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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO FACULTAD DE ESTUDIOS SUPERIORES ACATLÁN Eros bajo la sombra del nihilismo: una lectura de La muerte en Venecia TESIS QUE PARA OBTENER EL TÍTULO DE Licenciado en Filosofía PRESENTA Hugo Adán Moreno Estrada Asesor: Antonio Luis Marino López Santa Cruz Acatlán, Naucalpan, Estado de México, 2017 UNAM – Dirección General de Bibliotecas Tesis Digitales Restricciones de uso DERECHOS RESERVADOS © PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL Todo el material contenido en esta tesis esta protegido por la Ley Federal del Derecho de Autor (LFDA) de los Estados Unidos Mexicanos (México). El uso de imágenes, fragmentos de videos, y demás material que sea objeto de protección de los derechos de autor, será exclusivamente para fines educativos e informativos y deberá citar la fuente donde la obtuvo mencionando el autor o autores. Cualquier uso distinto como el lucro, reproducción, edición o modificación, será perseguido y sancionado por el respectivo titular de los Derechos de Autor. 2 Para Itzel y Octavio, por su amor y su amistad 3 La mejor razón para escribir es leer algo que uno necesitaba leer. Gabriel Zaid, La poesía en la práctica Nada hay, pues, que no aguante el que ama perfectamente. Orígenes, Comentario al “Cantar de los Cantares” 4 Introducción La muerte en Venecia describe con detalle insuperable la destrucción paulatina de su personaje principal. La muerte es la de Gustav Aschenbach. Este hombre es un escritor senescente, consagrado por el título noble de “von” que señala sólo a los elevados socialmente por una corte aristocrática alemana, como el que alcanzaran, por ejemplo, Goethe y Schiller como poetas laureados y participantes de la corte. No hay otra palabra que le quede mejor a su situación y a su descripción que la de burgués, en el sentido de que goza de una posición económica y social de distinción considerable, además de tener el respaldo del gusto público por su obra. No tiene él que trabajar más que en su obra, goza de la vida en Múnich como residencia oficial, además de tener un renombre propio de un diplomático. La dignidad burguesa -entendida hasta aquí como parte de ese mundo oficial, de altura social y moral que tiene dicho artista- que Thomas Mann pinta en él proviene del modo en que Alemania había integrado a su organización cultural los grados sociales altos para las personas destacadas, de la manera en que el buen gusto y las costumbres refinadas habían calado en la formación de la gente de clase alta. Las artes, las ciencias, la política y lo militar se codeaban en esa esfera, como representantes de esa esperanza cultural y espiritual. El lector de la muerte en Venecia debe esforzarse en buscar la manera de reducir la distancia que la comodidad de la lejanía histórica puede sugerirle con la narración, si quiere en realidad notar la fuente del problema que parece envolver su experiencia de lectura; ha de notar que lo burgués es un problema que puede notar y pensar a partir de su posición; ha de penetrar en la posibilidad de que lo burgués es algo que persiste en la vida moderna aunque pase desapercibido, sorteando la cultísima exquisitez de una novela llena de referencias literarias y delicadezas narrativas. Gustav Aschenbach es un hombre que muere asfixiado en una pasión escandalosa por ser tanto homoerótica como pederasta (ambos adjetivos sojuzgados por una sociedad de gusto burgués como la suya y, probablemente, por el mismo lector), delineada por sus mismos principios filosóficos: la confusión entre la estética y lo éticamente correcto. Captar ese 5 problema es algo que no podemos hacer si no exploramos, antes de la novela, su presencia en el pensamiento moderno. Es decir, necesitamos una mirada al surgimiento de lo burgués como problema para la vida del hombre, al menos en ese nivel que parece indicar la relación existente entre lo erótico, lo ético y lo bello, para saber de dónde proviene Gustav Aschenbach, y saber si hemos de mirar en él como en un espejo finamente tallado, o sólo como espectadores de su caída, o como ambos en distintos tiempos. Dado que el problema central, como he mencionado, gira en torno a una pasión dudosa de un artista burgués, un ensayo previo a la interpretación de la obra debería arrojar luz sobre el vínculo entre las pasiones y la naturaleza humana en el contexto de eso que hemos llamado burgués en Aschenbach. Ese vínculo entre lo problemático de la pasión y la vida burguesa como efecto de la civilización moderna es el centro del espíritu romántico, espíritu del cual es hijo Gustav Aschenbach en tanto artista de la estética con ánimo clasicista y poeta de la moral. El alma romántica fundó en el hombre moderno la importancia del arte para la dirección de las pasiones, como vehículo noble frente a las tropelías y al apocamiento de la costumbre y los prejuicios burgueses. El vínculo entre moral y pasión, encarnado por un hombre burgués, habla de una derivación de los ímpetus románticos. La muerte de Aschenbach es entonces la destrucción o disolución de él en sentido físico y en sentido espiritual, pues muere persiguiendo la belleza, pero oscurecido por el ridículo que el mismo narrador parece en muchos puntos sugerirle al lector, y que también se mezcla a veces con una sensación de lamento ante el sufrimiento de un hombre ejemplar y enamorado (esa es, al menos generalmente, la oposición que el narrador intenta imprimir a lo que describe). Su amor es un amor cuestionable desde el punto de vista de la cordura burguesa, pero infectado por todas las premisas de su filosofía del arte: se nos presenta como el incansable y erótico perseguidor de lo bello. Para la interpretación de tal problema, he dividido el trabajo en cinco partes. La primera de ellas aborda un camino intelectual, aparentemente ajeno a la novela como tal, pero que sirve como preparación para la interpretación. Las cuatro 6 partes que lo complementan conforman la interpretación de la novela, dividida según sus capítulos, y basada en los detalles que he escogido de ella. La primera parte recorre el origen de la tensión entre lo romántico y lo burgués en Rousseau; sigue con el artista alemán que le infundió una vitalidad decisiva a dicho problema: Goethe; continúa con un apartado sobre la idea de lo bello como Kant la presenta, al cual le sigue un esbozo sobre el modo en que Nietzsche radicaliza tal tensión y finaliza con una reflexión sobre la idea de Eros como enfermedad, tal y como se puede hallar en la primera parte del Fedro de Platón, libro citado por el mismo Thomas Mann como parte importante de su novela. La intención de dicha primera parte es únicamente poner un camino que unifique el enfoque que le doy a mi entendimiento de la obra literaria. Es puesto al inicio para que sirva como puerta de entrada, y para que no pueda parecer que, al momento de interpretar, el lector se sienta perdido al tratar de ver la relación entre tales autores y la obra. El segundo capítulo reúne las dos primeras partes de la novela. En él se trata de entender el lugar de Aschenbach, el significado que Mann le pone desde un principio como personaje: el del artista burgués moderno. He reunido ambos capítulos debido tanto a la brevedad del primer episodio como al carácter introductorio para la narración que tienen. El segundo capítulo es una especie de biografía que se sale de los eventos que hilan la trama, y la intención del autor parece ser presentar a Gustav Aschenbach a partir de su obra, sus ideas y su repentino deseo de viajar. El tercer, cuarto y quinto capítulos corresponden al mismo número de partes que le restan a la novela. En cada uno de ellos, como en el anterior,mi intención al hacer la división sólo corresponde al modo en que el mismo autor escoge ordenar su obra. Es decir, el tercer capítulo trata sólo de mostrar los aspectos más relevantes de lo que la tercera parte de La muerte en Venecia contiene. Dicho capítulo se centra en el significado particular que Venecia parece tener, así como en el peculiar enamoramiento del escritor ficticio. El cuarto y quinto capítulo pertenecen a dos divinidades que dividen a las últimas dos partes de la novela de Mann: Apolo y Dioniso. Ofrezco en dichos capítulos una interpretación de la 7 relación que el uso literario de ambos poderes divinos tiene con el Eros que nace en el hombre burgués. Mi propósito fundamental al llevar a cabo la interpretación de la novela es el de profundizar, con ayuda de Mann, en lo que Eros significa para los hombres que, creyentes en la estética y el arte como moral, descienden de Aschenbach. Mi inquietud primera al pensar en este trabajo era investigar la relación entre el romanticismo y el nihilismo. No puedo decir que en esta interpretación he agotado dicha investigación, pero definitivamente he dado un paso que me parece importante para la comprensión de Eros, problema de casi toda la literatura, problema central de la filosofía y, de ahí le viene dicha importancia, problema central para la comprensión del hombre, lo que entiendo que Sócrates llamó autoconocimiento. El escrito que a continuación presento no trata de enjuiciar la destrucción y muerte del personaje principal como una consecuencia de la inmoralidad. Es decir, no trata de dar una cura de razón en contra del amor. El lector moralmente moderno inmediatamente saca la conclusión de que Mann explora con psicoanálisis lo que hay detrás de lo que nosotros concebimos como la perversión de la pederastia. Mi intención es mostrar que Mann no sigue esa línea. Su uso de la psicología tiene un fin