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La Realidad de la Cultura - Maleno Baez

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DOCUMENTO BIBLIOGRAFICO Nº 3
Herskovits, Melville J. (1952). El hombre y sus obras. México: Fondo de Cultura Eco-
nómica. Capítulos 2 y 3. Pág. 29 - 43.
II. La Realidad de la Cultura
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El hombre vive en varias dimensiones. Se mueve en el espacio, donde el ambien-
te natural ejerce sobre él una influencia que nunca termina. Existe en el tiempo, 
lo cual le provee de un pasado histórico y un sentido del fu turo. Lleva adelante sus 
actividades como miembro de una sociedad, iden tificándose él mismo con sus com-
pañeros y cooperando con ellos en el man tenimiento de su grupo y en asegurarle su 
continuidad.
Pero el hombre no es único en esto. Todos los animales deben tomar en cuenta 
el espacio y el tiempo. Muchas formas viven en agregados donde la necesidad de 
adaptarse a sus compañeros es un factor siempre presente en sus vidas. Lo que dis-
tingue al hombre, el animal social que nos impor ta ahora, entre todos aquéllos, es 
la cultura. Esta tendencia a desarrollar culturas consolida en un conjunto unificado 
todas las fuerzas que actúan en el hombre, integrando para el individuo el ambiente 
natural en que se en cuentra él mismo, el pasado histórico de su grupo y las relaciones 
sociales que tiene que asumir. La cultura reúne todo esto y así aporta al hombre el 
medio de adaptarse a las complejidades del mundo en que nació, dándole el senti-
do, y algunas veces la realidad, de ser creador de ese mundo, al mis mo tiempo que 
criatura de él.
Definiciones de la cultura hay muchas. Todas están acordes en reco nocer que es 
aprendida; que permite al hombre adaptarse a su ambiente na tural; que es por de-
más variable; que se manifiesta en instituciones, normas de pensamiento y objetos 
materiales. Una de las primeras definiciones acep tables fue dada por E. B. Tylor, al 
decir que la cultura es “el conjunto com plejo que incluye conocimiento, creencias, 
arte, moral, ley, costumbre y otras capacidades, y hábitos adquiridos por el hombre 
como miembro de la sociedad”. Un sinónimo de cultura es tradición, otro civiliza-
ción; pero el empleo de tales términos viene sobrecargado de implicaciones diferen-
tes o de matizaciones de la conducta habitual.
Una breve y útil definición de cultura es: Cultura es la parte del am biente hecha 
por el hombre. Va implícita en ella el reconocimiento de que la vida del hombre 
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transcurre en dos escenarios, el natural o hábitat y el social, el “ambiente” natural 
y el social. La definición implica también que la cultura es más que un fenómeno 
biológico. Abarca todos los elementos que hay en la madurez del hombre, dotación 
que él ha adquirido de su grupo por aprendizaje consciente, o, en un nivel un poco 
diferente, por un proceso de acondicionamiento; técnicas de varios géneros, insti-
tuciones so ciales u otras, creencias y modos normalizados de conducta. La cultura, 
en resumen, puede ser contrastada con los materiales brutos, externos o internos, 
de los cuales se deriva. A recursos presentados por el mundo natural se les da forma para 
satisfacer necesidades existentes; y los rasgos congénitos son moldeados de modo que de 
las disposiciones congénitas surjan los reflejos que dominan en las manifestaciones exter-
nas de la conducta.
Apenas si es menester diferenciar el concepto de cultura que se em plea en el estudio 
del hombre del significado popular de la palabra “culto”. Mas, para los no familiarizados 
con un sentido antropológico, la aplicación del concepto “cultura” a una azada o a una 
receta de cocina necesita algún reajuste de pensamiento. La idea popular de cultura la 
tenemos en lo que podríamos llamar una definición escolar y equivale a “refinamiento”. 
Tal definición implica la habilidad de una persona “culta” para manipular cier tos aspectos 
de nuestra civilización que aportan prestigio. En realidad, esos aspectos son dominados por 
personas que disponen de ocio para aprenderlos.
Para el científico, sin embargo, una “persona culta”, en el sentido po pular, no domi-
na sino un fragmento especializado de nuestra cultura, de la que es partícipe, en mucho 
mayor grado de lo que sospecha, con el hacen dado, el albañil, el ingeniero, el cavador, el 
profesional. La economía más ruda, el más frenético rito religioso, un simple cuento po-
pular, son todos igualmente parte de una cultura. El estudio comparado de la costumbre 
nos muestra esto con mucha claridad. En los pequeños grupos aislados, don de la base eco-
nómica es estrecha y el conocimiento técnico escaso, no hay lugar para la estratificación 
social que debe estar presente si una persona “culta”, en el sentido popular, ha de tener 
los recursos económicos necesa rios para que pueda entregarse a su afición.
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Para entender la naturaleza esencial de la cultura hay que resolver una serie de apa-
rentes paradojas que no deben ignorarse. Estas paradojas pueden enunciarse de diversos 
modos, uno de ellos el siguiente:
1. La cultura es universal en la experiencia, del hombre; sin embargo, cada manifesta-
ción local o regional de aquélla es única.
2. La cultura, es estable, y no obstante, la cultura es dinámica también, y manifiesta, 
continuo y constante cambio.
3. La cultura llena y determina ampliamente el curso de nuestras vidas, y, sin embargo, 
raramente se entremete en el pensamiento consciente.
No se verá plenamente cuan fundamentales son los problemas plantea dos por estas 
formulaciones, y cuan difícil resulta reconciliar sus aparentes contradicciones, hasta que 
no hayamos examinado sus muchas implicacio nes, para lo cual hay que esperar a la termi-
nación del libro. Por el mo mento veamos cómo repercuten en el problema de la realidad 
de la cultura.
