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El canario polaco - Pedro Villagrán Cornejo

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EL B A R C O Igig^glg DE VAPOR 
EL canario poLaco 
Sergio Gómez 
ediciones 
1 
EsTOY VIEJO, muy viejo, por eso tal vez 
me rodean los jóvenes y me piden que les narre 
historias en la casa de Briget Muller, donde ha-
bitamos desde hace dos décadas, en el campo, 
frente al lago Llanquihue, en una granjita de 
extensos pastos y árboles. En la otra orilla del 
lago, a veces, cuando el día está muy claro, se 
pueden ver a lo lejos Puerto Octay y más allá 
Frutillar. Nuestra colonia de ratones ha seguido 
el círculo que rodea el lago, trasladándose las 
veces que ha sido necesario. Esas propiedades 
son habitadas por antiguos emigrantes ale-
manes o suizos, que vinieron hace más de un 
siglo al país. Yo también llegué de Europa hace 
7 
muchos años, pero en circunstancias diferen-
tes, en una época terrible, de guerra. Por eso 
a los más jóvenes les gusta escuchar mis his-
torias. Algunas noches frías y aburridas, nos 
vamos casi toda la colonia hasta al granero 
de los Muller, que está abandonado porque 
Briget y Peter están viejos y prefieren trabajar 
preparando kuchenes de arándanos y murallas 
para vender o se conforman con las ganancias 
que deja una propiedad en arriendo en Puerto 
Cloker, a pocos kilómetros de nuestra casa. 
Por las noches, entonces, sobre todo las noches 
más frías del invierno, cuando nadie quiere 
dormir en la colonia, nos reunimos en aquel 
granero que se ha transformado en el lugar de 
encuentro. Por supuesto, más de alguno mueve 
la cabeza con disgusto y murmura: 
"Allá va el abuelo a contar sus historias, 
todas falsas, todas mentiras." 
Pero se equivocan. Viví una época en 
que era un ratón joven y ansioso por conocer 
el mundo y fui testigo de sucesos increíbles. 
En el granero, que huele a pasto seco y a 
humedad, solo quedan trastos, una camioneta 
GMC abandonada de Peter Muller, que hace 
tiempo no ocupa porque enfermó de la vista 
y teme conducirla. Desde arriba del capot de 
la camioneta, donde lentamente me logran 
subir, me pueden escuchar. Algunos prefie-
8 
ren historias que relatan nuestros constantes 
traslados como colonia por la zona." En los 
últimos 30 años hemos habitado, al menos, 
cinco parcelas que rodean el lago buscando 
mejores lugares para vivir, donde no nos falte 
el alimento o donde no seamos molestados por 
gatos hambrientos, peucos, aguiluchos, zorros, 
cernícalos, perros o por los mismos dueños 
de casa, quienes, casi en todas las ocasiones, 
finalmente aceptan vivir con nosotros. A veces 
elegimos diferentes lugares solo para preparar 
allí el nacimiento de nuevas crías que renuevan 
la colonia. También he visto a muchos de los 
nuestros morir y a otros organizar sus propios 
grupos para seguir a un líder distinto hacia los 
campos interiores o, incluso, a las ciudades 
cercanas, como Puerto Montt o Puerto Varas. 
Los ratones no nos hacemos problemas, ningún 
tipo de problemas; si alguien quiere partir, lo 
puede hacer. 
Nuestra colonia se protege; por ejemplo, 
procura que ninguno de nosotros sienta hambre. 
Para eso trabajamos en equipo y nos cuidamos 
mutuamente. Mi caso es excepcional, pues estoy 
viejo y débil; por lo tanto, siempre recibo ayuda 
de los demás para alimentarme. A cambio, mi 
misión es una sola: contar historias. 
Entonces fuimos convocados al granero 
de los Muller. La noche estaba muy oscura, sin 
9 
estrellas, pero eso, al contrario, nos llenaba de 
entusiasmo como ratones que somos. El frío 
que traían los vientos desde el lago apenas nos 
molestaba, pues en el interior del graneix> nues-
tros cuerpos producían calor suficiente para 
hacernos sentir bien a todos. Los jóvenes, como 
siempre, eran los más entusiastas, rodeaban la 
vieja camioneta de Peter Muller y se preparaban 
para lo que debía ser la única entretención de 
la colonia. Mientras, dos ratas me ayudaban a 
subir hacia el techo del automóvil desde donde 
podía hablar y ser escuchado. Esa operación 
demoraba, pero nadie se sentía ansioso o exas-
perado; al contrario, esperaban con paciencia. 
Cuando por fin me instalaba arriba del capot, 
contemplaba por unos minutos a mi comuni-
dad y veía esos ojitos negros que anhelantes 
esperaban mis palabras, que extendían la visión 
estrecha de ratones siempre escondidos detrás 
de las paredes, viviendo ocultos la mayor parte 
del tiempo, asustados, casi como prisioneros. 
Si se piensa un momento, ese es mi rol en este 
lugar: demostrar que el mundo existe más allá 
de la casa de los Muller y más allá de la in-
mensidad del lago Llanquihue, pero no como 
una prisión llena de amenazas, sino como un 
universo de ilimitadas posibilidades. 
Cuando el silencio en eí granero era com-
pleto llegaba el momento de hablar. Los más 
10 
jóvenes me pedían la misma historia, la que 
he contado tantas veces que no puedo'dejar de 
preguntarme al final si es real o es una ficción 
que el tiempo y sus repeticiones han ido mo-
dificando y han hecho escapar de mi control. 
Escuchaba el murmullo que insistía, que me 
pedía otra vez la historia del canario polaco; 
solo esa historia es la que querían escuchar esa 
noche y casi todas las noches. Y entonces no 
tenía remedio. 
11 
2 
A L CANARIO POLACO lo conocí 
no en Polonia, sino muy cerca de allí, en un 
país llamado Francia, en una ciudad que lleva 
por nombre París. La ciudad era hermosa, llena 
de edificios modernos de más de cinco pisos, 
mezclados con construcciones de piedra, de 
puentes y de calles como laberintos empe-
drados. El año que conocí al canario polaco 
parece tan lejano como si no hubiera existido: 
primavera de 1942. 
Naden una calle que nunca he olvidado: 
rué de 1'Avenir, en una gran casa de cinco pi-
sos. En uno de ellos, el quinto, vivía el escritor 
Joseph Suran, su mujer, Marie, y su hija Anne. 
13 
Suran escribía libros infantiles y su mujer los 
ilustraba. En realidad, Suran tenía solo un 
libro editado. Desde esa publicación habían 
pasado cinco largos años, y como necesitaba 
alimentar a su familia, se debió emplear en 
la imprenta del señor Dumay, que imprimía 
revistas de moda, calendarios y postales de 
París, todo ello algo alejado de los intereses 
de Joseph. Suran deseaba ser considerado 
un gran escritor o al menos obtener dinero 
con sus libros y con ello pagar sus gastos y 
mantener a su familia. El matrimonio era fe-
liz, pobre pero feliz; amaban por sobre todo 
a su pequeña hija Anne, de 11 años de edad. 
Por supuesto, en lo que a mí concierne, seré 
sincero, no tenía ningún trato con ellos, pues 
es regla de los ratones, una regla que pode-
mos llamar de oro, no relacionarnos con seres 
humanos; más aun, apartarnos lo más que se 
pueda de ellos, aunque esto también sea muy 
difícil, pues vivimos desde hace siglos unidos 
indisolublemente los ratones y los hombres. 
Ahora, si me preguntan por qué ocurre algo 
así, solo puedo decir que no tengo idea. 
Joseph Suran salía todas las mañanas a 
trabajar al centro de la dudad; lo hacía hasta 
las tres de la tarde. Su trabajo no le gustaba, 
pero no tenía otra alternativa. La señora Marie 
cuidaba de Anne, pero también codnaba para 
un viejo con un feo nombre que vivía en el 
14 
segundo piso del edificio: monsieur Goliat. El 
viejo Goliat era un general retirado del ejército 
que había participado en la Primera Guerra 
Mundial hada más de veinte años. Un obús 
lo había dejado con una pierna menos, oía 
muy mal de un oído y uno de sus ojos siempre 
lagrimeaba, como si llorara. No obstante, el ge-
neral era un hombre optimista y feliz, y estaba 
conforme por haber vivido una existenda llena 
de aventuras. Apenas se mantenía con un pe-
queño sueldo que le pagaba el Estado por sus 
servicios en la guerra. Por eso la señora Marie 
lo ayudaba: limpiaba su departamento y coci-
naba para él. Luego del almuerzo, ella volvía 
a trabajar en sus dibujos mientras esperaba a 
su marido. 
En esa época las comunidades de ratones 
eran pequeñas, pero no existía ninguna casa 
que no tuviera una, y tampoco a nadie se le 
ocurría molestarnos demasiado. A pesar del 
hambre y dela pobreza, siempre había algo 
que comer en ese edificio. M i colonia vivía en 
el entretecho del viejo edificio de arriendos; 
por lo tanto, podíamos salir por los tejados de 
ladrillos y contemplar, desde lo alto, la ciudad, 
el río Sena, las grandes plazas, la lejana torre 
Eiffel y algún arco de piedra en medio de las 
avenidas. Por las noches llegábamos hasta los 
más altos espigones del edificio para quedar-
nos por horas contemplando las luces, el humo 
15 
de las chimeneas... A mí todo eso me gustaba 
especialmente. Se podría decir que nuestra 
vida era tranquila. Contábamos además con 
-túneles y alcantarillas que nos unían con los 
otros edificios y con la calle también. Pero yo 
prefería no salir al exterior, aunque era un 
deseo secreto hacerlo algún día. En ocasiones 
especiales, alguno de nosotros era comisio-
nado a seguir por las alcantarillas hasta otras 
comunidades para hablar con otros ratones y 
así enterarnos de noticias que nos podrían ayu-
dar. En esa época era impensando cambiarse 
de comunidad, ya que la mayoría de nosotros 
vivía toda la vida conforme con el lugar donde 
había nacido. Los nacimientos eran controlados 
y por lo tanto no nos reproducíamos en exceso 
para no provocar hambre más tarde y menos 
disgustarnos con los habitantes humanos de 
los departamentos, quienes seguían aceptándo-
nos con resignación. Y solo en casos extremos, 
cuando surgían peligros como fumigaciones, 
los líderes tomaban decisiones muy drásticas, 
como dividir la colonia y, durante la noche, 
emigrar hacia otros edificios. 
En esa época yo era muy joven, por lo 
que la mayoría de las misiones y deberes de 
la comunidad los observaba como testigo, sin 
involucrarme. Por eso pasaba gran parte de la 
noche sin hacer nada, mirando la luna y so-
ñando, observando la ciudad e imaginándome 
16 
los paisajes que apenas se vislumbraban en el 
horizonte más allá de los edificios. 
