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Herrera, Nicolás El rol del inmigrante en el proceso de construcción de la identidad nacional argentina: Una lectura sobre la relación entre alteridad e identidad Tesis presentada para la obtención del grado de Licenciado en Sociología Directora: Maffia, Marta. Codirector: Piovani, Juan Ignacio Herrera, N. (2010). El rol del inmigrante en el proceso de construcción de la identidad nacional argentina: Una lectura sobre la relación entre alteridad e identidad. Tesis de grado. Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. En Memoria Académica. Disponible en: http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/tesis/te.680/te.680.pdf Información adicional en www.memoria.fahce.unlp.edu.ar Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 2.5 Argentina https://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.5/ar/ 1 Índice 1. Introducción 2 2. Capitulo 1 5 2.1. Identidad: usos, limitaciones y potencias conceptuales 5 3. Capitulo 2 19 3.1. 1810-1861: Civilización y Barbarie. Independencia, desierto y liberalismo. 19 3.2. El desierto: entre el desborde de barbarismos y un vacío a ser poblado civilizatoriamente 22 4. Capitulo 3 37 4.1. 1880-1910: La barbarie de la civilización. Inmigración masiva, liberalismo y ahogo 37 4.2. La construcción estatal de una homogénea nacionalidad bajo el estigma de la creciente heterogeneidad social. 43 4.3. Heterogeneidad y homogeneidad. De la escasez a la abundancia 51 4.4. Instituciones de clonaje y un tamiz acrisolado 59 5. Capitulo 4 75 5.1. Inmigración limítrofe: la deshistorización escondida detrás de la “novedad” 75 6. Conclusiones 87 7. Agradecimientos 89 8. Bibliografía 90 9. Anexo Estadístico 99 2 “La Argentina es un país de inmigración. O, por lo menos, así se construye un relato histórico que cimenta una identidad nacional” A. Grimson Relatos de la diferencia y la igualdad “Sin diferente no hay identidad” T. Adorno Dialéctica Negativa. 1. Introducción Entendiendo que no hay proceso de construcción identitaria en el que la alteridad no cumpla una función constitutiva de aquella, me interesa abordar en esta tesina el lugar que ocupó (y ocupa) la figura del extranjero -tomada como aquella alteridad constituyente- al interior del proceso de construcción y reconfiguración constante de la identidad nacional argentina. Tomando como punto de partida la independencia nacional de su condición de colonia española, me interesa mostrar cómo -desde 1810 a 1861, y desde 1880 hasta 1910- la problematización de la figura del extranjero resultó central para que un aparato estatal en vías de construcción y unas elites intelectuales en disputa, intentaran construir modélicamente la identidad del ser-nacional argentino. Durante estos dos períodos totalmente disímiles en sus condiciones sociales, políticas y económicas, la figura del extranjero cumplió un rol fundamental en la problematización de lo que para el Estado nacional y las elites intelectuales argentinas conocidas como Generación del ‟37 y Generación del ‟80 debía ser (y claramente no lo era, ni tal vez pudiera serlo) la identidad argentina. Creo que es allí, donde a través de la construcción estatal e intelectual de la civilizada alteridad del inmigrante europeo, podemos poner un punto de inicio al proceso de construcción relacional de nuestra identidad nacional. Mientras el relato mítico de una nacionalidad homogénea producto del crisol de razas se cruza con la creencia actual acerca de que los argentinos descendemos de los barcos, la identidad nacional volvió a ser problematizada durante la década del 90 mediante la figura del extranjero en 3 distintos discursos estatales, periodísticos y científicos. Pero si durante la Generación del ‟37 y la Generación del ‟80 el extranjero visibilizado era ultramarino, el que desde hace algunas décadas atrás viene siendo visibilizado y problematizado como alteridad desde la cual la identidad nacional se (re)constituye, es un extranjero limítrofe; sudamericano. El objetivo de esta tesina de grado será mostrar a través de una lectura propia de distintos textos ajenos, cómo durante aquellas dos grandes etapas de la historia nacional anteriormente mencionadas la construcción estatal e intelectual de la identidad nacional sólo fue posible gracias a la previa construcción de alteridades y su puesta en relación con estas. Por último nos preguntaremos por el alcance que dichas construcciones identitarias tuvieron en los últimos años de la década de 1990 y los primeros de la siguiente, en una Argentina que comenzó a visibilizar alteridades migrantes limítrofes que habían quedado invisibilizadas históricamente en aquellos relatos míticos de construcción identitaria nacional que señalan al inmigrante europeo como su origen constitutivo. Como tema lateral, latencia que estará presente durante todo el texto, intentaré mostrar la centralidad que al interior de un proyecto estatal e intelectual de nación tiene la coyuntura económico-política como proceso que visibiliza o invisibiliza alteridades desde las cuales la identidad nacional se referencia. Mostrar cómo al interior de estos procesos la figura del extranjero (europeo y/o latinoamericano), en su rol de inmigrante se constituyó en la alteridad central a la hora de problematizar la construcción de la identidad nacional, será una tarea que abordaré desde la lectura de textos nacionales y extranjeros que se ocuparon de estudiar tres líneas temáticas que confluyen hacia lo que aquí me interesa. A grandes rasgos ellas son: -Un recorrido teórico por distintas lecturas y posicionamientos que se han dado al interior de las ciencias sociales por la utilización del concepto de identidad; y a partir de esto una toma de 4 posición sobre la validez (o no) de la utilización conceptual del mismo que muestre sus virtudes y/o carencias a la hora de describir los procesos nacionales que he mencionado anteriormente. -Un recorrido histórico al interior de la ensayística nacional y la historia intelectual de nuestro país, para mostrar cómo desde 1810 hasta mediados de siglo XIX, y desde 1880 hasta 1910, sectores de las elites intelectuales argentinas dieron forma a la construcción simbólica, política y empírica de la identidad del ser-nacional al interior de un Estado-Nación en formación. Esta búsqueda estará atravesada por una lectura en diagonal sobre la historia de la inmigración en Argentina, y el papel del Estado-Nación como productor de identidades sociales mediante la problematización de distintas alteridades como fueron el indígena, el gaucho, el mestizo, el negro, y el inmigrante europeo. Mostrar cómo este último se transformó en el eje de los debates más fuertes sobre la construcción de identidad nacional, ya fuese por ser “portador” de civilidad (como lo fue centralmente para la Generación del ‟37) o una mezcla de sostén productivo y síntoma de disgregación identitaria (como lo fue para buena parte de la Generación del ‟80), será un objetivo central al interior de esta lectura. -Una lectura crítica de algunas investigaciones sociológicas y antropológicas actuales, que atraviesan la relación entre cambios en los procesos inmigratorios en Argentina y su influjo en la construcción de identidades sociales desde ángulos y temas tan diversos como complementarios. 5 2. Capitulo 1 2.1. Identidad: usos, limitaciones y potencias conceptuales Identidad fue, y sigue siendo,un concepto problemático y en problemas. Propio de la interrogación antropológica y psicoanalítica, ha sido utilizado -no siempre con resultados satisfactorios- por otras ramas disciplinares del saber, de la interrogación social y del ejercicio del poder político. Esta multiplicación del uso de identidad ha llevado a que algunos autores proclamaran su inutilidad (debido a la vaguedad conceptual que implica referir a la enormidad de objetos de estudios que bajo este concepto se estudian actualmente) y se propuso buscar términos supletorios que mejorasen la actividad intelectual (Brubaker, R. y Cooper, F., 2001). Así, distintas disputas disciplinares por la apropiación del término y su correcta utilización, son parte hoy del campo en que uno se adentra al pensar algunas dinámicas sociales bajo el concepto de identidad. Dentro del campo sociológico, hasta hace algún tiempo atrás, identidad pareció referir a aquellos procesos sociales que se encontrarían atrapados por una lógica de lo Semper Ídem manifestada discursivamente bajo retóricas que señalan lo idéntico, lo permanente, lo cerrado, lo duradero, lo homogéneo de la realidad social. Estas retóricas de la identidad, atrapaban el discurso sociológico en lo aparentemente sólido, firme, recortado y estable de la realidad social. Identidad aquí, no referiría sino a aquellas totalidades sociales muchas veces engañosas, y casi siempre tranquilizadoras (Caggiano, S., 2005), que se asentaban en una concepción de la sociedad entendida como un todo estructurado cuya lógica interna es conocida de antemano, y de la que previamente se conocerían también los colectivos sociales que la integran, los modos que unos marcan sus diferencias con otros, los intereses y propósitos que los reúnen y movilizan, etc. 6 Algunos autores señalan que bajo el concepto de identidad, lo que las corrientes hegemónicas de la sociología “clásica” señalaron al interior de una sociedad, era todo aquello que poseía las características de pureza, orden, coherencia y homogeneidad (Albertsen, N y Diken B., 2000). Otros autores indican, que lo que las ciencias sociales ven en torno a identidad es aquello que