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Herrera,	Nicolás
El	rol	del	inmigrante	en	el	proceso
de	construcción	de	la	identidad
nacional	argentina:	Una	lectura
sobre	la	relación	entre	alteridad	e
identidad
Tesis	presentada	para	la	obtención	del	grado	de	Licenciado	en
Sociología
Directora:	Maffia,	Marta.	Codirector:	Piovani,	Juan	Ignacio
Herrera,	N.	(2010).	El	rol	del	inmigrante	en	el	proceso	de	construcción	de	la	identidad	nacional
argentina:	Una	lectura	sobre	la	relación	entre	alteridad	e	identidad.	Tesis	de	grado.	Universidad
Nacional	de	La	Plata.	Facultad	de	Humanidades	y	Ciencias	de	la	Educación.	En	Memoria	Académica.
Disponible	en:	http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/tesis/te.680/te.680.pdf
Información	adicional	en	www.memoria.fahce.unlp.edu.ar
Esta	obra	está	bajo	una	Licencia	Creative	Commons	
Atribución-NoComercial-SinDerivadas	2.5	Argentina
https://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.5/ar/
1 
 
Índice 
 
1. Introducción 2 
 
2. Capitulo 1 5 
 
2.1. Identidad: usos, limitaciones y potencias conceptuales 5 
 
3. Capitulo 2 19 
 
3.1. 1810-1861: Civilización y Barbarie. Independencia, desierto y liberalismo. 19 
 
3.2. El desierto: entre el desborde de barbarismos y un vacío a ser poblado 
civilizatoriamente 22 
 
4. Capitulo 3 37 
 
4.1. 1880-1910: La barbarie de la civilización. Inmigración masiva, liberalismo y ahogo 37 
 
4.2. La construcción estatal de una homogénea nacionalidad bajo el 
estigma de la creciente heterogeneidad social. 43 
 
4.3. Heterogeneidad y homogeneidad. De la escasez a la abundancia 51 
 
4.4. Instituciones de clonaje y un tamiz acrisolado 59 
 
5. Capitulo 4 75 
 
5.1. Inmigración limítrofe: la deshistorización escondida detrás de la “novedad” 75
 
 
6. Conclusiones 87 
 
7. Agradecimientos 89 
 
8. Bibliografía 90 
 
9. Anexo Estadístico 99
 
 
 
 
 
2 
 
“La Argentina es un país de inmigración. O, por lo menos, así se construye un relato histórico que 
cimenta una identidad nacional” 
A. Grimson 
Relatos de la diferencia y la igualdad 
 
 
 “Sin diferente no hay identidad” 
T. Adorno 
Dialéctica Negativa. 
 
 
1. Introducción 
 
Entendiendo que no hay proceso de construcción identitaria en el que la alteridad no cumpla una 
función constitutiva de aquella, me interesa abordar en esta tesina el lugar que ocupó (y ocupa) la 
figura del extranjero -tomada como aquella alteridad constituyente- al interior del proceso de 
construcción y reconfiguración constante de la identidad nacional argentina. 
Tomando como punto de partida la independencia nacional de su condición de colonia española, 
me interesa mostrar cómo -desde 1810 a 1861, y desde 1880 hasta 1910- la problematización de 
la figura del extranjero resultó central para que un aparato estatal en vías de construcción y unas 
elites intelectuales en disputa, intentaran construir modélicamente la identidad del ser-nacional 
argentino. Durante estos dos períodos totalmente disímiles en sus condiciones sociales, políticas 
y económicas, la figura del extranjero cumplió un rol fundamental en la problematización de lo 
que para el Estado nacional y las elites intelectuales argentinas conocidas como Generación del 
‟37 y Generación del ‟80 debía ser (y claramente no lo era, ni tal vez pudiera serlo) la identidad 
argentina. Creo que es allí, donde a través de la construcción estatal e intelectual de la civilizada 
alteridad del inmigrante europeo, podemos poner un punto de inicio al proceso de construcción 
relacional de nuestra identidad nacional. 
Mientras el relato mítico de una nacionalidad homogénea producto del crisol de razas se cruza 
con la creencia actual acerca de que los argentinos descendemos de los barcos, la identidad 
nacional volvió a ser problematizada durante la década del 90 mediante la figura del extranjero en 
3 
 
distintos discursos estatales, periodísticos y científicos. Pero si durante la Generación del ‟37 y la 
Generación del ‟80 el extranjero visibilizado era ultramarino, el que desde hace algunas décadas 
atrás viene siendo visibilizado y problematizado como alteridad desde la cual la identidad 
nacional se (re)constituye, es un extranjero limítrofe; sudamericano. 
El objetivo de esta tesina de grado será mostrar a través de una lectura propia de distintos textos 
ajenos, cómo durante aquellas dos grandes etapas de la historia nacional anteriormente 
mencionadas la construcción estatal e intelectual de la identidad nacional sólo fue posible gracias 
a la previa construcción de alteridades y su puesta en relación con estas. Por último nos 
preguntaremos por el alcance que dichas construcciones identitarias tuvieron en los últimos años 
de la década de 1990 y los primeros de la siguiente, en una Argentina que comenzó a visibilizar 
alteridades migrantes limítrofes que habían quedado invisibilizadas históricamente en aquellos 
relatos míticos de construcción identitaria nacional que señalan al inmigrante europeo como su 
origen constitutivo. 
Como tema lateral, latencia que estará presente durante todo el texto, intentaré mostrar la 
centralidad que al interior de un proyecto estatal e intelectual de nación tiene la coyuntura 
económico-política como proceso que visibiliza o invisibiliza alteridades desde las cuales la 
identidad nacional se referencia. Mostrar cómo al interior de estos procesos la figura del 
extranjero (europeo y/o latinoamericano), en su rol de inmigrante se constituyó en la alteridad 
central a la hora de problematizar la construcción de la identidad nacional, será una tarea que 
abordaré desde la lectura de textos nacionales y extranjeros que se ocuparon de estudiar tres 
líneas temáticas que confluyen hacia lo que aquí me interesa. A grandes rasgos ellas son: 
-Un recorrido teórico por distintas lecturas y posicionamientos que se han dado al interior de las 
ciencias sociales por la utilización del concepto de identidad; y a partir de esto una toma de 
4 
 
posición sobre la validez (o no) de la utilización conceptual del mismo que muestre sus virtudes 
y/o carencias a la hora de describir los procesos nacionales que he mencionado anteriormente. 
-Un recorrido histórico al interior de la ensayística nacional y la historia intelectual de nuestro 
país, para mostrar cómo desde 1810 hasta mediados de siglo XIX, y desde 1880 hasta 1910, 
sectores de las elites intelectuales argentinas dieron forma a la construcción simbólica, política y 
empírica de la identidad del ser-nacional al interior de un Estado-Nación en formación. Esta 
búsqueda estará atravesada por una lectura en diagonal sobre la historia de la inmigración en 
Argentina, y el papel del Estado-Nación como productor de identidades sociales mediante la 
problematización de distintas alteridades como fueron el indígena, el gaucho, el mestizo, el 
negro, y el inmigrante europeo. Mostrar cómo este último se transformó en el eje de los debates 
más fuertes sobre la construcción de identidad nacional, ya fuese por ser “portador” de civilidad 
(como lo fue centralmente para la Generación del ‟37) o una mezcla de sostén productivo y 
síntoma de disgregación identitaria (como lo fue para buena parte de la Generación del ‟80), será 
un objetivo central al interior de esta lectura. 
-Una lectura crítica de algunas investigaciones sociológicas y antropológicas actuales, que 
atraviesan la relación entre cambios en los procesos inmigratorios en Argentina y su influjo en la 
construcción de identidades sociales desde ángulos y temas tan diversos como complementarios. 
 
 
 
 
 
5 
 
2. Capitulo 1 
2.1. Identidad: usos, limitaciones y potencias conceptuales 
 
Identidad fue, y sigue siendo,un concepto problemático y en problemas. Propio de la 
interrogación antropológica y psicoanalítica, ha sido utilizado -no siempre con resultados 
satisfactorios- por otras ramas disciplinares del saber, de la interrogación social y del ejercicio del 
poder político. Esta multiplicación del uso de identidad ha llevado a que algunos autores 
proclamaran su inutilidad (debido a la vaguedad conceptual que implica referir a la enormidad de 
objetos de estudios que bajo este concepto se estudian actualmente) y se propuso buscar términos 
supletorios que mejorasen la actividad intelectual (Brubaker, R. y Cooper, F., 2001). Así, 
distintas disputas disciplinares por la apropiación del término y su correcta utilización, son parte 
hoy del campo en que uno se adentra al pensar algunas dinámicas sociales bajo el concepto de 
identidad. 
Dentro del campo sociológico, hasta hace algún tiempo atrás, identidad pareció referir a aquellos 
procesos sociales que se encontrarían atrapados por una lógica de lo Semper Ídem manifestada 
discursivamente bajo retóricas que señalan lo idéntico, lo permanente, lo cerrado, lo duradero, lo 
homogéneo de la realidad social. Estas retóricas de la identidad, atrapaban el discurso sociológico 
en lo aparentemente sólido, firme, recortado y estable de la realidad social. Identidad aquí, no 
referiría sino a aquellas totalidades sociales muchas veces engañosas, y casi siempre 
tranquilizadoras (Caggiano, S., 2005), que se asentaban en una concepción de la sociedad 
entendida como un todo estructurado cuya lógica interna es conocida de antemano, y de la que 
previamente se conocerían también los colectivos sociales que la integran, los modos que unos 
marcan sus diferencias con otros, los intereses y propósitos que los reúnen y movilizan, etc. 
6 
 
