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Tynan, Kenneth - El teatro y la vida - Camilo Olarte Camarena

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V I D A
K E N N E T H T Y N A N
Diego Ruiz
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De las definiciones se desprende todo, así es que
comenzaré con una definición esta bolsa de harapos
de un credo estético, en el cual la estética no será
mencionada probablemente. El buen teatro, para
mí, está compuesto por los pensamientos, las pala-
bras y los gestos que les son arrancados a los seres
humanos en su camino hacia, o en su huida de, la
desesperación. Una obra teatral es una ordenada
secuencia de hechos que lleva a una o más de las
personas que en ella intervienen a un estado deses-
perado, que siempre tiene que explicar y deberá, si
es posible, remediar. Si lo peor que puede ocurrir en
la obra es que al protagonista lo expulsen de la Uni-
versidad de Oxford, nosotros nos reímos y la obra
se llama farsa; si la muerte es una posibilidad, nos
acercamos mucho a la tragedia.
Allí donde no hay desesperación, o donde la de-
sesperación está inadecuadamente motivada, no hay
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drama. Por ejemplo, los personajes que gritan cuan-
do se les hacen cosquillas en la nariz, o que se suici-
dan al día siguiente de haberse enamorado, son
casos patentes de desesperación inadecuadamente
motivada. Estas reglas amplias son aplicables, no
solamente a todo drama de éxito, desde Aristófanes
a Beckett, sino también a las otras artes narrativas
de la novela y el cinematógrafo.
El teatro varía de época a época -en nuestros
tiempos casi de semana a semana- porque todas las
épocas tienen un nuevo umbral de desesperación,
una nueva definición de las presiones que la causan.
En la antigüedad, un mal presagio del adivino habría
sido suficiente. Más recientemente, una mirada agria
del monarca, y más recientemente todavía, la ex
comunión. Y en nuestros días se escriben obras en
las cuales el ostracismo social, el rechazo por "El
Establecimiento" es presentado como razón ade-
cuada para provocar la desesperación humana. To-
dos esos motivos están tan muertos como las
sociedades que los crearon. No obstante, en el tea-
tro británico, por lo menos, no se convencen y por
ello se continúan escribiendo obras teatrales, a base
de la suposición de que todavía hay personas que
viven atemorizadas por la Corona, el Imperio, la
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Iglesia Establecida, las escuelas públicas y las clases
sociales elevadas. Mientras tanto, los verdaderos
grandes problemas internacionales, problemas beli-
gerantes como la pobreza, la ignorancia, la opresión
y demás, no aparecen para nada en el escenario,
porque los autores huyen de ellos como de la peste.
La mansión del teatro está llena de escombros, anti-
guas suposiciones que Shaw atacó y rompió, pero
no pudo desalojar. La tarea de los nuevas autores
teatrales consiste en remover esos escombros, ba-
rrer -el piso y, hacer lugar en un teatro que, como lo
ha dicho Arthur Miller, "está herméticamente cerra-
do a la vida", para las causas reales del dolor huma-
no contemporáneo. Esto significa que habrá que
afirmar de nuevo un número de simples perogrulla-
das sobre la igualdad de probabilidades, abolición
de la miseria, rechazo de la vida después de la
muerte en favor de la vida en la tierra, todo ello
viejo, naturalmente, y demasiado aburridor, pero si
queremos un teatro responsable, no tenemos más
remedio que refaccionarlo, aunque ello provoque
chillidos de fastidio de la gente que posea suficiente
inteligencia para saber que no está bien. Reciente-
mente, causó sensación en Rusia la novela de Du-
dintsev, titulada Not by Bread Alone (No de Pan
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Solamente). Nuestro teatro necesita una sensación
similar, aunque el título de la obra que podría
crearla tendría que ser distinto. Se titularía "No de
Torta Solamente".
"Todo eso lo hemos oído ya antes", es la excla-
mación que se escucha cada vez que una obra tea-
tral expone problemas "sociales". Claro que lo
hemos oído. Pero no hemos hecho caso al consejo.
Nuestros escenarios están todavía llenos de mez-
quinos snobismos y volubles aceptaciones; y todavía
seguimos juzgando a las piezas teatrales de la misma
manera que si un crítico no necesitase otros atribu-
tos que un oído atento a una frase bien dicha, un
buen ojo para una representación bien realizada y
una absoluta ausencia de convicciones. Desde las
sátiras de Shaw y las epopeyas de Galsworthy, este
país no ha producido casi un teatro sociológico, y
conste que emplea el término "sociológico" en su
más amplio sentido, aquel en que es aplicable a las
dos cúspides gemelas de Shakespeare: las dos partes
de Henry IV (Enrique IV). Uno tiene la sensación de
que debe haber algo profundamente equivocado en
un teatro que se vanagloria de Sir Laurence Olivier,
el mejor actor mundial, pero que puede tentarlo a
vestir trajes de esta época solamente una vez en
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veinte años. Abundan, ciertamente, las buenos auto-
res teatrales técnicos, pero entre ellos no hay ningún
gran interrogador, ni uno que pudiera desarraigar
nuestras más profundas suposiciones y enfocar todo
el fulgor de su mente en ellas nadie que pudiera ex-
plicar par qué todavía estamos en favor del himno
nacional, mientras generales imaginarios prenden
imaginarias medallas en nuestros pechos; nadie que
pudiera mostrarnos cuán extraño es que nos sor-
prenda hallara un barrendero sentado a nuestra lado
en la representación de una abra teatral de primera;
nadie, en resumen, que pudiera dramatizar lo que
nosotros sentimos respecto al mundo. Hay infini-
dad de interrogantes que nuestro teatro apenas ha
comenzado a formular, y mucho menos a contestar.
¿Pueden los cambios sociales eliminar las causas de
la desesperación? ¿Por qué, hasta en un mundo de
paz y plena ocupación, puede intentar el suicidio un
ser humano? ¿Entre Marx y Freud, cuál es la gallina
y cuál el huevo? Si uno considera que todas estas
cosas no le incumben al teatro, entonces será mejor
que se retire a su torre de marfil y la cierre muy sua-
vemente con llave. Un teatro sin "comentario" es
un teatro sin porvenir. El arte, de cualquier clase
que sea, que vuelve la espalda al mundo, es un arte
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incivilizado, en el preciso y único sentido de la pala-
bra.
Al dramaturgo se le presentan tres actitudes ha-
cia la vida. Puede reflejarla, enferma o sana, sobre la
base del principio de que el arte imita a la vida. Pue-
de tratar de cambiarla, basándose en el principio
igualmente válido de que la vida imita al arte. O
puede retirarse de ella a una fantasía privada que se
relacione con el mundo objetivo sólo periférica-
mente y por casualidad. Este es el camino más falso
de todos, y por cada escritor sensato que lo em-
prende hay una docena de paranoicos. Retirarse de
la vida mundana es un remedio apropiado para al-
gunos poetas y todos los místicos, por no mencio-
nar a esos seres humanos serenos y excepcionales
que siguen las preceptos del Budismo Zen, pero
muy pocas veces da resultado en un lugar tan social
y público como lo es el teatro. Esa clase de tempe-
ramento que prefiere esquivar la realidad, hará muy
bien en rehuir al teatro, a no ser, claro está, que
pertenezca a un gran genio, porque al final de esa
línea está el solipedismo y la creencia, no por cierto
poco común en ciertos círculos parisinos, de que la
comunicación entre los seres humanos no es tan
difícil como imposible y hasta, en última instancia,
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indeseable. No sé lo que pensarán ustedes sobre
esta clase de extremistas. A mí me recuerdan a per-
sonas que habitualmente usan camisas de fuerza y
luego culpan al mundo por la virtual imposibilidad
de estrechar las manos de otras personas. O me tra-
en a la memoria al mago Houdini, y la leyenda que
relata su única derrota: cómo fracasó, después de
horas de esfuerzo, en su intento de escapar de la
ceda de aria cárcel, cuya puerta (lo supo algún tiem-
po después) no había sido cerrada con llave en
momento alguno.
