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EL B A R C O Igig^glg DE VAPOR EL canario poLaco Sergio Gómez ediciones 1 EsTOY VIEJO, muy viejo, por eso tal vez me rodean los jóvenes y me piden que les narre historias en la casa de Briget Muller, donde ha- bitamos desde hace dos décadas, en el campo, frente al lago Llanquihue, en una granjita de extensos pastos y árboles. En la otra orilla del lago, a veces, cuando el día está muy claro, se pueden ver a lo lejos Puerto Octay y más allá Frutillar. Nuestra colonia de ratones ha seguido el círculo que rodea el lago, trasladándose las veces que ha sido necesario. Esas propiedades son habitadas por antiguos emigrantes ale- manes o suizos, que vinieron hace más de un siglo al país. Yo también llegué de Europa hace 7 muchos años, pero en circunstancias diferen- tes, en una época terrible, de guerra. Por eso a los más jóvenes les gusta escuchar mis his- torias. Algunas noches frías y aburridas, nos vamos casi toda la colonia hasta al granero de los Muller, que está abandonado porque Briget y Peter están viejos y prefieren trabajar preparando kuchenes de arándanos y murallas para vender o se conforman con las ganancias que deja una propiedad en arriendo en Puerto Cloker, a pocos kilómetros de nuestra casa. Por las noches, entonces, sobre todo las noches más frías del invierno, cuando nadie quiere dormir en la colonia, nos reunimos en aquel granero que se ha transformado en el lugar de encuentro. Por supuesto, más de alguno mueve la cabeza con disgusto y murmura: "Allá va el abuelo a contar sus historias, todas falsas, todas mentiras." Pero se equivocan. Viví una época en que era un ratón joven y ansioso por conocer el mundo y fui testigo de sucesos increíbles. En el granero, que huele a pasto seco y a humedad, solo quedan trastos, una camioneta GMC abandonada de Peter Muller, que hace tiempo no ocupa porque enfermó de la vista y teme conducirla. Desde arriba del capot de la camioneta, donde lentamente me logran subir, me pueden escuchar. Algunos prefie- 8 ren historias que relatan nuestros constantes traslados como colonia por la zona." En los últimos 30 años hemos habitado, al menos, cinco parcelas que rodean el lago buscando mejores lugares para vivir, donde no nos falte el alimento o donde no seamos molestados por gatos hambrientos, peucos, aguiluchos, zorros, cernícalos, perros o por los mismos dueños de casa, quienes, casi en todas las ocasiones, finalmente aceptan vivir con nosotros. A veces elegimos diferentes lugares solo para preparar allí el nacimiento de nuevas crías que renuevan la colonia. También he visto a muchos de los nuestros morir y a otros organizar sus propios grupos para seguir a un líder distinto hacia los campos interiores o, incluso, a las ciudades cercanas, como Puerto Montt o Puerto Varas. Los ratones no nos hacemos problemas, ningún tipo de problemas; si alguien quiere partir, lo puede hacer. Nuestra colonia se protege; por ejemplo, procura que ninguno de nosotros sienta hambre. Para eso trabajamos en equipo y nos cuidamos mutuamente. Mi caso es excepcional, pues estoy viejo y débil; por lo tanto, siempre recibo ayuda de los demás para alimentarme. A cambio, mi misión es una sola: contar historias. Entonces fuimos convocados al granero de los Muller. La noche estaba muy oscura, sin 9 estrellas, pero eso, al contrario, nos llenaba de entusiasmo como ratones que somos. El frío que traían los vientos desde el lago apenas nos molestaba, pues en el interior del graneix> nues- tros cuerpos producían calor suficiente para hacernos sentir bien a todos. Los jóvenes, como siempre, eran los más entusiastas, rodeaban la vieja camioneta de Peter Muller y se preparaban para lo que debía ser la única entretención de la colonia. Mientras, dos ratas me ayudaban a subir hacia el techo del automóvil desde donde podía hablar y ser escuchado. Esa operación demoraba, pero nadie se sentía ansioso o exas- perado; al contrario, esperaban con paciencia. Cuando por fin me instalaba arriba del capot, contemplaba por unos minutos a mi comuni- dad y veía esos ojitos negros que anhelantes esperaban mis palabras, que extendían la visión estrecha de ratones siempre escondidos detrás de las paredes, viviendo ocultos la mayor parte del tiempo, asustados, casi como prisioneros. Si se piensa un momento, ese es mi rol en este lugar: demostrar que el mundo existe más allá de la casa de los Muller y más allá de la in- mensidad del lago Llanquihue, pero no como una prisión llena de amenazas, sino como un universo de ilimitadas posibilidades. Cuando el silencio en eí granero era com- pleto llegaba el momento de hablar. Los más 10 jóvenes me pedían la misma historia, la que he contado tantas veces que no puedo'dejar de preguntarme al final si es real o es una ficción que el tiempo y sus repeticiones han ido mo- dificando y han hecho escapar de mi control. Escuchaba el murmullo que insistía, que me pedía otra vez la historia del canario polaco; solo esa historia es la que querían escuchar esa noche y casi todas las noches. Y entonces no tenía remedio. 11 2 A L CANARIO POLACO lo conocí no en Polonia, sino muy cerca de allí, en un país llamado Francia, en una ciudad que lleva por nombre París. La ciudad era hermosa, llena de edificios modernos de más de cinco pisos, mezclados con construcciones de piedra, de puentes y de calles como laberintos empe- drados. El año que conocí al canario polaco parece tan lejano como si no hubiera existido: primavera de 1942. Naden una calle que nunca he olvidado: rué de 1'Avenir, en una gran casa de cinco pi- sos. En uno de ellos, el quinto, vivía el escritor Joseph Suran, su mujer, Marie, y su hija Anne. 13 Suran escribía libros infantiles y su mujer los ilustraba. En realidad, Suran tenía solo un libro editado. Desde esa publicación habían pasado cinco largos años, y como necesitaba alimentar a su familia, se debió emplear en la imprenta del señor Dumay, que imprimía revistas de moda, calendarios y postales de París, todo ello algo alejado de los intereses de Joseph. Suran deseaba ser considerado un gran escritor o al menos obtener dinero con sus libros y con ello pagar sus gastos y mantener a su familia. El matrimonio era fe- liz, pobre pero feliz; amaban por sobre todo a su pequeña hija Anne, de 11 años de edad. Por supuesto, en lo que a mí concierne, seré sincero, no tenía ningún trato con ellos, pues es regla de los ratones, una regla que pode- mos llamar de oro, no relacionarnos con seres humanos; más aun, apartarnos lo más que se pueda de ellos, aunque esto también sea muy difícil, pues vivimos desde hace siglos unidos indisolublemente los ratones y los hombres. Ahora, si me preguntan por qué ocurre algo así, solo puedo decir que no tengo idea. Joseph Suran salía todas las mañanas a trabajar al centro de la dudad; lo hacía hasta las tres de la tarde. Su trabajo no le gustaba, pero no tenía otra alternativa. La señora Marie cuidaba de Anne, pero también codnaba para un viejo con un feo nombre que vivía en el 14 segundo piso del edificio: monsieur Goliat. El viejo Goliat era un general retirado del ejército que había participado en la Primera Guerra Mundial hada más de veinte años. Un obús lo había dejado con una pierna menos, oía muy mal de un oído y uno de sus ojos siempre lagrimeaba, como si llorara. No obstante, el ge- neral era un hombre optimista y feliz, y estaba conforme por haber vivido una existenda llena de aventuras. Apenas se mantenía con un pe- queño sueldo que le pagaba el Estado por sus servicios en la guerra. Por eso la señora Marie lo ayudaba: limpiaba su departamento y coci- naba para él. Luego del almuerzo, ella volvía a trabajar en sus dibujos mientras esperaba a su marido. En esa época las comunidades de ratones eran pequeñas, pero no existía ninguna casa que no tuviera una, y tampoco a nadie se le ocurría molestarnos demasiado. A pesar del hambre y dela pobreza, siempre había algo que comer en ese edificio. M i colonia vivía en el entretecho del viejo edificio de arriendos; por lo tanto, podíamos salir por los tejados de ladrillos y contemplar, desde lo alto, la ciudad, el río Sena, las grandes plazas, la lejana torre Eiffel y algún arco de piedra en medio de las avenidas. Por las noches llegábamos hasta los más altos espigones del edificio para quedar- nos por horas contemplando las luces, el humo 15 de las chimeneas... A mí todo eso me gustaba especialmente. Se podría decir que nuestra vida era tranquila. Contábamos además con -túneles y alcantarillas que nos unían con los otros edificios y con la calle también. Pero yo prefería no salir al exterior, aunque era un deseo secreto hacerlo algún día. En ocasiones especiales, alguno de nosotros era comisio- nado a seguir por las alcantarillas hasta otras comunidades para hablar con otros ratones y así enterarnos de noticias que nos podrían ayu- dar. En esa época era impensando cambiarse de comunidad, ya que la mayoría de nosotros vivía toda la vida conforme con el lugar donde había nacido. Los nacimientos eran controlados y por lo tanto no nos reproducíamos en exceso para no provocar hambre más tarde y menos disgustarnos con los habitantes humanos de los departamentos, quienes seguían aceptándo- nos con resignación. Y solo en casos extremos, cuando surgían peligros como fumigaciones, los líderes tomaban decisiones muy drásticas, como dividir la colonia y, durante la noche, emigrar hacia otros edificios. En esa época yo era muy joven, por lo que la mayoría de las misiones y deberes de la comunidad los observaba como testigo, sin involucrarme. Por eso pasaba gran parte de la noche sin hacer nada, mirando la luna y so- ñando, observando la ciudad e imaginándome 16 los paisajes que apenas se vislumbraban en el horizonte más allá de los edificios. Dormía muy poco y despertaba cuan- do el sol alumbraba. Esa es