Algunos autores señalan que bajo el concepto de identidad, lo que las corrientes hegemónicas de 
la sociología “clásica” señalaron al interior de una sociedad, era todo aquello que poseía las 
características de pureza, orden, coherencia y homogeneidad (Albertsen, N y Diken B., 2000). 
Otros autores indican, que lo que las ciencias sociales ven en torno a identidad es aquello que 
garantiza relaciones sociales estables y asegura continuidad (Augé, M., 1994), y hacen notar que 
lo que pareciera haber obnubilado a la sociología más tradicional fue lo manejable y duradero de 
la experiencia humana en sociedad (Latour B., 1993 y 2001). Esta lectura de lo social a través del 
concepto de identidad aceptaba de cierta manera las concepciones antropológicas que Narroll, R. 
(1964) e Isajiw, W. (1974) extraían de sus propios estudios étnicos; según las cuales un colectivo 
social posee de manera diferenciada con respecto a otros colectivos una raza, una cultura y un 
leguaje propios y homologables entre sí. Estas tres propiedades de los grupos sociales los hacen 
sólo pensables en su aislamiento como si fuesen islas independientes que rechazan el contacto 
con, o discriminan a, otros grupos. Dicha homologación entre sociedad y cultura, llevo a pensar 
de manera esencialista a los colectivos sociales en tanto unidades homogéneas que si no poseían 
alguna de aquellas igualaciones antes mencionadas, no podían ser estudiadas en tanto etnias. 
A los ojos de algunos investigadores sociales, y de muchos otros que no lo son, la dinámica 
social de nuestra cotidianeidad no puede referir ya a la lógica de lo Semper Idem por la simple 
razón de que el movimiento, la inestabilidad y el contacto permanente entre grupos sociales, 
comenzaron a ser las características básicas sobre las que asentamos nuestra experiencia 
moderna. Así, preguntarnos hoy por las identidades sociales implicaría asumir la caída de 
aquellas respuestas preconcebidas acerca de los modos de conformación de colectivos sociales, 
asumiendo la complejidad que los procesos contemporáneos de globalización de la economía y 
mundialización de la cultura le han impuesto a la interrogación académica y a la práctica política. 
7 
 
En este marco, la utilización de identidad comenzó a resultar problemática (en cuanto siguiera 
estando referida a aquellas lógicas de lo siempre idéntico a sí mismo asentadas en la retórica de lo 
sólido, lo firme, lo homogéneo o lo estable), debido a que la interrogación acerca de la 
constitución de las identidades sociales puso de relieve las dinámicas contingentes de la 
conformación de grupos y colectivos, enfatizando el carácter abierto de lo social. 
Intentando ajustar el concepto de identidad a estas dinámicas sociales caracterizadas por la 
inestabilidad, la precariedad y la contingencia, es que en la actualidad algunos sociólogos han 
caracterizado como “duras, estables u homogéneas” a aquellas viejas identidades mientras se 
adjetivaba como “débiles” (Gatti, G., 1999, 2003, 2005, 2007a, 2007b, 2008, 2009), “líquidas” 
(Bauman, Z., 2002, 2007) o “híbridas” (Appadurai, A., 2001; García Canclini, N.,1992) a las 
identidades modernas. Bajo este procedimiento, lo interesante de la interrogación intelectual se 
encuentra en señalar el carácter esencialista de aquellas identidades que referían a una supuesta 
dinámica social que encerraba en sí misma un carácter propio, auténtico, puro, inamovible, 
asentado en un supuesto origen que se mantenía incontaminado por los procesos histórico-
sociales. Ante esto señalar el carácter procesual de las dinámicas identitarias en su carácter 
constructivista, fue una salida intelectual que posibilitó encarar el estudio de las distintas 
dimensiones de lo social con un concepto de identidad mucho más ajustado a una realidad 
claramente desustancializada. Como afirma Caggiano; hoy 
“puede señalarse un importante acuerdo entre distintas tradiciones intelectuales (…) en 
cuanto a la imposibilidad de definir las identidades a partir de una esencia o fundamento, rasgos 
o elementos fijos e inalterables u objetividades preconcebidas. Desde esta perspectiva, las 
identidades sociales sólo pueden pensarse en el juego relacional de las diferencias y, en 
consecuencia, se hace necesario aceptar su carácter incompleto, abierto, y por lo tanto, inestable 
y contingente (...) Esta posición antiesencialista permite escapar a rigideces objetivistas, 
teleológicas e innatismos que muchas veces obturaron la comprensión de lo social”.1 
 
1
 Caggiano, S., (2005:35). Cursivas del autor. 
8 
 
Es importante señalar que para llegar a este acuerdo al interior de las ciencias sociales fue 
fundamental el aporte de la antropología contemporánea, ya que desde mediados de la década del 
‟70 autores como Barth, F. (1976), Cardoso de Oliveira (1971, 2001) y Bartolomé, M. (1979) 
señalaron a través de sus estudios empíricos que la identidad es una categoría social procesual, 
contextual y relacional entre un “nosotros” y un “ellos” a la que vemos construirse 
históricamente. Esta lectura se asienta en afirmar que el ser no es desligable del acontecer, por la 
simple razón de que éste no puede pensarse actualmente como una esencia inalterable al interior 
del desarrollo histórico. 
Entre nosotros, autoras como Claudia Briones (1988, 1998), Liliana Tamango (1988, 2001), 
Graciela Beatriz Rodríguez (1988) y otras/os, han venido afiliándose desde distintas perspectivas 
a este uso del concepto de identidad. Para estas autoras, la identidad se construye relacionalmente 
día a día a lo largo de la historia por factores internos y externos al propio grupo; y debe ser 
explicada justamente por su carácter relacional y no quedar centrada al interior del mismo. Esto 
llevo a pensar que la identidad debe ser estudiada en situaciones de contacto, donde la pérdida y 
la incorporación de referentes socio-culturales se vuelve un rasgo constituyente de la relación 
social identitaria de cada grupo. Es en aquel contacto entre colectivos sociales (y al interior de los 
mismos) donde la construcción identitariadel grupo se vuelve un límite que se construye a partir 
de diferencias y no solo de semejanzas; es decir, el límite identitario entre “miembros” y 
“extraños” se define siempre de modo relacional tanto por homologaciones como por 
distinciones. 
Como vemos, desde esta lectura derribar la utilización del concepto identidad por inútil, 
desajustado a los procesos sociales actuales, y poco certero por abarcar objetos de estudios 
demasiados diversos en sí mismos, no fue la salida propuesta. Hace algunos años, Stuart Hall nos 
prevenía de llevar a cabo una crítica excesiva del término y derribar su utilización bajo la égida 
antiesencialista, a la vez que reclamaba una utilización consiente del concepto: “La identidad -
9 
 
nos dirá- es un concepto que funciona bajo borradura (…); una idea que no puede pensarse a la 
vieja usanza, pero sin la cual ciertas cuestiones claves no pueden pensarse en absoluto” (Hall, S. 
2003: 14). Y sugirió mantener vivo el concepto de identidad, pero para pensarlo ya no como 
cierre del ser, sino como uno más de los activos que intervienen en el hacer de los agentes en las 
luchas por representar y habitar la vida social. En este sentido, y sabiendo que presenta muchos 
de los problemas de “identidad”, Hall proponía la utilización de “identificación” porque es un 
concepto que permite enfatizar el carácter múltiple, móvil del proceso identitario, que es un 
“proceso de convertirse más que de ser” (Hall, S. 2003: 2). Este término de “identificación”, por 
carecer de connotaciones reificantes, es una de las opciones que habían propuesto Brubaker y 
Cooper (2001) ante la vaguedad de aquello que bajo el concepto de identidad los cientistas 
sociales caracterizaban en sus investigaciones actuales2. 
Siguiendo esta recomendación, entre nosotros, Alejandro Grimson (2003) afirma que es 
conveniente referirse a procesos de identificación más que a identidades cristalizadas, y señala 
que cuando se carga al concepto de identidad con adjetivos como los de “nuevas” o “emergentes” 
se provoca la falsa impresión de que si no se habla de ellas, el proceso contextual de formación 
de identificaciones estaría ausente justamente allí donde la interrogación sobre “las identidades 
dirige la atención hacia lo contingente, lo construido, lo complejo y lo diverso, destacando los 
aspectos relacionales, dialécticos, propios de la dinámica mismidad-alteridad” (Monkevicius P. 
C., 2009: 50) 
 
2 Los autores enfatizaban que se le demanda una cantidad desmedida de funciones al término identidad, señalando 
que “es usado para iluminar modos de acción no instrumentales; para concentrarse en la autocomprensión antes 
que en el propio interés; para designar igualdad entre personas a lo largo del tiempo; para capturar aspectos 
pretendidamente centrales, fundacionales de la conciencia del ser individual; para negar que tales aspectos 
centrales, fundamentales, existen; para iluminar el desarrollo del proceso, interactivo de la solidaridad y la 
autocomprensión colectivas; y para enfatizar el carácter fragmentario de la experiencia contemporánea del ‘yo’, un 
yo construido por fragmentos inestablemente unidos de discursos y ‘activado’ contingentemente en diversos 
contextos” (Brubaker, R. y Cooper, F. 2001: 37). Las funciones sociales caracterizadas por el término identidad, 
señalan estos autores, pretenden cubrir un espectro demasiado amplio de acciones, características y tareas, y esto 
impediría un aprovechamiento conceptual del término, y una explotación rigurosa de lo social a través suyo. Es por 
ello que proponían la utilización de otros conceptos -entre ellos identificación- para salvar estos inconvenientes que 
identidad presentaba 
 
