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Historia de la filosofia moderna 13 - Antonella Gastaldi

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XIII Hobbes: cálculo y política: 
el Reino de Dios 
He aludido a Hobbes, en un primer momento, como representante de aquel tipo de 
filosofar que se declara atento a la visión científica, antiescolástica, del mundo. De una 
manera enormemente laxa, por tanto, y al menos frente a intuitivos como Bohme, en 
una línea parecida a la de Bacon. Ser antiaristotélico, mantener una interpretación 
radicalmente corporalista de los entes, y declararse partidario de la interpretación 
«moderna», esto es, «científica», de la naturaleza, no siempre supuso, sin embargo, 
mantener una posición filosófica semejante a la de Bacon. Sin ir más lejos, no lo fue así 
para el propio Hobbes, que fue preceptor regio, matemático, teórico de la política, pole-
mista y traductor, y que tuvo la esperanza de resolver los terribles conflictos humanos 
(de los que pudo llegar a tener, en su propio tiempo, puntual noticia) aplicando a toda 
materia reflexiva, y en especial a la materia político-social, el método «geométrico» 
inaugurado por Galileo. Para Hobbes, en efecto, la filosofía baconiana era una «prácti-
ca de boticario». No, desde luego, porque él no defendiese la primacía de la experien-
cia, y la necesidad de apoyar en el ámbito de lo sensible todo tipo de lucubración men-
tal. La obra más famosa de nuestro autor, Leviatán (en adelante: L) 195, se inicia, en este 
sentido, con una declaración inequívoca: 
Individualmente, todo pensamiento es una representación o aparición de una cualidad o de 
cualquier otro accidente de un cuerpo ajeno a nosotros, al que comúnmente llamamos 
objeto. Dicho objeto opera sobre los ojos, oídos y otras partes del cuerpo de un hombre, 
y según sea la diversidad de esta operación, producirá una diversidad de apariciones. 
La primera de todas es la que llamamos SENTIDO. Pues no hay ninguna concepción en la 
mente humana que en un principio no haya sido engendrada en los órganos del sentido, 
total o parcialmente. Las demás se derivan de esta concepción original (L, 1 ª parte -«Del 
hombre»-, cap. l; ed: cit., p. 19). 
Y no es tampoco que Hobbes estuviese dispuesto a ~econocer a la filosofía un campo 
de acción que no fuese el de las realidades naturales y sus movimientos, igualmente 
naturales: «El objeto de la filosofía», escribe en el De Corpore (Ien adelante: DC] I, 1, 
195 Que citaremos por la edición de Carlos Mellizo para Alianza Editorial (Madrid, 1989). 
174 
pgfo. 8), «es todo cuerpo del que pueda concebirse alguna generación» («corpus omne 
cuius generatio aliqua concipi ... potest»), y del cual pueda instituirse, según algún tipo 
de consideración, una comparación. Y no es, tampoco, que fuera insensible a la identi-
ficación baconiana entre «conocimiento» y «poder» (concretamente: poder de mejora 
de la condición material de los hombres), puesto que él mismo se ocupó de proclamar 
dicha identificación: «El fin del conocimiento es el poder ... , y el objeto de toda especu-
lación es la realización de alguna cosa o acto» (DC, I, 1, 7). Si la metodología baconia-
na, entonces, no pasa como decimos de «práctica de boticario», es porque ese tipo par-
ticular de conocimiento que nos da la mera experiencia sensible, por necesario y 
absoluto que sea, no responde en modo alguno a la auténtica meta de la filosofía. Es de 
nuevo en L donde encontramos el texto decisivo: 
Hay dos clases de conocimiento: uno es el conocimiento factual, y el otro es el conoci-
miento de la consecuencia que se sigue de una afirmación a otra. El primero lo constituyen 
el sentido y la memoria, y es un conocimiento absoluto, como cuando vemos realizarse un 
hecho, o recordamos que fue realizado. Éste es el tipo de conocimiento que se requie-
re de un testigo. El segundo es lo que llamamos ciencia, y tiene carácter condicional, 
como cuando sabemos que si una figura dada es un círculo, entonces toda línea recta que 
pase por su centro dividird a ese círculo en dos partes iguales. Éste es el tipo de conoci-
miento que se requiere de un filósofo, es decir, de quien pretende razonar (L, I, 9; ed. 
cit., p. 75). 
Hacer «filosofía», esto es, «ciencia», en el estricto sentido del término, no puede 
reducirse a ser testigo de la experiencia. Así, desde luego, haríamos «historia», tanto 
«natural» como «civil»; y lo que escribiríamos, desde esa óptica, son sólo libros de his-
toria. «Los depósitos de la ciencia», en cambio, «son aquellos libros en los que se con-
tienen las demostraciones de las consecuencias que se siguen de una afirmación a otra, y 
son llamados comúnmente libros de filosofía» (ibid.). La filosofía hobbesiana podrá ser 
175 
todo lo «corporalista» que se quiera. Pero su meta es ésa, hacer filosofía. Y por filosofía 
entiende 
el conocimiento de los efectos o apariencias que adquirimos por medio del razonamiento 
correcto a partir del conocimiento que tenemos de sus causas o generación, e igualmen-
te del conocimiento que tenemos de sus causas o generación a partir del conocimiento de 
sus efectos (DC, I, 1, 2). 
Además de la percepción y de la memoria, por tanto, contamos con la razón. Y sólo 
la razón nos abre el verdadero campo de la filosofía (ibid.). Filosofar, razonar, es enca-
denar razonablemente causas a efectos («apariencias», «fantasmas»), y efectos, a su vez, 
a causas. Bien es verdad que nada de ello nos debe sacar de los cuerpos. Pero jamás 
pasaríamos del conocimiento «testifical», «áb<!lsoluto», que nos dan la memoria y la sen-
sibilidad, al conocimiento «discursivo», «científico», «consecuencial», sin el uso de la 
razón. A las divisiones de los cuerpos, así, corresponderá estrechamente la división en 
la propia ciencia. Los cuerpos, en este sentido, se dividirán en: a) «naturales» y b) «polí-
ticos» o «artificiales»; y al estudio de «las consecuencias de los accidentes» de los pri-
meros se le dará el nombre de «Filosofía Natural»; en tanto que al estudio de «las con-
secuencias de los accidentes» de los segundos se le llamará «Política» y «Filosofía 
Civil» 196• Sigue siendo cierto, en todo caso, que la «ciencia» nunca puede ser otra cosa 
que un conocimiento consecuencial, y por tanto, hipotético. La «ciencia», en Hobbes, 
no tiene nada de conocimiento «absoluto». Se mueve necesariamente en el seno del 
discurso, y, por tanto, no puede ofrecer otra cosa que un conocimiento «consecuencial», 
condicional. Y además, de palabra a palabra: 
No hay ningún tipo de discurso que pueda terminar en un absoluto conocimiento fac-
tual de algo pasado o futuro. Porque el conocimiento factual es, originalmente, senso-
rial; y de entonces en adelante, es memoria. El conocimiento de tipo consecuencia! 
que ... se llama ciencia, no es absoluto, sino condicional. Ningún hombre puede conocer, 
mediante el discurso, que esto o aquello es, ha sido o será. Eso es conocer de manera 
absoluta. Lo único que un hombre puede conocer mediante el discurso es que, si esto es, 
aquello es; que si esto ha sido, aquello ha sido; que si esto será, aquello será. Eso es cono-
cer de una manera condicional, y no consistente en el conocimiento consecuencia! de 
una cosa a otra, sino del nombre de una cosa a otro nombre de la misma cosa (ibid.; la cur-
siva es mía). 
