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Leigh Bardugo Dark Guardians 
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The Grisha #2 
Leigh Bardugo 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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La oscuridad nunca muere. 
 
Perseguida mientras cruza el Verdadero Océano, acosada por las vidas que 
tomó en el Abismo, Alina debe intentar hacer su vida con Mal en una tierra 
desconocida. Descubre que empezar de cero no es tan fácil mientras intenta 
mantener en secreto su identidad como la Invocadora del Sol. No puede huir de su 
pasado ni de su destino por mucho tiempo. 
 
El Darkling ha emergido del Abismo de las Sombras con un aterrador nuevo 
poder y un peligroso plan que desafiará las mismísimas fronteras del mundo 
natural. Con la ayuda de un corsario de mala fama, Alina regresa al país que 
abandonó, decidida a luchar contra las fuerzas que se están reuniendo en contra de 
Ravka. Pero conforme crece su poder, Alina se desliza cada vez más en el juego de 
magia prohibida del Darkling, y se aleja mucho más de Mal. De alguna forma, 
tendrá que elegir entre su país, su poder y el amor que siempre creyó que la 
guiaría... o arriesgarse a perder todo en la tormenta que se avecina. 
 
 
 
 
 
 
 
 
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Para mi madre, que creyó incluso cuando yo no lo hice. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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Los Grisha 
Soldados del Segundo Ejército 
Maestros de la Pequeña Ciencia 
 
Corporalki 
(La Orden de los Vivos y Muertos) 
Cardios 
Sanadores 
 
Etherealki 
(La Orden de los Invocadores) 
Impulsores 
Infernos 
Mareomotores 
 
Materialnik 
(La Orden de los Fabricadores) 
Durasts 
Alquimios 
 
 
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Grisha: Segundo Ejército de Ravka. 
 
 
Keramzin: País de origen del Duque Keramsov y un pueblo del mismo nombre. 
Tsibeya: El vasto desierto cerca de la frontera noreste de Ravka. 
Kribirsk: Una ciudad y puesto militar en la costa este del Falso Océano. 
Os Alta: La capital de Ravka. 
Ryevost: Una ciudad junto al río. 
 
 
Istorii Sankt’ya: Libro de la vida de los Santos. 
Oprichniki: La guardia de élite del Darkling, seleccionados del primer ejército. 
Otkazat’sya: Los Abandonados. 
Moi Soverenyi: Título utilizado para dirigirse al líder del Segundo Ejército. 
Moi Tsar/ Moya Tsaritsa: Título utilizado para dirigirse al Rey y la Reina de 
Ravka. 
Moi Tsesarevich: Título utilizado para dirigirse a los príncipes. 
Merzost: Creación en el corazón del mundo o magia. 
 
 
 
 
 
 
 
 
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Traducido por CarOB 
 
Hacía mucho tiempo, antes de que hubiesen visto el Verdadero Océano, el 
muchacho y la muchacha habían soñado con barcos, con los navíos de historias: 
barcos mágicos con mástiles tallados en cedro dulce, y velas tejidas por doncellas 
con hilos de oro puro. Sus tripulaciones eran ratones blancos que entonaban 
canciones y fregaban las cubiertas con sus colas de color rosa. 
El Verrhader no era un barco mágico, sino un barco mercante de Kerch con la 
bodega llena de cereales y melaza. Apestaba a cuerpos sucios y a las cebollas 
crudas que los marineros afirmaban prevenían el escorbuto. La tripulación escupía, 
maldecía y apostaba por las raciones de ron. Del pan que les dieron al muchacho y 
a la muchacha caían gorgojos, y su camarote era un estrecho armario que se vieron 
obligados a compartir con otros dos pasajeros y un barril de bacalao. 
No les importaba. Se acostumbraron al tañido de las campanas al dar la hora, al 
graznido de las gaviotas y al parloteo ininteligible en kerch. El barco era su reino y 
el mar, un inmenso foso que mantenía sus enemigos a raya. 
El muchacho aceptó la vida a bordo con la facilidad que aceptaba todo lo 
demás. Aprendió a hacer nudos y a remendar las velas y, mientras sus heridas se 
curaban, manejó las cuerdas junto a la tripulación. Se quitaba los zapatos y, sin 
miedo, subía descalzo a las jarcias. Los marineros se maravillaban por cómo 
encontraba delfines, grupos de mantarrayas y brillantes peces tigre, y por la forma 
en que percibía por dónde surgiría una ballena antes de que su espalda jorobada 
rompiera las olas. Afirmaban que serían ricos si tan sólo tuvieran un poco de su 
suerte. 
La muchacha los ponía nerviosos. 
Llevaban tres días en el mar cuando el capitán le pidió que permaneciera bajo 
cubierta tanto como fuera posible. Culpó a la tripulación supersticiosa, afirmó que 
pensaban que las mujeres a bordo traían malos vientos. Era verdad, pero los 
marineros podrían haber acogido a una chica que reía feliz, una chica que contaba 
chistes o intentaba tocar la flauta. 
Esta chica permanecía silenciosa e inmóvil junto a la borda, mientras se sujetaba 
la bufanda alrededor del cuello, congelada como un mascarón de proa tallado en 
madera blanca. Esta chica gritaba en sueños y despertaba a los hombres que 
dormitaban en la cofa. 
Así que la muchacha pasaba los días recorriendo el oscuro vientre de la nave, 
contando barriles de melaza y estudiando las cartas del capitán. Por las noches, 
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salía a cubierta y se refugiaba de los brazos del muchacho mientras identificaban 
constelaciones de la vasta extensión de estrellas: El Cazador, El Erudito, Los Tres 
Hijos Necios, los rayos brillantes de la Hiladora y el Palacio del Sur con sus seis 
agujas torcidas. 
Lo mantenía allí tanto como podía, contando historias y haciendo preguntas, 
porque sabía que cuando dormía, soñaba. A veces soñaba con esquifes rotos de 
velas negras, cubiertas resbaladizas por la sangre y con gente gritando en la 
oscuridad. Pero peor eran los sueños de un príncipe pálido que presionaba los 
labios contra su cuello, que posaba las manos contra el collar que le rodeaba el 
cuello e invocaba su poder en un resplandor de luz solar. 
Cuando soñaba con él se despertaba temblando, con la sensación aún presente 
del poder vibrando en su interior y de la luz cálida contra la piel. 
El muchacho la abrazaba con más fuerza y le murmuraba palabras suaves para 
arrullarla. 
―No es más que una pesadilla ―susurraba―. Los sueños se detendrán. 
Pero él no lo entendía. Los sueños eran el único lugar en el que ahora era seguro 
usar su poder, y ella los anhelaba. 
 
* * * 
El día que el Verrhader llegó a tierra, el muchacho y la muchacha, de pie junto a 
la barandilla, vieron acercarse la costa de Novyi Zem. Entraron al puerto a través 
de un huerto de mástiles erosionados y velas amarradas. 
Había elegantes balandras y barquitos de juncos provenientes de las costas 
rocosas de Shu Han; también había buques de guerra armados y goletas para 
recreación, mercantes gordos y balleneros fjerdanos. Una abultada galera prisión, 
con destino a las colonias del sur, llevaba izada la bandera de punta roja que 
advertía de asesinos a bordo. Cuando pasaron flotando junto a ella, la muchacha 
pudo haber jurado que oyó el tintineo de las cadenas. 
El Verrhader encontró su embarcadero y bajaron la pasarela. Los trabajadores 
portuarios y la tripulación se saludaron a gritos, desamarraron cuerdas y 
prepararon la carga. 
El muchacho y la muchacha escanearon los muelles, buscando entre la multitud 
el destello carmesí de los Cardios, el azul de los Invocadores o el centelleo de la luz 
del sol sobre las armas ravkanas. 
Había llegado el momento. El muchacho la tomó de la mano; tenía la palma 
áspera y callosa por los días que había dedicado a trabajar con las sogas. Cuando 
pisaron los tablones del muelle, el suelo pareció ondularse bajo ellos. 
Los marineros rieron. 
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―¡Vaarwel, fentomen! ―gritaron. 
El muchacho y la muchacha avanzaron y dieron sus primeros pasos inestables 
en el nuevo mundo. 
«Por favor ―rezó la chicaen silencio, a cualquier Santo que pudiera estar 
escuchando―. Déjennos a estar a salvo aquí. Déjennos tener un hogar». 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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Traducido por Kathfan 
 