1. El hecho de que se diga a menudo del hombre que es un “animal constructor de cul-
tura” es un reconocimiento de la universalidad de la misma; que es un atributo de todos 
los seres humanos, vivan donde fuere o cualquiera que pudiera ser su manera ordenada 
de vivir. Esta universalidad puede describirse en términos exactamente específicos. Todas 
las culturas, al menos cuando se consideran objetivamente, poseen un restringido número 
de aspectos, los cuales son convenientemente divididos para su estudio. Documentar tal 
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sencilla afirmación requiere muchas páginas, y ocu pará una sección entera de este libro, 
donde esos aspectos serán tratados uno por uno. Pero, en este apartado podemos inspec-
cionarlos brevemente para darnos cuenta de cómo la idea de la universalidad de la cultura 
se ex tiende hasta recaer también sobre aquellas amplias subdivisiones de la expe riencia 
humana que invariablemente abarca.
En primer lugar, todos los pueblos tienen algún modo de proporcionarse el vivir. Lo con-
siguen por medio del equipo tecnológico empleado para arrancar de su ambiente natural 
los medios de sostener la vida y llevar ade lante sus actividades diarias. Conocen algún 
modo de distribuir lo que así producen, sistema económico que les permite sacar el mayor 
partido a los “escasos medios” de que disponen. Todos los pueblos dan expresión formal a 
la institución de la familia o a varios géneros de estructura de más amplio parentesco, y a 
asociaciones basadas en lazos que no son de sangre. Ninguno vive en completa anarquía, 
sino que en todas partes se han hallado muestras de algún género de control político. Nin-
guno hay sin una filosofía de la vida, un concepto del origen y funcionamiento del universo 
y de cómo debe tratarse con los poderes del mundo sobrenatural para conseguir los fines 
deseados; en síntesis, un sistema religioso. Con cantos, danzas, conse jas, y formas de arte 
gráficas y plásticas para obtener satisfacción estética, lenguaje para dar paso a las ideas, 
y un sistema de sanciones y metas para dar significación y dirección al vivir, redondeamos 
este sumario de aquellos aspectos de la cultura que, como la cultura en su conjunto, son 
atributos de todos los grupos humanos, dondequiera que ellos puedan vivir.
Mas, comoes sabido por cualquiera que haya tenido contacto con per sonas de diferente 
modo de vida que la suya, aun con un grupo de otra parte de su propio país, no hay dos 
cuerpos de costumbres que sean idén ticos en detalle. Por esto puede decirse que cada 
cultura es el resultado de las experiencias particulares de la población, pasada y presente, 
que vive de acuerdo con ella. En otras palabras, cada cuerpo de tradición debe considerarse 
como la encarnación viva de su pasado. Dedúcese así que una cultura no puede compren-
derse a menos que se tenga en cuenta su pasado lo más plenamente posible, empleando 
todos los recursos admisibles —fuen tes históricas, comparaciones con otros modos de vivir, 
manifestaciones ar queológicas— para entender su fondo y su desarrollo.
Nuestra primera paradoja debe resolverse aceptando sus dos términos. Significa por 
tanto que la universalidad de la cultura es un atributo de la existencia humana. Hasta su 
división en series de aspectos queda probada por lo que conocernos de los más diversos 
modos de vida, en todas las par tes del globo, dondequiera que se han estudiado las cultu-
ras. Por otra parte, es igualmente susceptible de prueba objetiva que jamás dos culturas 
son iguales. Cuando las observaciones de este hecho, conseguidas por la investigación de 
nuestro presente, se vierten en la dimensión temporal, quiere expresarse que cada cultura 
ha tenido un desarrollo peculiar y único. Los “universales” de la cultura, podemos decir, 
proporcionan el cañamazo en el cual se dibujan las particulares experiencias de un pue-
blo en las formas par ticulares adoptadas por su cuerpo de costumbres. Y, en este punto, 
podemos dejar descansar la primera de nuestras paradojas, reservando para posteriores 
capítulos la explicación de por qué puede ser tratada de este modo.
2. Al sopesar la estabilidad cultural frente al cambio cultural, debemos reconocer en 
primer lugar que la prueba de que disponemos demuestra irre misiblemente que la cultura 
es dinámica; que las únicas culturas completa mente estáticas son las muertas. No tene-
mos más que mirar en nuestra propia experiencia para ver cómo el cambio viene sobre 
nosotros, a menudo de modo tan sutil que no lo sospechamos hasta que proyectamos el 
presente sobre el pasado. Basta con el ejemplo de una fotografía nuestra, acaso de pocos 
años atrás, la cual nos divierte porque advertimos diferencia en el estilo del vestir. No hay 
que pensar que esta tendencia a cambiar las cos tumbres es exclusiva de nuestra propia 
cultura. El mismo fenómeno se puede observar en cualquier pueblo, no importa cuan poco 
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denso, cuan aislado o cuan sencillo en sus costumbres. Quizá el cambio se manifieste solo 
en pequeños detalles, por ejemplo, en una variación de una aceptada pauta de dibujo, o 
en un nuevo modo de preparar un alimento. Pero siem pre se nos hará patente algún cambio 
si tal pueblo puede ser estudiado a lo largo de un período de tiempo, si podemos extraer 
del suelo restos de su cultura, o si podemos comparar sus costumbres con las de otro pue-
blo ve cino, de cultura parecida en general, pero que varía en detalles.