diferente. Y es que, claramente, su obra está hecha para despertar la sospecha de que Aschenbach es un ridículo lejano a la experiencia de cualquier amante. Sostengo que en efecto lo es, pero que eso tiene una razón complicada de desentrañar y entender. Thomas Mann pone en su brillante y pulcra obra las convicciones más profundas de un artista que podría, ciertamente, parecerse incluso a él. La presencia de referencias míticas y de una semejanza marcada y pulida por el autor, que pone a Aschenbach como un platónico moderno me parece la llave para entender el significado de esta obra. La novela muestra cómo es que un hombre que ha sido formado con la idea romántica de la importancia del arte, cómo alguien que representaba la gran victoria moral de su época, cae enfermo, como si su enfermedad representara que su victoria moral estuviera fundada en barro. Mi trabajo habrá hecho lo suyo si logra rescatar a Eros de las garras del 8 moralismo burgués. Es decir, que, aunque la muerte de Aschenbach se deba a una contradicción entre su deseo y lo moral, la novela no es un grito de ayuda para olvidar la represión sexual. Su intención es mostrar el aspecto decadente de un amante como ese. A diferencia de lo que todo mundo creería, los nihilistas no son quienes rebasan abruptamente la ley moral, permitiéndose todo placer. Mi interpretación no discute críticamente el nihilismo, sino que sólo trata de entender esa unión entre la destrucción y el amor en el hombre burgués, como la trata Thomas Mann, y de ahí explorar mínimamente el posible significado de dicha palabra. La historia presenta las bases de una novela romántica, y hasta de una historia griega de pederastia, con las conclusiones opuestas. 9 Capítulo primero Eros y lo burgués El primer llamado de atención hacia lo pernicioso del hombre burgués se hizo como una discusión política y, creo, erótica; además de ser hecho por quien, se dice, puso el fértil terreno para el nacimiento de lo romántico. Me refiero, se podrá adivinar, a Jean-Jacques Rousseau. El detalle que en torno a la comprensión de la naturaleza humana, entre cuyos puntos principales se encuentra la explicación de las pasiones, aporta Rousseau, es de importancia capital para entender tanto el romanticismo como la posmodernidad. No puedo detenerme a explicar aquí esta afirmación, sino a intentar desarrollar sus aspectos más elementales en el curso del esbozo sobre él y, quizás, a que puedan sugerirse dichas implicaciones al lector con la interpretación de la novela. No obstante, es necesario adelantar el plan que permite esbozar el problema que quiero presentar. El pensamiento de Rousseau propone un modo particular de entender lo natural en el hombre, postulando la bondad de ella mientras menos lejano sea de la originalidad con que la naturaleza lo hizo, y como político sólo en tanto su naturaleza primigenia se ha modificado y acoplado a las circunstancias que fueron permitiendo el nacimiento y desarrollo de las sociedades. Rousseau afronta de manera distinta la hipótesis del estado de naturaleza, principio de la política de Hobbes, para explicar el surgimiento de las injusticias y las desigualdades, planteando que las civilizaciones modernas que defiende el pensamiento político anterior a él cometen el error de creer que el hombre ha nacido malo. Esa apreciación, que no parece tan radical en un primer momento, planteó la posibilidad de que el defecto principal de la política moderna es que no requiere ciudadanos virtuosos, sólo ofrece burgueses acomodados y comerciantes. La virtud en la que piensa Rousseau se define a partir de su propia hipótesis del estado de naturaleza. En vez de afirmar que el hombre es malo de origen, Rousseau ofrece un modo de comprender y deducir el surgimiento de las calamidades a partir de un análisis de las degeneraciones de lo natural. Las pasiones que parecen sugerir que el hombre es un lobo nunca tienen un mecanismo sencillo tras de sí. En lugar de recurrir a la 10 explicación del materialismo, Rousseau muestra que el proceso importante está en el dominio que la imaginación tiene sobre los pensamientos y el modo en que se manejan los deseos y los medios para la acción. Lo pasional es de primordial importancia para entender al ser humano, y no la razón. Lo malo del burgués es que ha sido degenerado por todas las extravagancias y refinaciones de la sociedad: el conocimiento científico y el gusto, que no lo hacen ser virtuoso sino elegantemente convenenciero. Antes de pasar a fundamentar el párrafo anterior con una explicación breve del problema del burgués en las ideas de Rousseau, debo mantenerme en la necesidad de apuntar el camino posterior. La propuesta de Rousseau en torno a la bondad natural y a la pasión degenerada floreció en un intento por recuperar las bondades del arte para la educación y conducción del espíritu. El hombre que no quiere caer en la trampa del burgués requiere desencadenarse de las trabas que la convención pone al grito y llanto de lo natural. La discusión en torno a lo romántico y lo clásico en el poder del arte surge de la necesidad de recuperar las bondades de las épocas altas del espíritu: surge de un segundo amor a Grecia que ya suena muy lejano al amor de Rousseau por las historias de Plutarco. No explicaré el paso histórico de Rousseau al arte romántico, pero sí expondré el modo en que Rousseau imprimió su sello en el alma romántica. Una discusión sobre esta oposición entre lo romántico y lo clásico se hará a partir de un esbozo de las ideas más generales de Goethe, pues él es quien llevó la incursión de Rousseau en el panorama de su siglo al terreno de la importancia del arte para el hombre, sobre todo para la cultura alemana. El modo en cómo la estética moderna se configura para entender las sensaciones humanas del sujeto moderno después de Rousseau es expuesta por Imannuel Kant, en su pequeño escrito sobrelo bello y lo sublime. No podré explicar el significado total de dicha obra, sino sólo rescatar su importancia para entender a Aschenbach, en tanto melancólico y obligado observador burgués de lo sublime. Las últimas ideas de este capítulo estarán vinculadas a entender superficialmente el modo en cómo la degeneración del burgués es exhibida por Nietzsche y su crítica del último hombre, para comenzar a sopesar la presencia del nihilismo en un artista burgués de la talla de Aschenbach; 11 la meditación será concluida por una disertación sobre Eros como enfermedad (metáfora central de la novela) en el burgués, guiados por el opositor más complejo del nihilismo, y el pensador que problematizó para siempre el poder de Eros para entender al hombre: Platón. Como dije, mis observaciones se limitan a la generalidad que el planteamiento en torno a la idea de lo burgués y la pasión permiten trazar. No es una auscultación profunda de ninguno de estos pensadores, pues ello rebasaría la extensión de un capítulo y de más de un trabajo seguramente, sino el panorama interpretativo que la lectura de la novela puede exigir a la reflexión filosófica, como base del problema central. Con la mejor de las suertes, este ensayo previo allanará el terreno para acceder a la conversación con las descripciones narrativas y poéticas de Thomas Mann. I. Rousseau y la diatriba contra el burgués El grito de Rousseau se da en plena Ilustración. El Discurso sobre las ciencias y las artes, al que haremos especial referencia, fue escrito principalmente para una academia moderna, con el objeto de meditar sobre el éxito o fracaso de las ciencias y las artes para el mejoramiento de las costumbres europeas. La respuesta para un ilustrado, aunque no es sencilla, puede adelantarse de manera breve: la ciencia es necesaria para avanzar en el método y en los beneficios que la ciencia trae, además de que sólo ella brinda el conocimiento certero para el hombre; las artes se requieren en toda civilización en que reine la razón, como muestra del refinamiento ético y sensible del juicio humano. Rousseau está en tensión y en desacuerdo con esa opinión, pues considera que el producto de la instauración de ambas ocupaciones pervierte al hombre en su trabajo como ciudadano. La razón moderna es perversión en tanto disuade de la política y la patria, mientras que las artes son refinamientos sociales, alejados de la verdadera virtud: la naturaleza. Rousseau establece a las ciencias y las artes como adorno de la civilización, en tanto productos de la razón y el gusto, debidas al desarrollo del hombre en sociedad. Sin el desarrollo de sus necesidades más primigenias, jamás el hombre 12 habría encontrado la necesidad de llegar a requerir las ecuaciones, el cálculo y la química, hijas del ocio, así como jamás habría necesitado de las esculturas sin antes haber tenido en dónde colocar tales adornos, ni la necesidad de ser reconocido por ello. El estado primigenio del hombre es resaltado para la crítica del burgués, y Rousseau pone esa contraposición desde el inicio de su discurso del siguiente modo: Antes de que el arte hubiera moldeado nuestras maneras y enseñado a nuestras pasiones a hablar un lenguaje afectado, nuestras costumbres eran rústicas, pero naturales; y la diferencia de procedimientos anunciaba a primera vista la de los caracteres. La naturaleza humana no era mejor en el fondo, pero los hombres encontraban su seguridad en la facilidad de conocerse recíprocamente y esta ventaja, cuyo precio nosotros ya no sentimos, les ahorraba muchos vicios. Hoy, cuando investigaciones más penetrantes y un gusto más fino han reducido a principios el arte de agradar, reina en nuestras costumbres una uniformidad vil y engañosa; y todos los espíritus parecen haber sido vaciados en un mismo molde; en todo momento la cortesía exige, la conveniencia ordena; en todo momento se siguen los usos, nunca la tendencia propia1. El vínculo entre las artes y el alma humana se traza aquí a partir del modo en que ellas parecen educar al hombre, moldearlo, definir su comportamiento. Ese vínculo se puede sospechar en las diferencias que para cualquier europeo más o menos culto existe entre su educación y maneras con las de una tribu en medio de lo inhóspito. Rousseau postula un estado primitivo a partir del hecho de que el perfeccionamiento de las artes y las ciencias es, evidentemente, producto de sociedades avanzadas. El modo en que las pasiones se manifiestan está cincelado por la cortesía de las artes modernas. El hombre que habla poéticamente de su amor y de sus preocupaciones es un producto que ya marca una distancia enorme con la pureza rústica y original de la que habla Rousseau, y que parece referir a la simpleza de las sociedades pre-modernas, en donde se podía distinguir entre los hombres gracias a esos procedimientos que marcaban la libertad natural de un hombre para elegir la manera en que había de satisfacer sus deseos y apetencias. La moda y la tendencia son efecto de las artes, por las que 1 Rousseau, Jean-Jacques, Discurso sobre las ciencias y las artes, en El contrato social y Discursos, Buenos Aires, Losada, 2008, p. 220. 