garantiza relaciones sociales estables y asegura continuidad (Augé, M., 1994), y hacen notar que lo que pareciera haber obnubilado a la sociología más tradicional fue lo manejable y duradero de la experiencia humana en sociedad (Latour B., 1993 y 2001). Esta lectura de lo social a través del concepto de identidad aceptaba de cierta manera las concepciones antropológicas que Narroll, R. (1964) e Isajiw, W. (1974) extraían de sus propios estudios étnicos; según las cuales un colectivo social posee de manera diferenciada con respecto a otros colectivos una raza, una cultura y un leguaje propios y homologables entre sí. Estas tres propiedades de los grupos sociales los hacen sólo pensables en su aislamiento como si fuesen islas independientes que rechazan el contacto con, o discriminan a, otros grupos. Dicha homologación entre sociedad y cultura, llevo a pensar de manera esencialista a los colectivos sociales en tanto unidades homogéneas que si no poseían alguna de aquellas igualaciones antes mencionadas, no podían ser estudiadas en tanto etnias. A los ojos de algunos investigadores sociales, y de muchos otros que no lo son, la dinámica social de nuestra cotidianeidad no puede referir ya a la lógica de lo Semper Idem por la simple razón de que el movimiento, la inestabilidad y el contacto permanente entre grupos sociales, comenzaron a ser las características básicas sobre las que asentamos nuestra experiencia moderna. Así, preguntarnos hoy por las identidades sociales implicaría asumir la caída de aquellas respuestas preconcebidas acerca de los modos de conformación de colectivos sociales, asumiendo la complejidad que los procesos contemporáneos de globalización de la economía y mundialización de la cultura le han impuesto a la interrogación académica y a la práctica política. 7 En este marco, la utilización de identidad comenzó a resultar problemática (en cuanto siguiera estando referida a aquellas lógicas de lo siempre idéntico a sí mismo asentadas en la retórica de lo sólido, lo firme, lo homogéneo o lo estable), debido a que la interrogación acerca de la constitución de las identidades sociales puso de relieve las dinámicas contingentes de la conformación de grupos y colectivos, enfatizando el carácter abierto de lo social. Intentando ajustar el concepto de identidad a estas dinámicas sociales caracterizadas por la inestabilidad, la precariedad y la contingencia, es que en la actualidad algunos sociólogos han caracterizado como “duras, estables u homogéneas” a aquellas viejas identidades mientras se adjetivaba como “débiles” (Gatti, G., 1999, 2003, 2005, 2007a, 2007b, 2008, 2009), “líquidas” (Bauman, Z., 2002, 2007) o “híbridas” (Appadurai, A., 2001; García Canclini, N.,1992) a las identidades modernas. Bajo este procedimiento, lo interesante de la interrogación intelectual se encuentra en señalar el carácter esencialista de aquellas identidades que referían a una supuesta dinámica social que encerraba en sí misma un carácter propio, auténtico, puro, inamovible, asentado en un supuesto origen que se mantenía incontaminado por los procesos histórico- sociales. Ante esto señalar el carácter procesual de las dinámicas identitarias en su carácter constructivista, fue una salida intelectual que posibilitó encarar el estudio de las distintas dimensiones de lo social con un concepto de identidad mucho más ajustado a una realidad claramente desustancializada. Como afirma Caggiano; hoy “puede señalarse un importante acuerdo entre distintas tradiciones intelectuales (…) en cuanto a la imposibilidad de definir las identidades a partir de una esencia o fundamento, rasgos o elementos fijos e inalterables u objetividades preconcebidas. Desde esta perspectiva, las identidades sociales sólo pueden pensarse en el juego relacional de las diferencias y, en consecuencia, se hace necesario aceptar su carácter incompleto, abierto, y por lo tanto, inestable y contingente (...) Esta posición antiesencialista permite escapar a rigideces objetivistas, teleológicas e innatismos que muchas veces obturaron la comprensión de lo social”.1 1 Caggiano, S., (2005:35). Cursivas del autor. 8 Es importante señalar que para llegar a este acuerdo al interior de las ciencias sociales fue fundamental el aporte de la antropología contemporánea, ya que desde mediados de la década del ‟70 autores como Barth, F. (1976), Cardoso de Oliveira (1971, 2001) y Bartolomé, M. (1979) señalaron a través de sus estudios empíricos que la identidad es una categoría social procesual, contextual y relacional entre un “nosotros” y un “ellos” a la que vemos construirse históricamente. Esta lectura se asienta en afirmar que el ser no es desligable del acontecer, por la simple razón de que éste no puede pensarse actualmente como una esencia inalterable al interior del desarrollo histórico. Entre nosotros, autoras como Claudia Briones (1988, 1998), Liliana Tamango (1988, 2001), Graciela Beatriz Rodríguez (1988) y otras/os, han venido afiliándose desde distintas perspectivas a este uso del concepto de identidad. Para estas autoras, la identidad se construye relacionalmente día a día a lo largo de la historia por factores internos y externos al propio grupo; y debe ser explicada justamente por su carácter relacional y no quedar centrada al interior del mismo. Esto llevo a pensar que la identidad debe ser estudiada en situaciones de contacto, donde la pérdida y la incorporación de referentes socio-culturales se vuelve un rasgo constituyente de la relación social identitaria de cada grupo. Es en aquel contacto entre colectivos sociales (y al interior de los mismos) donde la construcción identitariadel grupo se vuelve un límite que se construye a partir de diferencias y no solo de semejanzas; es decir, el límite identitario entre “miembros” y “extraños” se define siempre de modo relacional tanto por homologaciones como por distinciones. Como vemos, desde esta lectura derribar la utilización del concepto identidad por inútil, desajustado a los procesos sociales actuales, y poco certero por abarcar objetos de estudios demasiados diversos en sí mismos, no fue la salida propuesta. Hace algunos años, Stuart Hall nos prevenía de llevar a cabo una crítica excesiva del término y derribar su utilización bajo la égida antiesencialista, a la vez que reclamaba una utilización consiente del concepto: “La identidad - 9 nos dirá- es un concepto que funciona bajo borradura (…); una idea que no puede pensarse a la vieja usanza, pero sin la cual ciertas cuestiones claves no pueden pensarse en absoluto” (Hall, S. 2003: 14). Y sugirió mantener vivo el concepto de identidad, pero para pensarlo ya no como cierre del ser, sino como uno más de los activos que intervienen en el hacer de los agentes en las luchas por representar y habitar la vida social. En este sentido, y sabiendo que presenta muchos de los problemas de “identidad”, Hall proponía la utilización de “identificación” porque es un concepto que permite enfatizar el carácter múltiple, móvil del proceso identitario, que es un “proceso de convertirse más que de ser” (Hall, S. 2003: 2). Este término de “identificación”, por carecer de connotaciones reificantes, es una de las opciones que habían propuesto Brubaker y Cooper (2001) ante la vaguedad de aquello que bajo el concepto de identidad los cientistas sociales caracterizaban en sus investigaciones actuales2. Siguiendo esta recomendación, entre nosotros, Alejandro Grimson (2003) afirma que es conveniente referirse a procesos de identificación más que a identidades cristalizadas, y señala que cuando se carga al concepto de identidad con adjetivos como los de “nuevas” o “emergentes” se provoca la falsa impresión de que si no se habla de ellas, el proceso contextual de formación de identificaciones estaría ausente justamente allí donde la interrogación sobre “las identidades dirige la atención hacia lo contingente, lo construido, lo complejo y lo diverso, destacando los aspectos relacionales, dialécticos, propios de la dinámica mismidad-alteridad” (Monkevicius P. C., 2009: 50) 2 Los autores enfatizaban que se le demanda una cantidad desmedida de funciones al término identidad, señalando que “es usado para iluminar modos de acción no instrumentales; para concentrarse en la autocomprensión antes que en el propio interés; para designar igualdad entre personas a lo largo del tiempo; para capturar aspectos pretendidamente centrales, fundacionales de la conciencia del ser individual; para negar que tales aspectos centrales, fundamentales, existen; para iluminar el desarrollo del proceso, interactivo de la solidaridad y la autocomprensión colectivas; y para enfatizar el carácter fragmentario de la experiencia contemporánea del ‘yo’, un yo construido por fragmentos inestablemente unidos de discursos y ‘activado’ contingentemente en diversos contextos” (Brubaker, R. y Cooper, F. 2001: 37). Las funciones sociales caracterizadas por el término identidad, señalan estos autores, pretenden cubrir un espectro demasiado amplio de acciones, características y tareas, y esto impediría un aprovechamiento conceptual del término, y una explotación rigurosa de lo social a través suyo. Es por ello que proponían la utilización de otros conceptos -entre ellos identificación- para salvar estos inconvenientes que identidad presentaba 10 Destacando el carácter procesual, relacional, antiesencialista y constructivista de los procesos de identificaciones sociales, Cardoso de Oliveira (2001) plantea que el marco estratégico para el estudio de las identidades se da en aquellos contextos donde se producen crisis y