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UNIDAD 1 literatura 1

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LITERATURA EN LENGUA ESPAÑOLA I (Profesora Dra. Ana Barandela)
UNIDAD 1
LITERATURA CONTEMPORÁNEA
La narrativa hispanoamericana más reciente (de 1975 en adelante), tras haber experimentado innovaciones vertiginosas en las décadas del sesenta y setenta que le merecieron el nombre de “nueva” ha sido designada, a su vez, con calificativos como "novísima", "posmoderna” o del "post-boom". Ninguno de los conceptos es preciso y hay quien dice que todos son malogrados, pero el término "post-boom" ha sido el más usado y el más criticado, tal vez, porque "tiene la desdicha de ser correlativo de otro movimiento, de hace un cuarto de siglo, que todavía se discute y cuyo nombre no fue ni muy acertado ni aceptado: el boom" (GARGANIGO, 2001, p. 668). 
¿Qué te llama la atención en la cita anterior?
Como puedes ver la literatura hispanoamericana en nuestros días está marcada, sin lugar a dudas, por lo que se conoce como Boom. El Boom, como su nombre lo indica, fue una explosión. Desde la segunda mitad del siglo XX y principalmente en los años 60, un grupo de autores publicaron obras que fueron bien recibidas por la crítica y por el público y traducidas a varios idiomas por lo cual fue ampliamente divulgada en Europa y en el resto del mundo. Estas obras se destacaban por su preocupación por la estructura narrativa, y estaban impregnadas, básicamente, por la búsqueda de la identidad latinoamericana, por el auge del comunismo después de la Segunda Guerra Mundial y por el triunfo de la Revolución cubana. Esta literatura incluía reflexiones sociológicas, filosóficas y literarias. Entre sus obras más representativas podemos citar Rayuela del argentino Julio Cortázar, La muerte de Artemio Cruz del mexicano Carlos Fuentes, entre otras, pero quizás la más conocida sea Cien años de soledad del colombiano Gabriel García Márquez.
Pero esa realidad americana de la década del 60 e inicio de los 70 se fue transformando. Los escritores contemporáneos con todo este bagaje del boom, e, impregnados, además, por la nueva realidad que estaban viviendo estos países latinoamericanos, en relación a las drogas, la mafia y el sida, entre otros; transformaron la literatura con nuevos temas y nuevos estilos. El nuevo siglo provocó el nacimiento de otros nuevos narradores cosmopolitas que buscaron y optaron por un discurso diferente, más acordes con los nuevos tiempos. Darle nombres a esta nueva tendencia ha sido muy difícil aunque como vimos en la cita la nomenclatura más utilizada ha sido literatura del post boom.
¿Y todos los escritores contemporáneos tienen características semejantes?
No. La producción actual es sumamente heterogénea, pero en líneas generales a esa literatura del post boom la podemos dividir en dos grupos: los autores del post boom, propiamente dichos, que están asociados al concepto de la post modernidad, y otro, formado por pequeñas asociaciones que se denominan así mismos con diferentes nombres entre los que se encuentran: novísimos, macondianos, petit boom, babélicos, planetarios; etc., todos ellos se consideran producto de la globalización. Este segundo grupo fue el que, primordialmente, ejerció presión para que el libro sea convertido en producto de consumo, sometido a las mismas leyes del mercado. Por eso, muchas de sus producciones son analizadas por el número de vendidos, más que por su calidad literaria. Sus libros son puestos en las librerías dentro de un contexto y un andamiaje prefabricado con el fin de atraer al mayor número de consumidores, sin importar que este hecho signifique al escritor sacrificar la complejidad narrativa y optar por una escritura leve y fácil. 
Por su parte los escritores del post boom se vinculan al concepto de postmodernidad que alude directamente a la desconfianza y al rechazo que provoca en estos escritores el discurso autoritario. Se los vincula con un compromiso de cambio de jerarquización de los conceptos cultura “elevada” y vida cotidiana; son los defensores de los márgenes, de su valoración y preservación; para estos escritores el margen debe ocupar un lugar preeminente en la literatura. Con ellos triunfa el concepto de hibridación y relegan a un segundo plano el tema de la identidad; se interesan en la heterogeneidad y los fenómenos del mestizaje. Pero, al analizar objetivamente lo planteado uno se da cuenta de que mucho fue también interés de los escritores del boom, quienes se mantuvieron atentos y dispuestos a renovarse y a comprender las nuevas estéticas del momento. Resulta, entonces, que lo postmoderno vendría a ser una negación y al mismo tiempo una afirmación del paradigma de los escritores del boom. Porque si bien es cierto como principio reniegan de las ideas implícitas existentes en esa literatura, por otro lado, muchos continúan experimentando la estructura narrativa aprendida de sus antecesores.
¿Y cuándo es que termina el boom y comienza esta nueva etapa?