Dormía muy poco y despertaba cuan-
do el sol alumbraba. Esa es otra regla: los 
ratones dormimos durante el día. Yo estaba 
acostumbrado a la inactividad, me aburría y 
permanecía, al contrario de los demás, des-
pierto durante el día, vigilando qué ocurría en 
el edificio por más curiosidad que miedo. Me 
movía principalmente por aquella buhardilla. 
A pesar de lo estrecha y aparentemente inútil 
que era para los Suran, a mí me parecía un 
lugar agradable, con sus pequeñas ventanas 
circulares. Y fue allí donde conocí a Anne. 
Mientras la madre se encargaba de aten-
der al viejo general del segundo piso, Arme 
subía a la buhardilla, su guarida, donde jugaba 
con sus muñecas e inventaba historias y amigos 
imaginarios, pero a los que les hablaba como 
si realmente estuvieran allí. También en ese 
lugar., secretamente, comenzó a inventar y a 
escribir sus propias historias, y a acompañarlas 
de dibujos, tal como lo hacían sus padres. 
Una mañana me deslicé hasta la buhar-
dilla y me quedé tendido en el círculo de una 
de las ventanas, hasta que descuidadamente 
me dormí. Cuando desperté sentí el mayor 
susto de mi vida hasta ese momento. Anne me 
observaba muy de cerca, con su cuaderno de 
dibujos en las manos, moviendo frenética un 
17 
lápiz sobre el papel. Por supuesto, quedé para-
lizado de miedo. Me dijo que no me moviera 
porque estaba dibujándome y que más tarde 
escribiría una historia sobre ese dibujo donde yo 
sería el protagonista. No por valentía, ni osadía, 
ni siquiera por inconsciencia, sino simplemente 
por miedo no me moví y esperé que ocurriera lo 
peor. Pero nada sucedió. Anne siguió dibujando 
en su cuaderno, mientras yo permanecía en el 
alféizar, con la cola colgando y tiesa de miedo. 
Finalmente, tenninó lo que hacía, se levantó, 
perdió el interés en mí y se fue a jugar con los 
vestidos y pelucas que guardaba en un baúl. 
A l día siguiente aparecí otra vez por el 
desván, ahora movido por la curiosidad. Anne 
estaba allí. Cantaba y arreglaba sus muñecas, 
con las que tenía largas conversaciones a media 
voz. Sonrío al verme. Dijo que se había esme-
rado y que ahora debía ponerme cómodo para 
escuchar la historia que había escrito basada en 
mí. Por supuesto, yo no dije nada; entre ambos 
no podíamos entendernos, pues no hablába-
mos el mismo lenguaje. Me pareció oportuno 
escuchar lo que tenía que decir. Me deslicé por 
el piso cerca de una máquina de coser, que a 
veces ocupaba la señora Marie para reparar o 
confeccionar ropa a su hija. Me quedé quieto * 
tratando de no molestar y con un plan de emer-
gencia por si tuviera que huir. Anne dejó varias 
de sus muñecas en el suelo, cerca de donde me 
18 
encontraba, y se sentó en una pequeña^silla en 
el centro. Levantó una carpeta y la extendió en 
el piso para dejar ver sus dibujos, a mí y a las 
muñecas, las que obviamente seguían tiesas e 
indiferentes. Y era muy cierto: allí estaba yo 
retratado con lápiz de carbón y cera, con una 
sonrisa absurda y una panza que en esa época 
no tenía y que atribuí más bien a la imaginación 
de la artista. De todas maneras, la cara de aquel 
ratón dibujada en esa carpeta me pareció muy 
parecida a la mía, y si hubiera podido hablar 
o hacerme entender, se lo hubiera agradecido 
y a la vez la habría felicitado. 
Anne carraspeó, se peinó el pelo con los 
dedos y comenzó a leer lo que había escrito el 
día anterior. La historia del ratón se titulaba: 
El ratón Miau, un ratón que quería ser gato. Por 
supuesto, al escuchar el título comencé a reír sin 
parar. La niña ni nadie que no sea ratón podría 
identificar la risa de un ratón; a ella debió pare-
cerle un fuerte chillido desagradable. El título 
de aquella historia recién escrita me pareció de 
lo más gracioso. No tenía por qué saber que 
los ratones, cuando pequeños, no odiamos a 
los gatos, aunque intentamos por todos los 
medios evitarlos, tanto como a los humanos. 
Simplemente con los gatos no nos llevamos 
bien, hay que reconocerlo, por eso tratamos 
de rehuirlos y así también evitamos servirles 
de cena. Cuando dejé de reírme, escuché muy 
19 
atentamente la historia del ratón Miau, que 
en parte, según lo que me había prometido la 
niña, estaba basada en mí. Era la historia de un 
ratón que quería vivir entre los gatos, pretendía 
realizar un pacto para no seguir enemistados 
y ayudarse mutuamente. Al final, resultó inte-
resante y me gustó, aunque debería decir que 
era un relato del tipo fantástico, pues un pacto 
entre gatos y ratones jamás se podría realizar; 
en la realidad a ninguno de los dos animales nos 
gustaría llegar a acuerdos, sino, por el contrario, 
seguir nuestras existencias muy separados y 
hasta indiferentes unos con los otros. 
Cuando Anne terminó de leer el cuento, 
cerró la carpeta y la guardó en el baúl de bro-
ches metálicos, donde escondía sus secretos. 
Dijo que era hora de almorzar y bajó al piso a 
esperar a su mamá. Entonces me quedé solo 
con las muñecas que miraban con fijeza, ta! 
como miran las muñecas, lo que al final siem-
pre produce miedo. 
¿Y el canario polaco? Pronto aparecerá, 
porque con su llegada también arribaron los 
tiempos más oscuros para todos nosotros en 
el edificio de la rué de Y Avenir. 
20 
3 
U N DÍA, de regreso de su trabajo en 
la imprenta, Joseph Suran se encontró con el 
canario polaco. Desde hacía varios meses su 
sueldo no le alcanzaba para vivir, y su trabajo 
se limitaba a escribir tarjetas de felicitaciones, 
de defunciones y otras del mismo tipo. Los 
tiempos, además, no eran los mejores: mucha 
gente había comenzado a emigrar de Europa 
por culpa de la guerra. 
Joseph ese día caminaba de vuelta a su 
casa. Decidió pasar por un mercado a comprar * 
frutas para su hija. Entonces se encontró con 
el canario. Un hombre, que fumaba pipa, ven-
día los canarios, que, según él, provenían de 
21 
Polonia, y eso los hacía valiosos y especiales. 
Cuando Joseph vio a uno de ellos, uno de color 
amarillo y con una pequeña mancha roja en la 
cabeza como si le hubiera caído una gota de 
tinta, no pensó en el dinero que escaseaba en 
su casa, sino en su hija: el canariosería un es-
tupendo regalo para aquellas horas que pasaba 
sola en la buhardilla. 
Por supuesto, cuando llegó al depar-
tamento, la señora Marie movió la cabeza y 
apretó lo labios para no llorar. Estaba segura de 
que su marido llegaría a ser algún día un gran 
escritor, aunque ahora trabajara escribiendo 
para la imprenta del señor Dumay. Amaba 
en él su sensibilidad, su inocencia a veces, 
pero también era una mujer práctica y estaba 
consciente de que las finanzas de la casa eran 
un asunto importante, y alguien, es decir, ella, 
debía preocuparse por equilibrar la vida mate-
rial. Su hija Anne crecía rápidamente y debía ir 
a la escuela, pero no tenían dinero para pagar 
su educación. 
Después de una hora de disgusto, la se-
ñora Marie, que también era una mujer com-
prensiva y pacífica, decidió que no se enojaría 
con Joseph y le perdonó la compra de aquel 
canario amarillo con la manchiía roja en la 
cabeza. Finalmente, dejaron al ave asustada 
en una pequeña jaula circular. Anne desde 
22 
el primer momento quedó maravillada con 
el regalo. Cuando sus padres le preguntaron 
cómo lo llamaría, respondió que, simplemente, 
"el canario polaco"; el nombre con el que lo 
conocimos en esa casa desde entonces. 
Esa misma tarde, cuando Joseph bajó 
a leer el diario al departamento del general 
Goliat, pues no tenía dinero para comprar el 
suyo y prefería, además, comentar las noticias 
con su vecino, la señora Marie y su hija deja-
ron la jaula cerca de la ventana y decidieron 
utilizar al ave como modelo para dibujarla. Lo 
que Anne sabía de dibujar lo aprendió con su 
madre, quien le corregía y enseñaba pequeños 
trucos para ensombrecer o para trazar pers-
pectivas, que era lo más difícil para Anne. Así 
se entretuvieron durante la tarde, hasta que la 
señora Marie debió ocuparse de preparar la 
cena. Mientras hervía agua para unos fideos 
con menta y queso, que era lo único que tenía 
para cocinar, Anne le preguntó por los canarios 
a su madre; más bien, cómo era que este, su 
canario polaco, no cantaba como se suponía 
debía cantar. La señora Marie reconoció que 
durante esas horas que llevaban dibujando al 
canario, este no había abierto el pico, más bien 
parecía asustado, hasta enfermo. Se dieron 
cuenta entonces de que el canario no cantaba 
y de que tal vez no lo haría jamás, que por 
23 
eso era un canario especial, uno que escondía 
la cabeza entre las plumas y parecía triste y 
melancólico la mayor parte del tiempo. Más 
tarde, la señora Marie le comentó a su marido 
que, probablemente, el canario no resistiría el 
encierro de la jaula y moriría. Pero no ocurrió 
de ese modo, aunque tampoco cambió el ánimo 
del ave, que permanecía doblando la cabeza sin 
ningún entusiasmo, a pesar de que le prepara-
ban comida especial de pan remojado en aceite 
y nunca le faltaba el agua fresca en la jaula. Así, 
el canario mantuvo un riguroso silencio y la 
mirada perdida más allá de la ventana, entre 
los edificios de París. 
Esa noche ocurrió algo especial o algo que 
señalaría la dirección de los acontecimientos 
que afectarían a aquella familia. Cuando Jo-
seph Suran subió de regreso al departamento 
parecía preocupado después de conversar con 
su vecino el general. Se encerró con su mujer 
en el dormitorio a conversar. Anne permaneció 
dibujando y preparando la que debería ser la 
segunda historia del ratón Miau. 
Joseph había tenido una larga conversa-
ción con el general, quien le transmitió su pre-
ocupación y lo que en el barrio comentaban en 
voz baja. Hacía dos años el ejército alemán ha- » 
bía invadido Francia. La ciudad y el país entero 
no eran un lugar adecuado para permanecer, 
24 
al menos, no para todos. El general le habló 
con franqueza: había recibido una carta del 
inquilino del primer piso, el señor Rousseau, 
quien trabajaba en la alcaldía. Rousseau estaba 
preocupado por los Suran o más bien por él 
mismo: una semana antes había encontrado 
papeles en la vereda de la entrada del edificio. 