otra regla: los ratones dormimos durante el día. Yo estaba acostumbrado a la inactividad, me aburría y permanecía, al contrario de los demás, des- pierto durante el día, vigilando qué ocurría en el edificio por más curiosidad que miedo. Me movía principalmente por aquella buhardilla. A pesar de lo estrecha y aparentemente inútil que era para los Suran, a mí me parecía un lugar agradable, con sus pequeñas ventanas circulares. Y fue allí donde conocí a Anne. Mientras la madre se encargaba de aten- der al viejo general del segundo piso, Arme subía a la buhardilla, su guarida, donde jugaba con sus muñecas e inventaba historias y amigos imaginarios, pero a los que les hablaba como si realmente estuvieran allí. También en ese lugar., secretamente, comenzó a inventar y a escribir sus propias historias, y a acompañarlas de dibujos, tal como lo hacían sus padres. Una mañana me deslicé hasta la buhar- dilla y me quedé tendido en el círculo de una de las ventanas, hasta que descuidadamente me dormí. Cuando desperté sentí el mayor susto de mi vida hasta ese momento. Anne me observaba muy de cerca, con su cuaderno de dibujos en las manos, moviendo frenética un 17 lápiz sobre el papel. Por supuesto, quedé para- lizado de miedo. Me dijo que no me moviera porque estaba dibujándome y que más tarde escribiría una historia sobre ese dibujo donde yo sería el protagonista. No por valentía, ni osadía, ni siquiera por inconsciencia, sino simplemente por miedo no me moví y esperé que ocurriera lo peor. Pero nada sucedió. Anne siguió dibujando en su cuaderno, mientras yo permanecía en el alféizar, con la cola colgando y tiesa de miedo. Finalmente, tenninó lo que hacía, se levantó, perdió el interés en mí y se fue a jugar con los vestidos y pelucas que guardaba en un baúl. A l día siguiente aparecí otra vez por el desván, ahora movido por la curiosidad. Anne estaba allí. Cantaba y arreglaba sus muñecas, con las que tenía largas conversaciones a media voz. Sonrío al verme. Dijo que se había esme- rado y que ahora debía ponerme cómodo para escuchar la historia que había escrito basada en mí. Por supuesto, yo no dije nada; entre ambos no podíamos entendernos, pues no hablába- mos el mismo lenguaje. Me pareció oportuno escuchar lo que tenía que decir. Me deslicé por el piso cerca de una máquina de coser, que a veces ocupaba la señora Marie para reparar o confeccionar ropa a su hija. Me quedé quieto * tratando de no molestar y con un plan de emer- gencia por si tuviera que huir. Anne dejó varias de sus muñecas en el suelo, cerca de donde me 18 encontraba, y se sentó en una pequeña^silla en el centro. Levantó una carpeta y la extendió en el piso para dejar ver sus dibujos, a mí y a las muñecas, las que obviamente seguían tiesas e indiferentes. Y era muy cierto: allí estaba yo retratado con lápiz de carbón y cera, con una sonrisa absurda y una panza que en esa época no tenía y que atribuí más bien a la imaginación de la artista. De todas maneras, la cara de aquel ratón dibujada en esa carpeta me pareció muy parecida a la mía, y si hubiera podido hablar o hacerme entender, se lo hubiera agradecido y a la vez la habría felicitado. Anne carraspeó, se peinó el pelo con los dedos y comenzó a leer lo que había escrito el día anterior. La historia del ratón se titulaba: El ratón Miau, un ratón que quería ser gato. Por supuesto, al escuchar el título comencé a reír sin parar. La niña ni nadie que no sea ratón podría identificar la risa de un ratón; a ella debió pare- cerle un fuerte chillido desagradable. El título de aquella historia recién escrita me pareció de lo más gracioso. No tenía por qué saber que los ratones, cuando pequeños, no odiamos a los gatos, aunque intentamos por todos los medios evitarlos, tanto como a los humanos. Simplemente con los gatos no nos llevamos bien, hay que reconocerlo, por eso tratamos de rehuirlos y así también evitamos servirles de cena. Cuando dejé de reírme, escuché muy 19 atentamente la historia del ratón Miau, que en parte, según lo que me había prometido la niña, estaba basada en mí. Era la historia de un ratón que quería vivir entre los gatos, pretendía realizar un pacto para no seguir enemistados y ayudarse mutuamente. Al final, resultó inte- resante y me gustó, aunque debería decir que era un relato del tipo fantástico, pues un pacto entre gatos y ratones jamás se podría realizar; en la realidad a ninguno de los dos animales nos gustaría llegar a acuerdos, sino, por el contrario, seguir nuestras existencias muy separados y hasta indiferentes unos con los otros. Cuando Anne terminó de leer el cuento, cerró la carpeta y la guardó en el baúl de bro- ches metálicos, donde escondía sus secretos. Dijo que era hora de almorzar y bajó al piso a esperar a su mamá. Entonces me quedé solo con las muñecas que miraban con fijeza, ta! como miran las muñecas, lo que al final siem- pre produce miedo. ¿Y el canario polaco? Pronto aparecerá, porque con su llegada también arribaron los tiempos más oscuros para todos nosotros en el edificio de la rué de Y Avenir. 20 3 U N DÍA, de regreso de su trabajo en la imprenta, Joseph Suran se encontró con el canario polaco. Desde hacía varios meses su sueldo no le alcanzaba para vivir, y su trabajo se limitaba a escribir tarjetas de felicitaciones, de defunciones y otras del mismo tipo. Los tiempos, además, no eran los mejores: mucha gente había comenzado a emigrar de Europa por culpa de la guerra. Joseph ese día caminaba de vuelta a su casa. Decidió pasar por un mercado a comprar * frutas para su hija. Entonces se encontró con el canario. Un hombre, que fumaba pipa, ven- día los canarios, que, según él, provenían de 21 Polonia, y eso los hacía valiosos y especiales. Cuando Joseph vio a uno de ellos, uno de color amarillo y con una pequeña mancha roja en la cabeza como si le hubiera caído una gota de tinta, no pensó en el dinero que escaseaba en su casa, sino en su hija: el canariosería un es- tupendo regalo para aquellas horas que pasaba sola en la buhardilla. Por supuesto, cuando llegó al depar- tamento, la señora Marie movió la cabeza y apretó lo labios para no llorar. Estaba segura de que su marido llegaría a ser algún día un gran escritor, aunque ahora trabajara escribiendo para la imprenta del señor Dumay. Amaba en él su sensibilidad, su inocencia a veces, pero también era una mujer práctica y estaba consciente de que las finanzas de la casa eran un asunto importante, y alguien, es decir, ella, debía preocuparse por equilibrar la vida mate- rial. Su hija Anne crecía rápidamente y debía ir a la escuela, pero no tenían dinero para pagar su educación. Después de una hora de disgusto, la se- ñora Marie, que también era una mujer com- prensiva y pacífica, decidió que no se enojaría con Joseph y le perdonó la compra de aquel canario amarillo con la manchiía roja en la cabeza. Finalmente, dejaron al ave asustada en una pequeña jaula circular. Anne desde 22 el primer momento quedó maravillada con el regalo. Cuando sus padres le preguntaron cómo lo llamaría, respondió que, simplemente, "el canario polaco"; el nombre con el que lo conocimos en esa casa desde entonces. Esa misma tarde, cuando Joseph bajó a leer el diario al departamento del general Goliat, pues no tenía dinero para comprar el suyo y prefería, además, comentar las noticias con su vecino, la señora Marie y su hija deja- ron la jaula cerca de la ventana y decidieron utilizar al ave como modelo para dibujarla. Lo que Anne sabía de dibujar lo aprendió con su madre, quien le corregía y enseñaba pequeños trucos para ensombrecer o para trazar pers- pectivas, que era lo más difícil para Anne. Así se entretuvieron durante la tarde, hasta que la señora Marie debió ocuparse de preparar la cena. Mientras hervía agua para unos fideos con menta y queso, que era lo único que tenía para cocinar, Anne le preguntó por los canarios a su madre; más bien, cómo era que este, su canario polaco, no cantaba como se suponía debía cantar. La señora Marie reconoció que durante esas horas que llevaban dibujando al canario, este no había abierto el pico, más bien parecía asustado, hasta enfermo. Se dieron cuenta entonces de que el canario no cantaba y de que tal vez no lo haría jamás, que por 23 eso era un canario especial, uno que escondía la cabeza entre las plumas y parecía triste y melancólico la mayor parte del tiempo. Más tarde, la señora Marie le comentó a su marido que, probablemente, el canario no resistiría el encierro de la jaula y moriría. Pero no ocurrió de ese modo, aunque tampoco cambió el ánimo del ave, que permanecía doblando la cabeza sin ningún entusiasmo, a pesar de que le prepara- ban comida especial de pan remojado en aceite y nunca le faltaba el agua fresca en la jaula. Así, el canario mantuvo un riguroso silencio y la mirada perdida más allá de la ventana, entre los edificios de París. Esa noche ocurrió algo especial o algo que señalaría la dirección de los acontecimientos que afectarían a aquella familia. Cuando Jo- seph Suran subió de regreso al departamento parecía preocupado después de conversar con su vecino el general. Se encerró con su mujer en el dormitorio a conversar. Anne permaneció dibujando y preparando la que debería ser la segunda historia del ratón Miau. Joseph había tenido una larga conversa- ción con el general, quien le transmitió su pre- ocupación y lo que en el barrio comentaban en voz baja. Hacía dos años el ejército alemán ha- » bía invadido Francia. La ciudad y el país entero no eran un lugar adecuado para permanecer, 24 al menos, no para todos. El general le habló con franqueza: había recibido una carta del inquilino del primer piso, el señor Rousseau, quien trabajaba en la alcaldía. Rousseau estaba preocupado por los Suran o más bien por él mismo: una semana antes había encontrado papeles en la vereda de la entrada del edificio. En ellos se