.Los dramaturgos que quieren cambiar al mundomuy pocas veces escriben con sutileza, y la verdad
es que no hay razón aluna para que lo hagan. La
sutileza opera mejor en un status, de la misma ma-
nera que el rizado de la superficie del agua se ve
mejor en un estanque quieto. En un mar tormento-
so, ralamente se ven las olas, y nosotros, que vivi-
mos .hora bajo el inminente peligro de la tempestad
de hidrógeno, necesitamos obras de teatro que sean
olas, y cuanto mayores y violentas mejor. Ya habrá
tiempo más adelante para lo que es exquisito, lo que
es filigrana. Si todo el arte es un gesto contra la
muerte, no debe permanecer impasible mientras los
chipriotas son ahorcados, los húngaros ametralla-
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dos, y se prepara el holocausto mayor. Tiene que
constar su protesta. Tiene .que embanderarse. Yo
quiero que el teatro sea vocal en la protesta. Y fran-
camente, no veo de dónde habrán de surgir esas
veces, si no es de la Izquierda.
Los jóvenes izquierdistas que han aparecido en
Gran Bretaña de la segunda guerra mundial son un
grupo floreciente, digno de que uno se ocupe de
ellos algo más que al pasar. Son distintos de la "in-
telligentsia" radical de la década de 1930, con un
sentido vital: no están empeñadas en una rebelión
filial centra la clase de la cual han surgido. En su
mayor parte, pertenecen a la clase media inferior y
han sido educados en las escuelas públicas; conside-
ran a la clase de los señeras rurales sin envidia ni
desdén, aunque sí con un puro y lacónico hastío. Su
actitud hacia los habitantes de los palacios es muy
parecida. Se dan perfecta cuenta de que las naciones
pequeñas tienden a venerar todo aquello que es pe-
culiar a ellas, España tiene sus corridas de toros; San
Marino sus sellos de correos; Gran Bretaña su Rei-
na. Pero la cosa ya pasa de castaña oscuro cuando
un popular columnista periodístico puede inscribir,
con un apasionado endoso, la descripción de la Rei-
na , el Duque y sus hijos, hecha por un soldado
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australiano, en. la cual éste dice que son algo así
como las cuatro personas más importantes del
mundo". La izquierda existe para combatir tales ri-
dículos excesos, y eso es precisamente, lo que están
haciendo sus más jóvenes adherentes: recordando, a
los escritores que deben ocuparse de realizar la tarea
básicas tales, que consiste en no perder jamás de
vista las formas en que la gente común piensa y
siente, come y trabaja y gana. El auditorio de un
autor teatral es su materia prima, y tiene hacia ella
un doble deber que cumplir: no solamente regoci-
jarla e instruirla, sino interesarse por el ambiente
social que la hace lo que es.
En este punto, se torna inevitable alguna clase
de embanderamiento político. Si un auditorio está
envuelto en prejuicios y apatía, no es suficiente ejer-
cer influencia sobre él desde el escenario uno tiene
que trabajar, si uno es un hombre íntegro, en favor
de una sociedad menos prejuiciada y menos apático
.Escribir obras para el teatro nacional no sirve de
nada, a no ser que uno sea un activo defensor del
partido que promete construir un teatro nacional. Si
los públicos que van al teatro son apocados, uno
tiene que tomar parte en el proceso de ensanchar
sus mentes, lo cual significa reformar el sistema
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educacional de tal modo que su enfoque de la histo-
ria y la cultura no sea nacional sino internacional, e
insular solamente en que el mundo es redondo, una
especie de isla esférica en el espacio. Un arte al cual
no le interesan en absoluto estas cosas es una flor
pensante que conspira en favor de su propia muer-
te, al desconocer a la tierra en la cual crece. Mientras
que no ponga obstáculos en su visión o excluya de
su obra las virtudes de la piedad y la ironía, una cre-
encia política es la cosa más fecunda y embellecedo-
ra que le puede suceder a un escritor.
No quiero decir can esto, como se comprende-
rá, que el estilo carezca de importancia; ni que yo
pueda admirar una obra de teatro artificial o burda-
mente escrita, por el solo hecho de que esté de
acuerdo con su contenido. En todas las artes, lo que
se dice siempre es modificado y, a menudo, invali-
dado por la forma en que se dice. Mi hijita de cuatro
años me hace recordar esto rotundamente todos los
días. A la mañana, y a su pedido urgente, tengo que
contarle el argumento de la obra que he tenido que
ver, en mi carácter de crítico, la noche antes. He
descubierto, rápidamente, que parecía no importarle
mucho lo que hacían los personajes o lo que sen-
tían. Yo trataba de explicarle la espantosa tragedia
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de X, o los amargos sufrimientos de Y, pero mi hi-
jita me interrumpía indefectiblemente con esta sim-
ple y sucinta pregunta: "Sí, sí, pero ¿qué dijo? Lo
que le interesaba era conocer las palabras exactas ,la
reacción precisa ante los hechos. Y para eso no hay
más palabra que "estilo".
Por otra parte, jamás podría aplaudir una obra
teatral, por muy brillantemente escrita que estuviese,
si su contenido se me antojase enteramente ofensi-
vo. Si Belloc hubiese escrito una obra defendiendo
al antisemitismo, o si Evelyn Waugh escribiese otra
enalteciendo a la aristocracia hereditaria, instintiva-
mente provocarían en mí un sentimiento de la hos-
tilidad. Creo que yo sería mucho más benigno hacia
un escritor crudo, que se preocupase más de la su-
pervivencia humana total. Una vez, para explicar la
diferencia que existe entre el teatro del pasado y el
teatro del futuro, Bert Brecht mencionó una película
noticiosa del terremoto de Tokio, que había visto
un día antes. Todo aparecía arrasado, a excepción
de algunos edificios modernos. El epígrafe decía:
"El acero resistió". Y Brecht comentaba: "Si uno
comprara eso con la descripción hecha por Plinio
de la erupción del Etna, se darán cuenta de lo que
quiero decir". Plinio era un escritor en la acepción
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más brillante del vocablo, pero no pudo expresar,
en mil palabras, lo que ese epígrafe decía en tres:
nos dijo cuál era la manera de sobrevivir. Todo arte
que no trata de hacer precisamente eso y un clown,
podría agregar yo, puede hacerlo con un solo gesto
es en fin de cuentas frívolo. Y citando una vez más
a Brecht, las únicas preguntas dignas de ser formu-
ladas en nuestros días son esas que pueden ser
contestadas.
