hace falta toda una aldea”. Además de mi familia –y de su 
familia–, tantas amigas (y amigos), y tantas mujeres a lo largo de 
la vida contribuyeron a la crianza de mi hija. Agradezco a esta 
“aldea” que resultó clave para poder dedicar parte de mis horas 
al trabajo profesional y a la indagación académica. A mis padres, 
Perla Taranto y Roberto Faur: a ella, por alentar mis recorridos; a 
él, porque me enseñó que hasta los hijos varones de una cultura 
tradicional son capaces de transformarse y aprender a cuidar a los 
suyos con ternura y alegría. Y a mis hermanas, Emilce y Vanesa. 
Y, por último, agradezco de corazón a mi más preciado sol, a mi 
hija Ana Minujin, a quien dedico este libro.
Introducción
Yo, particularmente, entiendo que las políticas de edu-
cación inicial tienen mucho, muchísimo que ver con la 
mujer. Porque es la mujer la que es madre, la que tam-
bién sale a trabajar, y la que además tiene que pensar 
qué hace con sus crías…
directora nacional de nivel inicial, Ministerio de 
Educación de la Nación
Políticas públicas, instituciones privadas; trabajo pro-
ductivo, reproductivo y doméstico; transformaciones familiares, 
legislación y derechos laborales; condiciones de acceso a los ser-
vicios de educación y cuidado infantil, derechos de los niños y 
niñas; reformulaciones del rol “materno” y del “jefe de hogar”; 
mujeres y “crías”. Elementos heterogéneos de un complejo calei-
doscopio que comienza a transformarse en un problema social y 
político concreto (además de ser una problemática académica), 
que en este trabajo procuro explorar a partir de un conjunto de 
interrogantes que buscan reponer, en el curso de la investigación, 
la relación entre las partes. ¿Cómo regulan las políticas sociales 
los víncu los entre el cuidado familiar, el trabajo remunerado y 
las relaciones de género? ¿Qué derechos se establecen en esta 
construcción? ¿De qué forma las de sigualdades sociales se trans-
forman (o reproducen) en la organización social del cuidado in-
fantil en la Argentina? Y, en relación con la cuestión de género: 
¿cómo operan las distintas políticas públicas en la configuración 
de responsabilidades diferenciales según el género? ¿Cuáles son 
sus supuestos acerca del cuidado y hasta qué punto los de safían? 
14 el cuidado infantil en el siglo xxi
(¿O el cuidado de los niños es, para el Estado, competencia casi 
exclusiva de las madres?) Por último, ¿es necesariamente la mujer 
–madre, tutora o encargada– quien “tiene que pensar qué hace 
con sus crías”? 
La frase del epígrafe sintetiza con eficacia la trama –y el conflic-
to– del tiempo actual. Una época que entrecruza viejas y nuevas 
miradas sobre la organización del cuidado de niños y niñas. Suje-
tos que parecen aferrarse a la idea de las madres como responsa-
bles “naturales” de su atención –o de su gestión– y que, al mismo 
tiempo, entienden las políticas públicas como dispositivos nece-
sarios para proveer cuidados. Un tiempo que invita a dirigir la 
mirada social sobre un tema que históricamente fue considerado 
como parte de la esfera individual, doméstica y privada. 
Este libro coloca el cuidado infantil en el centro de atención, 
comprendiéndolo como una actividad vital para el bienestar de 
la población y como parte esencial de una organización social y 
política en la que intervienen, además de sujetos individuales, ins-
tituciones públicas y privadas. Se trata de conocer y explicar la 
interacción entre la organización doméstica del cuidado infantil 
y la oferta de servicios públicos accesibles en la Argentina con-
temporánea (en forma de normas vinculadas con el cuidado, con 
servicios de atención de la primera infancia o de transferencia de 
ingresos a los hogares). También se trata de indagar el modo en 
que los hogares de distintos niveles socioeconómicos y sus miem-
bros (en función de su género)acceden a dichos servicios. Se tra-
ta, en última instancia, de comprender la organización social del 
cuidado en la Argentina contemporánea para identificar los de-
safíos que permitan proponer transformaciones hacia una nueva 
forma de organización, atenta a los derechos y las necesidades de 
mujeres, hombres, niños y niñas.
A lo largo de la historia, el cuidado fue considerado una actividad 
predominantemente femenina y maternal. Al atribuir este hecho 
a un rasgo propio de las mujeres –su capacidad de procreación–, 
la división sexual en la responsabilidad del cuidado se extendió 
mucho más allá de los de signios biológicos, y se tornó uno de los 
nudos críticos de la construcción social del género. Sustentado 
introducción 15
en el amor y en el mito del “instinto maternal”, el cuidado de los 
niños quedó amparado por el trabajo cotidiano y silencioso de las 
madres, constituyéndose en el imaginario colectivo en un rasgo 
característico de la figura del “ama de casa”, y confinado, junto 
con ellas, al espacio doméstico, privado. 
Un determinado modelo de familia, con papeles y territorios 
diferenciados para hombres y mujeres, sostenía este ordenamien-
to. Los hombres eran los encargados de la provisión económica 
del hogar, de las decisiones políticas de la comunidad, del de-
sarrollo de las artes y las ciencias, y de todo aquello que formara 
parte de la esfera “pública”. El contrato social (o, más bien, el 
“contrato sexual”, como lo caracterizó Pateman en 1988) estable-
cía que serían reconocidos por de sempeñar esos deberes de un 
modo eficaz, y sancionados cuando así no lo hicieran. El “jefe de 
hogar”, trabajador de tiempo completo durante su ciclo de vida 
adulta, se constituía, según la lógica de ese orden, en el titular 
responsable de los beneficios y los derechos sociales para su es-
posa e hijos. A su vez, las mujeres debían responder a las expec-
tativas adscriptas a lo que se llegó a denominar “rol emocional” 
(Parsons y Bayles, 1955), que incluía, en el discreto encanto de la 
vida doméstica, la responsabilidad de mantener la casa limpia y la 
familia alimentada, saludable y feliz. De esta manera, el modelo 
de familia con “varón proveedor” y “mujer ama de casa” sentó las 
bases funcionales de determinada economía social y política, cuyo 
correlato fue una ideología de franca división entre las esferas de 
lo público y lo privado, que establece, además de fronteras, jerar-
quías entre hombres y mujeres: la valoración de la esfera pública 
y del papel atribuido a los hombres era significativamente mayor. 
Todo esto, justificado por un único modelo de familia y pareja; 
léase: nuclear, monógama, legalmente constituida, heterosexual 
y “para toda la vida”. 
El andamiaje simbólico cooperó de forma eficaz con esta divi-
sión sexual del trabajo y su consiguiente distribución de sigual de 
poder entre hombres y mujeres, sazonando las instituciones y las 
prácticas cotidianas con la conformación de imágenes de masculi-
nidades asociadas a un modelo de productividad y racionalidad, e 
imágenes sobrevaloradas de lo que significa ser una “buena esposa 
16 el cuidado infantil en el siglo xxi
y madre” –presunta aspiración de cualquier mujer “decente” y “de 
buen corazón”–. Hasta bien avanzado el siglo XX, el de sarrollo de 
las instituciones de gobierno acompañó este régimen de género 
mediante leyes de familia (que depositaban la responsabilidad de 
la patria potestad y el establecimiento del domicilio familiar en 
los varones) y laborales (en las que las mujeres eran vistas sobre 
todo como “madres”, mientras que no establecían relación alguna 
entre la responsabilidad de la paternidad y la del “trabajador”), y 
por medio de la provisión de servicios de bienestar, incluidos los 
educativos y de salud (que no buscaban adecuarse a los horarios 
de jornadas laborales, al presuponer la disponibilidad de las mu-
jeres para adaptarse a ellos). 
Las mujeres eran concebidas ante todo como madres, y las ma-
dres, como “las mejores cuidadoras posibles”. Así, el ideal mater-
nalista y la “maternalización de las mujeres” filtraron institucio-
nes, prácticas y representaciones sociales durante largo tiempo, 
por medio de un conjunto de políticas públicas afines a esta ideo-
logía (Nari, 2004). Quizá la eficacia de esta construcción consis-
tió en establecer cierto sentido común que hizo pensar que este 
ordenamiento gravitaba sobre determinado “equilibrio” social 
(Esping-Andersen, 2009). 
Pero, ya se sabe, las mujeres y los hombres son diversos, y las 
identidades y las relaciones de género están sujetas a cambios 
y conflictos. Porque tanto las personas como las familias de-
sarrollan sus vidas en ciertos contextos histórico-sociales –que son 
dinámicos–, y en esa urdimbre es inevitable que lleguen a revelar 
texturas lo suficientemente complejas como para superar ese or-
denamiento estereotipado de individuos, grupos familiares y rela-
ciones sociales de género. 
