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Eros-bajo-la-sombra-del-nihilismo--una-lectura-de-La-muerte-en-Venecia

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UNIVERSIDAD NACIONAL 
AUTÓNOMA DE MÉXICO 
FACULTAD DE ESTUDIOS SUPERIORES 
ACATLÁN 
 
 
Eros bajo la sombra del nihilismo: una lectura de La muerte en 
Venecia 
 
TESIS 
QUE PARA OBTENER EL TÍTULO DE 
Licenciado en Filosofía 
PRESENTA 
Hugo Adán Moreno Estrada 
Asesor: Antonio Luis Marino López 
 
 
Santa Cruz Acatlán, Naucalpan, Estado de México, 2017 
 
UNAM – Dirección General de Bibliotecas 
Tesis Digitales 
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Para Itzel y Octavio, por su amor y su amistad 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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La mejor razón para escribir 
es leer algo que uno necesitaba leer. 
Gabriel Zaid, La poesía en la práctica 
 
 
Nada hay, pues, que no aguante 
el que ama perfectamente. 
Orígenes, Comentario al “Cantar 
de los Cantares” 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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Introducción 
La muerte en Venecia describe con detalle insuperable la destrucción paulatina de 
su personaje principal. La muerte es la de Gustav Aschenbach. Este hombre es un 
escritor senescente, consagrado por el título noble de “von” que señala sólo a los 
elevados socialmente por una corte aristocrática alemana, como el que 
alcanzaran, por ejemplo, Goethe y Schiller como poetas laureados y participantes 
de la corte. No hay otra palabra que le quede mejor a su situación y a su 
descripción que la de burgués, en el sentido de que goza de una posición 
económica y social de distinción considerable, además de tener el respaldo del 
gusto público por su obra. No tiene él que trabajar más que en su obra, goza de la 
vida en Múnich como residencia oficial, además de tener un renombre propio de 
un diplomático. La dignidad burguesa -entendida hasta aquí como parte de ese 
mundo oficial, de altura social y moral que tiene dicho artista- que Thomas Mann 
pinta en él proviene del modo en que Alemania había integrado a su organización 
cultural los grados sociales altos para las personas destacadas, de la manera en 
que el buen gusto y las costumbres refinadas habían calado en la formación de la 
gente de clase alta. Las artes, las ciencias, la política y lo militar se codeaban en 
esa esfera, como representantes de esa esperanza cultural y espiritual. 
El lector de la muerte en Venecia debe esforzarse en buscar la manera de reducir 
la distancia que la comodidad de la lejanía histórica puede sugerirle con la 
narración, si quiere en realidad notar la fuente del problema que parece envolver 
su experiencia de lectura; ha de notar que lo burgués es un problema que puede 
notar y pensar a partir de su posición; ha de penetrar en la posibilidad de que lo 
burgués es algo que persiste en la vida moderna aunque pase desapercibido, 
sorteando la cultísima exquisitez de una novela llena de referencias literarias y 
delicadezas narrativas. Gustav Aschenbach es un hombre que muere asfixiado en 
una pasión escandalosa por ser tanto homoerótica como pederasta (ambos 
adjetivos sojuzgados por una sociedad de gusto burgués como la suya y, 
probablemente, por el mismo lector), delineada por sus mismos principios 
filosóficos: la confusión entre la estética y lo éticamente correcto. Captar ese 
5 
 
problema es algo que no podemos hacer si no exploramos, antes de la novela, su 
presencia en el pensamiento moderno. Es decir, necesitamos una mirada al 
surgimiento de lo burgués como problema para la vida del hombre, al menos en 
ese nivel que parece indicar la relación existente entre lo erótico, lo ético y lo bello, 
para saber de dónde proviene Gustav Aschenbach, y saber si hemos de mirar en 
él como en un espejo finamente tallado, o sólo como espectadores de su caída, o 
como ambos en distintos tiempos. 
Dado que el problema central, como he mencionado, gira en torno a una pasión 
dudosa de un artista burgués, un ensayo previo a la interpretación de la obra 
debería arrojar luz sobre el vínculo entre las pasiones y la naturaleza humana en 
el contexto de eso que hemos llamado burgués en Aschenbach. Ese vínculo entre 
lo problemático de la pasión y la vida burguesa como efecto de la civilización 
moderna es el centro del espíritu romántico, espíritu del cual es hijo Gustav 
Aschenbach en tanto artista de la estética con ánimo clasicista y poeta de la 
moral. El alma romántica fundó en el hombre moderno la importancia del arte para 
la dirección de las pasiones, como vehículo noble frente a las tropelías y al 
apocamiento de la costumbre y los prejuicios burgueses. El vínculo entre moral y 
pasión, encarnado por un hombre burgués, habla de una derivación de los 
ímpetus románticos. La muerte de Aschenbach es entonces la destrucción o 
disolución de él en sentido físico y en sentido espiritual, pues muere persiguiendo 
la belleza, pero oscurecido por el ridículo que el mismo narrador parece en 
muchos puntos sugerirle al lector, y que también se mezcla a veces con una 
sensación de lamento ante el sufrimiento de un hombre ejemplar y enamorado 
(esa es, al menos generalmente, la oposición que el narrador intenta imprimir a lo 
que describe). Su amor es un amor cuestionable desde el punto de vista de la 
cordura burguesa, pero infectado por todas las premisas de su filosofía del arte: se 
nos presenta como el incansable y erótico perseguidor de lo bello. 
Para la interpretación de tal problema, he dividido el trabajo en cinco partes. La 
primera de ellas aborda un camino intelectual, aparentemente ajeno a la novela 
como tal, pero que sirve como preparación para la interpretación. Las cuatro 
6 
 
partes que lo complementan conforman la interpretación de la novela, dividida 
según sus capítulos, y basada en los detalles que he escogido de ella. La primera 
parte recorre el origen de la tensión entre lo romántico y lo burgués en Rousseau; 
sigue con el artista alemán que le infundió una vitalidad decisiva a dicho problema: 
Goethe; continúa con un apartado sobre la idea de lo bello como Kant la presenta, 
al cual le sigue un esbozo sobre el modo en que Nietzsche radicaliza tal tensión y 
finaliza con una reflexión sobre la idea de Eros como enfermedad, tal y como se 
puede hallar en la primera parte del Fedro de Platón, libro citado por el mismo 
Thomas Mann como parte importante de su novela. La intención de dicha primera 
parte es únicamente poner un camino que unifique el enfoque que le doy a mi 
entendimiento de la obra literaria. Es puesto al inicio para que sirva como puerta 
de entrada, y para que no pueda parecer que, al momento de interpretar, el lector 
se sienta perdido al tratar de ver la relación entre tales autores y la obra. 
El segundo capítulo reúne las dos primeras partes de la novela. En él se trata de 
entender el lugar de Aschenbach, el significado que Mann le pone desde un 
principio como personaje: el del artista burgués moderno. He reunido ambos 
capítulos debido tanto a la brevedad del primer episodio como al carácter 
introductorio para la narración que tienen. El segundo capítulo es una especie de 
biografía que se sale de los eventos que hilan la trama, y la intención del autor 
parece ser presentar a Gustav Aschenbach a partir de su obra, sus ideas y su 
repentino deseo de viajar. 
El tercer, cuarto y quinto capítulos corresponden al mismo número de partes que 
le restan a la novela. En cada uno de ellos, como en el anterior,mi intención al 
hacer la división sólo corresponde al modo en que el mismo autor escoge ordenar 
su obra. Es decir, el tercer capítulo trata sólo de mostrar los aspectos más 
relevantes de lo que la tercera parte de La muerte en Venecia contiene. Dicho 
capítulo se centra en el significado particular que Venecia parece tener, así como 
en el peculiar enamoramiento del escritor ficticio. El cuarto y quinto capítulo 
pertenecen a dos divinidades que dividen a las últimas dos partes de la novela de 
Mann: Apolo y Dioniso. Ofrezco en dichos capítulos una interpretación de la 
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relación que el uso literario de ambos poderes divinos tiene con el Eros que nace 
en el hombre burgués. 
Mi propósito fundamental al llevar a cabo la interpretación de la novela es el de 
profundizar, con ayuda de Mann, en lo que Eros significa para los hombres que, 
creyentes en la estética y el arte como moral, descienden de Aschenbach. Mi 
inquietud primera al pensar en este trabajo era investigar la relación entre el 
romanticismo y el nihilismo. No puedo decir que en esta interpretación he agotado 
dicha investigación, pero definitivamente he dado un paso que me parece 
importante para la comprensión de Eros, problema de casi toda la literatura, 
problema central de la filosofía y, de ahí le viene dicha importancia, problema 
central para la comprensión del hombre, lo que entiendo que Sócrates llamó 
autoconocimiento. El escrito que a continuación presento no trata de enjuiciar la 
destrucción y muerte del personaje principal como una consecuencia de la 
inmoralidad. Es decir, no trata de dar una cura de razón en contra del amor. El 
lector moralmente moderno inmediatamente saca la conclusión de que Mann 
explora con psicoanálisis lo que hay detrás de lo que nosotros concebimos como 
la perversión de la pederastia. Mi intención es mostrar que Mann no sigue esa 
línea. Su uso de la psicología tiene un fin diferente. 
Y es que, claramente, su obra está hecha para despertar la sospecha de que 
Aschenbach es un ridículo lejano a la experiencia de cualquier amante. Sostengo 
que en efecto lo es, pero que eso tiene una razón complicada de desentrañar y 
entender. Thomas Mann pone en su brillante y pulcra obra las convicciones más 
profundas de un artista que podría, ciertamente, parecerse incluso a él. La 
presencia de referencias míticas y de una semejanza marcada y pulida por el 
autor, que pone a Aschenbach como un platónico moderno me parece la llave 
para entender el significado de esta obra. La novela muestra cómo es que un 
hombre que ha sido formado con la idea romántica de la importancia del arte, 
cómo alguien que representaba la gran victoria moral de su época, cae enfermo, 
como si su enfermedad representara que su victoria moral estuviera fundada en 
barro. Mi trabajo habrá hecho lo suyo si logra rescatar a Eros de las garras del 
8 
 
moralismo burgués. Es decir, que, aunque la muerte de Aschenbach se deba a 
una contradicción entre su deseo y lo moral, la novela no es un grito de ayuda 
para olvidar la represión sexual. Su intención es mostrar el aspecto decadente de 
un amante como ese. A diferencia de lo que todo mundo creería, los nihilistas no 
son quienes rebasan abruptamente la ley moral, permitiéndose todo placer. Mi 
interpretación no discute críticamente el nihilismo, sino que sólo trata de entender 
esa unión entre la destrucción y el amor en el hombre burgués, como la trata 
Thomas Mann, y de ahí explorar mínimamente el posible significado de dicha 
palabra. La historia presenta las bases de una novela romántica, y hasta de una 
historia griega de pederastia, con las conclusiones opuestas. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
9 
 