En ellos se amenazaba anónimamente a Joseph 
y a su familia; le pedían que se fuera dé la ciu-
dad. Rousseau, por su parte, redactó y repartió 
una carta a todos los inquilinos del edificio para 
que firmaran una petición en la que se exigía 
a Joseph abandonar el lugar, pues constituía 
un peligro si continuaban esas amenazas o si 
alguna vez se concretaban. Por supuesto, el 
general Goliat se negó a firmar esa carta, no 
solo porque la señora Marie trabajaba para 
él preparando su comida y limpiando, sino 
porque apreciaba a la familia Suran. A Joseph 
Suran se le acusaba nada más por su origen 
judío. Pero también, eso creía el general, por 
envidia. Hacía cinco años Joseph y su mujer, 
con ahorros propios, publicaron un pequeño 
libro para niños titulado El pequeño estudiante 
Simón, y, contra toda expectativa, tuvo un éxito 
arrollador en las librerías de París y de algunas 
ciudades del país. Lo reseñaron en los diarios y 
permitió a Joseph una pequeña y breve fama, 
que sirvió más tarde para que lo llamaran 
25 
de la imprenta del señor Dumay, aunque allí 
más tarde debió trabajar en asuntos alejados 
de su profesión de escritor. Pero también con 
el pequeño libro, ilustrado con los dibujos de 
la señora Marie, consiguió enemigos, los que 
veían en el relato una mala influencia para los 
niños, asunto que por lo demás era muy difícil 
de probar. La fama como escritor para Joseph 
duró muy poco tiempo, pero no lo suficiente 
como para que lo olvidaran sus enemigos, que 
conspiraban en la sombra contra él. 
Lo anterior se lo hizo ver el general Goliat 
aquella larde. Finalmente, le aconsejó marchar-
se de allí, tal vez viajar a Estados Unidos, donde 
se decía llegaban los emigrantes. Joseph agra-
deció la preocupación del general, pero había 
decidido no huir de su país y menos provocado 
por aquellas amenazas, que consideraba injus-
tas. Joseph preparaba, secretamente, junto a la 
señora Marie, la segunda parte de su anterior 
libro, uno que titularían Las nuevas e increíbles 
aventuras del estudiante Simón, y que tenían casi 
terminado después de varios años de trabajo. 
Sabía que con ese libro volverían los enemigos 
de siempre, pero confiaba también en los lecto-
res sin prejuicios. Tal vez su salida al mercado 
significara un respiro económico para la familia 
y la posibilidad de postular a un trabajo mejor 
pagado que llenara sus expectativas. El primer 
26 
inconveniente, el mismo que padeció- con el 
primer libro, era financiar su publicación. 
Esa tarde Joseph y la señora Marie discu-
tieron sus alternativas y lo que harían en los 
siguientes meses. Pero como sucede siempre, 
uno espera que las circunstancias caminen 
más lento que la realidad, pero estas, por el 
contrario, se precipitan. Cuando los Suran se 
dieron cuenta del error de no escuchar al viejo 
general Goliat era demasiado tarde. 
27 
4 
EL CANARIO POLACO fue llevado por 
Anne en su jaula hasta la buhardilla, alejándolo 
así del movimiento del piso principal, para 
que se sintiera mejor. Frente a sus muñecas y 
frente a mí, Anne le hizo una promesa al ave: 
le enseñaría a cantar. De esa forma, creía ella, 
lo alegraría y le haría más llevadero el encierro. 
A l escucharla, el canario solo hundió la cabeza 
con la manchita roja como si no entendiera 
nada. Durante la mañana, Anne le cantó las * 
canciones que su madre le había enseñado, las 
repitió durante horas, pero el canario parecía 
no escucharla o no importarle, más bien dor-
mitaba sin interés sobre el pequeño balancín 
29 
wmmmmmmmmmmmmmm 
en el interior de su jaula. La niña, con buenas 
intenciones, intentaba ayudar, pero el ave solo 
parecía aburrida, distraída y sin ganas. Anne 
tampoco se rindió. 
Cuando la niña bajó a almorzar, subí 
por el alféizar hasta quedar muy cerca de la 
jaula. Por primera vez vi al canario interesado 
en algo, es decir, en mí, pero tal vez porque 
nunca había visto a un ratón. Ambos nos ob-
servamos, aunque solo fue por un momento, 
luego volvió a su actitud de siempre: abúlico 
y somnoliento,mirando el cielo nublado más 
allá de la ventana circular de la buhardilla. 
Tampoco se crea que por mi parle tenía inten-
ciones de darle un discurso de bienvenida o 
de apoyo diciéndole que todos vivíamos bajo 
el alero de los Suran y que eso significaba al 
menos un poco de alegría, sobre todo para 
la niña, una buena niña a la que le gustaba 
escribir y dibujar como a su madre y a su pa-
dre. Nada de eso le podía decir porque si el 
canario no cantaba menos hablaba y, tal vez, 
lo más importante: los ratones jamás hemos 
cruzado una palabra con los canarios o con 
alguien que no sea un ratón, así que ambos 
permanecimos en el más estricto silencio, ob-
servando mutuamente lo distinto que éramos. 
A su regreso, Anne siguió intentando 
convencer al canario para que cantara. Cuando 
30 
entendió que de poco o nada servía su esfuerzo, 
decidió recurrir a un método distinto: comenzó 
a dibujar. 
Por mi parte, me había acostumbrado 
a la niña en la buhardilla, así que no le temía 
y daba vueltas muy cerca de ella. Unas veces 
me quedaba sobre una vieja mecedora y otras 
bajo una lámpara de vitreaux que me gustaba 
porque produda rayos de colores cuando se 
cruzaba por delante la luz del sol. Además, 
Anne siempre reservaba pedazos de pan con 
jugo de tomate para nosotros, para el canario 
o para mí; por lo tanto, esas tardes en la buhar-
dilla constituyen un recuerdo muy lejano pero 
también muy grato. 
Dos días después, la rutina paredó exac-
tamente la misma en la buhardilla, aunque 
también era evidente que los rostros de Joseph 
y la señora Marie no eran los mismos debido 
a preocupaciones que desconocíamos. Anne 
parecía vivir sus propios problemas o aquel 
que constituía su problema mayor en esos 
momentos: hacer cantar a un canario mudo. 
Llegó una mañana con una nueva carpeta de 
dibujos hasta la buhardilla. Nos instaló de la 
mejor forma posible, es decir, a sus muñecas de 
yeso, a sus pelucas de juegos y a mí debajo de 
la lámpara de vitreaux, y al canario cerca de la 
ventana. Ella se sentó en el piso y nos anticipó 
31 
que nos leería un cuento que había escrito du-
rante los dos últimos días, y que nos mostraría 
los dibujos que lo ilustrarían. Anne comenzó, 
como de costumbre, exhibiendo los dibujos 
de la carpeta. En ellos aparecía aquel gordo 
ratón, llamado el ratón Miau, que aspiraba a 
convertirse de manera inexplicable en un gato 
y que, lejanamente, pero solo lejanamente, se 
inspiraba en mí, aunque eso me producía risa 
o, mejor dicho, carcajadas que para un ratón 
son unos grititos muy agudos difíciles de des-
cribir. En los dibujos que nos mostró, también 
apareció el canario, uno igual al canario polaco, 
con su manchita roja en la cabeza y su cara de 
tristeza permanente. Cuando Anne levantó 
los cartones dibujados, el pájaro en la jaula 
los observó sin interés, como siempre. Arme y 
yo no nos dimos por aludidos con aquel des-
precio. Entonces comenzó a leernos su relato; 
esta vez el título lo decía todo: El ratón Miau y 
el canario polaco majan a América. Por supuesto, 
Anne debió esperar primero que terminara 
mi risa, que ella seguía confundiendo con un 
agudo chillido, antes de seguir con su cuento. 
La historia era sobre un canario enfermo que 
no podía cantar y de su mejor amigo, es decir, 
el ratón Miau. Ambos emprenden un viaje en 
un barco hasta América. Llegan al puerto de 1 
Buenos Aires, donde son llevados hasta un 
32 
ratón muy sabio, un médico, quien intenta 
curar al canario de aquel mal que no lo deja 
cantar. Cuando aquel sabio ratón lo examina, 
dictamina que el problema no es del ave sino 
de la jaula. El ratón Miau no entiende a qué se 
refiere. El ratón médico le explica que el canario 
pertenece a una especie que no vive en cauti-
verio, y que, por lo tanto, ese es el principal y 
único problema con el ave. Inmediatamente, 
el ratón Miau busca a un cerrajero por Buenos 
Aires para abrir la jaula. El canario polaco, por 
fin libre, comienza a cantar. Antes de empren-
der el vuelo, le agradece al ratón. Finalmente, 
vuela hasta una isla habitada por todos los 
canarios polacos en libertad, sin jaulas, arriba 
de los árboles o en sembradíos de maíz. Así 
terminaba el cuento. En el momento en que 
Anne terminó de leer, escuchó la voz de Joseph 
que la llamaba a almorzar. Guardó la carpeta 
en su baúl de los secretos y bajó. Lo que ella no 
pudo ver en ese momento fue la reacción del 
canario polaco en su jaula después de escuchar 
aquel relato. Pareció como si una bala invisible 
le hubiera dado en el pecho, aleteó levemente 
y cayó de espalda desde el pequeño trapecio 
donde estaba la mayor parte del tiempo. Se 
estremeció en el fondo de la jaula y quedó allí, 
llorando como lloran los canarios, es decir, sin 
hacer ningún tipo de sonido, solo respirando 
33 
agitado. Entonces comprendí que Anne había 
descubierto, sin proponérselo, lo que realmente 
ocurría con aquella ave. 
Y si recuerdo bien ese día y lo que ocu-
rrió con nuestro canario, es porque justo dos 
noches después la vida en la casa de los Suran 
cambiaría para siempre. 
34 
5 
/ T L R R I B A DE L A camioneta, en el gra-
nero de los Muller, pido un momento para 
descansar de mi relato. Los rostros de los 
ratones jóvenes allá abajo me observan con 
atención. Muchos de ellos no entienden del 
todo lo que les he venido contando, pues 
han nacido y vivido en la colonia y solo 
conocen el horizonte del lago Llanquihue, 
el blanco imponente del volcán Osorno, las 
pequeñas parcelas, que en verano se llenan 
de ruidos con los insectos, y los botes con 
sus velas a lo lejos en el agua del lago. Tal 
vez no desearían vivir ocultos y asustados 
en los lugares más profundos de la casa y 
35 
preferirían salir durante el día a disfrutar de 
esos colores, del calor del sol, pero nuestra 
vida siempre ha sido llevada de esa forma; 
tampoco nos quejamos demasiado, ya que 
estamos acostumbrados a las madrigueras, 
a los túneles oscuros y estrechos, incluso en 
esos lugares somos libres de hacer lo que 
queramos. Los ratones somos felices de vivir 
con otros ratones y en pocas ocasiones surgen 
problemas de convivencia. Preferimos dormir 
uno al lado del otro, aprovechar en invierno 
el calor de nuestros pequeños cuerpos. Entre 
nuestras principales reglas, una de las mayores 
es ayudamos mutuamente; jamás pensaríamos 
en aniquilarnos u odiarnos solo porque somos 
diferentes o lucimos distintos. 