amenazaba anónimamente a Joseph y a su familia; le pedían que se fuera dé la ciu- dad. Rousseau, por su parte, redactó y repartió una carta a todos los inquilinos del edificio para que firmaran una petición en la que se exigía a Joseph abandonar el lugar, pues constituía un peligro si continuaban esas amenazas o si alguna vez se concretaban. Por supuesto, el general Goliat se negó a firmar esa carta, no solo porque la señora Marie trabajaba para él preparando su comida y limpiando, sino porque apreciaba a la familia Suran. A Joseph Suran se le acusaba nada más por su origen judío. Pero también, eso creía el general, por envidia. Hacía cinco años Joseph y su mujer, con ahorros propios, publicaron un pequeño libro para niños titulado El pequeño estudiante Simón, y, contra toda expectativa, tuvo un éxito arrollador en las librerías de París y de algunas ciudades del país. Lo reseñaron en los diarios y permitió a Joseph una pequeña y breve fama, que sirvió más tarde para que lo llamaran 25 de la imprenta del señor Dumay, aunque allí más tarde debió trabajar en asuntos alejados de su profesión de escritor. Pero también con el pequeño libro, ilustrado con los dibujos de la señora Marie, consiguió enemigos, los que veían en el relato una mala influencia para los niños, asunto que por lo demás era muy difícil de probar. La fama como escritor para Joseph duró muy poco tiempo, pero no lo suficiente como para que lo olvidaran sus enemigos, que conspiraban en la sombra contra él. Lo anterior se lo hizo ver el general Goliat aquella larde. Finalmente, le aconsejó marchar- se de allí, tal vez viajar a Estados Unidos, donde se decía llegaban los emigrantes. Joseph agra- deció la preocupación del general, pero había decidido no huir de su país y menos provocado por aquellas amenazas, que consideraba injus- tas. Joseph preparaba, secretamente, junto a la señora Marie, la segunda parte de su anterior libro, uno que titularían Las nuevas e increíbles aventuras del estudiante Simón, y que tenían casi terminado después de varios años de trabajo. Sabía que con ese libro volverían los enemigos de siempre, pero confiaba también en los lecto- res sin prejuicios. Tal vez su salida al mercado significara un respiro económico para la familia y la posibilidad de postular a un trabajo mejor pagado que llenara sus expectativas. El primer 26 inconveniente, el mismo que padeció- con el primer libro, era financiar su publicación. Esa tarde Joseph y la señora Marie discu- tieron sus alternativas y lo que harían en los siguientes meses. Pero como sucede siempre, uno espera que las circunstancias caminen más lento que la realidad, pero estas, por el contrario, se precipitan. Cuando los Suran se dieron cuenta del error de no escuchar al viejo general Goliat era demasiado tarde. 27 4 EL CANARIO POLACO fue llevado por Anne en su jaula hasta la buhardilla, alejándolo así del movimiento del piso principal, para que se sintiera mejor. Frente a sus muñecas y frente a mí, Anne le hizo una promesa al ave: le enseñaría a cantar. De esa forma, creía ella, lo alegraría y le haría más llevadero el encierro. A l escucharla, el canario solo hundió la cabeza con la manchita roja como si no entendiera nada. Durante la mañana, Anne le cantó las * canciones que su madre le había enseñado, las repitió durante horas, pero el canario parecía no escucharla o no importarle, más bien dor- mitaba sin interés sobre el pequeño balancín 29 wmmmmmmmmmmmmmm en el interior de su jaula. La niña, con buenas intenciones, intentaba ayudar, pero el ave solo parecía aburrida, distraída y sin ganas. Anne tampoco se rindió. Cuando la niña bajó a almorzar, subí por el alféizar hasta quedar muy cerca de la jaula. Por primera vez vi al canario interesado en algo, es decir, en mí, pero tal vez porque nunca había visto a un ratón. Ambos nos ob- servamos, aunque solo fue por un momento, luego volvió a su actitud de siempre: abúlico y somnoliento,mirando el cielo nublado más allá de la ventana circular de la buhardilla. Tampoco se crea que por mi parle tenía inten- ciones de darle un discurso de bienvenida o de apoyo diciéndole que todos vivíamos bajo el alero de los Suran y que eso significaba al menos un poco de alegría, sobre todo para la niña, una buena niña a la que le gustaba escribir y dibujar como a su madre y a su pa- dre. Nada de eso le podía decir porque si el canario no cantaba menos hablaba y, tal vez, lo más importante: los ratones jamás hemos cruzado una palabra con los canarios o con alguien que no sea un ratón, así que ambos permanecimos en el más estricto silencio, ob- servando mutuamente lo distinto que éramos. A su regreso, Anne siguió intentando convencer al canario para que cantara. Cuando 30 entendió que de poco o nada servía su esfuerzo, decidió recurrir a un método distinto: comenzó a dibujar. Por mi parte, me había acostumbrado a la niña en la buhardilla, así que no le temía y daba vueltas muy cerca de ella. Unas veces me quedaba sobre una vieja mecedora y otras bajo una lámpara de vitreaux que me gustaba porque produda rayos de colores cuando se cruzaba por delante la luz del sol. Además, Anne siempre reservaba pedazos de pan con jugo de tomate para nosotros, para el canario o para mí; por lo tanto, esas tardes en la buhar- dilla constituyen un recuerdo muy lejano pero también muy grato. Dos días después, la rutina paredó exac- tamente la misma en la buhardilla, aunque también era evidente que los rostros de Joseph y la señora Marie no eran los mismos debido a preocupaciones que desconocíamos. Anne parecía vivir sus propios problemas o aquel que constituía su problema mayor en esos momentos: hacer cantar a un canario mudo. Llegó una mañana con una nueva carpeta de dibujos hasta la buhardilla. Nos instaló de la mejor forma posible, es decir, a sus muñecas de yeso, a sus pelucas de juegos y a mí debajo de la lámpara de vitreaux, y al canario cerca de la ventana. Ella se sentó en el piso y nos anticipó 31 que nos leería un cuento que había escrito du- rante los dos últimos días, y que nos mostraría los dibujos que lo ilustrarían. Anne comenzó, como de costumbre, exhibiendo los dibujos de la carpeta. En ellos aparecía aquel gordo ratón, llamado el ratón Miau, que aspiraba a convertirse de manera inexplicable en un gato y que, lejanamente, pero solo lejanamente, se inspiraba en mí, aunque eso me producía risa o, mejor dicho, carcajadas que para un ratón son unos grititos muy agudos difíciles de des- cribir. En los dibujos que nos mostró, también apareció el canario, uno igual al canario polaco, con su manchita roja en la cabeza y su cara de tristeza permanente. Cuando Anne levantó los cartones dibujados, el pájaro en la jaula los observó sin interés, como siempre. Arme y yo no nos dimos por aludidos con aquel des- precio. Entonces comenzó a leernos su relato; esta vez el título lo decía todo: El ratón Miau y el canario polaco majan a América. Por supuesto, Anne debió esperar primero que terminara mi risa, que ella seguía confundiendo con un agudo chillido, antes de seguir con su cuento. La historia era sobre un canario enfermo que no podía cantar y de su mejor amigo, es decir, el ratón Miau. Ambos emprenden un viaje en un barco hasta América. Llegan al puerto de 1 Buenos Aires, donde son llevados hasta un 32 ratón muy sabio, un médico, quien intenta curar al canario de aquel mal que no lo deja cantar. Cuando aquel sabio ratón lo examina, dictamina que el problema no es del ave sino de la jaula. El ratón Miau no entiende a qué se refiere. El ratón médico le explica que el canario pertenece a una especie que no vive en cauti- verio, y que, por lo tanto, ese es el principal y único problema con el ave. Inmediatamente, el ratón Miau busca a un cerrajero por Buenos Aires para abrir la jaula. El canario polaco, por fin libre, comienza a cantar. Antes de empren- der el vuelo, le agradece al ratón. Finalmente, vuela hasta una isla habitada por todos los canarios polacos en libertad, sin jaulas, arriba de los árboles o en sembradíos de maíz. Así terminaba el cuento. En el momento en que Anne terminó de leer, escuchó la voz de Joseph que la llamaba a almorzar. Guardó la carpeta en su baúl de los secretos y bajó. Lo que ella no pudo ver en ese momento fue la reacción del canario polaco en su jaula después de escuchar aquel relato. Pareció como si una bala invisible le hubiera dado en el pecho, aleteó levemente y cayó de espalda desde el pequeño trapecio donde estaba la mayor parte del tiempo. Se estremeció en el fondo de la jaula y quedó allí, llorando como lloran los canarios, es decir, sin hacer ningún tipo de sonido, solo respirando 33 agitado. Entonces comprendí que Anne había descubierto, sin proponérselo, lo que realmente ocurría con aquella ave. Y si recuerdo bien ese día y lo que ocu- rrió con nuestro canario, es porque justo dos noches después la vida en la casa de los Suran cambiaría para siempre. 