196 El cuadro se complica a continuación: así, en L, la FILOSOFÍA NATURAL se escinde en 1) 
consideración de las consecuencias de los accidentes comunes a todos los cuerpos (que son la 
cantidad y el movimiento), y 2) FÍSICA, o consecuencias de las cualidades. La POLÍTICA y 
FILOSOFÍA CIVIL, por su parte, en el estudio: 1) de las consecuencias que van de la institución de 
los Estados, a los derechos y deberes del cuerpo político o soberano, y 2) estudio de las conse-
cuencias que van de lo mismo, al deber y derecho de los súbditos. Volviendo a la filosofía natu-
ral, el estudio de las consecuencias de los accidentes comunes conoce, a su vez, una «Philosophia 
prima», que estudia la cantidad y el movimiento indeterminados, y un estudio de los mismos en 
su determinación: aquí se incluyen, primero, las Matemáticas (Geometría y Aritmética), y 
además.la Astronomía, Geografía y Mecánica. En cuanto a la FÍSICA, conoce un estudio de las 
cualidades «transeúntes» de los cuerpos (Meteorología) y un estudio de las cualidades «perma-
nentes» de los mismos cuerpos, tanto «astros», como «líquidos», como «terrestres». En esta últi-
ma clasificación («terrestres»), y en el epígrafe de «animales», se incluyen las ciencias de esos 
animales especiales que son los hombres, donde la ÉTICA se ocupa de sus pasiones, y la POESÍA, la 
LÓGICA, la RETÓRICA y la ciencia de lo JUSTO y lo INJUSTO se ocupan de las consecuencias deri-
vadas del lenguaje de tales hombres (L, I, 9; ed. cit., pp. 76-77). 
176 
l 
1 
Repitamos de nuevo. La filosofía hobbesiana es decididamente corporalista. Tan 
corporalista, que, frente a Descartes, se reduce todo lo espiritual, Dios y el alma inclui-
dos, a corporalidad. Y sabido es que, cuando Hobbes hablaba de «cuerpos» (bodies), de 
lo que habla es de «algo que, sin depender de nuestro pensamiento, coincide o se coex-
tiende con alguna parte del espacio» (DC, II, c. 8, pgfo. 1). Sean pues naturales o arti-
ficiales, los caracteres comunes a todo cuerpo son siempre los mismos: la cantidad (esto 
es, la extensión o magnitud) y el movimiento. Cualquier otro tipo de entidad que quie-
ra uno imaginarse, y hasta nombrar con palabras, como careciendo de 01erpo, esto es, 
de movimiento y extensión, será sencillamente algo ininteligible, incomprensible, mero 
sin sentido. De ahí que de Dios y del alma, repetimos, aun cuando por su extrema suti-
leza caigan fuera del discurso científico (e ignoremos, por tanto, su verdadera naturale-
za), sí podamos decir al menos que, puesto que existen, existen en forma de cuerpo. De 
esa universalidad de los caracteres comunes se deriva la universal aplicabilidad del 
método matemático, esto es, del método galileano o mecánico-geométrico (de ahí que 
dicho método pueda utilizarse no sólo para los cuerpos naturales, sino también para los 
artificiales). Porque por extensión y movimiento puede darse razón no sólo del mundo 
inteligible, sino también del mundo «sensible», del mundo de los «efectos» o «aparien-
cias» que el movimiento de los cuerpos produce en nuestros propios cuerpos. El cuerpo 
hobbesiano, en efecto, es activo. Se mueve. Posee «ímpetu», que es «la misma velocidad, 
sólo que considerada en un punto cualquiera del tiempo, en el que se produce el trán-
sito» (DC, III, 15, 2: obsérvese el modo en que Hobbes, como tantos otros, camina con 
esta definición hacia los supuestos que serán propios del cálculo infinitesimal). Así que, 
considerando los principios naturales del movimiento, uno se ocupa de Geometría; con-
siderando los efectos del movimiento de un cuerpo sobre otros, se tiene la Mecánica; y 
estudiando, finalmente, los efectos de los movimientos en las partículas de los cuerpos, 
se tiene la Física ( vid. nota 16). Por tanto, " 
todas estas cualidades que llamamos sensibles sólo son, en el objeto que las causa, movi-
mientos de la materia, mediante los cuales nuestros órganos son presionados de modo 
diverso. Y en nosotros, que somos los recipientes de esa presión, tampoco hay otra cosa 
que no sean mociones diversas, ya que el movimiento no puede producir otra cosa que 
no sea movimiento (L, I, 1; ed. cit., p. 20). 
Aquello que consideramos como «cualidades» de los cuerpos, objeto de la Física, no 
son pues sino «accidentes»: pero ésos no son sino las capacidades que los cuerpos tie-
nen de generar en nuestros órganos corporales los movimientos que llamamos «sensa-
ción». De modo que, por «accidente», debe entenderse «la forma misma en que conce-
bimos los cuerpos». Si concebimos los cuerpos, por tanto, es en tanto que presionan: 
sobre otros cuerpos, sobre nuestros órganos sensoriales; y así desatan la correspondien-
te reacción de resistencia a dicha presión. Concebir un cuerpo en sus cualidades no es 
por tanto, ni puede ser, nada distinto que percibir «fantasías», «apariencias», que juegan 
unas con otras en forma de relaciones necesarias de causalidad. Ningún cuerpo, en efec-
to, puede por lo dicho dejar de causar. Y «causa» no será otra cosa, para Hobbes, que la 
suma o conjunto de todos los accidentes o fenómenos que, dándose tanto en el agente 
como en el paciente, caso de concurrir producen necesariamente el efecto (esto es, otro 
accidente, apariencia o fenómeno); pero que, caso de faltar alguno de ellos, no se pro-
duciría el efecto. Sabido es lo que una concepción semejante aporta en defensa de una 
interpretación deter~inista del mecanicismo (de tal forma que no exista «libertad», en 
Hobbes, sino como ausencia de obstáculos o impedimentos para la acción, que no sean 
los derivados de la propia naturaleza del agente). A los efectos que ahora nos interesan, 
177 
lo que resulta de semejante interpretación del objeto científico es que para Hobbes, 
como apuntamos, el sentido baconiano de la ciencia empírica estaba, sin más, errado. 