transformaciones sociales, es decir, en aquellos momentos en que los cambios sociales producen situaciones de extrema ambivalencia identitaria. Es allí mismo, donde Bauman señala que la pregunta por la identidad surge intentando dar respuesta a las inestabilidades del presente a partir de un proyecto futuro: “Pensamos en la identidad cuando no estamos seguros del lugar al que pertenecemos; es decir, cuando no estamos seguros de cómo situarnos en la evidente variedad de estilos y pautas de comportamiento y hacer que la gente que nos rodea acepte esa situación como correcta y apropiada, a fin de que ambas partes sepan cómo actuar en presencia de otra. „Identidad‟ es un nombre dado a la búsqueda de salida de esa incertidumbre”.3 Son estos momentos, donde los procesos de identificación ponen al descubierto su carácter dialogal con la alteridad de manera más descubierta, mostrándose como el resultado siempre incompleto de un proceso de reconocimiento “que un actor social hace de sí mismo como idéntico (similar, semejante) a otro y, consecuentemente, provee cohesión (que no implica necesariamente conciliación) a un grupo social al que le confiere sentido, y le brinda una estructura significativa que le permite asumirse como unidad” (Caggiano, S. 2005: 38). Así, el proceso de identificación, supone la existencia de algún tipo de sentimiento de colectividad, cierta forma de asunción de la pertenencia a un grupo. “La identidad social implica entonces la pertenencia de ciertos actores sociales a un colectivo que los comprende, así como la participación de tales actores sociales en el sostenimiento y redefinición de parámetros de agregación de tal grupo, a partir de los cuales se definirá un nosotros de un ellos”.4 3 Bauman, Z. (2003:42). 4 Caggiano, S., (2005:35). Cursivas del autor. 11 Claramente, en este proceso se juegan disputas hegemónicas por la definición identitaria que dividirá y aglutinará, un nosotros y un ellos siempre en relación. Como afirma Vila, P. (1993: 1, 2), “la identidad social está basada en una batalla discursiva siempre en curso, batalla que se libra alrededor del sentido que van a tener las relaciones y posiciones sociales en la sociedad” y “en este sentido, la identidad social y la subjetividad son siempre precarias y provisionales, contradictorias y en proceso”. Estas palabras dan cuenta incluso, que los procesos de identificación social conllevan necesariamente un componente de conflictividad, porque el otro de la relación no es pura exterioridad sino un exterior constitutivo con el que las disputas identitarias se dan al interior de lo que Grimson llama campo de interlocución5: “Las categorías identitarias son herramientas de presentación de personas y grupos en sociedad. El conjunto amplio de categorías que una sociedad crea a lo largo de su historia podemos denominarlo caja de herramientas identitarias. La relevancia y la legitimidad de identificaciones de tipo étnico, partidarias, clasistas, de género u otras deben considerarse en el marco de un campo específico de interlocución. Un campo de interlocución es un espacio social y simbólico en el cual un conjunto de actores interactúan y, por lo tanto, reconocen en „los otros‟ -incluso considerándolos sus adversarios o enemigos- un interlocutor necesario. Sólo aquellos actores que adoptan una identificación aceptada en un campo de interlocución pueden intervenir en él.”6 Y aquí se teje el nudo central de la utilización que del concepto de identidad/identificaciones, pretendo realizar. Es la nación, el espacio nacional, aquel campo de interlocución dentro del cual el proceso de construcción de identidades/identificaciones nacionales se llevan a cabo de la mano 5 El concepto de campo de interlocuciónvenía siendo utilizado anteriormente por otros autores, entre ellos Rita Laura Segato, quien hablando de los espacios nacionales preconfigurados en los que se insertan ciertos colectivos sociales, decía en un texto titulado “Formaciones de Alteridad: Nación y cambios religiosos en el Contexto de la Globalización”, y que aquí citamos en la compilación de 2007 que lo incluye: “De hecho, los trazos de lo que viene de afuera para instalarse como un elemento más en la sociedad nacional son elaborados y transformados en significantes dentro de un marco preciso, en el contexto de un campo de interlocuciones cuyas convenciones ya están definidas de antemano y, por lo tanto, en buena medida, ya configurado. Regiones, grupos étnicos, comunidades religiosas, colectividades de inmigrantes, etc. participan del juego de las interacciones de acuerdo a una estructura producida históricamente a lo largo de la formación de la Nación. Cada una de esas partes de la Nación adquiere sentido dentro de una historia particular, y son construcciones de esa historia, en tanto elementos internalizados y localizados por esa historia. Pero, también, en la misma medida, resultan de interacciones históricas entre naciones. Segato R. L. (2007: 179), cursivas mías. 6 Grimson 2003: 147. Cursivas mías. 12 de su interlocutor privilegiado -el Estado nación- estando a la vez atravesado por disputas hegemónicas donde la alteridad se convierte en un elemento constituyente de la identidad/identificación nacional. Como señala Pacheco de Oliveira (1999), el Estado/nación provee los principales parámetros y el contexto intersocietario en el que se construyen las identificaciones sociales. El Estado nacional ha tenido -y tiene- un papel clave como “productor de diversidad”, como “forjador de alteridades”, dando forma al otro exterior e interior “por su capacidad de interlocución”, y es solamente -nos dirá Segato- “dentro de un cuadro de „formación nacional‟, en tanto matriz idiosincrática de producción y organización de la alteridad interior de la nación, que es posible hablar de racismo y formas de prejuicio y discriminación étnica inherentes a ese orden particular, acuñado en una historia propia”(Segato, 2007: 29) Asimismo, centrarnos en la inmigración internacional hacia la argentina nos obliga a dar cuenta que el estudio de las naciones plantea una tensión compleja entre homogeneidad y heterogeneidad, uniformidad y diversidad en su interior. Para algunos autores, (Bateson, G. 1976) se ha tornado necesario comprender a la nación como un sistema de diferencias, más que como una uniformidad estable y coherente; mientras otros (Segato, 2007) han señalado a la sociedad nacional directamente como productora de diversidad. Sean un sistema de diferencias, o un agregado social productor de diversidad, “las naciones, en una dimensión -nos dirá Grimson- son campos de interlocución en los cuales el Estado es un interpelador central (nunca el único). En ese sentido, cada Estado nacional ha tenido estrategias de unificación, y los diversos sectores sociales respondieron de diferentes formas a esas políticas” (Grimson, A. 2003: 148). Es a partir de esas tensiones al interior del campo nacional, que surgen históricamente aquellas formaciones nacionales de diversidad que establecieron “culturas diversas, tradiciones reconocibles e identidades relevantes en el juego de los intereses políticos” (Segato, 2007), dando forma a estilos específicos de interrelación entre las partes de un mismo país. Teniendo en 13 cuenta estas características, Grimson ensayará una definición de identificación que adoptaré por ser realmente útil a mis fines expositivos: “En síntesis, las identificaciones sociales deben concebirse como procesos relacionales que, en condiciones históricas especificas, instituyen sentidos de las diferencias entre grupos, diferencias que se articulan con relaciones de desigualdad. Las categorías identitarias y sus significados refieren a los modos en que un grupo se vincula con los otros en un momento histórico. Cuando cambian la condiciones socioculturales en las que ciertas categorías se visibilizan y otras se invisibilizan, es probable que se modifiquen en mayor o menor medida las formas de identificación y articulación política (…) Entre otros elementos, en una sociedad, en un determinado momento histórico solo ciertas formas de identificación son comprensibles para desarrollar procesos de interlocución. Así, las sociedades en una dimensión son espacios sociales y simbólicos en los cuales un conjunto de actores interactúan y reconocen en „los otros‟ un interlocutor necesario. Dentro de un campo de interlocución, ciertos modos de identificación son posibles, mientras que otros quedan excluidos”7. Al interior de este campo de interlocución que es la nación, y dentro del cual el Estado se transformara en el interlocutor principal de las disputas hegemónicas por la construcción de identidades/identificaciones nacionales, la producción de alteridades exteriores e interiores cumplirá un rol fundamental en la construcción dialogal que todo proceso identitario requiere. Será, a mi modo de ver, la alteridad -ese exterior constitutivo, aquel interlocutor necesario, producido, inventado modélicamente y colocado, no sin disputas, en un espacio predefinido del campo de interlocución-, quién resultará fundamental en el proceso de construcción hegemónica por el sentido de aquello que debe constituir la identidad nacional. Como afirma Segato: “Las formaciones nacionales de alteridad no son otra cosa que representaciones hegemónicas de nación que producen realidades. Con ellas se enfatiza (…) la relevancia de considerar las idiosincrasias nacionales y el resultado del predominio discursivo de una matriz de nación que no es otra cosa que matriz de alteridades, es decir, de formas de generar