Dos semanas habíamos estado en Cofton, y me seguía perdiendo. La ciudad 
quedaba en el interior, al oeste de la costa de Novyi Zem, a kilómetros del puerto 
donde habíamos desembarcado. Pronto iríamos mucho más lejos y nos 
adentraríamos en la selva de la frontera zemení. Tal vez entonces empezaríamos a 
sentirnos a salvo. 
Miré el mapita que había dibujado y retrocedí sobre mis pasos. Mal y yo nos 
reuníamos todos los días después del trabajo para caminar juntos de regreso a la 
casa de huéspedes, pero hoy me había desviado por completo al ir a comprar 
nuestra cena. Los pasteles de ternera y col en mi bolso emanaban un olor muy 
peculiar. El tendero había afirmado que eran un manjar zemení, pero tenía mis 
dudas. No importaba mucho: últimamente todo me sabía a cenizas. 
Mal y yo habíamos llegado a Cofton para encontrar un trabajo que financiara 
nuestro viaje al oeste. Era el centro del comercio jurda, rodeado de campos de 
florcitas anaranjadas que las personas masticaban a montones. El estimulante era 
considerado un lujo en Ravka, pero algunos de los marineros a bordo del Verrhader 
lo habían usado para mantenerse despiertos durante las prolongadas vigilancias. 
A los hombres zemeníes les gustaba ponerse las flores secas entre el labio y la 
encía e incluso las mujeres las llevaban colgando de las muñecas en bolsas 
bordadas. Todas las tiendas que pasaba anunciaban diferentes tipos en sus 
vidrieras: Hoja Brillante, Sombra, Dhoka, Rudo. 
Vi que una chica hermosa, vestida con enaguas, se inclinaba a la derecha y 
escupía un chorrito de jugo de color rojizo en uno de los altos escupideros de latón 
ubicados afuera de cada tienda. Contuve una arcada. Esa era una costumbre 
zemení a la que no creía poder acostumbrarme. 
Con un suspiro de alivio, giré hacia la calle principal de la ciudad. Al menos 
ahora sabía dónde estaba. 
Cofton aún no me parecía muy real, tenía algo tosco e inacabado. La mayoría de 
las calles estaban sin pavimentar y siempre sentía que los edificios de techo plano y 
endebles paredes de madera podrían caerse en cualquier momento; aun así, todas 
las construcciones tenían ventanas de vidrio. 
 Las mujeres se vestían de terciopelo y encaje; los escaparates se desbordaban 
dulces, chucherías y todo tipo de adornos en lugar de rifles, cuchillos y ollas de 
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lata. Aquí, hasta los mendigos usaban zapatos. Así lucía un país cuando no estaba 
en asedio. 
Al pasar por una tienda de ginebra, vi un destello de color carmesí por el rabillo 
del ojo. 
Corporalki. 
Al instante, me eché hacia atrás y me presioné contra el espacio en sombras de 
dos edificios. Con el corazón desbocado, estiré la mano hacia la pistola en mi 
cadera. 
«Daga primero ―me recordé, y deslicé la hoja desde mi manga―. Intenta no 
llamar la atención. Usa la pistola sólo si es necesario. Tu poder es el último 
recurso». 
No por primera vez extrañé los guantes que me crearon los Fabricadores y que 
tuve que dejar atrás en Ravka. Estaban revestidos de espejos que me ayudaban a 
cegar oponentes con facilidad en una pelea cuerpo a cuerpo, y eran una buena 
alternativa para rebanar a alguien por la mitad con el Corte. Pero si me hubiese 
descubierto un Cardio Corporalnik, no tendría oportunidad alguna, pues eran los 
soldados favorecidos por el Darkling y podrían detener mi corazón o aplastar mis 
pulmones sin necesidad de un golpe. 
Esperé, sujetando con manos sudorosas el mango de la daga, hasta que 
finalmente me atreví a echar un vistazo desde la pared y vi un carro repleto de 
barriles. El conductor se había detenido a hablar con una mujer cuya hija bailaba 
impaciente junto a ella, revoloteando y dando vueltas con su falda de color rojo 
oscuro. 
Sólo era una niña, no un Corporalnik a la vista. 
Me apoyé contra el edificio y respiré hondo, tratando de calmarme. 
«No siempre será así ―me dije―. Cuanto más tiempo seas libre, más fácil 
será». 
Un día me despertaría de un sueño sin pesadillas y caminaría sin temor por la 
calle. Hasta entonces, mantendría cerca mi endeble daga y rogaría por la seguridad 
que me daba el peso del acero Grisha en la palma. 
Me abrí camino de regreso a la calle bulliciosa, ajustándome más la bufanda 
alrededor del cuello. Lo había convertido en un hábito nervioso, pues debajo 
llevaba el collar de Morozova, el amplificador más poderoso jamás conocido, así 
como la única forma de identificarme. Sin él, sólo era otra refugiada ravkana sucia 
y mal alimentada. 
No estaba segura de qué iba a hacer cuando cambiara el clima. No podía 
caminar con bufandas y abrigos de cuello alto cuando llegara el verano. Pero 
entonces, con un poco de suerte, Mal y yo estaríamos muy lejos de ciudades 
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atestadas y preguntas no deseadas. Estaríamos solos, por primera vez desde que 
habíamos huido de Ravka. 
El pensamiento me provocó un aleteo nervioso. 
Crucé la calle esquivando carros y caballos mientras examinaba la multitud, 
segura de que en cualquier momento vería una tropa de Grisha o de oprichniki 
avanzando hacia mí; o tal vez serían mercenarios de Shu Han, o asesinos fjerdanos 
o los soldados del Rey de Ravka, o incluso el mismo Darkling. 
Por supuesto, muchas personas podrían estar cazándonos. «Cazándome», me 
corregí. Si no fuera por mí, Mal aún sería un rastreador en el Primer Ejército, no un 
desertor huyendo por su vida. 
Un recuerdo indeseado tomó forma en mi mente: cabello negro, ojos claros, el 
Darkling al desatar el poder del Abismo con el rostro exultante por la victoria, justo 
antes de que yo se la arrebatara. 
Las noticias llegaban con facilidad a Novyi Zem, pero ninguna era buena. 
Los rumores que surgieron decían que el Darkling había sobrevivido de alguna 
forma a la batalla en el Abismo, que había ido a tierra para reunir sus fuerzas antes 
de hacer otro intento para tomar el trono ravkano. 
No quería creer que fuera posible, pero sabía que no debía subestimarlo. 
Las otras historias eran igual de inquietantes: que el Abismo había empezado a 
desbordarse, llevando a refugiados al este y al oeste; que se había originado un 
culto en torno a una Santa que podía invocar el sol. 
No quería pensar en ello. Mal y yo teníamos una vida nueva ahora, habíamos 
dejado Ravka atrás. 
Apresuré los pasos y pronto llegué a la plaza, donde Mal y yo nos reuníamos 
todas las tardes. 
Lo descubrí apoyado en el borde de una fuente, hablando con un amigo zemení 
que había conocido del trabajo en el almacén. 
No podía recordar su nombre... Jep, ¿tal vez? ¿Jef? 
Alimentada por cuatro enormes grifos, la fuente no servía exactamente como 
decoración, sino que tenía una utilidad: era una gran palangana donde las niñas y 
sirvientas iban a lavar la ropa. Sin embargo, ninguna de las lavanderas estaba 
prestando mucha atención a la ropa; todas estaban mirando embobadas a Mal. 
Era difícil no hacerlo. Su pelo corto al estilo militar había crecido y estaba 
empezando a encrespársele en la nuca; el rocío de la fuente le había humedecido la 
camisa que ahora se aferraba a su piel bronceada por largos días en el mar. En ese 
momento, echó la cabeza hacia atrás riéndose de algo que había dicho su amigo, 
aparentemente ajeno a las sonrisas maliciosas arrojadas en su dirección. 
«Probablemente está tan acostumbrado, que ya ni siquiera las nota», pensé con 
irritación. 
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Cuando me vio, su rostro se iluminó con una amplia sonrisa y me saludó con la 
mano. Las lavanderas volvieron a mirar y luego intercambiaron miradas de 
incredulidad. Sabía lo que veían: una chica flacucha y escuálida con cabellocastaño 
apagado, mejillas hundidas y los dedos manchados de naranjo por empaquetar 
jurda. Nunca había llamado mucho la atención, y semanas de no usar mi poder 
habían dejado huella. No comía ni dormía bien, y las pesadillas no ayudaban. 
Los rostros de los hombres reflejaban lo mismo: ¿qué hacia un chico como Mal 
con una chica como yo? 
Enderecé la espalda y traté de ignorarlos cuando Mal estiró su brazo hacia mí 
para que me acercara. 
―¿Dónde estabas? ―inquirió―. Estaba preocupado. 
―Fui asaltada por una banda de osos enfadados ―murmuré en su hombro. 
―¿Te perdiste de nuevo? 
―No sé de dónde sacas esas ideas. 
―¿Recuerdas a Jes, no? ―preguntó, asintiendo con la cabeza hacia su amigo. 
―¿Cómo vas? ―preguntó Jes en un ravkano chapurreado, ofreciéndome la 
mano. Su expresión parecía excesivamente grave. 
―Muy bien, gracias ―contesté en zemení. 
No me devolvió la sonrisa, pero me palmeó suavemente la mano. Jes sin duda 
era extraño. 
Charlamos un rato más, pero sabía que Mal notaba mi ansiedad. No me gustaba 
estar al aire libre durante mucho tiempo. Nos despedimos, y antes de que Jes se 
fuera, me lanzó otra mirada sombría y se inclinó para susurrarle algo a Mal. 
―¿Qué dijo? ―le pregunté mientras lo observábamos marcharse de la plaza. 
―¿Hm? Oh… nada. ¿Sabías que tienes polen en las cejas? ―Extendió la mano 
para limpiarme con suavidad. 
―Tal vez lo quería allí. 
―Mi error. 
Cuando nos separábamos de la fuente, una de las lavanderas se inclinó hacia 
adelante, casi exponiendo sus atributos. 
―Si alguna vez te cansas de piel y huesos ―le dijo a Mal―, tengo algo para 
tentarte. 
Me puse rígida. Mal la miró por encima del hombro. Lentamente, la recorrió de 
arriba a abajo. 
―No ―dijo rotundamente―. No es verdad. 
El rostro de la chica se ruborizó de un feo color rojo mientras las otras se 
burlaban y se reían a carcajadas, salpicándola con agua. Intenté demostrar altivez 
con una ceja arqueada, pero era difícil contener la sonrisa tonta. 
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―Gracias ―murmuré mientras cruzábamos la plaza en dirección a nuestra casa 
de huéspedes. 
―¿Por qué? 
Puse los ojos los ojos en blanco. 
―Por defender mi honor, tonto. 
Él me empujo bajo la sombra de un toldo. Por un momento sentí pánico al 
pensar que había visto problemas, pero entonces sus brazos me rodearon y sus 
labios presionaron los míos. 
Cuando por fin retrocedió, tenía las mejillas ardiendo y me temblaban las 
piernas. 
―Sólo para que quede claro ―me dijo―, no estoy muy interesado en defender 
tu honor. 
―Entendido ―me las arreglé para decir, esperando no sonar ridículamente sin 
aliento. 
―Además ―dijo―, tengo que robar todos los minutos que pueda antes de que 
estemos de vuelta en el pozo. 
Así llamaba Mal a nuestra pensión. Estaba atestada y sucia, y no nos daba 
ninguna privacidad, pero era barata. 
Él sonrió, arrogante como siempre, y me llevó de vuelta al flujo de personas en 
la calle. A pesar de mi cansancio, mis pasos se sentían decididamente más ligeros. 
Aún no estaba acostumbrada a la idea de estar juntos. Otro estremecimiento me 
atravesó. En la frontera no habría huéspedes curiosos o interrupciones no deseadas. 
Mi pulso dio un pequeño salto, ya fuera por los nervios o la emoción, no estaba 
segura. 
―¿Y qué dijo Jes? ―le pregunté de nuevo, cuando mis pensamientos se sentían 
un poco menos perturbados. 
―Me dijo que debía cuidar bien de ti. 
―¿Eso es todo? 
Mal se aclaró la garganta. 
―Y… dijo que iba a orar al dios del trabajo para curar tu aflicción. 
―¿Mi qué? 
―Puede que le haya dicho que tienes paperas. 
Me tropecé. 
―¿Cómo dices? 
―Bueno, tuve que explicarle por qué siempre te aferras a esa bufanda. 
Dejé caer la mano al percatarme de que lo había estado haciendo sin darme 
cuenta. 
―¿Y le dijiste que tenía paperas? ―le susurré con incredulidad. 
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―Tenía que decir algo, y eso hace de ti una figura completamente trágica. Chica 
linda, tumor gigante… ya sabes. 
Lo golpeé con fuerza en el brazo. 
―¡Ay! Oye, en algunos países, las paperas se consideran muy de moda. 
―¿Les gustan eunucos, también? Porque puedo arreglarlo. 
―¡Qué sanguinaria! 
―Mis paperas me ponen de mal humor. 
Mal se echó a reír, pero me di cuenta de que mantenía su mano en la pistola. El 
pozo se encontraba en una de las partes más malogradas de Cofton, y llevábamos 
un montón de monedas: las pagas que habíamos ahorrado para el comienzo de 
nuestra nueva vida. Sólo unos días más, y tendríamos suficiente para dejar Cofton 
atrás… el bullicio, el aire contaminado, el miedo constante. Estaríamos a salvo en 
un lugar donde a nadie le importara lo que pasó en Ravka, donde los Grisha fueran 
escasos y donde nadie hubiera oído hablar de una invocadora del sol. 
«Y no les fuera de utilidad». 
El pensamiento agrió mi estado de ánimo, pero últimamente la idea me 
acometía más y más. 
¿Para qué serviría en un país extraño? Mal podía cazar, rastrear, manejar un 
arma. En lo único en que había sido buena era siendo Grisha; extrañaba usar la luz, 
y cada día que no usaba mi poder, me ponía más débil y enfermiza. El simple 
hecho de caminar junto a Mal me dejaba sin aliento y luchaba bajo el peso de mi 
mochila. Estaba tan débil y torpe que apenas había logrado mantener mi trabajo 
empaquetando jurda en una de las casas de campo. Aportaba meros centavos, pero 
había insistido en trabajar, en tratar de ayudar. Me sentía como si fuéramos niños 
otra vez: Mal capaz y Alina inútil. 
Alejé ese pensamiento. Tal vez ya no era la Invocadora del Sol, pero tampoco 
seguía siendo esa niñita triste. Iba a encontrar una manera de ser útil. 
La vista de nuestra casa de huéspedes no hizo nada por levantarme el ánimo. 
Tenía dos pisos de altura y una urgente necesidad de una nueva capa de pintura. El 
cartel en la ventana anunciaba baños calientes y camas libres de garrapatas, en 