En las décadas más recientes, en la Argentina y en buena parte 
de los países de América Latina, las mujeres ingresaron en forma 
masiva al mundo del trabajo, a partir de las sucesivas crisis econó-
micas, pero también de su mayor autonomía. En la actualidad, el 
modelo de mujer que se de sempeña como madre y ama de casa de 
tiempo completo (es decir, como “cuidadora” exclusiva) dejó de 
ser extendido, y aun de seable para buena parte de la población. 
introducción 17
El porcentaje de mujeres cónyuges cuya ocupación principal son 
los quehaceres domésticos descendió casi un 20% en menos de 
diez años en la región, donde pasó del 53% en 1994 al 44,3% en 
2002 (Cepal, 2004). A su vez, entre 1990 y 2007, la proporción de 
mujeres entre los 25 y los 54 años que trabajan o buscan hacerlo 
se incrementó un 20% (Cepal, 2009). Y las familias también cam-
biaron. Aumentaron los hogares encabezados por mujeres en casi 
todos los países y en los distintos estratos sociales, engrosando la 
proporción de aquellos en que las mujeres son las únicas percep-
toras de ingresos. Crecieron globalmente las uniones consensua-
les y los divorcios, y en la Argentina se sancionaron las leyes de 
“matrimonio igualitario” y de “identidad de género”, que garanti-
zan derechos a homosexuales, travestis y transexuales. Asimismo, 
se incrementó la esperanza de vida, mientras que descendieron 
las tasas de fecundidad, lo que ha transformado –y puede hacerlo 
aún más, prospectivamente– la estructura etaria de la población. 
En conjunto, todas estas transformaciones dejaron atrás aque-
lla forma de organización social y familiar: el modelo de mujeres 
que actúan como madres, cuidadoras y amas de casa de tiempo 
completo como forma de estructuración del cuidado extendida o 
incluso de seable para buena parte de la población. Por supuesto, 
semejantes cambios generaron nuevas demandas y requerimien-
tos a las instituciones públicas y privadas. ¿En qué medida el Es-
tado, mediante arreglos normativos e institucionales, se adaptó a 
las nuevas necesidades surgidas a partir de las transformaciones 
sociales? A lo largo de las próximas páginas exploraremos dicho 
interrogante. Pero antes, cabe señalar someramente qué entende-
mos por “cuidado”. 
El cuidado es un elemento central del bienestar humano, pero 
sus límites son particularmente difíciles de establecer en una defi-
nición. Si hasta la década de 1980 la noción de “cuidado infantil” 
se enmarcaba en los estudios sobre el trabajo reproductivo, y su 
consideración en la esfera de lo público estaba asociada en mayor 
medida a la dotación de servicios para mujeres trabajadoras, en 
los años noventa comenzó a delinearse un giro en su conceptua-
lización. El cuidado fue pensado en términos de una ética en las 
18 el cuidado infantil en el siglo xxi
relaciones interpersonales, y por último fue reconocido con un 
enfoque más amplio e integrador, que consideraba la acción y la 
agencia de las personas en el sostenimiento de su entorno. Así, 
Joan Tronto (1993: 103) definió el cuidado como “las actividadesde la especie que incluyen todo lo que hacemos para mantener, 
continuar y reparar el mundo en el que vivimos, haciéndolo lo 
mejor posible”. Una descripción interesante y extensa, que en-
tiende el cuidado como toda acción que pueda ser calificada 
como sustantiva para mejorar nuestro entorno y que excede las 
relaciones interpersonales. En 2000, Mary Daly y Jane Lewis pre-
sentaron una definición del concepto de “cuidado social” algo 
más acotada, que abarca las distintas interacciones personales e 
institucionales. Para ellas, el cuidado involucra: “Las actividades y 
relaciones orientadas a alcanzar los requerimientos físicos y emo-
cionales de niños y adultos dependientes, así como los marcos 
normativos, económicos y sociales dentro de los cuales estas son 
asignadas y llevadas a cabo”. 
Con esta interpretación, asumimos que en las actividades de 
cuidado participan, de forma directa o indirecta, no sólo las fami-
lias y hogares, sino también el Estado –mediante la provisión de 
servicios, la regulación de los tiempos del trabajo remunerado o 
la transferencia de ingresos–, el mercado, las empresas –por me-
dio de la provisión de empleo y servicios mercantiles– y diversas 
organizaciones de la comunidad (Razavi, 2007; Faur, 2009). Parti-
mos del supuesto de que, aun cuando en la provisión de cuidado 
intervienen distintas instituciones públicas y privadas, el Estado 
cumple un papel central, ya que actúa simultáneamente como un 
agente proveedor de servicios y como un ente regulador de las 
contribuciones de otros “pilares del bienestar” (en términos de 
Esping-Andersen, 1990): el mercado, las familias o las asociacio-
nes civiles en dicha oferta. De modo que el objeto del libro no es 
el cuidado definido como una tarea y una práctica individual (o a 
lo sumo interpersonal), sino más bien como el tramado social que 
interviene y atraviesa esas actividades. 
Nos adentraremos, entonces, en la exploración de la organiza-
ción social y política del cuidado infantil en la Argentina, entendido 
este como la configuración que surge del cruce entre las institu-
introducción 19
ciones que regulan y proveen servicios de cuidado y los modos en 
que los hogares de distintos niveles socioeconómicos y sus miem-
bros acceden, o no, a ellos (Faur, 2009). 
Este abordaje convierte el cuidado en una categoría relevante 
del análisis social. Al mismo tiempo, supone una mirada crítica 
sobre cómo inciden las políticas sociales en la dinámica de los 
hogares y en las relaciones de género. En primer lugar, introduce 
la cuestión del cuidado en el examen de dichas políticas, incluso 
cuando estas no lo plantean en su diseño ni en su implementa-
ción. En segundo término, vuelve visible el impacto de género 
que estas intervenciones acarrean, en la medida en que –por ac-
ción u omisión– o bien asocian a las mujeres-madres con el cui-
dado infantil y el cuidado infantil con una actividad propia del 
ámbito privado-familiar, o bien buscan garantizar la provisión de 
servicios que permitan delegar parte de esos cuidados en otras 
instancias, lo que facilita una mayor autonomía de las mujeres y su 
posible inserción en el mercado de trabajo remunerado. 
La categoría de cuidado nos coloca frente a un problema clásico 
de la sociología: la relación entre sujetos y estructuras, entre perso-
nas e instituciones, que cobra otro carácter cuando incorporamos 
un enfoque de género. Por un lado, la orientación de las políti-
cas estatales se sustenta en determinados supuestos acerca de los 
sujetos a quienes están destinadas, imágenes que delimitan sus 
derechos y responsabilidades (por ejemplo, los de las madres tra-
bajadoras o los de las madres pobres). En ese acto, las instituciones 
determinan qué roles, funciones y responsabilidades atañen a los 
distintos grupos (en ocasiones, amplían derechos sobre la base de 
la universalidad; otras veces, agudizan de sigualdades preexisten-
tes). De modo complementario, son los individuos (de acuerdo 
con sus necesidades y posibilidades) quienes, en última instancia, 
interpretan y resignifican esas estructuras, de modo que el orden 
definido por medio de las instituciones es materia de constante 
transformación.
La propuesta del libro, entonces, invita a comprender la organi-
zación social y política del cuidado infantil en el contexto argen-
tino, entendida esta como la configuración dinámica de la ofer-
20 el cuidado infantil en el siglo xxi
ta de servicios estatales, mercantiles, comunitarios y familiares, y 
como el modo en que distintos actores y hogares se benefician de 
ellos. Esta perspectiva coloca al cuidado como una puerta de en-
trada que nos permitirá examinar el estado de la protección social 
en nuestro contexto, los supuestos sobre los cuales se sustenta, 
cómo se definen las relaciones sociales de género ya entrado el 
tercer milenio, y cómo se persigue –o no– la igualdad de opor-
tunidades y derechos entre géneros, y entre mujeres y niños de 
distintas clases sociales. 
Nuestra principal hipótesis es que, en la Argentina, la organiza-
ción social del cuidado infantil refleja y reproduce de sigualdades 
de clase entre mujeres (al asignar diferentes responsabilidades y 
beneficios a madres de distintos grupos socioeconómicos) y entre 
niños (al proveer distintos tipos y calidades de servicios de cuidado 
a niños de distinta inscripción social, en lugar de proveer “igualdad 
de oportunidades”). En el plano de la realidad, debemos tener en 
cuenta que, en un país que se ha tornado altamente de sigual en 
el terreno socioeconómico y que, pese a las significativas mejoras 
recientes, continúa albergando un alto porcentaje de la población 
en situación de pobreza, la intervención estatal presenta una di-
versidad de rostros para el abordaje de distintos grupos y sujetos. 
Desde esta perspectiva, el cuidado infantil aparece como un terri-
torio en el que las históricas de sigualdades de género se acentúan, 
en especial entre la población más pobre, a riesgo de reproducir 
de sigualdades socioeconómicas. De ahí se desprende la metáfora 
que se integra al título de este volumen, y que sintetiza su argumen-
to: los malabares, las mujeres malabaristas. Hoy en día, las políticas 
públicas descansan en los verdaderos malabares que, de forma co-
tidiana, realizan las mujeres. Por consiguiente, es necesario revisar 
esos supuestos, esas dinámicas, esa configuración. 
El primer capítulo del libro es conceptual, presenta los antece-
dentes teóricos en torno al cuidado, así como sus víncu los con la 
literatura sobre los regímenes de bienestar y las teorías feministas, 
y propone establecerlo como una categoría de análisis social. Así, 
se busca poner en diálogo la perspectiva teórica y el contexto so-
cioeconómico y demográfico de la coyuntura nacional, a fin de 
introducción 21
aportar el mapa conceptual necesario para profundizar el aná-
lisis de la organización social y política del cuidado para el caso 
argentino. 