otredad, concebida por la imaginación de las elites e incorporada como forma de vida a través de 7 Grimson, A. (2003: 148). Cursivas mías 14 narrativas maestras endosadas y propagadas por el Estado, por las artes y, por último, por la cultura de todos los componentes de la nación”.8 Será el otro, por su capacidad de interpelación en el proceso de construcción identitaria quién recibirá una forma y un lugar específico, al interior del campo de interlocución nacional por parte del Estado nacional y aquellos agentes legitimados intelectualmente. Es esa alteridad, entendida como afuera constitutivo de la identidad por su relación dialogal, quién cumplirá un rol fundamental en el proceso de construcción de identidades/identificaciones “en la medida -nos recordara Monkevicius, (2009: 51)- en que produce un reconocimiento de la identidad al interior del grupo, una marcación desde el otro”. Y será la nación, quién nos permitirá percibir dichas construcciones contextuales de alteridad, sólo si somos capaces de entenderla como aquel territorio empírico y simbólico en el que estas disputas hegemónicas por el sentido de la identidad se llevan a cabo produciendo alteridades y delimitando territorialidades. Entenderemos aquí, al territorio nacional como lo entiende y define Segato; es decir como un “espacio representado y apropiado, una de las formas de aprehensión discursiva del espacio. Pero no cualquier forma de aprehensión (…) Territorio alude a una apropiación política del espacio, que tiene que ver con su administración y, por lo tanto, con su delimitación, clasificación, habitación, uso, distribución, defensa y, muy especialmente, identificación. (…)Territorio es un espacio apropiado, trazado, recorrido, delimitado. Es ámbito bajo el control de un sujeto individual o colectivo, marcado por la identidad de su presencia, y por lo tanto indisociable de las categorías de dominio y de poder. Por la misma razón, no existe idea de territorioque no venga acompañada de una idea de frontera. Límite y territorio (…) son nociones correlativas, indisociables, y esto se deriva en nociones varias de adyacencia, continuidad, contigüidad, discontinuidad y alteridad”.9 Al interior de ésta idea de territorio vemos, además, que el mismo no existe sin sujetos que disputen su apropiación. Sin sujeto en posesión y posición, el territorio no existe como lugar de 8 Segato, (2007: 29, 30) Cursivas de la autora. 9 Idem. Pág: 71, 72. 15 identificación. No hay territorio sin Otro, sin alteridad. Y esto hace que aquello que denomino territorio -siguiendo a Segato- se constituya en significante de identidad personal o colectiva, instrumento en los procesos activos de identificación y representación de la identidad que llevan a que el mismo se vuelva escenario de reconocimientos y luchas identitarias donde las personas se reconocen habitándolo. El territorio “es una representación que nos representa: nunca algo puramente referenciado por las adscripciones que de él hacemos, objetivamente, en nuestros enunciados, sino también, inevitablemente, un índice que delata dónde estoy, quién soy, a qué „nosotros‟ pertenezco, dónde me localizo, como significante encadenado a él, en una sintaxis singular”.10 Así entendido, el territorio nacional argentino será el campo de interlocución donde veremos surgir disputas hegemónicas por la construcción del sentido identitario nacional entre el Estado argentino, las elites intelectuales locales y los colectivos de inmigrantes europeos y latinoamericanos que componían y componen la sociedad argentina. Es en este proceso que, recorriendo las etapas históricas anteriormente señaladas, pensaremos la identidad no ya como una esencia del ser-nacional sino como un proceso contextual que no fija un régimen del ser sino que describe un régimen del hacer. Porque como vimos, el esencialismo lleva a pensar la identidad de un modo rígido, innatista y teleológico que cristaliza las identidades sociales, cuando éstas deberían ser pensadas en su propia lógica constructivista como un proceso histórico siempre incompleto, abierto, relacional, inestable y contingente. Entendida la identidad como proceso, esta puede ser caracterizada como múltiple, móvil, precaria, provisional, contradictoria; y por sobre todas las cosas relacional al estar siempre vinculada a una alteridad con la cual se constituyen mutuamente a partir de sus diálogos tensionados. La alteridad del inmigrante, europeo y latinoamericano, será aquí pensada como aquel exterior constitutivo e interlocutor necesario, que fue puesto en relación, para la 10 Idem. Pág: 73, 74. 16 producción de la identidad nacional, al interior de un campo de interlocución nacional plagado de disputas hegemónicas. Pero si hoy podemos pensar a la identidad nacional y los procesos de identificaciones nacionales de este modo, debemos tener en claro que no siempre fue así. En Argentina, durante aquellas etapas históricas que aquí recorreremos, la identidad del ser-nacional fue pensada, inventada y (re)construida desde el aparato estatal y las elites intelectuales dirigentes, justamente como un régimen del ser que debía proveer cohesión frente a un Otro interno-externo amenazante. Entender que no podemos seguir pensando actualmente los procesos de construcción identitaria bajo la lógica de lo Semper Ídem, no excluye abordar críticamente aquellos períodos de la historia nacional en que bajo ciertas disputas hegemónicas por el sentido de lo nacional, se pusieron en juego construcciones de la identidad del ser-nacional argentino que respondían a modelos esencialistas de construcción identitaria. Dichos períodos darán cuenta que la identidad nacional en concreto, podemos afirmar siguiendo a Bauman (2007: 49), no se gestó ni incubó en la experiencia humana “de forma natural”, ni emergió de la experiencia social como un “hecho vital” evidente por sí mismo. Dicha idea de identidad nació de la crisis de pertenencia y del esfuerzo estatal que se llevo a cabo para salvar el abismo existente entre lo que “debería ser” una identidad nacional homogénea modelizada esencialistamente, y el “es” de la empírica heterogeneidad social. Así, “dicha idea entro a la fuerza en la Lebenswelt de los hombres y mujeres modernos y llego como una ficción”, logrando institucionalmente elevar una realidad social a los modelos establecidos que dicha Idea de identidad nacional performateaba para rehacer la realidad a su imagen y semejanza. La violencia de dicho gesto, como afirma Hall (2003:19) da cuenta que “la unidad, la homogeneidad interna que el término identidad trata como fundacional, no es una forma natural sino construida de cierre, y toda identidad nombra como su otro necesario, aunque silenciado y tácito, aquello que le „falta‟”; agrego yo, para realizarse. 17 Esa alteridad constituyente de la identidad, es también ella misma un producto histórico, no natural. Como afirma Segato (2007:107, énfasis de la autora) “la diversidad (…) no es un hecho de la naturaleza y si una producción de la historia, en la que construcciones nacionales de alteridad desempeñaron un papel crucial, y tensiones y pautas de discriminación y exclusión a lo largo de las fronteras locales de la diferencia tienen que ser comprendidas y tratadas a partir de su historia y configuración particulares”. Entonces, vemos que la relación identidad-alteridad es situacional, coyuntural, histórica; lo que permite interrogarnos desde la actualidad por aquellas etapas de la historia nacional donde la construcción de diversidad jugó un papel central en la construcción identitaria bajo modelos esencialistas que buscaron sustancializar la heterogénea realidad social, intentado ajustarla a constructos ficcionales de lo que debía ser la identidad de esta nación argentina. Veremos a continuación, cómo en las décadas posteriores a la independencia nacional, construir estatal e intelectualmente alteridades modélicas de lo bárbaro y lo civilizado posibilito pensar esencialistamente aquello que debía definir al ser-nacional argentino bajo el molde de un nacionalismo constitucionalista. Lo que afirmo en tanto hipótesis de lectura, es que la identidad de dicho nacionalismo constitucionalista que se propuso como una identidad de mezcla cosmopolita fue una construcción identitaria que definió previamente las alteridades barbarizadas que no entrarían en dicha mezcla, a la vez que modelizaba a aquella alteridad civilizada que ocuparía un lugar central en esa esencia que deberá marcar el origen constituyente y fundante del ser-nacional: el inmigrante europeo. Estas construcciones modélicas de la alteridad que fueron la barbarie y la civilización, volverán a ser problematizadas de manera invertida en la coyuntura final de un siglo XIX atravesado por la masividad del fenómeno inmigratorio europeo al interior de un nacionalismo culturalista de claros rasgos esencialistas que busco homologar lengua, cultura y raza a fin de tornar homogénea una realidad social que se le aparecía tan heterogénea como ingobernable si no volvía a definir lo 18 propio como límite ante lo extraño. Paralelamente, la construcción mítica del crisol de razas, le permitió al Estado argentino homogeneizar y nacionalizar mediante sus instituciones (la escuela, el ejército y la salud pública) una población extranjera que era central para sostener el desarrollo económico del país. Por último, vernos como las figuras de la barbarie y la civilización se reiterarán en las últimas décadas del siglo XX y principios del siguiente, durante las cuales la visibilización del inmigrante latinoamericano puso en tela de juicio una supuesta esencia de lo nacional heredera de la civilizada europeidad. Leeremosestas etapas de la historia nacional intentando mostrar el proyecto intelectual y estatal a través del cual se buscó producir modélicamente una identidad del ser nacional argentino bajo los cánones de un esencialismo productor de alteridades estancas desde las cuales referenciarse, sabiendo que bajo ellas existían disputas sociales por el sentido de lo nacional. A partir de ello nos interrogaremos por las posibles consecuencias que dicha genealogía tiene en las construcciones recientes de las identificaciones nacionales que se producen en diálogo con una alteridad, no siempre ya europea, sino muchas veces latinoamericana. 