cinco idiomas diferentes. Habiendo probado la bañera y la cama, sabía que el 
letrero mentía sin importar cómo se tradujera. Aun así, con Mal a mi lado, no 
parecía tan malo. 
Subimos con desgana los escalones del porche combado y entramos a la taberna 
que ocupaba la mayor parte del primer piso de la casa. Estaba fresco y tranquilo 
después del atronador polvo de la calle. A esta hora, por lo general había unos 
pocos trabajadores en las mesas maltrechas bebiéndose sus salarios, pero hoy 
estaba vacío, salvo por el hosco propietario de pie detrás de la barra, un inmigrante 
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de Kerch. Tenía la clara sensación de que no le gustaban los ravkanos, o tal vez 
simplemente pensaba que éramos ladrones. 
Habíamos llegado hacía dos semanas, harapientos y sucios, sin equipaje ni 
forma de pagar el alojamiento, excepto por una sola horquilla de oro que 
probablemente pensó que habíamos robado. No obstante, eso no lo detuvo de 
tomarlo a cambio de una estrecha cama en un lugar que compartíamos con otros 
seis huéspedes. 
Cuando nos acercamos a la barra, golpeó la llave de la habitación en el 
mostrador y la empujó hacia nosotros sin que la hubiéramos pedido. Estaba atada a 
una pieza tallada de hueso de pollo. 
Otro toque encantador. 
Mal pidió una jarra de agua caliente para lavarse con el kerch forzado que había 
aprendido a bordo del Verrhader. 
―Extra ―gruñó el propietario. Era un hombre corpulento con el cabello fino y 
los dientes teñidos de color naranja por mascar jurda. Noté que estaba sudando; 
aunque el día no era especialmente caluroso, unas gotas de sudor le perlaban el 
labio superior. 
Me volví a mirarlo cuando nos dirigíamos a la escalera del otro lado de la 
abandonada taberna. Él seguía mirándonos, con los brazos cruzados sobre el 
pecho, con sus pequeños ojos brillantes. Había algo en su expresión que me puso 
los nervios de punta. Dudé en la base de la escalera. 
―A ese tipo de verdad no le agradamos ―comenté. Mal ya estaba subiendo los 
escalones.―No, pero le gusta bastante el dinero. Y vamos a estar fuera de aquí en unos 
pocos días. 
Me sacudí el nerviosismo. Había estado nerviosa durante toda la tarde. 
―Bien ―refunfuñé mientras seguía a Mal―, pero sólo para estar preparada, 
¿cómo se dice «Eres un cabrón» en kerch? 
―Jer ven azel. 
―¿En serio? 
Mal se echó a reír. 
―Lo primero que te enseñan los marineros es cómo maldecir. 
El segundo piso de la casa de huéspedes estaba considerablemente en peor 
estado que las salas públicas de abajo. La alfombra estaba descolorida y 
deshilachada, y el pasillo en penumbra apestaba a col y a tabaco. Las puertas de las 
habitaciones privadas estaban cerradas y no se escuchaba ningún sonido mientras 
pasábamos. La tranquilidad era espeluznante. Tal vez todos habían salido por el 
día. 
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La única luz provenía de una sola ventana sucia al final del pasillo. Mientras 
Mal intentaba introducir la llave, miré a través del vidrio manchado a los carros y 
carruajes que pasan con estrépito por debajo. Cruzando la calle, un hombre se 
encontraba bajo un balcón, mirando hacia la pensión. Se tironeó la ropa por las 
mangas y el cuello, como si fuera nueva y no la sintiera cómoda. Sus ojos se 
encontraron con los míos a través de la ventana, y entonces apartó la mirada con 
rapidez. 
Sentí una repentina punzada de miedo. 
―Mal ―dije en voz baja, extendiendo la mano hacia él. 
Pero ya era demasiado tarde. La puerta se abrió de golpe. 
―¡No! ―grité. Alcé las manos y la luz entró por el pasillo en una cascada 
cegadora. Entonces unas manos ásperas me agarraron y me apresaron las manos a 
la espalda. Me entraron a rastras a la habitación, mientras yo pataleaba y me 
revolvía. 
―Tranquila ―dijo una voz fría desde algún lugar en la esquina―. No me 
gustaría tener que destripar a tu amigo tan pronto. 
El tiempo pareció detenerse. Vi el lamentable estado de los techos bajos en la 
habitación, el agrietado lavatorio sobre la mesa maltratada, motas de polvo 
arremolinándose en un haz delgado de luz solar, el borde brillante de la daga 
presionando la garganta de Mal. El hombre que la sostenía mostraba una familiar 
mueca de desprecio. Ivan. Había otros, hombres y mujeres, todos llevaban túnicas y 
pantalones de comerciantes y obreros zemeníes, pero reconocí algunos rostros de 
mi tiempo con el Segundo Ejército. Eran Grisha. Detrás de ellos, envuelto en las 
sombras y apoltronado en una silla desvencijada como si fuera un trono, estaba el 
Darkling. 
Por un momento, todo en la habitación quedó inmóvil y en silencio. Podía oír la 
respiración de Mal, pies arrastrándose y a un hombre saludando en la calle. Parecía 
que no podía dejar de mirar hacia las manos del Darkling, sus largos dedos blancos 
descansando casualmente en los brazos de la silla. Tuve la idea tonta de que nunca 
lo había visto con ropa de calle. 
Entonces la realidad se estrelló contra mí. ¿Así terminaba? ¿Sin una lucha? ¿Sin 
ni siquiera un disparo o un grito? Un sollozo de pura rabia y frustración salió de mi 
pecho. 
―Tomen su pistola y busquen cualquier otro tipo de armas ―ordenó el 
Darkling con suavidad. 
Sentí que me levantaban de la cadera el reconfortante peso de mi arma, que me 
sacaban el puñal de su vaina en mi muñeca. 
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―Voy a decirles que te dejen ir ―dijo cuando terminaron―, sabiendo que si 
tan sólo levantas las manos, Ivan eliminará al rastreador. Muéstrame que 
entiendes. 
Di un solo asentimiento firme. 
Levantó un dedo y los hombres me soltaron. Me tambaleé hacia adelante y 
luego quedé congelada en el centro de la habitación, con las manos en puños. 
Podría cortar en dos al Darkling con mi poder y podría partir por la mitad este 
edificio olvidado por los Santos, pero no antes de que Ivan le abriera la garganta a 
Mal. 
―¿Cómo nos encontraste? ―pregunté con voz ronca. 
―Dejas un rastro muy caro ―me contestó, y perezosamente tiró algo sobre la 
mesa que aterrizó con un plink junto al lavatorio. Reconocí una de las horquillas de 
oro con las que Genya me había entretejido el pelo hacía tantas semanas. Las 
habíamos utilizado para pagar el pasaje a través del Verdadero Océano, el vagón a 
Cofton y nuestra miserable cama no del todo libre de garrapatas. 
El Darkling se levantó y una turbación extraña crujió a través de la habitación. 
Era como si cada Grisha hubiese tomado aire y estuviese conteniendo la 
respiración… a la espera. Podía sentir su miedo, y una punzada de alarma me 
atravesó. Los subalternos del Darkling siempre lo habían tratado con reverencia y 
respeto, pero esto era algo nuevo. Incluso Ivan parecía un poco enfermo. 
El Darkling salió a la luz y vi un débil trazado de cicatrices en su rostro. Un 
Corporalnik se las había sanado, pero aún eran visibles. Así que el volcra había 
dejado su huella. «Bien», pensé con pequeña satisfacción. Era un pequeño consuelo, 
pero al menos ya no era tan perfecto como antes. 
Hizo una pausa para estudiarme. 
―¿Cómo has encontrado la vida en la clandestinidad, Alina? No te ves bien. 
―Ni tú ―le dije. No eran sólo las cicatrices. Llevaba su cansancio como una 
capa elegante, pero seguía allí. Tenía unas manchas tenues bajo los ojos y los 
afilados huecos de los pómulos eran un poco más profundos. 
―Un pequeño precio a pagar ―dijo, arqueando los labios en una media 
sonrisa. 
Un escalofrío se deslizó por mi columna vertebral. «¿A pagar por qué?» 
Extendió la mano y me tomó todo un esfuerzo no echarme hacia atrás, pero sólo 
tomó uno de los extremos de mi bufanda. Tiró suavemente y la áspera lana se 
liberó, se deslizó sobre mi cuello y cayó aleteando al suelo. 
―Ya veo, vuelves a fingir ser menos de lo que eres. Me parece que la farsa no te 
favorece. 
Sentí una punzada de inquietud. ¿No había tenido un pensamiento similar hace 
unos minutos? 
Leigh Bardugo Dark Guardians 
20 
―Gracias por tu preocupación ―murmuré. 
Dejó que sus dedos se arrastraran sobre el collar. 
―Es mío tanto como es tuyo, Alina. 
Golpeé su mano y un susurro ansioso se produjo en los Grisha. 
―Entonces no debiste ponérmelo en el cuello ―le espeté―. ¿Qué quieres? 
Por supuesto, ya lo sabía. Quería todo: Ravka, el mundo, el poder del Abismo. 
Su respuesta no importaba, sólo necesitaba que siguiera hablando. Sabía que este 
momento llegaría, me había preparado para ello; no iba a dejar que me llevara de 
nuevo. Eché un vistazo a Mal, con la esperanza de que entendiera lo que hacía. 
―Quiero agradecerte ―contestó el Darkling. 
Ahora, algo que no esperaba. 
―¿Agradecerme? 
―Por el regalo que me diste. 
Mis ojos se posaron en las cicatrices de su pálida mejilla. 
―No ―dijo con una sonrisita―. No éstas, aunque son un buen recordatorio. 
―¿De qué? ―le pregunté, curiosa a mi pesar. 
Su mirada era de pedernal gris. 
―De que todos los hombres pueden ser tontos. No, Alina, el regalo que me has 
dado es mucho, mucho mayor. 
Se dio la vuelta. Le lancé otra mirada a Mal. 
―A diferencia de ti ―dijo el Darkling―, entiendo la gratitud y deseo 
expresarla. 
Levantó las manos. La oscuridad se precipitó en la habitación. 
―¡Ahora! ―grité. 
Mal le dio un codazo a Ivan en el costado. Al mismo tiempo, alcé las manos y la 
luz resplandeció, cegando a los hombres a nuestro alrededor. Enfoqué mi poder, 
afilando una guadaña de luz pura. Sólo tenía una oportunidad, no iba a dejar de 
pie al Darkling. Me asomé a la negrura hirviente, tratando de encontrar mi 
objetivo… Pero algo andaba mal. 
Había visto al Darkling utilizar su poder en innumerables ocasiones. Esto era 
diferente. Las sombras giraban y se deslizaban alrededor del círculo creado por mi 
luz, girando más rápido, una nube que se retorcía zumbando y chasqueando como 
una niebla de insectos hambrientos. Empujé contra ellos con mi poder, pero 
giraban y se retorcían, acercándose cada vez más. 
Mal estaba a mi lado. De algún modo, había conseguido apoderarse del cuchillo 
deIvan. 
―Quédate cerca ―le dije. Era mejor correr el riesgo y abrir un agujero en el 
suelo a quedarme ahí haciendo nada. 
Leigh Bardugo Dark Guardians 
21 
 Me concentré y sentí el poder del Corte vibrando a través de mí. Levanté el 
brazo... y algo salió de la oscuridad. 
«Es un truco ―pensé mientras la cosa avanzaba hacia nosotros―. Tiene que ser 
algún tipo de ilusión». 
Era una criatura forjada de las sombras, con la cara inexpresiva y carente de 
rasgos. Su cuerpo parecía temblar y desenfocarse para entonces tomar forma otra 
vez: brazos, piernas, manos largas que terminaban en la tenue sugerencia de 
garras, una espalda ancha crestada con alas que se agitaban y cambiaban mientras 
se desplegaban como una mancha de color negro. Era casi como un volcra, pero su 
forma era más humana. Y no temía a la luz. No me temía. 
«Es un truco ―insistió mi mente, en pánico―. No es posible». 
Era una violación a todo lo que sabía sobre el poder Grisha. No podíamos 
formar materia, no podíamos crear vida. Pero la criatura se acercaba hacia 
nosotros y los Grisha del Darkling se encogían contra las paredes con un terror 
muy real. Esto era entonces, a esto le temían tanto. 
Hice a un lado mi horror y enfoqué mi poder. Levanté un brazo y luego lo bajé 
en un arco resplandeciente e implacable. La luz cortó a la criatura. Por un 
momento, pensé que seguiría avanzando. Entonces vaciló, brilló como una nube 
iluminada por un rayo, y explotó hasta que no quedó nada. Tuve un momento de 
la oleada más pura de alivio antes de que el Darkling levantara la mano y otro 
monstruo tomara su lugar, seguido de otro, y otro. 
―Este es el regalo que me diste ―dijo el Darkling―. El regalo que gané en el 
Abismo. 
Su rostro estaba lleno de poder y una especie de alegría terrible; pero también 
vi su esfuerzo. Lo que fuera que estaba haciendo, le estaba costando. 
Mal y yo retrocedimos hacia la puerta cuando las criaturas se acercaron. De 
repente, uno de ellos salió disparado hacia adelante con una velocidad asombrosa. 
Mal lo cortó con su cuchillo. La cosa se detuvo, vaciló un poco, luego tomó el 
control y lo arrojó a un lado como si fuera el muñeco de un niño. Esta no era una 
ilusión. 
―Mal ―grité. 
Ataqué con el Corte y la criatura se quemó hasta desaparecer, pero el siguiente 
monstruo se abalanzó hacia mí en segundos. Me agarró, y la repulsión estremeció 
todo mi cuerpo. Su agarre era como mil insectos rastreros pululando sobre mis 
brazos. 
Me levantó y vi cuán equivocada había estado. Sí tenía boca, un agujero ancho 
y retorcido que se abrió más para revelar filas y filas de dientes. Los sentí todos 
cuando la cosa me mordió profundamente en el hombro. 
Leigh Bardugo Dark Guardians 
22 
El dolor no se comparaba con nada que hubiese conocido. Hizo eco dentro de 
mí, se multiplicó, me resquebrajó y me arañó los huesos. A la distancia, oí a Mal 
gritando mi nombre. Me oí gritar. 
La criatura me soltó. Caí al suelo de espalda, en una pila inerte, el dolor aún me 
atravesaba reverberando en oleadas interminables. Veía el techo con manchas de 
agua, la sombra de la criatura cerniéndose sobre mí, el rostro pálido de Mal cuando 
se arrodilló a mi lado. Vi sus labios formando mi nombre, pero no lo podía oír. Ya 
me estaba desvaneciendo. 
Lo último que escuché fue la voz del Darkling… tan clara como si estuviera 
acostado a mi lado con los labios apretados contra mi oído, susurrando para que 
sólo yo escuchara: «Gracias». 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Leigh Bardugo Dark Guardians 
23 
Traducido por CamilaS 
 