13 las costumbres se van “homogeneizando”, haciendo del gusto por las pinturas y la poesía un modo de mostrarse distinguido, un lujo. La pérdida de la originalidad natural por medio de esta domesticación del hombre se debe, según lo dicho por el ginebrino, a la fabricación del molde de lo decoroso, a la imposición del código del buen gusto y la educación civil, necesarias para hacer el trato agradable debido al desconocimiento de los hombres entrados en una sociedad numerosa y vasta. Por las mismas palabras se puede inferir que ese estado primigenio, que es moldeado en la civilización, muestra mejor al hombre, sin la mascarada innecesaria de los engaños de la voz suavizada y las cortesías a desconocidos. Las pasiones, como se conocen en una civilización moderna como la europea de Rousseau, han sido trastocadas y mal dirigidas. El argumento general del ginebrino es que todo lo que hemos aplaudido como distinción de lo moderno y lo civilizado es en realidad el premio de la perversión. No obstante, la corrupción no puede explicarse, como se verá, sólo recurriendo a las artes y ciencias como evidencia de ella, pues ambas tienen su origen en las necesidades del hombre mismo. Para entender eso, debemos ver cómo es que las pasiones se corrompen bajo la educación del buen gusto, y cómo los descubrimientos científicos son desviaciones innecesarias de la bondad. Para dar ese paso, Rousseau postula que la ignorancia es el estado natural del hombre, lo cual sería advertencia suficiente del modo en que nuestro origen demuestra que no fuimos hechos para ser primordialmente sabios: “sabed por lo tanto definitivamente que la naturaleza os ha querido proteger de la ciencia, como una madre arranca un arma peligrosa de las manos de su hijo; que todos los secretos que os oculta son otros tantos malos de los que ella os libera2”. De tal modo, Rousseau rebaja el valor que se le había dado a la razón como guía del hombre hacia el progreso científico, hacia el dominio de lo natural, y trata de establecer el estado primigenio, el origen como lo natural y como la bondad definitiva del hombre como ente vivo3. El burgués es 2 Ibíd. 229. 3 Vid. Rousseau, Jean-Jacques, Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. 14 para él un producto de esos cambios, un hombre que ya no ha perdido el conocimiento de su naturaleza originaria en la vanidad de sus costumbres modernas, entre el arte, la desigualdad social que lo encumbra, que a la vez es su apocamiento a la luz de la idea de lo natural. Las ciencias soninútiles en tanto promueven el escepticismo y el ocio. Si el desarrollo de la razón no es lo mejor para el hombre, es porque ella hace perder la posibilidad de tener una sociedad duradera y fuerte. Todo el Discurso gira en torno al modo en que tanto las ciencias como las artes disminuyen el interés genuino por la patria, acabando con la virtud que, para Rousseau, debe ser primordial en los ciudadanos: la virtud guerrera: “¿De qué se trata pues precisamente en esta cuestión del lujo? De saber si importa más a los imperios ser brillantes y efímeros, o virtuosos y duraderos4”. Las artes corrompen la naturaleza humana mediante ese lujo, impidiéndole el camino a la virtud por medio de esa domesticación de la que hemos hablado. Las discusiones estéticas y el conocimiento que se requiere para admirar y complacerse en las formas y la perfección de las figuras son sólo refinamientos sociales, producto de una estandarización del gusto, que no provienen de los gustos naturales del hombre, y que por ello mismo merman lo más noble en él: la virtud que mantiene la vida y la sociedad. La política, como lo ve Rousseau, necesita civiles dispuestos a dar la vida en aras de la voluntad general, no los egoísmos y las superficialidades de los eruditos y los devaneos cortesanos, que enmascaran siempre el vicio de la cobardía, la traición, y el ansia de poder. Este es el ataque frontal al significado claro de lo burgués, a todo lo que Europa había valorado como digno de su progreso civil, moral y económico: el confort de la desigualdad social, la obsolescencia de la guerra, y el crecimiento de las ciencias en armonía con el florecimiento de las bellas artes. Gustav Aschenbach es la muestra clara del modo en que Europa requería de los artistas como educadores morales; él es el artista celebrado por su tenacidad artística y moral, por la enseña de la literatura burguesa. 4 Ibíd. 235. 15 Si la crítica de Rousseau es certera, quiere decir que las pasiones no están hechas para hablar naturalmente ese lenguaje afectado que le imprimen los gustos burgueses. Por eso puede hablar todavía en favor de la virtud moral de la guerra, como auspiciada, quiero pensar, por pasiones nobles. De hecho, Rousseau no llega al grado de menospreciar la maestría artística, sino que su ataque toma la voz de Sócrates, como queja de la perversión por los poetas como engatusadores, para después señalar que el problema es que la era de las artes sólo mira como grande aquello que se acomoda al gusto de la época, sin distinguir su bondad auténtica5. El modo en que el ginebrino asocia la modificación del hombre, su perversión, con las artes, es quizá el elemento más decisivo para la progenie del romanticismo. Si la mala calidad de las artes modernas permitía mantener la degeneración del gusto en un refinamiento inútil para la práctica, y si ellas tenían tal capacidad sobre el juicio y el comportamiento, la búsqueda del artista después de Rousseau tendría que ir en busca de explorar esa bondad genuina del corazón humano, anterior a la corrupción, o resistente a ella. De hecho, la tensión de lo romántico con lo burgués se originó y se alimentaba de esta diatriba rousseauniana. Cuestionadas a partir de él son las convenciones del matrimonio, los límites morales impuestos fácilmente al grito efervescente de una pasión grande, todo eso que los héroes románticos martirizaban entre el elogio y la sospecha. Como maestro de la prosa moral burguesa, y por lo tanto representante de ese mundo que las artes de las que habla Rousseau sembraron, Gustav Aschenbach nos lleva a interrogarnos por el vínculo existente entre el arte como sensualidad ordenada, como perfección lograda y pulida. Él defendía a la pasión de los abismos del escepticismo moral; pretendía educar con la consigna del esfuerzo estético y moral, el dominio de sí, como manifestación de una educación clásica, frente a la destrucción del caos informe. A la vez que posee las características del burgués apocado de Rousseau, muestra la estela mortífera que crecería en el seno de la pasión romántica: muere intoxicado entre el freno moral de su 5 Vid. Ibíd. pp. 235- 237 16 educación cultural y alemana, y algo natural: el deseo amoroso. El paso de la diatriba de Rousseau al arte alemán se encuentra ejemplificado en la figura apolínea de Goethe, cuyos conflictos poéticos y vitales estuvieron siempre al centro de lo preconizado por la intervención del ginebrino. II. Goethe y lo romántico Se reconoce ampliamente que la relación de un poeta tan brillante como Goethe con la aparición del romanticismo alemán es amplia, pero a la vez estrecha. Amplia, porque obras como el Werther tuvieron un éxito enorme debido a la fiebre que hacía bullir en el lector y con la que lograba la simpatía del mismo hacia el destino del personaje central, con la pasión de lo que se llamó héroe romántico; estrecha, porque se dice también que en su vejez dicho ímpetu había sido templado por el paso de la senectud en su corazón y creatividad, pues se consideraba a la segunda parte del Fausto como el producto de un genio expirante. Sin la intención de contribuir a ese debate académico, podemos aceptar la importancia de su obra para el orgullo que creció en la mayoría de los artistas alemanes posteriores; igual se puede reconocer que aun desde esa superficie que muestra una tambaleante relación con el espíritu romántico, Goethe consagró el nacimiento de lo clásico para su arte, eso clásico que formó parte de la tensión en el arte y la vida, su fértil base junto al talento. Un hombre como Aschenbach le debe a Goethe, entre otros, su ímpetu por lo clásico, y es quizás el poeta de Weimar el hombre más adecuado cuando uno quiere