19 3. Capitulo 2 3.1. 1810-1861: Civilización y Barbarie. Independencia, desierto y liberalismo Uno de los puntos de partida para pensar la construcción estatal de la identidad nacional es sin dudas el que marca el proceso de independencia consumado en 1810. Como sabemos, esta fecha no supuso la automática suplantación de un “estado colonial” por otro nacional (Oslak, O., 1985; Ansaldi, W., 1996)11, ya que en buena medida las administraciones coloniales significaron la base sobre la que se desarrollaría el naciente Estado argentino. El grado en que los movimientos independentistas, con su carácter local, lograron modificar las estructuras económicas y políticas de poder colonial se torna la medida necesaria para pensar su proyección nacional. Un elemento crucial en dicho camino fue el reemplazo de las estructuras de poder coloniales por una serie de órganos políticos, como las juntas, los triunviratos y los directorios, con los que se pretendía construir un centro de poder alrededor del cual edificar el Estado nacional. Sin embargo, la independencia supuso también un prolongado proceso de separaciones entre regiones que anteriormente se hallaban unidas, provocando un cambio pronunciado en el mapa político nacional. De esta forma, las posibilidades para la consolidación del Estado nacional estuvieron sujetas a la falta de interdependencia de los señores de la tierra y a la acción de la burguesía urbana, que controlaba las posibilidades de comercio con el exterior. Así, se puede decir, parafraseando a Oszlak (1985), que la formación del Estado nacional argentino dependió fundamentalmente del grado de articulación entre los intereses rurales y urbanos, y de las 11 Refiriéndose a ello, sostiene Ansaldi: “Buena parte de las acciones que llevan a asegurar la independencia argentina se explica mas por la debilidad político-militar española que por la fortaleza y cohesión de los revolucionarios, mas por la calculada estrategia militar de San Martín que por la guerra de masas y/o el entusiasmo y la participación populares en la guerra. Hay conciencia estamental, hay conciencia local (o comarcal), pero cuesta encontrar una conciencia de nación que se extienda por el conjunto del espacio económico social que aspira a definirse en nuevos términos” (Ansaldi W. 1996:57) 20 simultáneas posibilidades para la integración económica del territorio.12 En nuestro país este proceso supuso un prolongado y violento período que se extendió aproximadamente desde 1810 hasta 1861, cuando se sientan las bases para la definitiva organización nacional. El papel fundamental desempeñado por Buenos Aires en las luchas por la independencia fue en detrimento de la adhesión de las provincias del interior a su proyecto de organización nacional unitario. La provincia, entendida como la unidad político-administrativa alrededor de la cual los federales estructuraban su proyecto, fue a menudo el ámbito propicio para una figura política que, como el caudillo, justificaba su autoridad en el personalismo y el control de las milicias locales. Sin embargo, la separación entre estos dos sectores obedecía a una de las estructuras económicas diferenciadas, heredadas del régimen colonial, que creaba intereses opuestos. Mientras el puerto de Buenos Aires representaba los intereses de la burguesía terrateniente y de aquellos sectores urbanos porteños relacionados con la exportación de la producción ganadera pampeana, la heterogeneidad del precario sistema productivo del interior hallaba su única característica común en la imposibilidad de competir con el monopolio que detentaba Buenos Aires sobre las rentas aduaneras. Las luchas entre ambos sectores se sucedieron hasta la batalla de Pavón sucedida en 1861, donde las milicias de Buenos Aires se impusieron sobre las federales. Pero además, el cambio en las condiciones económicas de la fecha, signada por el auge de las economías provinciales del litoral, supuso la posibilidad de conciliar ambos intereses, así como apoyar la paz y la cooperación con el propósito de proyectar la largamente postergada organización nacional. 12 Aunque, como señala el autor, un análisis más profundo sobre el tema debe tener en cuenta otro tipo de elementos intervinientes en el proceso, como “el grado de diversificación del sistema productivo, en términos de persistencia de monocultivos, sucesivas sustituciones exportables, etc.: la existencia de enclaves o el control nacional del principal sector productivo; la continuidad del aparato burocrático de la colonia o la creación de un aparato institucional ex-novo; o el peso de los poderes locales, y sus respectivos intereses económicos, frente a las posibilidades de concentración y centralización del poder” (Ozlak, O., 1985: 24). 21 En esas circunstancias el papel desempeñado por la Generación del ‟37, aquel grupo de intelectuales con pretensiones políticas que en buena medida hasta 1852 se encontraba en el exilio como consecuencia de una prolongada proscripción que supuso para él el gobierno federal de Rosas, resultó de coyuntural importancia para la conciliación entre unitarios y federales. Grupo de intelectuales que tal y como señala Oscar Terán, estaba animado por un propósito de interpretación de la realidad nacional bajo el que se enfatizaba “la necesidad de construir una identidad nacional”13. Apoyado en los ideales liberales-románticos y en las favorables condiciones económicas del país, estos intelectuales (su inspirador Esteban Echeverría, Sarmiento, Alberdi, Juan María Gutiérrez, Vicente Fidel López, José Mármol y Feliz Frías) justificaban su hegemonía en la posesión de una serie de proyectos que se presentaban como la solución de una sociedad que veían como esencialmente pasiva; “como la materia en la cual [era] de responsabilidad de los letrados encarnar las ideas cuya posesión les [daba] por sobre todo el derecho a gobernarla” (Halperín Donghi, T., 1982). Como lo destacan Oszlak (1985), Halperín Donghi (1982) y Terán (2009), si bien existían diferencias doctrinarias entre los miembros de la Generación del ‟37, todos parecían mostrarse de acuerdo sobre aquella idea que disipaba sus diferencias en torno a la organización nacional: la idea de progreso. Así, tal y como lo señala particularmente uno de los autores antes mencionados, “La articulación de intereses económicos y el desarrollo de las fuerzas productivas se erigían de este modo en indispensables componentes materiales de la nacionalidad. El progreso se constituía en la idea integradora de la sociedad, en fundamento mismo de la nacionalidad”14. Desde entonces, los cambios políticos siguieron la dinámica de un crecimiento económico cimentado sobre tres pilares fundamentales: inversiones extranjeras, comercio exterior y principalmente, inmigración ultramarina. 13 Terán, O. (2009: 61). 14 Oszlak, O. (1985: 51) 22 3.2. El desierto: entre el desborde de barbarismos y un vacío a ser poblado civilizatoriamente Para llevar a cabo este programa, el Estado nacional y la Generación del ‟37,se encontrarían con un problema económico, político y simbólico muy difícil de resolver: el desierto. Sarmiento y Alberdi15 (las figuras centrales de la Generación del ‟37 que aquí veremos) tenían en claro que el desierto, la pampa, era el problema fundamental a resolver si se quería ingresar en la senda de un progreso asentado en el desarrollo económico mientras se marchaba hacia la institucionalización de un Estado que, en los momentos post independentistas, se encontraba básicamente carente de sólidos fundamentos. Y esto era así porque ese territorio extenso y desértico que es la pampa, se encontraba tan vacío como ocupado. Problema complejo si tenemos en cuenta que además había que vaciarlo mientras se lo ocupaba. Pero la pampa era un territorio ¿vacío-ocupado de qué y porqué? ¿De qué vaciarlo y con qué ocuparlo? Intentaré mostrar en lo que sigue cómo la pampa (que para Alberdi, y sobre todo para Sarmiento, era en si la República Argentina) fue construida simbólicamente como aquel territorio desértico, vacío de civilización y sólo poblado por barbarismos a ser suplantados con aquellos pedazos vivos de cultura, progreso y civilidad que representaban los inmigrantes europeos; en una operación intelectual y política que supuso la previa construcción de alteridades barbarizadas y 15 Aunque para cada uno de ellos la pampa fue un único territorio de desafíos económicos, políticos y simbólicos; mientras para Sarmiento éste era el lugar primigenio de la barbarie, el vacío civilizatorio y aquella soledad que atentaba contra la res publica, en Alberdi la caracterización del desierto como el territorio de la barbarie no fue inicialmente definitivo, y osciló entre una mirada optimista en sus primeros escritos y una claramente negativa en su texto de 1852. Y esto es así, tal y como lo señala Terán, porque mientras su “creencia en la capacidad del caudillo para bien dirigir la sociedad reposa sobre otra creencia: que esta sociedad argentina alberga una población aun carente de educación y hábitos cultivados, pero que, con la instrucción y el tiempo, esa plebe se convertirá en un sujeto apto para recibir y desplegar los bienes y valores de la civilización. La Argentina, entonces, no es ‘la pampa’ sarmientina vacía de civilización, sino un espacio sobre el cual un poder hegemónico como el de Rosas, si establece una alianza con la palabra de los que saben, puede construir las bases de una nación moderna”. Pero a la vez su mirada se tornará pesimista a partir de mediados de siglo XIX y se mostrará, “descreído ahora si definitivamente de la capacidad endógena para crear esos hábitos [civilizados], cuando la argentina vuelve a aparecérsele vacía de civilización adopta la vertiginosa ‘teoría del trasplante inmigratorio’”. Terán, O. (2009: 93, 94). 