Nuestra anterior colonia la formamos en 
la casa de Margaret Hoelker. Su marido, un 
"vividor", según sus palabras, salió a Puerto 
Octay a comprar harina para hacer pan y nunca 
más regresó. Cuatro años después, Margaret 
recibió una postal desde Isla de Pascua. En la 
fotografía, Oskar, su marido, sonreía; detrás 
de él se veían grandes moais de piedra. AI 
reverso de la fotografía Oskar escribió: "Que-
rida Margaret, me cansé de vivir contigo. Eres 
una gran mujer y yo el peor de los hombres, 
por eso me marché". Y eso fue todo. Margaret 
era una alemana fuerte y trabajadora, pero 
36 
también decidida: quitó desde ese día Jas foto-
grafías de su marido, reunió su ropa y todo lo 
que alguna vez había pertenecido a él, lo subió 
a una camioneta y lo regaló en Puerto Montt. 
Contrató a dos hombres para que le ayudaran 
a cultivar la tierra. Sembró frutillas con las que 
preparaba mermeladas de forma muy natural, 
pero agregándole un pequeño secreto heredado 
de su abuela alemana. Cuando después de una 
temporada logró envasar una considerable can-
tidad de mermelada de frutilla, se fue a Santiago 
a venderla. Durante un tiempo tuvimos esa casa 
solo para nosotros. Como éramos una colonia 
organizada, nos sentimos con libertad para pla-
nificar y asaltar la despensa. Pero después de un 
mes, Margaret regresó. Nos enteramos de que 
había vendido todos sus frascos de mermelada 
de frutilla y que también había conseguido un 
socio que le compraría lo que desde ese día 
produjera en su pequeña fábrica. Comenzó a 
trabajar en una cabana al final del predio. En 
un principio creímos que seríapara nosotros 
una oportunidad para alimentarnos, sobre todo 
si planificábamos cuidadosamente asaltar esa 
cabana por las noches. Pero Margaret permitía 
que compartiéramos su casa, no su negocio, en 
eso era estricta, así que mandó a traer desde 
Puerto Cloker dos enormes gatos, fáciles de 
distmguir. Uno era blanco y otro negro, a quie-
37 
ríes llamamos, obviamente, el "Gato blanco" y 
el "Gato negro". El blanco era viejo, se movía 
muy poco, prefería echarse cómodamente todo 
el día, y ninguno de nosotros le temía. A veces 
pasábamos por delante de su nariz y nos obser-
vaba sin ganas de estirarse o perseguirnos. En 
cambio, el gato negro era un peligro constante, 
sobre todo si nos acercábamos a la cabana de 
la fábrica de mermeladas. Lo intentamos por la 
noche un par de ocasiones, pero con el mismo 
resultado: debimos huir desesperadamente. 
Como dije antes, entre gatos y ratones no existe 
odio ni nada que se le parezca, simplemente 
estamos en veredas distintas. Sabemos lo que 
arriesgamos si nos encontramos; entonces, de-
bemos resignarnos si alguno de los nuestros cae 
en las garras de los gatos. Tal vez en un mundo 
mejor y más justo, todos, sin excepción, debe-
ríamos convivir en paz, todos comeríamos en 
abundancia y a nadie le faltaría nada, pero en 
este mundo que compartimos debemos luchar, 
cuidarnos y estar atentos cada día. 
El negocio de la mermelada de frutilla 
prosperó y después de unos años Margaret y 
sus mermeladas se hicieron conocidas. Alguna 
vez la entrevistaron en una revista. Apareció 
en una fotografía sonriendo en la puerta de su 
casa, luciendo en las manos su famoso frasco 
con una etiqueta donde decía: "Mermelada 
Tante Margaret". 
38 
Así también, Oskar, su ex marido,* llegó 
un día a tocar la puerta frente al lago. Ella lo 
recibió más bien por curiosidad después de 
tantos años de ausencia. Durante horas escu-
chó su relato, sus aventuras por la Amazonia 
y la selva peruana, sus trabajos en un trasa-
tlántico por las Bahamas en el Caribe. A l final, 
arrepentido, él le pidió que lo perdonara y que 
reanudaran su vida de casados. Margaret, en 
cambio, abrió la puerta y le sugirió, con una voz 
dulce, que siguiera su camino, que ella tenía 
un negocio que atender y no esperaba a nadie 
más en esa casa. 
Así pasaron los años. Margaret se levan-
taba muy temprano. A veces, cuando se sentía 
enferma, golpeaba las paredes con una escoba 
y nos amenazaba con traer a los gatos hasta acá 
si seguíamos con nuestros ruidos. Entonces, la 
colonia se movilizaba, sus líderes ordenaban 
un silencio absoluto y durante un día entero 
apenas nos movíamos detrás de las paredes o 
en los túneles de nuestras madrigueras para no 
molestar a Margaret. Luego ella se calmaba y 
se olvidaba de su amenaza. 
Cuando el gato blanco murió de viejo lo 
enterraron en el jardín, los ratones observamos 
desde las tuberías del desagüe y desde el techo 
de la casa. Sentimos la pérdida de ese gato; sus 
últimos años los pasó ciego y apenas se movía. 
El gato negro, después de muerto su compañe-
39 
ro, también cambió. Por las tardes abandonaba 
su trabajo de custodio y se alejaba por el campo 
esperando cazar pájaros pequeños y otros roe-
dores más bien para divertirse. Una tarde no 
regresó y nadie lo extrañó demasiado. Coinci-
dió con la época en que Margaret decidió cerrar 
su exitosa fábrica de mermeladas de frutilla y 
viajar por el mundo con el dinero que había 
reunido. Fue esa una de las mejores épocas de 
la colonia. Crecimos en número, de tal forma 
que decidimos, después de una larga reunión, 
dividirnos en tres grupos, pues se hacía muy 
difícil alimentarnos y no queríamos sufrir por 
ello. Uno de los ratones, el más experimenta-
do, realizaría un largo viaje hasta la casa más 
cercana, a un kilómetro de la propiedad de 
Margaret; nos enteraríamos posteriormente 
de que justo esa era la casa de Briget y Peter 
Muller, donde nos encontrarnos ahora. Un 
cambio así de drástico significaba muchos pe-
ligros y cuestiones que resolver, pero tampoco 
teníamos otras opciones ante la sobrepoblación 
de la colonia. El viaje fue coordinado, confor-
mado por pequeños grupos que partirían sin 
levantar sospechas ante las aves de rapiña, que 
nos atacaban de noche, los perros y los gatos 
de los campos cercanos. Pero, además, lo más * 
importante, no debíamos perdernos en la os-
curidad. A l final, la operación fue un éxito, no 
40 
nos perdimos y el ataque de un cernícalo que 
nos sorprendió una tarde no nos afectó. 
Cada mes, desde nuestro nuevo hogar 
donde los Muller, intercambiábamos ratones 
exploradores con el grupo que había quedado 
en la casa de Margaret para comprobar que 
todo marchara bien. El tercer grupo en que se 
dividió la colonia, finalmente decidió estable-
cerse en aquella cabana que por muchos años 
sirvió de fábrica de mermeladas. Allí todavía 
quedaban sacos de trigo y otros alimentos que 
aseguraban la sobrevivencia. Yo permanecí en 
la comunidad principal, esperando el regreso 
de Margaret antes de marcharme en el último 
viaje hasta la nueva casa de los Muller. Pero ella 
no regresó a Llanquihue. Pocos meses después 
llegaron los nuevos dueños de esa casa. Así nos 
enteramos de que Margaret había muerto en 
Egipto, en un viaje turístico. La encontraron 
en su habitación del hotel. Su deceso se de-
bió a fallas en su corazón. También supimos 
que aquella mujer fuerte y decidida tenía un 
corazón tremendo: le había dejado su casa, 
su único bien, a su ex marido, Oskar, quien 
malvivía miserable en Santiago, apostando a 
los caballos, sin trabajo. Pero Oskar no regresó al 
sur, rápidamente vendió la propiedad a través de 
una corredora que la entregó a una constructora, 
la que planificó convertir la parcela en un centro 
41 
de vacaciones. Por eso estaban allí los nuevos due-
ños. Cuando nos enteramos, citamos a la colonia 
que quedaba, el último grupo, a una reunión en la 
cabana de la fábrica de mermeladas. La decisión 
no podía esperar. Si demolían las casas, nuestra 
existencia correría peligro, así que debíamos 
salir de allí lo antes posible. Esperamos un 
mes que cesaran las lluvias del invierno y em-
prendimos la marcha. La colonia de la cabana 
de las mermeladas, a su vez, permanecería un 
mes más y también partiría, pero en dirección 
opuesta, hasta otra casa a orillas del lago. 
Después de caminar por rastrojos de 
trigo y de vivir durante semanas escondidos 
bajo tierra o entre los pastizales, pudimos ver 
la casa de los Muller. Enviamos a explorar los 
alrededores y cuando comprobaron que no 
existían perros —nuestros peores enemigos en 
el campo—, iniciamos la operación definitiva 
para instalarnos en esa casa donde nos espe-
raba el primer grupo de nuestros compañeros. 
Cuando la operación terminó, estábamos satis-
fechos pero agotados. 
Los Muller resultaron agradables, vivían 
felices, envejecían muy agradecidos uno con 
el otro, aunque también peleaban y discutían. 
Cuando entendieron que habíamos llegado a 1 
quedarnos detrás de sus paredes o en las ma-
drigueras, no hicieron nada para impedirlo. 
42 
De pronto escuché un zumbido -alegre, 
eran los ratones jóvenes que me pedían conti-
nuar el relato que querían escuchar esa noche 
en el granero, la historia del canario polaco. 
Entonces, otra vez me puse de pie y comencé 
a hablar. 