34 5 / T L R R I B A DE L A camioneta, en el gra- nero de los Muller, pido un momento para descansar de mi relato. Los rostros de los ratones jóvenes allá abajo me observan con atención. Muchos de ellos no entienden del todo lo que les he venido contando, pues han nacido y vivido en la colonia y solo conocen el horizonte del lago Llanquihue, el blanco imponente del volcán Osorno, las pequeñas parcelas, que en verano se llenan de ruidos con los insectos, y los botes con sus velas a lo lejos en el agua del lago. Tal vez no desearían vivir ocultos y asustados en los lugares más profundos de la casa y 35 preferirían salir durante el día a disfrutar de esos colores, del calor del sol, pero nuestra vida siempre ha sido llevada de esa forma; tampoco nos quejamos demasiado, ya que estamos acostumbrados a las madrigueras, a los túneles oscuros y estrechos, incluso en esos lugares somos libres de hacer lo que queramos. Los ratones somos felices de vivir con otros ratones y en pocas ocasiones surgen problemas de convivencia. Preferimos dormir uno al lado del otro, aprovechar en invierno el calor de nuestros pequeños cuerpos. Entre nuestras principales reglas, una de las mayores es ayudamos mutuamente; jamás pensaríamos en aniquilarnos u odiarnos solo porque somos diferentes o lucimos distintos. Nuestra anterior colonia la formamos en la casa de Margaret Hoelker. Su marido, un "vividor", según sus palabras, salió a Puerto Octay a comprar harina para hacer pan y nunca más regresó. Cuatro años después, Margaret recibió una postal desde Isla de Pascua. En la fotografía, Oskar, su marido, sonreía; detrás de él se veían grandes moais de piedra. AI reverso de la fotografía Oskar escribió: "Que- rida Margaret, me cansé de vivir contigo. Eres una gran mujer y yo el peor de los hombres, por eso me marché". Y eso fue todo. Margaret era una alemana fuerte y trabajadora, pero 36 también decidida: quitó desde ese día Jas foto- grafías de su marido, reunió su ropa y todo lo que alguna vez había pertenecido a él, lo subió a una camioneta y lo regaló en Puerto Montt. Contrató a dos hombres para que le ayudaran a cultivar la tierra. Sembró frutillas con las que preparaba mermeladas de forma muy natural, pero agregándole un pequeño secreto heredado de su abuela alemana. Cuando después de una temporada logró envasar una considerable can- tidad de mermelada de frutilla, se fue a Santiago a venderla. Durante un tiempo tuvimos esa casa solo para nosotros. Como éramos una colonia organizada, nos sentimos con libertad para pla- nificar y asaltar la despensa. Pero después de un mes, Margaret regresó. Nos enteramos de que había vendido todos sus frascos de mermelada de frutilla y que también había conseguido un socio que le compraría lo que desde ese día produjera en su pequeña fábrica. Comenzó a trabajar en una cabana al final del predio. En un principio creímos que seríapara nosotros una oportunidad para alimentarnos, sobre todo si planificábamos cuidadosamente asaltar esa cabana por las noches. Pero Margaret permitía que compartiéramos su casa, no su negocio, en eso era estricta, así que mandó a traer desde Puerto Cloker dos enormes gatos, fáciles de distmguir. Uno era blanco y otro negro, a quie- 37 ríes llamamos, obviamente, el "Gato blanco" y el "Gato negro". El blanco era viejo, se movía muy poco, prefería echarse cómodamente todo el día, y ninguno de nosotros le temía. A veces pasábamos por delante de su nariz y nos obser- vaba sin ganas de estirarse o perseguirnos. En cambio, el gato negro era un peligro constante, sobre todo si nos acercábamos a la cabana de la fábrica de mermeladas. Lo intentamos por la noche un par de ocasiones, pero con el mismo resultado: debimos huir desesperadamente. Como dije antes, entre gatos y ratones no existe odio ni nada que se le parezca, simplemente estamos en veredas distintas. Sabemos lo que arriesgamos si nos encontramos; entonces, de- bemos resignarnos si alguno de los nuestros cae en las garras de los gatos. Tal vez en un mundo mejor y más justo, todos, sin excepción, debe- ríamos convivir en paz, todos comeríamos en abundancia y a nadie le faltaría nada, pero en este mundo que compartimos debemos luchar, cuidarnos y estar atentos cada día. El negocio de la mermelada de frutilla prosperó y después de unos años Margaret y sus mermeladas se hicieron conocidas. Alguna vez la entrevistaron en una revista. Apareció en una fotografía sonriendo en la puerta de su casa, luciendo en las manos su famoso frasco con una etiqueta donde decía: "Mermelada Tante Margaret". 38 Así también, Oskar, su ex marido,* llegó un día a tocar la puerta frente al lago. Ella lo recibió más bien por curiosidad después de tantos años de ausencia. Durante horas escu- chó su relato, sus aventuras por la Amazonia y la selva peruana, sus trabajos en un trasa- tlántico por las Bahamas en el Caribe. A l final, arrepentido, él le pidió que lo perdonara y que reanudaran su vida de casados. Margaret, en cambio, abrió la puerta y le sugirió, con una voz dulce, que siguiera su camino, que ella tenía un negocio que atender y no esperaba a nadie más en esa casa. Así pasaron los años. Margaret se levan- taba muy temprano. A veces, cuando se sentía enferma, golpeaba las paredes con una escoba y nos amenazaba con traer a los gatos hasta acá si seguíamos con nuestros ruidos. Entonces, la colonia se movilizaba, sus líderes ordenaban un silencio absoluto y durante un día entero apenas nos movíamos detrás de las paredes o en los túneles de nuestras madrigueras para no molestar a Margaret. Luego ella se calmaba y se olvidaba de su amenaza. Cuando el gato blanco murió de viejo lo enterraron en el jardín, los ratones observamos desde las tuberías del desagüe y desde el techo de la casa. Sentimos la pérdida de ese gato; sus últimos años los pasó ciego y apenas se movía. El gato negro, después de muerto su compañe- 39 ro, también cambió. Por las tardes abandonaba su trabajo de custodio y se alejaba por el campo esperando cazar pájaros pequeños y otros roe- dores más bien para divertirse. Una tarde no regresó y nadie lo extrañó demasiado. Coinci- dió con la época en que Margaret decidió cerrar su exitosa fábrica de mermeladas de frutilla y viajar por el mundo con el dinero que había reunido. Fue esa una de las mejores épocas de la colonia. Crecimos en número, de tal forma que decidimos, después de una larga reunión, dividirnos en tres grupos, pues se hacía muy difícil alimentarnos y no queríamos sufrir por ello. Uno de los ratones, el más experimenta- do, realizaría un largo viaje hasta la casa más cercana, a un kilómetro de la propiedad de Margaret; nos enteraríamos posteriormente de que justo esa era la casa de Briget y Peter Muller, donde nos encontrarnos ahora. Un cambio así de drástico significaba muchos pe- ligros y cuestiones que resolver, pero tampoco teníamos otras opciones ante la sobrepoblación de la colonia. El viaje fue coordinado, confor- mado por pequeños grupos que partirían sin levantar sospechas ante las aves de rapiña, que nos atacaban de noche, los perros y los gatos de los campos cercanos. Pero, además, lo más * importante, no debíamos perdernos en la os- curidad. A l final, la operación fue un éxito, no 40 nos perdimos y el ataque de un cernícalo que nos sorprendió una tarde no nos afectó. Cada mes, desde nuestro nuevo hogar donde los Muller, intercambiábamos ratones exploradores con el grupo que había quedado en la casa de Margaret para comprobar que todo marchara bien. El tercer grupo en que se dividió la colonia, finalmente decidió estable- cerse en aquella cabana que por muchos años sirvió de fábrica de mermeladas. Allí todavía quedaban sacos de trigo y otros alimentos que aseguraban la sobrevivencia. Yo permanecí en la comunidad principal, esperando el regreso de Margaret antes de marcharme en el último viaje hasta la nueva casa de los Muller. Pero ella no regresó a Llanquihue. Pocos meses después llegaron los nuevos dueños de esa casa. Así nos enteramos de que Margaret había muerto en Egipto, en un viaje turístico. La encontraron en su habitación del hotel. Su deceso se de- bió a fallas en su corazón. También supimos que aquella mujer fuerte y decidida tenía un corazón tremendo: le había dejado su casa, su único bien, a su ex marido, Oskar, quien malvivía miserable en Santiago, apostando a los caballos, sin trabajo. Pero Oskar no regresó al sur, rápidamente vendió la propiedad a través de una corredora que la entregó a una constructora, la que planificó convertir la parcela en un centro 41 de vacaciones. Por eso estaban allí los nuevos due- ños. Cuando nos enteramos, citamos a la colonia que quedaba, el último grupo, a una reunión en la cabana de la fábrica de mermeladas. La decisión no podía esperar. Si demolían las casas, nuestra existencia correría peligro, así que debíamos salir de allí lo antes posible. Esperamos un mes que cesaran las lluvias del invierno y em- prendimos la marcha. La colonia de la cabana de las mermeladas, a su vez, permanecería un mes más y también partiría, pero en dirección opuesta, hasta otra casa a orillas del lago. Después de caminar por rastrojos de trigo y de vivir durante semanas escondidos bajo tierra o entre los pastizales, pudimos ver la casa de los Muller. Enviamos a explorar los alrededores y cuando comprobaron que no existían perros —nuestros peores enemigos en el campo—, iniciamos la operación definitiva para instalarnos en esa casa donde nos espe- raba el primer grupo de nuestros compañeros. Cuando la operación terminó, estábamos satis- fechos pero agotados. Los Muller resultaron agradables, vivían felices, envejecían muy agradecidos uno con el otro, aunque también peleaban y discutían. Cuando entendieron que habíamos llegado a 1 quedarnos detrás de sus paredes o en las ma- drigueras, no hicieron nada para impedirlo. 42 De pronto escuché un zumbido -alegre, eran los ratones jóvenes que me pedían conti- nuar el relato que querían escuchar esa noche en el granero, la historia del canario polaco. Entonces, otra vez me puse de pie y comencé a hablar. 