Refiriéndose al arte popular y el efecto que surte
en la clase trabajadora, Richard Hoggart dijo una
cosa muy fuerte: "Mientras lo están gozando, es po-
sible que la gente se someta, que se identifique a sí
misma, pero en el fondo de su mente sabe que no
es "real". La vida "real" se produce en otra parte. El
arte puede "sacarlo a uno de sí mismo", pero la
forma de esta frase indica que existe, dentro, un
usted "real" en cuyo nombre no se espera que hable
el arte, excepto para reflejar, por medios conven-
cionales, ciertas suposiciones aceptadas. Cada vez
que el teatro alienta la idea del arte como distracción
sin importancia, como lo hace por regla general, se
torna socialmente condenable, porque con eso sos-
tiene el mito de que el arte "real", la cultura "real"
son cultura para la minoría, destinada a unos pocos
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y que es mejor dejarla a ellos De acuerdo con esta
ficción, todos los artistas son "extraños", lo cual
lleva al corolario todavía más pernicioso de que to-
dos los "extraños" son artistas. Creer que las obras
de teatro poco comunes o inflamatorias, pertenecen
solamente a una minoría, es una confesión de de-
sesperación, y es porque no me es posible aceptarla
que no puedo decidirme a lamentar la gran mortan-
dad que se ha registrado en los años recientes, entre
los pequeños teatros de clubes en Londres. La mis-
ma existencia de los teatros privados tiende a co-
rroborar la noción de que el arte es producido por y
para una mafia de locos individualistas, activamente
ocupados en afirmar su separatismo del mundo; un
teatro privado es, en efecto, una excreencia creada
por la pereza de les teatros públicos y la miopía de
la censura. Un sarpullidode teatros de clubes cons-
tituye una prueba tangible de que el teatro comercial
está enfermo y no cumple con su cometido. Esos
teatros son lugares en los cuales, las ideas que po-
drían sorprender e instruir a los muchos, son pre-
sentadas a unos pocos que ya están familiarizados
con ellas; de esta manera, la ley asegura que el teatro
de avant-Garde predica tan sólo a los conversos.
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En París o Nueva York no existen esos teatros
de clubes, porque ni en una ni en otra ciudad existe
un censor oficial. Tampoco los hay en Berlín, por-
que en ese puesto de frontera abierto de par en par,
las obras de teatro experimentales son incorporadas
inmediatamente a los repertorios de les grandes
teatros subvencionados. Idealmente, las obras tea-
trales "para socios únicamente" deberían llenar a
todo el público. Pero en Londres esto sería posible
solamente si se aboliese el Lord Chambelán, si fuese
aumentada la ayuda del Estado y si las leyes relacio-
nadas con el funcionamiento de los teatros en día
domingo fueran revisadas. También en esto com-
probamos que la política y el teatro son indivisibles.
Es muy grato tener buenas obras y buenos actores
para representarlas, cano también lo es tener her-
mosos coches y excelentes conductores para mane-
jarlos. Pero uno necesita también nafta, un garage y
un camino abierto para ellos.
Todos nosotros tenemos una gran deuda con la
filosofía semántica, por habernos enseñado a hablar
con sensatez y a distinguir siempre entre las actitu-
des empírica, analítica y metafísica, así como a valo-
rar las declaraciones. Hemos sido adiestrados para
verificar lo que decimos y sabemos que las declara-
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ciones pertenecientes a las últimas tres categorías
resultan de imposible verificación. Hasta aquí, muy
bien: estamos menos engañados que lo que solía-
mos estar. Pero, ¿quiénes somos nosotros? Presu-
miblemente intelectuales. Y ahí está precisamente la
trampa. La nueva filosofía nos ha enseñado a huir
de las afirmaciones morales, pero no ha hecho im-
pacto alguno en la gran masa de gente, que sigue tan
esclavizida como siempre a las vagas declaraciones
retóricas. Podemos demostrar que estas declaracio-
nes carecen de sentido, pero nos está prohibido re-
emplazarlas con exhortaciones sociales
declaraciones de actitud), o propuestas de una vida
mejor en la tierra (declaraciones de valores). El es-
pectáculo resultante no es tanto el de un ciego
guiando a otro ciego, como del castrado guiando al
narcotizado. Tenemos artistas que tienen miedo de
afirmar cualquier cosa, cuando se dirigen a un au-
ditorio que cree en tonterías o no cree en nada.
Cuando se llega a esa clase de desacuerdo insupera-
ble, es llegado el momento de que el corazón se ha-
ga cargo de lo que hasta entonces regía la cabeza.
En la primavera de 1957, una encuesta de opi-
nión pública reveló que el setenta y uno por ciento
de la población adulta de Gran Bretaña creía que
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Jesucristo era el hijo de Dios. No en simple aunque
magnífico ser humano, sino el fruto directo de la
deidad. Ahora bien: creo que una de las tareas per-
durables del arte es la de restablecer el equilibro
cuando la balanza del pensamiento popular se ha
inclinado demasiado en una dirección, Si esa en-
cuesta no estaba equivocada, la sinrazón había esta-
do inclinando el platillo de la balanza durante largo
tiempo; no obstante aparte de The Making of Moo (La
Gestación de Moo) de Nigel Dennis, no hay obras
teatrales abiertamente ateas en el repertorio inglés.
La mayor parte de la gente educada está de acuerdo
en negar la divinidad de Jesucristo, a pisar de lo cual
sus opiniones no están reflejadas en el teatro. Y me
parece que sé cuál es la causa. La mayoría de los
autores teatrales pertenecen a ese veintinueve por
ciento de los que no creen, y se dan perfecta cuenta
de que ponen en tela de juicio la divinidad de Jesús,
sus más decididos opositores no estarán en las filas
de la mayoría creyente sino en las de sus propios
camaradas agnósticos, que habrán .de decidir ins-
tantáneamente atacarlos por anticuados. Y eso, que
es el golpe más cruel, nos retrotrae de nuevo a:
"Todo eso ya lo hemos oído antes". Y, en efecto, lo
hemos oído, o mejor dicho, leído, en novelas, ensa-
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yos y obras de filosofía, aunque no, y ese es el mis-
terio del problema, en el teatro. De manera similar,
las ideas expresadas por Jimmy Porten, el personaje
de Lock Back to Anger, de John Osborne, no eran
nuevas, si se las juzga por las normas intelectuales
comunes, pero sí, eran explosivamente nuevas en el
teatro. Es necesario que destruyamos la idea de que
el teatro está siempre cincuenta años atrasado con
relación a la época, aun cuando ello signifique tener
que soportar los ataques de nuestros amigos inteli-
gentes para llegar a ese propósito.
He mencionado la metafísica, y quizá éste sea el
momento más oportuno para ocuparnos de un gru-
po de jóvenes escritores que recientemente han rea-
lizado un decidido intento de conquistar a la
mayoría creyente, en nombre de una "nueva reli-
gión" y un "renacimiento espiritual". Para la gente
que se encuentra ya preparada por tales sedativos
como El Poder del Pensamiento Positivo, de Norman
Vincent Peale, esos escritores han ofrecido el in-
centivo adicional de la arrogancia literaria. Uno no
puede evitar la impaciencia ante esos jóvenes Füh-
rers del alma, Leopolds de la fantasía y Loebs de la
imaginación, que declaran que Hitler, no obstante
todos sus defectos, era, en fin de cuentas, un "ex-
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traño", y que se embanderan hasta declarar que "el
más irritante de los piojos humanos es el humanista,
con su inflado orgullo por la razón". Un toque de
Nietzsche, como ha dicho alguien, emparenta a to-
do el mundo. Pero tal vez estoy tomando demasia-
do en serio a estos mozalbetes. Algunos de ellos, en
fin de cuentas, apenas han comenzado a afeitarse.