Ese límite entre el antes y el después del boom es un poco confuso porque autores que pertenecieron al boom siguieron escribiendo hasta los días actuales, sin embrago John Garganigo (2001, p. 669) nos explica que:
Quizás 1977 sería un año clave para tomarlo como punto de partida en nuestras consideraciones sobre la transformación de las formas narrativas, puesto que de aquí en adelante -al calor del éxito de los "novísimos"- entre los escritores más descollantes del boom puede observarse un progresivo abandono de formas estructuralmente complejas, herméticas, metaliterarias, a favor de novelas más accesibles al lector, organizadas alrededor de una trama-legible. Tras haber cultivado estructuras tan laberínticas como las de Conversación en La Catedral, El obsceno pájaro de la noche, Terra nostra y El otoño del patriarca: Mario Vargas Llosa, José Donoso Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez derivan con sus "novísimas" novelas hacia un estilo más sencillo y una organización del relato sobre un argumento fácil de seguir. Sin embargo, hay que notar que es engañosa la sencillez de novelas como La tía Julia y el escribidor (1978) de Vargas Llosa, La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria (1980) de Donoso, La cabeza de hidra (1978) de Fuentes o Crónica de una muerte anunciada (1981) de García Márquez. En todos estos casos la aparente reproducción de modelos de literatura y cultura populares (literatura detectivesca, radionovelas, romance) desemboca en una transgresión por medio de las más diversas formas de humor (parodia, ironía, carnavalización, inversión y distorsión grotesca).
Además de esa delimitación difusa podemos observar que cuando se intenta esbozar un panorama de la narrativa contemporánea cualquier tentativa de sistematización es debatible y parcial debido a la inmediatez de los fenómenos descritos y a la enorme diversificación formal de la escritura hispanoamericana de las últimas dos décadas. Sin embargo todos coinciden en la evolución literaria concebida en términos de continuidad y ruptura. Dicho de otra manera: mientras la narrativa contemporánea rechaza, critica y parodia algunas premisas de la escritura precedente, al mismo tiempo profundiza en los temas heredados y consagra los recursos formales hasta ahora marginados. 
¿Cómo puedo diferenciar esa narrativa contemporánea?
Aunque reiteramos la gran diversidad formal de la literatura contemporánea podemos señalar algunas características comunes a esta narrativa que surge a partir de 1975 como son:
1) Recuperación del realismo, se relega la fantasía a un segundo plano. Se sienten cómodos describiendo situaciones cotidianas, y reescribiendo temas ya tratados
2) Un tangible aumento de novelas de tema histórico que emprenden la tarea de releer la historia por medio de una reflexión metahistórica, que incluye la parodia y la distorsión grotesca con el objetivo de desconstruir la historiografía oficial. 
3) Auge del testimonio. La novela testimonial llega a convertirse en una de las formas más cultivadas y críticamente reconocidas. 
4) El exilio interior y exterior, motivo de distancia y desgarramiento.
5) La creciente importancia deautores no capitalinos y la vuelta a temas rurales y a la exploración de la tierra y la denuncia social. 
6) El enriquecimiento de los distintos registros del lenguaje coloquial con las variantes regionales y la insistencia particular en el habla de los que —a causa de su clase social, raza, sexo o preferencia sexual — han sido marginados o considerados “periféricos” a la cultura dominante (burguesa, europeizante, patriarcal). 
7) La osadía en la exploración de la sexualidad y el erotismo.
8) Una presencia establecida de la escritura femenina y el creciente reconocimiento crítico de la misma. 
9) En contraste con la prosa del boom, la novísima narrativa abandona tanto los grandes metadiscursos (el mito) como la obsesiva búsqueda de la identidad (latinoamericana nacional). De acuerdo con las tendencias de la posmodernidad, el énfasis recae en la fragmentación de la identidad y del canon estético, de ahí la insistencia sobre lo local, lo diferente, lo periférico.
Veamos algunos ejemplos.
Fragmento 1.
 (…)Reconciliarme con mi cuerpo una vez que me quedaba sola en la cama fue un desafío. La sensibilidad de mi piel era tal que me preguntaba si la pérdida de la virginidad era para la biología femenina la señal para que se activaran terminaciones nerviosas dormidas hasta entonces. El roce de las sabanas bastaba para provocarme la memoria y desatarme un deseo persistente que no cedía a mis intentos de pensar en otra cosa. Me revolvía insomne hasta que aceptaba rendirme a mis instintos. Entonces me sacaba la camisa de dormir, las bragas, y dejaba que la desnudez, el contacto de mi piel con el aire de la noche avivara mi imaginación como el oxígeno anima la llama. El calor me subía a las mejillas y en el oscuro espacio de mis ojos cerrados surgían otros entornos y circunstancias. Mis manos, entonces, jugaban el papel de amantes fogosos. Vueltas ellos acariciaban mis pechos, mi estomago, mi sexo. Sin titubeos, dueños de información precisa de las coordenadas de mi placer, me hurgaban las fuentes, encontraban el agua abundante y cálida. Lenta, muy lentamente, como quien carameliza una fruta, la untaban sobre el pequeño pistilo de mi sexo hostigándolo, sacándolo de su encierro, convirtiéndolo en el tenso detonador diminuto de tormentas de polen. Poseídos de mi urgencia y mis gemidos, los amantes dedos se tornaban entonces en colibríes aleteando vertiginosamente sobre la flor de pétalos carnosos que desde mi centro se extendía hasta llenarme de aromas el cerebro. Al fin, la flor enorme, ululando y deshaciéndose en pulsaciones y contracciones, soltaba sus etéreas nubes amarillas, mientras el manojo de pétalos mojados que era yo, flotando sobre la delgada cama de hierro, retornaban despacio a su existencia de muchacha.
Ciertas noches volvía a repetir el rito una y otra vez. Me retaba a indagar los limites de mi sed o mi resistencia; a saber si aquello no podría ser acaso una manera feliz de suicidarse. Pero no era tanta mi fortaleza ni mi deseo de morir y a la postre me quedaba dormida. (…)
BELLI, Gioconda. El pergamino de la seducción. , 2005
Fragmento 2
Fermín movió lentamente el vaso de grapa con limón y luego lo situó a la altura de sus ojos, para mirar, a través de esa transparencia, el rostro distorsionado de Javier.