Se trata de filosofar, desde luego; pero «filosofar», hemos visto, es lo mismo que «razo-
nar». Ahora bien: la razón hobbesiana es una razón calculadora. «Razonar» no es más 
que «computar», y en la interpretación hobbesiana de las matemáticas, todas las ope-
raciones de computación pueden ser reducidas a dos básicas: añadir y sustraer, sumar 
y restar. «Cuando un hombre razona, no hace otra cosa que concebir una suma total, 
por adición de partes, o concebir un resto, por sustracción» (L, I, c. 5; ed. cit., p. 42). El 
matematicismo de la nueva ciencia recibe, así, una interpretación extensivista que, 
frente a un Bacon «escotista» (esto es, «formalista»), coloca a Hobbes en el lado de 
Ockham: en el lado de una interpretación que nada tiene de «realista» -sino, más 
bien, de nominalista-. La matemática, para Hobbes, empieza y termina su camino en 
la adición y sustracción de «números»; números que deben ser entendidos al modo de 
«signos» arbitrariamente instituidos, en los orígenes de la civilización, y que nos limi-
tamos sencillamente a combinar. La filosofía, del mismo modo, termina su misión con 
la combinación, igualmente aditiva o sustractiva, de conceptos, conceptos reducidos a 
palabras, entre sí. Todo el ascenso baconiano de lo particular a lo general, y todo el des-
censo posterior de lo general a lo particular, queda aquí reducido a un proceso de aná-
lisis y síntesis, composición y descomposición lógico-mecánica que va de los concep-
tos a los silogismos, pasando por las proposiciones. Tal es el único camino posible para 
la ciencia: 
Por tanto, cuando el discurso mental se pone en lenguaje y comienza con las definicio-
nes de las palabras para proceder después, mediante la conexión de las mismas, a la for, 
mación de afirmaciones generales, y de éstas a los silogismos, el final o resultado últi-
mo de la suma es lo que se llama la conclusión; y lo que la conclusión significa en el 
orden del pensamiento es ese conocimiento condicional, o conocimiento de la secuen-
cia de palabras, al cual llamamos comúnmente CIENCIA (L, I, c. 7; ed. cit., p. 61; cursi-
va mía). 
Por absoluto que sea el conoe1m1ento presencial, el verdadero conoc1m1ento es 
siempre discursivo; y eso significa: hipotético, condicional; surgido de palabras y lleva-
do a nuevas palabras. Es todo el anticartesianismo de Hobbes el que puede leerse, en 
este sentido, en el siguiente significativo párrafo de sus «Objeciones» {las «Terceras») a 
las Meditaciones del primero: 
iQué diríamos ahora, si acaso el razonamiento no fuese otra cosa que una unión y con-
catenación de nombres mediante la palabra es? De ahí se seguiría que, mediante la razón, 
no concluimos nada tocante a la naturaleza de las cosas, sino sólo tocante a sus denomi-
naciones. Es decir, que, por la razón, sólo vemos si unimos bien o mal los nombres de las 
cosas, según las concepciones que hemos establecido a capricho respecto del significado 
de estas últimas. Si ello es así, como puede ser, el razonamiento dependerá de los nom-
bres, éstos de la imaginación, y la imaginación acaso dependa(según pienso) del movi-
miento de los órganos del cuerpo ... 197 
Mediante la razón, sólo concluimos sobre denominaciones. «Viendo, pues, que la 
verdad consiste en ordenar correctamente los nombres en nuestras afirmaciones ... » (L, I, 
197 Cito por la traducción de Vidal Peña para la editorial Alfaguara: R. Descartes, Meditaciones 
Metafísicas con Objeciones y Respuestas, Madrid, 1977, pp. 144-145. 
178 
c. 4; ed. cit., p. 37). La verdad científica afecta al lenguaje, no a los cuerpos. ,Neritas 
in dicto, non in re consistir», sentencia el De Corpore. Más aún: si las Matemáticas 
muerden en la realidad, es sobre todo (dice un Hobbes que aquí parece anticiparse a 
Vico) porque en ellas no se trabaja con conceptos extraídos de la realidad, sino con 
símbolos que nosotros mismos hemos definido, y cuyas instancias, mediante construc-
ción, somos capaces de colocar ante nuestros ojos. Sólo la definición «causal», que nos 
muestra la forma de «generar» sensiblemente un objeto, puede adecuarse a la natura-
leza de unos cuerpos definidos, como hemos visto, por su generabilidad (esto es, por su 
capacidad de surgir como resultado de una adición o una sustracción) y por su capaci-
dad de movimiento. La Física hobbesiana, por ende, no se propone tanto investigar el 
modo en que los fenómenos fueron generados de hecho, cuanto el modo en que pudie-
ron ser generados. Su reino es el convencional de las hipótesis, de una pura combina-
ción de signos; y esos «signos» (con mayor razón, los llamados «universales») no son 
signos de las cosas mismas, sino «signos de nuestras concepciones» (DC, I, 2, 5). Así 
que sólo lo férreo de las reglas de inferencia garantizan la coherencia (mas pragmática 
que semántica, en el fondo) del conjunto semiótica. De ahí que no sólo Dios o el alma, 
o en general todo lo espiritual, lo infinito (esto es: ingenerado) y eterno queden, aun-
que sean objetos de fe natural, fuera del verdadero conocimiento. Es que la verdadera 
realización de este ideal cognoscitivo, mixto de raciona\ismo y de empirismo, estará en 
aquellos «cuerpos» que, justamente, no han sido creados por Dios (esa «causa sui» que 
no podemos por menos de suponer al final de la cadena de causas) 198, sino por el hom-
bre mismo. Cierto que, como hemos visto, podemos siempre suponer a priori cuáles son 
las condiciones reales que deben subyacer a las apariciones sensibles, y dar cuenta así 
del juego de los fenómenos. Cierto es, en otros términos, que el razonamiento emplea, 
do por la ciencia física es, tal y como lo describe Hobbes, prácticamente transcenden-
tal: justifica la «necesidad» lógica de las construcciones conceptuales en términos de 
la inevitabilidad que para nosotros tienen ciertos conceptos, pese a su carácter de fan-
tasmáticos (conceptos como, justamente, los de «espacio» y «tiempo», sin los cuales 
nos sería imposible concebir cuerpos extensos y móviles, siendo en cambio cierta la 
conversa), en orden a una reconstrucción conforme de la estructura de la realidad. 
Sigue siendo cierto también, sin embargo, que aunque «mente» y «mundo» compartan 
siempre, en tanto que «cuerpos» que son ambos, el carácter común de la movilidad 
(fundamentándose así, una vez más, una interpretación funcionalista y relacional de 
la ciencia moderna: una interpretación que aquí se traduce, como hemos visto, en la 
reducción de toda «causa» a mera suma de condiciones), la fundación originaria de 
la ciencia, esto es, del discurso, queda para Hobbes en el campo de lo arbitrario. Y que 
el «mundo» descrito por la ciencia no pasa de ser, para nuestro autor, el descrito por 
la más plausible de las reconstrucciones que dan cuenta de la correlación entre puros 
fenómenos, entre meras apariencias. La filosofía, dijimos, es cuestión siempre de la 
razón. Pero la razón, 
198 «La curiosidad, o amor al conocimiento de las causas, lleva a un hombre a buscar una causa 
partiendo de la consid~ración de un efecto; y una vez encontrada esa causa, a buscar la causa de 
ésta. Y así, hasta llegar al pensamiento de que debe haber necesariamente alguna causa primera, 
in.causada y eterna. A esto es a lo que los hombres llaman Dios. Por consiguiente, es imposible 
que hagamos una investigación profunda de las causas naturales, sin ser llevados a creer que hay 
un Dios eterno. Sin embargo, no podemos tener de Él ninguna idea que nos diga algo acerca de 
su naturaleza» (L, I, 11; ed. cit., p. 92). 