10 
 
Destacando el carácter procesual, relacional, antiesencialista y constructivista de los procesos de 
identificaciones sociales, Cardoso de Oliveira (2001) plantea que el marco estratégico para el 
estudio de las identidades se da en aquellos contextos donde se producen crisis y 
transformaciones sociales, es decir, en aquellos momentos en que los cambios sociales producen 
situaciones de extrema ambivalencia identitaria. Es allí mismo, donde Bauman señala que la 
pregunta por la identidad surge intentando dar respuesta a las inestabilidades del presente a partir 
de un proyecto futuro: 
“Pensamos en la identidad cuando no estamos seguros del lugar al que pertenecemos; es 
decir, cuando no estamos seguros de cómo situarnos en la evidente variedad de estilos y pautas 
de comportamiento y hacer que la gente que nos rodea acepte esa situación como correcta y 
apropiada, a fin de que ambas partes sepan cómo actuar en presencia de otra. „Identidad‟ es un 
nombre dado a la búsqueda de salida de esa incertidumbre”.3 
 
Son estos momentos, donde los procesos de identificación ponen al descubierto su carácter 
dialogal con la alteridad de manera más descubierta, mostrándose como el resultado siempre 
incompleto de un proceso de reconocimiento “que un actor social hace de sí mismo como 
idéntico (similar, semejante) a otro y, consecuentemente, provee cohesión (que no implica 
necesariamente conciliación) a un grupo social al que le confiere sentido, y le brinda una 
estructura significativa que le permite asumirse como unidad” (Caggiano, S. 2005: 38). Así, el 
proceso de identificación, supone la existencia de algún tipo de sentimiento de colectividad, 
cierta forma de asunción de la pertenencia a un grupo. 
“La identidad social implica entonces la pertenencia de ciertos actores sociales a un 
colectivo que los comprende, así como la participación de tales actores sociales en el 
sostenimiento y redefinición de parámetros de agregación de tal grupo, a partir de los cuales se 
definirá un nosotros de un ellos”.4 
 
 
3
 Bauman, Z. (2003:42). 
4
 Caggiano, S., (2005:35). Cursivas del autor. 
11 
 
Claramente, en este proceso se juegan disputas hegemónicas por la definición identitaria que 
dividirá y aglutinará, un nosotros y un ellos siempre en relación. Como afirma Vila, P. (1993: 1, 
2), “la identidad social está basada en una batalla discursiva siempre en curso, batalla que se libra 
alrededor del sentido que van a tener las relaciones y posiciones sociales en la sociedad” y “en 
este sentido, la identidad social y la subjetividad son siempre precarias y provisionales, 
contradictorias y en proceso”. Estas palabras dan cuenta incluso, que los procesos de 
identificación social conllevan necesariamente un componente de conflictividad, porque el otro 
de la relación no es pura exterioridad sino un exterior constitutivo con el que las disputas 
identitarias se dan al interior de lo que Grimson llama campo de interlocución5: 
 “Las categorías identitarias son herramientas de presentación de personas y grupos en 
sociedad. El conjunto amplio de categorías que una sociedad crea a lo largo de su historia 
podemos denominarlo caja de herramientas identitarias. La relevancia y la legitimidad de 
identificaciones de tipo étnico, partidarias, clasistas, de género u otras deben considerarse en el 
marco de un campo específico de interlocución. 
Un campo de interlocución es un espacio social y simbólico en el cual un conjunto de 
actores interactúan y, por lo tanto, reconocen en „los otros‟ -incluso considerándolos sus 
adversarios o enemigos- un interlocutor necesario. Sólo aquellos actores que adoptan una 
identificación aceptada en un campo de interlocución pueden intervenir en él.”6 
 
Y aquí se teje el nudo central de la utilización que del concepto de identidad/identificaciones, 
pretendo realizar. Es la nación, el espacio nacional, aquel campo de interlocución dentro del cual 
el proceso de construcción de identidades/identificaciones nacionales se llevan a cabo de la mano 
 
5
 El concepto de campo de interlocuciónvenía siendo utilizado anteriormente por otros autores, entre ellos Rita 
Laura Segato, quien hablando de los espacios nacionales preconfigurados en los que se insertan ciertos colectivos 
sociales, decía en un texto titulado “Formaciones de Alteridad: Nación y cambios religiosos en el Contexto de la 
Globalización”, y que aquí citamos en la compilación de 2007 que lo incluye: “De hecho, los trazos de lo que viene 
de afuera para instalarse como un elemento más en la sociedad nacional son elaborados y transformados en 
significantes dentro de un marco preciso, en el contexto de un campo de interlocuciones cuyas convenciones ya 
están definidas de antemano y, por lo tanto, en buena medida, ya configurado. Regiones, grupos étnicos, 
comunidades religiosas, colectividades de inmigrantes, etc. participan del juego de las interacciones de acuerdo a 
una estructura producida históricamente a lo largo de la formación de la Nación. Cada una de esas partes de la 
Nación adquiere sentido dentro de una historia particular, y son construcciones de esa historia, en tanto elementos 
internalizados y localizados por esa historia. Pero, también, en la misma medida, resultan de interacciones 
históricas entre naciones. Segato R. L. (2007: 179), cursivas mías. 
6
 Grimson 2003: 147. Cursivas mías. 
12 
 
de su interlocutor privilegiado -el Estado nación- estando a la vez atravesado por disputas 
hegemónicas donde la alteridad se convierte en un elemento constituyente de la 
identidad/identificación nacional. Como señala Pacheco de Oliveira (1999), el Estado/nación 
provee los principales parámetros y el contexto intersocietario en el que se construyen las 
identificaciones sociales. El Estado nacional ha tenido -y tiene- un papel clave como “productor 
de diversidad”, como “forjador de alteridades”, dando forma al otro exterior e interior “por su 
capacidad de interlocución”, y es solamente -nos dirá Segato- “dentro de un cuadro de 
„formación nacional‟, en tanto matriz idiosincrática de producción y organización de la alteridad 
interior de la nación, que es posible hablar de racismo y formas de prejuicio y discriminación 
étnica inherentes a ese orden particular, acuñado en una historia propia”(Segato, 2007: 29) 
Asimismo, centrarnos en la inmigración internacional hacia la argentina nos obliga a dar cuenta 
que el estudio de las naciones plantea una tensión compleja entre homogeneidad y 
heterogeneidad, uniformidad y diversidad en su interior. Para algunos autores, (Bateson, G. 
1976) se ha tornado necesario comprender a la nación como un sistema de diferencias, más que 
como una uniformidad estable y coherente; mientras otros (Segato, 2007) han señalado a la 
sociedad nacional directamente como productora de diversidad. Sean un sistema de diferencias, 
o un agregado social productor de diversidad, “las naciones, en una dimensión -nos dirá 
Grimson- son campos de interlocución en los cuales el Estado es un interpelador central (nunca 
el único). En ese sentido, cada Estado nacional ha tenido estrategias de unificación, y los 
diversos sectores sociales respondieron de diferentes formas a esas políticas” (Grimson, A. 2003: 
148). 
Es a partir de esas tensiones al interior del campo nacional, que surgen históricamente aquellas 
formaciones nacionales de diversidad que establecieron “culturas diversas, tradiciones 
reconocibles e identidades relevantes en el juego de los intereses políticos” (Segato, 2007), 
dando forma a estilos específicos de interrelación entre las partes de un mismo país. Teniendo en 
13 
 
cuenta estas características, Grimson ensayará una definición de identificación que adoptaré por 
ser realmente útil a mis fines expositivos: 
“En síntesis, las identificaciones sociales deben concebirse como procesos relacionales 
que, en condiciones históricas especificas, instituyen sentidos de las diferencias entre grupos, 
diferencias que se articulan con relaciones de desigualdad. Las categorías identitarias y sus 
significados refieren a los modos en que un grupo se vincula con los otros en un momento 
histórico. Cuando cambian la condiciones socioculturales en las que ciertas categorías se 
visibilizan y otras se invisibilizan, es probable que se modifiquen en mayor o menor medida las 
formas de identificación y articulación política (…) Entre otros elementos, en una sociedad, en 
un determinado momento histórico solo ciertas formas de identificación son comprensibles para 
desarrollar procesos de interlocución. Así, las sociedades en una dimensión son espacios 
sociales y simbólicos en los cuales un conjunto de actores interactúan y reconocen en „los otros‟ 
un interlocutor necesario. Dentro de un campo de interlocución, ciertos modos de identificación 
son posibles, mientras que otros quedan excluidos”7. 
 