Capítulo primero 
Eros y lo burgués 
El primer llamado de atención hacia lo pernicioso del hombre burgués se hizo 
como una discusión política y, creo, erótica; además de ser hecho por quien, se 
dice, puso el fértil terreno para el nacimiento de lo romántico. Me refiero, se podrá 
adivinar, a Jean-Jacques Rousseau. El detalle que en torno a la comprensión de la 
naturaleza humana, entre cuyos puntos principales se encuentra la explicación de 
las pasiones, aporta Rousseau, es de importancia capital para entender tanto el 
romanticismo como la posmodernidad. No puedo detenerme a explicar aquí esta 
afirmación, sino a intentar desarrollar sus aspectos más elementales en el curso 
del esbozo sobre él y, quizás, a que puedan sugerirse dichas implicaciones al 
lector con la interpretación de la novela. No obstante, es necesario adelantar el 
plan que permite esbozar el problema que quiero presentar. El pensamiento de 
Rousseau propone un modo particular de entender lo natural en el hombre, 
postulando la bondad de ella mientras menos lejano sea de la originalidad con que 
la naturaleza lo hizo, y como político sólo en tanto su naturaleza primigenia se ha 
modificado y acoplado a las circunstancias que fueron permitiendo el nacimiento y 
desarrollo de las sociedades. Rousseau afronta de manera distinta la hipótesis del 
estado de naturaleza, principio de la política de Hobbes, para explicar el 
surgimiento de las injusticias y las desigualdades, planteando que las 
civilizaciones modernas que defiende el pensamiento político anterior a él cometen 
el error de creer que el hombre ha nacido malo. Esa apreciación, que no parece 
tan radical en un primer momento, planteó la posibilidad de que el defecto principal 
de la política moderna es que no requiere ciudadanos virtuosos, sólo ofrece 
burgueses acomodados y comerciantes. La virtud en la que piensa Rousseau se 
define a partir de su propia hipótesis del estado de naturaleza. En vez de afirmar 
que el hombre es malo de origen, Rousseau ofrece un modo de comprender y 
deducir el surgimiento de las calamidades a partir de un análisis de las 
degeneraciones de lo natural. Las pasiones que parecen sugerir que el hombre es 
un lobo nunca tienen un mecanismo sencillo tras de sí. En lugar de recurrir a la 
10 
 
explicación del materialismo, Rousseau muestra que el proceso importante está 
en el dominio que la imaginación tiene sobre los pensamientos y el modo en que 
se manejan los deseos y los medios para la acción. Lo pasional es de primordial 
importancia para entender al ser humano, y no la razón. Lo malo del burgués es 
que ha sido degenerado por todas las extravagancias y refinaciones de la 
sociedad: el conocimiento científico y el gusto, que no lo hacen ser virtuoso sino 
elegantemente convenenciero. 
Antes de pasar a fundamentar el párrafo anterior con una explicación breve del 
problema del burgués en las ideas de Rousseau, debo mantenerme en la 
necesidad de apuntar el camino posterior. La propuesta de Rousseau en torno a la 
bondad natural y a la pasión degenerada floreció en un intento por recuperar las 
bondades del arte para la educación y conducción del espíritu. El hombre que no 
quiere caer en la trampa del burgués requiere desencadenarse de las trabas que 
la convención pone al grito y llanto de lo natural. La discusión en torno a lo 
romántico y lo clásico en el poder del arte surge de la necesidad de recuperar las 
bondades de las épocas altas del espíritu: surge de un segundo amor a Grecia 
que ya suena muy lejano al amor de Rousseau por las historias de Plutarco. No 
explicaré el paso histórico de Rousseau al arte romántico, pero sí expondré el 
modo en que Rousseau imprimió su sello en el alma romántica. Una discusión 
sobre esta oposición entre lo romántico y lo clásico se hará a partir de un esbozo 
de las ideas más generales de Goethe, pues él es quien llevó la incursión de 
Rousseau en el panorama de su siglo al terreno de la importancia del arte para el 
hombre, sobre todo para la cultura alemana. El modo en cómo la estética moderna 
se configura para entender las sensaciones humanas del sujeto moderno después 
de Rousseau es expuesta por Imannuel Kant, en su pequeño escrito sobrelo bello 
y lo sublime. No podré explicar el significado total de dicha obra, sino sólo rescatar 
su importancia para entender a Aschenbach, en tanto melancólico y obligado 
observador burgués de lo sublime. Las últimas ideas de este capítulo estarán 
vinculadas a entender superficialmente el modo en cómo la degeneración del 
burgués es exhibida por Nietzsche y su crítica del último hombre, para comenzar a 
sopesar la presencia del nihilismo en un artista burgués de la talla de Aschenbach; 
11 
 
la meditación será concluida por una disertación sobre Eros como enfermedad 
(metáfora central de la novela) en el burgués, guiados por el opositor más 
complejo del nihilismo, y el pensador que problematizó para siempre el poder de 
Eros para entender al hombre: Platón. Como dije, mis observaciones se limitan a 
la generalidad que el planteamiento en torno a la idea de lo burgués y la pasión 
permiten trazar. No es una auscultación profunda de ninguno de estos 
pensadores, pues ello rebasaría la extensión de un capítulo y de más de un 
trabajo seguramente, sino el panorama interpretativo que la lectura de la novela 
puede exigir a la reflexión filosófica, como base del problema central. Con la mejor 
de las suertes, este ensayo previo allanará el terreno para acceder a la 
conversación con las descripciones narrativas y poéticas de Thomas Mann. 
 
I. Rousseau y la diatriba contra el burgués 
El grito de Rousseau se da en plena Ilustración. El Discurso sobre las ciencias y 
las artes, al que haremos especial referencia, fue escrito principalmente para una 
academia moderna, con el objeto de meditar sobre el éxito o fracaso de las 
ciencias y las artes para el mejoramiento de las costumbres europeas. La 
respuesta para un ilustrado, aunque no es sencilla, puede adelantarse de manera 
breve: la ciencia es necesaria para avanzar en el método y en los beneficios que 
la ciencia trae, además de que sólo ella brinda el conocimiento certero para el 
hombre; las artes se requieren en toda civilización en que reine la razón, como 
muestra del refinamiento ético y sensible del juicio humano. Rousseau está en 
tensión y en desacuerdo con esa opinión, pues considera que el producto de la 
instauración de ambas ocupaciones pervierte al hombre en su trabajo como 
ciudadano. La razón moderna es perversión en tanto disuade de la política y la 
patria, mientras que las artes son refinamientos sociales, alejados de la verdadera 
virtud: la naturaleza. 
Rousseau establece a las ciencias y las artes como adorno de la civilización, en 
tanto productos de la razón y el gusto, debidas al desarrollo del hombre en 
sociedad. Sin el desarrollo de sus necesidades más primigenias, jamás el hombre 
12 
 
habría encontrado la necesidad de llegar a requerir las ecuaciones, el cálculo y la 
química, hijas del ocio, así como jamás habría necesitado de las esculturas sin 
antes haber tenido en dónde colocar tales adornos, ni la necesidad de ser 
reconocido por ello. El estado primigenio del hombre es resaltado para la crítica 
del burgués, y Rousseau pone esa contraposición desde el inicio de su discurso 
del siguiente modo: 
Antes de que el arte hubiera moldeado nuestras maneras y enseñado a 
nuestras pasiones a hablar un lenguaje afectado, nuestras costumbres eran 
rústicas, pero naturales; y la diferencia de procedimientos anunciaba a 
primera vista la de los caracteres. La naturaleza humana no era mejor en el 
fondo, pero los hombres encontraban su seguridad en la facilidad de 
conocerse recíprocamente y esta ventaja, cuyo precio nosotros ya no 
sentimos, les ahorraba muchos vicios. Hoy, cuando investigaciones más 
penetrantes y un gusto más fino han reducido a principios el arte de 
agradar, reina en nuestras costumbres una uniformidad vil y engañosa; y 
todos los espíritus parecen haber sido vaciados en un mismo molde; en 
todo momento la cortesía exige, la conveniencia ordena; en todo momento 
se siguen los usos, nunca la tendencia propia1. 
El vínculo entre las artes y el alma humana se traza aquí a partir del modo en que 
ellas parecen educar al hombre, moldearlo, definir su comportamiento. Ese vínculo 
se puede sospechar en las diferencias que para cualquier europeo más o menos 
culto existe entre su educación y maneras con las de una tribu en medio de lo 
inhóspito. Rousseau postula un estado primitivo a partir del hecho de que el 
perfeccionamiento de las artes y las ciencias es, evidentemente, producto de 
sociedades avanzadas. El modo en que las pasiones se manifiestan está 
cincelado por la cortesía de las artes modernas. El hombre que habla 
poéticamente de su amor y de sus preocupaciones es un producto que ya marca 
una distancia enorme con la pureza rústica y original de la que habla Rousseau, y 
que parece referir a la simpleza de las sociedades pre-modernas, en donde se 
podía distinguir entre los hombres gracias a esos procedimientos que marcaban la 
libertad natural de un hombre para elegir la manera en que había de satisfacer sus 
deseos y apetencias. La moda y la tendencia son efecto de las artes, por las que 
 