En el capítulo 2, la investigación se ubica en el nivel microso-
cial, para indagar cómo los hogares, las familias y especialmente 
las mujeres-madres organizan el cuidado de sus hijos e hijas me-
nores de 5 años, compatibilizándolo –o no– con su participación 
en el mercado de trabajo remunerado. Ese estudio refleja un con-
junto de estrategias que van desde la persistencia del modelo de 
“madres de tiempo completo” hasta la institucionalización de la 
atención de los niños por medio de jardines de infantes estatales 
o privados. Desde las perspectivas de los hogares, esa exploración 
permitirá identificar la participación de las instituciones públicas 
y privadas en el cuidado de niños y niñas menores de 6 años, y 
contrastar la oferta de servicios con el análisis de su demanda real 
y potencial, lo que destaca la situación particular de los sectores 
populares urbanos en el Área Metropolitana de Buenos Aires 
(AMBA). A partir de ahí es posible dilucidar en qué medida las 
mujeres del AMBA se perciben como sujetos de derecho en torno 
al cuidadoinfantil.
En los capítulos 3, 4 y 5 se realiza un ejercicio de lectura trans-
versal sobre una serie de políticas, planes y programas sociales 
implementados en la Argentina entre 2002 y 2010. El objeto de 
esta revisión es evaluar las respuestas institucionales disponibles 
frente a las nuevas necesidades de cuidado social, y explorar en 
qué medida el Estado regula o provee servicios para garantizar 
el cuidado infantil. Se analizan el diseño y la implementación de 
acciones o intervenciones políticas que funcionan en distintos ni-
veles y con distintos destinatarios, e impactan, de forma directa o 
indirecta, en la organización del cuidado. Dicho análisis permite 
indagar cómo las políticas sociales contemporáneas definen –o 
no– el cuidado como un derecho. 
En el capítulo 3, se examina la regulación legal del víncu lo 
entre mercado de trabajo y cuidado. Se analiza, en particular, la 
legislación laboral argentina en relación con los derechos protegi-
dos para el cuidado infantil: la regulación de servicios, beneficios 
o transferencias, los criterios de elegibilidad para acceder a ellos, 
22 el cuidado infantil en el siglo xxi
y los resultados de su puesta en práctica en torno a la estratifica-
ción (o fragmentación) de los derechos de ciudadanía. Asimismo, 
se explora su relación con los arreglos de trabajo y cuidado de 
trabajadores del sector formal de la economía.
El capítulo 4 se adentra en el análisis de tres programas de alivio 
de la pobreza aplicados en la Argentina en la primera década del 
siglo XXI, y destinados a hogares pobres con hijos menores de 18 
años: el Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados, el Programa Fa-
milias por la Inclusión Social y la Asignación Universal por Hijo. 
Partiendo de un análisis de género de dichas intervenciones, se 
reconstruye el modo en que el Estado interviene en la interacción 
entre familia, trabajo y políticas sociales, y define responsabilida-
des en torno al cuidado.
El capítulo 5 abre un nuevo espectro al indagar el diseño, las 
regulaciones, las lógicas institucionales y la cobertura de los ser-
vicios de cuidado infantil en el país. Se trata de instituciones del 
sector educativo en el nivel inicial –jardines de infantes y ma-
ternales– y algunas ofertas alternativas, como los centros de de-
sarrollo infantil y los jardines comunitarios. Se entiende el “cui-
dado fuera de casa” como un “modelo para armar”. El análisis 
empírico concluye explorando las oportunidades y los de safíos 
para la provisión de servicios públicos que permitan desfami-
liarizar y desmercantilizar el cuidado de niños y niñas hasta los 
5 años. En este punto, contaremos con la información (a nivel 
macro) necesaria para reinterpretar los datos empíricos recaba-
dos en el AMBA y analizados en los capítulos 2 y 3, e hilvanar las 
distintas partes del libro.
De esta manera, El cuidado infantil en el sigo XXI explora, desde 
distintos intersticios y perspectivas, cómo se organizan los cuida-
dos de niños y niñas desde el nacimiento hasta los 5 años en la 
Argentina contemporánea. El texto propone un análisis dinámi-
co de la oferta y demanda de servicios de cuidado infantil en el 
país, y hace foco sobre las necesidades y estrategias de las familias 
de sectores populares y medios, con hijos pequeños. Forma parte 
de su de sarrollo el examen del diseño, los enfoques prevalentes, 
los derechos protegidos y las coberturas de servicios de cuidado 
infantil de la oferta institucional (sin descontar los modos en que 
introducción 23
estos “proveedores de cuidado” entienden el papel social que de-
sempeñan). Y, por último, en las conclusiones, se recuperan los 
principales hallazgos de la investigación y se identifican los desa-
fíos en torno a la construcción de una política de cuidado infantil 
integral, sustentada en los principios de derechos universales para 
niños, niñas, hombres y mujeres en la Argentina contemporánea. 
estrategia metodológica
La investigación se basa en la producción y el análisis de infor-
mación primaria y secundaria a partir de una triangulación me-
todológica. Los diseños y coberturas de políticas se examinaron 
a partir del análisis de leyes, regulaciones, planes y programas 
estatales, y la sistematización y análisis de datos cuantitativos. El 
análisis sobre planes y políticas educativas se complementó, a 
su vez, con diez entrevistas en profundidad a actores vinculados 
al proceso de discusión de la Ley Nacional de Educación (deci-
sores) y con trece funcionarios y directivos a cargo de políticas, 
principalmente educativas, lo que suma un total de veintitrés 
entrevistas a decisores. Estas entrevistas fueron financiadas por 
el UNRISD y desarrolladas con la asistencia de Lovissa Ericson.
Para ahondar en la relación entre la oferta y la demanda de 
servicios de cuidado, recuperamos el relevamiento de dos inves-
tigaciones previas, de corte cualitativo, de sarrolladas entre 2007 
y 2009. 
Por un lado, recorrimos dos barrios del AMBA (La Boca y Ba-
rrufaldi). Allí entrevistamos a treinta y un hombres y mujeres con 
niños de hasta 5 años para conocer las estrategias de cuidado que 
de sarrollaban, y a veinte mujeres que se de sempeñaban en ser-
vicios de cuidado (directoras, docentes, supervisoras y adminis-
trativas de jardines de infantes, centros de de sarrollo infantil y 
jardines comunitarios). Por otro lado, recuperamos un corpus de 
treinta y dos entrevistas a trabajadores y trabajadoras de distintos 
niveles ocupacionales, incluidos responsables de áreas de gestión 
de recursos humanos, en ocho empresas del AMBA, que permiten 
24 el cuidado infantil en el siglo xxi
enriquecer la perspectiva, ampliar el abanico socioeconómico de 
los entrevistados y sumar la mirada de la gestión de las empresas.1
En ese entretejido, identificar y analizar la relación entre la 
oferta de servicios de cuidado infantil y su demanda nos permiti-
rá conocer las condiciones de vida de las mujeres y los niños, las 
formas en que el Estado se ha adaptado (o no) a los nuevos roles 
sociales, públicos y familiares de las mujeres contemporáneas, e 
iluminar la situación de las instituciones y la cultura (en térmi-
nos de la valoración del cuidado como bien social, y de la igual-
dad de derechos como horizonte político) en nuestro contexto 
particular.
A lo largo del análisis, se procuró de sarrollar un lenguaje inclusi-
vo pero, a fin de no hacer tediosa la lectura, en muchos casos se 
optó por el uso del masculino sin distinción de género.
1 La primera de estas investigaciones se enmarca en un proyecto lleva-
do adelante en el Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES), 
Unpfa y Unicef (véase Faur, 2012). La segunda, en una investigación 
del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social y la Cepal (véa-
se Faur y Zamberlin, 2008).
1. La organización social 
y política del cuidado
“Ahora todo el mundo habla de cuidado”, observó, con 
justeza, una funcionaria de la cancillería argentina que estaba a 
cargo de organizar unas jornadas internacionales sobre trabajo y 
género. En efecto, al día de hoy, en los países de Europa y Nor-
teamérica, y de manera creciente también en América Latina, el 
análisis del “cuidado” se ha convertido en un campo de estudio 
específico. Pero ¿acaso todo el mundo habla de lo mismo cuando 
–desde el mundo académico o el político– se refiere al cuidado? 