Al interior de este campo de interlocución que es la nación, y dentro del cual el Estado se 
transformara en el interlocutor principal de las disputas hegemónicas por la construcción de 
identidades/identificaciones nacionales, la producción de alteridades exteriores e interiores 
cumplirá un rol fundamental en la construcción dialogal que todo proceso identitario requiere. 
Será, a mi modo de ver, la alteridad -ese exterior constitutivo, aquel interlocutor necesario, 
producido, inventado modélicamente y colocado, no sin disputas, en un espacio predefinido del 
campo de interlocución-, quién resultará fundamental en el proceso de construcción hegemónica 
por el sentido de aquello que debe constituir la identidad nacional. 
Como afirma Segato: 
“Las formaciones nacionales de alteridad no son otra cosa que representaciones 
hegemónicas de nación que producen realidades. Con ellas se enfatiza (…) la relevancia de 
considerar las idiosincrasias nacionales y el resultado del predominio discursivo de una matriz 
de nación que no es otra cosa que matriz de alteridades, es decir, de formas de generar otredad, 
concebida por la imaginación de las elites e incorporada como forma de vida a través de 
 
7
 Grimson, A. (2003: 148). Cursivas mías 
14 
 
narrativas maestras endosadas y propagadas por el Estado, por las artes y, por último, por la 
cultura de todos los componentes de la nación”.8 
 
Será el otro, por su capacidad de interpelación en el proceso de construcción identitaria quién 
recibirá una forma y un lugar específico, al interior del campo de interlocución nacional por 
parte del Estado nacional y aquellos agentes legitimados intelectualmente. Es esa alteridad, 
entendida como afuera constitutivo de la identidad por su relación dialogal, quién cumplirá un 
rol fundamental en el proceso de construcción de identidades/identificaciones “en la medida -nos 
recordara Monkevicius, (2009: 51)- en que produce un reconocimiento de la identidad al interior 
del grupo, una marcación desde el otro”. 
Y será la nación, quién nos permitirá percibir dichas construcciones contextuales de alteridad, 
sólo si somos capaces de entenderla como aquel territorio empírico y simbólico en el que estas 
disputas hegemónicas por el sentido de la identidad se llevan a cabo produciendo alteridades y 
delimitando territorialidades. Entenderemos aquí, al territorio nacional como lo entiende y 
define Segato; es decir como un 
“espacio representado y apropiado, una de las formas de aprehensión discursiva del 
espacio. Pero no cualquier forma de aprehensión (…) Territorio alude a una apropiación política 
del espacio, que tiene que ver con su administración y, por lo tanto, con su delimitación, 
clasificación, habitación, uso, distribución, defensa y, muy especialmente, identificación. 
(…)Territorio es un espacio apropiado, trazado, recorrido, delimitado. Es ámbito bajo el 
control de un sujeto individual o colectivo, marcado por la identidad de su presencia, y por lo 
tanto indisociable de las categorías de dominio y de poder. Por la misma razón, no existe idea de 
territorioque no venga acompañada de una idea de frontera. Límite y territorio (…) son 
nociones correlativas, indisociables, y esto se deriva en nociones varias de adyacencia, 
continuidad, contigüidad, discontinuidad y alteridad”.9 
 
Al interior de ésta idea de territorio vemos, además, que el mismo no existe sin sujetos que 
disputen su apropiación. Sin sujeto en posesión y posición, el territorio no existe como lugar de 
 
8
 Segato, (2007: 29, 30) Cursivas de la autora. 
9
 Idem. Pág: 71, 72. 
15 
 
identificación. No hay territorio sin Otro, sin alteridad. Y esto hace que aquello que denomino 
territorio -siguiendo a Segato- se constituya en significante de identidad personal o colectiva, 
instrumento en los procesos activos de identificación y representación de la identidad que llevan 
a que el mismo se vuelva escenario de reconocimientos y luchas identitarias donde las personas 
se reconocen habitándolo. El territorio 
“es una representación que nos representa: nunca algo puramente referenciado por las 
adscripciones que de él hacemos, objetivamente, en nuestros enunciados, sino también, 
inevitablemente, un índice que delata dónde estoy, quién soy, a qué „nosotros‟ pertenezco, 
dónde me localizo, como significante encadenado a él, en una sintaxis singular”.10 
 
Así entendido, el territorio nacional argentino será el campo de interlocución donde veremos 
surgir disputas hegemónicas por la construcción del sentido identitario nacional entre el Estado 
argentino, las elites intelectuales locales y los colectivos de inmigrantes europeos y 
latinoamericanos que componían y componen la sociedad argentina. Es en este proceso que, 
recorriendo las etapas históricas anteriormente señaladas, pensaremos la identidad no ya como 
una esencia del ser-nacional sino como un proceso contextual que no fija un régimen del ser sino 
que describe un régimen del hacer. Porque como vimos, el esencialismo lleva a pensar la 
identidad de un modo rígido, innatista y teleológico que cristaliza las identidades sociales, 
cuando éstas deberían ser pensadas en su propia lógica constructivista como un proceso histórico 
siempre incompleto, abierto, relacional, inestable y contingente. 
Entendida la identidad como proceso, esta puede ser caracterizada como múltiple, móvil, 
precaria, provisional, contradictoria; y por sobre todas las cosas relacional al estar siempre 
vinculada a una alteridad con la cual se constituyen mutuamente a partir de sus diálogos 
tensionados. La alteridad del inmigrante, europeo y latinoamericano, será aquí pensada como 
aquel exterior constitutivo e interlocutor necesario, que fue puesto en relación, para la 
 
10
 Idem. Pág: 73, 74. 
16 
 
producción de la identidad nacional, al interior de un campo de interlocución nacional plagado 
de disputas hegemónicas. 
Pero si hoy podemos pensar a la identidad nacional y los procesos de identificaciones nacionales 
de este modo, debemos tener en claro que no siempre fue así. En Argentina, durante aquellas 
etapas históricas que aquí recorreremos, la identidad del ser-nacional fue pensada, inventada y 
(re)construida desde el aparato estatal y las elites intelectuales dirigentes, justamente como un 
régimen del ser que debía proveer cohesión frente a un Otro interno-externo amenazante. 
Entender que no podemos seguir pensando actualmente los procesos de construcción identitaria 
bajo la lógica de lo Semper Ídem, no excluye abordar críticamente aquellos períodos de la 
historia nacional en que bajo ciertas disputas hegemónicas por el sentido de lo nacional, se 
pusieron en juego construcciones de la identidad del ser-nacional argentino que respondían a 
modelos esencialistas de construcción identitaria. 
Dichos períodos darán cuenta que la identidad nacional en concreto, podemos afirmar siguiendo 
a Bauman (2007: 49), no se gestó ni incubó en la experiencia humana “de forma natural”, ni 
emergió de la experiencia social como un “hecho vital” evidente por sí mismo. Dicha idea de 
identidad nació de la crisis de pertenencia y del esfuerzo estatal que se llevo a cabo para salvar el 
abismo existente entre lo que “debería ser” una identidad nacional homogénea modelizada 
esencialistamente, y el “es” de la empírica heterogeneidad social. Así, “dicha idea entro a la 
fuerza en la Lebenswelt de los hombres y mujeres modernos y llego como una ficción”, logrando 
institucionalmente elevar una realidad social a los modelos establecidos que dicha Idea de 
identidad nacional performateaba para rehacer la realidad a su imagen y semejanza. La violencia 
de dicho gesto, como afirma Hall (2003:19) da cuenta que “la unidad, la homogeneidad interna 
que el término identidad trata como fundacional, no es una forma natural sino construida de 
cierre, y toda identidad nombra como su otro necesario, aunque silenciado y tácito, aquello que 
le „falta‟”; agrego yo, para realizarse. 
17 
 
Esa alteridad constituyente de la identidad, es también ella misma un producto histórico, no 
natural. Como afirma Segato (2007:107, énfasis de la autora) “la diversidad (…) no es un hecho 
de la naturaleza y si una producción de la historia, en la que construcciones nacionales de 
alteridad desempeñaron un papel crucial, y tensiones y pautas de discriminación y exclusión a lo 
largo de las fronteras locales de la diferencia tienen que ser comprendidas y tratadas a partir de 
su historia y configuración particulares”. 
Entonces, vemos que la relación identidad-alteridad es situacional, coyuntural, histórica; lo que 
permite interrogarnos desde la actualidad por aquellas etapas de la historia nacional donde la 
construcción de diversidad jugó un papel central en la construcción identitaria bajo modelos 
esencialistas que buscaron sustancializar la heterogénea realidad social, intentado ajustarla a 
constructos ficcionales de lo que debía ser la identidad de esta nación argentina. 
Veremos a continuación, cómo en las décadas posteriores a la independencia nacional, construir 
estatal e intelectualmente alteridades modélicas de lo bárbaro y lo civilizado posibilito pensar 
esencialistamente aquello que debía definir al ser-nacional argentino bajo el molde de un 
nacionalismo constitucionalista. Lo que afirmo en tanto hipótesis de lectura, es que la identidad 
de dicho nacionalismo constitucionalista que se propuso como una identidad de mezcla 
cosmopolita fue una construcción identitaria que definió previamente las alteridades 
barbarizadas que no entrarían en dicha mezcla, a la vez que modelizaba a aquella alteridad 
civilizada que ocuparía un lugar central en esa esencia que deberá marcar el origen constituyente 
y fundante del ser-nacional: el inmigrante europeo. 
Estas construcciones modélicas de la alteridad que fueron la barbarie y la civilización, volverán a 
ser problematizadas de manera invertida en la coyuntura final de un siglo XIX atravesado por la 
masividad del fenómeno inmigratorio europeo al interior de un nacionalismo culturalista de 
claros rasgos esencialistas que busco homologar lengua, cultura y raza a fin de tornar homogénea 
una realidad social que se le aparecía tan heterogénea como ingobernable si no volvía a definir lo 
18 
 
propio como límite ante lo extraño. Paralelamente, la construcción mítica del crisol de razas, le 
permitió al Estado argentino homogeneizar y nacionalizar mediante sus instituciones (la escuela, 
el ejército y la salud pública) una población extranjera que era central para sostener el desarrollo 
económico del país. 
Por último, vernos como las figuras de la barbarie y la civilización se reiterarán en las últimas 
décadas del siglo XX y principios del siguiente, durante las cuales la visibilización del 
inmigrante latinoamericano puso en tela de juicio una supuesta esencia de lo nacional heredera 
de la civilizada europeidad. 
Leeremosestas etapas de la historia nacional intentando mostrar el proyecto intelectual y estatal 
a través del cual se buscó producir modélicamente una identidad del ser nacional argentino bajo 
los cánones de un esencialismo productor de alteridades estancas desde las cuales referenciarse, 
sabiendo que bajo ellas existían disputas sociales por el sentido de lo nacional. A partir de ello 
nos interrogaremos por las posibles consecuencias que dicha genealogía tiene en las 
construcciones recientes de las identificaciones nacionales que se producen en diálogo con una 
alteridad, no siempre ya europea, sino muchas veces latinoamericana. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
19 
 