1 Rousseau, Jean-Jacques, Discurso sobre las ciencias y las artes, en El contrato social y Discursos, Buenos 
Aires, Losada, 2008, p. 220. 
13 
 
las costumbres se van “homogeneizando”, haciendo del gusto por las pinturas y la 
poesía un modo de mostrarse distinguido, un lujo. La pérdida de la originalidad 
natural por medio de esta domesticación del hombre se debe, según lo dicho por 
el ginebrino, a la fabricación del molde de lo decoroso, a la imposición del código 
del buen gusto y la educación civil, necesarias para hacer el trato agradable 
debido al desconocimiento de los hombres entrados en una sociedad numerosa y 
vasta. 
Por las mismas palabras se puede inferir que ese estado primigenio, que es 
moldeado en la civilización, muestra mejor al hombre, sin la mascarada 
innecesaria de los engaños de la voz suavizada y las cortesías a desconocidos. 
Las pasiones, como se conocen en una civilización moderna como la europea de 
Rousseau, han sido trastocadas y mal dirigidas. El argumento general del 
ginebrino es que todo lo que hemos aplaudido como distinción de lo moderno y lo 
civilizado es en realidad el premio de la perversión. No obstante, la corrupción no 
puede explicarse, como se verá, sólo recurriendo a las artes y ciencias como 
evidencia de ella, pues ambas tienen su origen en las necesidades del hombre 
mismo. Para entender eso, debemos ver cómo es que las pasiones se corrompen 
bajo la educación del buen gusto, y cómo los descubrimientos científicos son 
desviaciones innecesarias de la bondad. Para dar ese paso, Rousseau postula 
que la ignorancia es el estado natural del hombre, lo cual sería advertencia 
suficiente del modo en que nuestro origen demuestra que no fuimos hechos para 
ser primordialmente sabios: “sabed por lo tanto definitivamente que la naturaleza 
os ha querido proteger de la ciencia, como una madre arranca un arma peligrosa 
de las manos de su hijo; que todos los secretos que os oculta son otros tantos 
malos de los que ella os libera2”. De tal modo, Rousseau rebaja el valor que se le 
había dado a la razón como guía del hombre hacia el progreso científico, hacia el 
dominio de lo natural, y trata de establecer el estado primigenio, el origen como lo 
natural y como la bondad definitiva del hombre como ente vivo3. El burgués es 
 
2 Ibíd. 229. 
3 Vid. Rousseau, Jean-Jacques, Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los 
hombres. 
14 
 
para él un producto de esos cambios, un hombre que ya no ha perdido el 
conocimiento de su naturaleza originaria en la vanidad de sus costumbres 
modernas, entre el arte, la desigualdad social que lo encumbra, que a la vez es su 
apocamiento a la luz de la idea de lo natural. 
Las ciencias soninútiles en tanto promueven el escepticismo y el ocio. Si el 
desarrollo de la razón no es lo mejor para el hombre, es porque ella hace perder la 
posibilidad de tener una sociedad duradera y fuerte. Todo el Discurso gira en torno 
al modo en que tanto las ciencias como las artes disminuyen el interés genuino 
por la patria, acabando con la virtud que, para Rousseau, debe ser primordial en 
los ciudadanos: la virtud guerrera: “¿De qué se trata pues precisamente en esta 
cuestión del lujo? De saber si importa más a los imperios ser brillantes y efímeros, 
o virtuosos y duraderos4”. Las artes corrompen la naturaleza humana mediante 
ese lujo, impidiéndole el camino a la virtud por medio de esa domesticación de la 
que hemos hablado. Las discusiones estéticas y el conocimiento que se requiere 
para admirar y complacerse en las formas y la perfección de las figuras son sólo 
refinamientos sociales, producto de una estandarización del gusto, que no 
provienen de los gustos naturales del hombre, y que por ello mismo merman lo 
más noble en él: la virtud que mantiene la vida y la sociedad. La política, como lo 
ve Rousseau, necesita civiles dispuestos a dar la vida en aras de la voluntad 
general, no los egoísmos y las superficialidades de los eruditos y los devaneos 
cortesanos, que enmascaran siempre el vicio de la cobardía, la traición, y el ansia 
de poder. Este es el ataque frontal al significado claro de lo burgués, a todo lo que 
Europa había valorado como digno de su progreso civil, moral y económico: el 
confort de la desigualdad social, la obsolescencia de la guerra, y el crecimiento de 
las ciencias en armonía con el florecimiento de las bellas artes. Gustav 
Aschenbach es la muestra clara del modo en que Europa requería de los artistas 
como educadores morales; él es el artista celebrado por su tenacidad artística y 
moral, por la enseña de la literatura burguesa. 
 
4 Ibíd. 235. 
15 
 
Si la crítica de Rousseau es certera, quiere decir que las pasiones no están 
hechas para hablar naturalmente ese lenguaje afectado que le imprimen los 
gustos burgueses. Por eso puede hablar todavía en favor de la virtud moral de la 
guerra, como auspiciada, quiero pensar, por pasiones nobles. De hecho, 
Rousseau no llega al grado de menospreciar la maestría artística, sino que su 
ataque toma la voz de Sócrates, como queja de la perversión por los poetas como 
engatusadores, para después señalar que el problema es que la era de las artes 
sólo mira como grande aquello que se acomoda al gusto de la época, sin distinguir 
su bondad auténtica5. El modo en que el ginebrino asocia la modificación del 
hombre, su perversión, con las artes, es quizá el elemento más decisivo para la 
progenie del romanticismo. Si la mala calidad de las artes modernas permitía 
mantener la degeneración del gusto en un refinamiento inútil para la práctica, y si 
ellas tenían tal capacidad sobre el juicio y el comportamiento, la búsqueda del 
artista después de Rousseau tendría que ir en busca de explorar esa bondad 
genuina del corazón humano, anterior a la corrupción, o resistente a ella. De 
hecho, la tensión de lo romántico con lo burgués se originó y se alimentaba de 
esta diatriba rousseauniana. Cuestionadas a partir de él son las convenciones del 
matrimonio, los límites morales impuestos fácilmente al grito efervescente de una 
pasión grande, todo eso que los héroes románticos martirizaban entre el elogio y 
la sospecha. 
Como maestro de la prosa moral burguesa, y por lo tanto representante de ese 
mundo que las artes de las que habla Rousseau sembraron, Gustav Aschenbach 
nos lleva a interrogarnos por el vínculo existente entre el arte como sensualidad 
ordenada, como perfección lograda y pulida. Él defendía a la pasión de los 
abismos del escepticismo moral; pretendía educar con la consigna del esfuerzo 
estético y moral, el dominio de sí, como manifestación de una educación clásica, 
frente a la destrucción del caos informe. A la vez que posee las características del 
burgués apocado de Rousseau, muestra la estela mortífera que crecería en el 
seno de la pasión romántica: muere intoxicado entre el freno moral de su 
 
5 Vid. Ibíd. pp. 235- 237 
16 
 
educación cultural y alemana, y algo natural: el deseo amoroso. El paso de la 
diatriba de Rousseau al arte alemán se encuentra ejemplificado en la figura 
apolínea de Goethe, cuyos conflictos poéticos y vitales estuvieron siempre al 
centro de lo preconizado por la intervención del ginebrino. 
 
II. Goethe y lo romántico 
Se reconoce ampliamente que la relación de un poeta tan brillante como Goethe 
con la aparición del romanticismo alemán es amplia, pero a la vez estrecha. 
Amplia, porque obras como el Werther tuvieron un éxito enorme debido a la fiebre 
que hacía bullir en el lector y con la que lograba la simpatía del mismo hacia el 
destino del personaje central, con la pasión de lo que se llamó héroe romántico; 
estrecha, porque se dice también que en su vejez dicho ímpetu había sido 
templado por el paso de la senectud en su corazón y creatividad, pues se 
consideraba a la segunda parte del Fausto como el producto de un genio 
expirante. Sin la intención de contribuir a ese debate académico, podemos aceptar 
la importancia de su obra para el orgullo que creció en la mayoría de los artistas 
alemanes posteriores; igual se puede reconocer que aun desde esa superficie que 
muestra una tambaleante relación con el espíritu romántico, Goethe consagró el 
nacimiento de lo clásico para su arte, eso clásico que formó parte de la tensión en 
el arte y la vida, su fértil base junto al talento. Un hombre como Aschenbach le 
debe a Goethe, entre otros, su ímpetu por lo clásico, y es quizás el poeta de 
Weimar el hombre más adecuado cuando uno quiere profundizar en la relación 
entre el arte y lo alemán, por ser él su culmen. 
No obstante, esta relación no sería suficiente para hacernos notar el problema de 
lo burgués y la pasión como se entendió después del romanticismo. Dado que en 
realidad no podemos aspirar a analizar siquiera una de las obras de Goethe en un 
apartado sobre él, y dado que lo hemos subordinado directamente con la 
discusión que Rousseau inicia con respecto a la naturaleza original y la perversión 
de ella en el burgués moderno, sería importante que, prescindiendo relativamente 
de su obra, liguemos este romanticismo con la vida amorosa de Goethe. Él creía 
17 
 