—Parece mentira. Casi una hora de carretera, no siempre impecable, con el correspondiente y abusivo gasto de nafta, nada más que para tener el honor de conversar un rato con el ermitaño que volvió del frío.
—Del calor, más bien.
—Veo que no has perdido la vieja costumbre de enmendar mis lugares comunes, que, por otra parte, siempre han sido mi fuerte. La verdad, Javier, no comprendo por qué, desde que volviste, te has recluido en esta playa de mierda.
—No tan recluido. Dos veces por semana voy a Montevideo.
—Sí, en horas incómodas, cuando todos estamos laburando. O durmiendo la siesta, que es uno de los derechos humanos fundamentales.
—Ya sé que ustedes no lo entienden, pero necesito distancia, quiero reflexionar, tratar de asimilar un país que no es el mismo, y sobre todo comprender por qué yo tampoco soy el mismo.
—Quién te ha visto y quién te ve. De insumiso a anacoreta.
—Nunca fui demasiado insumiso. Al menos, no lo suficiente.
—¿Vas a seguir solo? ¿No pensás traer a Raquel?
—Eso terminó. Aunque te parezca mentira, el exilio nos unió y ahora el desexilio nos separa. Hacía tiempo que la cosa andaba mal, pero cuando la disyuntiva de volver o quedarnos se hizo perentoria, la relación de pareja se pudrió definitivamente. Quizá «pudrió» no sea el término
apropiado. Tratamos de ser civilizados y separarnos amigablemente. Además, está Camila.
—¿Por qué Raquel quiere quedarse? ¿Qué le ha brindado España? ¿Por qué permanecer allí es para ella más importante que seguir contigo?
—Aquí lo pasó mal.
—¿Y vos no?
—Yo también. Pero reconocé que hay una diferencia entre pasarlo mal por lo que vos hacés y pasarlo mal por lo que hizo otro. Y para ella ese otro soy yo.
—Vamos, Javier. No me vendas ni te vendas tranvías. Ni carretas de bueyes. Justamente a mí, que me sé de memoria tu currículo. A ver, confesate con este sacerdote. ¿Qué fue eso tan grave que hiciste?
—Sólo pavadas. En cana, propiamente en cana, estuve apenas quince días, y no lo pasé tan mal. Pero en el libro de los milicos figuro siete veces. Conversaciones telefónicas, algún articulito, firmas aquí y allá. Pavadas, ¿no te dije?
—¿Y Raquel?
—Raquel nada. La interrogaron tres veces. Le preguntaban sobre mí, pero a esa altura yo ya estaba fuera del país, al principio en Porto Alegre, luego en España. Muerta de miedo, la pobre. Y sin embargo los convenció de que lo ignoraba todo. La verdad es que efectivamente lo ignoraba. Quizá por eso los convenció. En cambio nunca la pude persuadir (a ella, no a la policía) de que yo no era un pez gordo, sino una simple mojarrita. Más aún, siempre creyó que yo no le confesaba mis notables misiones secretas, simplemente porque no confiaba en ella. Ahora bien, esa crisis pasó; fue difícil, pero pasó. Muy pronto nos sentimos felices por estar a salvo. Y poco después más felices aún, porque quedó embarazada, y todavía más cuando, precisamente el día que nació la nena, conseguí por fin un trabajo casi decente. No obstante, aquella vieja sospecha había quedado sin resolver. Más de una vez estuve a punto de mentirle, de inventar cualquier historia heroica que le sonara a verosímil, pero no pude. Pensé que algún día se enteraría e iba a ser mucho peor. Y además me pareció una falta de respeto hacia aquellos que sí habían arriesgado mucho. Además, en Raquel hay otro elemento que también cuenta: no tiene confianza en la invulnerabilidad de esta democracia, cree que en cualquier momento todo puede desmoronarse y no se siente con ánimo para empezar, de nuevo y desde cero, otro recorrido de angustias. Si antes fue difícil, me decía, imaginate ahora que somos doce años más viejos.
[…]
—Ahora decime, con franqueza: ¿cuándo te empezó la nostalgia, o al menos una nostalgia tan compulsiva como para que rompieras con Raquel?
—Ruptura no es la palabra. Implica violencia, y lo nuestro fue más suave. Doloroso sí, pero suave. Son muchos años de querernos, y querernos bien. Digamos separación.
—Digamos separación, entonces. Replay: ¿cuándo te empezó la nostalgia?