La religión, descrita por Remy de Gourmont
como una máquina destinada a crear remordimien-
tos, nos conduce inevitablemente al sexo, que es tan
distinto en sus formas corno las ropas, las orejas, las
piernas, los cabellos, los pechos y las posturas que
se unen para crear la excitación masculina o feme-
nina. No obstante, el teatro, cada vez que la sexuali-
dad, en cualesquiera de sus formas, figura en la
agenda, se disuelve en inhibiciones retorcidas, an-
gustiosas risitas entre dientes, nerviosos ex abruptos
y desafiante hipocresía: todas las cuales la culpabili-
dad sexual es ocultada más fácilmente. Todo aquello
que pudiera ayudar a divorciar al sexo de la culpa,
en la mente de los auditorios y autores teatrales por
igual, contribuiría indudablemente a la elevación y
saneamiento del teatro. Y la primera condición para
ello es socavar estrictamente a las instituciones que
sostienen la idea del pecado original. El principal
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enemigo es Pauline Cristiandad, con su horrorizada
repugnancia hacia el acto sexual, y su tolerancia se-
cretamente hostil hacia los hombres que no pueden
resistir sus más bajos apetitos y, por lo tanto, lo
mejor que pueden hacer es casarse de una vez. Las
palabras de Shaw siguen siendo como oráculos en
este sentido: "Jamás ha habido realmente una impo-
sición más monstruosa, perpetrada contra el hom-
bre, que la imposición de las limitaciones del alma
de Pablo al alma de Jesús". Los hombres que "tra-
gan" los dogmas de Pablo realizan siempre el peor
de todos los casamientos, aquel en el cual el despre-
cio genera, a la larga, la familiaridad. La acusación
más seria contra la misoginia cristiana ha sido for-
mulada por Simone de Beauvoir, que dice: "El mie-
do al otro sexo es una de las formas que asume la
angustia de la perturbada conciencia del hombre". Y
cita, muy oportunamente por cierto, la definición de
una mujer, hecha por Tertuliano: "Un templo
construido sobre una cloaca" unida a la declaración
de Agustín de que la procreación es siempre un pe-
cado,"debido a la obscena unión de los órganos
sexuales y excretorios". El monasticismo, la horro-
rizada protesta masculina, ha sido mejor expuesta
por la traducción, que hizo Gibbon de un comenta-
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rio del siglo cinco, sobre los ¡monjes de Capri: "¡Cu-
án absurda es su elección! ¡Cuán perverso su enten-
dimiento!, al temer a los males, sin ser capaces de
apoyar las bendiciones de la condición humana.
Esta melancólica locura es, o bien el efecto de una
enfermedad, o la conciencia de su culpa, que impul-
sa a estos infelices hombres practicar en sus pro-
pios cuerpos las torturas que se infligen, para los
esclavos fugitivos por la dura mano de la justicia.
Las prohibiciones que rigen nuestras vidas sexuales,
y por lo tanto la representación teatral de las mis-
mas, son ridícula e indirectamente démodes. Uno se
siente como un hombre con una lancha de carrera
que trata, de abrirse paso por una red de canales
atascados de vegetación y bloqueados para exclusas.
¡Cómo ansiamos todos el advenimiento de una
obra teatral que pudiera recordarnos que, lo que
realmente nos diferencia de los animales, es sim-
plemente que nosotros nos sabemos a igual que
ellos!
Si la historia humana es la crónica de los esfuer-
zos del hombre para superar su sensación de aisla-
miento d. resto de la humanidad, la única religión
valedera es aquella , que ayuda a la historia a cum-
plirse a sí misma. Ya sé que el amor, como palabra,
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es risible, pero sigue siendo el único camino, esa
clase de amor neurótico, que obliga al hombro a
pasar su vida buscando una compañera que tenga la
herida en la que encajen perfectamente sus dientes;
tampoco la clase de amor que sé rinde y que pro-
yectan al hombre mimado por su padre, hacia la
mujer maternal, y a la muchacha mimada por su
padre, al hombre paternal; ni tampoco lo que les
franceses llaman égoisme á deux en el cual dos novios
o amantes asustados, levantan un muro de protec-
ción que les aísle del mundo hostil. Me refiero al
dogma-clave, que es el amor propio o amor a sí
mismo. "Si te amas a tí mismo'", ha dicho Meister
Eckhart, "amas a todos los demás como a ti mis-
mo". Esto no significa egoísmo, sino más bien todo
lo contrario, puesto que el hombre egoísta general-
mente se desprecia y desconfía de sí mismo. "Ama a
tu prójimo como a ti mismo", es un máxima que ha
sido expresada equivocadamente a la inversa: uno
tiene que amarse a sí mismo primero, pues de lo
contrario caerá en la enfermedad del protagonista
de Strindberg en The Road to Damascus (El Camino
de Demasco), quien dijo que le agradaría obedecer
el mandamiento, pero sabía que lo hacía así, termi-
naría por "odiar a mi prójimo tanto como me odio a
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mí mismo". Conocerse a uno mismo es el primer
paso. Y amar lo que uno sabe, es el segundo. Amar
a los otros de la misma manera, es el tercero. Y
amar a otra persona es el cuarto y último. De esta
manera termina la lección, y creo oportuno que vol-
vamos una vez más al teatro.
En una parte de Les Mandarins (Los Mandari-
nes), Madame de Beauvoir dice que el propósito del
artista deber ser, escribir albo que pueda mantener
despierto toda la noche un joven inteligente. Esto
quiere decir teatro con un fondo de puntos de vista
mundiales. Primeramente, decida usted cual es su
opinión respecto a "ese horrible y viejo fastidio el
predicamento humano" (esta frase pertenece a una
charla transmitida por la B. B. C.) y luego compon-
ga una obra de teatro con esa opinión. No empiece
por tratar de explotar la, arquitectura , o leas conve-
niencias del teatro, tal como actualmente exista
puesto que ni la una tú las otras, fueron creada, te-
niendo en la mente hombres tan ambiciosos. Si el
mundo es transformable -y eso, según nos dice
Brecht, es lo que todos los escritores deben creer -
entonces el teatro es igualmente transformable.
 ¿Qué clase de punto de vista mundial es el que
mas me place en el teatro? Ya he dejada caer algu-
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nas insinuaciones, la mayor parle de las cuales han
sido bastante estrepitosas. Quiero obras teatrales
que por su internacionalismo sean como de Brecht,
así como por su abominación de la adoración al hé-
roe su mordaz rechazo de los encajes verbales (de-
jémoslos a los críticos burgueses decadentes como
yo, y no festoneemos los labios con sus idioteces), y
su convicción de que "hablar de árboles, es casi un
crimen ,puesto que implica silenciar tantas enormi-
dades". Quiero obras teatrales que afirmen la since-
ridad, el valor, la gracia y la sensualidad; obras que
huyen de, determinismo, porque el determinismo
niega la libre elección y sin libre elección no puede
haber teatro. Cono lo demostró: Fin de Partie de Sa-
muel Beckett, la obra que está ligada a un universo
mecánico, está ligada asimismo a la desesperación:
cuando la protesta está ausente, el paso desde "así
es la vida" hasta "así debería ser la vida" es aterrado-
ra mente corto.
Prefiero las entusiasmos, no necesariamente en
la superficie como en escritores de la talla de Ten-
nessee Williams o el australiano Ray Lawler, sino
ocultos también, de la misma manera que un termo
pude contener gran calor, sin radiarlo. El miedo a la
ebullición es un gran amigo de nuestra cultura: con-
K E N N E T H T Y N A N
26
gela las cañerías y se presenta en Ios lugares mas
desconcertantes, coma cuando un corresponsal del
Observer informó Que un grupo de estudiantes uni-
versitarios chinos le dijeron "con un entusiasmo
bastante frío" que estaban muy ocupado constru-
yendo un mundo nuevo. "Bastante frío": esa frase
está llena de frígida aversión; uno cree ver un es-
fuerzo para ocultar rápidamente las uñas, evitar rá-
pidamente contactos, con más de una fluctuación
de desdén.
Pero hay malevolentes entusiasmos también,
que generados por nuestra sociedad en su aspecto
peor, y desearía que el teatro se preocupase muy
especialmente de reprimirlos. Hace algunos meses,
en uno de los diarios de propiedad de Lord Beaver-
brook, apareció una serie de artículos sobre el tema
general de "Cómo hacer un millón'". El último de
esos artículos reveló, con rara y aterradora desnu-
dez, los valores en los cuales se basa nuestro mun-
do. Permítaseme que transcriba algunas de las reglas
para obtener el éxito, que dio el autor de aquella
serie:
"Sea duro. Sea tan duro que los sentimientos no
tengan lugar en su vida. Sea tan duro que si su más
E L T E A T R O Y L A V I D A
27
íntimo y querido amigo se atravesase en el camino
de un negocio, usted pueda hacerlo a un lado.