179 
en este sentido, no es otra cosa que un calcular, es decir, un sumar y restar las conse-
cuencias de los nombres universales que hemos convenido para marcar y significar nuestros 
pensamientos (L, I, 5; ed. cit., p. 43; la segunda cursiva es mía). 
Escéptico o no, el sistema queda anclado pues, decididamente, en un fenomenismo 
relacional, donde lo relacional queda siempre del lado de un a priori de la razón. La 
razón, que frente a lo dado por la experiencia es capaz de proporcionarnos universali-
dad, nunca hace otra cosa, en realidad, que calcular apariencias; así que, teniendo que 
ser conquistada por medio del esfuerzo y del trabajo, y un trabajo que se hace exclusi-
vamente sobre la base del lenguaje, no puede salir nunca del ámbito de lo sígnico, cuya 
última fundación, dejando aparte el lenguaje adánico anterior a la Caída, es siempre 
arbitrario y convencional (lo que para el individuo es a priori, parece entonces decir 
Hobbes, en una solución que recuerda a otras contemporáneas, resulta a posteriori para 
la especie ... ). Ahora bien; esto, que parece dejar sin verdadero fundamento -al menos, 
para un realista- el conocimiento del mundo creado por Dios, abre en cambio la posi-
bilidad de una fundamentación férrea para el mundo, justamente, creado por los hom-
bres (fundamentación que, me parece, era la auténtica preocupación de Hobbes). Quizá 
no en el campo de la Física, pues, pero sí en el campo de la auténtica creación huma-
na, esto es, en el de una Sociedad política, una Sociedad cuyo origen puede ser recons-
truido more geometrico, los conceptos hobbesianos alcanzarán el relieve fundacional que 
su autor les quiso dar. Como dice el De Homine: 
A los hombres sólo se les concede la ciencia de aquellas cosas cuya generación depende 
de su propia voluntad ... porque somos nosotros mismos quienes creamos las figuras hay 
geometría y es demostrable. Además, la política y la ética, esto es, la ciencia de lo justo 
y lo injusto, de lo bueno y lo malo, puede demostrarse a priori: de hecho, sus principios, 
los conceptos de lo justo de lo bueno y de los contrarios, nos son conocidos porque noso-
tros mismos creamos las causas de la justicia, esto es, las leyes y los tratados (op. cit., X, 
pgfo. 4). 
Así que nuestro camino, con Hobbes, parece conducirnos ahora hacia las cuestio-
nes éticas y jurídico-políticas. Ahora bien, sabido es de todos que Hobbes es, ante todo, 
y dejando aparte un sinnúmero de complejidades de su obra fundamental, un teórico 
del pacto social-más concretamente, del pacto social en su versión «negativa»: en aque-
lla que ofrece una visión altamente pesimista del «estado natural». Tenemos que ocu-
parnos, en otros términos, del «Dios mortal»: de la 'Civitas' de Hobbes. 
Para Hobbes, en efecto, en el estado natural, esto es, «fuera de la ciudad» (extra ciui-
tatem), «está el reino de las pasiones, la guerra, el miedo, la pobreza, la fealdad, la sole-
dad, la barbarie, la ignorancia, la crueldad» (De Cive, c. 10, pgfo. 1: en adelante, DC) 199; 
en una condición así, escribe en otra parte, 
no hay lugar para el trabajo, ya que el fruto del mismo se presenta como incierto; y, conse-
cuentemente, no hay cultivo de la tierra; no hay navegación, y no hay uso de productos que 
podrían importarse por mar; no hay construcción de viviendas, ni de instrumentos para 
mover y transportar objetos que requieran la ayuda de una fuerza grande; no hay conoci-
miento en toda la faz de la tierra; no hay cómputo del tiempo; no hay artes; no hay letras; 
no hay sociedad. Y, lo peor de todo, hay un constante miedo y un constantepeligro de pere-
cer con muerte violenta. Y la vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta 
(Leviatán [en adelante: L], I, 13; ed. Carlos Mellizo, pp. 107-108; las cursivas son mías). 
199 Cito por la edición de Joaquín Rodríguez Feo para Debate/CSIC (Madrid, 1993). Aquí, p. 90. 
180 
Lo que aquí se nos ofrece, pues, es una pintura del estado natural enormemente más 
radical que la propuesta, siglos antes, por aquel Protágoras, ya mencionado, que nos 
presenta Platón. Pues aquél, como se recordará, había aceptado desde luego el carácter 
intrínsecamente mejorable, y aun insostenible, de la situación humana anterior a la 
donación del aidós. Pero los hombres, allí, no sólo contaban ya con la articulación 
lingüística, sino también con el fuego, téchne universal; y disponían igualmente de un 
sentimiento religioso de veneración, así como de «vestidos, calzados, coberturas, y ali-
mentos del campo» (Protágoras, 322a). Les faltaba, tan sólo, ese «saber político» (téch-
ne politiké) que les permitiera vivir en comunidad, y no dispersos, empeñados en una 
mutua e inmediata destrucción. Visión más radical, pues, la de Hobbes. Y más radical 
incluso que aquella otra versión, también clásica, del mito prometeico que vino a ofre-
cer Esquilo (en el Prometeo encadenado): pues aquí Prometeo, contra lo expuesto por el 
pensador de Malmesbury, se vanagloria de haber dado a los hombres, que hasta enton-
ces vivían como en un sueño, no sólo el número, y el conocimiento de los ritmos esta-
cionales, sino también la escritura, que arrastra la memoria, más las artes edificatoria, 
navigatoria y agrícola (vv. 446 y ss.). Pero visión, en cambio, que sí se corresponde con 
la que, por su parte, presenta Spinoza, quien se limita a constatar «que aquellos que 
viven como bárbaros, sin gobierno alguno, llevan una vida mísera y casi animal y que 
incluso las pocas cosas que poseen, por pobres y vastas que sean, no las consiguen sin 
colaboración mutua, de cualquier tipa·que sea» (Tratado teológico-político, V); pues es el 
caso que «no hay nadie que no viva angustiado en medio de enemistades, odios, iras y 
engaños», de forma que «sin la ayuda mutua, los hombres viven necesariamente en la 
miseria y sin poder cultivar la razón» (id., XVI; la cursiva es mía). En el caso de Hobbes, 
en efecto, autor tan preocupado como el propio Spinoza por construir una doctrina 
more geometrico de la política 200, describir el «estado de naturaleza» no es otra cosa que 
describir la naturaleza humana misma, esto es, el hombre en cuanto tal. El hombre hob-
besiano, sin embargo, y como ya sabemos por la exposición arriba hecha de su doctrina, 
es sólo cuerpo. Como tal, suma; cantidad y movimiento. Cuerpo entre cuerpos, el 
hombre no puede por menos de recibir el influjo de los demás cuerpos, que en el suyo 
se manifiestan en forma de ese movimiento en el cerebro que llamamos «concepción», 
primero, y de ese movimiento en el corazón que llamamos «pasión», después. 