profundizar en la relación entre el arte y lo alemán, por ser él su culmen. No obstante, esta relación no sería suficiente para hacernos notar el problema de lo burgués y la pasión como se entendió después del romanticismo. Dado que en realidad no podemos aspirar a analizar siquiera una de las obras de Goethe en un apartado sobre él, y dado que lo hemos subordinado directamente con la discusión que Rousseau inicia con respecto a la naturaleza original y la perversión de ella en el burgués moderno, sería importante que, prescindiendo relativamente de su obra, liguemos este romanticismo con la vida amorosa de Goethe. Él creía 17 que lo clásico era la forma de lo sano para el arte y para el espíritu; al mismo tiempo, no obstante, nos presenta a héroes como Werther y Fausto, el último siempre nombrado como parte de ese profundo antimoralismo de Goethe; su relación con lo que algunos han llamado “el eterno femenino” –mote del romanticismo pasional y de su vinculación con la mujer- puede mantenernos en la dirección general que queremos hacer hacia la comprensión de lo pasional y su oposición con lo burgués en el caso de un artista como él. El caso es atractivo, pues la simpleza en que uno podría caer al afirmar que la naturaleza de la pasión, la fuerza con la que se presente, afirmando todo vicio y extravagancia, es buena en sí, se vuelve mucho más problemática en el caso del romanticismo, sobre todo en el caso de Goethe, ajeno al juicio burgués que subordina la pasión a lo moral en todo caso posible. Rousseau había intentado mostrar cómo es que el mal surgía de los impulsos y deseos naturales mal dirigidos, pues mantenía que la naturaleza, cuya voz son las apetencias y pasiones originales, siempre se muestra buena, mientras no se mezcle con el juego de los amores y el incendio de la imaginación en sociedad, como se muestra en el burgués y su elogio del buen gusto y las costumbres febles, que lo llevan a sojuzgar, por ejemplo, el amor. El problema político de Rousseau es llevado, bajo su modificaciónde lo natural y lo pasional, al ámbito de la importancia de lo erótico y artístico para la vida humana. Lo romántico auspició al hombre que podía hacer todo tipo de atrocidades en nombre de lo que se llamó demónico, de lo superior y divino, sin ser cristiano ni pagano al estilo griego o romano, como Manfredo6, pero también el proyecto de hombres como Wagner y su renovación cultural por medio de la música, con héroes como Tannhäuser, ambos extremos del modo en que lo pasional podía entenderse románticamente. La larga vida de Goethe es una correspondencia entre los hechos y su arte. El mismo Thomas Mann apunta cómo sus relaciones personales mantenían un profundo retrato, una inclusión en sus manifestaciones literarias, en los arquetipos de su obra: 6 Vid. Gillespie, Michael Allen, Nihilism before Nietzsche, The University of Chicago Press, 1996. 18 “¡Werther tiene que ser –tiene que ser!”, escribe a Lotte Buff y a su prometido. ‘Vosotros no le sentís, sólo me sentís a mí y os sentís vosotros… ¡Si pudierais sentir la milésima parte de lo que son mil corazones para Werther no consideraríais los costes con los que vosotros contribuís!’ –Todos pagaron los costes, de buena o mala gana7. Esa insistencia, que roza la intensidad, se trasluce fácilmente para cualquier lector del Werther, y es parte de la naturaleza del amor del personaje central por Lotte. No es una imitación tal cual, pues Goethe permanece vivo a la par que Werther tiene que matarse por no soportar el destino que había perseguido a sabiendas. Quizá en ello podamos encontrar la clave para hablar de lo romántico, lo clásico y la pasión en Goethe. Podríamos decir, muy fácilmente, que los hombres de genio rara vez se avienen con la costumbre, y que las exigencias de su obra, sobre todo en el caso de un poeta así, pueden deslindarse de sus vivencias personales. El fragmento anterior muestra claramente lo contrario. Como es sabido, sus relaciones tempranas y las de su edad adulta fueron siempre problemáticas; ya entrado en años y para escándalo de todas las gentes de rango y moral metió en su casa como amante a una vendedora de flores muy bonita y completamente inculta, un bel pezzo di carne, llamada Christiane Vulpius, una relación de libertinaje desafiante que legalizó muchos años más tarde y que la sociedad no les perdonó jamás, ni a él ni a ella8. A ello se puede sumar, quizá, el caso de la adolescente que animó al anciano Goethe en Marienbad, con la cual también intentó formalizar la relación, pero salió rechazado. Lo evidente es que tan problemática para la moral burguesa es la búsqueda de una mujer comprometida, como lo son la diferencia de edad y de rango social. Pero eso no es nada que pueda llegar a ser ajeno al amor como tal, como el de cualquier otra persona. No obstante lo desafiante que siempre fueron los amores del poeta para la dignidad burguesa, fraguada con tesón en la sociedad alemana, semejante a 7 Mann, Thomas, Fantasía sobre Goethe, en Ensayos sobre música teatro y literatura, Barcelona, Alba, 2011, p. 257. 8 Ibídem. p. 239. 19 como lo pinta Rousseau, no podemos quedarnos sólo en lo desafiante de su actitud. Thomas Mann apunta bien, en la sencillez aparente, lo importante. Lo indignante para el ojo de la costumbre, la predilección por un “buen pedazo de carne” vale más para entender la naturaleza de lo erótico que todo el aparato del matrimonio y la costumbre. ¿Pueden tener algo en común ese pedazo de carne, bello pero inculto, con la Lotte que conocemos por el Werther? Indudablemente, la transgresión a la regla moral superficial se mantiene en ambos casos, pero quizá lo importante sea el elemento de la belleza para el ánimo de lo pasional. Esto parece superficial hasta que vemos el posible trasfondo moral de esa convicción. La belleza es determinante para lo erótico, como nos consta en la experiencia, y la pasión que, enfriada por pesquisas morales, no alcanza a gozar de la dulce naturalidad de ella, es estéril, infeliz o, al menos, poco deseable. En ambos casos, lo secundario son los dotes intelectuales y culturales; la pasión amorosa, natural, sólo distingue la belleza radiante y natural. No pesaba en ello la calidad de altura espiritual que Goethe tenía como artista. Ese es un regalo de la moral de Rousseau, refinado por el corazón de Goethe. Lo clásico como convicción artística lo opone Goethe, ya en su vejez, a lo romántico con una metáfora de la salud y la enfermedad: Se me ha ocurrido una nueva expresión que no define mal la cuestión. A lo clásico voy a llamarlo lo sano, y a lo romántico, lo enfermo. Visto así, los Nibelungos son tan clásicos como Homero, pues ambas cosas son sanas y eficaces. La mayor parte de las nuevas creaciones no son románticas por nuevas, sino por débiles, endebles y enfermas, mientras que lo antiguo no es clásico por antiguo, sino por fuerte, fresco y sano9. La oposición se sugiere como un ejemplo de lo bondadoso en el arte, así como de lo pernicioso. Lo sano en lo clásico se manifiesta, según esa declaración, en la obra más diáfana de las manifestaciones poéticas antiguas: la épica antigua, la Ilíada, quizá el clásico, en el sentido que se le puede dar a una obra que nunca perece, por antonomasia de la poesía griega. Además del hexámetro, podríamos imaginar tratar de indagar en qué sentido la Ilíada es una muestra de lo 9 Eckermann, J. P., Conversaciones con Goethe, Barcelona, El Acantilado, 2010, pp. 384-385. 20 verdaderamente grande, de lo sano en el sentido de lo que nos permite ver ordenadamente el heroísmo. Werther leía a Homero como feliz pasatiempo, y se deleitaba enormemente en esa lectura, mientras su amor por Lotte no había adquirido el ritmo estrepitoso del final de la novela. Evidentemente, decir que la épica es clásica puede sacar de dificultades al erudito, pero en Goethe esa mención va más allá de lo académico, a pesar de que su consolidación como artista tuvo mucho de la recuperación de las formas “clásicas”, tuvo mucho de lo griego. Lo clásico no deja de ser una apreciación moderna del arte de Homero, por mucho que Goethe pudiera profundizar en la enseñanza de la épica. Y eso clásico, sano, visto incluso en su producción artística, es la voz de lo que Goethe aprecia como alto. ¿Cómo apreciar correctamente esa oposición y su lugar en esta cuestión? De nuevo, Mann allana esta cuestión de manera feliz: Goethe, que también era un psicólogo de primer orden, declara sin ambages que no había oído de un crimen del que él mismo no se sintiera capaz. Esto es la frase de un pupilo del examen de conciencia pietista; sin embargo, en ello predomina el elemento de inocencia griega. Es una frase serena, un desafío a la virtud burguesa, cierto, pero más bien frío y arrogante que cristianamente contrito, más audaz que profundo en un sentido religioso10. La inocencia griega y el desafío a lo burgués van juntos en los amores problemáticos, en la aseveración que le hace decirse capaz del crimen, como reto a la quietud de lo socialmente decoroso, al mero buen gusto, y su frialdad resalta porque, en realidad, nunca cometió crimen alguno al estilo de un personaje de Dostoievski. Creo que la inocencia griega le da la frialdad a esa aseveración en el sentido de las atrocidades de la guerra en la Ilíada, de ese modo en que lo griego es espejo apolíneo de lo limitado y lo grande, diferente a esa consciencia profunda y desgarradora del cristianismo del novelista ruso, narrador desconcertante del pecado. Por eso Mann lo describe como arrogante y audaz. Goethe sentía profundo respeto y admiración por Byron, creador del ya mencionado Manfredo. Pero no podía evitar aplaudir al tiempo que mantenía una sombra de duda en suceño por el tremendo arrojo que caracterizó al bardo inglés. 