Oscuridad otra vez. Algo hierve en mi interior. Busco la luz, pero está fuera de mi 
alcance. 
—Bebe. 
Abro los ojos y el severo rostro de Ivan entra en foco. 
―Tú hazlo ―le gruñe a alguien. 
Luego Genya se inclina sobre mí, más hermosa que nunca, incluso con su kefta roja 
desaliñada. ¿Estoy soñando? 
Presiona algo contra mis labios. 
—Bebe, Alina. 
Trato de alejar la copa, pero no puedo mover las manos. 
Alguien me tapa la nariz, me abre la boca a la fuerza y un tipo de sopa se desliza por mi 
garganta. Toso y balbuceo: 
―¿Dónde estoy? ―trato de decir. 
Oigo otra voz, fría y clara: 
―Duérmela de nuevo. 
 
* * * 
 
Estoy en el carruaje de poni, regresando de la aldea con Ana Kuya. Me golpea en las 
costillas con los codos huesudos mientras rebotamos por el camino que lleva a casa, a 
Keramzin. 
Mal está sentado a su otro lado, riendo y apuntando todo lo que vemos. 
El poni gordo avanza a paso lento, agitando su melena peluda mientras subimos la 
última colina. A medio camino, pasamos a un hombre y una mujer a un lado del camino. Él 
silba al caminar, moviendo un bastón a tiempo con la música. La mujer camina con 
dificultad; lleva la cabeza inclinada y un bloque de sal atado a la espalda. 
―¿Son muy pobres? ―le pregunto a Ana Kuya. 
―No tan pobres como otros. 
―Entonces, ¿por qué él no compra un burro? 
―No necesita un burro ―contesta Ana Kuya―. Tiene a su esposa. 
―Me voy a casar con Alina ―anuncia Mal. 
Leigh Bardugo Dark Guardians 
24 
Los pasamos en el carruaje. El hombre se quita la gorra y nos saluda a gritos, 
alegremente. 
Mal le devuelve el saludo, despidiéndose con la mano y sonriendo, casi saltando en el 
asiento. 
Miro sobre mi hombro, estirando el cuello para mirar a la mujer que avanza 
trabajosamente detrás de su esposo. En realidad es sólo una niña, pero sus ojos son de una 
persona vieja y agotada. 
Ana Kuya no se pierde nada. 
―Eso es lo que le pasa a las campesinas que no tienen el beneficio de la amabilidad del 
duque. Por eso debes ser agradecida y mantener al duque siempre en tus plegarias. 
 
* * * 
Tintineo de cadenas. El rostro preocupado de Genya. 
―No es seguro seguir haciéndole esto. 
―No me digas cómo hacer mi trabajo ―espeta Ivan. 
El Darkling, vestido de negro, de pie en las sombras. El ritmo del mar bajo mi espalda. 
La comprensión me llega de golpe: estamos en un barco. 
Por favor, déjenme estar soñando. 
 
* * * 
Estoy en el camino a Keramzin de nuevo, mirando el cuello doblado del poni mientras 
sube con esfuerzo por la colina. Cuando miro hacia atrás, la chica luchando con el peso del 
bloque de sal tiene mi cara. Baghra está sentada a mi lado en el carruaje. 
―El buey siente el yugo ―dice—. ¿Acaso el ave siente el peso de sus alas? 
Sus ojos son negro azabache. Sé agradecida, dicen. Se agradecida. Chasquea las riendas. 
 
* * * 
 
―Bebe. ―Más sopa. No lucho ahora; no quiero ahogarme otra vez. Caigo hacia atrás, 
dejo que se me cierren los ojos y me voy a la deriva, demasiado débil para luchar. 
Una mano me toca la mejilla. 
 ―Mal ―logro gaznar. 
Quitan la mano. 
La nada. 
 
* * * 
―Despierta. ―Esta vez, no reconozco la voz―. Despiértala. 
Revoloteo los párpados. ¿Sigo soñando? Un muchacho se inclina sobre mí; tiene el 
cabello rojizo y la nariz rota. Me recuerda al zorro demasiado astuto, otra de las historias de 
Leigh Bardugo Dark Guardians 
25 
Ana Kuya; suficientemente inteligente para salir de una trampa, pero demasiado necio para 
darse cuenta de que no podría escapar de una segunda. Hay otro chico tras él, pero es un 
gigante, una de las personas más grandes que he visto. Sus ojos dorados tienen la 
inclinación típica de los shu. 
―Alina ―dice el zorro. ¿Cómo sabe mi nombre? 
La puerta se abre, y veo el rostro de otro extraño, una chica de cabello oscuro corto y la 
misma mirada de oro del gigante. 
―Ya vienen ―informa ella. 
El zorro maldice 
―Duérmela. 
El gigante se acerca y la oscuridad comienza a regresar. 
 —No, por favor… 
Demasiado tarde. La oscuridad me tiene. 
 
* * * 
 
Soy una niña y subo trabajosamente por una colina. Mis botas chapotean en el barro y 
me duele la espalda por el peso de la sal que cargo. Cuando pienso que no puedo dar otro 
paso, siento que me levanto del suelo. La sal se desliza de mis hombros, y la veo destrozarsecontra el suelo. Floto más y más alto. A mis pies puedo ver un carruaje de poni. Sus tres 
pasajeros me miran boquiabiertos de la sorpresa. Veo que mi sombra pasa sobre ellos, pasa 
sobre el camino y los campos estériles de invierno, la forma negra de una muchacha que se 
eleva gracias a sus propias alas desplegadas. 
 