Si bien el cambio cultural es ubicuo y su análisis, por tanto, fundamen tal en el estudio 
de la vida de los grupos humanos, no hay que olvidar que, como en cualquier aspecto del 
estudio de la cultura, se da en términos de ambiente y trasfondo, y no en términos abso-
lutos, en sí y por sí. En conse cuencia, escapamos de nuestra segunda aparente antítesis y 
quedamos con fortablemente instalados entre sus dos cuernos. La cultura es a la vez esta-
ble y cambiante. El cambio cultural se puede estudiar sólo como una parte del problema 
de la estabilidad cultural; la estabilidad cultural puede ser enten dida solamente cuando 
se mide el cambio respecto al conservatismo. Ade más, ambas expresiones no sólo son rela-
tivas en general, sino que deben considerarse en relación recíproca. Las conclusiones que 
se extraigan res pecto a la permanencia y al cambio en una cultura dada dependen en gran 
medida del hincapié que haga el particular observador de esa cultura en su conservatismo o 
en su flexibilidad. Acaso la dificultad básica surge del he cho de no haber criterios objetivos 
de permanencia y cambio.
Es una cuestión viva, ya que es casi artículo de fe que la cultura euro-americana es 
más receptiva a los cambios que ninguna otra, y que esta re ceptividad explica su preemi-
nencia. Cuan relativo es tal punto de vista se infiere de la diversidad de las opiniones al 
respecto, pues hay quienes cele bran esa hospitalidad para el cambio mientras que otros la 
deploran. La manera de pensar contemporánea acoge, por lo general, como favorables las 
modificaciones en los aspectos materiales de nuestra civilización. Por otra parte;; cambios 
en elementos tan intangibles de nuestra cultura como código de moral, estructura de la 
familia o sanciones políticas fundamentales, desagradan o son denunciados. El resultado es 
que siendo los desarrollos «técnicos tan importantes para nuestro modo de ver, los cambios 
en esta Tarea de nuestra vida simbolizan para nosotros la tendencia a cambiar de nuestra 
cultura tomada en conjunto. Nuestra cultura se diferencia entonces de las otras sobre esta 
base de receptividad a cambios técnicos, de suerte que su estabilidad, en contraste con su 
propensión a cambiar, queda reducida al mínimo.
3. El problema que nos impone la tercera paradoja, que la cultura llena nuestras vidas 
y, sin embargo, somos ampliamente inconscientes de ello,1 difiere de los precedentes por-
que implica algo más que un sopesar las posibles alternativas. Nos enfrentamos con cues-
tiones básicas psicoló gicas y filosóficas. Tenemos que tratar de comprender el problema 
psico lógico de cómo los seres humanos aprenden sus culturas y actúan como miembros de 
una sociedad y encontrar una respuesta a la interrogación filosófica de si la cultura es una 
función de la mente humana o si existe por sí misma.
La cuestión que se nos plantea es que, estando la cultura humana como tributo restrin-
gida al hombre, la cultura en su conjunto, o cualquier cultura concreta, representa mucho 
más de lo que ningún ser humano puede captar o manejar. Puede, por eso, defenderse 
la conveniencia de estudiar la cultura como si fuera independiente del hombre; crear lo 
que ha llamado White una ciencia de “culturología”. Pero también puede defenderse la 
inconveniencia de estudiarla considerando que sólo tiene realidad psicológica, que existe 
meramente como una serie de ideas en la mente del individuo. Filosóficamente, no se trata 
sino de otro ejemplo de la vieja polémica entre realismo e idealismo, polémica que define 
una diferencia fundamental en el concepto y en la manera de abordar el estudio del mun-
do y del hombre. Bidney ha mostrado que cada una de estas posiciones, si se persigue con 
exclusión de la otra, crea una falacia lógica que sólo se puede evitar con una actitud ecléc-
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tica frente al problema que plantean. Como dice ese autor, “ni las fuerzas naturales ni los 
logros culturales tomados separadamente o por sí mismos pueden explicar la aparición y la 
evolución de la vida cultura”.2 Ambos puntos de vista, sin embargo, contienen mucho que 
es esencial a un entendimiento de la cultura, así que es importante examinar los argumen-
tos que presentan antes de intentar resolver la cuestión de la naturaleza de la cultura.
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Poca duda hay de que la cultura puede estudiarse sin tener en cuenta a los seres huma-
nos. La mayor parte de las más antiguas etnografías, descrip ciones de los modos de vida 
de determinados pueblos están escritas sola mente en términos de instituciones, como asi-
mismo los más de los estudios sobre “difusión” —que examinan la expansión geográfica de 
un determinado elemento, cultural— se presentan sin ninguna mención de los individuos 
que usan los objetos u observan costumbres dadas. Sería difícil, hasta para el investigador 
más psicológicamenteorientado, negar valor a tales estu dios. Es esencial que se compren-
da primero la estructura de una cultura si queremos darnos cuenta de las razones por las 
cuales un pueblo se com porta como lo hace; tal comportamiento no tendrá sentido si no se 
toma plenamente en cuenta la estructura de las costumbres.
El argumento en favor de la realidad objetiva de la cultura — admitiendo por el momen-
to que sea posible y aun esencial estudiar las costumbres como si tuvieran una realidad 
objetiva— viene a decir que la cultura, siendo extrahumana, “superorgánica”, está más 
allá del control del hombre y opera en términos de sus propias leyes. Al considerar esta 
posición, no hacemos sino analizar uno de los varios determinismos que se han expuesto 
para explicar la naturaleza de la cultura, en este caso, determinismo cultural.