3. Capitulo 2 
3.1. 1810-1861: Civilización y Barbarie. Independencia, desierto y liberalismo 
 
Uno de los puntos de partida para pensar la construcción estatal de la identidad nacional es sin 
dudas el que marca el proceso de independencia consumado en 1810. Como sabemos, esta fecha 
no supuso la automática suplantación de un “estado colonial” por otro nacional (Oslak, O., 1985; 
Ansaldi, W., 1996)11, ya que en buena medida las administraciones coloniales significaron la base 
sobre la que se desarrollaría el naciente Estado argentino. El grado en que los movimientos 
independentistas, con su carácter local, lograron modificar las estructuras económicas y políticas 
de poder colonial se torna la medida necesaria para pensar su proyección nacional. 
Un elemento crucial en dicho camino fue el reemplazo de las estructuras de poder coloniales por 
una serie de órganos políticos, como las juntas, los triunviratos y los directorios, con los que se 
pretendía construir un centro de poder alrededor del cual edificar el Estado nacional. Sin 
embargo, la independencia supuso también un prolongado proceso de separaciones entre regiones 
que anteriormente se hallaban unidas, provocando un cambio pronunciado en el mapa político 
nacional. De esta forma, las posibilidades para la consolidación del Estado nacional estuvieron 
sujetas a la falta de interdependencia de los señores de la tierra y a la acción de la burguesía 
urbana, que controlaba las posibilidades de comercio con el exterior. Así, se puede decir, 
parafraseando a Oszlak (1985), que la formación del Estado nacional argentino dependió 
fundamentalmente del grado de articulación entre los intereses rurales y urbanos, y de las 
 
11
 Refiriéndose a ello, sostiene Ansaldi: “Buena parte de las acciones que llevan a asegurar la independencia 
argentina se explica mas por la debilidad político-militar española que por la fortaleza y cohesión de los 
revolucionarios, mas por la calculada estrategia militar de San Martín que por la guerra de masas y/o el entusiasmo 
y la participación populares en la guerra. Hay conciencia estamental, hay conciencia local (o comarcal), pero cuesta 
encontrar una conciencia de nación que se extienda por el conjunto del espacio económico social que aspira a 
definirse en nuevos términos” (Ansaldi W. 1996:57) 
20 
 
simultáneas posibilidades para la integración económica del territorio.12 En nuestro país este 
proceso supuso un prolongado y violento período que se extendió aproximadamente desde 1810 
hasta 1861, cuando se sientan las bases para la definitiva organización nacional. 
El papel fundamental desempeñado por Buenos Aires en las luchas por la independencia fue en 
detrimento de la adhesión de las provincias del interior a su proyecto de organización nacional 
unitario. La provincia, entendida como la unidad político-administrativa alrededor de la cual los 
federales estructuraban su proyecto, fue a menudo el ámbito propicio para una figura política que, 
como el caudillo, justificaba su autoridad en el personalismo y el control de las milicias locales. 
Sin embargo, la separación entre estos dos sectores obedecía a una de las estructuras económicas 
diferenciadas, heredadas del régimen colonial, que creaba intereses opuestos. Mientras el puerto 
de Buenos Aires representaba los intereses de la burguesía terrateniente y de aquellos sectores 
urbanos porteños relacionados con la exportación de la producción ganadera pampeana, la 
heterogeneidad del precario sistema productivo del interior hallaba su única característica común 
en la imposibilidad de competir con el monopolio que detentaba Buenos Aires sobre las rentas 
aduaneras. 
Las luchas entre ambos sectores se sucedieron hasta la batalla de Pavón sucedida en 1861, donde 
las milicias de Buenos Aires se impusieron sobre las federales. Pero además, el cambio en las 
condiciones económicas de la fecha, signada por el auge de las economías provinciales del litoral, 
supuso la posibilidad de conciliar ambos intereses, así como apoyar la paz y la cooperación con el 
propósito de proyectar la largamente postergada organización nacional. 
 
12
Aunque, como señala el autor, un análisis más profundo sobre el tema debe tener en cuenta otro tipo de 
elementos intervinientes en el proceso, como “el grado de diversificación del sistema productivo, en términos de 
persistencia de monocultivos, sucesivas sustituciones exportables, etc.: la existencia de enclaves o el control 
nacional del principal sector productivo; la continuidad del aparato burocrático de la colonia o la creación de un 
aparato institucional ex-novo; o el peso de los poderes locales, y sus respectivos intereses económicos, frente a las 
posibilidades de concentración y centralización del poder” (Ozlak, O., 1985: 24). 
21 
 
En esas circunstancias el papel desempeñado por la Generación del ‟37, aquel grupo de 
intelectuales con pretensiones políticas que en buena medida hasta 1852 se encontraba en el 
exilio como consecuencia de una prolongada proscripción que supuso para él el gobierno federal 
de Rosas, resultó de coyuntural importancia para la conciliación entre unitarios y federales. 
Grupo de intelectuales que tal y como señala Oscar Terán, estaba animado por un propósito de 
interpretación de la realidad nacional bajo el que se enfatizaba “la necesidad de construir una 
identidad nacional”13. Apoyado en los ideales liberales-románticos y en las favorables 
condiciones económicas del país, estos intelectuales (su inspirador Esteban Echeverría, 
Sarmiento, Alberdi, Juan María Gutiérrez, Vicente Fidel López, José Mármol y Feliz Frías) 
justificaban su hegemonía en la posesión de una serie de proyectos que se presentaban como la 
solución de una sociedad que veían como esencialmente pasiva; “como la materia en la cual [era] 
de responsabilidad de los letrados encarnar las ideas cuya posesión les [daba] por sobre todo el 
derecho a gobernarla” (Halperín Donghi, T., 1982). 
Como lo destacan Oszlak (1985), Halperín Donghi (1982) y Terán (2009), si bien existían 
diferencias doctrinarias entre los miembros de la Generación del ‟37, todos parecían mostrarse de 
acuerdo sobre aquella idea que disipaba sus diferencias en torno a la organización nacional: la 
idea de progreso. Así, tal y como lo señala particularmente uno de los autores antes mencionados, 
“La articulación de intereses económicos y el desarrollo de las fuerzas productivas se 
erigían de este modo en indispensables componentes materiales de la nacionalidad. El progreso 
se constituía en la idea integradora de la sociedad, en fundamento mismo de la nacionalidad”14. 
 
Desde entonces, los cambios políticos siguieron la dinámica de un crecimiento económico 
cimentado sobre tres pilares fundamentales: inversiones extranjeras, comercio exterior y 
principalmente, inmigración ultramarina. 
 
13
 Terán, O. (2009: 61). 
14
 Oszlak, O. (1985: 51) 
22 
 
3.2. El desierto: entre el desborde de barbarismos y un vacío a ser poblado 
civilizatoriamente 
Para llevar a cabo este programa, el Estado nacional y la Generación del ‟37,se encontrarían con 
un problema económico, político y simbólico muy difícil de resolver: el desierto. Sarmiento y 
Alberdi15 (las figuras centrales de la Generación del ‟37 que aquí veremos) tenían en claro que el 
desierto, la pampa, era el problema fundamental a resolver si se quería ingresar en la senda de un 
progreso asentado en el desarrollo económico mientras se marchaba hacia la institucionalización 
de un Estado que, en los momentos post independentistas, se encontraba básicamente carente de 
sólidos fundamentos. Y esto era así porque ese territorio extenso y desértico que es la pampa, se 
encontraba tan vacío como ocupado. Problema complejo si tenemos en cuenta que además había 
que vaciarlo mientras se lo ocupaba. Pero la pampa era un territorio ¿vacío-ocupado de qué y 
porqué? ¿De qué vaciarlo y con qué ocuparlo? 
Intentaré mostrar en lo que sigue cómo la pampa (que para Alberdi, y sobre todo para Sarmiento, 
era en si la República Argentina) fue construida simbólicamente como aquel territorio desértico, 
vacío de civilización y sólo poblado por barbarismos a ser suplantados con aquellos pedazos 
vivos de cultura, progreso y civilidad que representaban los inmigrantes europeos; en una 
operación intelectual y política que supuso la previa construcción de alteridades barbarizadas y 
 