El estudio sobre el cuidado se ha utilizado principalmente: a) 
para dar cuenta de la experiencia de vida de las mujeres; y b) 
como una herramienta analítica de las políticas sociales (Daly, 
2001). Por una parte, los estudios dedicados a caracterizar la car-
ga y distribución de trabajo que supone el cuidado en el nivel 
micro aplican –y perfeccionan– metodologías para la medición 
del uso del tiempo que se destina a las tareas reproductivas y de 
cuidado de personas. Para eso, se de sarrollan encuestas represen-
tativas que buscan ponderar el tiempo que hombres y mujeres 
dedican a actividades remuneradas y no remuneradas, la carga 
total detrabajo de unos y otras, la variación en la inversión de 
tiempo de trabajo doméstico o de cuidado en distintos tipos de 
hogares, según clase social y disponibilidad de servicios públicos, 
entre otras dimensiones (Budlender, 2007; Esquivel, 2012; Agui-
rre y Batthyány, 2005, entre otros). Los resultados de las encuestas 
de uso del tiempo son más elocuentes (o literales) que sorpren-
dentes: en todos los contextos, la participación de las mujeres en 
tareas domésticas no remuneradas y su costo horario en este tra-
bajo no sólo es mayor al de los hombres, sino que es, también, sig-
nificativamente más importante que su aporte general al mundo 
26 el cuidado infantil en el siglo xxi
del trabajo remunerado. Esto demuestra que la visión tradicional 
de las mujeres como esposas, madres y cuidadoras entra en ten-
sión con su autonomía, en especial cuando ingresan al mercado 
de trabajo remunerado (Jelin, 2010). Por otra parte, los análisis 
del nivel macro conllevan otros de safíos conceptuales y metodoló-
gicos, que involucran el examen del papel del Estado en la organi-
zación social del cuidado, y constituyen el marco analítico sobre el 
cual se asienta nuestra investigación. Para abarcar esta dimensión, 
utilizaré el concepto de “organización política y social del cuida-
do” a fin de aludir a la configuración que surge del cruce entre 
las instituciones que regulan y proveen servicios de cuidado y los 
modos en que los hogares de distintos niveles socioeconómicos y 
sus miembros acceden, o no, a ellos. Poner en juego la relación 
entre la oferta y la demanda, así como sus marcos institucionales 
y sociales, constituye –creemos– un enfoque apropiado para en-
riquecer los análisis acerca del bienestar, comprender procesos 
que han experimentado rápidos cambios en los últimos años en 
la Argentina e identificar los de safíos pendientes. 
En este capítulo, revisamos aquellos aportes teóricos que, par-
tiendo de las teorías sobre el género,2 el Estado y el bienestar, 
colocaron el cuidado en el debate contemporáneo. Se analizan a 
la luz de la experiencia argentina, en busca de realizar una con-
tribución que, en términos teóricos, resulte pertinente para com-
prender y explicar la organización social y política del cuidado en 
el contexto de nuestro país (análisis que es abordado empírica-
mente en los capítulos siguientes). 
El abordaje integral del cuidado nos permite identificar un pun-
to de cruce entre el terreno personal (la organización diaria de 
2 Se entenderá el “género” como una construcción histórica y social. 
Un entramado de significados y prácticas que cruzan las relaciones so-
ciales y se ponen en acto no sólo en la esfera individual –incluidas la 
subjetividad, la construcción de identidades y la forma, culturalmente 
signada, de habitar los cuerpos–, sino también en la social –influ-
yendo, por lo tanto, en la división sexual del trabajo, la distribución 
de los recursos materiales y simbólicos, los víncu los emocionales y la 
definición de jerarquías entre hombres y mujeres–. 
la organización social y política del cuidado 27
la vida individual y familiar) y las estructuras sociales, ambos bajo 
la orientación regulatoria de las políticas públicas. Revisemos, en-
tonces, los principales conceptos que nos ayudarán a hacerlo.
los orígenes del concepto de “cuidado”
Como punto de partida para comprender la organización social 
del cuidado en nuestra sociedad, es preciso remontarnos a su 
configuración histórica, y entender la marcada distinción entre 
lo público y lo privado que ha operado por siglos en el mundo oc-
cidental. En términos políticos, fue John Locke (el “padre del li-
beralismo”) quien, en el siglo XVII, sentó el fundamento teórico 
de dicha separación de esferas y estableció la necesidad de discri-
minar el poder político (público) del poder paternal sobre los 
hijos, hijas y esposas (del orden privado y familiar), mientras las 
mujeres aún participaban activamente en la producción de bienes 
y servicios. Con la llegada de la revolución industrial, la fractura 
entre estas esferas se profundizó y disoció de manera tajante, ade-
más, los ámbitos de producción y reproducción: “la casa” y “el 
trabajo”. La función productiva, que solían cumplir las familias, 
se vio desplazada hacia la esfera pública, con nuevas reglas y esca-
las de funcionamiento, eficacia y competencia, y la reproducción 
cotidiana y generacional de los individuos (y con ella, la satisfac-
ción de las necesidades cotidianas de la mano de obra laboral) se 
ciñó al espacio doméstico y a la responsabilidad de las familias. 
Así, la ideología del liberalismo político dio pie al de sarrollo del 
capitalismo de mercado. Los hombres, entonces, fueron convoca-
dos a “salir” de la esfera doméstica –y el modelo de producción a 
pequeña escala– e ingresar al pujante sector industrial y sumar a 
su papel de “jefes de familia” el de “proveedores de ingresos para 
el hogar”. A partir de esta dinámica, se construyó el modelo de 
trabajador (industrial y de tiempo completo) en clave masculina: 
sobre la imagen de un sujeto empleado de por vida, y único sos-
tén económico del hogar –el llamado male breadwinner–. Por lógi-
ca, esta responsabilidad eximiría a los hombres de participar en 
28 el cuidado infantil en el siglo xxi
las tareas del hogar y de crianza, labores asignadas a las mujeres 
como principales responsables del funcionamiento del mundo 
“privado”. En el orden legal, las personas con potestad en el mun-
do público eran consideradas seres autónomos y con derecho a la 
propiedad individual, mientras que las mujeres quedaban exentas 
de esa consideración. La familia, por su parte, quedaba constitui-
da como un espacio hipotéticamente “benigno”, “un paraíso en 
un mundo descorazonado”, un lugar ideal en que el Estado no 
debía intervenir. A pesar de eso, el Estado siempre intervino en 
las familias mediante la regulación del matrimonio, la sexualidad, 
la definición sobre los hijos “legítimos”, la potestad sobre ellos e, 
incluso, mediante la invisibilización que durante siglos operó en 
relación con la violencia (contra las mujeres y contra las niñas y 
niños) acaecida en el ámbito del hogar. De esta manera, se deli-
mitaron y solidificaron, por más de dos siglos, funciones, espacios, 
actividades y derechos diferentes para hombres y mujeres. 
La justificación de tal división territorial en términos de género 
estaría fundamentada en la “naturaleza” y no en la cultura: la capa-
cidad reproductiva de las mujeres servía de sustento a la creencia 
(o mito social) de la “superioridad moral” femenina, entendida la 
mujer no como una persona racional y autónoma, sino como un 
ser esencialmente preocupado por los otros, de modo de sostener 
su protagonismo doméstico y su exclusión del mundo público. Por 
otra parte, la diferenciación de roles configuraba –y se apoyaba 
en– un orden valorativo, que socializaba a unos y otras a partir de 
la convicción de que el espacio doméstico y privado era el apropia-
do para las mujeres. Al respecto, el autor del informe más comple-
to sobre el Estado en Gran Bretaña escribió: “La gran mayoría de 
las mujeres casadas deberían ser consideradas como empleadas en 
un trabajo que es vital (aunque impago), sin el cual sus maridos 
no podrían cumplir las obligaciones de sus trabajos remunerados 
ni la nación podría seguir adelante” (Beveridge, 1944). Ellas, ab-
negadamente y por fuera de todo rédito histórico, sostendrían en 
silencio el funcionamiento de la economía y de “la nación” duran-
te décadas. Menuda tarea…
Sin embargo, esta división entre los dominios masculinos y fe-
meninos fue puesta de manifiesto y cuestionada por la academia 
la organización social y política del cuidado 29
feminista, y con eso se establecieron los primeros cimientos del 
campo que hoy nos ocupa: el estudio sobre la organización social 
del cuidado. 
Desde la década de 1960, la teoría y las prácticas del feminismo 
insistieron tenazmente en la necesidad de visibilizar y reconocerel trabajo que venían de sarrollando las mujeres en el ámbito del 
hogar, motor indispensable para el sostén generacional y cotidia-
no de la mano de obra laboral y del sistema económico. Claude 
Meillassoux (1977), un importante antropólogo francés, de sarrolló 
una contribución teórica que fue central para la teoría feminista.3 
Desde una tradición marxista, elaboró una interpretación de la re-
lación entre “modos de producción” y “modos de reproducción”, 
comprendiéndolos en su víncu lo con las estructuras y dinámicas 
del parentesco. Al promediar los años setenta, el debate académi-
co y público se centró en la distinción entre el trabajo productivo 
y reproductivo, a fin de echar luz sobre la labor que las mujeres 
de sarrollaban en la esfera privada y no remunerada, contrastarla 
con el predominio masculino en el mundo productivo industrial y 
explicitar los obstácu los que las mujeres enfrentarían a lo largo de 
su ciclo vital a causa de su confinamiento doméstico. El debate so-
bre el denominado “trabajo doméstico” y “reproductivo”, posterior-
mente de signado también como “trabajo no remunerado”, pronto 
se extendió desde los países del norte hacia los del sur de nuestro 
continente (Larguía y Dumoulin, 1976; Barbieri, 1978; Jelin, 1978).