—Fueron varias etapas. Una primera, esa en que te negás a deshacer las maletas (bueno, las valijas) porque tenés la ilusión de que el regreso será mañana. Todo te parece extraño, indiferente, ajeno. Cuando escuchás los noticieros, sólo ponés atención a los sucesos internacionales, esperando (inútilmente, claro) que digan algo, alguito, de tu país y de tu gente. La segunda etapa es cuando empezás a interesarte en lo que sucede a tu alrededor, en lo que prometen los políticos, en lo que no cumplen (a esa altura ya te sentís como en casa), en lo que vociferan los muros, en lo que canta la gente. Y ya que nadie te informa de cómo van Peñarol o Nacional o Wanderers o Rampla Juniors, te vas convirtiendo paulatinamente en forofo (hincha, digamos) del Zaragoza o del Albacete o delTenerife, o de cualquier equipo en el que juegue un uruguayo, o por lo menos algún argentino o mexicano o chileno o brasileño. No obstante, a pesar de la adaptación paulatina, a pesar de que vas aprendiendo las acepciones locales, y ya no decís «vivo a tres cuadras de la Plaza de Cuzco», ni pedís en el estanco (más o menos, un quiosco) una caja de fósforos sino de cerillas, ni le preguntás a tu jefe cómo sigue el botija sino el chaval, y cuando el locutor dice que el portero (o sea el golero) «encajó un gol» sabés que eso no quiere decir que él lo hizo sino que se lo hicieron; cuando ya te has metido a codazos en la selva semántica, igual te siguen angustiando, en el recodo más cursi de la almita, el goce y el dolor de lo que dejaste, incluidos el dulce de leche, el fainá, la humareda de los cafés y hasta la calima de la Vía Láctea, tan puntillosa en nuestro firmamento y, por obvias razones cosmogónicas o cosmográficas, tan ausente en el cielo europeo. No obstante, as time goes by (te lo dice Javier Bogart) por fin se borran las vedas políticas que te impedían el regreso. Sólo entonces se abre la tercera y definitiva etapa, y ahí sí empieza la comezón lujuriosa y casi absurda, el miedo a perder la bendita identidad, la coacción en el cuore y la campanita en el cerebro. Y aunque sos consciente de que la operación no será una hazaña ni un jubileo, la vuelta a casa se te va volviendo imprescindible.
—Mirá lo que son las cosas. Mientras vos te enfrentabas allá con tus nostalgias completas, yo y unos cuantos más estábamos aquí locos por irnos.
—Siempre andamos a contramano.
BENEDETTI, Mario. Andamios. Ciudad de México: Alfaguara, 1997.
Fragmento 3
Es rubio y fuerte como un ángel, solía decir Susana Fontanarrosa, su madre. El joven se negaba al sombrío ejercicio de la sastrería. Tampoco quería ser cardador, ni quesero, ni tabernero. Esas posibilidades sensatas que le proponía la realidad.
Dioses salvajes del mar. Los intuía vivos. Pensó, sin modestia, que alguna vez le habían hablado con voz áspera dl invierno o con ese susurro, que sólo el iniciado comprende, en las calmas tardes de verano.
Ahora el joven corría por la playa, a lo largo de la rompiente. Respira la brisa suave de la noche de luna. Va casi desnudo, los pies cubiertos - como siempre, para proteger su secreto - con las medias tejidas por la mamma. Mantiene la velocidad constante del sublimado: diríase un lama corredor de los que sólo se ven en las altiplanicies tibetanas. No tiene otro objetivo que el de calmar su ansiedad, desactivarse, amansar su sangre fuerte.
Pasó bajo la Torre del Mar. Sabía que su tío Gianni, el guardián, comunicaría su posición a sus primos, aquella envidiosa manada de queseros y sastres que ya sospechaban en él la sorpresiva presencia del mutante, del poeta.
Recorrió las dos lenguas del arco playero con los pies irritados de pisar conchillas y arena gruesa. Mantenía el automatismo tontón del aerobista. Subió por la restinga cubierta de colonias de mejillones y desde allí se zambulló en la rompiente con la serena decisión del alumbrado. Nadó hacia afuera. Se quedó quieto demostrándose una vez más su anormal flotabilidad y se dejó llevar de espaldas por la corriente, hasta que se sintió varar sobre la arena. Quedó tendido. Fascinado por el espacio cósmico. Con los ojos abiertos e inmóviles como los de la merluza que había visto esa mañana en el mercado de Génova.
Entonces, como otra vez, escuchó el graznido del oleaje menudo que el arenal y las conchillas absorben. La última onda que se dobla y cae en esa espuma que la tierra bebe.
La voz del mar susurraba en verso. Lo llamaba. Clarísimamente escandía:
- Coo-lón.
Coo-lón.
El mar no decía Coo-lom-bó. No. Decía claro (en español): "Cooo-lón" El "lón" de una forma seca y rápida, diríase autoritaria. O como quien pronuncia la última palabra amenazado de estornudo. Sintió que el alba - la de los dedos de rosa- entreabría la noche con la discreción que podría tener Ariadna al entrar en el recinto del Minotauro.
El agua estaba más fría. A lo lejos vio las camisas fosforescentes aún de la patota de los primos que accedían a la playa por la restinga sur.
Debía huir de su necesaria y torpe crueldad. Corrió olvidando el ardor de sus pies fatigados. Trepó. Alcanzó el bastión de Génova por las callejas adoquinadas donde nacía un rumor de lecheros y pescadores. 
Comprendió que lo tenían encerrado: un grupo comandado por Santiago Bavarello, casado con su hermana Blanquita, cerraba el estrecho cul-de-sac del Vico de L´Olivella.
Fue inútil que golpease los portones cerrados. Sólo le respondió el potro blanco, con un relincho, desde la oscuridad del establo.
Miró hacia las balconadas de madera con macetas de geranios y encontró la mirada inmóvil de Susana Fontanarrosa que ya hilaba, con el primer rosicler.
Ella comprendía que el rito que sucedería era la imprescindible prueba que nace del odio y del resentimiento de los mediocres y que sirve para medir, fortalecer y templar la virtud de los grandes.
Se escucharon los golpazos densos de las trompadas. Gemidos de forzada exhalación. Quedó arrojado contra el portón sangrando por la nariz. Le trabajaron los flancos y en el plexo hasta que perdió el aliento. El joven ya sabía que tanto el miedo como el acumulado resentimiento suelen potenciar el brazo del humano. Pegaban en silencio. Buscaban sus centros de dolor casi con fría profesionalidad.