23 civilizadas; para luego si, desde allí construir en diálogo con éstas una identidad nacional que debía esencialmente limpiarse de barbarismos y fundar modélicamente su origen desde la civilidad. Al interior del desértico territorio pampeano, la figura del indio, del negro y del gaucho, fueron aquellas alteridades a partir de las cuales la identidad nacional fue referenciada desde su distancia y exclusión. Por otra parte aquello que debía constituir el fundamento del ser- nacional se encontraba centralmente basado en la civilizada figura del inmigrante ultramarino debido a que era él, quién por la fuerza de la costumbre y el mestizaje de la sangre, lograría potenciar al ser-nacional desde su origen. Instándonos a introducirnos en el problema, Sarmiento nos dirá desde las primeras páginas del Facundo: “El mal que aqueja a la República Argentina es la extensión: el desierto la rodea por todas partes y se le insinúa en las entrañas; la soledad, el despoblado sin una habitación humana, son, por lo general, los límites incuestionables entre unas y otras provincias.”16 Del mismo modo, Alberdi no perderá oportunidad de señalar este mismo tema al preguntarnos, “¿Qué nombre daréis, qué nombre merece un país compuesto de doscientas mil leguas de territorio de una población de ochocientos mil habitantes? Un desierto.”17 El desierto, la extensión, la soledad serán así, tanto como el vacío, aquellas ideas-fuerza sobre las cuales la Generación del ‟37 trabajará la realidad de una pampa que por dichas características atentaba contra el progreso civilizatorio nacional. Luego de describir la selva y los Andes, Sarmiento -y posteriormente Alberdi- se detendrán en la pampa decidiendo que la Argentina es la pampa; y esa pampa que Sarmiento describe basándose en los relatos de arrieros, viajeros, 16 Sarmiento, D.F., (1974:1) 17 Alberdi, J.B., (1974:44) 24 comerciantes y científicos; sin jamás haberla visto personalmente, es un inmenso vacío: vacío de habitantes pero también vacío de sentido o, al menos, de civilización. “Imaginaos -nos dirá en el Facundo- una extensión de dos mil leguas cuadradas, cubierta toda de población pero colocadas las habitaciones a cuatro leguas de distancia una de otras. […] La sociedad ha desaparecido completamente; queda solo la familia feudal, aislada, reconcentrada, y no habiendo sociedad reunida, toda clase de gobierno se hace imposible. […] Ignoro si el mundo moderno presenta un género de asociación tan monstruoso como éste”. 18 Pero ese desierto vacío de civilización estaba claramente poblado por alteridades que no le eran útiles al proyecto económico liberal que desde el Estado y las elites nacionales de la época se intentaba impulsar; y éstos en consecuencia decidieron vaciarlo. En cuanto a la progresión histórica en la que se “despobló de barbarismos el desierto”, Segato nos informa que entre 1778 y 1810 la población negra y mulata de la ciudad de Buenos Aires representaba al 30% de la población local. En esta misma época, en la región de Tucumán, la más poblada del país, que comprendía todo el nordeste del territorio e incluía ciudades tan importantes como Córdoba y San Miguel de Tucumán, vivían 35 mil blancos e igual número de indios, 11 mil esclavos y 44 mil negros y mulatos libres. O sea, el 44% de la población estaba formada por negros y sus descendientes. En esta misma región en el año 1815, en Santiago del Estero prevalecían de manera absoluta las “castas” (negros y mulatos) sobre el total de la población local. De sus 45 mil habitantes, el 89% eran rurales y de éstos, solo el 14% eran blancos. En esta misma época cerca del 33% de la población de Mendoza era negra. Con todo, para 1838 en la ciudad de Buenos Aires, la población negra y mulata ya había caído a un 25% y, en 1887, a menos del 2%.19 La política hacia la población negra no fue muy diferente de aquella destinada a los indios, y para la cual Ricardo Rojas explicitó en 1943 que, en ausencia de una definición jurídica de lo que es 18 Citado por Terán, O., (2009: 77, 78) 19 Tomo los anteriores datos estadísticos, del artículo de Rita Laura Segato, “Una vocación de minoría”, compilado en La Nación y sus Otros (2007: 251). 25 una tribu y de quién debería ser considerado indio por la legislación nacional, “hubo en nuestro país un deseo persistente por parecer población de raza exclusivamente europea, y se prefirió no solo desaparecer al indio de los censos, sino también dejarlo morir y matarlo sin piedad”.20 Podemos entender así, como aquella imagen territorial de un desierto poblado de barbarismos estaba delineada por los criterios de habitabilidad que la coyuntura histórica le imponía a un proyecto económico de nación en el que había que barbarizar ciertas alteridades y civilizar otras; y esto al interior de un proceso de construcción identitaria que como no podía ser de otra manera, debía ser emparentado con los fundamentosde la civilidad extranjera, y no ya con la barbarie local. La posterior apropiación de territorios hasta entonces ocupados por indígenas en la llamada “Campaña del Desierto”, abriría a los vencedores años después un enorme territorio sobre el cual las inversiones inglesas desplegarían una extensa red de vías férreas. La aniquilación del indígena y la apropiación del territorio por parte del Estado, se apoyaba en una línea programática ampliamente compartida por las elites del mundo occidental acerca de que las naciones “viables” eran aquellas dotadas de una población de raza blanca y de religión cristiana. La consecuente adaptación del espacio a una economía moderna e internacionalmente competitiva, excluía a una población nativa originaria que a los ojos de la elite se encontraba reticente casi “naturalmente” a adaptarse a tales exigencias. Alberdi afirmaba que “En América todo lo que no es europeo es bárbaro: no hay mas división que esta: 1) el indígena, es decir, el salvaje; 2) el europeo, es decir, nosotros, los que hemos nacido en América y hablamos español, los que creemos en Jesucristo y no en Pillan (Dios de los indígenas)”.21 20 Ricardo Rojas (1943) “El problema indígena en la Argentina”, América Indígena, vol.3, n° 2, México; citado en Segato (2007: 253). 21 Alberdi, J.B., (1980: 90). 26 El mismo Alberdi proclamará la consigna, en su Acción de la Europa en América (1845), que él y los miembros de la elite intelectual dirigente del momento eran “europeos trasplantados a América”. Contraponiendo esta figura de la civilidad europea, en las Bases lo guía la convicción de que en Hispanoamérica el indígena “no figura ni compone mundo”. En tanto el mismo Sarmiento, poniendo un claro corte histórico en la coyuntura independentista, afirmaba en el Facundo que “había antes de 1810 en la República Argentina dos sociedades distintas, rivales e incompatibles; dos civilizaciones diversas; la una española europea culta y la otra bárbara, americana, casi indígena”. Tampoco ocultará su menosprecio hacia el nativo argentino o “criollo” nacido de la unión de tres etnias (los indios, los negros y los españoles) como consecuencia de la Conquista. Tal como se refleja en su escrito de 1845: “De la fusión de estas tres familias ha resultado un todo homogéneo, que se distingue por su amor a la ociosidad y su incapacidad industrial, cuando la educación y las exigencias de una posición social no vienen a ponerle espuela y sacarla de su pasto habitual”. 22 Ya sea la barbarie indígena o la manifestada por el negro23, o la ociosidad e incapacidad industrial del criollo, éstos se transformaban en impedimentos básicos para la productividad industrial que la coyuntura económica le imponía a un país como la Argentina que se encontraba básicamente despoblado a los ojos de la elite dirigente, y necesitado de ocupar un lugar como proveedor de materias primas en la férrea división mundial del trabajo.24 El hábitat “natural” del criollo y el indio se encontraba a la vez barbarizado, siendo la desértica campaña un territorio claramente diferenciado con la ciudad, espacio este último en el cual los 22 Sarmiento, D. F., (1974:8). 23 Veremos como estas dos alteridades, el indígena y el negro, volverán a ser abordadas décadas más adelante por el positivismo argentino en clave de lectura sociodarwiniana. Serán ellas, la fuente del atraso en América que deben ser dejadas de lado en la conformación del ser-nacional en pos de un inmigrante europeo, mucho más complejo y contradictorio de lo que la Generación del ’37 pensó. 24 Mostrando su adhesión a un programa económico liberal, Sarmiento nos dirá en el Facundo que “Europa nos proveerá por largos siglos de sus artefactos en cambio de nuestras materias primas”. 