* * * 
 
Lo primero que supe que era real, fue el balanceo del barco, el crujido de las 
jarcias, el golpe de agua en el casco. 
Cuando traté de girarme, una espina de dolor me aguijonó el hombro. Jadeé, 
me enderecé y abrí los ojos de golpe, con el corazón acelerado. Ya estaba 
completamente despierta. Una oleada de náusea me azotó, y tuve que parpadear 
para alejar las estrellas que flotaban en mi visión. 
Estaba en un limpio camarote de barco, acostada en una litera estrecha. La luz 
del día se filtraba por el ojo de buey. 
 Genya se encontraba sentada en el borde de mi cama, así que no la había 
soñado. ¿O estaba soñando ahora? Traté de sacudirme las telarañas de la mente y 
me vi recompensada con otra oleada de náuseas. El desagradable olor en el aire no 
ayudaba a calmar mi estómago, pero me obligué a tomar una larga y temblorosa 
respiración. 
Leigh Bardugo Dark Guardians 
26 
Genya vestía una kefta roja bordada con azul, una combinación que nunca había 
visto en otro Grisha. La prenda estaba sucia y un poco desgastada, pero llevaba el 
cabello arreglado en rizos perfectos y lucía más hermosa que cualquier reina. 
Me alargó una taza de estaño a los labios. 
―Bebe ―dijo. 
―¿Qué es esto? ―pregunté cautelosamente 
―Sólo agua. 
Traté de quitarle la taza, pero entonces noté que tenía las muñecas esposadas. 
Levanté las manos incómodamente. 
El agua tenía un fuerte sabor metálico, pero estaba sedienta. Tomé un sorbo, 
tosí, y luego bebí otra vez con avidez. 
―Despacio ―aconsejó, alejándome el cabello de la cara―, o te hará mal. 
―¿Cuánto tiempo? ―pregunté, mirando a Ivan, que se encontraba apoyado en 
la puerta, mirándome―. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? 
―Un poco más de una semana ―contestó Genya. 
―¿Una semana? 
El pánico me inundó. Una semana en la que Ivan redujo mi ritmo cardiaco para 
mantenerme inconsciente. 
Me puse de pie y la sangre me subió a la cabeza. Me habría caído si Genya no 
hubiera estirado una mano para estabilizarme. Me sacudí el mareo, me tambaleé 
hasta el ojo de buey para mirar por el círculo de cristal empañado. Nada, nada más 
que mar azul. No se veía puerto, ni costa. Novyi Zem se había ido. Luché contra las 
lágrimas que me anegaron los ojos. 
―¿Dónde está Mal? ―pregunté. Cuando nadie contestó, me di la vuelta―. 
¿Dónde está Mal? ―increpé a Ivan. 
―El Darkling quiere verte ―replicó―. ¿Estás lo suficientemente fuerte para 
caminar, o tengo que cargarte? 
―Dale un minuto ―le pidió Genya―. Déjala comer, que se lave la cara al 
menos. 
―No. Llévame con él. 
Genya frunció el ceño. 
―Estoy bien ―insistí. En realidad, me sentía débil, mareada y aterrada, pero no 
iba volver a acostarme en esa litera; necesitaba respuestas, no comida. 
Cuando dejamos el camarote, nos envolvió un muro de hedor, pero no el olor 
típico de los barcos a sentinas, pescados y a cuerpos que recordaba de nuestro viaje 
a bordo del Verrhader, sino algo mucho peor. 
Me atraganté y cerré la boca de golpe. De repente me alegré de no haber 
comido. 
―¿Qué es eso? 
Leigh Bardugo Dark Guardians 
27 
―Sangre, hueso, grasa derretida ―replicó Ivan. Estábamos a bordo de un 
ballenero―. Te acostumbras. 
―Tú acostúmbrate ―intervino Genya, arrugando la nariz. 
Me llevaron a una escotilla que daba a cubierta. Ivan trepó la escalera, y yo me 
apresuré a seguirlo, ansiosa por salir de las oscuras entrañas y liberarme de esta 
podredumbre. Era difícil trepar con las manos esposadas, por lo que Ivan 
rápidamente perdió la paciencia y me tomó de las muñecas para arrastrarme los 
últimos metros. Al salir, aspiré grandes bocanadas de aire frío y parpadeé ante la 
luz brillante. 
El ballenero avanzaba con pesadez a toda vela, impulsado por tres Grisha 
Impulsores junto a los mástiles, de pie con los brazos alzados y sus kefta azules 
aleteándoles alrededor de los pies. Etherealki, la Orden de los Invocadores. Hacía 
sólo unos meses, había sido una de ellos. 
La tripulación del barco usaba ropas ásperas, y muchos iban descalzos, lo mejor 
para sujetarse a la cubierta resbaladiza del barco. «Ninguno lleva uniforme» pensé. 
Así que no eran militares, y por lo que veía, el barco no izaba ninguna bandera. 
El resto de los Grisha del Darkling eran fáciles de distinguir entre la multitud, 
no sólo por sus kefta de colores brillantes, sino también porque se apoyaban ociosos 
contra las barandillas contemplando el mar o conversando, mientras los marineros 
comunes trabajaban. Incluso vi a un Fabricador con su kefta púrpura descansado 
contra un rollo de cuerda mientras leía. 
Cuando pasamos junto a dos ollas enormes de hierro fundido en la cubierta, 
sentí un fuerte olorcillo a la peste que había sido tan poderosa debajo. 
―Ollas para derretir ―informó Genya―. Ahí hacen el aceite. No las han usado 
este viaje, pero el olor no se desvanece. 
Grisha y tripulantes por igual se volvieron a mirarnos mientras atravesábamos 
el barco. Al pasar bajo la mesana, alcé la vista y vi al chico y a la chica de pelo 
oscuro de mi sueño. Colgaban de los aparejos como dos aves de presa, mirándonos 
con sus ojos dorados. 
Entonces no lo había soñado; de verdad habían estado en mi camarote. 
Ivan me llevó a la proa del barco, donde aguardaba el Darkling. 
Estaba de pie de espalda a nosotros, mirando sobre el bauprés hacia el 
horizonte azul más allá; su kefta ondeaba a su alrededor como una bandera de 
guerra negra. 
Genya e Ivan se inclinaron y nos dejaron. 
―¿Dónde está Mal? ―grazné, pues aún tenía la garganta algo delicada. 
El Darkling no se giró, sólo sacudió su cabeza y dijo: 
―Al menos eres predecible. 
―Lamento aburrirte. ¿Dónde está? 
Leigh Bardugo Dark Guardians 
28 
―¿Cómo sabes que no está muerto? 
Se me hizo un nudo en el estómago. 
―Porque te conozco ―contesté, con más confianza de la que sentía. 
―Y si estuviera muerto, ¿te tirarías al mar? 
―No a menos que pudiera llevarte conmigo. ¿Dónde está? 
―Mira detrás de ti. 
Me giré. A lo lejos, atravesando la cubierta y el enredo de cuerdas y jarcias, vi a 
Mal. Estaba enfocado en mí a pesar de estar rodeado por guardias Corporalki. 
Había estado observando, esperando a que me girara. Di un paso adelante, pero el 
Darkling me sujetó del brazo. 
―No tan lejos ―advirtió. 
―Déjame hablar con él ―supliqué. Odié la desesperación en mi voz. 
―Ni en sueños. Ustedes dos tienen la mala costumbre de actuar como tontos y 
llamarlo acto heroico. 
El Darkling levantó el brazo y el guardia de Mal comenzó a alejarlo. 
―¡Alina! ―gritó, y gruñó cuando un guardia lo abofeteó. 
―¡Mal! ―grité mientras lo arrastraban luchando bajo cubierta―. ¡Mal! 
Me sacudí del agarre del Darkling y me estremecí de la rabia. 
―Si le haces daño… 
―No voy a hacerle daño ―me cortó―. Al menos, no mientras pueda serme de 
utilidad. 
―No quiero que lo lastimes. 
―Está a salvo por ahora, Alina. Pero no me pongas a prueba. Si uno de los dos 
se sale de la raya, el otro sufrirá… A él le dije lo mismo. 
Cerré los ojos, intentando que retrocedieran la furia y la desesperanza que 
sentía. Estábamos justo donde habíamos empezado. Asentí una vez. 
De nuevo, el Darkling sacudió la cabeza. 
―Me lo hacen tan fácil. Lo pincho y tú sangras. 
―Y ni siquiera puedes comprenderlo, ¿verdad? 
Estiró una mano y le dio un golpecito al collar de Morozova, rozando con los 
dedos la piel de mi garganta. Incluso ese toque ligero abrió la conexión entre 
nosotros y un torrente de energía me atravesó vibrando como una campana. 
―Entiendo lo suficiente ―contestó suavemente. 
―Quiero verlo ―logré decir―. Todos los días. Quiero saber si está a salvo. 
―Por supuesto. No soy cruel,Alina. Sólo cauteloso. 
Casi me reí. 
―¿Es por eso que hiciste que uno de tus monstruos me mordiera? 
―No es por eso ―replicó con la mirada firme. Me miró el hombro―. ¿Te 
duele? 
Leigh Bardugo Dark Guardians 
29 
―No ―mentí. 
El más remoto indicio de una sonrisa tocó sus labios. 
―Mejorará ―dijo―. Pero la herida nunca se curará por completo. Ni siquiera 
los Grisha pueden curarlas. 
―Esas criaturas… 
―Los nichevo’ya. 
«Los nada». Me estremecí al recordar sus movimientos, sus chasquidos y los 
agujeros vacíos que tenían por bocas. El hombro me palpitó. 
―¿Qué son? 
Ladeó los labios. La débil tracería de cicatrices en su rostro era apenas visible, 
como el fantasma de un mapa. Una de esas cicatrices corría peligrosamente cerca 
de su ojo derecho. Casi lo había perdido. 
Ahuecó mi mejilla en su mano, y cuando habló, su voz era casi tierna. 
―Son sólo el comienzo ―susurró. 
Me dejó de pie en la proa, con la piel aún viva luego de recibir el toque de sus 
dedos y la cabeza anegada de preguntas. 
Antes de que pudiera procesarlas, apareció Ivan y empezó a arrastrarme por la 
cubierta. 
―Más despacio ―protesté, pero el sólo me volvió a tironear de la manga. Perdí 
el equilibrio y salí lanzada hacia delante. Mis rodillas golpearon dolorosamente 
contra la cubierta, y apenas tuve tiempo de poner las manos esposadas para 
amortiguar la caída. Me estremecí cuando una astilla me perforó la piel. 
―Muévete ―ordenó Ivan. Luché por ponerme de rodillas, pero Ivan me 
empujó con la punta de su bota; mi rodilla resbaló y volví a caer con un sonido 
sordo―. Dije que te muevas. 
Entonces, una mano grande me alzó y gentilmente me puso de pie. Cuando me 
giré, me sorprendí de ver al gigante y a la chica de pelo oscuro. 
―¿Estás bien? ―preguntó ella. 
―Esto no es de su incumbencia ―dijo Ivan, furioso. 
―Es prisionera de Sturmhond ―replicó la chica―. Debería ser tratada como 
corresponde. 
Sturmhond. El nombre me era familiar. Entonces, ¿este era su barco? ¿Y esta su 
tripulación? Se había hablado de él a bordo del Verrhader. Era un corsario y 
contrabandista ravkano, famoso por romper el asedio fjerdano y por la fortuna que 
había hecho capturando barcos enemigos. Pero no llevaba izada la bandera con el 
águila bicéfala. 
―Es la prisionera del Darkling ―replicó Ivan, a su vez―; y una traidora. 
―Tal vez en tierra ―le espetó ella. 
Ivan parloteó algo en shu que no entendí. El gigante sólo se rio. 
Leigh Bardugo Dark Guardians 
30 
―Hablas shu como un turista ―dijo. 
―Y no aceptamos tus órdenes en ningún idioma ―agregó la chica. 
Ivan sonrió. 
―¿Ah, no? ―Movió la mano, y la muchacha se agarró el pecho, desplomándose 
sobre una rodilla. 
Antes de que pudiera pestañear, el gigante tenía una espada extremadamente 
curva en la mano y arremetía contra Ivan. 
Perezosamente, Ivan revoloteó la otra mano y el gigante hizo una mueca. Aun 
así, siguió acercándose. 
―Déjalos en paz ―protesté, tirando inútilmente de mis cadenas. Podía invocar 
la luz con las muñecas atadas, pero no tenía manera de enfocarla. 
Ivan me ignoró y apretó la mano en un puño. El gigante paró abruptamente, y 
la espada cayó de sus dedos. El sudor le perló la frente, mientras Ivan le exprimía el 
corazón y la vida. 
―No nos salgamos de la línea, ye zho ―lo reprendió Ivan. 
―¡Lo vas a matar! ―grité, entrando en pánico. Estampé el hombro contra el 
costado de Ivan, intentando derribarlo; pero en ese momento, se escuchó un doble 
clic. 
Ivan se congeló y su sonrisa se evaporó. Tras él había un chico alto, 