43 
6 
PRECISAMENTE, QUIEN DIO la 
alarma esa noche en la rué de TA venir fue 
el canario polaco. Junto con algunos ratones 
nos preparábamos a bajar a la alacena del pri-
mer piso. Nos reunimos en la buhardilla, sin 
demasiado interés por el ave allí en su jaula, 
que, simplemente, parecía de piedra. Nosotros, 
en cambio, estábamos alegres, nos divertía 
juntarnos y prepararnos para una noche de 
exploración y aventura por la casa. Uno de los 
ratones, Gaspard, era el más experimentado 
del grupo. Lo admirábamos porque conocía 
las alcantarillas de París. Nos visitaba cada 
temporada sin quedarse demasiado en nuestra 
45 
pequeña colonia del edificio, ya que prefería 
estar siempre en movimiento,recorriendo 
barrios y conociendo nuevas colonias. Nos 
contó que había vigilado las calles y que en 
los últimos días el ambiente era distinto en la 
ciudad ocupada; se rumoreaba que el ejército 
alemán preparaba algo. No se podía salir por 
las noches y las calles eran túneles oscuros, 
pero para los ratones, ai contrario, resultaban 
un verdadero paraíso o una oportunidad para 
pasear. A veces, desde los balcones o desde el 
techo de la casa, veíamos camiones de milita 
res alemanes, siempre muy abrigados, con los 
rostros serios y preocupados. El cuidado de las 
calles y de la ciudad correspondía a la policía 
francesa, que, se decía, actuaba muy cruelmen-
te. Pero aquellas nos parecían historias lejanas 
o que, al menos, en la seguridad del edificio de 
departamentos, en nada nos afectaba. 
Esa misma mañana me escondí en el ro-
.pero de los Suran para escucharlos conversar. 
El matrimoniohabía tomado una decisión que 
los alejaría de la casa que arrendaban en el 
quinto piso. Eso me llenó de tristeza. Por pri-
mera vez había conseguido una amiga y ahora 
la perdería. Bueno, decir una amiga ta! vez era 
una exageración, pero apreciaba a Anne y la 
extrañaría. Nuestra colonia, por lo demás, se 
había acostumbrado a los cambios constantes 
46 
de familias que habitaban el edificio. Pero, de 
todas maneras, Joseph, la señora Marie y Anne 
eran especiales para mí. 
Lo más importante de la conversación 
que escuché fue enterarme de que el libro 
que ambos esposos preparaban estaba listo: 
Las nuevas e increíbles aventuras del estudiante 
Simón sería llevado a la imprenta. Después 
de una larga tratativa con monsieur Dumay, el 
dueño de la imprenta donde trabajaba Joseph, 
este accedió a publicar el libro a cambio de 
quedarse con la mayor parte de los derechos, 
tanto del relato como de las ilustraciones. La 
señora Marie y Joseph sabían que era una estafa 
después de cinco años de intenso trabajo, pero 
no tenían otra alternativa. Con el dinero que 
obtuvieran viajarían a Suiza, donde la guerra 
no había llegado. 
Recogieron todo el material del libro y 
Joseph partió por la tarde a entregar su obra 
al señor Dumay, un hombre muy pálido, se-
gún contaba Joseph, que se conformaba con 
vender sus tarjetas de navidad o las etiquetas 
para los tómeos contra la caída del cabello. 
Se convenció de la publicación después de 
cerciorarse del éxito del primer libro de Jose-
ph Suran hacía cinco años. A pesar de que el 
papel escaseaba y otros argumentos, estuvo de 
acuerdo en entregarle un adelanto. Esa tarde, a 
47 
su regreso, Joseph trajo de regalo a su familia 
una torta y una botella de vino para celebrar 
la publicación. 
Mientras tanto, la señora Marie, que era 
una mujer muy práctica y resuelta, comenzó 
a preparar el viaje fuera del país. A pesar de 
estar en pleno verano en Francia, a principios 
de agosto, hizo venir a Anne y le entrego un 
abrigo nuevo que había confeccionado con 
sus manos. Este tenía ocultas entre sus paños 
algunas joyas, y un detalle importante: la direc-
ción de su mejor amiga del colegio, que ahora 
vivía en Buenos Aires, por si algo ocurría. A 
pesar de su edad, Anne comprendió muy bien 
lo que comenzaba a vivir e intentó adecuarse 
a las circunstancias. La señora Marie solo le 
permitió llevar una muñeca de las muchas que 
tenía en la buhardilla. Anne, preocupada por 
lo trascendente de la decisión, subió a meditar 
cuál de ellas sería la elegida y a explicarle al 
resto que debía dejarlas por el largo viaje que 
emprendería. Pero cuando estuvo sola en la 
buhardilla se dio cuenta de un detalle en el 
que nadie había reparado: el canario polaco y 
qué harían con él. 
Esa noche, entonces, esperaba con Gas- * 
pard, aquel ratón que conocía todos los labe-
rintos y desagües de París. Teníamos hambre, 
48 
así que hicimos un plan básico para asaltar la 
alacena del primer piso, donde vivía el odioso 
señor Rousseau. Sabíamos que a Rousseau le 
gustaba beber coñac francés para dormir, lo 
que finalmente lo dejaba estirado en su cama 
o en el sillón de lectura sin posibilidades de 
que despertara; por lo tanto, sería fácil vaciar 
su despensa. 
Antes de bajar, riéndonos, alegres por 
la noche que nos esperaba con Gaspard y los 
otros ratones jóvenes, de pronto se me ocurrió 
una idea para pasar el rato. Les pedí a los que 
me acompañaban que se acercaran a la jaula. 
El canario apenas se inquietó por nuestra pre-
sencia, encaramados en su alambre. Les pedí 
que mordiéramos la rejilla lateral, por donde se 
introducían el agua y los granos de comida. Era 
el lugar más débil de la jaula de metal. Durante 
media hora todos colaboramos mordiendo, 
hasta que la pequeña rejilla de metal cedió. Se-
guimos doblándola hasta dejar un espacio que 
sobrepasaba los dos cuerpos de canario. Cuan-
do volví a mirar al ave, sus ojos parecían muy 
diferentes, observaban con sorpresa y emoción, 
pero no se atrevía a acercarse al orificio que 
habíamos dejado. Ordené a los ratones saltar 
hasta el alféizar de la ventana y así esperar a 
que el canario se decidiera. Lentamente bajó 
de su columpio hasta el piso de la jaula, luego 
49 
caminó con pasitos lentos, acercando el cuello. 
Su cabeza, con la manchita roja, fue lo primero 
que se asomó, luego sus dos patas apretaron la 
malla de metal que recién habíamos mordido. 
Todos nosotros pensamos en ese momento que 
desde esa altura simplemente se dejaría caer al 
piso, donde se quebraría el cuello o la cabeza. 
Cuando el cuerpo comenzó a caer pesado, de 
pronto emergieron por su espalda sus dos alas, 
aleteó en una ocasión y el cuerpo entero subió 
en un vuelo increíblemente rápido hacia el 
techo. Todo fué a una velocidad que nos dejó 
pasmados. Aquella ave, siempre inmóvil y 
lenta, de pronto tenía un vigor y una agilidad 
sorprendentes. Comenzó a volar por la estre-
cha buhardilla con tanta destreza que nosotros 
los ratones saltamos de alegría sobre el alféizar. 
Entonces sucedió, o mi memoria tal vez 
une momentos que ocurrieron separadamente. 
El canario de pronto se detuvo en la ventana 
circular, quedó allí quieto un instante, obser-
vando la oscuridad de la calle y moviendo su 
cabeza con rapidez. Pensamos que regresaría 
a su mutismo y a la melancolía habitual, pero 
fue solo un segundo porque enseguida, como 
una flecha sin control, se lanzó por la escalera 
hasta el piso de los Suran. En ese momento nos » 
dimos cuenta de que algo ocurría en la calle. 
Gaspard trepó hasta la ventana circular. Des-
50 
de allí miró hacia afuera y luego hacfa donde 
habíamos quedado nosotros paralizados. 
"Vienen" dijo, y aunque al principio 
ninguno entendió qué significaba aquello, 
cuando lo sumamos a la urgencia del canario, 
instintivamente corrimos hacia el piso por las 
paredes y la escalera. A l llegar abajo seguí el 
ruido de los aleteos del canario hasta el peque-
ño dormitorio de Anne. Entré y vi o escuché 
algo extraordinario: el canario, posado en una 
lámpara del velador, comenzó a cantar, deli-
cadamente al principio pero luego con gorjeos 
continuos y alegres. 
Anne despertó y también lo hicieron sus 
padres. Pero no alcanzaron a disfrutar del 
canto del canario polaco porque enseguida 
se escucharon fuertes pasos y carreras por la 
escalera. Joseph y la señora Marie se miraron 
sin decir nada. Por mi parte, escondido deba-
jo de la cama de Anne, cuando vi sus rostros 
comprendí que algo malo, muy malo, ocurriría. 
—Tu maleta, tu abrigo nuevo y tu mu-
ñeca —le ordenó la señora Marie a su hija, y 
enseguida abandonó la habitación. 
Anne se vistió mientras el canario la ob-
servaba posado en el velador. Cuando estuvo 
lista, escuchamos los golpes en la puerta. Anne 
se sentó al borde de la cama. En ese momento 
preferí salir del escondite. Nunca olvidé las 
51 
palabras de la niña esa noche porque esas 
palabras determinarían mi propia existencia: 
—Nos vamos, .señor ratón Miau, a un lu-
gar llamado Suiza. No llevaré ninguna de mis 
muñecas porque no puedo elegir una y dejar 
solas a las otras; espero que todasse acompa-
ñen y me esperen. 
Luego observó al canario y le dijo: 
—Ahora que no estás encerrado puedes 
quedarte junto al ratón Miau... Pero si quieres, 
también puedes venir conmigo. 
El canario, que parecía otro canario, uno 
distinto, entusiasmado y vital, dio un salto 
hasta las piernas de Anne y cantó bajito. En 
la otra habitación escuchamos las voces de 
los hombres que conversaban con Joseph, y 
la voz angustiada y triste de la señora Marie. 
Tal vez porque era joven o intuía que las cosas 
cambiarían no solo para los Suran, sino para 
todos, subí por el velador, avancé entre la 
colcha de la cama y llegué, como el canario, 
hasta el regazo de Anne, quien comprendió 
enseguida mi intención. Delicadamente en un 
bolsillo del abrigo dejó caer al canario polaco 
y a mí en el otro bolsillo. Se levantó, cogió su 
maleta y salió de la habitación. 
El departamento de los Suran estaba lleno 
de policías franceses. Traían papeles en los que 
se ordenaba llevar a toda la familia a un lugar 
52 
de "reacomodo", según las palabras dej encar-
gado. Discutieron unos minutos, pero Joseph 
y la señora Marie se dieron cuenta de que era 
inútil oponerse. Los policías parecían violentos 
y comenzaron a revisar la casa, arrojando los 
objetos al suelo. 
Unos minutos después, los Suran bajaron 
del piso rodeados por los policías. Cuando pa-
samos por el segundo piso, apareció el general 
Goliat en la puerta y quiso hablar con la policía. 
Les dijo que era una vergüenza que los propios 
franceses hicieran algo así con sus compatrio-
tas, y que él había participado en una terrible 
guerra no para llegar a estas circunstancias. 
Pero uno de los policías lo insultó y lo empujó 
hacia adentro de su departamento. El general 
cayó de espaldas, gritando furioso. Mientras 
bajábamos la escalera escuchamos, desde el 
segundo piso, la voz apagada del general, la 
que nos pareció que venía de muy lejos, de 
otra vida incluso, sin siquiera imaginarnos que, 
efectivamente, sus palabras serían las últimas 
que le escucharíamos. 