Examinemos la afirmación de que “cualquier cultura es más que lo que cada individuo 
puede captar o manejar”, puesto que es punto crucial para la posición que estamos con-
siderando ahora. Nuestra propia cultura nos puede servir de ilustración tan bien como 
cualquier otra. En nuestros días, muchos millones de individuos de nuestra sociedad, en 
situaciones dadas de su vida diaria, se comportan en ciertos modos predecibles, dentro de 
límites determinados. Contamos con que la palabra “sí” significará una respuesta afirmati-
va a una pregunta; en nuestras tierras, las mujeres no la brarán la tierra a menos de excep-
cionales circunstancias; en las canciones que cantamos, la melodía es mas importante que 
el ritmo; nuestras familias, de modo general, estarán compuestas de padre, madre e hijos, 
más que de un hombre, varias mujeres y sus retoños. Ahora bien, por dada a cambios que 
pueda ser nuestra cultura “sí” ha significado afirmación durante mu chas centurias; el arar 
la tierra durante incontables décadas ha sido admitido como trabajo de hombres, y lo mis-
mo ocurre con infinitas otras cosas. Pero de las gentes que se han comportado con arreglo a 
esas convenciones, es claro que ninguna de las que usaron hace doscientos años el vocablo 
“sí” para significar afirmación o que vivieron entonces en unión monogámica vive todavía.
Los que sostienen que la cultura vive en sí y por sí dan gran impor tancia al hecho de que 
los modos tradicionales de vida continúan de ge neración en generación sin referencia al 
espacio de vida de ninguna persona dada. Tal argumento es impresionante. Podemos con-
siderar dos entidades: el siempre cambiante grupo formado por seres humanos que entran 
en él al nacer viven sus vidas y mueren, y el sólido cuerpo de costumbres que lo impreg-
na, intacta su identidad, desarrollando los cambios que experimenta de su propio pasado 
histórico. Que existe una interrelación entre pueblo y cultura no lo puede negar ni el más 
resuelto determinista, lo mismo que quienes afirman que la cultura solo existe como ideas 
en las mentes indi viduales reconocen la necesidad de estudiar sus formas instituidas. Hay 
que subrayar, por consiguiente, que estamos considerando una cuestión de peso relativo y 
no alternativas qué se excluyen. Hecha esta reserva, el hecho de que exista un continuim 
cultural, a pesar del personal constantemente cambiante cuya conducta define la cultura, 
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constituye un argu mento para considerarla como una entidad en su propio derecho.
No sólo cuando se la considera a lo largo, a través de los siglos, puede demostrarse que 
la cultura es más que los hombres; dentro de un grupo determinado, en un momento dado 
de su historia, ningún miembro individual de una sociedad es competente en todos los de-
talles de los modos de vida de su grupo. Todavía mas, ningún individuo, aunque sea miem-
bro de la más pequeña tribu, con la cultura más simple, conoce su herencia cultural en su 
totalidad. Para no fijarnos más que en un ejemplo clarísimo, tan importante, sin embargo, 
que le prestaremos detallada atención más ade lante, recordemos el hecho de las diferen-
cias que impone el sexo en los modos de conducta aceptados. No sólo tropezamos con una 
división económica del trabajo entre hombres y mujeres, que se da en todas partes, sino; 
que, en la mayor parte de las culturas, las actividades de los hombres difieren de las de las 
mujeres por la índole de sus preocupaciones en el seno de la familia, en sus intervenciones 
religiosas o en los tipos de satisfacciones estéticas que encuentran en su cultura. Algunas 
veces es cuestión de hábito: que en África occidental hagan alfarería las mujeres y los hom-
bres cosan los vestidos, no es ni más ni menos racional que lo que Ocurre entre nosotros, 
donde los hombres son alfareros y las mujeres costureras. Ahora bien, la división puede ser 
conscientemente impuesta y penada si se infringe, tal como la no autorizada manipulación 
de lo sobrenatural entre los aborígenes australianos, o el uso por los hombres de trajes de 
mujer en nuestra sociedad.
En poblaciones grandes, en las que existe un alto grado de especialización y una estruc-
tura de clases marca distintamente a un elemento respecto de otro en la sociedad, excede 
a la capacidad de cualquier persona el conocer por entero su cultura. El aldeano chino del 
siglo XIX y el Ilustrado mandarín, ambos ordenaron sus vidas de acuerdo con los dictados 
de una cultura común, pero ambos siguieron sus separados caminos, apegándose cada cual 
a su particular género de vida y sin preocuparse probablemente de cómo sus vidas dife-
rían. No sólo cuando existen componentes urbanos y rurales, sino cuando los sacerdotes se 
destacan del pueblo laico, los gobernantes de los gobernados, los industriales especialistas 
como los nativos forjadores de África oriental o los constructores de canoas polinesios de 
los que tienen otros oficios, se ve que el individuo conoce solamente un segmento de su 
cultura total. Esto es verdad a despecho de que la total cultura del individuo señala las 
orientaciones básicas en términos de las cuales su grupo, considerado como un todo, regu-
lariza su conducta diaria.
La cultura, considerada como más que el hombre, constituye el tercer término de la 
progresión inorgánica, orgánica y supraorgánica, formulada por primera vez por Herbert 
Spencer como armazón conceptual de su esquema evolucionista. Más de medio siglo más 
tarde, la palabra supraorganico fue empleada por Kroeber para subrayar el hecho de que, 
de igual modo que la cultura y las disposiciones biológicas son fenómenos de orden diferen-
te, la cultura debe mirarse como existiendo en sí y por sí, actuando en las vidas de los seres 
humanos, los cuales no son sino instrumentos pasivos bajo su dominio. “El mahometismo, 
fenómeno social”, dice Kroeber, “al suprimir las posibilidades imitativas de las artes pictó-
ricas y plásticas, ha afectado obviamente la civilización de muchos pueblos, pero también 
tiene que haber alterado la profesión de muchas personas nacidas en tres conti nentes 
durante un millar de años”. O también: “aun dentro de una esfera de civilización limitada 
nacionalmente, tienen que ocurrir resultados seme jantes. El lógico o el administrador por 
temperamento, nacido en una casta de pescadores o de barrenderos, no conseguirá, tal 
vez, las satisfacciones, y ciertamente que no el éxito que hubiera logrado de haber nacido 
de padres brahmanes o ksatzias; y lo que es verdad para la India es verdad también para 
Europa”.