Su cuñado Bavarello, ofuscado por el rencor, salió del fondo de un depósito de arneses calzado con una sola bota claveteada, del par que antaño usaba la familia para trepar a los montes de Quinto en rescate de cabras perdidas por el celo. Le sostuvieron las piernas abiertas. Dos buenas coces de Bavarello en la entrepierna. Un grito profundo. El alivio del desmayo, bendición del torturado.
Lo dejaron tendido y partieron hacia el desayuno que humeaba en los fogones del hogar.
Se habían vengado, como otras veces, porque les había arruinado la raviolada última al anunciarles su intención de dejar de ser cardador.
- Seré navegante_ había dicho sin arrogancia. Y fue como sí hubiese derramado una bolsa de arañas sobre el apacible, impoluto mantel dominical.
Las mujeres lo lloraban en las balconadas. Su hermana, las primas, una tía joven. Todas mujeres cómplices platónicas que el Deseante poseía metafísicamente, juntas, por separado o despedazándolas en su imaginación para recomponerlas excluyendo defectos y armonizando dones, en su laborioso amor solipsista.
Las gimientes miraron a Susana Fontanarrosa, pero ésta, mujer de gran casta, no levantó la mirada del tejido. Sólo murmuró apretando los dientes:
-Inútil lo que le hagan. Es de la raza de gigantes. Nada ni nadie podrá detenerlo.
POSSE, ABEL. Los perros del paraíso. Barcelona: Argos Vergara, 1983.
Fragmento 4
Al Viento
Uno
Primero fue el viento. Más tarde, como un relámpago, como una lengua de plata en el cielo, fue anunciada en el valle del Anáhuac la tormenta que lavaría la sangre de la piedra. Fue después del sacrificio que la ciudad se oscureció y se escucharon atronadoras descargas, luego apareció en el cielo una serpiente plateada que se vio con la misma fuerza en muy distintos lugares. Enseguida comenzó a llover de una manera pocas veces vista. Llovió toda la tarde y toda la noche y al día siguiente también. Durante tres días no cesó de llover. Llovió tanto, que los sacerdotes y sabios del Anáhuac se alarmaron. Ellos estaban acostumbrados a escuchar y a interpretar la voz del agua pero en esa ocasión sintieron que Tláloc, el dios de la lluvia, no sólo trataba de decirles algo sino que, por medio del agua, había dejado caer sobre ellos una nueva luz, una nueva visión que daría otro sentido a sus vidas, y aunque aún no sabían claramente cuál era, así lo sentían en sus corazones. Y antes de que sus mentes interpretaran correctamente la profundidad del mensaje, que el agua explicaba cada vez que se dejaba caer, la lluvia cesó y el sol resplandeciente se reflejó en la multitud de espejos, de pequeños lagos, ríos y canales que las lluvias habían dejadorepletos de agua.
Ese día, lejos del valle del Anáhuac, en la región de Painala, una mujer luchaba por dar a luz a su primogénito. La lluvia ahogaba sus pujidos. Su suegra, que actuaba como partera, no sabía si prestar oídos a su parturienta nuera o al mensaje del dios Tláloc.
No le costó trabajo decidirse por la esposa de su hijo. El parto era complicado. A pesar de su larga experiencia nunca había asistido a un alumbramiento como ése. Durante el baño en temascal —inmediatamente anterior al parto— ella no había detectado que el feto viniera mal acomodado. Todo parecía estar en orden. Sin embargo, el esperado nacimiento se tardaba más de lo común.
Su nuera tenía un buen rato desnuda y en cuclillas pujando afanosamente y no lograba dar a luz. La suegra, previendo que el producto no pudiera pasar por la pelvis, comenzó a preparar el cuchillo de obsidiana con el que partía en pedazos el cuerpo de los fetos que no alcanzaban a nacer. Lo hacía dentro del vientre de sus madres, para que éstas los pudieran expulsar con facilidad y de esta manera al menos ellas salvaran sus vidas. De pronto, la futura abuela —arrodillada frente a su nuera— alcanzó a ver la cabeza del feto emergiendo de la vagina y retrocediendo al momento siguiente, lo cual le indicó que probablemente traía el cordón umbilical enredado en el cuello. De repente, una pequeña cabeza asomó entre las piernas de su madre, con el cordón umbilical entre los labios, como si una serpiente amordazara la boca del infante. La abuela interpretó esa imagen como un mensaje del dios Quetzalcóatl que en forma de serpiente se enredaba en el cuello y en la boca de la criatura. La abuela aprovechó la ocasión para meter su dedo y desenredar el cordón. Por unos momentos —que parecieron una eternidad—, nada sucedió. La fuerte lluvia era el único sonido que acompañaba los gemidos de la joven parturienta.
Después de que el agua habló, un gran silencio fue sembrado y sólo lo rompió el llanto de una niña a quien nombraron Malinalli por haber nacido en el tercer carácter, de la sexta casa.
La abuela dio voces de guerrero para informar a todos que su nuera, como buena guerrera, había salido vencedora en su combate entre la vida y la muerte. Enseguida abrazó el cuerpo de su nieta contra su pecho y la besó repetidamente.