15
 Aunque para cada uno de ellos la pampa fue un único territorio de desafíos económicos, políticos y simbólicos; 
mientras para Sarmiento éste era el lugar primigenio de la barbarie, el vacío civilizatorio y aquella soledad que 
atentaba contra la res publica, en Alberdi la caracterización del desierto como el territorio de la barbarie no fue 
inicialmente definitivo, y osciló entre una mirada optimista en sus primeros escritos y una claramente negativa en 
su texto de 1852. Y esto es así, tal y como lo señala Terán, porque mientras su “creencia en la capacidad del 
caudillo para bien dirigir la sociedad reposa sobre otra creencia: que esta sociedad argentina alberga una población 
aun carente de educación y hábitos cultivados, pero que, con la instrucción y el tiempo, esa plebe se convertirá en 
un sujeto apto para recibir y desplegar los bienes y valores de la civilización. La Argentina, entonces, no es ‘la 
pampa’ sarmientina vacía de civilización, sino un espacio sobre el cual un poder hegemónico como el de Rosas, si 
establece una alianza con la palabra de los que saben, puede construir las bases de una nación moderna”. Pero a la 
vez su mirada se tornará pesimista a partir de mediados de siglo XIX y se mostrará, “descreído ahora si 
definitivamente de la capacidad endógena para crear esos hábitos [civilizados], cuando la argentina vuelve a 
aparecérsele vacía de civilización adopta la vertiginosa ‘teoría del trasplante inmigratorio’”. Terán, O. (2009: 93, 
94). 
23 
 
civilizadas; para luego si, desde allí construir en diálogo con éstas una identidad nacional que 
debía esencialmente limpiarse de barbarismos y fundar modélicamente su origen desde la 
civilidad. Al interior del desértico territorio pampeano, la figura del indio, del negro y del 
gaucho, fueron aquellas alteridades a partir de las cuales la identidad nacional fue referenciada 
desde su distancia y exclusión. Por otra parte aquello que debía constituir el fundamento del ser-
nacional se encontraba centralmente basado en la civilizada figura del inmigrante ultramarino 
debido a que era él, quién por la fuerza de la costumbre y el mestizaje de la sangre, lograría 
potenciar al ser-nacional desde su origen. 
Instándonos a introducirnos en el problema, Sarmiento nos dirá desde las primeras páginas del 
Facundo: 
“El mal que aqueja a la República Argentina es la extensión: el desierto la rodea por todas 
partes y se le insinúa en las entrañas; la soledad, el despoblado sin una habitación humana, son, 
por lo general, los límites incuestionables entre unas y otras provincias.”16 
 
Del mismo modo, Alberdi no perderá oportunidad de señalar este mismo tema al preguntarnos, 
“¿Qué nombre daréis, qué nombre merece un país compuesto de doscientas mil leguas de 
territorio de una población de ochocientos mil habitantes? Un desierto.”17 
 
El desierto, la extensión, la soledad serán así, tanto como el vacío, aquellas ideas-fuerza sobre las 
cuales la Generación del ‟37 trabajará la realidad de una pampa que por dichas características 
atentaba contra el progreso civilizatorio nacional. Luego de describir la selva y los Andes, 
Sarmiento -y posteriormente Alberdi- se detendrán en la pampa decidiendo que la Argentina es la 
pampa; y esa pampa que Sarmiento describe basándose en los relatos de arrieros, viajeros, 
 
16
 Sarmiento, D.F., (1974:1) 
17
 Alberdi, J.B., (1974:44) 
24 
 
comerciantes y científicos; sin jamás haberla visto personalmente, es un inmenso vacío: vacío de 
habitantes pero también vacío de sentido o, al menos, de civilización. 
“Imaginaos -nos dirá en el Facundo- una extensión de dos mil leguas cuadradas, cubierta 
toda de población pero colocadas las habitaciones a cuatro leguas de distancia una de otras. […] 
La sociedad ha desaparecido completamente; queda solo la familia feudal, aislada, 
reconcentrada, y no habiendo sociedad reunida, toda clase de gobierno se hace imposible. […] 
Ignoro si el mundo moderno presenta un género de asociación tan monstruoso como éste”. 18 
 
Pero ese desierto vacío de civilización estaba claramente poblado por alteridades que no le eran 
útiles al proyecto económico liberal que desde el Estado y las elites nacionales de la época se 
intentaba impulsar; y éstos en consecuencia decidieron vaciarlo. En cuanto a la progresión 
histórica en la que se “despobló de barbarismos el desierto”, Segato nos informa que entre 1778 y 
1810 la población negra y mulata de la ciudad de Buenos Aires representaba al 30% de la 
población local. En esta misma época, en la región de Tucumán, la más poblada del país, que 
comprendía todo el nordeste del territorio e incluía ciudades tan importantes como Córdoba y San 
Miguel de Tucumán, vivían 35 mil blancos e igual número de indios, 11 mil esclavos y 44 mil 
negros y mulatos libres. O sea, el 44% de la población estaba formada por negros y sus 
descendientes. En esta misma región en el año 1815, en Santiago del Estero prevalecían de 
manera absoluta las “castas” (negros y mulatos) sobre el total de la población local. De sus 45 mil 
habitantes, el 89% eran rurales y de éstos, solo el 14% eran blancos. En esta misma época cerca 
del 33% de la población de Mendoza era negra. Con todo, para 1838 en la ciudad de Buenos 
Aires, la población negra y mulata ya había caído a un 25% y, en 1887, a menos del 2%.19 
La política hacia la población negra no fue muy diferente de aquella destinada a los indios, y para 
la cual Ricardo Rojas explicitó en 1943 que, en ausencia de una definición jurídica de lo que es 
 
18
 Citado por Terán, O., (2009: 77, 78) 
19
 Tomo los anteriores datos estadísticos, del artículo de Rita Laura Segato, “Una vocación de minoría”, compilado 
en La Nación y sus Otros (2007: 251). 
25 
 
una tribu y de quién debería ser considerado indio por la legislación nacional, “hubo en nuestro 
país un deseo persistente por parecer población de raza exclusivamente europea, y se prefirió no 
solo desaparecer al indio de los censos, sino también dejarlo morir y matarlo sin piedad”.20 
Podemos entender así, como aquella imagen territorial de un desierto poblado de barbarismos 
estaba delineada por los criterios de habitabilidad que la coyuntura histórica le imponía a un 
proyecto económico de nación en el que había que barbarizar ciertas alteridades y civilizar otras; 
y esto al interior de un proceso de construcción identitaria que como no podía ser de otra manera, 
debía ser emparentado con los fundamentosde la civilidad extranjera, y no ya con la barbarie 
local. 
La posterior apropiación de territorios hasta entonces ocupados por indígenas en la llamada 
“Campaña del Desierto”, abriría a los vencedores años después un enorme territorio sobre el cual 
las inversiones inglesas desplegarían una extensa red de vías férreas. La aniquilación del indígena 
y la apropiación del territorio por parte del Estado, se apoyaba en una línea programática 
ampliamente compartida por las elites del mundo occidental acerca de que las naciones “viables” 
eran aquellas dotadas de una población de raza blanca y de religión cristiana. La consecuente 
adaptación del espacio a una economía moderna e internacionalmente competitiva, excluía a una 
población nativa originaria que a los ojos de la elite se encontraba reticente casi “naturalmente” a 
adaptarse a tales exigencias. Alberdi afirmaba que 
“En América todo lo que no es europeo es bárbaro: no hay mas división que esta: 1) el 
indígena, es decir, el salvaje; 2) el europeo, es decir, nosotros, los que hemos nacido en América 
y hablamos español, los que creemos en Jesucristo y no en Pillan (Dios de los indígenas)”.21 
 
 
20
 Ricardo Rojas (1943) “El problema indígena en la Argentina”, América Indígena, vol.3, n° 2, México; citado en 
Segato (2007: 253). 
21
 Alberdi, J.B., (1980: 90). 
26 
 
El mismo Alberdi proclamará la consigna, en su Acción de la Europa en América (1845), que él 
y los miembros de la elite intelectual dirigente del momento eran “europeos trasplantados a 
América”. Contraponiendo esta figura de la civilidad europea, en las Bases lo guía la convicción 
de que en Hispanoamérica el indígena “no figura ni compone mundo”. En tanto el mismo 
Sarmiento, poniendo un claro corte histórico en la coyuntura independentista, afirmaba en el 
Facundo que “había antes de 1810 en la República Argentina dos sociedades distintas, rivales e 
incompatibles; dos civilizaciones diversas; la una española europea culta y la otra bárbara, 
americana, casi indígena”. Tampoco ocultará su menosprecio hacia el nativo argentino o “criollo” 
nacido de la unión de tres etnias (los indios, los negros y los españoles) como consecuencia de la 
Conquista. Tal como se refleja en su escrito de 1845: 
“De la fusión de estas tres familias ha resultado un todo homogéneo, que se distingue por 
su amor a la ociosidad y su incapacidad industrial, cuando la educación y las exigencias de una 
posición social no vienen a ponerle espuela y sacarla de su pasto habitual”. 22 
 
Ya sea la barbarie indígena o la manifestada por el negro23, o la ociosidad e incapacidad 
industrial del criollo, éstos se transformaban en impedimentos básicos para la productividad 
industrial que la coyuntura económica le imponía a un país como la Argentina que se encontraba 
básicamente despoblado a los ojos de la elite dirigente, y necesitado de ocupar un lugar como 
proveedor de materias primas en la férrea división mundial del trabajo.24 
El hábitat “natural” del criollo y el indio se encontraba a la vez barbarizado, siendo la desértica 
campaña un territorio claramente diferenciado con la ciudad, espacio este último en el cual los 
 