Hay muchas más pruebas en la actualidad en favor de la posición de Kroeber que cuando 
escribió lo antedicho. Pero los ejemplos que puso sirven todavía para ilustrar el punto de 
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vista que él fué el primero en de fender. El descubrimiento de Darwin del concepto de evo-
lución, hecho paralelamente por Wallace, que trabajaba en el otro lado del globo, es uno 
de los ejemplos más sorprendentes. De Darwin dice Kroeber: “Nadie puede creer sensata-
mente que el mérito de la más grande proeza de Darwin, la formulación de la doctrina de la 
evolución por la selección natural, se lo atribuiríamos a élde haber nacido cincuenta años 
más pronto o más tarde. De haber nacido más tarde, se le habrían adelantado Wallace; u 
otros, si una muerte prematura se hubiera llevado a Wallace.” El caso de la obra de Gregor 
Mendel sobre la herencia, que pasó inadvertida porque, según este punto de vista, nuestra 
cultura no estaba aún madura para acogerla, es igualmente bien conocido. Recordemos 
como, publicada en 1865, fue ig norada hasta 1900, año en el que tres investigadores, cada 
uno de por sí y a escasos meses de distancia, descubrieron el descubrimiento de Mendel y 
dieron nuevo giro a la ciencia biológica.
Otros ejemplos de este género expuestos por Kroeber incluyen el descu brimiento inde-
pendiente del teléfono por Alejandro Bell y Elisha Gray, del oxígeno por Priestley y Scheele, 
de la hipótesis de la nebulosa por Kant y Laplace, de la predicción de la existencia de Nep-
tuno, en el espacio de pocos meses, por Adams y Leverrier. Alguno de los libros que Kroeber 
predijo que serían escritos para acumular ejemplos sobre ejemplos de descubri mientos 
múltiples, por ejemplo, el de Stern, análisis detallado de la inevitabilidad social de los 
descubrimientos médicos, o el de Gilfillan, que examina cuan directos fueron los progresos 
que llevaron al desarrollo del barco de vapor, han sido publicados ya. Como Kroeber lo pre-
dijo, todas estas últi mas obras no hacen sino reforzar la conclusión expuesta por él en su 
primer libro: “La marcha de la historia, o como se dice corrientemente, los pro gresos de la 
civilización, son independientes del nacimiento de los diversos individuos; como éstos dan 
una media sustancialmente idéntica en lo que se refiere a genialidad y mediocridad, en to-
dos tiempos y lugares, sumi nistran el mismo sustrato para lo social… El efecto concreto de 
cada indi viduo sobre la civilización es determinado por la civilización misma… La psique y 
el cuerpo no son sino facetas del mismo material orgánico o actividad; la substancia social 
—o la fábrica insubstancial, si se prefiere llamarla así—, eso que denominamos civilización, 
los trasciende por todo su ser arraigado en la vida”.
El estudio de los estilos del vestido de mujer hecho por Kroeber y Richardson, basado 
en un ensayo previo del mismo Kroeber, constituye uno de los análisis más cuidadosos del 
cambio experimentado por un ele mento específico de la cultura. Sirviéndose de varias 
guías de modas, como ir pararon las medidas y proporciones de ciertos aspectos de los pa-
trones de vestidos de mujer, año por año, desde 1787 hasta 1936. Para el período de 1605 a 
1787, reunieron la misma información respecto a los años cuyos datos pudieron hallar. Los 
aspectos analizados fueron largo y ancho de la falda, posición y diámetro de la cintura, y 
largo y ancho del escote. Se encontraron con cambios en sucesión regular, que mostraban 
una periodicidad en las oscilaciones de las medidas amplias a las pequeñas que parecía 
trascender la acción de cualquier factor que se debiera únicamente al azar. Entonces po-
dríamos preguntar ¿qué importancia tienen las actividades de los diseñadores de modas de 
París, que se afanan año tras año en inventar nuevas modas y que han perfeccionado a un 
alto grado las técnicas para inducir a las mujeres a la aceptación del cambio en los vesti-
dos? Gracias, precisamente, al factor de planeamiento deliberado, de consciente elección 
por parte de los individuos, que opera tan fuertemente en este fenómeno, ha sido escogido 
como un caso crucial. Por eso los resultados parecen tan impresionantes para probar cómo 
la corriente histórica de su cultura lleva al hombre, lo desee o no, allí donde ella va.
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El argumento en pro de la realidad psicológica de la cultura descansa, sobre todo, 
en lo inconveniente que resulta dividir la experiencia humana de suerte que el hombre, el 
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organismo, se encuentre conceptualmente fue ra de los aspectos de su conducta que cons-
tituyen los elementos “supraorgánicos” de su existencia. Toda cultura observada durante 
años aparece, ciertamente, como si tuviera una vitalidad que trasciende la vida de cual-
quier miembro del grupo en que se manifiesta. Mas, por otra parte, la cultura no puede 
subsistir sin el hombre. Por consiguiente, objetivar un fenómeno que no se manifiesta sino 
en el pensamiento y la acción humanos, equivale a proclamar la existencia separada de 
algo que realmente no existe sino en la mente del investigador.