que lo clásico era la forma de lo sano para el arte y para el espíritu; al mismo 
tiempo, no obstante, nos presenta a héroes como Werther y Fausto, el último 
siempre nombrado como parte de ese profundo antimoralismo de Goethe; su 
relación con lo que algunos han llamado “el eterno femenino” –mote del 
romanticismo pasional y de su vinculación con la mujer- puede mantenernos en la 
dirección general que queremos hacer hacia la comprensión de lo pasional y su 
oposición con lo burgués en el caso de un artista como él. 
El caso es atractivo, pues la simpleza en que uno podría caer al afirmar que la 
naturaleza de la pasión, la fuerza con la que se presente, afirmando todo vicio y 
extravagancia, es buena en sí, se vuelve mucho más problemática en el caso del 
romanticismo, sobre todo en el caso de Goethe, ajeno al juicio burgués que 
subordina la pasión a lo moral en todo caso posible. Rousseau había intentado 
mostrar cómo es que el mal surgía de los impulsos y deseos naturales mal 
dirigidos, pues mantenía que la naturaleza, cuya voz son las apetencias y 
pasiones originales, siempre se muestra buena, mientras no se mezcle con el 
juego de los amores y el incendio de la imaginación en sociedad, como se muestra 
en el burgués y su elogio del buen gusto y las costumbres febles, que lo llevan a 
sojuzgar, por ejemplo, el amor. El problema político de Rousseau es llevado, bajo 
su modificaciónde lo natural y lo pasional, al ámbito de la importancia de lo erótico 
y artístico para la vida humana. Lo romántico auspició al hombre que podía hacer 
todo tipo de atrocidades en nombre de lo que se llamó demónico, de lo superior y 
divino, sin ser cristiano ni pagano al estilo griego o romano, como Manfredo6, pero 
también el proyecto de hombres como Wagner y su renovación cultural por medio 
de la música, con héroes como Tannhäuser, ambos extremos del modo en que lo 
pasional podía entenderse románticamente. 
La larga vida de Goethe es una correspondencia entre los hechos y su arte. El 
mismo Thomas Mann apunta cómo sus relaciones personales mantenían un 
profundo retrato, una inclusión en sus manifestaciones literarias, en los arquetipos 
de su obra: 
 
6 Vid. Gillespie, Michael Allen, Nihilism before Nietzsche, The University of Chicago Press, 1996. 
18 
 
“¡Werther tiene que ser –tiene que ser!”, escribe a Lotte Buff y a su 
prometido. ‘Vosotros no le sentís, sólo me sentís a mí y os sentís 
vosotros… ¡Si pudierais sentir la milésima parte de lo que son mil 
corazones para Werther no consideraríais los costes con los que vosotros 
contribuís!’ –Todos pagaron los costes, de buena o mala gana7. 
Esa insistencia, que roza la intensidad, se trasluce fácilmente para cualquier lector 
del Werther, y es parte de la naturaleza del amor del personaje central por Lotte. 
No es una imitación tal cual, pues Goethe permanece vivo a la par que Werther 
tiene que matarse por no soportar el destino que había perseguido a sabiendas. 
Quizá en ello podamos encontrar la clave para hablar de lo romántico, lo clásico y 
la pasión en Goethe. Podríamos decir, muy fácilmente, que los hombres de genio 
rara vez se avienen con la costumbre, y que las exigencias de su obra, sobre todo 
en el caso de un poeta así, pueden deslindarse de sus vivencias personales. El 
fragmento anterior muestra claramente lo contrario. Como es sabido, sus 
relaciones tempranas y las de su edad adulta fueron siempre problemáticas; ya 
entrado en años y 
para escándalo de todas las gentes de rango y moral metió en su casa 
como amante a una vendedora de flores muy bonita y completamente 
inculta, un bel pezzo di carne, llamada Christiane Vulpius, una relación de 
libertinaje desafiante que legalizó muchos años más tarde y que la sociedad 
no les perdonó jamás, ni a él ni a ella8. 
A ello se puede sumar, quizá, el caso de la adolescente que animó al anciano 
Goethe en Marienbad, con la cual también intentó formalizar la relación, pero salió 
rechazado. Lo evidente es que tan problemática para la moral burguesa es la 
búsqueda de una mujer comprometida, como lo son la diferencia de edad y de 
rango social. Pero eso no es nada que pueda llegar a ser ajeno al amor como tal, 
como el de cualquier otra persona. 
No obstante lo desafiante que siempre fueron los amores del poeta para la 
dignidad burguesa, fraguada con tesón en la sociedad alemana, semejante a 
 
7 Mann, Thomas, Fantasía sobre Goethe, en Ensayos sobre música teatro y literatura, Barcelona, Alba, 2011, 
p. 257. 
8 Ibídem. p. 239. 
19 
 
como lo pinta Rousseau, no podemos quedarnos sólo en lo desafiante de su 
actitud. Thomas Mann apunta bien, en la sencillez aparente, lo importante. Lo 
indignante para el ojo de la costumbre, la predilección por un “buen pedazo de 
carne” vale más para entender la naturaleza de lo erótico que todo el aparato del 
matrimonio y la costumbre. ¿Pueden tener algo en común ese pedazo de carne, 
bello pero inculto, con la Lotte que conocemos por el Werther? Indudablemente, la 
transgresión a la regla moral superficial se mantiene en ambos casos, pero quizá 
lo importante sea el elemento de la belleza para el ánimo de lo pasional. Esto 
parece superficial hasta que vemos el posible trasfondo moral de esa convicción. 
La belleza es determinante para lo erótico, como nos consta en la experiencia, y la 
pasión que, enfriada por pesquisas morales, no alcanza a gozar de la dulce 
naturalidad de ella, es estéril, infeliz o, al menos, poco deseable. En ambos casos, 
lo secundario son los dotes intelectuales y culturales; la pasión amorosa, natural, 
sólo distingue la belleza radiante y natural. No pesaba en ello la calidad de altura 
espiritual que Goethe tenía como artista. Ese es un regalo de la moral de 
Rousseau, refinado por el corazón de Goethe. 
Lo clásico como convicción artística lo opone Goethe, ya en su vejez, a lo 
romántico con una metáfora de la salud y la enfermedad: 
Se me ha ocurrido una nueva expresión que no define mal la cuestión. A lo 
clásico voy a llamarlo lo sano, y a lo romántico, lo enfermo. Visto así, los 
Nibelungos son tan clásicos como Homero, pues ambas cosas son sanas y 
eficaces. La mayor parte de las nuevas creaciones no son románticas por 
nuevas, sino por débiles, endebles y enfermas, mientras que lo antiguo no 
es clásico por antiguo, sino por fuerte, fresco y sano9. 
La oposición se sugiere como un ejemplo de lo bondadoso en el arte, así como de 
lo pernicioso. Lo sano en lo clásico se manifiesta, según esa declaración, en la 
obra más diáfana de las manifestaciones poéticas antiguas: la épica antigua, la 
Ilíada, quizá el clásico, en el sentido que se le puede dar a una obra que nunca 
perece, por antonomasia de la poesía griega. Además del hexámetro, podríamos 
imaginar tratar de indagar en qué sentido la Ilíada es una muestra de lo 
 
9 Eckermann, J. P., Conversaciones con Goethe, Barcelona, El Acantilado, 2010, pp. 384-385. 
20 
 
verdaderamente grande, de lo sano en el sentido de lo que nos permite ver 
ordenadamente el heroísmo. Werther leía a Homero como feliz pasatiempo, y se 
deleitaba enormemente en esa lectura, mientras su amor por Lotte no había 
adquirido el ritmo estrepitoso del final de la novela. Evidentemente, decir que la 
épica es clásica puede sacar de dificultades al erudito, pero en Goethe esa 
mención va más allá de lo académico, a pesar de que su consolidación como 
artista tuvo mucho de la recuperación de las formas “clásicas”, tuvo mucho de lo 
griego. Lo clásico no deja de ser una apreciación moderna del arte de Homero, por 
mucho que Goethe pudiera profundizar en la enseñanza de la épica. Y eso 
clásico, sano, visto incluso en su producción artística, es la voz de lo que Goethe 
aprecia como alto. ¿Cómo apreciar correctamente esa oposición y su lugar en 
esta cuestión? De nuevo, Mann allana esta cuestión de manera feliz: 
Goethe, que también era un psicólogo de primer orden, declara sin 
ambages que no había oído de un crimen del que él mismo no se sintiera 
capaz. Esto es la frase de un pupilo del examen de conciencia pietista; sin 
embargo, en ello predomina el elemento de inocencia griega. Es una frase 
serena, un desafío a la virtud burguesa, cierto, pero más bien frío y 
arrogante que cristianamente contrito, más audaz que profundo en un 
sentido religioso10. 
La inocencia griega y el desafío a lo burgués van juntos en los amores 
problemáticos, en la aseveración que le hace decirse capaz del crimen, como reto 
a la quietud de lo socialmente decoroso, al mero buen gusto, y su frialdad resalta 
porque, en realidad, nunca cometió crimen alguno al estilo de un personaje de 
Dostoievski. Creo que la inocencia griega le da la frialdad a esa aseveración en el 
sentido de las atrocidades de la guerra en la Ilíada, de ese modo en que lo griego 
es espejo apolíneo de lo limitado y lo grande, diferente a esa consciencia profunda 
y desgarradora del cristianismo del novelista ruso, narrador desconcertante del 
pecado. Por eso Mann lo describe como arrogante y audaz. 
Goethe sentía profundo respeto y admiración por Byron, creador del ya 
mencionado Manfredo. Pero no podía evitar aplaudir al tiempo que mantenía una 
sombra de duda en suceño por el tremendo arrojo que caracterizó al bardo inglés. 
 