Así, desde el campo de la antropología y la economía, y con un 
enfoque multidisciplinario, se cuestionó con firmeza el paradigma 
según el cual el ámbito privado es un espacio en el que no se “pro-
duce” nada. ¿Qué se produce en el interior de lo doméstico? Pues 
nada menos que las condiciones de vida cotidiana de los seres hu-
manos, por ende: la “fuerza de trabajo”, y aquellos aspectos más di-
rectamente ligados a la salud física, emocional y psicológica de los 
sujetos que la integran e integrarán. La esfera doméstica fue defini-
3 Ese libro fue publicado en francés en 1975, y por primera vez en espa-
ñol en México, en 1977. Sobre los antecedentes teóricos del concepto 
de cuidado y la relevancia del trabajo de Meillasoux en la década de 
1970, sigo aquí el artícu lo elaborado en Esquivel, Faur y Jelin (2012).
30 el cuidado infantil en el siglo xxi
da, entonces, como espacio de “reproducción biológica, cotidiana 
y generacional” de la sociedad. Pero al haber sido el espacio priva-
do, durante tanto tiempo, una esfera devaluada en contraste con el 
mundo público, mientras los modos de producción se encontraban 
sobradamente estudiados desde distintas disciplinas, poco y nada 
se había investigado sobre los modos de reproducción. A partir de 
entonces, se introdujeron las nociones de “trabajo reproductivo” y 
“no remunerado”, se discutió en la teoría y en la práctica la visión 
economicista y androcéntrica del concepto de “trabajo” –entendi-
do sólo a partir de su retribución económica–, y se sentaron las 
bases teóricas y epistemológicas para los actuales abordajes sobre 
el cuidado. Abordajes que hoy se de sarrollan, en mayor medida, en 
los campos de la economía feminista y del análisis de las políticas 
sociales a partir de un enfoque de género. 
Quizás el principal aporte de esta línea de investigación fue, 
en principio, problematizar y discutir la concepción hegemónica 
del concepto de “trabajo”. Por tradición, la literatura de análisis 
socioeconómico solía –y suele hoy día– asumir que el significado 
del término “trabajo” se define en la medida en que está asociado 
a tareas por las que se percibe un ingreso o un salario. No obs-
tante, el feminismo llamó la atención sobre el hecho de que las 
tareas llevadas a cabo en el espacio del hogar (principalmente por 
mujeres), y caracterizadas por algunas escuelas de la economía 
como “no trabajo”, encubrían una serie de actividades esencia-
les para el bienestar, la salud y las capacidades psicofísicas de los 
miembros de la familia (Feijoó, 1980). En definitiva, se trataba de 
un trabajo indispensable para el funcionamiento de la sociedad 
capitalista que, a diferencia de otros sectores, no producía bie-
nes acumulativos, y debía de sempeñarse cada vez y en cada lugar 
que se lo requiriera. Según el enfoque “productivista”, estas acti-
vidades daban cuenta de la “inactividad” femenina, pero, si se las 
pondera en función del tiempo que llevan, las competencias que 
implican y la utilidad social que rinden, es evidente que deben ser 
consideradas un trabajo.4
4 Del mismo modo, en la actualidad, cuando se hace referencia a la 
la organización social y política del cuidado 31
En plena década de 1970, además de ser “amas de casa”, las 
mujeres ya estaban insertas en el mundo productivo, universitario 
y profesional. Pero he ahí un núcleo del problema: las investiga-
ciones de campo denunciaban que el ingreso de las mujeres al 
mundo del trabajo remunerado no suponía una transformación 
equivalente en la asignación de tareas domésticas, sino que estaba 
sujeto a procesos y necesidades en los que intervenían cuestio-
nes familiares y de organización de sus hogares, donde los varo-
nes seguían considerándose sujetos ajenos a la responsabilidad 
de los cuidados cotidianos en el ámbito familiar.5 Vale decir que, 
desde el lado de la oferta, la capacidad de trabajo femenino se 
encontraba mediatizada por la necesidad de articular su partici-
pación en el mercado laboral con sus responsabilidades domés-
ticas y vinculares. Esto confluía no sólo en la constante tensión 
entre los requerimientos de la familia y el trabajo durante el día, 
sino además en la circularidad de la jornada femenina (la “doble 
jornada”), en la que el trabajo en el mercado remunerado era se-
guido por la actividad doméstica (hacer las compras, preparar la 
comida, cuidar a los niños). En algunos casos, a estas dos jornadas 
se adicionaba una tercera –sobre todo entre las mujeres pobres–: 
la participación en actividades comunitarias. Por otra parte, desde 
la óptica de la demanda de empleo, la inclusión de las mujeres en 
el mercado competitivo fue promovida masivamente en aquellas 
labores que extendían las actividades domésticas y de cuidado a 
la esfera pública y mercantil –esto es, como maestras, enfermeras, 
costureras y trabajadoras del servicio doméstico–, perpetuando así 
los estereotipos de género. De resultas, la asignación histórica de 
la responsabilidad doméstica y de cuidados a las mujeres se com-
binó con su segregación en las ocupaciones del mundo público. 
“economía del cuidado” se busca establecer aquellos aspectos que 
generan, o contribuyen a generar, valor económico. Véase Rodríguez 
Enríquez (2007).
5 Además de los resultados de las encuestas de uso del tiempo, otras 
investigaciones de corte cualitativo como las de Ariza y De Oliveira 
(2003), Wainerman (2003b) y Faur (2006) dan cuenta de que aún 
persiste ese de sequilibrio en las responsabilidades masculinas frente a 
la labor doméstica y de cuidado.
32 el cuidado infantil en el siglo xxi
El cuestionamiento de esta asignación sexual y social del trabajo 
reproductivo y doméstico no remunerado –ya sea por parte del 
feminismo académico o de una comunidad dada– supuso, como 
punto de partida, sacarlo a la luz, hacerlo visible, cuantificarlo, re-
velar su incidencia en el nivel macrosocial como integrante de la 
organización social y económica, cuestionar la caracterización de 
un sistema de bienestar que lo omitía en su consideración sobre el 
trabajo y, en definitiva, mostrar y probar aquello que se imponía 
en la realidad social: que el cuidado, aparte de cualquier consi-
deración contextual, se asociaba a las mujeres, sobre todo a las 
madres, y que cierta ideología maternalista (que supone a la madre 
como “la mejor cuidadora posible”) atravesaba cotidianamente 
las identidades de género, la vida de las familias y la organización 
de la economía y las instituciones nacionales. 
Por último, en términos de autonomía económica, pero también 
de poder y de acceso a los derechos civiles y sociales, existían nota-
bles diferencias entre aquellas cuya responsabilidad se circunscri-
bía a la administración de los espacios domésticos y al cuidadode 
los miembros de la familia y aquellos cuyo deber concernía a la pro-
visión económica del hogar mediante su de sempeño en la esfera 
pública, y cuyo afán apuntaba –de manera más o menos directa– a 
la toma de decisiones sobre el devenir de la sociedad. Interpelando 
la concepción jerárquica en la que se sustentaba el divorcio entre 
las esferas pública y privada, Carole Pateman (1988) advirtió que 
en la base de esa estructura se encontraba, ya no un contrato social 
“entre iguales” (de sexo masculino), como el que proponía Tho-
mas Hobbes como fundamento del orden político y social, sino más 
específicamente un “contrato sexual”, como una declinación de la 
ideología patriarcal que filtraba ambas esferas. 
familias, mercados y estado 
en la provisión de bienestar 
El ordenamiento social y político construido a partir de la fisura en-
tre lo público y lo privado no fue cuestionado por los Estados de 
bienestar de la segunda posguerra. Hasta ese momento, dos tipos de 
la organización social y política del cuidado 33
recursos eran tomados en consideración como las fuentes principa-
les del bienestar: la generación de ingresos (en tanto sostén material 
del grupo familiar e indicador de la calidad de vida de sus miem-
bros) y la disponibilidad de servicios sociales para la población. La 
orientación de la política social de buena parte de los países indus-
trializados (y, como veremos, también de la Argentina) se centró en 
los principios de protección de los derechos por la vía del empleo 
formal. Como no podía ser de otro modo, en esto hubo un recorte 
específico respecto de cuáles serían considerados derechos sociales, 
quiénes serían sus titulares y de qué forma debía intervenir el Esta-
do para su satisfacción, lo que en conjunto representa un elemento 
importante para el análisis de la política social desde un enfoque de 
género, y que pondremos a prueba en las páginas que siguen. 
Estas perspectivas se ampliaron, matizaron y profundizaron al re-
conocer que no pocos Estados de bienestar se habían configurado 
sobre la base del modelo familiar con un varón proveedor y una 
mujer ama de casa (Lewis y Ostner, 1991). Los hombres portaban 
la titularidad de los derechos sociales a partir de su vinculación en 
el mercado de trabajo. Estos beneficios se extendían a su esposa e 
hijos, quienes accedían indirectamente a los servicios de salud y a 
los planes de pensiones en tanto “dependientes” del jefe del hogar. 
El hecho de privilegiar el estudio de la relación entre el Estado y 
los mercados arrastró por décadas un punto ciego, de crucial im-
portancia: el trabajo doméstico y el cuidado de las personas depen-
dientes (en especial los niños, los adultos mayores y los enfermos) 
eran funcionales, como un supuesto no explícito, tanto a los mer-
cados de trabajo como a la provisión de servicios sociales públicos. 
En consecuencia, la cuestión del cuidado, como necesidad social 
específica y en relación con la provisión de un conjunto de servicios 
públicos y privados, quedó desterrada de –o permaneció invisible 
en– los análisis comparativos, durante largo tiempo. 