La recién nacida, hija del tlatoani de Painala, fue recibida por los brazos de su abuela paterna. La abuela presintió que esa niña estaba destinada a perderlo todo, para encontrarlo todo. Porque solamente alguien que se vacía puede ser llenado de nuevo. En el vacío está la luz del entendimiento, y el cuerpo de esa criatura era como un bello recipiente en el que se podían volcar las joyas más preciosas de la flor y el canto de sus antepasados, pero no para que se quedaran eternamente ahí sino para ser recicladas, transformadas y vaciadas de nuevo.
Lo que la abuela no alcanzó a percibir fue que la primera pérdida que esa niña iba a experimentar en su vida estaba demasiado cerca y, mucho menos, que ella misma se iba a ver fuertemente afectada. Así como la tierra primero había soñado con las flores, con los árboles, con los lagos y los ríos de su superficie, así la abuela había soñado con esa niña. Lo último que en ese momento hubiera pensado era que podría perderla. Presenciar el misterio de la vida era lo suficientemente impactante para evitar pensar en la muerte, en cualquiera de sus manifestaciones: el abandono, la pérdida, la desaparición. No, su mente y su corazón lo único que deseaban en ese momento era festejar la vida. Por tanto la abuela, quien había participado activamente durante todo el parto, miró con alegría y llena de embeleso cómo Malinalli abría los ojos y movía vigorosamente sus brazos.
Después de darle un beso en la frente, la depositó en los brazos de su padre, el señor de Painala, y procedió a efectuar el primer ritual del nacimiento, que consistía en el corte del cordón umbilical. Lo efectuó con una pieza de obsidiana que ella misma había preparado especialmente para la ocasión. La piedra había sido pulida con tanto esmero, que más parecía un refulgente espejo negro que un cuchillo. Al momento del corte, la pieza de obsidiana capturó los rayos de sol que se filtraban por el techo de palma y los reflejó con fuerza en el rostro de la abuela. Los poderosos rayos de luz del astro solar atravesaron las pupilas de la abuela con tal magnificencia que dañaron irremediablemente su vista. En ese momento pensó que tal vez ése era el sentido de los alumbramientos: el acercamiento a la luz. También comprendió que al estar ayudando a su nuera a dar a luz, se había convertido en un eslabón más de la cadena femenina formada por generaciones de mujeres que se daban luz unas a otras.
Enseguida, la abuela depositó cuidadosamente a su nieta sobre el pecho de su nuera para que le diera la bienvenida. Al escuchar el latido de su madre, la niña se supo en lugar conocido y dejó de llorar. La abuela tomó la placenta y salió a enterrarla junto a un árbol del patio trasero de la casa. La tierra estaba tan húmeda a causa de la lluvia que el entierro se efectuó mitad en la tierra y mitad en el agua. La otra mitad del ombligo de Malinalli más bien fue ahogada en la tierra. Con él se sembraba la vida y se le devolvía a la tierra su origen. El cordón que une a la tierra con el cielo entregaba el alimento al alimento.
Pocos días después, la niña fue bautizada por su propia abuela, pues la tradición indicaba que debía hacerlo la partera que había traído una hembra al mundo. La ceremonia se realizó a la hora en que salió el sol. La niña estaba ataviada con un huipil y unas alhajas pequeñas que su abuela y su madre habían elaborado personalmente para ella. En medio del patio pusieron una palangana de barro pequeña y junto a ella colocaron una petaquilla, un huso y una lanzadera.
Sobre unos anafres de cerámica bellamente decorados, se puso a quemar copal. La abuela, con un incensario en la mano, se dirigió hacia el lugar por donde el sol estaba saliendo y le dijo al viento:
—Señor del soplador, mueve mi abanico, elévame a ti, dame tu fuerza. Señor.
Como respuesta, un leve viento le rozó la cara y supo que el momento era propicio para el saludo a los cuatro vientos. Giró lentamente hacia los cuatro puntos cardinales mientras pronunciaba unas oraciones. Luego pasó el incensario por debajo del cuerpo de su nieta, quien era sostenida en vilo por las manos de sus padres, que la ofrendaban al viento. La pequeña figura, recortada sobre el azul del cielo, pronto se cubrió con el humo del copal, signo de que había comenzado su purificación.
A continuación, la abuela dejó el incensario en su sitio y tomó a la niña entre sus brazos, la levantó nuevamente hacia el cielo, tomó agua con los dedos y se la dio a probar mientras decía:
—Ésta es la madre y el padre de todas nosotras, se llama Chalchiuhtlicue, la diosa del agua, tómala, recíbela en la boca, ésta es con la que has de vivir sobre la tierra.
Luego, tomando agua nuevamente con los dedos, se la puso en el pecho mientras decía:
—Ve aquí con la que has de crecer y reverdecer, la cual purificará y hará crecer tu corazón y tus entrañas.
Finalmente, ayudada por una jícara, le echó agua sobre su cabeza mientras le decía:
—Cata aquí el frescor y la verdura de Chalchiuhtlicue, que siempre está viva y despierta, que nunca duerme ni dormita; deseo que esté contigo y te abrace y te tenga entre sus brazos para que seas despierta y diligente sobre la tierra.
Enseguida, le lavó las pequeñas manos para que no hurtara y los pies y las ingles para que no fuera carnal. A continuación, pidió a Chalchiuhtlicue, la diosa del agua, que sacara del cuerpo de la niña todo mal, que lo apartara, que se lo llevara con ella, y finalmente le dijo:
—A partir de hoy serás llamada Malinalli, ese nombre será tu sino, el que por nacimiento te corresponde.