10 Mann, Óp. Cit., p. 193. 
21 
 
Así también, sus relaciones arrojan luz sobre lo que ahora se llama el eterno 
femenino, eso que permanece en Lotte, en C. Vulpius y quizás en sus amoríos de 
anciano. El arrojo le parecía un exceso innecesario, pues las pasiones que pintó, 
las pasiones que lo distinguieron, por más transgresión de lo moralmente burgués 
que tuvieran, jamás fueron fraguadas de pura tempestad, violentas en el sentido 
que puede apuntar Byron. Hay un paralelo entre este alejamiento simpático del 
fuego y ese desprecio de lo burgués por la belleza y el amor. El desprecio por lo 
convencional para disfrutar de la naturalidad no llega al salvajismo. El “eterno 
femenino” en la superficialidad de los amores de Goethe parece mostrar siempre 
una fría calidez. Lotte, la nunca sometida por Werther, es prácticamente una 
madre joven en la novela; Christiane es una ingenua, nada aburguesada jovencita, 
cuya única perla es lo que la naturaleza puso en su rostro. El romanticismo de 
Goethe siempre estuvo en esa oposición común con lo burgués, a pesar de llegar 
a ser un poeta laureado y respetado, moderado y morigerado. Aunque las 
pasiones rompan las cadenas de la convención, como en su enamoramiento de 
una mujer comprometida, o de una muchacha rústica, es mejor vivirlas que 
oprimirlas -si acaso eso es posible- cuando nos inundan. Una pasión romántica 
puede ser problemática incluso si ella no nos orilla al abismo del arrebato o, mejor 
dicho, no todo arrebato es igual. Werther es prueba de esto. 
Esa sobriedad de un corazón exaltado es propia de alguien que podía decir que lo 
clásico es lo sano. Así lo creía y así creció Gustav Aschenbach. Su toque de 
maestría en prosa, ese género que en su extensión muestra su sobriedad, creció 
al tiempo que le daba un toque de clasicismo formal. A diferencia de Goethe, 
Aschenbach jamás dio siquiera oportunidad a pasión escandalosa alguna, como 
buen alemán burgués. Lo que en Goethe se muestra diáfano y sano, la presencia 
natural de ese Eros parsimonioso y transgresor, negador de las virtudes 
burguesas en aras de la pasión, se muestra en Aschenbach como enfermedad, 
como fin, perentoriedad. Aschenbach es la obsolescencia del romanticismo en la 
debilidad del hombre civilizado, culto, conservador por medio del espíritu del arte. 
La naturaleza de Eros no parece tan bondadosa para él, que no soporta la 
exposición a ella. Si lo clásico y lo griego habían de salvar al hombre de vivir bajo 
22 
 
la esclavitud burguesa, cultivando su espíritu por el arte, sería un tremendo 
problema que Eros, en el cual está basado el intento de revitalizar al hombre, se 
haya vuelto una enfermedad destructiva de hombres que, en realidad, son débiles. 
El amor, cuya autenticidad hacía menearse lo convencional del mundo burgués 
para las almas románticas, parece también destruir la cultura de lo clásico como 
norma ética y estética. 
 
III. Lo sublime en el mundo burgués: la apreciación Kantiana de lo bello 
Lo sublime como concepto de apreciación sensible tiene lugar especial en toda la 
crítica del arte, y su apogeo se debe en buena medida a la ola que Rousseau 
levantó sobre el horizonte. Sólo después de su crítica de lo burgués, así como de 
la importancia que su idea de lo natural otorgaba al sentimiento, alimento de lo 
romántico, podía la experiencia de lo sublime y lo bello servir como convicción 
para la guía de la sensibilidad. Gustav Aschenbach está convencido de que su 
experiencia erótica, en la que se mezclan los conceptos artísticos que le servían 
como consigna vital, tiende a arroparlo en el seno de lo sublime, de eso infinito y 
original que todo artista pretende buscar con su imitación de lo divino. De ningún 
lugar podía salir tal razonamiento sobre Eros que no fuera del romanticismo y su 
valoración del estado de naturaleza de Rousseau, libertad frente a la esclavitud 
del mundo aburguesado. De cierta manera, el problema de lo sublime se servía de 
la fusión que lo romántico hacía de lo estético y el sentimiento con lo moral 
juzgado principalmente en la oposición entre aburguesamiento y deseo de lo 
original como bueno. 
El problema fue analizado brevemente por Kant, en sus Observaciones sobre el 
sentimiento de lo bello y lo sublime. La conspicua mención del hombre de 
Königsberg obedece a que es él quien permite ver la manera en que el 
sentimiento está asociado con la moral; su análisis sobre la manifestación de lo 
bello y lo sublime en los sentimientos e inclinaciones naturales del hombre 
muestran ese lío entre lo moral y los sentimientos finos sobre el que descansa la 
novela. El romanticismo había apelado a la importancia del sentimiento y la pasión 
23 
 
como primordiales en la naturaleza del hombre; como hemos visto, dicha 
afirmación podía incluir tormentas como Byron, pero también podía cargar el rostro 
apolíneo de Goethe con ambigüedad. El pequeño análisis de Kant acepta la 
existencia del sentimiento moral como parte de la naturaleza del hombre, y le 
otorga la categoría de respetable a la inclinación sensible a lo sublimo por digna, 
pero no permite que esa asociación entre lo pasional y lo natural evite que la razón 
encuentre principios morales, como comentaré en breve. Lo bello y lo sublime son 
experiencias sensibles que le permiten a Kant distinguir el modo en que la 
naturaleza se ha encargado de imprimir las bondadosas inclinaciones en el 
corazón humano. 
Habría que empezar por lo más evidente en esta cuestión. Muchos podríamos 
llegar a creer el juicio de que la sensibilidad profunda está asociada con la 
experiencia de sentimientos grandes, que parecen poco comunes. El análisis de 
Kant comienza reconociendo algo semejante: “Existe otro sentimiento de 
naturaleza más refinada, así descrito porque puede ser disfrutado más largamente 
sin saciedad ni agotamiento, o bien porque supone, por decirlo así, en el alma una 
sensibilidad que a la vez la hace apta para los movimientos virtuosos o porque 
pone de manifiesto talentos y cualidades intelectuales11”. Con ello se refiere en 
conjunto a lo bello y lo sublime. Que la sensibilidad esté asociada con la tendencia 
a lo virtuoso es lo que debe llamarnos la atención. Con ello Kant está pensando, 
en un nivel general, en que la diferencia entre las cosas en que se complacen los 
hombres muestra sus aptitudes éticas. La educación estética es posible por ello. 
Mientras que lo bello es grácil, alegre como el día y el carácter de una mujer 
decente; lo sublime es grave, impresionante, arrobador y conmovedor como la 
noche12. Ambas se caracterizan como sensaciones, en tanto dependen de la 
subjetividad y de algo que no es del todo racional. La noche, racionalmente, no 
inspira nada: racionalmente se le puede explicar en relación con el día, pero sólo 
el sentimiento nos puede decir qué despierta en nosotros su visión. 
 
11 Kant, Immanuel, Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, México, FCE-UAM-UNAM, 
2011, p. 4. 
12 Vid. Ibíd. pp. 5-6. 
24 
 
Lo anterior describe una dicotomía relativamente sencilla entre el sentimiento y lo 
racional que el mismo Kant parece sugerir. Quien siente lo sublime está 
capacitado, al parecer, por diferencias naturales, por privilegios que la respuesta 
de su imaginación le da. Sin embargo, entender la conexión entre ese refinamiento 
sensible y la tendencia a la virtud no es tan sencillo. Alguien puede estar 
describiendo su experiencia de la vastedad del mar como sublime, en tanto que le 
parece grave, amplio, imperioso y murmurante, sin que ello le dicte una buena 
acción. Para allanar esa lejanía, Kant sigue el camino que le permite el 
sentimiento moral: 
Entre las cualidades morales sólo la verdadera virtud es sublime (...) La 
verdaderavirtud sólo puede basarse en principios tales que, entre más 
generales sean, más sublime y noble la harán. Estos principios no son 
reglas especulativas, sino la conciencia de un sentimiento que vive en todo 
corazón humano y que se extiende mucho más allá de las causas 
particulares de la compasión y de la complacencia. Creo englobar todo su 
contenido diciendo que es el sentimiento de la belleza y la dignidad de la 
naturaleza humana (…) Sólo cuando uno subordina su inclinación particular 
a una inclinación tan amplia, los instintos bondadosos pueden aplicarse 
proporcionadamente y producir el noble comportamiento que es la belleza 
de la virtud13. 
Aquí Kant sólo habla de principios en tanto que rigen las acciones por medio de un 
sentimiento general. La virtud es sublime en tanto subsiste por ese sentimiento 
que no deja lugar al egoísmo, ni a las coincidencias con las inclinaciones 
simplemente amables. La moralidad del sentimiento parece depender de esas 
inclinaciones sujetas al carácter de los hombres. Lo sublime de la virtud está tanto 
en lo que uno siente al ver una acción bella, como en el sentimiento del que la 
lleva a cabo, movido por el modo en que ese sentimiento de lo digno y lo grande le 
hace actuar. Sentimientos vulgares conllevan acciones triviales; el mismo Kant 
vuelve a decir: “Vanas serían las dotes intelectuales para quien no tuviera al 
mismo tiempo un vivo sentimiento de lo verdaderamente noble o bello, el cual 
debe ser el móvil para aplicar esas dotes bien y con regularidad14”. 
 