27 símbolos del progreso industrialista podían ser más claramente visibles. De este modo, al interior de la República Argentina, Sarmiento lograba ver una extraña imbricación temporal al señalar que “el siglo XIX y el siglo XII viven juntos: el uno, dentro de las ciudades, el otro en las campañas”. Mientas la naturaleza pampeana imprimía en el carácter, en las tradiciones y las costumbres el signo del atraso y la barbarie; la ciudad se transformaba para Sarmiento en el imperativo categórico de la existencia del progreso, del crecimiento económico, del gobierno regular, de leyes sin caudillos ni montoneras, de instrucción y educación necesarias para conformar una moderna organización nacional. Solo en la ciudad era posible establecer ese contrato que impulsara a la Argentina moderna, y éste no podía ser suscripto por caudillos, gauchos, indios o negros. De ahí que civilización y barbarie era un concepto de cual puede desprenderse un pensamiento económico: por una parte, Buenos Aires y las provincias del litoral que tenían la pretensión de exportar sus productos ganaderos a cambio de productos provenientes del extranjero; por la otra, el interior, carente de productos exportables y creador de una industria precaria básicamente dedicada a abastecer el mercado interno. Según Gustavo Nahmías, “La civilización impulsada por Sarmiento se basaba en el desarrollo de la ciudad como localización de un espacio que instituye el progreso, reproductor de un orden de cosas y de personas, que permite organizar jurídicamente el país e industrializarlo, diversificando la producción y creando fuentes de trabajo. Es decir, era el apoyo al crecimiento de una burguesía la que impulsaba este proyecto, incorporando lo revelado en su viaje por Europa y Estados Unidos.”25 Si la argentina se encontraba básicamente desértica y la pampa era un territorio necesario a ser integrado al sistema económico pero que en dicho momento estaba ocupado por indios, negros, gauchos y criollos incapaces de poder llevarlo a cabo o integrarse a él; se tornará necesario 25 Nahmías, G. J., “El Eclipse Sarmiento: para una sociología de las pasiones”, en González H. Comp. (2000:110) 28 pensar cómo y con qué elementos poblar el desierto. En un contexto post-independentista en el cual la inmigración ultramarina no solo no había aumentado sino que había disminuido por las beligerantes circunstancias (en especial el contingente español que había llegado a estas tierras decidió emigrar hacia nuevos horizontes o directamente volver a España, situación que se suma al hecho de que desde allí llegaban cada vez menos inmigrantes), la población empezará a ser una preocupación primordial para la Generación del ‟37. La prosa de Alberdi lo dejar claramente expuesto: “La población en todas partes, y esencialmente en América, forma la substancia en torno de la cual se realizan y desenvuelven todos los fenómenos de la economía social. Por ella y para ella todo se agita y realiza en el mundo de los hechos económicos. (…) La población es el fin y el medio al mismo tiempo (…) Es, pues, esencialmente económico el fin de la política constitucional y del gobierno de América. Así, en América gobernar es poblar”.26 Con la certeza de que la tarea política del momento debía ajustarse al proyecto económico pudiendo poblar civilizadamente un desierto poblado de barbarismos, éste debía llevarse a cabo teniendo en cuenta que aquellos individuos que se requería para hacerlo debían gozar de alguna experiencia de socialización previa; situación que como habíamos visto los ocupantes del territorio nacional no cumplían, socavando la potencia de la res publica. Si América era claramente bárbara, la modernización europea había impuesto en sus habitantes toda la civilidad que la Argentina necesitaba. Se pregunta Alberdi al respecto: “¿Por qué medios conseguiremos elevar la capacidad real de nuestros pueblos a la altura de susconstituciones escritas y de los principios proclamados? -a lo cual se respondía- Por la educación del pueblo, operada por la acción civilizante de la Europa, es decir, por la inmigración”.27 26 Alberdi J. B., (1980:108). 27 Ídem. Pág. 86. 29 La inmigración se constituía entonces, en el elemento fundamental de las pretensiones liberales y económicas de la Generación del ‟37, ocupando un lugar destacado en aquel proceso de estructuración nacional basado en los postulados del liberalismo. Como decía anteriormente, las circunstancias de la independencia habían hecho disminuir un flujo inmigratorio que era de por sí bastante poco caudaloso. Tal y como afirma Devoto, “la inmigración europea no había crecido sino disminuido con la emancipación (…) y el relevamiento de población en la ciudad de Buenos Aires en 1822 exhibía que los extranjeros eran poco mas de 3.000 y equivalían a un 4% de todos los habitantes, cuando en 1810 llegaban al 17%” (Devoto, 2009: 211). Luego de algunos años de independencia, la Argentina se encontraba poblada de barbarismos no ajustables a un proyecto modernizador, e imbuida en un proceso de retracción de aquella necesaria civilidad europea. En este sentido, y luego de habernos señalado la retracción inmigratoria que el país había sufrido luego de la independencia, Devoto nos dirá que para los hombres de la Generación del ‟37 “La inmigración debía poblar el desierto y la colonización agrícola debía construir la sociabilidad argentina que la extensión y el despoblamiento hacían inexistente. En ella los inmigrantes eran los actores del cambio, pero no principalmente en su condición de portadores de una cultura especial, en sentido amplio, sino en tanto ellos serían los brazos de una agricultura cuyo poder de transformación sería extraordinario, ya que eliminaría al desierto y sus productos, sociales y políticos”.28 En dicho contexto, es entendible que la población y dentro de ella la inmigración, fueran para el Estado y la Generación del ‟37 los fundamentos sociales sobre los que recaerán todas las apuestas políticas, económicas y simbólicas. En las Bases, Alberdi escribe: “La libertad, como los ferrocarriles, necesita maquinistas ingleses” y en su Acción de la Europa en América (1845) ya ha llegado a la conclusión de que cada europeo que viene trae más civilización en sus hábitos que muchos libros o manuales. Mediante el uso de metáforas botánicas sostendrá que para “plantar en 28 Devoto, F. (2009: 229). 30 América la libertad inglesa, la cultura francesa”, es preciso traer “pedazos vivos de ellas en los hábitos de sus habitantes”, hábitos importados que son más eficaces que “el mejor libro de filosofía”. En este mismo sentido, y agregándole un cariz político Sarmiento afirmará que la inmigración “bastaría -leemos en el Facundo- por si sola a sanar en diez años no más todas las heridas que han hecho a la patria los bandidos, desde Facundo hasta Rosas, que la han dominado”. (Citado en Terán, O. 2007: 83) Bajo esta teoría del trasplante inmigratorio (Terán, O. 2009) la Generación del ‟37 tratará de alterar o modificar “la masa o pasta de la sociedad”, como Alberdi describe. Marcando el punto central de este proceso, Terán señala que “…al instaurar el ámbito de la sociedad civil como el ámbito estratégico de resolución de los problemas de una nación (sociedad civil en la que es instaurada como centro la moral del productor), Alberdi confía en la pedagogía de las cosas, en que los hábitos laboriosos de los inmigrantes van a difundir un nuevo ethos. Alberdi está a la búsqueda de un nuevo ethos, de una nueva eticidad, de una nueva matriz a partir de la cual se configuren los sujetos. Como esta eticidad no la encuentra plasmada en el espacio nativo, apela a la teoría del trasplante, la teoría de la importación de un ethos. Entonces la pregunta es cómo europeizar, cómo civilizar. Y la respuesta es: a través del trasplante inmigratorio y la educación por las cosas. Dice Alberdi en las Bases: „No es el alfabeto. Es el martillo, es la barreta, es el arado lo que debe poseer el hombre del desierto (es decir, el hombre del pueblo sudamericano)‟”.29 Haciendo notar el producto que este nuevo ethos civilizatorio podría acarrear en las bárbaras costumbres nacionales, Sarmiento mostrará la distancia cultural que existe entre el poblador nativo y aquel proveniente del viejo continente al contemplar las colonias alemanas o escocesas; maravillado de las “casitas pintadas, el frente de la casa siempre aseado, adornado de flores y arbustillos graciosos (…) y los habitantes en un movimiento y acción continuos”; imagen 29 Terán, O. (2009: 95). 31 contrapuesta a la del poblador nacional que en su reverso mostraba “niños sucios y cubiertos de harapos viven con una jauría de perros; hombres tendidos por el suelo en la más completa inacción (…) y un aspecto general de barbarie y de incuria”. (Citado en Terán O., 2007: 84) Vemos así que para aquellos hombres la inmigración debía cumplir al menos dos funciones elementales. Era necesaria, en primer lugar, cuantitativamente para cubrir el espacio desértico de las extensas llanuras pampeanas. Los criterios políticos de la época se perfilaban así sobre fundamentos demográficos sintetizándose en la consigna alberdiana “gobernar es poblar”. Pero la inmigración también era imprescindible cualitativamente, al erigirse la figura del inmigrante europeo como centro ejemplificador de la producción y la civilización. Tal como lo proclama Alberdi en sus Bases: “¿Queremos que los hábitos de orden, de disciplina y de industria prevalezcan en nuestra América? Llenémosla de gente que posea hondamente esos hábitos. Ellos son pegajosos; al lado del industrial europeo, pronto se forma el industrial americano. La planta de la civilización no se propaga de semilla sino con extremada lentitud. Es como la viña que prende y cunde de gajo. Este es el medio único de que la América hoy desierta, llegue a ser un mundo opulento en poco tiempo. La reproducción en sí es medio lentísimo”.30 Este trasplante cultural que proponía el intelectual del ‟37 dejaba entrever la sujeción de lo étnico a los principios del industrialismo de los países europeos, y en ellos la inmigración surgirá como una de las consecuencias lógicas de la actividad económica al ser el fondo último al que parecían estar sometidos los proyectos liberales que se proponían organizar la nación. A la vez, el rechazo a la cultura hispánica se sustentaba en la identificación de ésta con las reticencias al cambio y a la innovación. Vemos así, que aquellas pretensiones de civilización y productivismo industrialista 30 Alberdi, J.B. (1974: 21). 