10 Mann, Óp. Cit., p. 193. 21 Así también, sus relaciones arrojan luz sobre lo que ahora se llama el eterno femenino, eso que permanece en Lotte, en C. Vulpius y quizás en sus amoríos de anciano. El arrojo le parecía un exceso innecesario, pues las pasiones que pintó, las pasiones que lo distinguieron, por más transgresión de lo moralmente burgués que tuvieran, jamás fueron fraguadas de pura tempestad, violentas en el sentido que puede apuntar Byron. Hay un paralelo entre este alejamiento simpático del fuego y ese desprecio de lo burgués por la belleza y el amor. El desprecio por lo convencional para disfrutar de la naturalidad no llega al salvajismo. El “eterno femenino” en la superficialidad de los amores de Goethe parece mostrar siempre una fría calidez. Lotte, la nunca sometida por Werther, es prácticamente una madre joven en la novela; Christiane es una ingenua, nada aburguesada jovencita, cuya única perla es lo que la naturaleza puso en su rostro. El romanticismo de Goethe siempre estuvo en esa oposición común con lo burgués, a pesar de llegar a ser un poeta laureado y respetado, moderado y morigerado. Aunque las pasiones rompan las cadenas de la convención, como en su enamoramiento de una mujer comprometida, o de una muchacha rústica, es mejor vivirlas que oprimirlas -si acaso eso es posible- cuando nos inundan. Una pasión romántica puede ser problemática incluso si ella no nos orilla al abismo del arrebato o, mejor dicho, no todo arrebato es igual. Werther es prueba de esto. Esa sobriedad de un corazón exaltado es propia de alguien que podía decir que lo clásico es lo sano. Así lo creía y así creció Gustav Aschenbach. Su toque de maestría en prosa, ese género que en su extensión muestra su sobriedad, creció al tiempo que le daba un toque de clasicismo formal. A diferencia de Goethe, Aschenbach jamás dio siquiera oportunidad a pasión escandalosa alguna, como buen alemán burgués. Lo que en Goethe se muestra diáfano y sano, la presencia natural de ese Eros parsimonioso y transgresor, negador de las virtudes burguesas en aras de la pasión, se muestra en Aschenbach como enfermedad, como fin, perentoriedad. Aschenbach es la obsolescencia del romanticismo en la debilidad del hombre civilizado, culto, conservador por medio del espíritu del arte. La naturaleza de Eros no parece tan bondadosa para él, que no soporta la exposición a ella. Si lo clásico y lo griego habían de salvar al hombre de vivir bajo 22 la esclavitud burguesa, cultivando su espíritu por el arte, sería un tremendo problema que Eros, en el cual está basado el intento de revitalizar al hombre, se haya vuelto una enfermedad destructiva de hombres que, en realidad, son débiles. El amor, cuya autenticidad hacía menearse lo convencional del mundo burgués para las almas románticas, parece también destruir la cultura de lo clásico como norma ética y estética. III. Lo sublime en el mundo burgués: la apreciación Kantiana de lo bello Lo sublime como concepto de apreciación sensible tiene lugar especial en toda la crítica del arte, y su apogeo se debe en buena medida a la ola que Rousseau levantó sobre el horizonte. Sólo después de su crítica de lo burgués, así como de la importancia que su idea de lo natural otorgaba al sentimiento, alimento de lo romántico, podía la experiencia de lo sublime y lo bello servir como convicción para la guía de la sensibilidad. Gustav Aschenbach está convencido de que su experiencia erótica, en la que se mezclan los conceptos artísticos que le servían como consigna vital, tiende a arroparlo en el seno de lo sublime, de eso infinito y original que todo artista pretende buscar con su imitación de lo divino. De ningún lugar podía salir tal razonamiento sobre Eros que no fuera del romanticismo y su valoración del estado de naturaleza de Rousseau, libertad frente a la esclavitud del mundo aburguesado. De cierta manera, el problema de lo sublime se servía de la fusión que lo romántico hacía de lo estético y el sentimiento con lo moral juzgado principalmente en la oposición entre aburguesamiento y deseo de lo original como bueno. El problema fue analizado brevemente por Kant, en sus Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime. La conspicua mención del hombre de Königsberg obedece a que es él quien permite ver la manera en que el sentimiento está asociado con la moral; su análisis sobre la manifestación de lo bello y lo sublime en los sentimientos e inclinaciones naturales del hombre muestran ese lío entre lo moral y los sentimientos finos sobre el que descansa la novela. El romanticismo había apelado a la importancia del sentimiento y la pasión 23 como primordiales en la naturaleza del hombre; como hemos visto, dicha afirmación podía incluir tormentas como Byron, pero también podía cargar el rostro apolíneo de Goethe con ambigüedad. El pequeño análisis de Kant acepta la existencia del sentimiento moral como parte de la naturaleza del hombre, y le otorga la categoría de respetable a la inclinación sensible a lo sublimo por digna, pero no permite que esa asociación entre lo pasional y lo natural evite que la razón encuentre principios morales, como comentaré en breve. Lo bello y lo sublime son experiencias sensibles que le permiten a Kant distinguir el modo en que la naturaleza se ha encargado de imprimir las bondadosas inclinaciones en el corazón humano. Habría que empezar por lo más evidente en esta cuestión. Muchos podríamos llegar a creer el juicio de que la sensibilidad profunda está asociada con la experiencia de sentimientos grandes, que parecen poco comunes. El análisis de Kant comienza reconociendo algo semejante: “Existe otro sentimiento de naturaleza más refinada, así descrito porque puede ser disfrutado más largamente sin saciedad ni agotamiento, o bien porque supone, por decirlo así, en el alma una sensibilidad que a la vez la hace apta para los movimientos virtuosos o porque pone de manifiesto talentos y cualidades intelectuales11”. Con ello se refiere en conjunto a lo bello y lo sublime. Que la sensibilidad esté asociada con la tendencia a lo virtuoso es lo que debe llamarnos la atención. Con ello Kant está pensando, en un nivel general, en que la diferencia entre las cosas en que se complacen los hombres muestra sus aptitudes éticas. La educación estética es posible por ello. Mientras que lo bello es grácil, alegre como el día y el carácter de una mujer decente; lo sublime es grave, impresionante, arrobador y conmovedor como la noche12. Ambas se caracterizan como sensaciones, en tanto dependen de la subjetividad y de algo que no es del todo racional. La noche, racionalmente, no inspira nada: racionalmente se le puede explicar en relación con el día, pero sólo el sentimiento nos puede decir qué despierta en nosotros su visión. 11 Kant, Immanuel, Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, México, FCE-UAM-UNAM, 2011, p. 4. 12 Vid. Ibíd. pp. 5-6. 24 Lo anterior describe una dicotomía relativamente sencilla entre el sentimiento y lo racional que el mismo Kant parece sugerir. Quien siente lo sublime está capacitado, al parecer, por diferencias naturales, por privilegios que la respuesta de su imaginación le da. Sin embargo, entender la conexión entre ese refinamiento sensible y la tendencia a la virtud no es tan sencillo. Alguien puede estar describiendo su experiencia de la vastedad del mar como sublime, en tanto que le parece grave, amplio, imperioso y murmurante, sin que ello le dicte una buena acción. Para allanar esa lejanía, Kant sigue el camino que le permite el sentimiento moral: Entre las cualidades morales sólo la verdadera virtud es sublime (...) La verdaderavirtud sólo puede basarse en principios tales que, entre más generales sean, más sublime y noble la harán. Estos principios no son reglas especulativas, sino la conciencia de un sentimiento que vive en todo corazón humano y que se extiende mucho más allá de las causas particulares de la compasión y de la complacencia. Creo englobar todo su contenido diciendo que es el sentimiento de la belleza y la dignidad de la naturaleza humana (…) Sólo cuando uno subordina su inclinación particular a una inclinación tan amplia, los instintos bondadosos pueden aplicarse proporcionadamente y producir el noble comportamiento que es la belleza de la virtud13. Aquí Kant sólo habla de principios en tanto que rigen las acciones por medio de un sentimiento general. La virtud es sublime en tanto subsiste por ese sentimiento que no deja lugar al egoísmo, ni a las coincidencias con las inclinaciones simplemente amables. La moralidad del sentimiento parece depender de esas inclinaciones sujetas al carácter de los hombres. Lo sublime de la virtud está tanto en lo que uno siente al ver una acción bella, como en el sentimiento del que la lleva a cabo, movido por el modo en que ese sentimiento de lo digno y lo grande le hace actuar. Sentimientos vulgares conllevan acciones triviales; el mismo Kant vuelve a decir: “Vanas serían las dotes intelectuales para quien no tuviera al mismo tiempo un vivo sentimiento de lo verdaderamente noble o bello, el cual debe ser el móvil para aplicar esas dotes bien y con regularidad14”. 13 Ibídem, pp. 13-15 14 Ibídem, p. 25. 