43 6 PRECISAMENTE, QUIEN DIO la alarma esa noche en la rué de TA venir fue el canario polaco. Junto con algunos ratones nos preparábamos a bajar a la alacena del pri- mer piso. Nos reunimos en la buhardilla, sin demasiado interés por el ave allí en su jaula, que, simplemente, parecía de piedra. Nosotros, en cambio, estábamos alegres, nos divertía juntarnos y prepararnos para una noche de exploración y aventura por la casa. Uno de los ratones, Gaspard, era el más experimentado del grupo. Lo admirábamos porque conocía las alcantarillas de París. Nos visitaba cada temporada sin quedarse demasiado en nuestra 45 pequeña colonia del edificio, ya que prefería estar siempre en movimiento,recorriendo barrios y conociendo nuevas colonias. Nos contó que había vigilado las calles y que en los últimos días el ambiente era distinto en la ciudad ocupada; se rumoreaba que el ejército alemán preparaba algo. No se podía salir por las noches y las calles eran túneles oscuros, pero para los ratones, ai contrario, resultaban un verdadero paraíso o una oportunidad para pasear. A veces, desde los balcones o desde el techo de la casa, veíamos camiones de milita res alemanes, siempre muy abrigados, con los rostros serios y preocupados. El cuidado de las calles y de la ciudad correspondía a la policía francesa, que, se decía, actuaba muy cruelmen- te. Pero aquellas nos parecían historias lejanas o que, al menos, en la seguridad del edificio de departamentos, en nada nos afectaba. Esa misma mañana me escondí en el ro- .pero de los Suran para escucharlos conversar. El matrimoniohabía tomado una decisión que los alejaría de la casa que arrendaban en el quinto piso. Eso me llenó de tristeza. Por pri- mera vez había conseguido una amiga y ahora la perdería. Bueno, decir una amiga ta! vez era una exageración, pero apreciaba a Anne y la extrañaría. Nuestra colonia, por lo demás, se había acostumbrado a los cambios constantes 46 de familias que habitaban el edificio. Pero, de todas maneras, Joseph, la señora Marie y Anne eran especiales para mí. Lo más importante de la conversación que escuché fue enterarme de que el libro que ambos esposos preparaban estaba listo: Las nuevas e increíbles aventuras del estudiante Simón sería llevado a la imprenta. Después de una larga tratativa con monsieur Dumay, el dueño de la imprenta donde trabajaba Joseph, este accedió a publicar el libro a cambio de quedarse con la mayor parte de los derechos, tanto del relato como de las ilustraciones. La señora Marie y Joseph sabían que era una estafa después de cinco años de intenso trabajo, pero no tenían otra alternativa. Con el dinero que obtuvieran viajarían a Suiza, donde la guerra no había llegado. Recogieron todo el material del libro y Joseph partió por la tarde a entregar su obra al señor Dumay, un hombre muy pálido, se- gún contaba Joseph, que se conformaba con vender sus tarjetas de navidad o las etiquetas para los tómeos contra la caída del cabello. Se convenció de la publicación después de cerciorarse del éxito del primer libro de Jose- ph Suran hacía cinco años. A pesar de que el papel escaseaba y otros argumentos, estuvo de acuerdo en entregarle un adelanto. Esa tarde, a 47 su regreso, Joseph trajo de regalo a su familia una torta y una botella de vino para celebrar la publicación. Mientras tanto, la señora Marie, que era una mujer muy práctica y resuelta, comenzó a preparar el viaje fuera del país. A pesar de estar en pleno verano en Francia, a principios de agosto, hizo venir a Anne y le entrego un abrigo nuevo que había confeccionado con sus manos. Este tenía ocultas entre sus paños algunas joyas, y un detalle importante: la direc- ción de su mejor amiga del colegio, que ahora vivía en Buenos Aires, por si algo ocurría. A pesar de su edad, Anne comprendió muy bien lo que comenzaba a vivir e intentó adecuarse a las circunstancias. La señora Marie solo le permitió llevar una muñeca de las muchas que tenía en la buhardilla. Anne, preocupada por lo trascendente de la decisión, subió a meditar cuál de ellas sería la elegida y a explicarle al resto que debía dejarlas por el largo viaje que emprendería. Pero cuando estuvo sola en la buhardilla se dio cuenta de un detalle en el que nadie había reparado: el canario polaco y qué harían con él. Esa noche, entonces, esperaba con Gas- * pard, aquel ratón que conocía todos los labe- rintos y desagües de París. Teníamos hambre, 48 así que hicimos un plan básico para asaltar la alacena del primer piso, donde vivía el odioso señor Rousseau. Sabíamos que a Rousseau le gustaba beber coñac francés para dormir, lo que finalmente lo dejaba estirado en su cama o en el sillón de lectura sin posibilidades de que despertara; por lo tanto, sería fácil vaciar su despensa. Antes de bajar, riéndonos, alegres por la noche que nos esperaba con Gaspard y los otros ratones jóvenes, de pronto se me ocurrió una idea para pasar el rato. Les pedí a los que me acompañaban que se acercaran a la jaula. El canario apenas se inquietó por nuestra pre- sencia, encaramados en su alambre. Les pedí que mordiéramos la rejilla lateral, por donde se introducían el agua y los granos de comida. Era el lugar más débil de la jaula de metal. Durante media hora todos colaboramos mordiendo, hasta que la pequeña rejilla de metal cedió. Se- guimos doblándola hasta dejar un espacio que sobrepasaba los dos cuerpos de canario. Cuan- do volví a mirar al ave, sus ojos parecían muy diferentes, observaban con sorpresa y emoción, pero no se atrevía a acercarse al orificio que habíamos dejado. Ordené a los ratones saltar hasta el alféizar de la ventana y así esperar a que el canario se decidiera. Lentamente bajó de su columpio hasta el piso de la jaula, luego 49 caminó con pasitos lentos, acercando el cuello. Su cabeza, con la manchita roja, fue lo primero que se asomó, luego sus dos patas apretaron la malla de metal que recién habíamos mordido. Todos nosotros pensamos en ese momento que desde esa altura simplemente se dejaría caer al piso, donde se quebraría el cuello o la cabeza. Cuando el cuerpo comenzó a caer pesado, de pronto emergieron por su espalda sus dos alas, aleteó en una ocasión y el cuerpo entero subió en un vuelo increíblemente rápido hacia el techo. Todo fué a una velocidad que nos dejó pasmados. Aquella ave, siempre inmóvil y lenta, de pronto tenía un vigor y una agilidad sorprendentes. Comenzó a volar por la estre- cha buhardilla con tanta destreza que nosotros los ratones saltamos de alegría sobre el alféizar. Entonces sucedió, o mi memoria tal vez une momentos que ocurrieron separadamente. El canario de pronto se detuvo en la ventana circular, quedó allí quieto un instante, obser- vando la oscuridad de la calle y moviendo su cabeza con rapidez. Pensamos que regresaría a su mutismo y a la melancolía habitual, pero fue solo un segundo porque enseguida, como una flecha sin control, se lanzó por la escalera hasta el piso de los Suran. En ese momento nos » dimos cuenta de que algo ocurría en la calle. Gaspard trepó hasta la ventana circular. Des- 50 de allí miró hacia afuera y luego hacfa donde habíamos quedado nosotros paralizados. "Vienen" dijo, y aunque al principio ninguno entendió qué significaba aquello, cuando lo sumamos a la urgencia del canario, instintivamente corrimos hacia el piso por las paredes y la escalera. A l llegar abajo seguí el ruido de los aleteos del canario hasta el peque- ño dormitorio de Anne. Entré y vi o escuché algo extraordinario: el canario, posado en una lámpara del velador, comenzó a cantar, deli- cadamente al principio pero luego con gorjeos continuos y alegres. Anne despertó y también lo hicieron sus padres. Pero no alcanzaron a disfrutar del canto del canario polaco porque enseguida se escucharon fuertes pasos y carreras por la escalera. Joseph y la señora Marie se miraron sin decir nada. Por mi parte, escondido deba- jo de la cama de Anne, cuando vi sus rostros comprendí que algo malo, muy malo, ocurriría. —Tu maleta, tu abrigo nuevo y tu mu- ñeca —le ordenó la señora Marie a su hija, y enseguida abandonó la habitación. Anne se vistió mientras el canario la ob- servaba posado en el velador. Cuando estuvo lista, escuchamos los golpes en la puerta. Anne se sentó al borde de la cama. En ese momento preferí salir del escondite. Nunca olvidé las 51 palabras de la niña esa noche porque esas palabras determinarían mi propia existencia: —Nos vamos, .señor ratón Miau, a un lu- gar llamado Suiza. No llevaré ninguna de mis muñecas porque no puedo elegir una y dejar solas a las otras; espero que todasse acompa- ñen y me esperen. Luego observó al canario y le dijo: —Ahora que no estás encerrado puedes quedarte junto al ratón Miau... Pero si quieres, también puedes venir conmigo. El canario, que parecía otro canario, uno distinto, entusiasmado y vital, dio un salto hasta las piernas de Anne y cantó bajito. En la otra habitación escuchamos las voces de los hombres que conversaban con Joseph, y la voz angustiada y triste de la señora Marie. Tal vez porque era joven o intuía que las cosas cambiarían no solo para los Suran, sino para todos, subí por el velador, avancé entre la colcha de la cama y llegué, como el canario, hasta el regazo de Anne, quien comprendió enseguida mi intención. Delicadamente en un bolsillo del abrigo dejó caer al canario polaco y a mí en el otro bolsillo. Se levantó, cogió su maleta y salió de la habitación. El departamento de los Suran estaba lleno de policías franceses. Traían papeles en los que se ordenaba llevar a toda la familia a un lugar 52 de "reacomodo", según las palabras dej encar- gado. Discutieron unos minutos, pero Joseph y la señora Marie se dieron cuenta de que era inútil oponerse. Los policías parecían violentos y comenzaron a revisar la casa, arrojando los objetos al suelo. Unos minutos después, los Suran bajaron del piso rodeados por los policías. Cuando pa- samos por el segundo piso, apareció el general Goliat en la puerta y quiso hablar con la policía. Les dijo que era una vergüenza que los propios franceses hicieran algo así con sus compatrio- tas, y que él había participado en una terrible guerra no para llegar a estas circunstancias. Pero uno de los policías lo insultó y lo empujó hacia adentro de su departamento. El general cayó de espaldas, gritando furioso. Mientras bajábamos la escalera escuchamos, desde el segundo piso, la voz apagada del general, la que nos pareció que venía de muy lejos, de otra vida incluso, sin siquiera imaginarnos que, efectivamente, sus palabras serían las últimas que le escucharíamos. En el primer piso me asomé un momento afuera del bolsillo del abrigo donde iba cómo- damente instalado, justo cuando se abría la puerta del departamento de Rousseau, quien miró con sus ojitos amargados. Entonces le vi sonreír con gusto por lo que ocurría. 