32 junto a la necesidad de la inmigración para llevarlas a cabo, tenían tras de sí el ocultamiento y una exclusión étnica centrada en la alteridad del indígena, el negro y el criollo. A la vez Alberdi y Sarmiento sabían que para que este trasplante inmigratorio resultase satisfactorio, había que adecuar la Constitución proponiendo la doble nacionalidad, la libertad de cultos, tratados ventajosos para Europa, ferrocarriles, libre navegación interior y libertad comercial. Mientras esto sucede en el orden de la ley, en el de las costumbres “hay que fomentar los matrimonios mixtos. Para ello, la Argentina cuenta con el encanto de las mujeres sudamericanas”, aclarara Alberdi. Y bien este proyecto inmigratorio se consumará en la letra del artículo 25 de la Constitución Nacional de 185331, para la Generación del ‟37 el Estado debía actuar constantemente en otros ámbitos facilitando el proceso inmigratorio europeo y no centrarsesolamente en el dictado de leyes. Sarmiento decía en el Facundo que cuando la inmigración industriosa de Europa se dirija en masa al Río de la Plata, “el nuevo gobierno se encargara de distribuirla por las provincias: los ingenieros de la República irán a trazar en los puntos convenientes los planos de las ciudades y villas que deberán construir para su residencia, y terrenos feraces les serán adjudicados, y en diez años quedarán todas las márgenes de los ríos cubiertas de ciudades y la República doblará su población con vecinos activos, morales e industriosos”. En este sentido, otra de las adscripciones ideológicas de la Generación del ‟37 será el nacionalismo, entendido como “una noción que coloca como sujeto histórico, identitario y legitimador al Estado-nación, y que fue en todas partes del mundo una ideología fundamental del siglo XIX, a la que también apelaran las elites intelectuales hispanoamericanas”32. En el 31 El mismo aclaraba: “El Gobierno Federal fomentará la inmigración europea y no podrá limitar, restringir ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias y enseñar las ciencias y las artes”. 32 Terán, O. (2007: 89) 33 transcurso de un siglo XIX en el que se “inventaron las naciones” surgieron, y serán claramente visibles en Argentina, dos versiones nacionalistas en disputa. Mientras por un lado se dio forma a un nacionalismo constitucionalista o político de rasgos cosmopolitas, del otro existió un nacionalismo culturalista de rasgos esencialistas. Si el nacionalismo constitucionalista pensó al lazo nacional como aquello que, instituyendo el vínculo identitario y legitimador de lo social se encontraba en la adhesión a la Constitución de un país en tanto código que establece las leyes fundamentales que regulan los derechos naturales y por ende universales (libertad, propiedad, seguridad, etc.); el nacionalismo culturalista lo encontró bajo la igualación de Nación y Cultura. Para éstos, ser argentino si bien implicaba estar sujeto a un corpus legal nacional, además significaba estar marcado, imbuido y penetrado por la cultura nacional. “De manera que a la pregunta ¿qué es ser argentino?, el primero respondía: „aceptar y respetar la constitución de la República‟, estableciendo entonces con los demás ciudadanos un vínculo de carácter político. Mientras que el nacionalismo culturalista agregaba: „compartir usos y costumbres, la misma lengua, una literatura, un mismo folklore y hasta un mismo tipo nacional‟ (...) Progresivamente, a estos caracteres se le sumarían, entre otros, dotarse de un panteón compartido de padres fundadores o héroes de la patria y una versión igualmente compartida de los hechos del pasado”.33 Mientras la Generación del ‟37 adhirió a un nacionalismo constitucionalista o político, veremos posteriormente que la Generación del ‟80 muestra caracteres centrales de aquello que he denominado siguiendo a Terán, nacionalismo culturalista. Mientras la primera postuló una identidad de mezcla cosmopolita gracias al aporte inmigratorio, y la segunda se afilió a una identidad centrada en lo nacional de un pasado y un tipo criollo; para ninguna de ellas los pueblos aborígenes, los negros o los latinoamericanos podrían ser material incorporable a la nacionalidad 33 Ídem., Pág., 90. 34 argentina debido a la imposibilidad que éstos tenían de respetar la constitución y generar un lazo social de carácter político que enmarcara la senda del progreso económico. El nacionalismo constitucionalista o político de la Generación del ‟37 tendrá conexión con la matriz liberal de aquel grupo intelectual, y se encontrará fundado doctrinariamente sobre la idea de un “hombre universal” que no era otra cosa que aquel “hombre liberal” definido por la posesión de ciertas potencias y derechos inalienables como la racionalidad, la libertad, la propiedad, la seguridad, etc. Esta generación pensaba que la Republica Argentina era un territorio en el que aquellos valores universales podrán ser desarrollados como carácter de una nación moderna. Es decir, ser argentino es formar parte de una modernidad que aquí se llamó civilización. Leemos en las Bases que “la Patria no es el suelo, la Patria es la libertad, es el orden, la riqueza, la civilización, organizados en el suelo nativo. Pues bien: esto se nos ha traído por Europa. Europa, pues, nos ha traído la Patria”. En tanto, Sarmiento cuestiona en el Facundo a aquellos unitarios que estaban “demasiado preocupados de esa idea de la nacionalidad, que es el patrimonio del hombre de la tribu salvaje, y que le hace mirar con horror al extranjero”; mientras su joven generación “impregnada de las ideas civilizadoras de la literatura europea, iba a buscar en los europeos enemigos de Rosas sus antecesores, sus padres, sus modelos, apoyo contra la América tal como la presentaba Rosas, bárbara como el Asia, despótica y sanguinaria como la Turquía, persiguiendo y despreciando la inteligencia como el mahometismo”, lo cual produjo que “se asociaron la Francia y la República Argentina europea para derrocar al monstruo del americanismo hijo de la pampa” (Citado por Terán, O., 2007: 92). Podemos entender entonces, cómo la Generación del ‟37 y un Estado nacional en proceso de construcción institucional y simbólica, delinearon una identidad nacional de mezcla cosmopolita que estaba atravesada por los rasgos de un nacionalismo constitucionalista solventado en los 35 ideales liberales de un hombre universal, con derechos inalienables como los de propiedad, seguridad, libertad, y por sobre todas las cosas, racionalidad. Este hombre racional, de derechos universales dados por la adscripción a una ley constitucional moderna, era quien podía crear un lazo social de carácter político y económico en contraposición a esa barbarie que implicaba la alteridad del indio, el gaucho y el negro. Aquel hombre no era otro que el que en el modelo de construcción identitaria de la Generación del ‟37 y el Estado nacional de principios de siglo XIX, significaba la alteridad civilizada del inmigrante europeo. Esta modelización acerca de qué debía constituir la identidad nacional y bajo qué elementos fundarla, necesitaba alejarse de la bárbara empiricidad nativa del indio, del guacho y del negro, mientras construía una alteridad civilizada desde la cual poder referenciarse como cercanía constituyente y barrera delimitante con la barbarie. Me refiero explícitamente a que esta construcción de la nacionalidad de principios de siglo XIX supuso la necesaria invención de un modelo identitario en el cual alteridades barbarizadas y alteridades civilizadas funcionaban como constructos idealizados desde los cuales alejarse de una empirie societal que debía ajustarse al progreso económico deseado desde dicha distancia. Era la coyuntura política independentista, el momento de construcción del Estado Nación y la necesidad de planificar un proyecto de desarrollo económico que hegemonizara a ciertos colectivos elitistas, quienes posibilitaron la construcción estatal e intelectual de un modelo de identidad nacional de mezcla cosmopolita que logró alejarse de colectivos sociales que no eran útiles o necesarios a aquel proyecto de desarrollo económico. Así, éste modelo identitario logró autonomizar alteridades ideales desde las cuales alejarse de una sociedad que debía ser claramente modificada alejando barbarismos e inyectando civilidad. La Generación del ‟37 y el Estado nacional argentino que comenzó a institucionalizarse después de 1810, pensó una identidad de mezcla cosmopolita a través de un nacionalismo 36 constitucionalista, que solo dejo entrar a la matriz del ser-nacional a aquel inmigrante
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