13 Ibídem, pp. 13-15 
14 Ibídem, p. 25. 
25 
 
Podría uno preguntarse si ese modo de pensar depende de una división entre lo 
racional y lo sentimental que vaya más allá de las partes de un análisis. 
Recordemos que si el burgués es un degenerado para Rousseau, lo es debido a 
que esconde detrás de categorías como lo sublime la corrupción de sus 
verdaderos sentimientos, pasiones y móviles. Lo burgués es una perversión 
originada en las mentiras de la razón, por eso el sentimiento pleno importa mucho 
en la oposición frente a lo tradicional, como vimos en Goethe. Lo sublime parece 
un modo de resucitar la virtud en el sentimiento una vez la razón ha sido 
secundada en el plano ético. Kant no habla de un estado de naturaleza primigenio 
aquí, pero sí del “sentimiento de la dignidad del ser humano”. No habla aquí de la 
razón o el entendimiento, simplemente porque el sentimiento es algo distinto, no 
ajeno, a la razón. La razón pervirtió al hombre, haciéndole burgués con los 
productos de la ciencia, torciendo lo que nació derecho. Kant no es un romántico 
porque su apreciación del sentimiento moral deja espacio aún para las reglas 
racionales, para el imperativo categórico, pero sigue esa división entre lo racional 
y lo sentimental que permite hablar de la experiencia de lo sublime como estado 
del sentimiento, como juicio estético. 
Lo que Aschenbach tiene de “kantiano” expone el problema en torno a lo sublime. 
Sus facultades sensibles, educadas, tildan de sublime la experiencia erótica que lo 
sume en la duda. Sus actos no parecen gozar de la sublimidad que le otorga al 
mar y al infinito. Lo moral y lo estético parecen estar en pugna. Su sensibilidad 
educada no es impedimento para lo moralmente cuestionable en principio. De 
hecho, su búsqueda de lo sublime como artista parece el elemento que lo hace 
sobre todo burgués. Lo sublime parece el concepto que esconde la disolución de 
la razón para encontrar la virtud. Lo sublime detrás de la contemplación del mar 
veneciano se contrapone, o sirve de telón de fondo para la experiencia erótica que 
sufre el viejo. Es la misma experiencia erótica, con las características que 
naturalmente trae consigo, como el ridículo, la limitación de lo moral y el roce con 
la muerte, la que subvierte el mundo de lo sublime que lo había formado. Eros, el 
transgresor romántico de lo moral, muestra no sólo lo endeble de Aschenbach, 
sino del edificio que había construido con su propia voluntad. El héroe de la prosa, 
26 
 
de lo limitado, el apreciador de lo sublime, el melancólico escritor alemán, persigue 
esa belleza que tiene bien medida y, como muchos otros, resiste como enamorado 
hasta la muerte. Sólo que no sabe ya lo que es virtud. La pasión parece obligada a 
estar en contra de lo moral, igual que lo bello. Su única virtud, mostrada por su 
arte, se disuelve en esa nada que lo arrastró de principio a fin, en la fuerza 
bicéfala de Eros, que es Apolo y Dioniso, luz y noche, sublimidad y muerte: el 
burgués que prefería no someterse a pasiones escandalosas es destruido por una 
de ellas. Lo sublime no es suficiente explicación de la virtud. He ahí el lugar de la 
arremetida de Nietzsche contra el último hombre, el burgués apocado que cree 
que la cultura habrá de salvarlo moralmente, pero que no reconoce el fondo último 
de la vida. Veamos mejor el lugar que tiene el genio de Sils-Maria en todo esto. 
 
IV. El nihilismo burgués: el oráculo de Nietzsche 
El camino que hasta ahora hemos recorrido no parece tener mucho vínculo con el 
coreado nombre del nihilismo. Rousseau no parece un nihilista común, pues su 
crítica de la sociedad burguesa requiere de su afirmación de la bondad original del 
hombre, pervertida en el mundo moderno de los engaños, las máscaras y el 
entumecimiento que las artes han dado a esas facultades originales. El burgués 
rousseauniano está disminuido por el modo en que las artes lo han atrofiado, 
además de que goza de las discusiones que el escepticismo de la ciencia 
moderna inserta en su alma, lo cual lo hacen materia inútil para la vida pública. El 
burgués es un defecto juzgado, sobre todo, a la luz de la decadencia política. Pero 
el escepticismo y la comodidad del burgués no los hace nihilistas, sólo hombres 
pervertidos. Y Rousseau no duda de su aportación política. Nuestro acercamiento 
superficial al ejemplo de lo romántico en Goethe tampoco parece sugerirnos 
nihilismo en el seno amoroso del poeta de Weimar. Parece, según vimos, una 
especie de aventura erótica en contra de lo convencional y burgués, un combate 
sereno frente a los juicios superficiales en torno a la pasión. Kant parece alejarse 
más que cualquier otro de una “simpatía con el abismo”15 que haga tambalear el 
 
15 Vid. Mann, Thomas, La muerte en Venecia, Barcelona, Edhasa. 
27 
 
sentido de la vida moderna. La semblanza que hicimos muestra cómo él une lo 
bello y lo sublime, lo grande romántico y lo afable, con la ejecución moral del 
hombre. No hay destrucción en lo bello ahí. Modera el romanticismo, pero queda 
la duda de si no regresa acaso al problema que Rousseau planteaba en torno al 
modo en que lo burgués se hace presente en las categorías estéticas del 
sentimiento. 
Hemos resaltado cómo Aschenbach pertenece al mundo burgués trazado en estos 
vaivenes. Eros, de fondo, decide cómo el romanticismo se alza en contra del 
apocamiento burgués, y también parece ser silenciado por Kant al momento de 
reflexionar en torno a lo bello y lo ético, la virtud. El virtuoso de Rousseau no es el 
que vive con prodigalidad la pasión, sino el que más se apega a defender su patria 
por respetar la unión que le permite la supervivencia. El nihilismo, como lo 
podemos percibir en la novela, es la sombra que permea el amor destructivo, 
trágico a la vez que cómico (ambivalencia latente sobre todo para un lector 
burgués), de Gustav von Aschenbach. La cultura, elemento humano que parecía 
distinguirlo de lo vulgar y lo corriente, queda socavada, hundida frente a su propia 
experiencia del amor. Su vida anterior, la vida que elevó a la contemplación 
artística de lo bello, lo sublime y la forma, es derrumbada por la fuerza de Eros, 
cuya forma apolínea termina siendo caos dionisíaco; enfermedad física y espiritual 
de un hombre de por sí disminuido,cuya fuerza es la resistencia famélica que su 
endeblez sacaba de su pobre presencia, todo a través de su dedicación artística. 
Para entender brevemente el significado que uso del término nihilista en la 
interpretación de la historia que presenta Mann es necesario reconocer al hombre 
que vaticinó la ruina del mundo moderno, de la cultura y de sus intentos de 
“moralizar” de algún modo: Nietzsche. El caos que le sobreviene al artista senil 
enamorado, muerto por el poder de Eros bajo el símil de la enfermedad, puede ser 
interpretado en la medida en la que entendemos el ridículo al que Nietzsche 
expuso al hombre moderno. El nihilismo es para Nietzsche un producto necesario 
de la moralidad que movió a Europa desde su aparición, y la presencia del 
burgués es una penumbra insalvable. Nietzsche se distingue de Rousseau y 
28 
 
Goethe en la radicalidad con que plantea lo lastimero de todo intento de moralizar, 
de escondernos de nuestra desgracia natural. Ensayaré el significado de la 
catástrofe, recurriendo todavía al problema que ello conlleva para nuestra 
comprensión de Eros, para lograr un primer acercamiento al nihilismo en el amor 
de Aschenbach. 
En el sentido tradicional, el nihilismo es el enemigo de la moral. Menospreciando 
el valor del conocimiento y la ética, el nihilismo parece la sombra mortal de la 
invitación a la inmoralidad. Nietzsche nos ayuda a ver que ese no es el centro del 
problema. El nihilismo, según él, se hace sobre todo presente en la existencia y 
predominio de cierta moral, de la moral del hombre moderno. Para entender esto 
es necesario juzgar mínimamente la relación entre la filosofía, la verdad y la moral. 
Según el solitario de Sils-Maria, “no existen fenómenos morales, sino sólo una 
interpretación moral de fenómenos…16”. El aforismo es engañoso por su aparente 
simplicidad. Simplicidad que podría llevarnos a ver en ella un relativismo más. Que 
haya interpretación moral de los fenómenos cambia, no obstante, definitivamente 
la posibilidad de conformarnos con juzgarlo como un enunciado relativista. El 
aforismo parece decir, en su sentido más general, que lo moral es asociado con 
los actos gracias a una valoración, que lo moral no proviene de la estructura del 
fenómeno apreciado, que lo moral es ya un modo de enjuiciar lo que vemos, un 
modo que no proviene de lo “natural” ni de lo “objetivo”. Incluso podría mostrar que 
la palabra fenómeno sea ya un invento relacionado siempre con lo moral. En otras 
palabras, que hay distancia entre lo moral y lo experimentado, distancia que tiene 
detrás, por ejemplo, valoraciones y relaciones hechas entre nombres como lo 
bueno, lo malo, y lo verdadero y lo falso. 
Decir que eso sugiere el relativismo y el inmoralismo proviene del mismo hecho de 
que tenemos firme fe en la relación entre lo bueno y los juicios que a partir de ello 
proferimos sobre nuestra experiencia “moral”. Es decir, el nihilismo como 
inmoralismo sólo sería cierto si hemos decidido que el valor de lo moral proviene 
de su base en la verdad; proviene de una interpretación moral. El inmoralismo es 
 
16 Nietzsche, Friedrich, Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza, 2013, p. 125. 
29 
 
opuesto necesario de lo moral sólo para quien no se ha dado cuenta de lo antes 
dicho. Ese tembloroso rumor es más peligroso de lo que parece. Si la verdad es 
necesaria, si la búsqueda de los límites morales es natural al hombre, por lo cual 
la filosofía parece, como amor al saber, la que tiene el hilo conductor para 
responder por el modo en que la verdad es valiosa para la vida del hombre, es 
porque moral y verdad han sido correlativas, pero como perspectiva. Es decir, la 
verdad y la moral siempre tienen un vínculo que es a la vez inseparable de quien 
trata de fundamentar su sincera relación. Con su voz de trueno, Nietzsche vuelve 
a decirnos: 
Para aclarar de qué modo han tenido lugar propiamente las afirmaciones 
metafísicas más remotas de un filósofo es bueno (e inteligente) comenzar 
siempre preguntándose: ¿a qué moral quiere esto (quiere él -) llegar? Yo no 
creo, por lo tanto, que un ‘instinto de conocimiento’ sea el padre de la 
filosofía, sino que, aquí como en otras partes, un instinto diferente se ha 
servido del conocimiento (…) Pues todo instinto ambiciona dominar: y en 
cuanto tal intenta filosofar (…) En el filósofo, por el contrario, nada, 
absolutamente nada es impersonal; y es especialmente su moral la que 
proporciona un decidido y decisivo testimonio de quién es él – es decir, de 
en qué orden jerárquico se encuentran recíprocamente situados los 
instintos más íntimos de su naturaleza17. 
Nietzsche pone al filósofo en tanto ejemplo más claro de aquel que, mediante esas 
afirmaciones metafísicas, trata siempre de mostrar cómo es que él ha descubierto 
la verdad y, por ende, intenta dominar moralmente. La dominación moral puede 
verse, por ejemplo, en que la obra metafísica de un filósofo siempre va en 
conexión con lo que él cree mejor para el hombre. No es el amor por la verdad lo 
que mueve al filósofo a perseguir el conocimiento, en tanto que detrás de ese 
supuesto amor siempre está el fin que se propone: la verdad no surge del 
desinterés. La verdad es, así, un modo de permear el ansia que el instinto tiene de 
dominar. Por eso la verdad y la moral parecen estar relacionados, en tanto que se 
da por obvio el juicio de que la verdad es buena. 
 