53 Afuera, en la calle, estaba oscuro. Nadie se atrevía a asomarse por las ventanas. Dos camiones permanecían estacionados en medio de la vía. Cuando subimos comprobamos que otras familias estaban allí, apretadas, sentadas en el suelo. Anne abrazó a su madre y comen- zamos el viaje. 54 7 EL TRAYECTO N O fue largo, pero Anne se durmió profundamente. Escuchába- mos en el interior del camión los murmullos de los demás. Algunos eran amigos o conocidos de los Suran y se alegraban de que al menos los trasladaran juntos. Otros, más confiados, decían que aquello sería transitorio, que proba- blemente los dejarían más tarde en la frontera. Cuando el camión comenzó a disminuir su velocidad, desde el interior alguien logró ver dónde estábamos: era el distrito 15. A l detenernos y descender, los reflectores nos iluminaron. Los Suran despertaron a Anne y caminaron por donde les indicaban. Entramos 55 a un amplio recinto que Joseph reconoció ense- guida. Cuando joven había corrido en bicicleta en ese lugar, el Vélodrome d'Hiver. Adentro estaba atiborrado de gente pre- ocupada de organizarse de la mejor forma y obtener los pocos espacios libres que quedaban en el suelo. En la entrada, los gendarmes franceses les quitaron las maletas. Les permitieron solo frazadas y ropa. Nadie protestaba, preferían aceptar lo que ocurría porque, como comen- taron arriba del camión, estaban convencidos de que aquello duraría muy poco y pronto los dejarían ir de regreso o los enviarían afuera del país. Mientras tanto, el canario polaco y yo se- guíamos en el bolsillo de Anne. Debo decir que era el mejor lugar para quedarse, muy cómodo y tibio. Y desde que entramos al velódromo entendimos, tanto el canario como yo, que no debíamos llamar la atención. Joseph Suran buscó un lugar para dejar las frazadas. A l final consiguió un cuadrado en el suelo donde también esparció un poco de paja. Allí instaló a su familia. La primera noche no fue agradable. La luz permanecía todo el tiempo encendida » sobre las cabezas de la gente. A l día siguiente comprobamos que había aumentado la canti- dad de personas en el lugar. La mayoría eran 56 familias judías. Anne encontró a una buena parte de sus amigos del barrio y eso la man- tuvo ocupada. Sin siquiera ponernos de acuerdo, el canario polaco y yo nos escondimos en las si- guientes horas. El canario voló hasta el techo y luego alrededor del velódromo buscando agua. Yo me escabullí, salí a la calle y entré a un almacén. Olfateé por varios minutos por si encontraba algún gato y me dispuse a comer algo. No me preocupaba el canario, sabía que regresaría, así como yo también lo haría. En el almacén vivía un hombre muy gordo, su nombre lo supe después: Guillard o el gordo Guillard. La llegada de las familias al velódro- mo favorecía su negocio; estaba encargado de alimentar a la policía y a los gendarmes que vigilaban el lugar. Hizo entonces traer unos mesones que dejó en la calle, donde servía el almuerzo. Las primeras conversaciones que escuché de los gendarmes que comían allí me dejaron inquieto. Se decía que los "reacomoda- dos" estarían pocos días en el velódromo, hasta que se decidiera qué hacer con ellos, tal vez en- viarlos a otros centros en otras ciudades. Pero la decisión final no vendría de las autoridades francesas, sino de los alemanes que ocupaban el país. Esto me llenó de miedo por los Suran, por Anne en especial, quien seguía creyendo que viajaría a Suiza. 57 A l final del día regresé al velódromo. Crucé la calle y pasé por debajo de las alambra- das. Anne parecía feliz de tener tantos amigos; cuando me vio me echó a uno de sus bolsillos y corrió a enseñarme en secreto a uno de ellos. También le contó que teníamos entre nosotros a un canario que cantaba muy bellamente desde que escapó de su jaula. Pero cuando intenta- mos encontrarlo en lo alto del velódromo, no pudimos hacerlo. De todas maneras, el amigo de Anne tenía otra preocupación. Comenzó a quejarse por un dolor en el estómago que lo hacía quedarse sentado o echado en su frazada. A otros niños les ocurría lo mismo. Joseph se dio cuenta de que no habían comido nada en todo el día. A l final de la tarde los gendarmes les permitieron beber agua, pero las cañerías de los baños se rompieron y el agua no volvió a salir. La señora Marie llevaba en su bolsillo pasas y pan; fue lo único que comieron. Anne, que seguía optimista y alegre, se durmió ense- guida. Joseph y su mujer se abrazaron al lado de su hija y conversaron en voz baja. A l día siguiente, Anne despertó con un sonido especial. En su cabecera de paja estaba el canario polaco cantando dulcemente. Los demás, alrededor de los Suran, se despertaron t con el canto, sonrieron sorprendidos y rodea- ron a Anne. Y al final, como en una serenata, o 58 un concierto, se escucharon aplausos, aunque después de un momento cada uno volvió a la realidad del encierro. La comida, que repartían solo una vez al día, apenas alcanzaba y terminaba provocando discusiones y peleas. Nadie se podía lavar y muy pronto los niños se llenaron de piojos y se enfermaron por la suciedad. Lo único que alegraba, al menos en esa parte del velódromo, era la aparición del cana- rio polaco desde los ventanales. En la mañana despertaba con su canto a los Suran y a los que los rodeaban. Durante el día el canario volaba a los edificios cercanos en busca de agua y comida, pero siempre regresaba. Cuando pasaron los días, la situación en el Vélodrome d'Híver se tornó preocupante. Los runos se enfermaban y a muchos, para evitar los piojos, les raparon la cabeza. Yo seguía mi rutina sin molestar a nadie y, al parecer,tampoco nadie se daba cuenta: por la noche cruzaba hacia el almacén de Guillard a comer. Antes de dormir, Anne me abrazaba debajo de su abrigo y me contaba historias, las mismas que decía les contaba a sus muñecas y que alguna vez escribiría. Como todas sus muñecas se quedaron cómodamente en la buhardilla de rué de 1'Avenir, esas histo- rias me las contaba a mí. 59 Por las noches no dejaban de iluminar con esos focos. Era difícil dormir porque se escu- chaban los quejidos, los llantos de los enfermos o de aquellos que no aguantaban el encierro y el hacinamiento. Una noche escuché el aletear del canario, lo vi posarse muy alto en un ventanal. Abajo la mayoría trataba de dormir, incómoda, re- signada. Observé al canario y la manera como miraba detenidamente a las familias prisione- ras. Tal vez descubrí en ese momento, o quise pensar, que el ave comprendía muy bien lo que estaba ocurriendo, lo entendía porque él había sido también un prisionero. 60 8 JAL AMANECER, después de una se- mana de vivir en el distrito 15, me encontraba cenando en el almacén del señor Guillard, quien, como era su costumbre, todas las noches se emborrachaba y, de esta forma, a su modo, era feliz y disfrutaba de los francos que ganaba con la prosperidad inusitada de su negocio por esos días. En la despensa encontré una botella de arenques en aceite. La estrellé contra el suelo y después de un momento cuando comía apetitosamente escuché ruidos en las paredes. No me preocupé demasiado porque si era otro ratón, podría compartir mi comida sin proble- ma. Muy pocas veces los ratones discutimos 61 por algo así, sobre todo cuando hay alimento en abundancia. De todas maneras me escondí detrás de frascos de conserva y esperé que se acercara la visita. Vi una sombra, luego el cuer- po de un ratón comiendo sobre mi arenque. En ese momento sentí una alegría inesperada. Después de sufrir esa semana lo mismo que los Suran o los demás en el velódromo, ahora, por fin, veía una cara conocida, alguien con quien hablar y comentar lo que estaba ocurriendo. Se trataba de Gaspard, el ratón de los desaguade- ros de París. Él también se alegró de verme. En realidad me dijo que su propósito al llegar al distrito, después de averiguar los cambios en la ciudad, era encontrarme. Durante una semana vagó por las alcantarillas, hasta que dio con el velódromo después de enterarse de a quiénes trasladaban hasta allí. Antes de seguir conversando, Gaspard y yo preferimos comernos los arenques, es decir, cenar tranquilamente, porque para un ratón la comida es un rito. Cuando estuvimos satisfe- chos pasamos por entre las piernas del gordo Guillard, que seguía durmiendo en un sillón. Subimos por las escaleras, llegamos a la azotea y nos encaramamos al techo de una buhardilla. Allí nos quedamos contemplando la luna, el río y la torre Eiffel que estaban muy cerca. Recor- damos cuando en nuestro edificio hacíamos lo 62 mismo y creíamos que la vida era una sucesión de días iguales. En ese momento, Gaspard me confesó, su principal temor. Más que intuición, él sabía de buena fuente lo que ocurriría con to- das las f amibas judías como la de los Suran. Los ratones de la ciudad sabían más que cualquiera y los que vagaban por las calles se enteraban de todos los secretos y confidencias. Me advirtió que si permanecía junto a Anne y a su familia, probablemente me ocurriría lo mismo a mí. Cuando le pregunté qué significaba "lo mismo", él bajó la cabeza en silencio. Gaspard no era un ratón sentimental, así que sabía que hablaba con conocimiento. Estaban firmadas las órdenes para trasladar a aquellas familias del velódromo hasta las afueras de París, a lugares de paso, y más tarde lo harían masivamente a destinos aún más lejanos. Me estremecí de miedo por Anne. Aquello que me contaba Gaspard no lo podía entender; en la lógica de nuestra colonia de ratones aquello era impensado. Nuestros ritos, nuestras costumbres y las acciones que emprendíamos ante una adversidad, ante la baja de la población o la escasez de alimento, o ante cualquier inconveniente, siempre tenía una justificación o un motivo de bien común, pero lo que ocurría en el velódromo no se podía explicar. Gaspard me miró, luego miró las luces de París allá en los edificios, y concluyó: 63 —¿Por qué tendríamos que entenderlos? La frase, sin rencor, sin emociones, me quedó dando vueltas en la cabeza. Gaspard me aseguró que se quedaría en los alrededores durante las próximas semanas por si necesitaba información o ayuda, o si me decidía a regresar a mi colonia. Nos reuniría- mos por la noche en el almacén de Guillard, que sería nuestro punto de encuentro. Cuando regresé al velódromo y me aco- modé bajo la frazada de Anne, no pude dejar de pensar en el canario polaco y su mirada esa noche contemplando a la gente prisionera des- de la altura. Todo lo que me había prevenido Gaspard, el canario lo sabía, por eso seguía con nosotros. A la mañana siguiente, apenas salió el sol, el canario volvió a cantar. Entonces, algunos de los niñas enfermos dejaron de llorar y aquellos otros que sufrían hambre lo escucharon aten- tamente y se sintieron mejor. 