Experimentamos, pues, pasiones hacia los cuerpos: reacciones ante los mismos. En ella 
se basan, a su vez, nuestras acciones, porque la acción es únicamente la exteriorización 
de esa reacción. Así que éstas son las claves de nuestra conducta: el amor y el odio, 
ambos por los objetos, que cuando se ejercen en realización con objetos ausentes reci-
ben el nombre, respectivamente, de «deseo» y de «aversión» 201• Así que el hombre es 
200 «Porque lo que debemos a la física ella se lo debe a la geometría. Y si los filósofos morales 
hubiesen desempeñado su oficio con parecido éxito, no veo cómo el esfuerzo del hombre habría 
podido contribuir mejor a su felicidad en esta vida. Pues si se conociera la razón de las acciones 
humanas con el mismo grado de certeza con el que se conocen las razones de las dimensiones de 
las figuras, la ambición y la avaricia, cuyo poder se apoya en las falsas opiniones del vulgo acerca 
de lo justo y de lo injusto, quedarían desarmadas; y el género humano gozaría de una paz tan sóli-
da que no parece que hubiera que luchar en adelante (a no ser por el espacio que requeriría el 
aumento de la población)» (DC, «Dedicatoria»; ed. cit., p. 3). 
201 «Cuando este conato está dirigido hacia algo que lo causa, es llamado APETITO o DESEO ... 
Y cuando el conato tiende a apartarse de algo, es llamado AVERSIÓN. [ ... ] Lo que los hombres 
desean, se dice también lo AMAN. Y se dice que ODIAN aquello por lo que tienen aversión. De 
modo que el deseo y el amor son lo mismo, con la excepción de que, cuando decimos deseo, ello 
181 
un cuerpo apasionado, que odia y que desea. Y, así como la «naturaleza» humana es 
sólo, para Hobbes, la suma de sus facultades, eso que llamamos «voluntad» no es tam-
poco otra cosa, para él, que el conjunto de esas pasiones. De modo que, si la «volun-
tad» es aquello que tiende, tras deliberación, al bien, en la voluntad hobbesiana es el 
más fuerte de los sentimientos encontrados el que prevalece sin más y mueve a la volun-
tad. De ahí la sentencia general: 
Pero cualquiera que sea el objeto del apetito o deseo de un hombre, a los ojos de éste 
siempre será un bien; y el objeto de su odio y aversión será un mal; y el de su desdén, algo 
sin valor y despreciable (ibid.; p. 51). 
Por eso no hay, en este cálculo individual de las pasiones, bien o mal absolutos: cada 
hombre «llama bueno a lo que le agrada, y malo lo que le desagrada». Por eso, la des-
cripción hobbesiana del «estado de naturaleza», no siendo otra cosa que una descrip-
ción de la naturaleza misma pasional del hombre, no debe ser leída, a mi juicio, con 
acentos de escándolo ético, sino de sencilla demostración matemática. Ese estado es 
sólo lo que ocurre cuando, antes del pacto, la naturaleza 
dio a todos derecho a todo: esto es, en el estado meramente natural o antes de que los hom-
bres se vinculasen mutuamente con pacto alguno, a todos los era lícito hacer lo que qui-
sieran, así como poseer, usar y disfrutar de todo lo que quisieran y pudieran. Porque todo 
lo que alguien quisiera le parecería bueno para él por el hecho de quererlo, y podría o bien 
conducir a su conservación o al menos,parecer que conducía (DC, I, 10; ed. cit., p. 19). 
Y es que, contra lo que suponía Aristóteles, al estado civil o de sociedad no se llega, 
para Hobbes, «naturalmente», esto es, porque «no pueda suceder de otro modo», sino 
por accidente. La sociedad es un cuerpo artificial. «No buscamos por naturaleza com-
pañeros, sino obtener de los demás honor y comodidad» (DC, I, 2; p. 15). En el estado 
de «cuerpo natural», todos los hombres son iguales; pues todos disponen, en el fondo, 
del mismo poder de matar a los demás: 
Iguales son los que pueden lo mismo unos contra otros. Ahora bien, los que pueden lo 
más, es decir, matar, tienen igual poder. Por lo tanto los hombres son por naturaleza igua-
les entre sí (id., I, 3; p. 17). 
Si hay desigualdad, es en la medida en que se vive bajo el reino de.la ley civil poste-
riormente impuesta: esto es, en el estado civil o de razón. En el mundo (sólo lógica, no 
históricamente) 202 «previo» al de sociedad, en cambio, la igualdad reina entre todos, y el 
ámbito del Derecho viene fijado por una «razonabilidad» que se presenta como anterior 
a la «justicia» y a la «injusticia», al bien y al mal que sólo posteriormente serán fijados; 
la razonabilidad que consiste, vista la igualdad en la capacidad de matar, de extender 
hasta el máximo el propio poder de disposición, y preservar, tanto el propio cuerpo como 
los propios bienes, del igual derecho de los demás. La cita es larga, pero vale la pena: 
Así pues, entre tantos peligros, el precaverse de las amenazas que a diario acechan a todos 
por la codicia natural de los hombres no es en absoluto censurable, porque no podemos 
siempre significa que el objeto está ausente; y cuando decimos amor, que, en la gran mayoría de 
los casos, está presente. Asimismo, por aversión damos a entender la ausencia, y, por odio, la pre-
sencia del objeto» (L, I, 6; ed. cit., p. 50).202 «Pero aunque no hubiese habido ninguna época en la que los individuos estaban en una 
situación de guerra de todos contra todos ... » (L, I, 13; ed. cit., p. 108). 
182 
-
obrar de otro modo. Todos se ven arrastrados a desear lo que es bueno para ellos y a huir 
de lo que es malo, sobre todo del mayor de los males naturales que es la muerte; y ello por 
una necesidad natural no menor que la que lleva la piedra hacia abajo .. Por consiguiente 
nada tiene de absurdo ni de reprensible ni de contrario a la recta razón, el que alguien 
dedique todo su esfuerzo a defender su propio cuerpo y sus miembros de la muerte·y del 
dolor, y a conservarlo. Y lo que no va contra la recta razón, todos dicen que está hecho 
justamente y con derecho. Por el término derecho no se significa otra cosa que la libertad 
que todo el mundo tiene para usar de sus facultades naturales según la recta razón. Y de 
este modo, el primer fundamento del derecho natural consiste en que el hombre proteja, 
en cuanto pueda, su vida y sus miembros (DC, I, 7; p. 18; cursiva en el original). 