En el primer piso me asomé un momento 
afuera del bolsillo del abrigo donde iba cómo-
damente instalado, justo cuando se abría la 
puerta del departamento de Rousseau, quien 
miró con sus ojitos amargados. Entonces le vi 
sonreír con gusto por lo que ocurría. 
53 
Afuera, en la calle, estaba oscuro. Nadie 
se atrevía a asomarse por las ventanas. Dos 
camiones permanecían estacionados en medio 
de la vía. Cuando subimos comprobamos que 
otras familias estaban allí, apretadas, sentadas 
en el suelo. Anne abrazó a su madre y comen-
zamos el viaje. 
54 
7 
EL TRAYECTO N O fue largo, pero 
Anne se durmió profundamente. Escuchába-
mos en el interior del camión los murmullos de 
los demás. Algunos eran amigos o conocidos 
de los Suran y se alegraban de que al menos 
los trasladaran juntos. Otros, más confiados, 
decían que aquello sería transitorio, que proba-
blemente los dejarían más tarde en la frontera. 
Cuando el camión comenzó a disminuir 
su velocidad, desde el interior alguien logró 
ver dónde estábamos: era el distrito 15. A l 
detenernos y descender, los reflectores nos 
iluminaron. Los Suran despertaron a Anne y 
caminaron por donde les indicaban. Entramos 
55 
a un amplio recinto que Joseph reconoció ense-
guida. Cuando joven había corrido en bicicleta 
en ese lugar, el Vélodrome d'Hiver. 
Adentro estaba atiborrado de gente pre-
ocupada de organizarse de la mejor forma y 
obtener los pocos espacios libres que quedaban 
en el suelo. 
En la entrada, los gendarmes franceses 
les quitaron las maletas. Les permitieron solo 
frazadas y ropa. Nadie protestaba, preferían 
aceptar lo que ocurría porque, como comen-
taron arriba del camión, estaban convencidos 
de que aquello duraría muy poco y pronto los 
dejarían ir de regreso o los enviarían afuera 
del país. 
Mientras tanto, el canario polaco y yo se-
guíamos en el bolsillo de Anne. Debo decir que 
era el mejor lugar para quedarse, muy cómodo 
y tibio. Y desde que entramos al velódromo 
entendimos, tanto el canario como yo, que no 
debíamos llamar la atención. 
Joseph Suran buscó un lugar para dejar 
las frazadas. A l final consiguió un cuadrado 
en el suelo donde también esparció un poco 
de paja. Allí instaló a su familia. 
La primera noche no fue agradable. La 
luz permanecía todo el tiempo encendida » 
sobre las cabezas de la gente. A l día siguiente 
comprobamos que había aumentado la canti-
dad de personas en el lugar. La mayoría eran 
56 
familias judías. Anne encontró a una buena 
parte de sus amigos del barrio y eso la man-
tuvo ocupada. 
Sin siquiera ponernos de acuerdo, el 
canario polaco y yo nos escondimos en las si-
guientes horas. El canario voló hasta el techo 
y luego alrededor del velódromo buscando 
agua. Yo me escabullí, salí a la calle y entré a 
un almacén. Olfateé por varios minutos por si 
encontraba algún gato y me dispuse a comer 
algo. No me preocupaba el canario, sabía que 
regresaría, así como yo también lo haría. En 
el almacén vivía un hombre muy gordo, su 
nombre lo supe después: Guillard o el gordo 
Guillard. La llegada de las familias al velódro-
mo favorecía su negocio; estaba encargado de 
alimentar a la policía y a los gendarmes que 
vigilaban el lugar. Hizo entonces traer unos 
mesones que dejó en la calle, donde servía el 
almuerzo. Las primeras conversaciones que 
escuché de los gendarmes que comían allí me 
dejaron inquieto. Se decía que los "reacomoda-
dos" estarían pocos días en el velódromo, hasta 
que se decidiera qué hacer con ellos, tal vez en-
viarlos a otros centros en otras ciudades. Pero 
la decisión final no vendría de las autoridades 
francesas, sino de los alemanes que ocupaban 
el país. Esto me llenó de miedo por los Suran, 
por Anne en especial, quien seguía creyendo 
que viajaría a Suiza. 
57 
A l final del día regresé al velódromo. 
Crucé la calle y pasé por debajo de las alambra-
das. Anne parecía feliz de tener tantos amigos; 
cuando me vio me echó a uno de sus bolsillos 
y corrió a enseñarme en secreto a uno de ellos. 
También le contó que teníamos entre nosotros a 
un canario que cantaba muy bellamente desde 
que escapó de su jaula. Pero cuando intenta-
mos encontrarlo en lo alto del velódromo, no 
pudimos hacerlo. De todas maneras, el amigo 
de Anne tenía otra preocupación. Comenzó a 
quejarse por un dolor en el estómago que lo 
hacía quedarse sentado o echado en su frazada. 
A otros niños les ocurría lo mismo. Joseph se 
dio cuenta de que no habían comido nada en 
todo el día. A l final de la tarde los gendarmes 
les permitieron beber agua, pero las cañerías 
de los baños se rompieron y el agua no volvió 
a salir. La señora Marie llevaba en su bolsillo 
pasas y pan; fue lo único que comieron. Anne, 
que seguía optimista y alegre, se durmió ense-
guida. Joseph y su mujer se abrazaron al lado 
de su hija y conversaron en voz baja. 
A l día siguiente, Anne despertó con un 
sonido especial. En su cabecera de paja estaba 
el canario polaco cantando dulcemente. Los 
demás, alrededor de los Suran, se despertaron t 
con el canto, sonrieron sorprendidos y rodea-
ron a Anne. Y al final, como en una serenata, o 
58 
un concierto, se escucharon aplausos, aunque 
después de un momento cada uno volvió a la 
realidad del encierro. 
La comida, que repartían solo una vez al 
día, apenas alcanzaba y terminaba provocando 
discusiones y peleas. Nadie se podía lavar y 
muy pronto los niños se llenaron de piojos y 
se enfermaron por la suciedad. 
Lo único que alegraba, al menos en esa 
parte del velódromo, era la aparición del cana-
rio polaco desde los ventanales. En la mañana 
despertaba con su canto a los Suran y a los que 
los rodeaban. Durante el día el canario volaba 
a los edificios cercanos en busca de agua y 
comida, pero siempre regresaba. 
Cuando pasaron los días, la situación en 
el Vélodrome d'Híver se tornó preocupante. 
Los runos se enfermaban y a muchos, para 
evitar los piojos, les raparon la cabeza. 
Yo seguía mi rutina sin molestar a nadie 
y, al parecer,tampoco nadie se daba cuenta: 
por la noche cruzaba hacia el almacén de 
Guillard a comer. Antes de dormir, Anne me 
abrazaba debajo de su abrigo y me contaba 
historias, las mismas que decía les contaba a 
sus muñecas y que alguna vez escribiría. Como 
todas sus muñecas se quedaron cómodamente 
en la buhardilla de rué de 1'Avenir, esas histo-
rias me las contaba a mí. 
59 
Por las noches no dejaban de iluminar con 
esos focos. Era difícil dormir porque se escu-
chaban los quejidos, los llantos de los enfermos 
o de aquellos que no aguantaban el encierro y 
el hacinamiento. 
Una noche escuché el aletear del canario, 
lo vi posarse muy alto en un ventanal. Abajo 
la mayoría trataba de dormir, incómoda, re-
signada. Observé al canario y la manera como 
miraba detenidamente a las familias prisione-
ras. Tal vez descubrí en ese momento, o quise 
pensar, que el ave comprendía muy bien lo que 
estaba ocurriendo, lo entendía porque él había 
sido también un prisionero. 
60 
8 
JAL AMANECER, después de una se-
mana de vivir en el distrito 15, me encontraba 
cenando en el almacén del señor Guillard, 
quien, como era su costumbre, todas las noches 
se emborrachaba y, de esta forma, a su modo, 
era feliz y disfrutaba de los francos que ganaba 
con la prosperidad inusitada de su negocio por 
esos días. En la despensa encontré una botella 
de arenques en aceite. La estrellé contra el 
suelo y después de un momento cuando comía 
apetitosamente escuché ruidos en las paredes. 
No me preocupé demasiado porque si era otro 
ratón, podría compartir mi comida sin proble-
ma. Muy pocas veces los ratones discutimos 
61 
por algo así, sobre todo cuando hay alimento 
en abundancia. De todas maneras me escondí 
detrás de frascos de conserva y esperé que se 
acercara la visita. Vi una sombra, luego el cuer-
po de un ratón comiendo sobre mi arenque. 
En ese momento sentí una alegría inesperada. 
Después de sufrir esa semana lo mismo que los 
Suran o los demás en el velódromo, ahora, por 
fin, veía una cara conocida, alguien con quien 
hablar y comentar lo que estaba ocurriendo. Se 
trataba de Gaspard, el ratón de los desaguade-
ros de París. Él también se alegró de verme. En 
realidad me dijo que su propósito al llegar al 
distrito, después de averiguar los cambios en la 
ciudad, era encontrarme. Durante una semana 
vagó por las alcantarillas, hasta que dio con el 
velódromo después de enterarse de a quiénes 
trasladaban hasta allí. 
Antes de seguir conversando, Gaspard y 
yo preferimos comernos los arenques, es decir, 
cenar tranquilamente, porque para un ratón la 
comida es un rito. Cuando estuvimos satisfe-
chos pasamos por entre las piernas del gordo 
Guillard, que seguía durmiendo en un sillón. 
Subimos por las escaleras, llegamos a la azotea 
y nos encaramamos al techo de una buhardilla. 
Allí nos quedamos contemplando la luna, el río 
y la torre Eiffel que estaban muy cerca. Recor-
damos cuando en nuestro edificio hacíamos lo 
62 
mismo y creíamos que la vida era una sucesión 
de días iguales. En ese momento, Gaspard me 
confesó, su principal temor. Más que intuición, 
él sabía de buena fuente lo que ocurriría con to-
das las f amibas judías como la de los Suran. Los 
ratones de la ciudad sabían más que cualquiera 
y los que vagaban por las calles se enteraban de 
todos los secretos y confidencias. Me advirtió 
que si permanecía junto a Anne y a su familia, 
probablemente me ocurriría lo mismo a mí. 
Cuando le pregunté qué significaba "lo mismo", 
él bajó la cabeza en silencio. Gaspard no era un 
ratón sentimental, así que sabía que hablaba 
con conocimiento. Estaban firmadas las órdenes 
para trasladar a aquellas familias del velódromo 
hasta las afueras de París, a lugares de paso, y 
más tarde lo harían masivamente a destinos 
aún más lejanos. Me estremecí de miedo por 
Anne. Aquello que me contaba Gaspard no lo 
podía entender; en la lógica de nuestra colonia 
de ratones aquello era impensado. Nuestros 
ritos, nuestras costumbres y las acciones que 
emprendíamos ante una adversidad, ante la 
baja de la población o la escasez de alimento, 
o ante cualquier inconveniente, siempre tenía 
una justificación o un motivo de bien común, 
pero lo que ocurría en el velódromo no se podía 
explicar. Gaspard me miró, luego miró las luces 
de París allá en los edificios, y concluyó: 
63 
—¿Por qué tendríamos que entenderlos? 