Se puede establecer un paralelo entre la concepción “supraorgánica”, de la cultura y 
la hipótesis de la psique colectiva, que fue sostenida por varios psicólogos y hecho famosa 
por autores como Le Bon y Tortter. La psique colectiva se concibió como algo más que las 
reacciones de todos los individuos que componen un grupo. La cuestión que surgía respecto 
a la sede de esa psique, ya que se proclamaba que era distinta de las psiques individuales, 
hizo que se rechazara la hipótesis como no susceptible de veri ficación científica.
La más clara definición de cultura en términos psicológicos reza: cultura es la por-
ción aprendida de La conducta humana. Es esencial la palabra “aprendida”, porque todos 
reconocen que cualesquiera sean las formas, sus ceptibles de descripción objetiva, que 
constituyen una cultura, deben ser aprendidas por las sucesivas generaciones de una po-
blación si no se han de perder. De lo contrario, habría que suponer, no sólo que el hombre 
es un animal dotado de impulso congénito de construcción de cultura; sino de impulsos tan 
específicos que orientan su conducta según líneas invariables, como ocurre con formas in-
feriores, en las cuales unos impulsos limitados guían las reacciones-que pueden predecirse. 
Éste, ciertamente, fue el punto, de vista adoptado por los psicólogos del “instinto”.
Postulaban un instinto tras otro para explicar reacciones que luego se encontró que 
no eran en absoluto instintivas. Se trataba de reacciones tan efectivamente asimiladas que 
se habían hecho automáticas. Resultaba imposible determinar si esas reacciones fueron 
aprendidas o se debían a dis posiciones congénitas.
Los argumentos de la escuela “instintivista” parecían convincentes por que los seres 
humanos aprenden realmente bien sus culturas, y por medio de un proceso qué es tan pe-
netrante como completo. Cuando empleamos la palabra educación tendemos a fijarnos en 
el aprendizaje dirigido. Pero la mayor parte de la cultura, en todos los grupos humanos, 
se adquiere me diante un proceso que se denomina indistintamente habituación, imitación 
acaso mejor, condicionamiento inconsciente, expresión qué pone en relación esta forma 
de aprender con los otros tipos donde se aplica el condiciona miento consciente (prepara-
ción).
Este proceso puede ser extraordinariamente sutil. Así, por ejemplo, aunque un ser 
humano debe cesar en toda actividad periódicamente, por ra zones orgánicas, la manera en 
que descansa se halla determinada culturalmente. En una cultura en que la gente duerme 
sobre esterillas en el suelo, les resulta intolerable dormir en camas con blandos colchones. 
La inversa es igualmente cierta. Cuando se usan cabezales de madera, las almohadas se 
hacen molestas. Si las circunstancias obligaran a una readaptación, en tonces es menester 
un proceso de reaprendizaje, o recondicionamiento, para acomodar la estructura corporal 
de uno a las nuevas circunstancias.
El lenguaje nos ofrece una infinidad de ejemplos sobre cuan meticulosamente está 
condicionada el habla. Las diferencias regionales, tales como la a larga de Boston com-
parada con la corta de Cleveland; o diferencias de clase, como el hablar del mendigo de 
Londres comparado con el de un londinense de clase superior, proporcionan excelentes 
ejemplos. Algunas, formas son tan matizadas que no las percibe más que el oído experto, 
como en la transmutación, en Chicago, de la a llana del oeste en una palabra como cab, en 
keb, con una e breve. Otros ejemplos, como los hábitos motores característicos de tribus, 
regiones, nacioneso clases —el modo de an dar o de sentarse—, no son sino dos ejemplos 
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más entre los muchos que podríamos citar para demostrar cómo, sin aportar pausas para 
nada en el proceso y sin enseñanza consciente, el hombre aprende su cultura.
Por tanto, la eficacia con que las técnicas, los modos aceptados de conducta y creen-
cias varias son transmitidos de generación en generación proporciona a la cultura el grado 
de estabilidad que permite considerarla como algo que tiene existencia propia. Hay que 
observar, sin embargo, que lo que se transmite no es jamás una prescripción de conducta 
tan rígida que no deje ninguna elección al individuo. Uno de los factores primarios del 
cambio cultural es, como veremos, la variación en un determinado modo de conducta que 
toda la sociedad acepta. Así ocurre que la gente, en nuestra propia cultura, habitualmente 
descansa sentándose en sillas. Pero unas sillas son blandas y otras duras, algunas se mecen 
y otras no, algunas tienen el respaldo derecho y otras son redondas. Ordinariamente, no-
sotros no nos sentamos delante de mesas bajas, con las piernas cruzadas, ni en taburetes, 
ni descansamos apoyados en una sola pierna.
Sin embargo, la idea de la conducta condicionada por la tradición, ¿no apoyaría la 
suposición de que el hombre no es sino hijo de su cultura? La contestación se halla en el he-
cho de la variación permitida en la conducta a cada cual. En toda cultura hay lugar siempre 
para la elección, hasta, no lo olvidemos, entre los grupos más simples y más conservadores. 
Pues aun que pueda afirmarse que mucha de la conducta del hombre es de tipo au tomático, 
no se puede concluir de ello que el hombre es un autómata. Cuan do se amenaza un as-
pecto de su cultura que el individuo ha dado siempre por garantizada —la creencia en una 
divinidad particular, acaso, o la validez de cierta manera de manejar los negocios, o algún 
precepto de etiqueta—, su defensa puede no ser más que una racionalización. No obstante, 
sobre todo si lo que ha sido combatido carece de prueba objetiva, aquél hace su defensa 
con un grado de emoción que revela elocuentemente sus senti mientos.