aproximadamente de mi edad (tal vez unos cuantos años mayor), de cabello rojizo 
y nariz rota. El zorro demasiado astuto. 
Tenía una pistola amartillada en la mano, con el cañón presionado contra el 
cuello de Ivan. 
―Soy un anfitrión amable, sangrador, pero cada casa tiene sus reglas. 
«Anfitrión». Así que este debía ser Sturmhond, aunque parecía demasiado 
joven para ser capitán de cualquier cosa. 
Ivan dejó caer las manos. El gigante aspiró aire y la chica se puso de pie, 
todavía sujetándose el pecho. Ambos respiraban con fuerza, y sus ojos ardían de 
odio. 
―Buen chico ―le dijo Sturmhond a Ivan―. Ahora voy a llevar a la prisionera 
de vuelta a su camarote, y tú puedes huir y hacer… lo que sea que hagas mientras 
los demás están trabajando. 
Ivan frunció el ceño. 
―No pienso… 
―Claramente, ¿por qué empezar ahora? 
Ivan se ruborizó de ira. 
―Tú no… 
Sturmhond se acercó a él; la risa desapareció de su voz y su comportamiento 
relajado dio paso a una actitud afilada como el filo de una espada. 
Leigh Bardugo Dark Guardians 
31 
―No me importa quién seas en tierra. En este barco, no eres más que el lastre. 
A menos que te tire por la borda, en cuyo caso serás carnada para tiburones. Me 
gusta el tiburón. Es difícil de preparar, pero sirve como variedad. Recuérdalo la 
próxima vez que tengas en mente amenazar a cualquiera a bordo de la 
embarcación. ―Retrocedió, y volvió su estilo alegre―. Ahora vete, carnada de 
tiburón. Escóndete detrás de tu amo. 
―No olvidaré esto, Sturmhond ―espetó Ivan. 
El capitán puso los ojos en blanco. 
―Esa es la idea. 
Ivan dio media vuelta y se fue pisando fuerte. 
Sturmhond enfundó su arma y sonrió agradablemente. 
―Es increíble la rapidez con la que un barco se siente atestado, ¿no? ―comentó. 
Extendió las manos y les dio al gigante y a la chica una palmadita en el hombro a 
cada uno―. Lo hicieron bien ―dijo tranquilamente. 
Pero ellos seguían con la atención fija en Ivan. La chica tenía las manos cerradas 
en puños. 
―No quiero problemas ―advirtió el capitán―. ¿Entendido? 
Intercambiaron una mirada, y luego asintieron de mala gana. 
―Bien ―dijo Sturmhond―. Vuelvan a trabajar, la llevaré bajo cubierta. 
Asintieron de nuevo. Luego, para mi sorpresa, cada uno me hizo una reverencia 
antes de salir. 
―¿Están emparentados? ―pregunte, viéndolos marchar. 
―Gemelos ―respondió―. Tolya y Tamar. 
―Y tú eres Sturmhond. 
―En mis días buenos ―replicó. Llevaba pantalones bombachos de cuero, un 
cinturón de pistolas en las caderas, y una brillante levita verde azulada con puños 
enormes y llamativos botones de oro. Esa levita pertenecía a un salón de baile o a 
una escena de ópera, no sobre la cubierta de un barco. 
―¿Qué está haciendo un pirata en un ballenero? ―pregunté. 
―Corsario ―corrigió―. Tengo varios barcos. El Darkling quería un ballenero, 
así que le conseguí uno. 
―Te refieres a que lo robaste. 
―Lo adquirí. 
―Tú estabas en mi camarote. 
―Muchas mujeres sueñan conmigo ―replicó con ligereza mientras me guiaba 
bajo cubierta. 
―Te vi al despertar ―insistí―. Necesito… 
Él levantó una mano. 
―No desperdicies tu aliento, encanto. 
Leigh Bardugo Dark Guardians 
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―Pero ni siquiera sabes qué iba a decir. 
―Estabas por defender tu caso y decirme que necesitas mi ayuda, que no 
puedes pagarme, pero que tu corazón es sincero. Lo de siempre. 
Pestañé. Eso era exactamente lo que estaba por hacer. 
―Pero… 
―Desperdicio de aliento, desperdicio de tiempo, desperdicio de un agradable 
paseo ―dijo―. No me gusta ver que maltraten a los prisioneros, pero hasta ahí 
llega mi interés. 
―Tú… 
Él sacudió la cabeza. 
―Y soy notoriamente inmune a historias trágicas. Así que a menos que tu 
historia involucre un perro que habla, no quiero oírla. ¿Y? 
―¿Y qué? 
―¿Involucra a un perro que habla? 
―No ―espeté―. Involucra el futuro de un reino y a todos los que habitan en él. 
―Una lástima ―exclamó, y me tomó del brazo para guiarme a la escotilla de 
popa. 
―Pensé que trabajabas para Ravka ―dije con enojo. 
―Trabajo para el monedero más gordo. 
―¿Así que venderías tu país al Darkling por un poco de oro? 
―No, por mucho oro ―me corrigió―. Te aseguro, no salgo barato. ―Hizo un 
gesto hacia la escotilla―. Después de ti. 
Con la ayuda de Sturmhond, volví a mi camarote, donde dos Grisha me estaban 
esperando para encerrarme. El capitán hizo una reverencia y me dejó sin otra 
palabra.Me senté en la litera y apoyé la cabeza en las manos. Sturmhond podía hacerse 
el tonto todo lo que quisiera, pero sabía que había estado en mi camarote, y tenía 
que haber una razón. O quizá sólo intentaba sujetarme a cualquier trocito de 
esperanza. 
Cuando Genya me trajo la bandeja de la cena, me encontró acurrucada en mi 
litera, encarando la pared. 
―Deberías comer ―dijo. 
―Déjame sola. 
―Enfadarse da arrugas. 
―Bueno, mentir da verrugas ―repliqué amargamente. Se rió, luego entró y 
bajó la bandeja. Cruzó al ojo de buey y miró su reflejo en el vidrio. 
―Tal vez debería volverme rubia ―comentó―. El rojo Corporalki desentona 
horriblemente con mi pelo. 
Eché un vistazo sobre el hombro. 
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―Sabes que podrías llevar barro horneado y opacar a cualquier chica en dos 
continentes. 
―Cierto ―dijo con una amplia sonrisa. 
No le devolví la sonrisa, ella suspiró y estudió la punta de sus botas. 
―Te eché de menos ―reconoció. 
Me sorprendí de cuánto me dolieron esas palabras. Yo también la había 
extrañado, y me sentía como una tonta por eso. 
―¿Fuiste mi amiga alguna vez? ―pregunté. 
Se sentó al final de la litera. 
―¿Haría diferencia? 
―Sólo me gustaría saber qué tan estúpida he sido. 
―Me encantó ser tu amiga, Alina, pero no me arrepiento de lo que hice. 
―¿Y de lo que hizo el Darkling? ¿Te arrepientes de eso? 
―Sé que piensas que es un monstruo, pero está intentando hacer lo mejor para 
Ravka; para todos nosotros. 
Me alcé por los codos. Había vivido con el conocimiento de las mentiras del 
Darkling tanto tiempo, que era fácil olvidar que muy pocas personas sabían lo que 
era realmente. 
―Genya, él creó el Abismo. 
―El Hereje Oscuro… 
―No hay Hereje Oscuro ―dije, exponiendo la verdad que Baghra me había 
revelado meses atrás en el Pequeño Palacio―. Él culpó a sus ancestros por el 
Abismo, pero sólo ha existido un Darkling, y todo lo que le importa es su poder. 
―Eso es imposible. El Darkling ha pasado su vida tratando de liberar Ravka del 
Abismo. 
―¿Cómo puedes decir eso después de lo que le hizo a Novokribirsk? ―El 
Darkling había usado el poder del Falso Océano para destruir un pueblo entero, un 
espectáculo de fuerza que pretendía acobardar a sus enemigos y marcar el inicio de 
su reinado. Y yo lo había hecho posible. 
―Sé que fue… un incidente. 
―¿Un incidente? Mató a cientos de personas, tal vez miles. 
―Y ¿qué hay de la gente en el esquife? ―preguntó tranquilamente. 
Aspiré con fuerza y me eché hacia atrás. Por largo rato estudié los tablones del 
techo. No quería preguntar, pero sabía que estaba por hacerlo. La pregunta me 
había seguido durante largas semanas y millas de océano. 
―Hubo… ¿hubo otros sobrevivientes? 
―¿Además del Darkling e Ivan? 
Asentí, esperando. 
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―Dos Infernos que lo ayudaron a escapar ―contestó―. Unos cuantos soldados 
del Primer Ejército regresaron, y una Impulsora llamada Nathalia logró salir, pero 
ella murió de sus heridas unos días después. 
Cerré los ojos. ¿Cuánta gente había a bordo de ese bote? ¿Treinta? ¿Cuarenta? 
Me sentí enferma. Podía sentir los gritos, los aullidos de los volcra, podía sentir la 
pólvora y la sangre. Había sacrificado esa gente por la vida de Mal, por mi libertad, 
y al final, habían muerto por nada. Estábamos de vuelta en las garras del Darkling, 
y era más poderoso ahora que nunca. 
Genya apoyó la mano sobre la mía. 
―Hiciste lo que tenías que hacer, Alina. 
Solté una risa áspera y retiré la mano. 
―¿Eso es lo que te dice el Darkling, Genya? ¿Lo hace más fácil? 
―No en realidad, no. ―Bajó la vista a su regazo, doblando y desdoblando los 
pliegues de su kefta―. Él me liberó, Alina ―dijo―. ¿Qué se supone que debo 
hacer? ¿Volver corriendo al palacio? ¿Volver al Rey? ―Sacudió con fuerza la 
cabeza―. No. Hice mi elección. 
―¿Qué hay de los otros Grisha? ―pregunté―. No todos están de lado del 
Darkling. ¿Cuántos de ellos se quedaron en Ravka? 
Genya se puso rígida. 
―No creo que deba hablar de eso contigo. 
―Genya… 
―Come, Alina. Trata de descansar un poco. Llegaremos pronto al hielo. 
El hielo. Entonces no nos dirigíamos de vuelta a Ravka. Debíamos estar 
viajando al norte. 
Se puso de pie, y se sacudió el polvo de la kefta. Genya podía bromear sobre el 
color, pero sabía lo mucho que significaba para ella; demostraba que era una 
Grisha de verdad: protegida, favorecida, ya no una sirvienta. 
Recordé la misteriosa enfermedad que había debilitado al Rey justo antes del 
golpe del Darkling. Genya había sido una de las pocas Grisha con acceso a la 
familia real; había utilizado ese acceso para ganarse el derecho de usar el rojo. 
―Genya ―la llamé cuando alcanzó la puerta―. Una pregunta más. 
Se detuvo con la mano en el picaporte. 
Parecía tan poco importante, tan tonto mencionarlo después de tanto, pero era 
algo que me había molestado por un largo tiempo. 
―Las cartas que le escribí a Mal en el Pequeño Palacio, él me dijo que nunca le 
llegaron. 
Ella no se giró, pero vi que hundía los hombros. 
―Nunca se enviaron ―susurró―. El Darkling dijo que necesitabas dejar tu 
vida pasada atrás. 
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Cerró la puerta, y escuché el cerrojo. 
Todas esas horas que pasé hablando y riendo con Genya, tomando té, y 
probándonos vestidos, ella había estado mintiendo. La peor parte de eso era que el 
Darkling había estado en lo correcto. Si seguía aferrándome a Mal y al recuerdo del 
amor que sentía por él, puede nunca hubiera podido dominar mi poder. Pero 
Genya no sabía eso, ella sólo había seguido órdenes y había permitido que se me 
rompiera el corazón. No sabía qué era, pero eso no era amistad. 
Me volví de lado, sintiendo el suave balanceo del barco por debajo. ¿Así se 
sentía ser mecida en los brazos de una madre? No podía recordarlo. Ana Kuya 
solía tararear a veces en voz baja, cuando iba apagando las lámparas y cerrando los 
dormitorios en Keramzin por la noche. Eso era lo más cerca que Mal y yo habíamos 
estado de una canción de cuna. 
Arriba, en algún lugar, oí a un marinero gritar algo sobre el viento y sonó la 
campana para indicar el cambio de guardia. 
«Estamos vivos ―me recordé―. Ya hemos escapado de él, podemos hacerlo de 
nuevo». 
Pero no sirvió de nada, y finalmente, cedí y dejé que llegaran las lágrimas. 
A Sturmhond lo habían comprado. Genya había elegido al Darkling. Mal y yo 
estábamos solos como siempre habíamos estado, sin amigos o aliados, rodeados 
por nada más que un mar implacable. 
Esta vez, incluso si escapábamos, no había ningún lugar al que correr. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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Traducido por Natalicq 
Corregido por Pamee 
 