La frase, sin rencor, sin emociones, me 
quedó dando vueltas en la cabeza. 
Gaspard me aseguró que se quedaría en 
los alrededores durante las próximas semanas 
por si necesitaba información o ayuda, o si me 
decidía a regresar a mi colonia. Nos reuniría-
mos por la noche en el almacén de Guillard, 
que sería nuestro punto de encuentro. 
Cuando regresé al velódromo y me aco-
modé bajo la frazada de Anne, no pude dejar 
de pensar en el canario polaco y su mirada esa 
noche contemplando a la gente prisionera des-
de la altura. Todo lo que me había prevenido 
Gaspard, el canario lo sabía, por eso seguía 
con nosotros. 
A la mañana siguiente, apenas salió el sol, 
el canario volvió a cantar. Entonces, algunos de 
los niñas enfermos dejaron de llorar y aquellos 
otros que sufrían hambre lo escucharon aten-
tamente y se sintieron mejor. 
64 
9 
DE PRONTO UNO de los gendarmes se 
acercó a Joseph Suran. Traía una bolsa de géne-
ro para forrar la paja. Dijo qtie era para Arme. 
También dijo que él tema una hija viviendo en 
la ciudad de Ruán. Se acercó a Joseph después 
de reconocerlo como el escritor de El pequeño 
estudiante Simón; él era uno de sus lectores. El 
libro lo compró para su hija mayor, y lo habían 
leído juntos; incluso, más tarde lo llevó a una 
de sus clases, porque antes de gendarme, antes 
de la ocupación, trabajaba haciendo clases en 
una escuelita de Ruán. Dijo que lo admi raba y 
lamentaba encontrarlo en esas circunstancias, 
pero tampoco podía hacer nada, pues sus 
65 
superiores eran estrictos; ni siquiera podía 
hablar demasiado con ios prisioneros. Esa 
fue la confirmación que deseaba escuchar, ese 
título inmerecido que dejó escapar el guardia; 
"prisioneros". Si Anne lo era, al igual que su 
padre y su madre, entonces yo también era un 
prisionero. El gendarme dijo que su nombre era 
Emile y que esperaba abandonar muy pronto 
ese trabajo para volver a sus clases. Dejaría 
París y regresaría a su ciudad a encontrarse con 
su familia. Incluso le señaló que guardaba en 
el cuartel un ejemplar de El pequeño estudiante 
Simón y que lo traería al velódromo para que 
lo firmara. Joseph se alegró de tener a alguien 
en quien confiar entre los guardias. 
Dos días después, una noche, apareció 
otra vez Emile, traía el ejemplar de su libro, 
que Joseph firmó con gusto. Pero además venía 
con noticias, tal vez no tan malas, le aseguró. 
A l día siguiente llevarían a un grupo, en el que 
se encontraban ellos, hasta Drancy, en el no-
roeste de París. Joseph había escuchado hablar 
de ese centro, una cárcel para judíos, gitanos 
y opositores, lo que al menos sería mejor que 
el lugar donde estaban ahora. La señora Marie 
también se alegró con la noticia; después de 
diez días en el velódromo había bajado de peso * 
y parecía enferma. 
Esa noche me acerqué más temprano al 
66 
almacén de Guillard, quería despedirme de 
Gaspard. 
Gaspard no estaba convencido de ese 
traslado, pero entendía que cualquier cambio 
sería mejor, más confortable que el lugar donde 
actualmente estábamos. Insistió en el ofreci-
miento para mí de regresar con mi colonia, pero 
otra vez me negué. En esos diez días muchas 
cosas pasaron por mi mente, sentía que en ese 
corto tiempo había cambiado, no era el mismo, 
no era el mismo ratón joven y travieso de la 
colonia, y mi espíritu, o debo decir mi nuevo 
espíritu, me obligaba a seguir adelante. Gas-
pard aceptó mi decisión, pero me pidió que lo 
acompañara; antes de partir quería mostrarme 
algo. Pasamos por entre los calcetines rotos 
del gordo Guillard, borracho en la mecedora, 
estirado como un hipopótamo en el barro. Su-
bimos por la escaleray luego por los recovecos 
de las paredes interiores. Nunca había estado 
en esa parte de la casa. Cuando llegamos al 
techo, descendimos por una canaleta hasta un 
pequeño espacio que parecía una buhardilla 
falsa, pues no tenía ni puerta ni entrada o esta 
estaba clausurada hacia el interior y solo se 
abría hacia el exterior por una ventana y un 
baño de madera escondido entre el techo. Allí 
encontramos a tres mujeres, dos jóvenes y una 
vieja. Gaspard dijo que estaban escondidas, 
67 
que las tres debieran estar en el velódromo 
después de aparecer en una lista, pero que, en 
cambio, el gordo Guillard las había protegido. 
Las tres eran vecinas del almacenero. Guillard 
se arriesgaba considerablemente al ayudarlas 
de esa forma. Durante el día daba almuerzo 
a los gendarmes y a la policía francesa en el 
primer piso, y por las noches les subía comida 
a aquellas mujeres. Gaspard y yo observamos 
por la pequeña ventana a las mujeres que in-
tentaban llevar de la mejor forma el encierro, 
sin luz, imposibilitadas incluso para conversar 
en voz alta. 
Mientras comíamos en la despensa de 
Guillard, pensé en aquel hombre, tan simple 
en apariencia, enfermo por el alcohol y la am-
bición de dinero y los negocios, pero con un 
espacio para los demás en el corazón. 
Por la mañana, y como era costumbre, 
todos en el velódromo esperamos al canario 
polaco. Y no falló, pero como si presintiera que 
sería su última actuación en el lugar, se posó 
sobre la viga de metal en lo alto y comenzó a 
cantar, mientras era observado por la gente 
encerrada allí, e incluso por los guardias. Los 
rostros que miraban hacia arriba lucían de-
macrados, pálidos y sucios, pero para sus ojos 
ese canto era como una ducha de agua tibia y 
tonificante, que los limpiaba y los sanaba o, 
68 
al menos, los reconfortaba. A l final de la ac-
tuación comenzaron los aplausos y la policía 
llegó a poner orden. Preguntaron de dónde 
provenía esa ave, pero les respondieron min-
tiendo que era solo un pájaro extraviado en los 
techos. Cuando los guardias se acercaron a la 
familia Suran, Anne se adelantó y les explicó 
que era el canario polaco, el único canario que 
canta cuando no está preso en una jaula. Los 
guardias se rieron de la niña y no siguieron 
preguntando. 
Tal como se lo adelantaron a Joseph, al 
mediodía los gendarmes pasaron leyendo una 
lista en la cual estaban incluidos los Suran. 
Anne se puso rápidamente su abrigo y allí, 
sigilosamente, en los bolsillos nos acomodamos 
el canario y yo. 
Salimos del velódromo en un camión. El 
aire del verano era caluroso, pero infinitamente 
más fresco que en el recinto. Nos alegramos. 
Entre los que venían encontramos judíos 
húngaros y polacos que habían llegado hacía 
pocos meses a Francia como refugiados. Anne, 
llena de dudas, aprovechó y les preguntó a los 
polacos si en su país existía un ave, un canario, 
para ser más exacta, que era conocido como 
"el canario polaco". Uno de los polacos era 
profesor, no conocía y nunca había escuchado 
de la existencia de un canario exclusivamente 
69 
de Polonia. Los canarios provenían de una 
isla, justamente llamada islas Canarias, pero 
también de islas como Madeira y Azores. Des-
de esos lugares los habían llevado al resto de 
Europa hacía varios siglos. Entonces Anne le 
contó por qué no cantaba su canario. El profe-
sor sonrió y le respondió que probablemente 
tenía razón, aquello era un buen motivo para 
no cantar, aunque le aseguró que no todos 
los canarios cantaban y los que lo hacían eran 
siempre machos. Él conocía un tipo de canario 
llamado Harz, un canario alemán. En la ciudad 
"polaca de Varsovia, donde hacía clases antes 
de la guerra, tenían una pareja de ellos en un 
patio. Sus alumnos se reunían alrededor de 
los canarios de color amarillo que cantaban sin 
siquiera abrir el pico. 
Anne quedó fascinada por lo que le es-
cuchó al profesor durante el viaje, pero tenía 
también su propia teoría de por qué y en qué 
ocasiones su canario cantaba, y era simplemen-
te porque su canario era un canario polaco, es 
decir, era especial. 
70 
10 
A DRANCY LLEGAMOS por la tarde. 
El lugar estaba cubierto de alambradas. El edifi-
cio interior donde nos quedaríamos era amplio 
y acogedor, con varios pisos; anteriormente 
había sido ocupado como cuartel de policía. 
Intentaron conseguirnos un sitio donde que-
darnos, pero como se hacía tarde, nos alojaron 
provisoriamente en una sala de la recepción. 
Para los Suran y ios que venían con ellos fue 
como estar de vacaciones comparado con los 
días en el velódromo. Pudieron ducharse y 
al final del día tomaron sopa de sémola. De 
todas maneras, la salud de la señora Marie 
empeoraba. Entonces llegó un doctor judío, la 
71 
examinó, y dijo que probablemente se trataba 
de disentería y que debía descansar. Antes de 
salir de la habitación, el doctor le recomendó 
que intentara mostrar su mejor cara porque 
las autoridades alemanas estaban en el lugar 
y algo preparaban. Ninguno de los que recién 
llegamos entendimos a qué se refería el doc-
tor. Anne se quedó largo rato mirando por la 
ventana hacia los patios, donde esperaba jugar 
y donde vio a muchos niños. El único entre 
nosotros que parecía inquieto era el canario 
polaco, que se agitaba en el bolsillo del abrigo. 
Esa noche todos durmieron tranquila-
mente y hasta la señora Marie se sintió mejor 
con la sopa caliente y las frazadas limpias. 
Antes de que amaneciera, comenzaron 
los ruidos de camiones en el patio, las voces de 
soldados y gendarmes y los ladridos de perros. 
Vimos aparecer a Emile. el guardia, quien nos 
había trasladado en un camión del que estaba 
encargado. Venía agitado y nervioso. Le hizo 
una señal a Joseph y salieron juntos al pasillo a 
conversar. Por supuesto, no esperé y los seguí 
para escuchar lo que tenía que decir. Emile le 
explicó que las órdenes habían cambiado, que 
desde hoy todos ellos serían reubicados muy 
lejos de Francia, en cárceles especiales, donde » 
deberían trabajar y de las que se contaban ho-
rrores desde hacía meses. Como Joseph era un 
72 
* 
hombre inteligente, valoró esa información y 
trató de pensar con rapidez. Le advirtió a Emile 
que tenía dinero, el dinero del adelanto de Las 
nuevas e increíbles aventuras del estudiante Simón 
que había obtenido de la imprenta, y que se lo 
entregaría en su totalidad si evitaba que Anne 
viajara con ellos en esos traslados. Joseph sabía 
que hacía lo correcto y que tampoco tenía otra 
opción. 