"Sea ambicioso. Sea tan ambicioso que la ambición
se convierta en una preponderante consideración en
su vida. Avance abriéndose camino aunque sea a la
fuerza, como si todos los .,eres humanos fueran sus
enemigos, que tienen que ser pisotearlos en la jungla
del comercio. Y use preferiblemente zapatos con
suelas reforzadas de clavos, para esa tarea...
"Desarrolle un sentido del comercio. Apodérese de las
gangas antes que pueda hacerlo otro. Si el otro se
queja de que usted sacó provecho de su simplicidad,
no haga caso de sus quejas y mande al diablo a las
consecuencias.
"Aplique su mente a la tarea. Piense día y noche
sobre el dinero que ha decidido ganar y cómo tiene
que hacer para ganarlo. Viva con esa sola idea, sue-
ñe con ella, hable sobre ella... Tiene usted que dedi-
carse por entero a su solo propósito y ser
completamente despiadado en su persecución y
cumplimiento.”
En todo esto no hay intención irónica alguna: se
trata de una declaración completamente seria, una
profesión de fe. A eso se le llama, según creo, rea-
lismo áspero, y tiene que desaparecer, velando por
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28
todo lo que es humano. Después de lee un mani-
fiesto tan duro, mi mente retrocede a lo que antaño
era una premisa cristiana fundamental: que la usura
es mala por sí, puesto que la menos natural de todas
las prácticas, es aquella por la cual se hace que el
dinero engendre más dinero.
Ese fue el error de Shylock,según lo aclara la
obra de teatro:
no puede entender por qué el metal muerto no
puede producir metal de su propia clase; no le es
posible distinguir diferencia alguna entre el oro y la
plata por una parte, y las ovejas y carneros por la
otra. Y sin embargo, ¿dónde, desde la época de
Shakespeare, hay una obra teatral inglesa que con-
dene la procreación sin vida del dinero? Me parece
que tal obra no existe.
*
Lo malo de la mayor parte del teatro socialista y
mucho del pensamiento socialista, es su falta de jú-
bilo. Nosotros pensamos en obras de teatro sociales
en términos de ira, miseria, y violencia. En parte,
eso es inevitable, debido a que las obras de protesta
han sido concebidas para sacudir a gente y provocar
E L T E A T R O Y L A V I D A
29
en ella la acción, por medio de una presentación
brutal de un hecho. Pero a pesar de eso, hay lugar
rara una sátira de izquierda, de esa clase que hirvió
tan encendidamente en la obra de Sartre, Nekrassov,
y que picó a sus oponentes en lugar de darles
muerte a garrotazos. Una estridencia malhumorada
se impone, con demasiada frecuencia, al ingenios
socialista una nota como de graznido distorsiona su
risa; y uno comienza a sospechar, como lo señalan
siempre con gran fervor los conservadores, que la
política del socialista es simplemente una proyec-
ción de un conflicto psicológico no resuelto. El so-
cialismo debería significar algo más que un progreso
por sí mismo: debería significar progreso hacia el
placer. Y es en esto, donde uno tropieza contra el
impenetrable ceño fruncido de la conciencia disi-
dente. La verdadera declaración: "Los conservado-
res son malignos, y tienen a su disposición casi toca
la diversión", se pervierte al convertirse en: "Los
conservadores son malignos, porque tienen a su dis-
posición casi toda la diversión". El puritanismo ha
triunfado en el match y la risa, por lo menos en el
teatro, se ha convertido casi en un monopolio de
los conservadores. El humor de izquierda muy rara
vez llega al escenario sin degenerar en una acritud
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orwelliana muy estirada. Desde la Restauracion
hasta nuestros días, la imagen inglesa del ingenio, ha
sido la de un flâneur que jamás descendería a la vul-
garidad de querer decir lo que dice. Con esta imagen
hasta el mismo Shaw:, se mostró de acuerdo y les
auditorios conservadores rieren sin desconcierto,
por estar perfectamente seguros de que él no tenía
la menor intención de que se le tomase en serio. Y
no se lo tomó. Pera mientras tanto, tenemos una
gran carencia de obras de crítica social que, al mis-
mo tiempo, sean tumultuosamente reidoras. Echa-
mos de menos el sonido de la alegría responsable. Y
no nos vendrían mal muchas de esas famas demen-
tes escritas por los anarquistas , que generalmente
son socialistas que se han dado a la bebida, debido a
la predisposición que tiene el socialismo británico
contra la diversión.
Descubrir que uno es socialista, debería ser una
experiencia libertadora. La comparación obvia, es
con los primeros protestantes. ¿Qué sensación ex-
perimentaría uno (y transcribiré extractos de la mo-
numental obra de C. S. Lewis: Literatura Inglesa del
Siglo Dieciséis) al ser protestante?
"Una cosa es segura. Uno se sentía muy distinto
al que era uno de ecos «puritanos», como los que
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31
encontramos en la ficción del siglo diecinueve. La
señora Clennam, de la novela de Dickens, que trata
de expiar su osado primitivo con una larga vida de
lobreguez voluntaria, hacía precisamente lo que los
primitivos protestantes le habrían prohibido hacer,
porque hubiera considerado que toda la concepción
de aquella expiación era papistica”
"La experiencia es la de una conversión catastró-
fica. El hombre que he pasado por ella, se siente
como aquel que ha despertado en una pesadilla y se
encuentra en un éxtasis.
Como un amante aceptado , tiene la sensación
de no haber hecho nada para merecer tamaña
asombrosa felicidad.
Por así decirlo, ha hecho trampa en la cola, ha
hallado una comunicación directa con Dios y se ha
dada cuenta de que estar vivo es hallarse en un esta-
do de bienaventuranza; para él no hay necesidad de
jerarquías y no puede comprender porque tienen
que ser nombrados intermediarios para que le inter-
preten la voluntad de Dios.
No esta salvado porque realiza abras de amor :
realiza obras de amor, realiza obras de amor porque
está salvado... De esta boyante humildad, de este
amor al ego con todas sus buenas resoluciones, an-
K E N N E T H T Y N A N
32
siedad, escrúpulos y motivaciones, han surgido ori-
ginalmente todas las doctrinas protestantes.
Aquellas eran doctrinas "no de terror, sino del
júbilo y esperanzas. Mientras los papistas ensalzaban
la virginidad, los protestantes exaltaban al matrimo-
nio. Y el doctor Lewis demuestra cuán lejos se ha-
llaban de lo que nosotros – llamamos puritarismo.
"Fueran lo que fueren, no eran agrios, sombríos o
severos; ni siquiera sus enemigos le acusaron de ser
eso". Thomas More les vituperó por su "liviandad
de mente y vana alegría de corazón", y dijo que Lu-
tero había conseguido muchos conversos porque
"condimentaba todo el veneno con libertad". Hasta
Calvino, cuya insistencia en materia de disciplina
sexual era tan estricta como la de Roma, aprobó
enfáticamente "el deleite y alegría en el comer y el
vestir". En el protestantismo primitivo, no encon-
tramos ninguna de las falsedades con las cuales el
catolicismo trató de reconciliar a los pobres con su
suerte: que la pobreza es buena para el alma, que lo
que es necesario es suficiente; que el comer poco es
más noble que el comer más. Como el socialismo
primitivo, el nuevo credo era un credo de inespera-
do júbilo.