25 Podría uno preguntarse si ese modo de pensar depende de una división entre lo racional y lo sentimental que vaya más allá de las partes de un análisis. Recordemos que si el burgués es un degenerado para Rousseau, lo es debido a que esconde detrás de categorías como lo sublime la corrupción de sus verdaderos sentimientos, pasiones y móviles. Lo burgués es una perversión originada en las mentiras de la razón, por eso el sentimiento pleno importa mucho en la oposición frente a lo tradicional, como vimos en Goethe. Lo sublime parece un modo de resucitar la virtud en el sentimiento una vez la razón ha sido secundada en el plano ético. Kant no habla de un estado de naturaleza primigenio aquí, pero sí del “sentimiento de la dignidad del ser humano”. No habla aquí de la razón o el entendimiento, simplemente porque el sentimiento es algo distinto, no ajeno, a la razón. La razón pervirtió al hombre, haciéndole burgués con los productos de la ciencia, torciendo lo que nació derecho. Kant no es un romántico porque su apreciación del sentimiento moral deja espacio aún para las reglas racionales, para el imperativo categórico, pero sigue esa división entre lo racional y lo sentimental que permite hablar de la experiencia de lo sublime como estado del sentimiento, como juicio estético. Lo que Aschenbach tiene de “kantiano” expone el problema en torno a lo sublime. Sus facultades sensibles, educadas, tildan de sublime la experiencia erótica que lo sume en la duda. Sus actos no parecen gozar de la sublimidad que le otorga al mar y al infinito. Lo moral y lo estético parecen estar en pugna. Su sensibilidad educada no es impedimento para lo moralmente cuestionable en principio. De hecho, su búsqueda de lo sublime como artista parece el elemento que lo hace sobre todo burgués. Lo sublime parece el concepto que esconde la disolución de la razón para encontrar la virtud. Lo sublime detrás de la contemplación del mar veneciano se contrapone, o sirve de telón de fondo para la experiencia erótica que sufre el viejo. Es la misma experiencia erótica, con las características que naturalmente trae consigo, como el ridículo, la limitación de lo moral y el roce con la muerte, la que subvierte el mundo de lo sublime que lo había formado. Eros, el transgresor romántico de lo moral, muestra no sólo lo endeble de Aschenbach, sino del edificio que había construido con su propia voluntad. El héroe de la prosa, 26 de lo limitado, el apreciador de lo sublime, el melancólico escritor alemán, persigue esa belleza que tiene bien medida y, como muchos otros, resiste como enamorado hasta la muerte. Sólo que no sabe ya lo que es virtud. La pasión parece obligada a estar en contra de lo moral, igual que lo bello. Su única virtud, mostrada por su arte, se disuelve en esa nada que lo arrastró de principio a fin, en la fuerza bicéfala de Eros, que es Apolo y Dioniso, luz y noche, sublimidad y muerte: el burgués que prefería no someterse a pasiones escandalosas es destruido por una de ellas. Lo sublime no es suficiente explicación de la virtud. He ahí el lugar de la arremetida de Nietzsche contra el último hombre, el burgués apocado que cree que la cultura habrá de salvarlo moralmente, pero que no reconoce el fondo último de la vida. Veamos mejor el lugar que tiene el genio de Sils-Maria en todo esto. IV. El nihilismo burgués: el oráculo de Nietzsche El camino que hasta ahora hemos recorrido no parece tener mucho vínculo con el coreado nombre del nihilismo. Rousseau no parece un nihilista común, pues su crítica de la sociedad burguesa requiere de su afirmación de la bondad original del hombre, pervertida en el mundo moderno de los engaños, las máscaras y el entumecimiento que las artes han dado a esas facultades originales. El burgués rousseauniano está disminuido por el modo en que las artes lo han atrofiado, además de que goza de las discusiones que el escepticismo de la ciencia moderna inserta en su alma, lo cual lo hacen materia inútil para la vida pública. El burgués es un defecto juzgado, sobre todo, a la luz de la decadencia política. Pero el escepticismo y la comodidad del burgués no los hace nihilistas, sólo hombres pervertidos. Y Rousseau no duda de su aportación política. Nuestro acercamiento superficial al ejemplo de lo romántico en Goethe tampoco parece sugerirnos nihilismo en el seno amoroso del poeta de Weimar. Parece, según vimos, una especie de aventura erótica en contra de lo convencional y burgués, un combate sereno frente a los juicios superficiales en torno a la pasión. Kant parece alejarse más que cualquier otro de una “simpatía con el abismo”15 que haga tambalear el 15 Vid. Mann, Thomas, La muerte en Venecia, Barcelona, Edhasa. 27 sentido de la vida moderna. La semblanza que hicimos muestra cómo él une lo bello y lo sublime, lo grande romántico y lo afable, con la ejecución moral del hombre. No hay destrucción en lo bello ahí. Modera el romanticismo, pero queda la duda de si no regresa acaso al problema que Rousseau planteaba en torno al modo en que lo burgués se hace presente en las categorías estéticas del sentimiento. Hemos resaltado cómo Aschenbach pertenece al mundo burgués trazado en estos vaivenes. Eros, de fondo, decide cómo el romanticismo se alza en contra del apocamiento burgués, y también parece ser silenciado por Kant al momento de reflexionar en torno a lo bello y lo ético, la virtud. El virtuoso de Rousseau no es el que vive con prodigalidad la pasión, sino el que más se apega a defender su patria por respetar la unión que le permite la supervivencia. El nihilismo, como lo podemos percibir en la novela, es la sombra que permea el amor destructivo, trágico a la vez que cómico (ambivalencia latente sobre todo para un lector burgués), de Gustav von Aschenbach. La cultura, elemento humano que parecía distinguirlo de lo vulgar y lo corriente, queda socavada, hundida frente a su propia experiencia del amor. Su vida anterior, la vida que elevó a la contemplación artística de lo bello, lo sublime y la forma, es derrumbada por la fuerza de Eros, cuya forma apolínea termina siendo caos dionisíaco; enfermedad física y espiritual de un hombre de por sí disminuido,cuya fuerza es la resistencia famélica que su endeblez sacaba de su pobre presencia, todo a través de su dedicación artística. Para entender brevemente el significado que uso del término nihilista en la interpretación de la historia que presenta Mann es necesario reconocer al hombre que vaticinó la ruina del mundo moderno, de la cultura y de sus intentos de “moralizar” de algún modo: Nietzsche. El caos que le sobreviene al artista senil enamorado, muerto por el poder de Eros bajo el símil de la enfermedad, puede ser interpretado en la medida en la que entendemos el ridículo al que Nietzsche expuso al hombre moderno. El nihilismo es para Nietzsche un producto necesario de la moralidad que movió a Europa desde su aparición, y la presencia del burgués es una penumbra insalvable. Nietzsche se distingue de Rousseau y 28 Goethe en la radicalidad con que plantea lo lastimero de todo intento de moralizar, de escondernos de nuestra desgracia natural. Ensayaré el significado de la catástrofe, recurriendo todavía al problema que ello conlleva para nuestra comprensión de Eros, para lograr un primer acercamiento al nihilismo en el amor de Aschenbach. En el sentido tradicional, el nihilismo es el enemigo de la moral. Menospreciando el valor del conocimiento y la ética, el nihilismo parece la sombra mortal de la invitación a la inmoralidad. Nietzsche nos ayuda a ver que ese no es el centro del problema. El nihilismo, según él, se hace sobre todo presente en la existencia y predominio de cierta moral, de la moral del hombre moderno. Para entender esto es necesario juzgar mínimamente la relación entre la filosofía, la verdad y la moral. Según el solitario de Sils-Maria, “no existen fenómenos morales, sino sólo una interpretación moral de fenómenos…16”. El aforismo es engañoso por su aparente simplicidad. Simplicidad que podría llevarnos a ver en ella un relativismo más. Que haya interpretación moral de los fenómenos cambia, no obstante, definitivamente la posibilidad de conformarnos con juzgarlo como un enunciado relativista. El aforismo parece decir, en su sentido más general, que lo moral es asociado con los actos gracias a una valoración, que lo moral no proviene de la estructura del fenómeno apreciado, que lo moral es ya un modo de enjuiciar lo que vemos, un modo que no proviene de lo “natural” ni de lo “objetivo”. Incluso podría mostrar que la palabra fenómeno sea ya un invento relacionado siempre con lo moral. En otras palabras, que hay distancia entre lo moral y lo experimentado, distancia que tiene detrás, por ejemplo, valoraciones y relaciones hechas entre nombres como lo bueno, lo malo, y lo verdadero y lo falso. Decir que eso sugiere el relativismo y el inmoralismo proviene del mismo hecho de que tenemos firme fe en la relación entre lo bueno y los juicios que a partir de ello proferimos sobre nuestra experiencia “moral”. Es decir, el nihilismo como inmoralismo sólo sería cierto si hemos decidido que el valor de lo moral proviene de su base en la verdad; proviene de una interpretación moral. El inmoralismo es 16 Nietzsche, Friedrich, Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza, 2013, p. 125. 