Menos de una semana después, vi los primeros témpanos de hielo. Estábamos 
muy al norte, donde el mar se oscurecía y el hielo florecía desde sus profundidades 
en picos peligrosos. A pesar de estar a comienzos del verano, el viento nos cortaba 
la piel y por la mañana, las cuerdas estaban duras por la escarcha. 
Pasé horas paseando en mi camarote, con la mirada fija en el mar infinito. Cada 
mañana, me llevaban a cubierta para estirar las piernas y ver a Mal desde lejos. El 
Darkling siempre se encontraba de pie junto a la barandilla, examinando el 
horizonte en busca de algo. Sturmhond y su tripulación mantenían su distancia. 
El séptimo día, pasamos entre dos islas de piedra de pizarra que reconocí de mi 
tiempo como cartógrafa: Jelka y Vilki, el Tenedor y el Cuchillo. Habíamos entrado a 
la Ruta de Hueso, el largo tramo de agua negra donde innumerables barcos habían 
naufragado en las islas sin nombre que aparecían y desaparecían en sus brumas. En 
los mapas, la ruta estaba marcada por cráneos de marineros, monstruos de boca 
grandes, sirenas con cabello de hielo blanco y profundos ojos negros de foca. Sólo 
los más experimentados cazadores fjerdanos venían aquí, buscando pieles y 
pelajes, tentandola muerte para reclamar valiosos trofeos. Pero ¿qué trofeo 
buscábamos? 
Sturmhond ordenó ajustar las velas, y avanzamos con más lentitud, a la deriva 
entre la niebla. Un silencio inquieto cubrió la nave. Estudié las lanchas a remos de 
los balleneros y los armazones con arpones de puntas de acero Grisha. No era 
difícil adivinar para qué eran. El Darkling estaba a la siga de algún tipo de 
amplificador. Examiné las filas de Grisha y me pregunté quién había sido 
seleccionado para recibir otro de los «regalos» del Darkling, pero una sospecha 
terrible se había arraigado en mi interior. 
«Es una locura ―me dije―. No se atrevería intentarlo». El pensamiento no me 
trajo mucho consuelo. Él siempre se atrevía. 
 