Para finalizar la ceremonia, el padre de Malinalli la tomó entre sus brazos y le dijo las acostumbradas palabras de bienvenida, en las que se expresaba a manera de oración o de cántico el acogimiento que ledaban a los recién nacidos a esta nueva vida:
—Aquí estás, mi hijita, la esperada por mí, la soñada, mi collar de piedras finas, mi plumaje de quetzal, mi hechura humana, la nacida de mí. Tú eres mi sangre, mi color, en ti está mi imagen. Mi muchachita, mira con calma: he aquí a tu madre, tu señora, de su vientre, de su seno, te desprendiste, brotaste. Como si fueras una yerbita, así brotaste. Como si hubieras estado dormida y hubieras despertado. Ahora vives, has nacido, te ha enviado a la tierra el señor nuestro, el dueño del cerca y del junto, el hacedor de la gente, el inventor de los hombres.
En ese momento, el padre de Malinalli sintió en su mente una inspiración que no le pertenecía y en lugar de continuar con las tradicionales palabras de bienvenida, su lengua habló con otro canto:
—Hija mía, vienes del agua, y el agua habla. Vienes del tiempo y estarás en el tiempo, y tu palabra estará en el viento y será sembrada en la tierra. Tu palabra será el fuego que transforma todas las cosas. Tu palabra estará en el agua y será espejo de la lengua. Tu palabra tendrá ojos y mirará, tendrá oídos y escuchará, tendrá tacto para mentir con la verdad y dirá verdades que parecerán mentiras. Y con tu palabra podrás regresar a la quietud, al principio donde nada es, donde nada está, donde todo lo creado vuelve al silencio, pero tu palabra lo despertará y habrás de nombrar a los dioses y habrás de darle voces a los árboles, y harás que la naturaleza tenga lengua y hablará por ti lo invisible y se volverá visible en tu palabra. Y tu lengua será palabra de luz y tu palabra, pincel de flores, palabra de colores que con tu voz pintará nuevos códices.
ESQUIVEL, Laura. Malinche. Madrid: Santillana, 2005.
Fragmento 5
Pero esto fue después, los problemas con la exposición de Germán. Ahora estoy en el centro de la guarida, rodeado de santos con dolor de estómago y convencido de haberme equivocado de lugar. En cuanto pudiera tumbarle el libro me iría echando. "Siéntate", invitó él, "voy a preparar un té para disminuir la tensión." Fue a cerrar la puerta."¡No!", lo atajé. “Como quieras, así le facilitamos la labor a los vecinos. Siéntate en esa butaca. Es especial, no se la ofrezco a todo el mundo." Pasó al baño, y por encima del chorro de orine, oí su voz: "La uso exclusivamente para leer a John Donne y a Kavafis, aunque lo de Kavafis es una haraganería mía. Se le debe leer en silla vienesa o a horcajadas sobre un muro sin repellar." Reapareció, aclarando que John Donne era un poeta inglés totalmente desconocido entre nosotros. y que él, el único que poseía una traducción de su obra, no se cansaba de circularla entre la juventud. “Llegará el momento en que se hable de él hasta en el bar Los Dos Hermanos, te lo aseguro. Pero, siéntate, chico." La butaca de John Donne se hundió hasta dejarme el culo más bajo que los pies, pero con un simple movimiento hallé la comodidad perfecta. “¿Pongo música? Tengo de todo. Originales de María Melibrán, Teresa Stratas, Renata Tebaldi y la Callas, por supuesto. Son mis preferidas. Ellas, y Celina González. ¿Cuál prefieres?” "Celina González no sé quién es", dije con toda sinceridad y Diego se dobló de la risa. La gente de La Habana cree que porque uno es del interior se pasa la vida en guateques campesinos. "Muy bien, muy bien. Te has ganado el honor de ser el primero en escuchar un disco de la Callas que acabo de recibir de Florencia, con su interpretación de La Traviata, de 1955, en la Scala de Milán. Florencia, de Italia, se entiende." Puso el disco y pasó a la cocina. "¿Cuál es tu gracia? Yo me llamo Diego. Siempre me hacen el chiste de Digo Diego. Es como a Antón, que le hacen el de Antón Pirulero. ¿Tú cómo te llamas?" “Juan Carlos Rondón, para servirte." Asomó la cabeza. "Que mentiroso, villareño al fin. Te llamas David. Yo lo sé todo de todo el mundo. Bueno, de la gente interesante. Tú escribes.” Cuando vino con el servicio de té tropezó y me derramó encima un poco de leche. No se tranquilizó hasta que accedí a quitarme la camisa. La lavó en un dos por tres y la tendió en el balcón junto a un mantón de Manila que también llevó del baño. Se sentó frente a mí, y colocó sobre mis piernas un cartucho de chocolatines. "Por fin podemos conversar en paz. Propón tú el tema, no quiero imponerte nada." En lugar de responder, bajé la cabeza y clavé la vista en una loseta. “¿No se te ocurre nada? Bueno, ya sé, te contaré cómo me hice maricón.”