En los estudios de las políticas sociales se produjo un punto 
de inflexión cuando, en 1990, Gosta Esping-Andersen postuló la 
noción de “régimen de bienestar”, y resaltó que la producción 
de bienestar no atañía de forma exclusiva a las políticas estatales, 
sino que también incluía la articulación entre el Estado y otras 
instituciones, como el mercado de trabajo y las familias, que inci-
34 el cuidado infantil en el siglo xxi
dían igualmente en las oportunidades y en la calidad de vida de la 
población. Es claro que, al incluir a la familia como uno de los tres 
pilares en la producción de bienestar, Esping-Andersen recono-
ció de forma explícita la necesidad de combinar la mirada sobre 
la acción del Estado con las formas de organización familiar –ins-
titución que solía estar ausente en los análisis clásicos del Estado–. 
Una preocupación central en la teoría de Esping-Andersen 
consistió en indagar el alcance de la protección estatal frente al 
predominio del mercado en las sociedades postindustriales euro-
peas: se trataba de evaluar cuánto del bienestar dependía de la 
participación de las personas en el mercado de trabajo y de la ge-
neración de ingresos, y cuán independiente podía ser de esa parti-
cipación. En definitiva, el objeto del análisis consistía en apreciar 
hasta qué punto el bienestar se encontraba “desmercantilizado”, 
es decir, por fuera del ámbito de intervención de los mercados, y 
relacionado con los derechos adscriptos a la condición de trabaja-
dor como reaseguro de acceso a los bienes y servicios. A partir de 
este planteo, se buscaba revelar el modo en que la acción estatal 
intervenía en la estratificación de la ciudadanía mediante políticas 
que ofrecían beneficios diferenciales a distintos grupos de sujetos 
(en tanto trabajadores), lo que repercutía en la perpetuación –o 
transformación– de ciertas situaciones de de sigualdad social en el 
acceso a beneficios y el cumplimiento de derechos. Este avance 
teórico resultó, además, un aporte crucial en términos metodo-
lógicos, ya que estableció un marco para examinar las políticas y 
las instituciones sociales (de manera conjunta, interrelacionada y 
particular) en su provisión de determinados bienes o servicios.6
6 Esping-Andersen de sarrolló una tipología de regímenes de bienestar 
que propone tres tipos básicos: el régimen conservador-corporativo, en 
el cual el Estado interviene de forma activa en la protección social, 
al tiempo que mantiene sistemas de estratificación en el acceso a los 
derechos sociales y se apoya en la función proveedora de las familias 
a través de transferencias de ingresos (tipo asignación del “salario 
familiar”) al jefe de hogar; el régimen liberal, en el que el Estado delega 
casi completamente la provisión de bienestar al mercado y realiza 
transferencias de ingresos sólo a las familias de menores recursos 
económicos; y el régimen socialdemócrata, en el que la protección de de-
la organización social y política del cuidado 35
Estas nociones fueron revisadas y ampliadas por la academia 
feminista, y en especial por las anglosajonas Ann Shola Orloff 
(1993), Julia O’Connor (1993) y Mary Daly (1994). Al abogar por 
la desmercantilización del bienestar –sobre la base del análisis de 
la relación entre mercados y Estados, y el supuesto de que la in-
dependencia de la población frente al peso de los mercados iría 
asociada al aumento de la provisión de servicios por parte del Es-
tado–, Esping-Andersen habría omitido el significativo peso que 
la institución familiar tenía en esa dimensión. Vale decir que las 
familias, por medio del trabajo no remunerado de las mujeres, 
contrarrestaban el déficit que se producía en términos de provi-
sión de servicios por parte del Estado, y de oferta de empleos por 
parte de los mercados. De ese modo, el análisis requería una mira-
da más refinada, que rindiera cuenta de las relaciones de género 
que anidaban en el interior de las familias y posibilitaban en bue-
na medida el acceso a servicios no mercantiles, pero basados en 
el trabajo doméstico femenino. Se estableció, así, que el bienestar 
de las mujeres, en buena parte de los casos, podía encontrarse 
efectivamente desmercantilizado, pero a costa de depender de los 
ingresos de sus maridos, de la asistencia social y de renunciar a su 
participación en el mercado de trabajo (Orloff, 1993; O’Connor, 
1993). Al respecto, la crítica feminista subrayó que, para las mu-
jeres, el problema no sería sólo el de aspirar a la desmercantiliza-
ción del bienestar, sino más bien a superar la dependencia frente 
a (los ingresos de) sus maridos (Daly, 1994).
Esto plantea una segunda cuestión, medular en relación con 
la autonomía femenina, referida a en qué medida los regímenes 
de bienestar permiten la “desfamiliarización” de, precisamente, el 
bienestar (Lister, 1994). La desfamiliarización sería, según Ruth 
rechos por partedel Estado se asocia a la promoción de la igualdad, 
y se entiende la intervención estatal como un dispositivo central para 
transformar las (injustas) reglas de juego del mercado y las jerarquías 
implícitas en la cultura (entre otras, las de género), a fin de alcanzar 
un mayor acceso general a los servicios sobre la base de un criterio de 
universalidad (es decir, de igualdad de derechos y oportunidades para 
todas las personas).
36 el cuidado infantil en el siglo xxi
Lister (1994: 37), “el grado en el cual los adultos pueden alcanzar 
un estándar de vida aceptable, con independencia de sus relacio-
nes familiares, ya sea por medio del trabajo remunerado o de la 
provisión de la seguridad social”. El análisis de los regímenes de 
bienestar a través del prisma de la desfamiliarización permitiría, 
en el tema que nos ocupa, examinar en qué medida las políticas 
estatales están orientadas a liberar a las familias (y, en especial, a 
las mujeres) de las responsabilidades y tareas ligadas a esa provi-
sión de cuidados “intensivos” en cuanto al tiempo que requieren.
De tal modo, la crítica feminista logró de sagregar la idea de 
familia introducida como parte de los regímenes de bienestar, al 
identificar la diversidad de intereses, necesidades y oportunida-
des de sus miembros; por ejemplo, en la división del trabajo y 
en la distribución de los recursos en el interior de los hogares. 
Por tanto, deconstruyó la unidad que la familia hipotéticamente 
representaba y planteó una serie de supuestos, presentes en la 
orientación de las políticas públicas, que suelen ser funcionales 
a las de sigualdades de género. Para eso, puso el foco en el rol 
asignado por los Estados de bienestar a las mujeres y llamó la aten-
ción sobre la injerencia de dichos regímenes en la construcción 
–y “normalización”– de las relaciones sociales de género. 
Podemos señalar ahora que la literatura del bienestar más la crí-
tica feminista aportan dos conceptos centrales que pueden com-
binarse para nuestros propósitos: la noción de desfamiliarización 
y la de desmercantilización. En relación con el cuidado infantil, la 
desfamiliarización permite observar el grado en que las políticas 
públicas facilitan la provisión y el acceso a servicios de cuidado, 
redistribuyen la función social del cuidado entre distintas institu-
ciones públicas y privadas y superan –o no– la visión según la cual 
las familias (y dentro de estas, las madres) serían las responsables 
exclusivas de proveer cuidados. De modo que se trata de un apor-
te relevante para analizar la orientación de las políticas sociales en 
materia de igualdad de género. Por su parte, la desfamiliarización 
puede producirse a costa de un incremento de su mercantiliza-
ción, y entonces puede operar profundizando de sigualdades de 
clase, en la medida en que los cuidados pueden desfamiliarizarse 
pero con una tenue participación de la oferta pública. Por lo tan-
la organización social y política del cuidado 37
to, desde una perspectiva igualitaria en términos de derechos de 
ciudadanía, es necesario revisar de forma conjunta y articulada los 
grados de desmercantilización y desfamiliarización del cuidado y 
del bienestar. 
las lógicas de los regímenes de cuidado
Al introducir la discusión sobre el cuidado como parte de una 
organización social, se abre un espectro analítico diferente al del 
trabajo doméstico/reproductivo, en la medida en que nos obliga 
a trascender el espacio de la esfera privada y considerar el modo 
en que distintas instituciones estatales y mercantiles actúan como 
proveedoras de cuidado, y el impacto de esa configuración sobre 
el bienestar de la sociedad (Faur, 2009). De ahí se desprende que 
un análisis del bienestar estaría incompleto si se omitiera cómo 
se produce y organiza el cuidado en una sociedad determinada, 
y de qué forma intervienen en esa construcción la orientación 
de las políticas estatales y el funcionamiento de los mercados (de 
trabajo, de bienes y de servicios), para dar cuenta de cuáles son 
sus potenciales efectos para los sujetos. 
Si Estados, mercados y familias intervienen en la provisión de 
bienestar, es claro que no hay una modalidad unívoca de con-
figurar roles, responsabilidades e interacciones de cada una de 
esas instituciones, sino que estas difieren en contextos históricos y 
políticos específicos. En esta dirección, las investigaciones del fe-
minismo se abocaron a identificar el modo en que la orientación 
de las políticas sociales (herramientas de uno u otro régimen de 
bienestar) actúa en la configuración de las relaciones sociales y de 
género, mediante los mecanismos que les son propios, ya sea con 
la provisión de servicios y transferencias estatales o bien con la 
asignación de responsabilidades a las instituciones del mercado, 
la comunidad y las familias –que, a su vez, muestran de sigualdades 
en su interior y atribuyen posiciones diferenciales a hombres y 
mujeres–. Esta labor iluminó una zona inexplorada por gran par-
te de los seguidores de la teoría de los Estados de bienestar, al 
38 el cuidado infantil en el siglo xxi
dar cuenta del rol del Estado en la construcción de determinados 
modelos familiares y en los efectos que sus políticas tienen sobre 
la vida de las principales “cuidadoras”, esto es, las mujeres. 