A la hora de protegerse, cada uno tiene derecho «a usar de todos los medios y a rea-
lizar cualquier acción sin la que no podrían conservarse». Y cada uno es juez compe-
tente, por derecho natural, para juzgar de la rectitud o no de sus acciones (id., 8, 9; 
pp. 18-19). En cuanto al problema de la fundamentación del Derecho (esto es, de la 
coacción legítima, autorizada), la situación era la misma que reina en las relaciones 
entre Dios y su Creación; porque «En el reino natural asiste a Dios el derecho de gober-
nar y de castigar a los que violen sus leyes, por el solo poder irresistible. [ ... ] Es evidente 
que si Dios tiene el derecho de reinar por su omnipotencia la obligación de obedecerle 
corresponde a los hombres por su debilidad» (DC, III, 15, 5 y 7; pp. 136 y 137). En este 
tiempo original, tiempo de guerra de todos los hombres-lobo de que hablaba Plauto (en 
la Asinaria) contrá todos los hombres-lobo, 
nada era injusto. Las nociones de lo moral y lo inmoral, de lo justo y de lo injusto no tie-
nen allí cabida. Donde no hay un poder común, no hay ley; y donde no hay ley, no hay 
injusticia. La fuerza y el fraude son las dos virtudes cardinales de la guerra. [ ... ] En una 
situación así, no hay tampoco propiedad, ni dominio, ni un mío distinto de un tuyo, sino 
que todo es del primero que pueda agarrarlo, y durante el tiempo que logre conservarlo 
(L, I, 13; ed. cit., p. 109). 
Es por eso inevit_able, dados estos presupuestos, que se produzca «la guerra de todos 
contra todos». L¡i anarquía generalizada del estado de naturaleza no podía por menos 
de resultar en una situación que, porque amenazaba constantemente la integridad físi-
ca de los participantes, anulaba el principal interés racional de éstos, a saber,'la conser-
vación de sí mismos: 
Pero no fue útil en absoluto a los hombres el que tuvieran de este modo un derecho común 
a todo. Pues el efecto de tal derecho viene a ser como si no existiera derecho alguno. 
Y aunque cualquiera podía decir de cualquier cosa: esto es mío, no podía disfrutarla por-
que el vecino, con el mismo derecho y con la misma fuerza, pretendía que era suya. [ ... ] 
no se puede negar que el estado natural de los hombres antes de la formación de la socie-
dad fuera la fuerza y no cualquier fuerza sino la de todos contra todos. ¿y qué es la GUE-
RRA sino el tiempo en que la voluntad de enfrentarse por la fuerza se declara con palabras 
o con hechos? Al tiempo restante se le llama PAZ (DC, I, 11-12; pp. 18-20)203• 
En los tiempos primeros, dice Hobbes en otro lugar, «vivir del robo ... no iba contra 
la ley natural» (DC, V, 2; p. 50). Y los hombres aislados de «entonces», del mismo modo 
que en la actualidad vemos hacerlo a las Repúblicas ya constituidas, ajenas a toda idea 
de «derecho de gentes», no podían por menos de luchar entre sí, visto que en la natu-
raleza del hombre encontramos 
203 Un texto paralelo, en L, I, 13; ed. cit., p. 107. 
183 
tres causas principales de disensión. La primera es la competencia; en segundo lugar, la 
desconfianza; y en tercer lugar, la gloria (L, I, 13; p. 107). 
Otras pasiones se imponen, pues, sobre los hombres, impulsándoles a buscar la paz: 
son el miedo a la muerte, el deseo de obtener las cosas necesarias para vivir cómoda-
mente, y la esperanza de que, con su trabajo, puedan conseguirlas (L, I, 13; p. 109). 
Por eso, la anarquía generalizada tenía necesariamente que anularse a sí mismo, dar 
paso a su propia negación. Nadie podría pensar que aquel estado fuese bueno. «Todo el 
que pensase que habría que permanecer en aquel estado en el que todo es lícito para 
todos, se contradice a sí mismo» (DC, I, 13; p. 20). Por eso vino la necesidad racional 
de buscar aliados. El miedo recíproco fue la causa de que, puesto que todos buscan lo 
bueno para sí mismos, y nadie podía considerar bueno semejante estado, se tratase por 
todos los medios de salir de él, e ingresar en el estado civil. «Hay que afirmar que el ori-
gen de las sociedades grandes y duraderas no se ha debido a la mutua benevolencia de 
los hombres sino al miedo mutuo» (DC, I, 1, 2; p. 17). No se piense, sin embargo, que 
el ingreso en dicho estado supuso algo así como el salto de la «irracionalidad» a la 
«razón». Ésta es, sin duda, una cuestión compleja en Hobbes, por cuanto que la razón 
parece ser tanto causa como efecto del pacto: es «por razón», una razón que ya estaba 
presente, a su manera, en el propio estado de naturaleza, como los hombres saltan al 
estado de la razón que llamamos civil. Dicho en términos hobbesianos, es por utilidad 
por lo que los hombres abandonan el estado bélico generalizado: 
Es claro que fuera del régimen del Estado cada uno conserva su libertad íntegra aun-
que infructuosa; porque el que gracias a su libertad todo lo hace a su arbitrio, gracias a 
la libertad de los demás todo lo padece al arbitrio ajeno. Ahora bien, una vez consti-
tuido el Estado, cada ciudadano conserva la libertad que le basta para vivir bien y con 
tranquilidad, y a los demás se les quita lo justo para que no sean de temer. Fuera del 
Estado cada uno tiene tanto derecho a todo, que no puede disfrutar de nada, pero en 
el Estado todos disfrutan con seguridad de un derecho delimitado. Fuera del Estado 
cualquiera puede expoliar y matar a cualquiera, pero en el Estado sólo uno puede 
hacerlo. Fuera del Estado nos protegen sólo nuestras propias fuerzas, en el Estado las de 
todos. Fuera del Estado nadie tiene seguro el fruto de su trabajo, en el Estado todos 
(DC, X, l; p. 88-90). 
Ya hemos visto en obra, en efecto, dentro del propio estado natural, a la razón. 
Fundaba el «derecho» (que no «ley») natural a conservar el propio cuerpo y sus miem-
bros. Por «ley natural», en efecto, no debe entenderse otra cosa que «un dictamen de la 
recta razón acerca de lo que se ha de hacer u omitir para la conservación, a ser posible 
duradera, de la vida y de los miembros» (DC, 11, 1; p. 23)2º4• Así que la primera y fun-
damental ley de la naturaleza será que «hay que buscar la paz donde pueda darse; y 
donde no, buscar ayudas para la guerra» (id., 2; ibid.)205• De esta ley natural o «dicta-
men de la recta razón» se derivan otras muchas (diecinueve en L, resumidas en el «no 
hagas a otro lo que no quisieras que te hiciesen a ti»: I, 15; p. 132); pero el principal, a 
204 En L se formula así: «Una LEY NATURAL, lex naturalis, es un precepto o regla general, des-
cubierto mediante la razón, por el cual a un hombre se le prohíbe hacer aquello que sea destruc-
tivo para su vida, o elimine los medios de conservarla» (L, I, 14; p. 110). 