22
 Sarmiento, D. F., (1974:8). 
23
 Veremos como estas dos alteridades, el indígena y el negro, volverán a ser abordadas décadas más adelante por 
el positivismo argentino en clave de lectura sociodarwiniana. Serán ellas, la fuente del atraso en América que 
deben ser dejadas de lado en la conformación del ser-nacional en pos de un inmigrante europeo, mucho más 
complejo y contradictorio de lo que la Generación del ’37 pensó. 
24
 Mostrando su adhesión a un programa económico liberal, Sarmiento nos dirá en el Facundo que “Europa nos 
proveerá por largos siglos de sus artefactos en cambio de nuestras materias primas”. 
27 
 
símbolos del progreso industrialista podían ser más claramente visibles. De este modo, al interior 
de la República Argentina, Sarmiento lograba ver una extraña imbricación temporal al señalar 
que “el siglo XIX y el siglo XII viven juntos: el uno, dentro de las ciudades, el otro en las 
campañas”. Mientas la naturaleza pampeana imprimía en el carácter, en las tradiciones y las 
costumbres el signo del atraso y la barbarie; la ciudad se transformaba para Sarmiento en el 
imperativo categórico de la existencia del progreso, del crecimiento económico, del gobierno 
regular, de leyes sin caudillos ni montoneras, de instrucción y educación necesarias para 
conformar una moderna organización nacional. 
Solo en la ciudad era posible establecer ese contrato que impulsara a la Argentina moderna, y éste 
no podía ser suscripto por caudillos, gauchos, indios o negros. De ahí que civilización y barbarie 
era un concepto de cual puede desprenderse un pensamiento económico: por una parte, Buenos 
Aires y las provincias del litoral que tenían la pretensión de exportar sus productos ganaderos a 
cambio de productos provenientes del extranjero; por la otra, el interior, carente de productos 
exportables y creador de una industria precaria básicamente dedicada a abastecer el mercado 
interno. Según Gustavo Nahmías, 
“La civilización impulsada por Sarmiento se basaba en el desarrollo de la ciudad como 
localización de un espacio que instituye el progreso, reproductor de un orden de cosas y de 
personas, que permite organizar jurídicamente el país e industrializarlo, diversificando la 
producción y creando fuentes de trabajo. Es decir, era el apoyo al crecimiento de una burguesía 
la que impulsaba este proyecto, incorporando lo revelado en su viaje por Europa y Estados 
Unidos.”25 
 
Si la argentina se encontraba básicamente desértica y la pampa era un territorio necesario a ser 
integrado al sistema económico pero que en dicho momento estaba ocupado por indios, negros, 
gauchos y criollos incapaces de poder llevarlo a cabo o integrarse a él; se tornará necesario 
 
25
 Nahmías, G. J., “El Eclipse Sarmiento: para una sociología de las pasiones”, en González H. Comp. (2000:110) 
28 
 
pensar cómo y con qué elementos poblar el desierto. En un contexto post-independentista en el 
cual la inmigración ultramarina no solo no había aumentado sino que había disminuido por las 
beligerantes circunstancias (en especial el contingente español que había llegado a estas tierras 
decidió emigrar hacia nuevos horizontes o directamente volver a España, situación que se suma al 
hecho de que desde allí llegaban cada vez menos inmigrantes), la población empezará a ser una 
preocupación primordial para la Generación del ‟37. La prosa de Alberdi lo dejar claramente 
expuesto: 
“La población en todas partes, y esencialmente en América, forma la substancia en torno 
de la cual se realizan y desenvuelven todos los fenómenos de la economía social. Por ella y para 
ella todo se agita y realiza en el mundo de los hechos económicos. (…) La población es el fin y 
el medio al mismo tiempo (…) Es, pues, esencialmente económico el fin de la política 
constitucional y del gobierno de América. Así, en América gobernar es poblar”.26 
 
Con la certeza de que la tarea política del momento debía ajustarse al proyecto económico 
pudiendo poblar civilizadamente un desierto poblado de barbarismos, éste debía llevarse a cabo 
teniendo en cuenta que aquellos individuos que se requería para hacerlo debían gozar de alguna 
experiencia de socialización previa; situación que como habíamos visto los ocupantes del 
territorio nacional no cumplían, socavando la potencia de la res publica. Si América era 
claramente bárbara, la modernización europea había impuesto en sus habitantes toda la civilidad 
que la Argentina necesitaba. Se pregunta Alberdi al respecto: 
“¿Por qué medios conseguiremos elevar la capacidad real de nuestros pueblos a la altura 
de susconstituciones escritas y de los principios proclamados? -a lo cual se respondía- Por la 
educación del pueblo, operada por la acción civilizante de la Europa, es decir, por la 
inmigración”.27 
 
 
26
 Alberdi J. B., (1980:108). 
27
 Ídem. Pág. 86. 
29 
 
La inmigración se constituía entonces, en el elemento fundamental de las pretensiones liberales y 
económicas de la Generación del ‟37, ocupando un lugar destacado en aquel proceso de 
estructuración nacional basado en los postulados del liberalismo. Como decía anteriormente, las 
circunstancias de la independencia habían hecho disminuir un flujo inmigratorio que era de por sí 
bastante poco caudaloso. Tal y como afirma Devoto, “la inmigración europea no había crecido 
sino disminuido con la emancipación (…) y el relevamiento de población en la ciudad de Buenos 
Aires en 1822 exhibía que los extranjeros eran poco mas de 3.000 y equivalían a un 4% de todos 
los habitantes, cuando en 1810 llegaban al 17%” (Devoto, 2009: 211). Luego de algunos años de 
independencia, la Argentina se encontraba poblada de barbarismos no ajustables a un proyecto 
modernizador, e imbuida en un proceso de retracción de aquella necesaria civilidad europea. En 
este sentido, y luego de habernos señalado la retracción inmigratoria que el país había sufrido 
luego de la independencia, Devoto nos dirá que para los hombres de la Generación del ‟37 
“La inmigración debía poblar el desierto y la colonización agrícola debía construir la 
sociabilidad argentina que la extensión y el despoblamiento hacían inexistente. En ella los 
inmigrantes eran los actores del cambio, pero no principalmente en su condición de portadores 
de una cultura especial, en sentido amplio, sino en tanto ellos serían los brazos de una 
agricultura cuyo poder de transformación sería extraordinario, ya que eliminaría al desierto y 
sus productos, sociales y políticos”.28 
 
En dicho contexto, es entendible que la población y dentro de ella la inmigración, fueran para el 
Estado y la Generación del ‟37 los fundamentos sociales sobre los que recaerán todas las apuestas 
políticas, económicas y simbólicas. En las Bases, Alberdi escribe: “La libertad, como los 
ferrocarriles, necesita maquinistas ingleses” y en su Acción de la Europa en América (1845) ya 
ha llegado a la conclusión de que cada europeo que viene trae más civilización en sus hábitos que 
muchos libros o manuales. Mediante el uso de metáforas botánicas sostendrá que para “plantar en 
 
28
 Devoto, F. (2009: 229). 
30 
 
América la libertad inglesa, la cultura francesa”, es preciso traer “pedazos vivos de ellas en los 
hábitos de sus habitantes”, hábitos importados que son más eficaces que “el mejor libro de 
filosofía”. En este mismo sentido, y agregándole un cariz político Sarmiento afirmará que la 
inmigración “bastaría -leemos en el Facundo- por si sola a sanar en diez años no más todas las 
heridas que han hecho a la patria los bandidos, desde Facundo hasta Rosas, que la han 
dominado”. (Citado en Terán, O. 2007: 83) 
Bajo esta teoría del trasplante inmigratorio (Terán, O. 2009) la Generación del ‟37 tratará de 
alterar o modificar “la masa o pasta de la sociedad”, como Alberdi describe. Marcando el punto 
central de este proceso, Terán señala que 
“…al instaurar el ámbito de la sociedad civil como el ámbito estratégico de resolución de 
los problemas de una nación (sociedad civil en la que es instaurada como centro la moral del 
productor), Alberdi confía en la pedagogía de las cosas, en que los hábitos laboriosos de los 
inmigrantes van a difundir un nuevo ethos. Alberdi está a la búsqueda de un nuevo ethos, de una 
nueva eticidad, de una nueva matriz a partir de la cual se configuren los sujetos. Como esta 
eticidad no la encuentra plasmada en el espacio nativo, apela a la teoría del trasplante, la teoría 
de la importación de un ethos. 
Entonces la pregunta es cómo europeizar, cómo civilizar. Y la respuesta es: a través del 
trasplante inmigratorio y la educación por las cosas. Dice Alberdi en las Bases: „No es el 
alfabeto. Es el martillo, es la barreta, es el arado lo que debe poseer el hombre del desierto (es 
decir, el hombre del pueblo sudamericano)‟”.29 
 
Haciendo notar el producto que este nuevo ethos civilizatorio podría acarrear en las bárbaras 
costumbres nacionales, Sarmiento mostrará la distancia cultural que existe entre el poblador 
nativo y aquel proveniente del viejo continente al contemplar las colonias alemanas o escocesas; 
maravillado de las “casitas pintadas, el frente de la casa siempre aseado, adornado de flores y 
arbustillos graciosos (…) y los habitantes en un movimiento y acción continuos”; imagen 
 
29
 Terán, O. (2009: 95). 
31 
 
contrapuesta a la del poblador nacional que en su reverso mostraba “niños sucios y cubiertos de 
harapos viven con una jauría de perros; hombres tendidos por el suelo en la más completa 
inacción (…) y un aspecto general de barbarie y de incuria”. (Citado en Terán O., 2007: 84) 
Vemos así que para aquellos hombres la inmigración debía cumplir al menos dos funciones 
elementales. Era necesaria, en primer lugar, cuantitativamente para cubrir el espacio desértico de 
las extensas llanuras pampeanas. Los criterios políticos de la época se perfilaban así sobre 
fundamentos demográficos sintetizándose en la consigna alberdiana “gobernar es poblar”. Pero 
la inmigración también era imprescindible cualitativamente, al erigirse la figura del inmigrante 
europeo como centro ejemplificador de la producción y la civilización. 
Tal como lo proclama Alberdi en sus Bases: 
“¿Queremos que los hábitos de orden, de disciplina y de industria prevalezcan en nuestra 
América? Llenémosla de gente que posea hondamente esos hábitos. Ellos son pegajosos; al lado 
del industrial europeo, pronto se forma el industrial americano. La planta de la civilización no se 
propaga de semilla sino con extremada lentitud. Es como la viña que prende y cunde de gajo. 
Este es el medio único de que la América hoy desierta, llegue a ser un mundo opulento en poco 
tiempo. La reproducción en sí es medio lentísimo”.30 
 