Esto significa que la cultura está llena de sentido. Aunque la conducta puede ser 
automática y las sanciones dadas por supuestas, cualquier forma aceptada de acción o 
de creencia, cualquier institución dentro de una cul tura “tiene sentido”. Es el principal 
argumento de quienes sostienen que la cultura representa la integración de las creencias, 
hábitos, puntos de vista de las gentes, y no una cosa en sí misma. La experiencia se define 
culturalmente, definición que implica que la cultura tiene un significado para los que viven 
de acuerdo con ella. Hasta para los bienes materiales la de finición es esencial. Un objeto, 
tal como una mesa, figura en la vida de un pueblo únicamente si es reconocido como tal. 
Para un miembro de una aislada tribu de Nueva Guinea serían tan incomprensible como el 
simbo lismo de sus dibujos lo sería para nosotros. Sólo después que un objeto ha cobrado 
sentido mediante explicación, definición y captación de su función llega a entrar cultural-
mente en la vida.
El punto de vista sostenido por el filósofo Ernst Cassirer es significa tivo a este respec-
to. Su examen del simbolismo del lenguaje como factor que permite al hombre marchar 
adelante eficazmente como un animal que construye cultura, revela cómo ha penetrado 
en el problema de la distinción entre el hombre como miembro de una serie biológica y 
como creador y heredero de cultura. “El hombre —escribe— vive en un universo simbólico-. 
Lenguaje, mito, arte y religión son parte de este universo. Constitu yen los diversos hilos 
que tejen la red simbólica, la complicada trama de la experiencia humana. El nombre ya 
no puede enfrentarse con la reali dad directamente; no puede verla, como si dijéramos, 
cara a cara. La realidad física parece retroceder en la medida en que avanza la actividad 
simbólica del hombre. En lugar de tratar con las cosas mismas, el hombre está, en cierto 
sentido, conversando constantemente consigo mismo. Se ha envuelto de tal modo en for-
mas lingüísticas, en imágenes artísticas, en símbolos míticos o en ritos religiosos, que no 
puede ver o conocer nada si no es por la interposición de este medio artificial. Su situación 
es la misma, en la esfera teórica que en la práctica. Tampoco en ésta vive el hombre en un 
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mundo de hechos brutos o de acuerdo con sus necesidades y deseos inmediatos. Vive más 
bien en la niebla de emociones imaginarias, entre esperanzas y temores, en ilusiones y des-
ilusiones, en sus fantasías y sueños. “Lo que per turba y alarma al hombre —dice Epicteto—, 
no son las cosas, sino sus opi niones y fantasía sobre las cosas.”
La conducta humana ha sido definida como “conducta simbólica”. Fi jándonos en este 
factor del simbolismo, es fácil ver que mediante el empleo de símbolos el hombre da senti-
do a su vida. Así define culturalmente su experiencia, que ordena en función de los modos 
de vida del grupo en el cual ha nacido y, a través del proceso de aprendizaje, se desarrolla 
hasta convertirse en un miembro pleno y activo del mismo.
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¿Debemos elegir entre el punto de vista que sostiene que la cultura es una entidad 
autónoma, que se desenvuelve por sí con independencia del hombre, y el que afirma que 
la cultura no es sino una manifestación de la psique humana? ¿O será posible conciliar 
ambos puntos de vista?
Tan profundamente actúan los condicionamientos de la sede concreta de la conduc-
ta humana, tan automáticas son sus respuestas, tan suave la línea histórica que se puede 
trazar cuando se siguen los cambios de una cultu ra dada en un período de años, que 
resulta difícil no considerar la cultura como una cosa fuera del hombre, que lo domina, 
llevándolo, quiéralo o no, hacia un destino que él no puede fraguar ni ver. Es difícil, cier-
tamente, incluso hablar o escribir de cultura sin que se implique esta idea. Sin em bargo, 
como ya lo hemos visto, cuando se analiza cuidadosamente la cultura nos encontramos 
con una serie de reacciones normadas que caracterizan Ia conducta de los individuas 
que constituyen un grupo dado. Esto es, que tropezamos con gentes que reaccionan, con 
gentes que se comportan de alguna manera, con gentes que piensan, con gentes que ra-
cionalizan. De este modo queda perfectamente claro que lo que hacemos es “cosificar”, 
es decir, objetivar y hacer concretas las discretas experiencias de los individuos de un 
grupo en un tiempo dado. Experiencia que reunimos en una totalidad a la que llamamos 
su cultura. Y, a los fines del estudio, está muy bien. El peligro asoma cuando “cosifica-
mos” las semejanzas de los comportamientos, que son resultado del hecho de que un 
grupo de individuos se hallan parejamente condicionados por su sede o ambiente común, 
convirtiéndolos en algo que existiría fuera del hombre, en algo supraorgánico.
No quiere decir esto que neguemos la utilidad, para ciertos problemas antropoló-
gicos, de estudiar la cultura como si tuviera una existencia obje tiva. No hay otro modo 
de llegar a comprender la amplitud de la variación en los tipos de conducta reconocida 
o consagrada con los que se logran los fines que todos los hombres tienen que conseguir. 
Pero debemos evitar que el reconocimiento de una necesidad metodológica oscurezca 
el hecho de que estamos tratando con una “construcción” mental, y que, como en toda 
ciencia, utilizamos esta construcción como guía de nuestro pensamiento y como ayuda 
en el análisis.