205 Cfr. L, I, 14: «Como consecuencia, es un precepto o regla general de la razón el que cada 
hombre debe procurar la paz hasta donde tenga esperanza de lograrla; y cuando no puede conseguirla, 
entonces puede buscar y usar todas las ventajas y ayudas de la guerra» (ed. cit., p. 111; cursiva en el 
original). 
184 
los efectos de preparar el camino lógico que Hobbessigue hacia la paz, será éste: «no 
debe mantenerse el derecho de todos a todo, sino que algunos derechos deben transfe-
rirse o se debe renunciar a ellos» (id., 3; ibid.)206• El paso previo que la razón impone a 
los hombres, si es que éstos quieren conservar su vida, es la renuncia. El que no cede su 
derecho obra, en consecuencia, contra la paz, y obrar contra la paz es tanto como obrar 
contra la naturaleza. Es por imperativo mismo de la ley natural, que ordena al hombre 
ser egoísta, por lo que tiene que llegarse, como vemos, al pacto. Donde por «pacto» o 
«convenio» se entiende aquel contrato (siendo un contrato, para Hobbes, «la acción de 
dos o más que se transfieren mutuamente sus derechos» (DC, 11, 9; p. 25)207, aquel con-
trato, digo, en el que 
uno de los contratantes puede entregar la cosa cumpliendo con su parte del contrato, y 
dejar que el otro cumpla con la suya en un momento posterior determinado, fiándose de 
él mientras tanto ... ; o también puede suceder que ambas partes convengan en cumplir 
después lo pactado (L, I, 14; ed. cit., p. 113). 
El «pacto», en otros términos, es un contrato basado en la mutua confianza para 
el futuro. Por eso, «si hay una voluntaria falta de cumplimiento, se dice que ha incu-
rrido en una violación de confianza» (ibid.) Que pacta sunt servanda; que los compro-
misos son para cumplirlos y que hay que estar a lo pactado se convierte así, inevita-
blemente, en la sistemática de nuestro autor, en una tercera ley de la naturaleza 
(esto es, de la razón): «De esa ley de la naturaleza que nos obliga a transferir a otro 
esos derechos que, de ser retenidos, impiden la paz de la humanidad, se deriva una 
tercera ley, que es ésta: que los hombres deben cumplir los convenios que han hecho» (L, I, 
15; p. 121). Esta tercera ley es fundamental: con ella se instaura la justicia. Porque 
sólo donde hay un convenio que respetar, y no antes, puede hablarse de actos «jus-
tos» o «injustos» 208• Sin esa confianza básica, en efecto, nunca podría surgir, de los 
cuerpos naturales, esa «persona jurídica», ficticia, ese cuerpo social que llamamos, 
en latín, «civitas»: «ese gran LEVIATÁN, o mejor, para hablar con mayor reverencia, 
ese dios mortal a quien debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y seguridad» (L, II, 
17; p. 145). En oposición al Estado «por adquisición», el único medio en que el 
Estado «político», o Estado «por institución», puede surgir con la •misión que le 
corresponde, «dándoles [a los hombres] seguridad que les permita alimentarse con el 
fruto de su trabajo y con los productos de la tierra y llevar así una vida satisfecha», 
es el de que los hombres erijan un poder común que les defienda; para lo cual han 
206 En L, por su parte, se formula así: «un hombre debe estar deseoso, cuando los otros lo están 
también, y a fin de conseguir la paz y la defensa personal hasta donde le parezca necesario, de no 
hacer uso de su derecho a todo, y de contentarse con tanta libertad en su relación con los otros 
hombres, como la que él permitiría a los otros en su trato con él» (I, 14; p. 111). 
207 En L: «La transferencia mutua de un derecho es lo que los hombres llaman un CON-
TRATO» (I, 14; p. 113). 
208 «Y en esta ley de la naturaleza consiste la fuente y el origen de la JUSTICIA. Porque donde 
no ha tenido lugar un convenio, no se ha transferido ningún derecho a todo; y, en consecuencia, 
ninguna acción puede ser injusta. Pero cuando un convenio ha sido hecho, entonces es injusto 
quebrantarlo. Y la definición de INJUSTICIA no es otra que el incumplimiento de un convenio. Y 
todo aquello que no es injusto, es justo» (L, I, 15; p. 121). En el estado de naturaleza, en efecto, 
«nada puede ser injusto. Las nociones de lo moral y de lo inmoral, de lo justo y de lo injusto no 
tienen cabida allí» (Id., 13; p. 109). La fuente de la juridicidad, lo mismo que la de la eticidad, es 
tan positiva como la de la propia sociedad: «Donde no hay un poder común, no hay ley; y no 
donde no hay ley, no hay injusticia» (ibid.). 
185 
de «conferir todo su poder y toda su fuerza individuales a un solo hombre o a una 
asamblea de hombres que, mediante una pluralidad de votos, puedan reducir las 
voluntades de los súbditos a una sola voluntad» (ibid.; p. 144). Se trata, en última 
instancia, de que un solo individuo, o una asamblea de ellos, se erija en representa-
ción de todos. En la medida en que se compromete a ser representado por tal asam-
blea o individuo, cada contratante se responsabiliza como autor de todo aquello que, 
en lo referente a la paz y la seguridad comunes, haga el representante; y somete su 
voluntad y juicio a la voluntad y juicio de aquél. «Esto es algo más que consenti-
miento o concordia: es una verdadera unidad de todos en una y la misma persona, 
unidad a la que se llega mediante un acuerdo de cada hombre con cada hombre» 
(ibid.). Lo que eilcontramos, a partir de ese momento, es «una multitud unida en una 
persona». s·u poder, y su fuerza, provienen de los que le da cada uno de los partíci-
pes en el pacto. Y de ahí que, por el miedo que causa tanto poder, «pueda hacer que 
las voluntades de todos se dirijan a lograr la paz interna y la ayuda mutua contra los 
enemigos de fuera» (ibid.; p. 145). «El que somete su voluntad a la de otro le trans-
fiere el derecho de sus fuerzas y facultades con el fin de que cuando todos hubieran 
hecho lo mismo, aquél al que se someten sea dueño de una fuerza tal que por miedo 
de ella pueda conformar las voluntades de todos en orden a la unidad y la concor-
dia» (DC, V, 8; p. 53). El Estado, que así surge por transferencia de voluntades, surge 
como una persona; ficticia, pero persona: una «sociedad» o «persona civil»: «Unio 
autem sic facta, appellatur ciuitas', siue societas ciuilis, atque etiam persona ciuilis» 
(DC, V, 9; p. 53). Una persona civil 
de cuyos actos, por mutuo acuerdo entre la multitud, cada componente de ésta se hace 
responsable, a fin de que dicha persona pueda utilizar los medios y la fuerza particular de 
cada uno como mejor le parezca, para lograr la paz y la seguridad de todos (ibid.). 