17 Ibídem, p. 35. 
30 
 
Es ahí de donde Nietzsche obtiene el hilo con el que teje el entramado del 
nihilismo y lo moral. Si para entender la filosofía como actividad humana hay que 
buscar en las profundidades del instinto, si ella siempre es personal, y, por tanto, 
el intento de moralizar va unido a ella, siendo siempre un “intrépido montrer ses 
plaies (mostrar las propias llagas)18”, habríamos de buscar ahí algo más 
fundamental que la llamada “voluntad de verdad”. Eso es la voluntad de poder. 
Para no extender demasiado la explicación, hemos de comprender que, si es 
posible simplificar el problema, Nietzsche ve en el nihilismo el decaimiento del 
hombre moderno en el sentido de una enfermedad de esa voluntad de poder. Un 
decaimiento surgido de las ideas modernas y su asociación con el cristianismo. El 
burgués moderno, con su escepticismo, producto de la muerte de Dios como valor, 
y su fe en la democracia y el progreso, en la “invención de la felicidad19”, con su 
cultura, en tanto que es ello lo que lo identifica como europeo, es un esclavo 
risible20 de sus propios inventos. 
Si el nihilismo es una enfermedad de esa voluntad de poder que actúa siempre de 
fondo, visible en la democratización y en la “actitud de rebaño” como disminución y 
mediocridad del hombre, se muestra entonces el carácter absolutamente radical 
de la propuesta de Nietzsche. Aún en el intento de moralizar uno puede ser 
perfectamente nihilista. Aun siendo un artista moralizante del gusto burgués en 
tanto rectificados de la costumbre cosmopolita, aun siendo el hombre que salva 
del “abismo” con el arte y la claridad de la prosa, uno puede ser nihilista. No hay 
una bondad original del hombre, porque la naturaleza sólo se juzga buena o mala 
en tanto interpretación moral. 
Eros, en tanto parte definitiva para acceder al conocimiento del hombre, es 
siempre disminuido por el hombre moderno. El burgués, como recriminaban los 
románticos, nada sabe de la insatisfacción y la desesperación de una pasión: la 
mira siempre con malos ojos. Nietzsche parece remedar esa arremetida con la 
 
18 Ibíd. p. 173. 
19 Vid. Nietzsche, F., Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza. 
20 Para una argumentación y exploración más detallada de esta parte del pensamiento de Nietzsche, Vid. 
Marino López, Antonio Luis, El nihilismo europeo o la abolición del lógos, en Senderosdialógicos entre 
antiguos y modernos, México, UNAM-FES Acatlán, 2005. 
31 
 
idea del nihilismo. Para él, no obstante, la verdad y la moral son parte del 
problema que nos metió en ese lío. Se ve la oposición entre las pasiones 
románticas, la tendencia hacia lo bello, y la naturaleza buena de Rousseau con la 
afirmación de que “en la vida real no hay más que voluntad fuerte y voluntad 
débil21”. El hombre moderno, por más que encuentre fascinación en las obras 
románticas, parece encadenado por su degeneración en la interpretación moral de 
la vida, interpretación que lo hace mantenerse seguro frente a esa oscuridad en 
que se esconde la voluntad, lo cual desentraña la psicología como la pensó 
Nietzsche. Mann apunta, al respecto de esta consideración del hombre moderno, 
que “lo que él (Nietzsche) odia y maldice en ellas es su utilitarismo y su 
eudemonismo, el hecho de que eleven la paz y la felicidad en la tierra a la 
categoría de ideales supremos. Mientras que el hombre aristocrático, el hombre 
trágico, el hombre heroico pisotea esos valores vulgares y débiles22”. La búsqueda 
de la felicidad como base de la moral es la enfermedad que provoca ese fantasma 
llamado nihilismo y que, basado en esa enseñanza del platonismo sobre la 
bondad del ideal, nos hace creer que la naturaleza de los afectos, las pasiones, 
las emociones están encadenadas a lo moral racionalmente. Nietzsche es el más 
radical porque muestra, según él, cómo es que la filosofía genuina nada tiene que 
ver con ese eudemonismo de la interpretación moral del mundo, productora de 
ese esclavo democrático que es el burgués. 
 
V. Platón y Eros como enfermedad 
Esta última parte, que parece no tener conexión con la línea seguida hasta ahora, 
tiene una justificación que vale la pena explorar mejor antes de darle el contenido 
que se planea. Como hemos dicho, la novela entera está basada en la descripción 
de una decadencia, de una destrucción: Aschenbach muere, desvanecido entre un 
padecimiento físico real y el deseo, el amor por un jovencito que lleva la 
enfermedad en el rostro. Su amor es enfermedad real. Es decir, la causa de su 
 
21 Nietzsche, Más allá del bien y del mal, p.55. 
22 Mann, Thomas, La filosofía de Nietzsche a la luz de nuestra experiencia, en Schopenhauer, Nietzsche, 
Freud, Madrid, Alianza, 2014, p. 135. 
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muerte en Venecia en realidad es esa infección que recibió de la belleza 
destructiva y delicada del muchacho, una infección, que como una fiebre, nubló su 
juicio, pero que, a la vez, se viste del amor con un deseo fuerte. Todo lo que hace 
Aschenbach después de ver al muchacho es normal, en un sentido muy general, 
para cualquier enamorado. 
La semejanza entre Eros y la enfermedad es una referencia necesaria, dada la 
conexión que la novela establece entre el deseo homoerótico del artista senil y su 
muerte. El suyo es un caso de muerte por una enfermedad que lo destruye. 
Evaluar esa relación particular entre el amor y la muerte exige que recordemos a 
quien da la discusión de fondo para pensar a Eros como una enfermedad, el mal 
del hombre burgués que, entre el control de sí y el silencio, muere ahogado en su 
propia sangre, como los enfermos de cólera. Aschenbach, bajo el poder tiránico de 
Eros, comienza seguro de que su deseo no tiene nada de extraño, e incluso se 
nos muestra que él lo interpreta como una relación propia de su alma superior. Al 
menos eso parece sugerir la remembranza del Fedro23. Esa referencia por parte 
de Mann como diseñador nos muestra que ese nexo entre Eros y enfermedad 
tiene como referente el diálogo platónico, pues imita la relación entre el viejo 
Sócrates y el joven Fedro. Dado el carácter breve de este apartado, no podemos 
tratar el diálogo en su unidad, sino únicamente aquella parte dedicada al discurso 
de Lisias y al de Sócrates encubierto. Esta parte es necesaria, dado que sólo en 
Platón podemos ver cómo es que Eros es enfermedad desde la perspectiva 
racionalista de él. La alternativa socrática de Eros al oráculo de Nietzsche y el 
nihilismo será apenas sugerida bajo esa base. 
En el Fedro, Sócrates coincide con el muchacho que le da su nombre al diálogo en 
las orillas de la ciudad, para seguirlo afuera de ella y así escuchar lo que el joven 
ha oído de Lisias. Fedro dice haber oído un discurso magno del orador acerca de 
una cuestión erótica, cuyo interés él cree será suficiente para atrapar a Sócrates. 
Éste, en efecto, decide seguirlo, en apariencia atraído tanto por la tesis que Fedro 
ha resbalado como base del discurso, a la par que por la belleza eminente del 
 
23 Vid., Mann, La muerte en Venecia, pp. 78-80. 
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muchacho; la tesis, dicha por el mismo Fedro, se resume en que es mejor no 
amar, o complacer al no amante, que amar, complaciendo en todo a quien nos 
muestra su deseo24. Sócrates sigue a Fedro, formando la imagen de su deseo: 
sigue a la belleza hasta afuera de la polis, pero a la vez movido por la promesa de 
un discurso polémico. La perspicacia de Sócrates y su conocimiento de Fedro es 
tal que descubre las intenciones de éste: practicar su habilidad retórica con él: 
“Calma. Que acabas de arrebatarme, Sócrates, la esperanza que tenía de 
ejercitarme contigo25”. Fedro es alguien que parece fijarse más en la relación entre 
el brillo del discurso que dice poder ejercitarse con él. Su belleza, aunada a la 
maestría retórica ganada por el ejercicio, que así lo concibe él, quizá serían la 
combinación más poderosa para que la tesis de Lisias pudiera ser llevada a cabo. 
Sin ahondar más en esos detalles, hay que meditar en torno a la tesis de Lisias, 
que parece contradictoria en tanto que fue dicha para seducir a un jovencito. El 
amor es un mal negocio por varias razones, todas relacionadas con el 
comportamiento de un enamorado hacia su pretendiente. Los enamorados 
mismos “reconocen que no están sanos, sino enfermos, y saben, además, que su 
mente desvaría; pero que, bien a su pesar, no son capaces de dominarse26”. Un 
hombre bajo el poder de Eros es capaz de realizar acciones radicales en contra de 
sus rivales, además de que el número de ellos es reducido. El objetivo de Lisias es 
mostrar todas las desventajas que conlleva el aceptar el sometimiento a una 
enfermedad tan terrible como Eros, cuya esencia descansa en nublar el juicio, 
como a los enfermos febriles. Estando con los enamorados de los que habla Lisias 
uno es víctima del escrutinio público, en tanto que el amado demerita su honra 
exponiéndose con alguien de quien todo mundo piensa que busca su satisfacción; 
nada en ellos atiende al bien que puede surgir de una amistad común, como lo 
hace quien está a salvo de la enfermedad y mantiene sano su juicio: sus 
alabanzas buscan sólo mantener el gusto por ellos, no enjuiciar adecuadamente 
nuestras acciones. El no amante de Lisias es aquel que ha calculado todo lo 
 