64 9 DE PRONTO UNO de los gendarmes se acercó a Joseph Suran. Traía una bolsa de géne- ro para forrar la paja. Dijo qtie era para Arme. También dijo que él tema una hija viviendo en la ciudad de Ruán. Se acercó a Joseph después de reconocerlo como el escritor de El pequeño estudiante Simón; él era uno de sus lectores. El libro lo compró para su hija mayor, y lo habían leído juntos; incluso, más tarde lo llevó a una de sus clases, porque antes de gendarme, antes de la ocupación, trabajaba haciendo clases en una escuelita de Ruán. Dijo que lo admi raba y lamentaba encontrarlo en esas circunstancias, pero tampoco podía hacer nada, pues sus 65 superiores eran estrictos; ni siquiera podía hablar demasiado con ios prisioneros. Esa fue la confirmación que deseaba escuchar, ese título inmerecido que dejó escapar el guardia; "prisioneros". Si Anne lo era, al igual que su padre y su madre, entonces yo también era un prisionero. El gendarme dijo que su nombre era Emile y que esperaba abandonar muy pronto ese trabajo para volver a sus clases. Dejaría París y regresaría a su ciudad a encontrarse con su familia. Incluso le señaló que guardaba en el cuartel un ejemplar de El pequeño estudiante Simón y que lo traería al velódromo para que lo firmara. Joseph se alegró de tener a alguien en quien confiar entre los guardias. Dos días después, una noche, apareció otra vez Emile, traía el ejemplar de su libro, que Joseph firmó con gusto. Pero además venía con noticias, tal vez no tan malas, le aseguró. A l día siguiente llevarían a un grupo, en el que se encontraban ellos, hasta Drancy, en el no- roeste de París. Joseph había escuchado hablar de ese centro, una cárcel para judíos, gitanos y opositores, lo que al menos sería mejor que el lugar donde estaban ahora. La señora Marie también se alegró con la noticia; después de diez días en el velódromo había bajado de peso * y parecía enferma. Esa noche me acerqué más temprano al 66 almacén de Guillard, quería despedirme de Gaspard. Gaspard no estaba convencido de ese traslado, pero entendía que cualquier cambio sería mejor, más confortable que el lugar donde actualmente estábamos. Insistió en el ofreci- miento para mí de regresar con mi colonia, pero otra vez me negué. En esos diez días muchas cosas pasaron por mi mente, sentía que en ese corto tiempo había cambiado, no era el mismo, no era el mismo ratón joven y travieso de la colonia, y mi espíritu, o debo decir mi nuevo espíritu, me obligaba a seguir adelante. Gas- pard aceptó mi decisión, pero me pidió que lo acompañara; antes de partir quería mostrarme algo. Pasamos por entre los calcetines rotos del gordo Guillard, borracho en la mecedora, estirado como un hipopótamo en el barro. Su- bimos por la escaleray luego por los recovecos de las paredes interiores. Nunca había estado en esa parte de la casa. Cuando llegamos al techo, descendimos por una canaleta hasta un pequeño espacio que parecía una buhardilla falsa, pues no tenía ni puerta ni entrada o esta estaba clausurada hacia el interior y solo se abría hacia el exterior por una ventana y un baño de madera escondido entre el techo. Allí encontramos a tres mujeres, dos jóvenes y una vieja. Gaspard dijo que estaban escondidas, 67 que las tres debieran estar en el velódromo después de aparecer en una lista, pero que, en cambio, el gordo Guillard las había protegido. Las tres eran vecinas del almacenero. Guillard se arriesgaba considerablemente al ayudarlas de esa forma. Durante el día daba almuerzo a los gendarmes y a la policía francesa en el primer piso, y por las noches les subía comida a aquellas mujeres. Gaspard y yo observamos por la pequeña ventana a las mujeres que in- tentaban llevar de la mejor forma el encierro, sin luz, imposibilitadas incluso para conversar en voz alta. Mientras comíamos en la despensa de Guillard, pensé en aquel hombre, tan simple en apariencia, enfermo por el alcohol y la am- bición de dinero y los negocios, pero con un espacio para los demás en el corazón. Por la mañana, y como era costumbre, todos en el velódromo esperamos al canario polaco. Y no falló, pero como si presintiera que sería su última actuación en el lugar, se posó sobre la viga de metal en lo alto y comenzó a cantar, mientras era observado por la gente encerrada allí, e incluso por los guardias. Los rostros que miraban hacia arriba lucían de- macrados, pálidos y sucios, pero para sus ojos ese canto era como una ducha de agua tibia y tonificante, que los limpiaba y los sanaba o, 68 al menos, los reconfortaba. A l final de la ac- tuación comenzaron los aplausos y la policía llegó a poner orden. Preguntaron de dónde provenía esa ave, pero les respondieron min- tiendo que era solo un pájaro extraviado en los techos. Cuando los guardias se acercaron a la familia Suran, Anne se adelantó y les explicó que era el canario polaco, el único canario que canta cuando no está preso en una jaula. Los guardias se rieron de la niña y no siguieron preguntando. Tal como se lo adelantaron a Joseph, al mediodía los gendarmes pasaron leyendo una lista en la cual estaban incluidos los Suran. Anne se puso rápidamente su abrigo y allí, sigilosamente, en los bolsillos nos acomodamos el canario y yo. Salimos del velódromo en un camión. El aire del verano era caluroso, pero infinitamente más fresco que en el recinto. Nos alegramos. Entre los que venían encontramos judíos húngaros y polacos que habían llegado hacía pocos meses a Francia como refugiados. Anne, llena de dudas, aprovechó y les preguntó a los polacos si en su país existía un ave, un canario, para ser más exacta, que era conocido como "el canario polaco". Uno de los polacos era profesor, no conocía y nunca había escuchado de la existencia de un canario exclusivamente 69 de Polonia. Los canarios provenían de una isla, justamente llamada islas Canarias, pero también de islas como Madeira y Azores. Des- de esos lugares los habían llevado al resto de Europa hacía varios siglos. Entonces Anne le contó por qué no cantaba su canario. El profe- sor sonrió y le respondió que probablemente tenía razón, aquello era un buen motivo para no cantar, aunque le aseguró que no todos los canarios cantaban y los que lo hacían eran siempre machos. Él conocía un tipo de canario llamado Harz, un canario alemán. En la ciudad "polaca de Varsovia, donde hacía clases antes de la guerra, tenían una pareja de ellos en un patio. Sus alumnos se reunían alrededor de los canarios de color amarillo que cantaban sin siquiera abrir el pico. Anne quedó fascinada por lo que le es- cuchó al profesor durante el viaje, pero tenía también su propia teoría de por qué y en qué ocasiones su canario cantaba, y era simplemen- te porque su canario era un canario polaco, es decir, era especial. 70 10 A DRANCY LLEGAMOS por la tarde. El lugar estaba cubierto de alambradas. El edifi- cio interior donde nos quedaríamos era amplio y acogedor, con varios pisos; anteriormente había sido ocupado como cuartel de policía. Intentaron conseguirnos un sitio donde que- darnos, pero como se hacía tarde, nos alojaron provisoriamente en una sala de la recepción. Para los Suran y ios que venían con ellos fue como estar de vacaciones comparado con los días en el velódromo. Pudieron ducharse y al final del día tomaron sopa de sémola. De todas maneras, la salud de la señora Marie empeoraba. Entonces llegó un doctor judío, la 71 examinó, y dijo que probablemente se trataba de disentería y que debía descansar. Antes de salir de la habitación, el doctor le recomendó que intentara mostrar su mejor cara porque las autoridades alemanas estaban en el lugar y algo preparaban. Ninguno de los que recién llegamos entendimos a qué se refería el doc- tor. Anne se quedó largo rato mirando por la ventana hacia los patios, donde esperaba jugar y donde vio a muchos niños. El único entre nosotros que parecía inquieto era el canario polaco, que se agitaba en el bolsillo del abrigo. Esa noche todos durmieron tranquila- mente y hasta la señora Marie se sintió mejor con la sopa caliente y las frazadas limpias. Antes de que amaneciera, comenzaron los ruidos de camiones en el patio, las voces de soldados y gendarmes y los ladridos de perros. Vimos aparecer a Emile. el guardia, quien nos había trasladado en un camión del que estaba encargado. Venía agitado y nervioso. Le hizo una señal a Joseph y salieron juntos al pasillo a conversar. Por supuesto, no esperé y los seguí para escuchar lo que tenía que decir. Emile le explicó que las órdenes habían cambiado, que desde hoy todos ellos serían reubicados muy lejos de Francia, en cárceles especiales, donde » deberían trabajar y de las que se contaban ho- rrores desde hacía meses. Como Joseph era un 72 * hombre inteligente, valoró esa información y trató de pensar con rapidez. Le advirtió a Emile que tenía dinero, el dinero del adelanto de Las nuevas e increíbles aventuras del estudiante Simón que había obtenido de la imprenta, y que se lo entregaría en su totalidad si evitaba que Anne viajara con ellos en esos traslados. Joseph sabía que hacía lo correcto y que tampoco tenía otra opción. Esa mañana los acontecimientos se des- encadenaron con rapidez. Los recién llegados y un grupo importante serían llevados a la estación, desde donde iniciarían un viaje muy largo hasta las cárceles de Polonia. Los Suran no permanecerían más de veinticuatro horas en Drancy. Joseph le explicó con angustia a su mujer lo que ocurría, intentando no inquietar a los otros prisioneros y menos a su hija. La señora Marie asintió con la cabeza y abrazó a su marido. A l mediodía, Emile llegó otra vez al reci- bidor del edificio. En la entrada habían asegu- rado las alambradas y asignado más guardias y gendarmes. El plan era simple. Uno de los camiones que los llevaría a la estación sería conducido por Emile, junto con un amigo de su pueblo en el que confiaba. En la parte posterior, protegiendo a los prisioneros, se sentarían tres gendarmes armados. 