E L T E A T R O Y L A V I D A
33
Para devolver este espíritu de arrobamiento al
socialismo, ese regocijo matinal, el teatro puede
contribuir notablemente.
No creo que ello pueda suceder si estamos pen-
sando en el socialismo como movimiento nacional,
porque les movimientos nacionales, son muy pecas
veces joviales, como tampoco lo son los hombres
solitarios, que se tornan rígidos, resentidos, xenófo-
bos y defensivos, como el protestantismo inglés y el
comunismo ruso. El socialismo debería ser una ale-
gro afirmación internacional, una declaración con-
junta de que todos somos miembros iguales de una
conspiración gigantesca, destinada a imponerse a los
abismos de la noche y el silencio. Por los cuales
nuestro planeta gira fría y predeciblemente. No es
solamente un quemar de armas, sino un encender
de hogueras de fiesta.
Estoy desviándome a generalidades, tal vez co-
mo reacción contra un teatro que está eternamente
preocupado por lo trivial. Pero es sólo expresando y
repitiendo los grandes puntos innegables, que uno
puede mantener el teatro en plena conciencia de su
total responsabilidad. En los últimos años ya se ha
registrado una señalada reducción en el número de
obras teatrales indiscutiblemente pésimas, que se
K E N N E T H T Y N A N
34
han estrenado en Londres. El mayor símbolo de
renacimiento, ha sido el experimento de repertorio
planeado, que comenzó en la primavera de 1956 en
el Royal Court Theatre de la Plaza Sloane, donde
hemos asistido a representaciones de Ionesco, Gi-
rardoux, Arthur Miller y Carson McCullers, y donde
-lo que es mucho más importante- se nos han pre-
sentado las primeras obras de Angus Wilson, Nigel
Dennis y John 0sborne. De este manantial, el teatro
inteligente está pasando al West End lentamente,
claro está, como la tinta que se extiende por el papel
secante, que ha pasado toda una generación en una
espesa y petrificada aridez.
*
Hace algunos meses, intenté condensar la mayor
parte de lo que sentía sobre este país en una larga
irónica carta dirigida a un joven, hijo de un amigo
mío, que se acercaba a la finalización de sus tres
años de estudios en Oxford, donde se especializaba
en literatura inglesa. Tal vez resulte pertinente aquí.
E L T E A T R O Y L A V I D A
35
"Querido John:
"En mi carácter de hombre que ha cruzado 1afrontera armada que separa a la universidad de la
vida real, siento un deseo muy humano, ahora que
tú te hallas en vísperas de las finales, de descargar
sobre ti un pequeño y cariñoso consejo. Lo hago
porque eres estudiante de artes y, por lo tanto, pue-
des caer en errores que podrían demorar, quizás
indefinidamente, tu entrada al mundo de la realidad
y del éxito.
“Para empezar, es de gran importancia que te
des perfecta cuenta de tu posición. Estás incluido en
el sesenta por ciento de los estudiantes que reciben
ayuda financiera del Estado y tu posición, como tal,
ha sido definida, intrépida e inequívocadamente, por
Somerset Maugham en su mensaje de 1955; de Na-
vidad, al Sunday Times. «Son la escoria», dijo, y
puesto que el señor Maugham expresa muy rara vez
cosas contenciosas o inciertas, que estén expuestas a
no alcanzar amplia aceptación, opino que deberías
oír su opinión. La comparten, puedo asegurarte,
muchos que carecen de su don de hablar con clari-
dad. Personalmente, creo que la palabra « escoria>
K E N N E T H T Y N A N
36
es un poco dura, pero ya sabes que yo soy un pen-
sador excesivamente escrupuloso.
"Antes de seguir adelante, debo confesar una
deficiencia:. Puedo decir que sé muy poco o nada de
tu generación en la universidad. Iban pasado ocho
años desde que salí de Oxford, y entonces éramos
unes piratas, por lo menos mis amigos y yo: una
inmodesta banda de falsos no regenerados, todos
los cuales, a excepción de mí, eran ex combatientes.
Eramos inválidos mortales y congénitos comedores
de uñas, y nuestro caudillo era un serio necrófilo,
que escribía en suaves frases trollopianas sobre la
calamidad y la desesperación. Una de sus historias -
tiemblo al recordarlo- se refería a un timorato er-
mitaño que se, despertó un día y se encontró clava-
do dentro de un ataúd que era llevado ya al
cementerio. Después, de pasar por las llamas apare-
ció en un mundo gris de indecible terror, poblado
de vacilantes «zombies». Le pareció que aquello era
el infierno, hasta que un «zombie», que pasaba le
dijo que era Golder Green. De cuando en cuando,
rogábamos a nuestro amigo que alegrase algo; aque-
lla ficción suya, y un día accedió: «Desde ahora»,
dijo, «los cadáveres bailarán». Esto sirve para ilustrarte
la clase de personas que éramos. Lo único que pue-
E L T E A T R O Y L A V I D A
37
do decir en nuestro favor es que, en cierto modo
anárquico, si me perdonás la expresión, éramos de-
mócratas aunque dudo que muchos de nosotros,
aún entonces, estuviésemos dispuestos a gritar al
mundo. Lo raro es que la generación de1945-48 no
maduró tan mal. Hoy es prominente en la cámara
de los Comunes; escribió una comedia musical que
ha sido todo un éxito en ambos lados del Atlántico;
ha ejercido influencia sobre las dos clases de televi-
sión; dejó una marca importante en el cine, y se ha
dicho de ella que revivió la novela inglesa. Y hasta
corrió la primera milla en menos de cuatro minutos.
Pero no puedo pasar por alto a sus holgazanes, mu-
chos de los cuales han dejado caer algunas piedritas
en los charcos de Fleet Street, la calle de los diarios.
“Tu caso, naturalmente, es distinto. En 1945,
eran aplicables condiciones que es imnosible repetir
hoy. El Día V J acababa de pasar, y el orden de pre-
guerra no se había afirmado nuevamente todavía.
Físicamente, sufríamos el obstáculo del raciona-
miento, pero espiritualmente, teníamos amplio es-
pacio a nuestra disposición. La autoridad estaba
demasiado ocupada, para que enfocase toda su
atención sobre nosotros, y la “clase” aun no se ha-
bía recuperado (como, por Dios, lo ha hecho desde
K E N N E T H T Y N A N
38
entonces) de las terribles heridas que le fueron infli-
gidas por la guerra. Todos estábamos sacándole
provecho a un fenómeno pasajero y único que
inundó toda Inglaterra en 1945. Tú no lo recorda-
rás, pero en aquellos días, nosotros lo llamábamos
“la inclinación de Izquierda”. (La Izquierda, era
entonces lo contrario de la Derecha). Ahora bien,
como tú sabes perfectamente, la moderación es lo
que vale, y el período 1945 a 1950, es considerado
como los cinco años perdidos de masoquismo de la
clase media.
"Varias personas de bastante influencia, me dije-
ron en 1945 que, si no hubiésemos ido a la guerra
contra el país que no debíamos, los resultados de las
elecciones habrían sido mucho más sensibles. Esta
sensación ha ganado mucho terreno desde enton-
ces, especialmente dentro del “Establecimiento”, y
tienes que preocuparte especialmente de estudiarla..
Uno de tus guías más sólidos habrá de ser Evelyn
Waugh. Consulta y memoriza ese pasaje de su no-
vela: Officers and Gentlemen (Oficiales y Caballeros),
en el cual el protagonista, que es un oficial y caballe-
ro llamado Guy Crouchback, recuerda con vehe-
mencia el día en que se firmó el pacto entre
Alemania y Rusia y “el enemigo estaba a la vista”.