29 opuesto necesario de lo moral sólo para quien no se ha dado cuenta de lo antes dicho. Ese tembloroso rumor es más peligroso de lo que parece. Si la verdad es necesaria, si la búsqueda de los límites morales es natural al hombre, por lo cual la filosofía parece, como amor al saber, la que tiene el hilo conductor para responder por el modo en que la verdad es valiosa para la vida del hombre, es porque moral y verdad han sido correlativas, pero como perspectiva. Es decir, la verdad y la moral siempre tienen un vínculo que es a la vez inseparable de quien trata de fundamentar su sincera relación. Con su voz de trueno, Nietzsche vuelve a decirnos: Para aclarar de qué modo han tenido lugar propiamente las afirmaciones metafísicas más remotas de un filósofo es bueno (e inteligente) comenzar siempre preguntándose: ¿a qué moral quiere esto (quiere él -) llegar? Yo no creo, por lo tanto, que un ‘instinto de conocimiento’ sea el padre de la filosofía, sino que, aquí como en otras partes, un instinto diferente se ha servido del conocimiento (…) Pues todo instinto ambiciona dominar: y en cuanto tal intenta filosofar (…) En el filósofo, por el contrario, nada, absolutamente nada es impersonal; y es especialmente su moral la que proporciona un decidido y decisivo testimonio de quién es él – es decir, de en qué orden jerárquico se encuentran recíprocamente situados los instintos más íntimos de su naturaleza17. Nietzsche pone al filósofo en tanto ejemplo más claro de aquel que, mediante esas afirmaciones metafísicas, trata siempre de mostrar cómo es que él ha descubierto la verdad y, por ende, intenta dominar moralmente. La dominación moral puede verse, por ejemplo, en que la obra metafísica de un filósofo siempre va en conexión con lo que él cree mejor para el hombre. No es el amor por la verdad lo que mueve al filósofo a perseguir el conocimiento, en tanto que detrás de ese supuesto amor siempre está el fin que se propone: la verdad no surge del desinterés. La verdad es, así, un modo de permear el ansia que el instinto tiene de dominar. Por eso la verdad y la moral parecen estar relacionados, en tanto que se da por obvio el juicio de que la verdad es buena. 17 Ibídem, p. 35. 30 Es ahí de donde Nietzsche obtiene el hilo con el que teje el entramado del nihilismo y lo moral. Si para entender la filosofía como actividad humana hay que buscar en las profundidades del instinto, si ella siempre es personal, y, por tanto, el intento de moralizar va unido a ella, siendo siempre un “intrépido montrer ses plaies (mostrar las propias llagas)18”, habríamos de buscar ahí algo más fundamental que la llamada “voluntad de verdad”. Eso es la voluntad de poder. Para no extender demasiado la explicación, hemos de comprender que, si es posible simplificar el problema, Nietzsche ve en el nihilismo el decaimiento del hombre moderno en el sentido de una enfermedad de esa voluntad de poder. Un decaimiento surgido de las ideas modernas y su asociación con el cristianismo. El burgués moderno, con su escepticismo, producto de la muerte de Dios como valor, y su fe en la democracia y el progreso, en la “invención de la felicidad19”, con su cultura, en tanto que es ello lo que lo identifica como europeo, es un esclavo risible20 de sus propios inventos. Si el nihilismo es una enfermedad de esa voluntad de poder que actúa siempre de fondo, visible en la democratización y en la “actitud de rebaño” como disminución y mediocridad del hombre, se muestra entonces el carácter absolutamente radical de la propuesta de Nietzsche. Aún en el intento de moralizar uno puede ser perfectamente nihilista. Aun siendo un artista moralizante del gusto burgués en tanto rectificados de la costumbre cosmopolita, aun siendo el hombre que salva del “abismo” con el arte y la claridad de la prosa, uno puede ser nihilista. No hay una bondad original del hombre, porque la naturaleza sólo se juzga buena o mala en tanto interpretación moral. Eros, en tanto parte definitiva para acceder al conocimiento del hombre, es siempre disminuido por el hombre moderno. El burgués, como recriminaban los románticos, nada sabe de la insatisfacción y la desesperación de una pasión: la mira siempre con malos ojos. Nietzsche parece remedar esa arremetida con la 18 Ibíd. p. 173. 19 Vid. Nietzsche, F., Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza. 20 Para una argumentación y exploración más detallada de esta parte del pensamiento de Nietzsche, Vid. Marino López, Antonio Luis, El nihilismo europeo o la abolición del lógos, en Senderosdialógicos entre antiguos y modernos, México, UNAM-FES Acatlán, 2005. 31 idea del nihilismo. Para él, no obstante, la verdad y la moral son parte del problema que nos metió en ese lío. Se ve la oposición entre las pasiones románticas, la tendencia hacia lo bello, y la naturaleza buena de Rousseau con la afirmación de que “en la vida real no hay más que voluntad fuerte y voluntad débil21”. El hombre moderno, por más que encuentre fascinación en las obras románticas, parece encadenado por su degeneración en la interpretación moral de la vida, interpretación que lo hace mantenerse seguro frente a esa oscuridad en que se esconde la voluntad, lo cual desentraña la psicología como la pensó Nietzsche. Mann apunta, al respecto de esta consideración del hombre moderno, que “lo que él (Nietzsche) odia y maldice en ellas es su utilitarismo y su eudemonismo, el hecho de que eleven la paz y la felicidad en la tierra a la categoría de ideales supremos. Mientras que el hombre aristocrático, el hombre trágico, el hombre heroico pisotea esos valores vulgares y débiles22”. La búsqueda de la felicidad como base de la moral es la enfermedad que provoca ese fantasma llamado nihilismo y que, basado en esa enseñanza del platonismo sobre la bondad del ideal, nos hace creer que la naturaleza de los afectos, las pasiones, las emociones están encadenadas a lo moral racionalmente. Nietzsche es el más radical porque muestra, según él, cómo es que la filosofía genuina nada tiene que ver con ese eudemonismo de la interpretación moral del mundo, productora de ese esclavo democrático que es el burgués. V. Platón y Eros como enfermedad Esta última parte, que parece no tener conexión con la línea seguida hasta ahora, tiene una justificación que vale la pena explorar mejor antes de darle el contenido que se planea. Como hemos dicho, la novela entera está basada en la descripción de una decadencia, de una destrucción: Aschenbach muere, desvanecido entre un padecimiento físico real y el deseo, el amor por un jovencito que lleva la enfermedad en el rostro. Su amor es enfermedad real. Es decir, la causa de su 21 Nietzsche, Más allá del bien y del mal, p.55. 22 Mann, Thomas, La filosofía de Nietzsche a la luz de nuestra experiencia, en Schopenhauer, Nietzsche, Freud, Madrid, Alianza, 2014, p. 135. 32 muerte en Venecia en realidad es esa infección que recibió de la belleza destructiva y delicada del muchacho, una infección, que como una fiebre, nubló su juicio, pero que, a la vez, se viste del amor con un deseo fuerte. Todo lo que hace Aschenbach después de ver al muchacho es normal, en un sentido muy general, para cualquier enamorado. La semejanza entre Eros y la enfermedad es una referencia necesaria, dada la conexión que la novela establece entre el deseo homoerótico del artista senil y su muerte. El suyo es un caso de muerte por una enfermedad que lo destruye. Evaluar esa relación particular entre el amor y la muerte exige que recordemos a quien da la discusión de fondo para pensar a Eros como una enfermedad, el mal del hombre burgués que, entre el control de sí y el silencio, muere ahogado en su propia sangre, como los enfermos de cólera. Aschenbach, bajo el poder tiránico de Eros, comienza seguro de que su deseo no tiene nada de extraño, e incluso se nos muestra que él lo interpreta como una relación propia de su alma superior. Al menos eso parece sugerir la remembranza del Fedro23. Esa referencia por parte de Mann como diseñador nos muestra que ese nexo entre Eros y enfermedad tiene como referente el diálogo platónico, pues imita la relación entre el viejo Sócrates y el joven Fedro. Dado el carácter breve de este apartado, no podemos tratar el diálogo en su unidad, sino únicamente aquella parte dedicada al discurso de Lisias y al de Sócrates encubierto. Esta parte es necesaria, dado que sólo en Platón podemos ver cómo es que Eros es enfermedad desde la perspectiva racionalista de él. La alternativa socrática de Eros al oráculo de Nietzsche y el nihilismo será apenas sugerida bajo esa base. En el Fedro, Sócrates coincide con el muchacho que le da su nombre al diálogo en las orillas de la ciudad, para seguirlo afuera de ella y así escuchar lo que el joven ha oído de Lisias. Fedro dice haber oído un discurso magno del orador acerca de una cuestión erótica, cuyo interés él cree será suficiente para atrapar a Sócrates. Éste, en efecto, decide seguirlo, en apariencia atraído tanto por la tesis que Fedro ha resbalado como base del discurso, a la par que por la belleza eminente del 23 Vid., Mann, La muerte en Venecia, pp. 78-80. 33 muchacho; la tesis, dicha por el mismo Fedro, se resume en que es mejor no amar, o complacer al no amante, que amar, complaciendo en todo a quien nos muestra su deseo24. Sócrates sigue a Fedro, formando la imagen de su deseo: sigue a la belleza hasta afuera de la polis, pero a la vez movido por la promesa de un discurso polémico. La perspicacia de Sócrates y su conocimiento de Fedro es tal que descubre las intenciones de éste: practicar su habilidad retórica con él: “Calma. Que acabas de arrebatarme, Sócrates, la esperanza que tenía de ejercitarme contigo25”. Fedro es alguien que parece fijarse más en la relación entre el brillo del discurso que dice poder ejercitarse con él. Su belleza, aunada a la maestría retórica ganada por el ejercicio, que así lo concibe él, quizá serían la combinación más poderosa para que la tesis de Lisias pudiera ser llevada a cabo. Sin ahondar más en esos detalles, hay que meditar en torno a la tesis de Lisias, que parece contradictoria en tanto que fue dicha para seducir a un jovencito. El amor es un mal negocio por varias razones, todas relacionadas con el comportamiento de un enamorado hacia su pretendiente. Los enamorados mismos “reconocen que no están sanos, sino enfermos, y saben, además, que su mente desvaría; pero que, bien a su pesar, no son capaces de dominarse26”. Un hombre bajo el poder de Eros es capaz de realizar acciones radicales en contra de sus rivales, además de que el número de ellos es reducido. El objetivo de Lisias es mostrar todas las desventajas que conlleva el aceptar el sometimiento a una enfermedad tan terrible como Eros, cuya esencia descansa en nublar el juicio, como a los enfermos febriles. Estando con los enamorados de los que habla Lisias uno es víctima del escrutinio público, en tanto que el amado demerita su honra exponiéndose con alguien de quien todo mundo piensa que busca su satisfacción; nada en ellos atiende al bien que puede surgir de una amistad común, como lo hace quien está a salvo de la enfermedad y mantiene sano su juicio: sus alabanzas buscan sólo mantener el gusto por ellos, no enjuiciar adecuadamente nuestras acciones. El no amante de Lisias es aquel que ha calculado todo lo 24 Vid., Platón, Fedro 227c, Madrid, Gredos. 