73 En los pocos minutos que quedaban, la señora Marie le habló a Anne como nunca lo había hecho antes. Ni el canario en un bolsillo ni yo en el otro pudimos escuchar qué le decía pues se lo susurró al oído, pero presentimos que eran palabras o consejos trascendentales. El padre y la madre tenían esperanza de volver a reunirse con su hija, pero también sabían que podrían ser esos los últimos momentos con ella. Anne misma comprendió lo que ocurría, quiso llorar, pero entendió que no correspondía, que debía ser como los personajes de sus historias, muy fuerte, muy noble. Los gendarmes pasaron por las habita- ciones del primer piso y el recibidor leyendola lista. Los Suran, el profesor polaco, algunos gitanos y judíos fueron subidos a los camiones que partieron enseguida. En el camino todo estaba preparado por Emile. Los que viajaban atrás debían intentar impedir que ios guardias sospecharan. Para Anne ese instante fue muy rápido, pero toda su vida posterior repitió en su memoria, una y otra vez, ese momento arriba del camión: unas veces le parecían horas, otras, solo segundos. Sintió el abrazo de su padre y de su madre, sus besos rápidos, sus lágrimas. Siempre quiso » intentar recordar lo que se dijeron a susurros. Y solo recordó frases sueltas: "Te amo", "cuí- 74 date, hija", o tal vez más adelante creyó que había escuchado decir algo así. Joseph abrió la ventanilla que unía la carrocería con la cabina y por allí introdujo a su hija. Los guardias en la parte posterior no alcanzaron a ver nada. En la cabina Emile recibió a Anne, la acomodó en lo más profundo del piso y le pidió que no habla- ra, que no emitiera ningún ruido ni se moviera. Anne comenzó a sollozar, pero casi enseguida se contuvo cerrando los ojos y apretando los labios; no quería que sus padres la escucharan. Unos minutos después los camiones se detu- vieron en la estación de Irenes. Me deslicé por detrás del asiento del copiloto del camión. Los guardias bajaban prisioneros hasta los patios y andenes. El lugar estaba rodeado de guardias y en el horizonte se veían soldadas alemanes ves- tidos con uniformes negros. Los trenes estaban preparados para partir. V i bajar a Joseph y a su mujer, abrazados, y mientras avanzaban mira- ban hacia Ja cabina del camión. Anne inmóvil parecía dormida en el piso. Comenzaron a subir al tren en silencio. Escuchamos los ladridos de los perros y las órdenes de los gendarmes. Se- guí con la vista hasta donde pude a los Suran. No sabía, aunque creí también imaginármelo casi con certeza, que sería la última vez que los vería. Y así fue. El 22 de agosto de 1942, ese fue el último día que vi a Joseph y a Marie Suran. 75 11 EN EL GRANERO de los Muller los ratones, acostumbrados a mis historias, de- cretaron otro descanso, que aprovechamos para comer un poco y, los más pequeños, para jugar mordisqueándose entre ellos. Tengo que decir que nuestra colonia no es pequeña. Sus líderes —porque son varios— son reflexivos y no asumen grandes riesgos que podrían per- judicarnos. Sabemos que cuando comience a escasear el alimento o surja algún peligro exter- no, a veces de parte de los humanos de la casa, simplemente y con la urgencia que lo exija nos trasladaremos del lugar. Seguiremos rodean- do lentamente el gran lago, que admiramos y 77 tememos, pues es el lugar al que ningún ratón debería acercarse. Muy pocos -y yo soy tal vez el mejor ejemplo- conocen una gran travesía sobre las aguas. M i historia debería concluir en algún momento relatando esa travesía so- bre el mar, que dé cuenta de cómo salté de un continente a otro para llegar a este rincón del mundo, un rincón bello y apacible, Heno de emigrantes alemanes o de familias chilenas, trabajadores pacíficos, a quienes les gusta la música, y ayudan y acogen a todos los que lle- gan, tan diferentes a los que conocí en aquella época en que debí huir como prisionero. Pero las cosas tampoco han sido siempre agradables y llevaderas en la colonia del lago. Problemas, por supuesto, han existido. Cuando vivíamos con Margaret Hoelker, a algunos ki- lómetros de aquí, sufrimos una temporada con el Talaban, pues todas las noches nos atacaba con saña y violencia. El Talaban era el nombre con que los padres ratones atemorizaban a sus crías. Pero Talaban no era una invención, existía. Era un peuco muy grande que tenía su nido en unos espinos cerca de la casa de Margaret. El peuco cazaba de día, a veces ratones, a veces pollos del gallinero. Pero un día comenzó a diezmarnos solo a nosotros los ratones. Permanecía horas acechando arriba de los árboles o escondido en los techos, y 78 cuando uno de nosotros aparecía en un lugar descubierto lo atrapaba con sus garras negras. La situación se complicó aún más cuando co- menzó a cazar también de noche. Su único ali- mento entonces éramos nosotros. En la colonia nos reunimos para decidir qué hacer, pues el enorme peuco parecía dispuesto a aniquilarnos completamente. El miedo también comenzó a inmovilizamos. Después nos enteramos por qué actuaba de esa forma. En el verano ante- rior unos sobrinos de Margaret persiguieron a Talaban porque querían criar gallinas y el peuco atacaba a los polluelos. En una ocasión lo emboscaron y con una honda y una piedra lograron aturdido con un golpe en la cabeza. El peuco quedó inconsciente sobre unas ramas y los sobrinos de Margaret creyeron que lo ha- bían matado. Pero Talaban se recuperó. Voló hasta un bosque de pinos donde permaneció una temporada. Estaba herido y poco faltó para que muriera. Pero se recuperó y cuando lo hizo no era el mismo, había cambiado, ahora no solo cazaba para comer, sino para matar, para vengarse de lo que le había ocurrido a él. Así también regresó a la parcela de Margaret en primavera, pero como ella había vendido todas sus gallinas y prefirió cultivar la tierra y comenzar su producción de mermeladas. Ta- laban dirigió sus ataques a los más débiles: la 79 colonia de ratones. Parecía que su vida entera solo tenía el proposito de destruirnos. Entonces nuestros líderes tomaron medidas especiales, limitaron las salidas de los túneles debajo de la casa y de las madrigueras. Pero tampoco esto sirvió de mucho y las muertes continuaron. Así pues, preparamos un plan extraordinario: contraatacaríamos. La misión era suicida. De- bíamos localizar el nido de Talaban, esperar que no estuviera allí y envenenar el alimento que encontráramos en su nido. El encargado de aquello sería un ratón muy audaz y valiente que era conocido como el Osornino. Su nom- bre se debía a que era un ratón de la ciudad de Osorno. Hace un tiempo, el Osornino comía fe- liz y sin problemas en una feria de frutas y verduras en la ciudad cuando sin percatarse ingirió veneno. Por supuesto, el veneno le afectó, pero no alcanzó a matarlo. Quedó in- consciente entre la fruta en el mismo momento en que el vendedor cargó sus productos para comenzar a repartirlos por los alrededores. Así, el ratón llegó a Puerto Octay, en medio de un cajón de sandías y melones. Margaret compró esa fruta con la que esperaba atender a sus sobrinos de Santiago ese verano. Nadie * se dio cuenta de que en el fondo de los cajo- nes había quedado atrapado, casi muerto, un 80 ratón. La noche que llegó a la colonia, uno de los nuestros lo encontró. Lo arrastraron a las madrigueras. Respiraba, pero creímos que se moriría. Después de una semana se recuperó y cuando estuvo bien no solo se sintió mejor, sino con ganas de ayudar en la colonia. Desde entonces se transformó en el más entusiasta y trabajador de todos nosotros, y cuando se le preguntaba sobre ese entusiasmo respondía riendo: "Es que yo ya estuve muerto", como si eso fuera suficiente para asumir cualquier riesgo en favor de la colonia. A partir de ese momento, algunos lo comenzaron a llamar el "ratón loco", pero cuando se dieron cuenta de que tenía buenas intenciones se lo cambiaron al Osornino, por la ciudad de la que provenía. Cuando localizamos el nido del peuco entre las espinas de un cardal, el Osornino emprendió la salida cargando veneno para ratones, que guardábamos de algunas de las ocasiones en que Margaret se enemistó con no- sotros. Por supuesto, el problema principal era que el peuco, con su poderosa vista, localizaría a cualquiera que se moviera frente a su nido. Pero entonces sucedió un hecho que cambió todo, uno trágico. Margaret había recogido a cinco cachorros de gato, recién nacidos, que esperaba criar. A nosotros, lo he dicho antes, no nos preocupan los gatos, es cierto, somos 81 distantes, pero nos limitamos a vivir en ten- sión sin molestarnos
Desafio PASSEI DIRETO
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