Le ocurrió cuando tenía doce años y estudiaba en un colegio de curas como interno. Una tarde, no recordaba por qué razón, necesitó encender una vela, y como no encontraba fósforos pasó al dormitorio de los alumnos del último nivel, entrando, sin darse cuenta, por la parte de los baños. Allí, bajo la ducha, desnudo, estaba uno de los basquetbolistas de la escuela, todo enjabonado y cantando “Nosotros, que nos queremos tanto, ¿debemos separamos?, no me preguntes más...” “Era un muchacho pelirrojo, de pelo ensortijado”, precisó con un suspiro, “con esa edad que no son los catorce ni los quince. Un chorro de luz que entraba de lo alto, más digno de los rosetones de Notre Dame que de la claraboya de nuestro convento de los Hermanos Maristas, lo iluminaba por la espalda, sacando tornasoles de su cuerpo salpicado de espuma.” El muchacho estaba excitado, añadió, tenía agarrada la verga y era a ella a quien le cantaba, y Diego quedó fascinado, sin poder apartar la vista del otro, que lo miraba y se dejaba mirar. No hubo palabras: el semidiós lo tomó del brazo, lo volteó contra la pared y lo poseyó. “Regresé al dormitorio con la vela apagada”, dijo, “pero iluminado por dentro, y con el palpito de haber comprendido el mundo de sopetón.” El destino, sin embargo, le reservaba una amarga sorpresa. Dos días después, al ir a prender otra vela, se enteró de que su violador había muerto de una patada en la cabeza; tratando de recuperar una pelota, se había metido entre las patas del mulo que acarreaba el carbón para la escuela, y este, insensible a sus encantos, le propinó una coz fulminante. “Desde entonces”, concluyó Diego mirándome, “mi vida ha consistido en eso, en la búsqueda del ideal del basquetbolista. Tú te le das un aire.”
Era obvio que conocía a la perfección la técnica de despertar el interés de reclutas y estudiantes, y también la de relajar a los tensos, como aclararía después. Consistía esta última en hacemos oír o ver lo que no queríamos oír ni ver, y daba excelentes resultados con los comunistas, diría. Sin embargo, no avanzaba conmigo. Yo había llegado, como los otros, me había sentado en la butaca especial, como ellos, pero, como ninguno, había clavado la vista en la loseta y de allí no lograba despegármela. Se había sentido tentado a mostrarme la revista porno que guardaba para los más difíciles, o a brindarme de la botella de Chivas Regal en la que siempre quedaban cuatro dedos de cualquier ron, pero se contuvo, porque no era eso lo que esperaba de mí; y al final de la tarde, cuando comenzó a sentir hambre, comprendió que no estaba dispuesto a compartir conmigo sus reservas, y que no se le ocurría cómo dar por terminada la visita. Se quedó callado, pensativo. Había deseado mucho este encuentro, confesaría luego, desde que me vio por primera vez en el teatro interpretando a Torvaldo. Incluso lo había soñado y varias veces estuvo a punto de abordarme en la calle Galiano, porque desde el principio tuvo la intuición de nuestra amistad. Pero ahora yo, tieso y mudo en el centro de la guarida, le resultaba tan soso que empezó a creer que, como en otras tantas ocasiones, había sido víctima de un espejismo, de su propensión a adjudicarle sensibilidad y talento a los que teníamos carita de yo no fui. Realmente le sorprendía y le dolía equivocarse conmigo. Yo era su última carta, el último que le quedaba por probar antes de decidir que todo era una mierda y que Dios se había equivocado y Carlos Marx mucho más, que eso del hombre nuevo, en quien él depositaba tantas esperanzas, no era más que poesía, una burla, propaganda socialista, porque si había algúnhombre nuevo en La Habana no podía ser uno de esos forzudos y bellísimos de los Comandos Especiales, sino alguien como yo, capaz de hacer el ridículo, y él se lo tenía que topar un día y llevarlo a la guarida, brindarle té y conversar; carajo, conversar, no estaba siempre pensando en lo mismo, como me lo explicaría en otra de sus peroratas. “Me voy”, dije yo por fin, poniéndome de pie, y lo miré, nos miramos. Me habló sin incorporarse de la silla. “David, vuelve. Creo que hoy no me he sabido explicar. Quizás te he parecido superfluo. Como todo el que habla mucho, hablo boberías. Es porque soy nervioso, pero me he sentido distinto conversando contigo. Conversar es importante, dialogar mucho más. No tengas miedo de volver, por favor. Sé respetar y medirme como cualquier persona y puedo ayudarte muchísimo, prestarte libros, conseguirte entradas para el ballet, soy amiguísimo de Alicia Alonso y me gustaría presentarte un día en casa de la Loynaz, a las cinco de la tarde, un privilegio que sólo yo puedo proporcionarte. Y quisiera obsequiarte con un almuerzo lezamiano, algo que no ofrezco a todo el mundo. Sé que la bondad de los maricones es de doble filo, como apunta el propio Lezama en alguna parte de su obra, pero no en este caso. ¿Quieres saber por qué me gusta hablar contigo? Corazonadas. Creo que nos vamos a entender, aunque seamos diferentes. Yo sé que la Revolución tiene cosas buenas, pero a mí me han pasado otras muy malas, y además, sobre algunas tengo ideas propias. Quizás esté equivocado, fíjate. Me gustaría discutirlo, que me oyeran, que me explicaran. Estoy dispuesto a razonar, a cambiar de opinión. Pero nunca he podido conversar con un revolucionario. Ustedes sólo hablan con ustedes. Les importa bien poco lo que los demás pensemos. Vuelve. Dejaré a un lado el tema de la mariconería, te lo juro. Toma, llévate La guerra del fin del mundo, y mira, también Tres tristes tigres, eso tampoco vas a conseguirlo en la calle.” “¡No!”, dije con una energía que lo asustó. “¿Por qué, David, qué importancia tiene?” “¡No!”, y salí con un portazo.
PAZ, Senel. El lobo, el bosque y el hombre nuevo. México: ERA, 1991.
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