III. Cultura y Sociedad
En el estudio del hombre y de sus obras es necesario distinguir el concepto “cultura” de 
su expresión compañera “sociedad”, ya que el no hacerlo pudiera confundir, seriamente 
nuestro pensamiento. Una cultura es el modo de vida de un pueblo, en tanto que una 
sociedad es el agregado organizado de individuos que siguen un mismo modo de vida. En 
términos más sen cillos todavía: una sociedad está compuestade gentes; el modo como 
se comportan es su cultura. ¿Podemos nosotros, sin embargo, separar así al hombre como 
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animal social del hombre como criatura que tiene su cultura? ¿No es el comportamiento 
social realmente comportamiento cultural? ¿No hemos visto que la realidad definitiva 
en el estudio del hombre es el hom bre mismo, más que las ideas evanescentes, las ins-
tituciones impalpables y hasta los mismos objetos materiales que han aparecido como 
resultado de la asociación del hombre en los agregados que llamamos sociedades? Con-
sideremos estos tres puntos brevemente, uno tras otro.
Al afirmar que el hombre es un animal social que vive solamente en agregados orga-
nizados, tocamos un aspecto de su existencia, que, como veremos, comparte con otros 
muchos seres del mundo biológico. Fuera de algunos pocos casos cuya significación no es 
muy clara, el hombre es la única criatura que ha logrado cultura; esto es, cuyos modos 
de responder a las exigencias de la vida son de tipo acumulativo y mucho más variados 
que los de cualquier otra especie en la serie biológica. Una vez dicho esto (que el hombre 
comparte con muchos otros animales sociales la propensión a vivir en agregados, pero que 
es el único animal constructor de cultura) se hace patente la distinción entre las dos ex-
presiones “sociedad” y “cultura”. Por consiguiente, para facilitar la comprensión, los dos 
aspectos deben ser considerados separadamente tanto como en sus mutuas relaciones.
Algo parecido cabe decir cuando consideramos nuestra segunda cues tión, de si la con-
ducta social no es al mismo tiempo conducta cultural. También, en este caso, al afirmar 
que el hombre es un animal social, que configura sus relaciones con sus compañeros de 
acuerdo con las institucio nes sociales, debemos reconocer que, aunque este aspecto es 
fundamental, no agota todo el asunto. Las instituciones sociales pueden ser entendidas 
ampliamente, de suerte que comprendan tanto las orientaciones econó micas y políti-
cas como las basadas en el parentesco y en la libre asocia ción. Pero difícilmente puede 
ampliarse el concepto de modo que incluya aspectos tales del comportamiento humano 
como la religión, las artes y las lenguas, para no decir nada de las sanciones tácitas que 
se hallan en la base de toda conducta. “Organización social” es la expresión técnica 
antropo lógica para ese carácter básico de la vida del grupo humano que abarca las insti-
tuciones que proporcionan asiento a todos los demás géneros de conducta, a la vez social 
e individual. Reconocer el hecho de que el hombre, animal o social, al actuar mutuamente 
con sus compañeros provee el asiento o sede de aquellos otros tipos de instituciones, signi-
fica que los consagrados patrones de conducta pueden ser diferenciados de los motivos de 
los cuales tomaron origen.
Sin embargo, en último término, ¿no son las gentes (la sociedad), la realidad, y no sus 
modos de vida? ¿No son estos últimos, impalpables, meras inferencias de la conducta que 
observamos cuando visitamos una comunidad de esquimales, de africanos o de franceses, 
cuando seguimos las idas y venidas de la gente, viendo cómo reaccionan entre sí, estu-
diando la pauta de esas reacciones y dibujando así las instituciones que canalizan esta 
conducta?. Éste es, verdaderamente, el caso; y el método de observar a las gentes, que se 
llama “investigación de campo”, es la herramienta con que obtiene la etnografía sus datos 
primarios.
El concepto “sociedad”, empleado en este sentido, está sujeto a las mismas reservas 
que hay que hacer cuando se emplea el concepto “cultura”. Así como vimos que toda 
cultura no es sino la “cosificación” del comportamiento individual, también toda sociedad 
humana es una “cosificación” (o “reificación”) a base de la sucesión de seres humanos que 
componen un grupo.
Hay que recordar que la cultura es más que ningún individuo que vive dentro de ella ya 
por el solo hecho de que los artefactos, las instituciones, las sanciones que comprende, 
persisten largo tiempo después de la muerte de cualquier miembro dado del grupo que 
sigue aquel modo de vida. En la misma forma, ninguna sociedad está constituida por la 
misma gente du rante largo tiempo. Nacimientos y muertes cambian constantemente su 
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personal. Cuando ha pasado por entero una generación, su composición es completamente 
diferente. Todo lo que la enlaza al pasado son los pa trones de conducta que han sido trans-
mitidos a la gente que ahora la compone. Se ve con claridad que, al adoptar la continuidad 
social; hay que acudir a las mismas escapadas metodológicas de la realidad que cuando 
supusimos la continuidad de la cultura.
El estudio de la sociedad es importante para nosotros, porque es esencial que compren-
damos cómo el hecho de que el hombre vive en agregados afecta su conducta. Debemos 
tomar en cuenta no sólo las institucio nes sociales que el hombre ha creado para hacer po-
sible el funciona miento de las sociedades humanas, sino también los impulsos que le llevan 
a establecer tales agregados y la manera como el individuo resulta inte grado en la socie-
dad en la que ha nacido. Nos detendremos en este capí tulo en los últimos puntos, puesto 
que afectan considerablemente a las relaciones entre sociedad y cultura. En una sección 
ulterior, al estudiar la cultura en sus varias manifestaciones, describiremos algunas de las 
institu ciones que constituyen los patrones o pautas de la vida social humana.

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