* * * 
Al día siguiente, el Darkling ordenó que me llevaran ante él. 
―¿Para quién es? ―le pregunté mientras Ivan me depositaba junto a la 
barandilla de estribor. 
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El Darkling sólo contempló las olas. Consideré empujarlo por la borda. Claro, 
tenía cientos de años, pero ¿sabía nadar? 
―Dime que no estás pensando lo que creo que estás pensando ―le dije―. 
Dime que el amplificador es para otra chica estúpida e ingenua. 
―¿Una menos terca? ¿Menos egoísta? ¿Menos ansiosa por vivir la vida de un 
ratón? Créeme ―dijo―, ojalá pudiera. 
Me sentía enferma. 
―Un Grisha sólo puede tener un amplificador. Tú mismo me lo dijiste. 
―Los amplificadores de Morozova son diferentes. 
Lo miré boquiabierta. 
―¿Hay otro como el ciervo? 
―Estaban destinados a utilizarse juntos, Alina. Son únicos, tal y como nosotros. 
Pensé en los libros que había leído sobre teoría Grisha, cada uno había dicho lo 
mismo: el poder de los Grisha no está destinado a ser ilimitado; debía mantenerse 
bajo control. 
―No ―dije―. No quiero esto, quiero… 
―Quieres ―se burló el Darkling―. Quiero ver morir lentamente a tu rastreador 
con mi cuchillo enterrado su corazón y quiero dejar que el mar se los trague a 
ambos. Sin embargo, nuestros destinos están entrelazados ahora, Alina, y no hay 
nada que ninguno de nosotros pueda hacer al respecto. 
―Estás loco. 
―Sé que te place pensar así ―dijo―, pero los amplificadores deben reunirse. Si 
tenemos alguna esperanza de controlar el Abismo… 
―No se puede controlar el Abismo; debe ser destruido. 
―Cuidado, Alina ―me advirtió con una leve sonrisa―. He tenido la misma 
idea con respecto a ti. ―Le hizo un gesto a Ivan, que esperaba a una distancia 
respetuosa―. Tráeme al chico. 
El corazón me dio un vuelco. 
―Espera ―le pedí―. Me dijiste que no le harías daño. 
No me hizo caso. Como una tonta, miré alrededor, como si alguien en este 
barco abandonado por los Santos fuera a oír mi súplica. Sturmhond estaba junto al 
timón, mirándonos con rostro impasible. 
Cogí al Darkling por la manga. 
―Teníamos un trato. No he hecho nada y dijiste… 
El Darkling me miró con ojos fríos de cuarzo, y las palabras murieron en mis 
labios. 
Un momento después, Ivan apareció con Mal a rastras y lo guio hasta la 
barandilla. Quedó de pie ante nosotros, con las manos atadas y entrecerrando los 
ojos por la luz del sol. Era lo más cerca que habíamos estado en semanas. Aunque 
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se veía cansado y pálido, parecía ileso. Vi la pregunta en su expresión cautelosa, 
pero no tenía respuesta. 
―Muy bien, rastreador ―dijo el Darkling―. Rastrea. 
Mal miró al Darkling, luego me miró a mí y viceversa. 
―¿Rastrear qué? Estamos en medio del océano. 
―Alina me dijo una vez que podías sacar conejos de las rocas. Le pregunté a la 
tripulación del Verrhader, y me dijeron que eres igual de capaz en mar. Parecían 
pensar que podías hacer muy rico a un capitán afortunado de contar con tu 
experiencia. 
Mal frunció el ceño. 
―¿Quieres que cace ballenas? 
―No ―respondió el Darkling―. Quiero que caces a la sierpe de mar. 
Lo miramos fijamente, sorprendidos, y casi me reí. 
―¿Estás buscando un dragón? ―preguntó Mal con incredulidad. 
―Al dragón de hielo ―enfatizó el Darkling―. Rusalye. 
Rusalye. En las historias, la sierpe de mar era un príncipe maldito al que habían 
obligado a adoptar la forma de serpiente marina y custodiar las aguas heladas de la 
Ruta de Hueso. ¿Ese era el segundo amplificador de Morozova? 
―Es un cuento de hadas ―refutó Mal, expresando mis propios 
pensamientos―. Un cuento para niños. No existe en realidad. 
―Ha habido avistamientos de la sierpe de mar en estas aguas durante años 
―replicó el Darkling. 
―Junto con sirenas y selkies blancas. Es un mito. 
El Darkling arqueó una ceja. 
―¿Como el ciervo? 
Mal me miró y sacudí casi imperceptiblemente la cabeza. Lo que fuera que 
estuviera haciendo el Darkling, no lo íbamos a ayudar. 
Mal observó las olas. 
―Ni siquiera sé por dónde empezar. 
―Por el bien de ella, espero que eso no es cierto ―dijo el Darkling y sacó un 
cuchillo delgado de entre los pliegues de su kefta―, porque por cada día que no 
encontremos a la sierpe de mar, le arrancaré un trozo de piel a Alina. Lentamente. 
Entonces Ivan la curará, y al día siguiente, lo haremos todo de nuevo. 
Sentí que la sangre me abandonaba el rostro. 
―No vas a hacerle daño ―contradijo Mal, pero oí el miedo en su voz. 
―No quiero hacerle daño ―dijo el Darkling―. Quiero que hagas lo que te pido. 
―Me tomó meses encontrar el ciervo ―arguyó Mal desesperado―. Aún no sé 
cómo lo hicimos. 
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Sturmhond dio un paso adelante. Había estado tan concentrada en Mal y el 
Darkling, que casi lo había olvidado. 
―No voy a permitir que tortures a una chica en mi barco ―advirtió. 
El Darkling volvió su mirada fría hacia el corsario. 
―Trabajas para mí, Sturmhond. Haz tu trabajo o tu paga será la menor de tus 
preocupaciones. 
Una desagradable onda de inquietud se extendió por el barco. La tripulación de 
Sturmhond sopesó a los Grisha, con expresiones para nada amigables. Genya se 
tapó la boca con una mano, pero no dijo ni una palabra. 
―Dale al rastreador algo de tiempo ―dijo Sturmhond en voz baja―. Una 
semana. Por lo menos un par de días. 
El Darkling deslizó los dedos por mi brazo y me levantó la manga para 
desnudar mi piel pálida. 
―¿Debo comenzar con su brazo? ―se preguntó. Dejó caer la manga, entonces 
me rozó la mejilla con los nudillos―. ¿O con su cara? ―Asintió hacia Ivan―. 
Sostenla. 
Ivan me sujetó por la nuca, el Darkling levantó el cuchillo y lo vi centellear por 
el rabillo del ojo. Intenté echarme atrás, pero Ivan me mantuvo en el lugar. La hoja 
se posó en mi mejilla y aspiré, asustada. 
―¡Alto! ―gritó Mal. 
El Darkling esperó. 
―Lo... lo puedo hacer. 
―Mal, no ―dije con más valentía de la que sentía. 
Mal tragó saliva y dijo: 
―Rumbo suroeste. Regresa por el camino por donde vinimos. 
Me quedé muy quieta. ¿Había visto algo o simplemente estaba tratando de 
evitar que me lastimaran? 
El Darkling ladeó la cabeza y lo estudió. 
―Creo que ya sabes que no es bueno jugar conmigo, rastreador. 
Mal dio un asentimiento firme. 
―Puedo hacerlo, puedo encontrarla. Sólo... sólo dame tiempo. 
El Darkling envainó el cuchillo y exhalé lentamente, intentando reprimir un 
escalofrío. 
―Tienes una semana ―indicó, se dio la vuelta y desapareció por la escotilla―. 
Tráela ―le ordenó a Ivan. 
―Mal… ―empecé a decir mientras Ivan me sujetaba del brazo. 
Mal levantó las manos atadas para intentar alcanzarme; sus dedos rozaron los 
míos brevemente, pero entonces Ivan me arrastró de vuelta hacia la escotilla. 
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La mente me iba a toda velocidad mientras descendíamos al vientre húmedo de 
la nave. Seguí a Ivan tambaleante, intentando dar sentido a todo lo que acababa de 
suceder. El Darkling había dicho que no le haría daño a Mal mientras le fuera de 
utilidad. Había asumido que sólo significaba que lo usaría para mantenerme 
controlada, pero ahora estaba claro que había más que eso. ¿Mal de verdad creía 
que podía encontrar la sierpe de mar, o sólo intentabaganar tiempo? No estaba 
segura de qué preferiría que fuera verdad. No saboreaba la idea de que me 
torturaran, pero ¿y si encontrábamos al dragón de hielo? ¿Qué significaría un 
segundo amplificador? 
Ivan me hizo entrar a un camarote espacioso que parecía ser el del capitán. 
Sturmhond debía ir apretujado con el resto de su tripulación. En una esquina había 
una cama, y la pared de popa profundamente curvada estaba tachonada con una 
hilera de ventanas de gruesos paneles, que arrojaban luz acuosa sobre un escritorio 
detrás del cual se encontraba sentado el Darkling. 
Ivan hizo una reverencia y salió rápidamente de la habitación, cerrando la 
puerta. 
―No puede esperar para alejarse de ti ―le dije, desde mi lugar junto a la 
puerta―. Le tiene miedo a lo que te has convertido; todos te tienen miedo. 
―¿Me temes, Alina? 
―Eso es lo que quieres, ¿no? 
El Darkling se encogió de hombros. 
―El miedo es un aliado poderoso. Y leal. 
Me estaba mirando de esa manera fría y calculadora que siempre me daba la 
sensación de que me estuviera leyendo como las palabras en una página, con los 
dedos moviéndose sobre el texto, averiguando un conocimiento secreto que yo sólo 
podía adivinar. Traté de no moverme, pero las esposas me irritaban las muñecas. 
―Me gustaría liberarte ―dijo en voz baja. 
―Liberarme, despellejarme. Tantas opciones. ―Todavía sentía la presión de su 
cuchillo en mi mejilla. 
Suspiró. 
―Fue una amenaza, Alina. Logré lo que necesitaba. 
―¿Entonces no me habrías cortado? 
―Yo no he dicho eso. ―Su voz era agradable y realista, como siempre. Podría 
haber estado amenazando con cortarme en pedacitos u ordenando la cena. 
En la penumbra, tan sólo podía distinguir las finas huellas de sus cicatrices. 
Sabía que tenía que permanecer en silencio, forzarlo a hablar en primer lugar, pero 
mi curiosidad era demasiado grande. 
―¿Cómo sobreviviste? 
Se pasó la mano por la definida línea de su mandíbula. 
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―Al parecer a los volcra no le gustó el sabor de mi carne ―dijo, casi 
casualmente―. ¿Has notado que no se alimentan los unos de los otros? 
Me estremecí. Eran sus creaciones, igual que esa cosa que me había enterrado 
los dientes en el hombro. 
La piel todavía me palpitaba. 
―Los semejantes se atraen. 
―No es una experiencia que quisiera repetir. Me he hartado de la misericordia 
de los volcra. Y de la tuya. 
Crucé la habitación y me detuve ante la mesa. 
―Entonces ¿por qué darme un segundo amplificador? ―pregunté, 
aferrándome desesperada a un argumento que de alguna forma lo haría entrar en 
razón―. En caso de que lo hayas olvidado, intenté matarte. 
―Y fallaste. 
―Vivan las segundas oportunidades. ¿Por qué me haces más fuerte? 
Una vez más, se encogió de hombros. 
―Sin lo amplificadores de Morozova, Ravka está perdida. Tú estabas destinada 
a tenerlos, al igual que yo estaba destinado a gobernar. No puede ser de otra 
manera. 
―Qué conveniente para ti. 
Se echó hacia atrás y se cruzó de brazos. 
―Tú has sido cualquier cosa menos conveniente, Alina. 
―No es posible combinar amplificadores. Todos los libros dicen lo mismo… 
―No todos los libros. 
Quería gritar de frustración. 
―Baghra me lo advirtió; me dijo que eras arrogante, que estabas cegado por la 
ambición. 
―¿En serio? ―Su voz era de hielo―. ¿Y qué otra traición te susurró al oído? 
―Que te quería ―le dije airadamente―. Que creía que podías redimirte. 
Apartó la mirada entonces, pero no antes de que viera el destello de dolor en su 
rostro. ¿Qué le había hecho a Baghra? ¿Y qué le había costado? 
―Redención ―murmuró―. Salvación. Penitencia. Ideas pintorescas de mi 
madre. Quizá debería haber prestado más atención. ―Metió la mano bajo el 
escritorio y sacó un delgado volumen rojo. Cuando lo alzó, la luz se reflejó en las 
letras doradas de su portada: Istorii Sankt'ya―. ¿Sabes lo que es esto? 
Fruncí el ceño. La Vida de los Santos. Un vago recuerdo regresó a mi mente. El 
Apparat me había dado una copia hacía meses en el Pequeño Palacio. Lo había 
tirado al cajón de mi tocador y nunca volví a pensar en ello. 
―Es un libro para niños ―contesté. 
―¿Lo has leído? 
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―No ―admití, de repente deseando haberlo hecho. El Darkling me observaba 
cuidadosamente. ¿Qué podía tener de importante una antigua colección de dibujos 
religiosos? 
―Superstición ―dijo mirando la portada―, propaganda de campesinos; o eso 
creía yo. Morozova era un hombre extraño. Era un poco como tú, le atraía lo común 
y los débiles. 
―Mal no es débil. 
―Es talentoso, lo reconozco, pero no es Grisha. Nunca podrá ser tu igual. 
―Es mi igual y más ―espeté. 
El Darkling negó con la cabeza. Si no lo hubiera conocido mejor, podría haber 
confundido la expresión de su cara por piedad. 
―Piensas que encontraste una familia en él, que encontraste un futuro. Pero te 
harás más poderosa y él se hará más viejo. Vivirá su corta vida de otkazat'sya, y lo 
verás morir. 
―Cállate. 
Él sonrió. 
―Adelanta, patalea, lucha contra tu verdadera naturaleza mientras tu país 
sufre. 
―¡Por tu culpa! 
―Porque deposité mi confianza en una chica que no puede soportar la idea de 
su propio potencial. ―Se levantó y rodeó el escritorio. A pesar de mi ira, di un paso 
hacia atrás y choqué con la silla detrás de mí. 
―Sé lo que sientes cuando estás con el rastreador ―me dijo. 
―Lo dudo. 
Hizo un gesto desdeñoso. 
―No, no esa absurda melancolía que todavía debes superar. Conozco la verdad 
en tu corazón, la soledad, el creciente conocimiento de que eres diferente. ―Se 
inclinó más cerca―. El dolor. 
Traté de ocultar la sacudida de comprensión que me atravesó. 
―No sé de qué estás hablando ―le dije, pero las palabras sonaron falsas a mis 
oídos. 
―Nunca va a desaparecer, Alina. Sólo empeorará, no importa detrás de cuántos 
pañuelos te escondas o las mentiras que digas; no importa qué tan lejos o qué tan 
rápido corras. 
Traté de darme la vuelta, pero él se acercó y me sujetó de la barbilla, 
obligándome a mirarlo. Estaba tan cerca que podía sentir su aliento. 
―No hay otros como nosotros, Alina ―susurró―. Y nunca habrá. 
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Me alejé tambaleante, choqué con la silla y casi perdí el equilibrio. Golpeé la 
puerta con los puños esposados, llamando a Ivan mientras el Darkling observaba, 
pero Ivan no vino hasta que el Darkling dio la orden. 
Vagamente, registré la mano de Ivan en mi espalda, el hedor del corredor, un 
marinero al dejarnos pasar; a continuación, el silencio de mi estrecho camarote, el 
sonido del cerrojo de mi puerta, la litera, la tela áspera cuando presioné el rostro 
contra las mantas, temblando, intentando alejar las palabras del Darkling de mi 
cabeza: la muerte de Mal, la larga vida ante mí, el dolor de ser diferente que nunca 
se aliviaría. Cada temor se hundió en mí como una garra clavándose 
profundamente en mi corazón. 
Sabía que era un experto mentiroso, que podía fingir cualquier emoción y jugar 
con cualquier defecto humano. Pero no podía negar lo que había sentido en Novyi 
Zem o la verdad de que me había mostrado el Darkling: mi propia tristeza, mi 
propio anhelo, reflejado en sus tristes ojos grises. 
 
* * * 
El estado de ánimo había cambiado a bordo del ballenero. La tripulación se 
había vuelto más inquieta y atenta, con el insulto a su capitán aún fresco en sus 
mentes. Los Grisha murmuraban entre ellos, nerviosos por nuestro lento avance a 
través de las aguas de la Ruta de Hueso. 
Cada día, el Darkling ordenaba que me llevaran a cubierta para estar junto a él 
en la proa. A Mal lo mantenían bien vigilado al otro extremo de la nave. A veces, le 
oía gritarle direcciones a Sturmhond o lo veía gesticular hacia los que parecían 
profundos arañazos sobre la línea de agua de las grandes plataformas de hielo que 
pasábamos. 
Miré los surcos ásperos; podrían ser marcas de garras, pero podrían ser nada en 
absoluto. Aun

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