Ya sea de forma explícita o implícita, la intervención regula-
toria del Estado se deriva, entonces, de determinados (pre)su-
puestos culturales y políticos acerca de los roles y derechos que 
se atribuyen a los distintos grupos e individuos que conforman la 
sociedad. Dichos supuestos orientan la racionalidad de la oferta 
de servicios, o bien el tipo de respuestas estatales frente a lo que 
los decisores definen como “necesidades” de la población. Y es 
así como el Estado deviene en actor protagónico en la construc-
ción de un determinado tipo de sociedad. Desde una mirada de 
género, las políticas de Estado –por acción u omisión– regulan 
también la intervención de mujeres y varones en los mercados de 
trabajo, en la vida comunitaria y en los hogares, en tanto atribu-
yen diferencialmente responsabilidades de provisión y de cuida-
do, responsabilidades que se apoyan en determinados principios 
ideológicos y morales acerca de lo que unos y otras deben ser y 
hacer en sus ámbitos de acción e interacción. 
De ese modo, la orientación política estatal resulta una parte in-
trínseca en la conformación de un determinado orden cultural y 
simbólico (y de sus posibilidades de transformación), a la vez que 
es producida –e interpelada– por ideales, posiciones ideológicas 
y prácticas –en algunos casos más o menos visibles– que bien pue-
den refutar una forma de organización determinada por cierta 
estructura naturalizada. Queda claro que, en el listado de necesi-
dades, en el establecimiento de prioridades y en la planificación, 
implementación y regulación de los servicios e intercambios entre 
individuos e instituciones por parte del Estado, las políticas so-
ciales promueven la construcción colectiva de un “perfil” de so-
ciedad (Serrano, 2005), que sostiene o cuestiona determinados 
clivajes de la de sigualdad entre clases sociales y entre hombres y 
mujeres. 
Como señala Diane Sainsbury (1999: 246): “Los distintos mode-
los [de bienestar] reflejan distintas nociones acerca de las ‘obliga-
ciones familiares’ y acerca de cuán apropiada es la intervención 
estatal en la ayuda a las familias para alcanzar los resultados acor-
la organización social y política del cuidado 39
des con sus responsabilidades en la provisión del cuidado”. Cada 
régimen, partiendo de un sustrato ideológico diferente, tendería 
a afianzar o transformar la ya histórica división sexual del trabajo 
que supone a los varones como proveedores y a las mujeres como 
cuidadoras. Unos y otros configuran lo que Sainsbury denominó 
como distintos “regímenes de cuidado”, cada uno según sus re-
cursos estructurales, políticos y simbólicos.7 El papel de las fami-
lias y de sus integrantes en relación con elcuidado infantil, por 
lo tanto, no traduce una lógica “natural” ni aislada del contexto 
social y político, sino que se construye y se recorta en un escenario 
particular. 
Si buena parte de la literatura de los países industrializados 
puso esta ecuación de manifiesto, al ampliar la mirada de las 
investigaciones hegemónicas sobre los regímenes de bienestar, e 
introducir su consideración y debate en los países en de sarrollo, 
esta cobra un relieve particular. Por un lado, porque las orienta-
ciones de políticas públicas históricamente fueron bastante me-
nos estables que las del contexto europeo; por otro lado, porque 
los mercados laborales sólo de forma parcial lograron niveles 
7 Según la tipología propuesta por Esping-Andersen, el régimen 
conservador-corporativo asocia su lógica política al mantenimiento 
del paradigma del varón como proveedor principal (o único) de 
ingresos en la familia, y produce un reforzamiento del rol tradicional 
de las mujeres como cuidadoras y responsables del trabajo doméstico, 
incluso entre las trabajadoras. Por su parte, el régimen de bienestar 
liberal se aparta de las medidas “intrusivas” con respecto a las familias. 
Heredero de la tradición que disocia las esferas “pública” y “privada”, 
traslada buena parte de los servicios personales y de cuidado a las fa-
milias y las instituciones no estatales, facilitando el acceso a los bienes 
y servicios de bienestar a los individuos con un mayor nivel de ingre-
so. En el régimen socialdemócrata, se promueve la intervención del 
Estado para modificar las reglas de juego propias de la lógica del mer-
cado y se procura, de ese modo, alcanzar mayores niveles de igualdad 
social y de género. El Estado provee servicios públicos de cuidado y 
abona los tiempos de cuidado familiar (mediante licencias). Hombres 
y mujeres pueden ser elegibles para su usufructo (Sainsbury, 1999). 
Este tipo de régimen parte de los principios que sustentan el modelo 
que Fraser (1997) propone como “cuidador universal”, y que poten-
cialmente amplía las posibilidades de elección de la ciudadanía, con 
independencia de su género. 
40 el cuidado infantil en el siglo xxi
de inclusión para los distintos grupos sociales y, en último tér-
mino, porque las de sigualdades de género se imbrican con una 
profunda heterogeneidad social y económica –que, para el caso 
argentino, analizaremos a continuación–, e impactan no en una, 
sino en distintas lógicas de bienestar y arreglos de provisión y 
cuidado. Se requiere, entonces, repensar las categorías y refinar 
la teoría. 
Para los países en de sarrollo, Shahra Razavi (2007) introdujo 
un esquema analítico que denominó “diamante de cuidado”. Esta 
figura simbolizaría el rol y la interacción de las cuatro institucio-
nes centrales en la provisión del cuidado: el Estado, las familias, 
los mercados y las organizaciones comunitarias, que se articulan 
–y, eventualmente, se compensan– entre sí. A partir de la pregun-
ta sobre cuáles son las respuestas institucionales frente a las nece-
sidades de cuidado en distintos contextos (y cuáles los distintos 
pesos específicos que estos cuatro vértices adquieren en la pro-
visión de cuidados), se de senvolvió un proyecto de investigación 
de alcance global que permitió una mirada comparativa sobre la 
economía social y política del cuidado en sociedades particulares 
(Razavi, 2011; Razavi y Staab, 2012). 
La principal potencialidad de este marco analítico consiste en 
facilitar una aproximación multisectorial al examen del “régimen 
de cuidado”, al no limitarse de manera exclusiva a las políticas es-
tatales ni al aporte de las familias y hogares, e introducir el impor-
tante rol que las comunidades (y organizaciones de la sociedad 
civil) tienen en los países en los que la pobreza continúa hora-
dando las condiciones de vida de la población. Adicionalmente, 
esta aproximación permite evaluar los costos diferenciales que el 
cuidado supone para las familias según el peso relativo que los 
distintos pilares hacen valer en la configuración del “diamante 
del cuidado”. Sin embargo, su principal limitación sería presu-
poner un esquema relativamente estable en cuanto a la función 
que cada uno de los pilares de bienestar asume en un contexto 
determinado, ya sea en la regulación o en la dotación de cuidados 
(Faur, 2009). 
A la hora del análisis empírico, resulta imprescindible distin-
guir entre los “modelos” (en su definición de las políticas socia-
la organización social y política del cuidado 41
les y también en su función de reproductores de representacio-
nes sociales y culturales) y su efectiva actuación en la división 
sexual del trabajo (productivo y reproductivo). En tal caso, una 
pregunta oportuna será si, en sociedades como las latinoameri-
canas, y en particular en la argentina, resulta adecuado hablar 
de un único régimen de cuidado (en términos de Sainsbury, 
1996) o de un diamante de cuidado (en el esquema de Razavi, 
2007). O bien si identificamos un régimen híbrido, compuesto 
por modelos superpuestos que se reproducen mediante la ofer-
ta segmentada de políticas y de diversa calidad según las clases 
sociales (Faur, 2011).
En definitiva, el papel del Estado es central, al establecer la ar-
quitectura institucional en relación con la protección de los de-
rechos y la asignación de responsabilidades de la ciudadanía. En 
materia de cuidado, puede actuar –o no– como un gran nivelador 
de oportunidades –entre hombres y mujeres, y entre clases socia-
les–. Mediante los mecanismos que les son propios, tales como la 
oferta de servicios, la regulación de los mercados de trabajo (y de 
los tiempos de dedicación al empleo y al cuidado) y las transfe-
rencias de ingresos, las políticas disponen las responsabilidades 
y los derechos de los ciudadanos y, al mismo tiempo, establecen 
la estructura de distribución de tales recursos. De ese modo, si 
las políticas públicas se sustentan en la transferencia de ingresos, 
mayor será el espacio otorgado al mercado para actuar en la priva-
tización de los servicios y al papel de las familias en la producción 
del capital que les permita acceder a aquellos bienes que el Esta-
do no ofrece. También será mayor el papel de las mujeres para 
proveer servicios que no puedan mercantilizarse (sobre todo, en 
la atención personalizada del cuidado de los niños) (Faur, 2009). 