E L T E A T R O Y L A V I D A
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Pero Hitler, ¡ay!, invade Rusia y Guy se da cuenta,
sin lugar a la menor duda, de que Gran Bretaña ha
sido “arrastrada en forma desatinada al deshonor”.
Permíteme que explique esta última frase. El
deshonor al cual se refiere es el habernos aliado a
Rusia en lugar de hacerlo con Alemania. Es impe-
rioso que comprendas eso con gran claridad. La ac-
titud de Guy Crouchback es toda ella parte de esa
inclinación a la Derecha medieval y constituye un
factor que deberás tener muy en cuenta. Puedes
saltar y colgarte del péndulo; puedes agachar la ca-
beza, o puedes decidirte a no perder terreno, en cu-
yo caso te sorprenderá probablemente un terrible
golpe detrás, de la oreja. Si arriesga esa suerte, mi
consejo habrá sido vano.
"Todo ello es una cuestión de actitudes. La tuya
hacia tu país natal, por ejemplo, debería ser regida
por un afable concepto antiguo, que tiene el aroma
de todo lo mejor del medievalismo. Recientemente
restaurado por el señor Waugh, se lo denomina el
concepto de precedencia. “Hay una única línea”, ha
escrito, “que se extiende desde Windsor a Wor-
mwood Scrus, de individuos que están todos justa y
precisamente graduados”. No pases por alto lo que
supone la palabra “justa”. Subráyala bien en tu me-
K E N N E T H T Y N A N
40
moria. Te ayudará a comprender, no solamente el
significado de la justicia, sino también la idea de una
jerarquía como algo que Dios ha fijada, y que tú no
puedes manosear. Nunca tienes que pensar en ti
mismo, como una parte orgánica de una entidad
social que se está desarrollando.
"Y a propósito, deseo recordarte una observa-
ción hecha hace dos años por Anthony Nutting,
cuando Khushchev y Bulganin se encontraban en la
India. Sus palabras textuales han perecido desde
entonces en el vaciadero de desperdicios o donde
quiera que van a parar los diarios viejos, para ser
convertidos en pulpa, pero la imagen que empleó,
fue inolvidable. B. Y K. dijo, al verse rechazados
ante la puerta principal. se dirigieron a la puerta de
atrás. Es decir, que la India era la entrada de las
proveedores. No estoy muy seguro de cuál es la po-
sición de los judíos en la Gran Cadena de la Exis-
tencia: muchísimos de ellos se muestran
obstinadamente enemigos de las clases; pero Wind-
sor, naturalmente, estará siempre donde está hoy y
será eternamente lo que hoy es: un permanente ba-
luarte para defender al pueblo contra las depreda-
ciones del feudalismo.
E L T E A T R O Y L A V I D A
41
"Antes de aceptar el ofrecimiento de Lord Bea-
verbrook, creo que debes detenerte a considerar lo
que significa tener un puesto en el Daily Express.
Tendrás que aprender a escribir como una mujer
madura, popular, excitable, que aturde fácilmente y
es bastante fastidiosa. Pronto dominarás el estilo
amatorio y entrecortado, pero te ruego que no olvi-
des que ese diario es el órgano-hermano del Sunday
Express, que dijo a Guy Burgess que «apreciaría pro-
fundamente» unas palabras de su pluma”, y luego
las publicó al lado de un editorial que las calificaba
como «la propaganda de un pervertido». En general,
creo que sería aconsejarte muy bien si te dijese que
trates de llegar acrítico cuanto antes. A no ser que
se trate de esquizofrenia. Pero de cualquier modo
vale más y es más seguro estar entre los observado-
res que entre los observados. Si, como habrá de su-
ceder a menudo, no te agrada un libro, una obra
teatral o una película, sin que sepas exactamente por
qué, lo mejor es que la acuses de “vulgaridad o ”mal
gusto”. Esos son los dos indispensables, sin el me-
nor significado, que existen en la crítica inglesa. He
conocido a escritores que murieron pobres, pero
felices, al saber que jamás habían incurrido en ellos.
Dile a un hombre que piensa libremente o escribe
K E N N E T H T Y N A N
42
sin responsabilidad, y no le tocarás. Dile que escribe
mal, y apenas sabrá lo que quiere decir. Dile que es
vulgar, dile que carece de gusto, y harás algo más
que herirle: le convertirás en un proscripto para
toda la vida.
"Y ahora tenemos que considerar cuál debe ser
tu actitud hacia los extranjeros. Francia resulta fácil.
Nancy Mitforci nos proporciona la respuesta, con
su jubilosa postración a los pies de la. aristocracia
francesa. Rusia es todavía más fácil: ¿quién podría
sentir otra cosa que un triste desprecio hacia un país
que no solamente ha abolido la nostalgia, sino que
ha hecho imposible que el dinero «haga cría»? En lo
que se refiere a los Estados Unidos, es usual una
ambivalencia un poco mayor. A lo que uno debe
aferrarse es que a los norteamericanos les gusta que
se los insulte, y los insultos viejos siguen siendo to-
davía los mejores: «vulgares» y «carentes de gusto».
A los norteamericanos del extranjero, uno tiene que
acercárseles siempre con esas calificaciones, además
de una sonrisa levemente despectiva en nuestros
labios. Por ejemplo, «vulgar» es la palabra para la
observación hecha por el humorista norteamericano
H. Allen Smith, al ver los campos de deportes de
E L T E A T R O Y L A V I D A
43
Eton. «¡Y pensar»,dijo, « que aquí fue donde se per-
dió la batalla de Yorktown!»,
"Las sabiamente ordenadas reglamentaciones
sobre divisas te impedirán, naturalmente, conocer a
los norteamericanos en su país, como si dijéramos
en su propia casa, pero creo que uno pude supo-
nerlos, sin temor a equivocarse, más o menos igua-
les, por no decir peores. Debes adoptar la
costumbre de cultivar un gesto orgulloso y frío para
las ocasiones en que se suscita en las conversaciones
el ambiente de Hollywood. ¡Cuán típica es la chillo-
na impetuosidad (impetuoso es la palabra-clave) de
las así llamadas «comedias musicales», como, por
ejemplo, On the Town (Por Cuenta de la Ciudad)! ¡Y
cuán patéticamente mórbida es la pasión por la au-
toexposición. que produce películas como On the
Waterfront y Rebel Without a Cause (En la Costa, y Re-
belde sin Causa)! Da gracias a Dios apasionada-
mente porque nuestra industria del cine ha escapado
a esa contaminación. Las películas inglesas jamás se
revuelcan en las cloacas del realismo, ni abusan del
poder que ejercen sobre la mente de la gente senci-
lla. En ellas no te será posible oír una sola palabra
de crítica a la policía, los servidores civiles, el go-
bierno, las fuerzas armadas y al sistema de educa-
K E N N E T H T Y N A N
44
ción. Nosotros trazamos una línea límite, por lo
menos. Y si quieres hacer un chiste, hasta podrías
decir que Broadway no es otra cosa que un pulido
receptáculo para recoger las emanaciones de perso-
nas como Clifford Odets, Lilian Hellman, Eugene
O'Neill, Arthur Miller y Tennessee Williamns.
Si algún día llegases a escribir una novela, no
dejes de incluir un personaje norteamericano en ella.
Y cuando lo hagas, permite que los diablillos de la
sátira, con sus lenguas de plata, adornen tu pluma.