24 Vid., Platón, Fedro 227c, Madrid, Gredos. 
25 Ibíd., 228e. 
26 Ibídem, 231d. 
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maligno del amor y prefiere ahorrarse el trago amargo de la deshonra y de las 
promesas que huyen con el tiempo y la satisfacción. El placer corporal que busca 
el amado es, por igual, algo a lo que no es ajeno, pero ello no hace que su 
amistad sea pasajera, como sí sucede con el enamoramiento en cuanto se 
esfuma, según Lisias, la belleza corporal. Eros es una enfermedad que no está en 
control de los enamorados manejar, pero que sí puede evitarse huyendo de ellos. 
Si lo anterior es cierto, Eros es eminentemente un mal, uno destructivo. 
Permanecer sano es preferir esa amistad que opone al amor. Lisias hace un 
discurso moral sobre el amor. 
Evidentemente, la tesis de Lisias depende de que en efecto la experiencia erótica 
pueda ser generalizada de tal manera. Ya vimos que Lisias, deseosode Fedro, no 
parece ser ajeno al control ni estar enfermo. O, en todo caso, queda la pregunta 
de si, con su intento de seducción, Lisias beneficia en verdad a Fedro de alguna 
manera. Posterior al discurso de Lisias, Sócrates, el viejo, es obligado por su 
jovencito, indignado ante la crítica que aquél propina a la llaneza del discurso que 
acaba de escuchar, a proclamar uno mejor. El discurso en contra de Eros de 
Sócrates es semejante al de Lisias, en tanto que desacredita la bondad del amor, 
pero tiene una diferencia esencial, que lo convierte en otro tipo de discurso: la 
división entre el deseo de placer natural y la opinión adquirida, la cual nos hace 
guiarnos hacia el bien sin tener siempre que desear el placer más palpable. En el 
discurso socrático, Eros es siempre deseo de lo bello en el cuerpo, olvido de lo 
racional en busca del goce con el amado. Eros es un mal que nos desvía de la 
mejor opinión, pues la influencia del amado en quien lo acepta lo aleja 
constantemente de las buenas influencias, de la sabiduría y del buen estado 
puesto que el amado siempre busca expandir su sombra para que ninguna luz y 
ningún ojo ajeno al suyo pueda posarse sobre el amado, propiedad que le permite 
mantenerse en ese gozo de lo bello que lo mantiene así27. Sócrates hace también 
un discurso moral, pero él se avergüenza de lo que dice y hace una palinodia 
posterior en defensa de Eros. 
 
27 Vid. 237b-242a. 
35 
 
La referencia que la novela mantiene con este aspecto del diálogo se aclara en la 
medida en que vemos que Aschenbach parece repetir los síntomas de la 
enfermedad descrita por Lisias y el viejo Sócrates encubierto. Él se comprende 
como Sócrates en esa relación homoerótica, sólo que jamás se atreve a dirigirle la 
palabra al amado, sino a seguirlo siempre a distancia. Empeora al nivel de que 
prefiere, una vez enterado de que Venecia ha sido infestada con el cólera, 
guardarse el secreto para así seguir en su deleite. Él es el amante del que hablan 
Sócrates y Lisias. La gran excepción es, repito, que sólo una vez intenta 
establecer contacto con su amado, y falla en el intento. El Sócrates del arte se 
convierte en el enfermo del Sócrates encubierto y, por tanto, es una farsa de lo 
socrático. Quiero decir que este viejo, persiguiendo como tal esa belleza que, 
socráticamente, él experimentaba como divina, expone la cara destructiva de una 
enfermedad que hace de su autocontrol un ridículo manifiesto. Eros es, en su 
caso, el mal de lo bello. 
El reto del lector de La muerte en Venecia es no caer en la posición calculadora de 
Lisias, ni en aceptar tan fácilmente la conclusión declarada del discurso antierótico 
de Sócrates al momento de juzgar a Aschenbach. Es decir, el reto es no llegar 
simplemente a decir que en realidad amar es un mal, como parece sugerir el 
dramatismo preparado por Thomas Mann. Esa conclusión sería propia de los 
moralistas que describe Nietzsche, de los burgueses que sienten a Aschenbach 
como decaído por ese terrible mal del amor. La enfermedad que Mann pone en su 
escritor senescente ficticio nace de la confrontación entre lo que le dicta la mesura 
de su educación burguesa y la sensualidad en lo bello. La remembranza platónica 
hace que nos preguntemos si Eros aparece como la enfermedad que reta los 
esquemas de Aschenbach. La interpretación debe orillarnos a ver que el deseo de 
lo bello tiene una conexión con la muerte por enfermedad, mostrando la 
ambigüedad del modo en que este escritor percibía el control de su vida por el 
trabajo. 
Aschenbach es una persona bien educada, apreciadora de lo bello, que llega a 
una muerte en donde su ser se derrumba casi por completo. Amar es malo aún 
36 
 
para quien fue educado de manera civilizada: Eros parece resistirse al designio 
humano. No obstante, el discurso antierótico de Sócrates en el Fedro fue 
pronunciado con vergüenza. El mismo Sócrates parece estar encantado con 
Fedro, sin ser destruido por él. Este trabajo habrá sido de provecho si logra 
mostrar que la novela muestra las diferencias que existen entre señalar que 
Aschenbach es un hombre decadente para cuya pasión ya no es suficientemente 
fuerte, y decir que es una imitación engañosa de lo socrático, imitación a través de 
la cual se ve precisamente la distancia con Sócrates. Habrá valido la pena el 
esfuerzo si nos abstenemos de decir que le hizo falta la guía de la razón que 
menciona Sócrates en oposición a Eros en el discurso en contra del amor. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
37 
 
Capítulo segundo 
El héroe débil 
I. El país de los tigres 
Hemos trazado un panorama general en torno al modo en que lo burgués deviene 
problemático en el mundo moderno, sobre todo en referencia a lo pasional y lo 
sentimental, así como el advenimiento del nihilismo para ese mundo moralizante. 
Después de esos trazos, es necesario explorar cómo lo burgués se nos presenta 
como tal en la persona de Gustav Aschenbach, hombre central, y cuyo nombre 
inaugura al lector el recorrido de La muerte en Venecia. 
La obra inicia narrando un paseo soledoso que el protagonista decide tomar con el 
propósito de dispersarse. Su residencia en Múnich es abandonada temporalmente 
después de la hora del té para que Von Aschenbach, viejo ya pasado de los 
cincuenta, pueda “darse un respiro” de la inquietud en que estaba debido a la 
expansión interna de su espíritu creador, que lo ajetreaba al punto de no dejarle 
tranquilo después de haberle hecho trabajar por la mañana. Necesitaba la 
dispersión que un paseo da, para amainar el ímpetu que ese espíritu creador 
incendiaba en él. Al parecer, requiere el paseo porque no está acostumbrado o no 
desea trabajar el día entero (cree que el paseo le hará bien y le dará una velada 
fructífera); el paseo sería innecesario, pues, si este hombre no se sintiera 
atosigado por esa sobreexcitación que generó en él el trabajo matutino, que, 
según se dice, “le exigía justamente en esos días un máximo de cautela, 
perspicacia, penetración y voluntad de rigor28”, las cuales, no obstante, parecían 
ser administradas en horarios, como lo demuestra el hecho de que prefiere salir a 
pasear que seguir trabajando, pues las fuerzas, por la misma falta de descanso, 
no le alcanzaban para ello. La primera caracterización de Aschenbach apunta a lo 
metódico de su trabajo, metodización que parece necesaria debido a una endeble 
constitución. Escribir es una labor para la que se necesitan caminatas que relajen, 
no que renueven y prolonguen meditaciones. 
 
28 Mann, Thomas, La muerte en Venecia, Barcelona, Edhasa, 2008, 19. 
38 
 
Su solitario caminar le lleva a bordear el radiante Jardín Inglés de su ciudad, el 
cual entonces “se hallaba, en las zonas próximas a la ciudad, repleto de carruajes 
y transeúntes29”; mientras vagaba, Aschenbach pudo ver de lejos “la animación 
popular del jardín, a cuyos bordes aguardaban unas cuantas berlinas y coches de 
lujo30”. Su caminar lo llevó hasta el cementerio del norte, que se hallaba justo 
detrás de ese jardín, en donde esperaría el tranvía que lo transportara de regreso; 
según se realizó, “la parada y sus alrededores estaban, por casualidad, totalmente 
desiertos. No se veía un solo coche en la Ungererstrasse, entre cuyo adoquinado 
deslizábanse, solitarios y brillantes, los rieles del tranvía31”. Su recorrido parece 
inclinarse a evadir el tumulto, seguramente por considerarlo insoportable. La 
pequeña parte de su ciudad de la que tenemos noticia, el tramo que rodea al 
Jardín Inglés, parece evidenciar que sus compatriotas adinerados prefieren 
esparcirse, pasar el tiempo en ese nimio contacto con la naturaleza que ofrece ese 
tipo de jardines, diseñados en medio de las ciudades una vez que importó la 
arquitectura urbana de espacios naturales, idea muy romántica, pero burguesa

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