Por el contrario, en tanto las políticas sociales estatales ofrezcan 
una mayor cantidad de servicios de cuidado, menor será el peso 
asignado a los mercados y a las familias en la provisión de esa di-
mensión central del bienestar. 
Claramente, las familias y las organizaciones sociales operan 
amortiguando los vacíos de la intervención estatal y los vaivenes 
del mercado. El asunto es que, para desfamiliarizar esta tarea, 
otras instituciones (públicas) deberían ofrecer los servicios que 
42 el cuidado infantil en el siglo xxi
releven a las familias (y en especial a los adultos trabajadores) 
durante parte de la jornada. Además, si la desfamiliarización no 
logra asociarse a la desmercantilización del cuidado, la capacidad 
de los hogares pobres (y, dentro de ellos, de las mujeres) de dele-
gar funciones de cuidado durante parte de la jornada, y de sumar-
se al mercado de trabajo remunerado, se ve limitada. 
Estas tendencias pueden coexistir (y, de hecho, lo hacen) en con-
textos particulares. Por lo tanto, el análisis de las instituciones de la 
política social –y desde nuestro interés particular, del modo en que 
el cuidado infantil se suma al conjunto de los servicios garantiza-
dos por el Estado– debe reflejar la heterogeneidad del sistema de 
la oferta pública en un contexto nacional particular, signado por 
continuidades y rupturas (y aun por visiones encontradas), tanto 
como relevar y distinguir los víncu los que establece el Estado con 
las otras instituciones proveedoras de bienestar social: las familias, 
los mercados y la comunidad. Es cuestión de efectuar una lectura 
transversal acerca de las diferentes institucionesy actividades que 
se realizan de forma sostenida en una sociedad determinada, que, 
lejos de ser “privadas”, van tejiendo una red singular de relaciones 
que suponen una importante inversión de tiempo y recursos y, por 
ende, una nada desdeñable capacidad productiva. 
¿Cómo se configuró, en la Argentina, el modelo de bienestar y 
cuidado? Para explorar este interrogante debemos analizar las tra-
yectorias del bienestar en la Argentina contemporánea, así como 
las transformaciones de la interacción entre familias, trabajo, cui-
dados y relaciones sociales de género.
vaivenes del bienestar, el trabajo 
y el cuidado en la argentina 
A menudo el país fue considerado pionero en América Latina en el 
de sarrollo de un sistema de protección social que combinara tan-
to instituciones públicas como privadas. Los estudios inspirados en 
la tipología de Gosta Esping-Andersen caracterizaron el régimen 
de bienestar argentino vigente durante buena parte del siglo XX 
la organización social y política del cuidado 43
como un modelo “universalista estratificado” (Filgueira, 2005).8 
La estratificación no sólo era socioocupacional, sino que también 
portaba componentes de género. El acceso a los derechos sociales 
reflejó la prevalencia de un modelo de familia de hombre provee-
dor y mujer cuidadora, en que buena parte de las mujeres accedía 
indirectamente a los servicios de salud y los planes de pensiones 
por ser dependientes de sus parejas. Por otro lado, a las empleadas 
en el mercado formal de trabajo, con hijos menores, la legislación 
laboral les permitió ampliar sus derechos, asentados ante todo en 
su condición de “madres”, y mucho antes de alcanzar la igualdad de 
derechos civiles. Así, el reconocimiento de la existencia de tareas 
“propias” de la maternidad fue lo que inicialmente posibilitó que 
a las trabajadoras –no como ciudadanas, sino como madres– se les 
asignaran beneficios como las licencias por maternidad y servicios 
de cuidado –o “guarderías”– para sus hijos menores (aunque no 
se proveyeran de forma extendida). Como veremos en el capítu-
lo 3, esto contribuyó a institucionalizar la asignación (a ellas, no a 
los hombres) de la responsabilidad de satisfacer las necesidades de 
cuidado familiar, afianzando así el “maternalismo político” (Nari, 
2004; Barrancos, 2007). Es decir que, incluso durante los “años do-
rados” de la política social argentina, la familia mantuvo un papel 
preponderante en relación con el cuidado y con la reproducción 
cotidiana de la fuerza de trabajo; esto tuvo claras implicaciones para 
la autonomía de las mujeres y las relaciones sociales de género.
Sin embargo, desde entonces, en la Argentina se produjeron 
profundas transformaciones políticas, demográficas, económicas 
y culturales que modificaron la interacción entre las familias, los 
mercados de trabajo y las relaciones de género, y afectaron la or-
ganización social del cuidado. 
8 Altos niveles de cobertura de seguridad social para los trabajadores 
y sus familias, una matrícula educativa prácticamente universal para 
el nivel primario y la garantía de acceso a los servicios básicos en el 
sistema de salud permitieron a los analistas tildar de “universalista” a 
un sistema que, durante casi un siglo, logró brindar los beneficios de 
la seguridad social a gran parte de la población, aunque su alcance 
estuviera estratificado según el lugar de cada quien en la escala ocu-
pacional y social. 
44 el cuidado infantil en el siglo xxi
En las décadas de 1970 y 1980, los cambios en la vida familiar 
y el mundo del trabajo comenzaron a profundizarse. Las muje-
res adquirieron mayores niveles de autonomía a partir del incre-
mento de sus niveles educativos y de su participación económica 
y social, y más tarde, con la recuperación de la democracia y la 
ampliación de sus derechos civiles. Estos procesos colaboraron 
de manera progresiva a producir una serie de modificaciones en 
la conformación tradicional de las familias y los hogares. En este 
sentido, en primer término se puede señalar un incremento de 
la edad promedio de la primera unión y de la llegada del primer 
hijo, así como un notable aumento del índice de divorcios y unio-
nes consensuales (Jelin, 2010). En segundo lugar, se constata una 
disminución de las tasas de fecundidad y del número de hijos pro-
medio por mujer,9 y un aumento del número de familias mono-
parentales –en especial aquellas encabezadas por una mujer–, así 
como una disminución cuantitativa de las familias extensas, aun-
que su proporción continúe estable en los sectores populares (To-
rrado, 2003; Unpfa, 2009). Por último, es notorio el crecimiento 
de los hogares unipersonales, en especial en las áreas urbanas y 
los quintiles de ingresos más altos (Jelin, 2004). 
Estas transformaciones se conjugaron, en el mismo período, 
con ciclos de sucesivas crisis, reformas estructurales y, en definitiva, 
agudas oscilaciones en la orientación de las políticas sociales, en la 
capacidad de protección de los mercados de trabajo y en los resulta-
dos de esta ecuación en términos de bienestar para los hogares del 
país. Hacia finales de la década de 1970, se implementó una serie 
de políticas que debilitaron la protección social por la vía del em-
pleo y la estructura y el financiamiento de los programas del Estado 
en materia de salud, educación y derechos laborales. El punto de 
inflexión de este proceso se puede ubicar en 1976, con la instaura-
ción de la última dictadura militar en la Argentina.10 
9 Pese a estas tendencias generales, existe una fuerte relación entre el 
nivel socioeconómico de las mujeres y el índice de fecundidad. Véase 
Unpfa (2009).
10 El gobierno de facto optó por una radical transformación de la 
estructura socioeconómica, y activó lo que Cortés y Marshall (1993) 
la organización social y política del cuidado 45
Con la denominada “crisis de la deuda externa”, que golpeó en 
los años ochenta a los países de Latinoamérica, en la Argentina 
se agudizaron las brechas sociales y se ampliaron los niveles de 
pobreza e indigencia. A la par, surgió un nuevo perfil de pobre-
za –con características sociodemográficas propias de los sectores 
medios, pero con niveles de ingresos por debajo de la línea de po-
breza– que fue bautizado como “nueva pobreza” (Minujin, 1992; 
Minujin y Kessler, 1995). La democracia reciente apenas podía 
remontar el daño estructural y cultural infringido con mano de 
hierro durante más de un lustro, a nuestra sociedad. Las políticas 
neoliberales de la década de 1990 extremaron esas agudas pér-
didas de bienestar, no sólo en la Argentina, sino en buena parte 
de América Latina. En ese escenario surgieron, por un lado, una 
serie de reformas estructurales que privatizaron en buena medida 
los servicios sociales básicos (educativos, previsionales y de salud) 
y, por otro lado, un conjunto de definiciones y propuestas rela-
tivas a la protección y atención de los “grupos vulnerables” (en-
tre los que se incluye, en forma creciente, a las mujeres pobres), 
puestas en práctica mediante programas de ayuda focalizados y de 
corto alcance. El principal efecto de los procesos de política social 
y económica del último cuarto del siglo XX fue el incremento del 
de sempleo, la pobreza y la de sigualdad social, que polarizó y di-
versificó las situaciones de privación económica que se perfilaban 
en el país. 
En este contexto, el aumento de la participación económica fe-
menina ha funcionado no sólo como un indicador de autonomía, 
sino también como un mecanismo de adaptación de los hogares 
para amortiguar las sucesivas políticas de ajuste económico y las 
crisis sociales. Durante el largo período de crisis sucesivas, las mu-
jeres sostuvieron los magros ingresos de sus hogares por medio de 
una mayor participación en el mercado de trabajo, y también, de 
denominaron la primera “ofensiva contra el trabajo”, que se expresó 
en un gradual y constante recorte de los salarios, posibilitado por el 
otorgamiento a las empresas de una mayor

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