Dale un nombre como, por ejemplo, Scab Dunz o
Bum Schlum. (Jamás se me hubiese ocurrido in-
ventar tales nombres, que pertenecen a la inimitable
imaginación del señor Waugh). El nombre que
Graham Greene le puso a su «Norteamericano
tranquilo» es Pyle, que facilita notablemente un pe-
queño chiste, cuando el norteamericano le pregunta
al narrador por qué no lo llama por su nombre de
pila. «Prefiero no hacerlo: Pyle tiene cierta asocia-
ción de ideas» Es posible que se refiera a la palabra
piles, que significa hemorroides). Este personaje es
más que vulgar y carente de gusto. Es un tipo de
gangster, abstemio, que erupta en violencia antes
que canta un gallo. Lo ignora todo a no ser que se
trate de aire acondicionado, desodorantes, interna-
E L T E A T R O Y L A V I D A
45
cionalismo y los demás males con que su país nos
ha abrumado. Estallaría en cólera cuando oigo decir
a la gente que esa obra no es una novela religiosa.
Por el contrario, es intensamente religiosa. Es la
obra meditada de un hombre para quien el Diablo
ha adquirido un rostro -el de Norteamérica- y me
produce enorme admiración el pundonor y la ener-
gía con que el autor, haciendo lo que tiene que ha-
cer, deshace ese rostro a golpes.
"Y al llegar a este punto, tengo que hacerte una
advertencia. De ninguna manera deberás leer lo que
se denominan las mejores revistas norteamericanas».
Lo único que harán es pelar tus prejuicios. Todas
ellas tienen títulos que corresponden a lugares y que
las clasifican desde el primer momento como pro-
vincianas: The Hudson Review, The Kenyon Review, The
New Yorker, etcétera. Todo lo que podrás encontrar
en ellas, es una brillante y ciega devoción por la
exactitud, lo directo y el ingenio integral, ileso. Sus
colaboradores no parecen darse cuenta de que la
prosa pertenece a una clase distinta a la conversa-
ción; la horrible facilidad de sus estilos, proclama: su
incapacidad para comprender las artes del circunlo-
quio educado. El New Yorker, en particular, se niega
rotundamente a que se lo enseñe que la buena prosa
K E N N E T H T Y N A N
46
debe tener un tono de por lo menos una octava so-
bre la realidad. En uno de sus números recientes,
publicó un cuento original de alguien llamado J. D.
Salinger, que versaba -en papel satinado y entre co-
loreados avisos de automóviles y heladeras eléctri-
cas- sobre el problema del perfecto amor cristiano.
¡La vulgaridad en su máxima expresión! Y entre to-
do eso, ni una sola frase que los admiradores de
Charles Morgan pudieran reconocer como literatu-
ra.
"Si no te sientes capaz de simpatizar con cual-
quiera de estas idées reçues, no te queda abierto más
que otro camino. Vacilo antes de mencionarlo, por-
que es lo más peligroso de todo. Podrías dedicarte a
descubrir lo que es en realidad tu generación, y
obrar de acuerdo a lo que descubras. Te asombrará
y alarmará. Ve, antes que nada, a los jazz-clubs. Hasta
podemos, si estás dispuesto a arriesgarte, reunirnos
en uno de ellos. Primeramente te sorprenderá la
total ausencia de ese frenesí orgiástico que te han
enseñado a esperar de tales lugares. Observarás que
las personas que bailan, aun cuando se mueven con
gran rapidez, solamente se tocan con las puntas de
los dedos. El sexo aparece más tarde. Cada compa-
ñero de baile mira fijamente, con rostro estático, a
E L T E A T R O Y L A V I D A
47
las nubes de humo de los cigarrillos, mientras gira
vertiginosamente con su pareja. Sin embargo, todo
el lugar está explícitamente vivo. Oirás decir que
Londres se está convirtiendo, a pasos agigantados,
en el centro del jazz en Europa, y que ese es el úni-
co arte en el cual nuestro prestigio crecerá incesan-
temente. Y si hablas a los «gatos» , encontrará en
ellos estas cualidades: un instintivo izquierdismo,
una simpatía no demostrativa hacia la anarquía, una
repugnancia hacia los políticos de clase, un vívido
idioma compuesto de Hollywood, ficción y dialecto
local, un cortés interés por las drogas, una buena
cantidad de placer promiscuo compartido, y una
casi total ausencia de ebriedad. Estas personas jóve-
nes no pueden mirar el rostro de Macmillan sin reír,
y no les es posible llegar a interesarse mucho por
nuestro inalienable derecho a flagelar a los chiprio-
tas, grandes y chicos, aunque creo que se sentirían
bastante irritados si Liechtenstein fuese una colonia
zarista y Rusia enviara un Gauleiterpara imponerle
lealtad. Todos ellos son brillantes, auténticamente
tolerantes y nada agresivos. Muy pocos serían capa-
ces de hacer, con une navaja de afeitar, otra cosa
que no fuese rasurarse. Nadie podría convertirlas en
K E N N E T H T Y N A N
48
una turba de linchamiento, porque el arte para el
cual viven exclusivamente fue inventado por negros.
"Lo que a ellos (y a ti y a mí también) nos falta,
es un punto de reunión, político y social. No tienen
clase social, o mejor dicho, pertenecen a todas las
clases menos, naturalmente, la mis encumbrada.
Necesitan un órgano, una plataforma, para articular
sus impaciencias hacia la convención, hacia el «buen
gusto, el «prestigio británico, el empleo de «emocio-
nal» como una palabra sucia. Tú podrías darles ese
punto de reunión, si no te repugnan las batallas difí-
ciles, cuesta arriba. Pero, perdóname: me estoy olvi-
dando. Como acabas de estar en la universidad,
habrás visto agriar tu sabor de libertad al leer a Ar-
thur Koestler, el más brillante y persuasivo de los
derrotistas. Te habrás sentido abrumado por su ha-
bilidad en analogía, por su mano para igualar la
conducta individual con la de grupo; habrás apren-
dido que tienen una relación de amor-odio con Es-
tados Unidos, que los franceses están sufriendo de
amnesia colectiva en lo que se refiere a la ocupación
alemana, que tu admiración de tiempo de guerra
hacia el cigarro de Sir Winston era un fetichismo,
que tus simpatías izquierdistas tienen su origen en
«una rebelión adolescente contra los padres». Qui-
E L T E A T R O Y L A V I D A
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zás hayas llegado a la conclusión de que el deseo de
solucionar las desigualdades sociales es, de por sí,
una neurosis; y que el ansia de libertad no es más
que un traumatismo de nacimiento. El momento de
leer a Koestler es después que uno ha sido derrota-
do, no antes. Leerlo antes es garantizar el fracaso.
No conseguirás inspirar a mi generación, o a la tuya,
gritando, con él, que «cuando mucho, podemos es-
perar la suspensión de la sentencia». A1 diablo con
eso. Nosotros no nos conformaremos con una
sentencia de cadena perpetua: queremos una abso-
lución total.
"Y la queremos, no solamente para nosotros,
para nuestro bloque económico, o para nuestros
aliados: la queremos para todo nuestro mundo.
¿Hablo en tu nombre cuando pido una sociedad en
la cual la gente le da más importancia a lo que has
aprendido que al lugar donde lo aprendiste; en la
que la gente que piensa y la gente que trabaja pue-
dan compartir asunciones comunes y discutirlas en
el mismo idioma; en la cual el arte una, en lugar de
separar a las personas; en la que la gente tenga la
sensación, como en ese nuevo cuento de Salinger,
que toda mujer gorda sobre la tierra es Jesucristo; y
en la cual a todos aquellos que llevan en alto la an-
K E N N E T H T Y N A N
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torcha de la libertad no se les obligue a correr con
ella al polvorín de municiones? ¿Ansías tú esas co-
sas?
"Tal vez no. En cuyo caso, tengo que firmarme
como tu implacable enemigo.
K. T.”
Jamás envié la carta al correo, porque me dije-
ron que el muchacho había firmado un largo con-
trato con una agencia de publicidad. Y no valía la
pena depresionarlo.

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