25 Ibíd., 228e. 26 Ibídem, 231d. 34 maligno del amor y prefiere ahorrarse el trago amargo de la deshonra y de las promesas que huyen con el tiempo y la satisfacción. El placer corporal que busca el amado es, por igual, algo a lo que no es ajeno, pero ello no hace que su amistad sea pasajera, como sí sucede con el enamoramiento en cuanto se esfuma, según Lisias, la belleza corporal. Eros es una enfermedad que no está en control de los enamorados manejar, pero que sí puede evitarse huyendo de ellos. Si lo anterior es cierto, Eros es eminentemente un mal, uno destructivo. Permanecer sano es preferir esa amistad que opone al amor. Lisias hace un discurso moral sobre el amor. Evidentemente, la tesis de Lisias depende de que en efecto la experiencia erótica pueda ser generalizada de tal manera. Ya vimos que Lisias, deseosode Fedro, no parece ser ajeno al control ni estar enfermo. O, en todo caso, queda la pregunta de si, con su intento de seducción, Lisias beneficia en verdad a Fedro de alguna manera. Posterior al discurso de Lisias, Sócrates, el viejo, es obligado por su jovencito, indignado ante la crítica que aquél propina a la llaneza del discurso que acaba de escuchar, a proclamar uno mejor. El discurso en contra de Eros de Sócrates es semejante al de Lisias, en tanto que desacredita la bondad del amor, pero tiene una diferencia esencial, que lo convierte en otro tipo de discurso: la división entre el deseo de placer natural y la opinión adquirida, la cual nos hace guiarnos hacia el bien sin tener siempre que desear el placer más palpable. En el discurso socrático, Eros es siempre deseo de lo bello en el cuerpo, olvido de lo racional en busca del goce con el amado. Eros es un mal que nos desvía de la mejor opinión, pues la influencia del amado en quien lo acepta lo aleja constantemente de las buenas influencias, de la sabiduría y del buen estado puesto que el amado siempre busca expandir su sombra para que ninguna luz y ningún ojo ajeno al suyo pueda posarse sobre el amado, propiedad que le permite mantenerse en ese gozo de lo bello que lo mantiene así27. Sócrates hace también un discurso moral, pero él se avergüenza de lo que dice y hace una palinodia posterior en defensa de Eros. 27 Vid. 237b-242a. 35 La referencia que la novela mantiene con este aspecto del diálogo se aclara en la medida en que vemos que Aschenbach parece repetir los síntomas de la enfermedad descrita por Lisias y el viejo Sócrates encubierto. Él se comprende como Sócrates en esa relación homoerótica, sólo que jamás se atreve a dirigirle la palabra al amado, sino a seguirlo siempre a distancia. Empeora al nivel de que prefiere, una vez enterado de que Venecia ha sido infestada con el cólera, guardarse el secreto para así seguir en su deleite. Él es el amante del que hablan Sócrates y Lisias. La gran excepción es, repito, que sólo una vez intenta establecer contacto con su amado, y falla en el intento. El Sócrates del arte se convierte en el enfermo del Sócrates encubierto y, por tanto, es una farsa de lo socrático. Quiero decir que este viejo, persiguiendo como tal esa belleza que, socráticamente, él experimentaba como divina, expone la cara destructiva de una enfermedad que hace de su autocontrol un ridículo manifiesto. Eros es, en su caso, el mal de lo bello. El reto del lector de La muerte en Venecia es no caer en la posición calculadora de Lisias, ni en aceptar tan fácilmente la conclusión declarada del discurso antierótico de Sócrates al momento de juzgar a Aschenbach. Es decir, el reto es no llegar simplemente a decir que en realidad amar es un mal, como parece sugerir el dramatismo preparado por Thomas Mann. Esa conclusión sería propia de los moralistas que describe Nietzsche, de los burgueses que sienten a Aschenbach como decaído por ese terrible mal del amor. La enfermedad que Mann pone en su escritor senescente ficticio nace de la confrontación entre lo que le dicta la mesura de su educación burguesa y la sensualidad en lo bello. La remembranza platónica hace que nos preguntemos si Eros aparece como la enfermedad que reta los esquemas de Aschenbach. La interpretación debe orillarnos a ver que el deseo de lo bello tiene una conexión con la muerte por enfermedad, mostrando la ambigüedad del modo en que este escritor percibía el control de su vida por el trabajo. Aschenbach es una persona bien educada, apreciadora de lo bello, que llega a una muerte en donde su ser se derrumba casi por completo. Amar es malo aún 36 para quien fue educado de manera civilizada: Eros parece resistirse al designio humano. No obstante, el discurso antierótico de Sócrates en el Fedro fue pronunciado con vergüenza. El mismo Sócrates parece estar encantado con Fedro, sin ser destruido por él. Este trabajo habrá sido de provecho si logra mostrar que la novela muestra las diferencias que existen entre señalar que Aschenbach es un hombre decadente para cuya pasión ya no es suficientemente fuerte, y decir que es una imitación engañosa de lo socrático, imitación a través de la cual se ve precisamente la distancia con Sócrates. Habrá valido la pena el esfuerzo si nos abstenemos de decir que le hizo falta la guía de la razón que menciona Sócrates en oposición a Eros en el discurso en contra del amor. 37 Capítulo segundo El héroe débil I. El país de los tigres Hemos trazado un panorama general en torno al modo en que lo burgués deviene problemático en el mundo moderno, sobre todo en referencia a lo pasional y lo sentimental, así como el advenimiento del nihilismo para ese mundo moralizante. Después de esos trazos, es necesario explorar cómo lo burgués se nos presenta como tal en la persona de Gustav Aschenbach, hombre central, y cuyo nombre inaugura al lector el recorrido de La muerte en Venecia. La obra inicia narrando un paseo soledoso que el protagonista decide tomar con el propósito de dispersarse. Su residencia en Múnich es abandonada temporalmente después de la hora del té para que Von Aschenbach, viejo ya pasado de los cincuenta, pueda “darse un respiro” de la inquietud en que estaba debido a la expansión interna de su espíritu creador, que lo ajetreaba al punto de no dejarle tranquilo después de haberle hecho trabajar por la mañana. Necesitaba la dispersión que un paseo da, para amainar el ímpetu que ese espíritu creador incendiaba en él. Al parecer, requiere el paseo porque no está acostumbrado o no desea trabajar el día entero (cree que el paseo le hará bien y le dará una velada fructífera); el paseo sería innecesario, pues, si este hombre no se sintiera atosigado por esa sobreexcitación que generó en él el trabajo matutino, que, según se dice, “le exigía justamente en esos días un máximo de cautela, perspicacia, penetración y voluntad de rigor28”, las cuales, no obstante, parecían ser administradas en horarios, como lo demuestra el hecho de que prefiere salir a pasear que seguir trabajando, pues las fuerzas, por la misma falta de descanso, no le alcanzaban para ello. La primera caracterización de Aschenbach apunta a lo metódico de su trabajo, metodización que parece necesaria debido a una endeble constitución. Escribir es una labor para la que se necesitan caminatas que relajen, no que renueven y prolonguen meditaciones. 28 Mann, Thomas, La muerte en Venecia, Barcelona, Edhasa, 2008, 19. 38 Su solitario caminar le lleva a bordear el radiante Jardín Inglés de su ciudad, el cual entonces “se hallaba, en las zonas próximas a la ciudad, repleto de carruajes y transeúntes29”; mientras vagaba, Aschenbach pudo ver de lejos “la animación popular del jardín, a cuyos bordes aguardaban unas cuantas berlinas y coches de lujo30”. Su caminar lo llevó hasta el cementerio del norte, que se hallaba justo detrás de ese jardín, en donde esperaría el tranvía que lo transportara de regreso; según se realizó, “la parada y sus alrededores estaban, por casualidad, totalmente desiertos. No se veía un solo coche en la Ungererstrasse, entre cuyo adoquinado deslizábanse, solitarios y brillantes, los rieles del tranvía31”. Su recorrido parece inclinarse a evadir el tumulto, seguramente por considerarlo insoportable. La pequeña parte de su ciudad de la que tenemos noticia, el tramo que rodea al Jardín Inglés, parece evidenciar que sus compatriotas adinerados prefieren esparcirse, pasar el tiempo en ese nimio contacto con la naturaleza que ofrece ese tipo de jardines, diseñados en medio de las ciudades una vez que importó la arquitectura urbana de espacios naturales, idea muy romántica, pero burguesa
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