Este trasplante cultural que proponía el intelectual del ‟37 dejaba entrever la sujeción de lo étnico 
a los principios del industrialismo de los países europeos, y en ellos la inmigración surgirá como 
una de las consecuencias lógicas de la actividad económica al ser el fondo último al que parecían 
estar sometidos los proyectos liberales que se proponían organizar la nación. A la vez, el rechazo 
a la cultura hispánica se sustentaba en la identificación de ésta con las reticencias al cambio y a la 
innovación. Vemos así, que aquellas pretensiones de civilización y productivismo industrialista 
 
30
 Alberdi, J.B. (1974: 21). 
32 
 
junto a la necesidad de la inmigración para llevarlas a cabo, tenían tras de sí el ocultamiento y 
una exclusión étnica centrada en la alteridad del indígena, el negro y el criollo. 
A la vez Alberdi y Sarmiento sabían que para que este trasplante inmigratorio resultase 
satisfactorio, había que adecuar la Constitución proponiendo la doble nacionalidad, la libertad de 
cultos, tratados ventajosos para Europa, ferrocarriles, libre navegación interior y libertad 
comercial. Mientras esto sucede en el orden de la ley, en el de las costumbres “hay que fomentar 
los matrimonios mixtos. Para ello, la Argentina cuenta con el encanto de las mujeres 
sudamericanas”, aclarara Alberdi. 
Y bien este proyecto inmigratorio se consumará en la letra del artículo 25 de la Constitución 
Nacional de 185331, para la Generación del ‟37 el Estado debía actuar constantemente en otros 
ámbitos facilitando el proceso inmigratorio europeo y no centrarsesolamente en el dictado de 
leyes. Sarmiento decía en el Facundo que cuando la inmigración industriosa de Europa se dirija 
en masa al Río de la Plata, “el nuevo gobierno se encargara de distribuirla por las provincias: los 
ingenieros de la República irán a trazar en los puntos convenientes los planos de las ciudades y 
villas que deberán construir para su residencia, y terrenos feraces les serán adjudicados, y en diez 
años quedarán todas las márgenes de los ríos cubiertas de ciudades y la República doblará su 
población con vecinos activos, morales e industriosos”. 
En este sentido, otra de las adscripciones ideológicas de la Generación del ‟37 será el 
nacionalismo, entendido como “una noción que coloca como sujeto histórico, identitario y 
legitimador al Estado-nación, y que fue en todas partes del mundo una ideología fundamental del 
siglo XIX, a la que también apelaran las elites intelectuales hispanoamericanas”32. En el 
 
31
 El mismo aclaraba: “El Gobierno Federal fomentará la inmigración europea y no podrá limitar, restringir ni gravar 
con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, 
mejorar las industrias y enseñar las ciencias y las artes”. 
32
 Terán, O. (2007: 89) 
33 
 
transcurso de un siglo XIX en el que se “inventaron las naciones” surgieron, y serán claramente 
visibles en Argentina, dos versiones nacionalistas en disputa. Mientras por un lado se dio forma a 
un nacionalismo constitucionalista o político de rasgos cosmopolitas, del otro existió un 
nacionalismo culturalista de rasgos esencialistas. Si el nacionalismo constitucionalista pensó al 
lazo nacional como aquello que, instituyendo el vínculo identitario y legitimador de lo social se 
encontraba en la adhesión a la Constitución de un país en tanto código que establece las leyes 
fundamentales que regulan los derechos naturales y por ende universales (libertad, propiedad, 
seguridad, etc.); el nacionalismo culturalista lo encontró bajo la igualación de Nación y Cultura. 
Para éstos, ser argentino si bien implicaba estar sujeto a un corpus legal nacional, además 
significaba estar marcado, imbuido y penetrado por la cultura nacional. 
“De manera que a la pregunta ¿qué es ser argentino?, el primero respondía: „aceptar y 
respetar la constitución de la República‟, estableciendo entonces con los demás ciudadanos un 
vínculo de carácter político. Mientras que el nacionalismo culturalista agregaba: „compartir usos 
y costumbres, la misma lengua, una literatura, un mismo folklore y hasta un mismo tipo 
nacional‟ (...) Progresivamente, a estos caracteres se le sumarían, entre otros, dotarse de un 
panteón compartido de padres fundadores o héroes de la patria y una versión igualmente 
compartida de los hechos del pasado”.33 
 
Mientras la Generación del ‟37 adhirió a un nacionalismo constitucionalista o político, veremos 
posteriormente que la Generación del ‟80 muestra caracteres centrales de aquello que he 
denominado siguiendo a Terán, nacionalismo culturalista. Mientras la primera postuló una 
identidad de mezcla cosmopolita gracias al aporte inmigratorio, y la segunda se afilió a una 
identidad centrada en lo nacional de un pasado y un tipo criollo; para ninguna de ellas los pueblos 
aborígenes, los negros o los latinoamericanos podrían ser material incorporable a la nacionalidad 
 
33
 Ídem., Pág., 90. 
34 
 
argentina debido a la imposibilidad que éstos tenían de respetar la constitución y generar un lazo 
social de carácter político que enmarcara la senda del progreso económico. 
El nacionalismo constitucionalista o político de la Generación del ‟37 tendrá conexión con la 
matriz liberal de aquel grupo intelectual, y se encontrará fundado doctrinariamente sobre la idea 
de un “hombre universal” que no era otra cosa que aquel “hombre liberal” definido por la 
posesión de ciertas potencias y derechos inalienables como la racionalidad, la libertad, la 
propiedad, la seguridad, etc. Esta generación pensaba que la Republica Argentina era un territorio 
en el que aquellos valores universales podrán ser desarrollados como carácter de una nación 
moderna. Es decir, ser argentino es formar parte de una modernidad que aquí se llamó 
civilización. 
Leemos en las Bases que “la Patria no es el suelo, la Patria es la libertad, es el orden, la riqueza, 
la civilización, organizados en el suelo nativo. Pues bien: esto se nos ha traído por Europa. 
Europa, pues, nos ha traído la Patria”. En tanto, Sarmiento cuestiona en el Facundo a aquellos 
unitarios que estaban “demasiado preocupados de esa idea de la nacionalidad, que es el 
patrimonio del hombre de la tribu salvaje, y que le hace mirar con horror al extranjero”; mientras 
su joven generación “impregnada de las ideas civilizadoras de la literatura europea, iba a buscar 
en los europeos enemigos de Rosas sus antecesores, sus padres, sus modelos, apoyo contra la 
América tal como la presentaba Rosas, bárbara como el Asia, despótica y sanguinaria como la 
Turquía, persiguiendo y despreciando la inteligencia como el mahometismo”, lo cual produjo que 
“se asociaron la Francia y la República Argentina europea para derrocar al monstruo del 
americanismo hijo de la pampa” (Citado por Terán, O., 2007: 92). 
Podemos entender entonces, cómo la Generación del ‟37 y un Estado nacional en proceso de 
construcción institucional y simbólica, delinearon una identidad nacional de mezcla cosmopolita 
que estaba atravesada por los rasgos de un nacionalismo constitucionalista solventado en los 
35 
 
ideales liberales de un hombre universal, con derechos inalienables como los de propiedad, 
seguridad, libertad, y por sobre todas las cosas, racionalidad. Este hombre racional, de derechos 
universales dados por la adscripción a una ley constitucional moderna, era quien podía crear un 
lazo social de carácter político y económico en contraposición a esa barbarie que implicaba la 
alteridad del indio, el gaucho y el negro. Aquel hombre no era otro que el que en el modelo de 
construcción identitaria de la Generación del ‟37 y el Estado nacional de principios de siglo XIX, 
significaba la alteridad civilizada del inmigrante europeo. 
Esta modelización acerca de qué debía constituir la identidad nacional y bajo qué elementos 
fundarla, necesitaba alejarse de la bárbara empiricidad nativa del indio, del guacho y del negro, 
mientras construía una alteridad civilizada desde la cual poder referenciarse como cercanía 
constituyente y barrera delimitante con la barbarie. 
Me refiero explícitamente a que esta construcción de la nacionalidad de principios de siglo XIX 
supuso la necesaria invención de un modelo identitario en el cual alteridades barbarizadas y 
alteridades civilizadas funcionaban como constructos idealizados desde los cuales alejarse de una 
empirie societal que debía ajustarse al progreso económico deseado desde dicha distancia. Era la 
coyuntura política independentista, el momento de construcción del Estado Nación y la necesidad 
de planificar un proyecto de desarrollo económico que hegemonizara a ciertos colectivos elitistas, 
quienes posibilitaron la construcción estatal e intelectual de un modelo de identidad nacional de 
mezcla cosmopolita que logró alejarse de colectivos sociales que no eran útiles o necesarios a 
aquel proyecto de desarrollo económico. Así, éste modelo identitario logró autonomizar 
alteridades ideales desde las cuales alejarse de una sociedad que debía ser claramente modificada 
alejando barbarismos e inyectando civilidad. 
La Generación del ‟37 y el Estado nacional argentino que comenzó a institucionalizarse después 
de 1810, pensó una identidad de mezcla cosmopolita a través de un nacionalismo 
36 
 
constitucionalista, que solo dejo entrar a la matriz del ser-nacional a aquel inmigrante

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