Esa mañana los acontecimientos se des-
encadenaron con rapidez. Los recién llegados 
y un grupo importante serían llevados a la 
estación, desde donde iniciarían un viaje muy 
largo hasta las cárceles de Polonia. Los Suran 
no permanecerían más de veinticuatro horas 
en Drancy. Joseph le explicó con angustia a su 
mujer lo que ocurría, intentando no inquietar 
a los otros prisioneros y menos a su hija. La 
señora Marie asintió con la cabeza y abrazó a 
su marido. 
A l mediodía, Emile llegó otra vez al reci-
bidor del edificio. En la entrada habían asegu-
rado las alambradas y asignado más guardias 
y gendarmes. El plan era simple. Uno de los 
camiones que los llevaría a la estación sería 
conducido por Emile, junto con un amigo de su 
pueblo en el que confiaba. En la parte posterior, 
protegiendo a los prisioneros, se sentarían tres 
gendarmes armados. 
73 
En los pocos minutos que quedaban, la 
señora Marie le habló a Anne como nunca lo 
había hecho antes. Ni el canario en un bolsillo 
ni yo en el otro pudimos escuchar qué le decía 
pues se lo susurró al oído, pero presentimos 
que eran palabras o consejos trascendentales. 
El padre y la madre tenían esperanza de volver 
a reunirse con su hija, pero también sabían que 
podrían ser esos los últimos momentos con ella. 
Anne misma comprendió lo que ocurría, quiso 
llorar, pero entendió que no correspondía, que 
debía ser como los personajes de sus historias, 
muy fuerte, muy noble. 
Los gendarmes pasaron por las habita-
ciones del primer piso y el recibidor leyendola lista. Los Suran, el profesor polaco, algunos 
gitanos y judíos fueron subidos a los camiones 
que partieron enseguida. 
En el camino todo estaba preparado por 
Emile. Los que viajaban atrás debían intentar 
impedir que ios guardias sospecharan. Para 
Anne ese instante fue muy rápido, pero toda 
su vida posterior repitió en su memoria, una y 
otra vez, ese momento arriba del camión: unas 
veces le parecían horas, otras, solo segundos. 
Sintió el abrazo de su padre y de su madre, 
sus besos rápidos, sus lágrimas. Siempre quiso » 
intentar recordar lo que se dijeron a susurros. 
Y solo recordó frases sueltas: "Te amo", "cuí-
74 
date, hija", o tal vez más adelante creyó que 
había escuchado decir algo así. Joseph abrió la 
ventanilla que unía la carrocería con la cabina 
y por allí introdujo a su hija. Los guardias en la 
parte posterior no alcanzaron a ver nada. En la 
cabina Emile recibió a Anne, la acomodó en lo 
más profundo del piso y le pidió que no habla-
ra, que no emitiera ningún ruido ni se moviera. 
Anne comenzó a sollozar, pero casi enseguida 
se contuvo cerrando los ojos y apretando los 
labios; no quería que sus padres la escucharan. 
Unos minutos después los camiones se detu-
vieron en la estación de Irenes. Me deslicé por 
detrás del asiento del copiloto del camión. Los 
guardias bajaban prisioneros hasta los patios y 
andenes. El lugar estaba rodeado de guardias y 
en el horizonte se veían soldadas alemanes ves-
tidos con uniformes negros. Los trenes estaban 
preparados para partir. V i bajar a Joseph y a su 
mujer, abrazados, y mientras avanzaban mira-
ban hacia Ja cabina del camión. Anne inmóvil 
parecía dormida en el piso. Comenzaron a subir 
al tren en silencio. Escuchamos los ladridos de 
los perros y las órdenes de los gendarmes. Se-
guí con la vista hasta donde pude a los Suran. 
No sabía, aunque creí también imaginármelo 
casi con certeza, que sería la última vez que los 
vería. Y así fue. El 22 de agosto de 1942, ese fue 
el último día que vi a Joseph y a Marie Suran. 
75 
11 
EN EL GRANERO de los Muller los 
ratones, acostumbrados a mis historias, de-
cretaron otro descanso, que aprovechamos 
para comer un poco y, los más pequeños, para 
jugar mordisqueándose entre ellos. Tengo que 
decir que nuestra colonia no es pequeña. Sus 
líderes —porque son varios— son reflexivos y 
no asumen grandes riesgos que podrían per-
judicarnos. Sabemos que cuando comience a 
escasear el alimento o surja algún peligro exter-
no, a veces de parte de los humanos de la casa, 
simplemente y con la urgencia que lo exija nos 
trasladaremos del lugar. Seguiremos rodean-
do lentamente el gran lago, que admiramos y 
77 
tememos, pues es el lugar al que ningún ratón 
debería acercarse. Muy pocos -y yo soy tal vez 
el mejor ejemplo- conocen una gran travesía 
sobre las aguas. M i historia debería concluir 
en algún momento relatando esa travesía so-
bre el mar, que dé cuenta de cómo salté de un 
continente a otro para llegar a este rincón del 
mundo, un rincón bello y apacible, Heno de 
emigrantes alemanes o de familias chilenas, 
trabajadores pacíficos, a quienes les gusta la 
música, y ayudan y acogen a todos los que lle-
gan, tan diferentes a los que conocí en aquella 
época en que debí huir como prisionero. 
Pero las cosas tampoco han sido siempre 
agradables y llevaderas en la colonia del lago. 
Problemas, por supuesto, han existido. Cuando 
vivíamos con Margaret Hoelker, a algunos ki-
lómetros de aquí, sufrimos una temporada con 
el Talaban, pues todas las noches nos atacaba 
con saña y violencia. El Talaban era el nombre 
con que los padres ratones atemorizaban a 
sus crías. Pero Talaban no era una invención, 
existía. Era un peuco muy grande que tenía 
su nido en unos espinos cerca de la casa de 
Margaret. El peuco cazaba de día, a veces 
ratones, a veces pollos del gallinero. Pero un 
día comenzó a diezmarnos solo a nosotros los 
ratones. Permanecía horas acechando arriba 
de los árboles o escondido en los techos, y 
78 
cuando uno de nosotros aparecía en un lugar 
descubierto lo atrapaba con sus garras negras. 
La situación se complicó aún más cuando co-
menzó a cazar también de noche. Su único ali-
mento entonces éramos nosotros. En la colonia 
nos reunimos para decidir qué hacer, pues el 
enorme peuco parecía dispuesto a aniquilarnos 
completamente. El miedo también comenzó a 
inmovilizamos. Después nos enteramos por 
qué actuaba de esa forma. En el verano ante-
rior unos sobrinos de Margaret persiguieron 
a Talaban porque querían criar gallinas y el 
peuco atacaba a los polluelos. En una ocasión 
lo emboscaron y con una honda y una piedra 
lograron aturdido con un golpe en la cabeza. 
El peuco quedó inconsciente sobre unas ramas 
y los sobrinos de Margaret creyeron que lo ha-
bían matado. Pero Talaban se recuperó. Voló 
hasta un bosque de pinos donde permaneció 
una temporada. Estaba herido y poco faltó 
para que muriera. Pero se recuperó y cuando 
lo hizo no era el mismo, había cambiado, ahora 
no solo cazaba para comer, sino para matar, 
para vengarse de lo que le había ocurrido a él. 
Así también regresó a la parcela de Margaret 
en primavera, pero como ella había vendido 
todas sus gallinas y prefirió cultivar la tierra y 
comenzar su producción de mermeladas. Ta-
laban dirigió sus ataques a los más débiles: la 
79 
colonia de ratones. Parecía que su vida entera 
solo tenía el proposito de destruirnos. Entonces 
nuestros líderes tomaron medidas especiales, 
limitaron las salidas de los túneles debajo de la 
casa y de las madrigueras. Pero tampoco esto 
sirvió de mucho y las muertes continuaron. 
Así pues, preparamos un plan extraordinario: 
contraatacaríamos. La misión era suicida. De-
bíamos localizar el nido de Talaban, esperar 
que no estuviera allí y envenenar el alimento 
que encontráramos en su nido. El encargado 
de aquello sería un ratón muy audaz y valiente 
que era conocido como el Osornino. Su nom-
bre se debía a que era un ratón de la ciudad 
de Osorno. 
Hace un tiempo, el Osornino comía fe-
liz y sin problemas en una feria de frutas y 
verduras en la ciudad cuando sin percatarse 
ingirió veneno. Por supuesto, el veneno le 
afectó, pero no alcanzó a matarlo. Quedó in-
consciente entre la fruta en el mismo momento 
en que el vendedor cargó sus productos para 
comenzar a repartirlos por los alrededores. 
Así, el ratón llegó a Puerto Octay, en medio 
de un cajón de sandías y melones. Margaret 
compró esa fruta con la que esperaba atender 
a sus sobrinos de Santiago ese verano. Nadie * 
se dio cuenta de que en el fondo de los cajo-
nes había quedado atrapado, casi muerto, un 
80 
ratón. La noche que llegó a la colonia, uno de 
los nuestros lo encontró. Lo arrastraron a las 
madrigueras. Respiraba, pero creímos que se 
moriría. Después de una semana se recuperó 
y cuando estuvo bien no solo se sintió mejor, 
sino con ganas de ayudar en la colonia. Desde 
entonces se transformó en el más entusiasta y 
trabajador de todos nosotros, y cuando se le 
preguntaba sobre ese entusiasmo respondía 
riendo: "Es que yo ya estuve muerto", como 
si eso fuera suficiente para asumir cualquier 
riesgo en favor de la colonia. A partir de ese 
momento, algunos lo comenzaron a llamar el 
"ratón loco", pero cuando se dieron cuenta de 
que tenía buenas intenciones se lo cambiaron 
al Osornino, por la ciudad de la que provenía. 
Cuando localizamos el nido del peuco 
entre las espinas de un cardal, el Osornino 
emprendió la salida cargando veneno para 
ratones, que guardábamos de algunas de las 
ocasiones en que Margaret se enemistó con no-
sotros. Por supuesto, el problema principal era 
que el peuco, con su poderosa vista, localizaría 
a cualquiera que se moviera frente a su nido. 
Pero entonces sucedió un hecho que cambió 
todo, uno trágico. Margaret había recogido a 
cinco cachorros de gato, recién nacidos, que 
esperaba criar. A nosotros, lo he dicho antes, 
no nos preocupan los gatos, es cierto, somos 
81 
distantes, pero nos limitamos a vivir en ten-
sión sin molestarnos

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