El Estado, en suma, es «una sola persona cuya voluntad, como consecuencia de los 
acuerdos de muchos hombres, ha de tenerse en lugar de la de todos para que pueda 
disponer de las fuerzas y de las facultades de cada uno para la paz y la defensa común» 
(DC, V, 9; p. 53). La persona de ~se Estado, continúa diciendo Hobbes, se encarna en· 
el soberano; los demás se transforman en súbditos suyos. «Esta persona del Estado está 
encarnada en lo que se llama el SOBERANO, de quien se dice que posee un poder sobe-
rano; y cada uno de los demás es su SÚBDITO» (L, I, 17; p. 145). Quién sea específica-
mente ese «soberano», ese depositario de la soberanía, ya hemos visto por los textos 
anteriores que resulta relativamente poco importante: «En todo Estado, se dice que 
tiene el PODER SUPREMO (SVMMAM POTESTATEM), o el DOMINIO, el hombre o la asamblea 
(Concilium) a cuya voluntad .han sometido los demás la suya» (DC, V, 11; p. 54). La 
soberanía puede encarnarse en la Asamblea misma de los contratantes, en un grupo de 
personas, o en una persona sola: los diferentes regímenes políticos, democracia, aris-
tocracia, monarquía, responden a esas diferencias. Y tampoco resulta decisivo el hecho 
de que Hobbes, como es notorio, se inclinase personalmente por la monarquía. Lo cru-
cial es otra cosa: que la soberanía sea indivisible, inalienable, incompartible (de forma 
que, si existen otras autoridades, es sólo por permiso y delegación de la absoluta en que 
se encarna la soberanía). Son las exigencias, aquí como en otros campos, de la idea 
misma de perfección: 
De todo lo dicho se desprende con claridad que en todo Estado perfecto ... reside en algu-
no el poder supremo, que es el mayor que pueden conceder con derecho los hombres, y 
mortal alguno poseer en sí mismo. A ese poder, que es el máximo que puede transferir a 
un hombre, lo llamamos ABSOLUTO.[ •.. ] Porque aunque a veces se pueda dudar acerca de 
186qué hombre o qué asamblea es el que tiene el poder supremo en el Estado, sin embargo ese 
poder siempre existe y se ejerce ... (DC, II, 6, 13; pp. 60-61) 209• 
De aquí se desprende que, sea quien sea el que ejerza la soberanía, el poder sobera-
no siempre debe ser, para Hobbes, absoluto. Cuando «una multitud de hombres estable-
ce un convenio entre todos y cada uno de sus miembros, según el cual se le da a un hombre 
0 a una asamblea de hombres, por mayoría, el derecho de personificar a todos, es decir, de 
representarlos», se dice que se ha instituido el Estado (L, I, cap. 18; p. 146). Y lo que se 
deriva de esa institución, según Hobbes, es que los súbditos no pueden cambiar la forma 
de gobierno, el poder soberano es inajenable, nadie puede protestar contra esa institu-
ción, acordada por la mayoría, el soberano es inimputable, así como quien determina lo 
necesario para mantener la paz y la defensa de sus súbditos, juez acerca de qué doctri-
nas deben impartirse, determinador de las reglas de la propiedad, titular del derecho de 
hacer la guerra y la paz, de escoger a sus consejeros y ministros, de premiar o castigar, 
establecer honores y jerarquías ... derechos que tienen, todos, el carácter de indivisibles 
(L, id., pp. 146 y ss.). Y lo mismo se diga en el caso del Estado constituido «por adqui-
sición» (id., 20, p. 166). Y es que, sean las que sean las consecuencias negativas que pue-
dan derivarse de la cesión de autonomía al soberano, siempre serán más leves que las 
que acarrea la anarqu~a: 
Parece así evidente, según pienso, que según la razón y según la Escritura, cuando el 
poder soberano reside en un hombre, como ocurre en una monarquía, o en una asamblea 
de hombres, como sucede en los Estados populares y aristocráticos, es tan grande como 
quepa imaginar. Y aunque de un poder tan ilimitado puedan los hombres imaginar que se 
derivan muchas consecuencias malas, las consecuencias que se derivan de la falta de él, 
que es la guerra perpetua de cada hombre contra su vecino, son mucho peores. La con-
dición humana en esta vida nunca estará libre de inconvenientes, pero en ningún estado 
hay inconveniencia más grande que la que procede de la desobediencia de los súbditos y 
del quebrantamiento de esos convenios en virtud de los cuales existe el Estado (L, I, 21, 
pp. 171-172). 
Lo que así se ha constituido (o adquirido por el medio que sea, sucesión o conquis-
ta) no es otra cosa, en definitiva, que «un hombre artificial» (L, I, 21; p. 17 5), el Estado, 
cuya «alma» es la soberanía (id., 181). Como un cuerpo más, por tanto, ese cuerpo 
necesitará «órganos» (que serán los ministros y funcionarios: cap. 23); necesitará 
«nutrición» (que son los bienes que produce y distribuye: cap. 24; y ha de tenerse en 
cuenta que «el dinero», dice Hobbes, «es la sangre del Estado»: id.; p. 205); y necesi-
tará un sistema de lazos que lo mantengan unido, las leyes civiles (en orden a las cua-
les, en consecuencia con todo lo dicho, Hobbes defenderá que «en todos los Estados, el 
legislador es únicamente el soberano», el cual «no está sujeto a las leyes civiles»: L, I, 
cap. 26, p. 216). Como todos los organismos, por lo demás, el Estado estará sometido al 
peligro de debilitarse o disolverse; y de las causas que promueven semejante ruina no 
será la menor la de que, en él, el soberano se contente con un poder inferior al absolu-
to (cap. 29, p. 257). Pero no sólo eso: corrompen el Estado, a juicio de Hobbes, princi-
pios como el del juicio privado de conciencia en cuestiones de moralidad, que el sobe-
rano está sujeto a las leyes civiles, que la propiedad privada es inviolable frente al 
derecho del soberano o que el poder soberano puede dividirse (con las consiguientes 
opiniones hobbesianas acerca de la bondad de los llamados «gobiernos mixtos»: pp. 258 
209 Sobre los derechos y facultades de la soberanía, vid. todo el capítulo 18 de la primera parte 
del Leviatán (ed. cit., pp. 146 y ss.): «De los derechos de los soberanos por institución». 
187 
y ss.). Un Estado sin dinero, o con excesiva concentración de la riqueza en unas pocas 
manos, o con líderes carismáticos que no sean el propio soberano, corre también peli-
gro. Que son funciones del soberano, por su parte, las de procurar la seguridad de los 
ciudadanos, mediante la instrucción al pueblo y las leyes que dicte, interprete y haga 
cumplir (especialmente, en lo que las leyes lleven aparejado de castigo o de recompen-
sa), parece ahora algo obvio (cap. 30; pp. 267 y ss.). Cuando todo esto ha quedado sufi-
cientemente aclarado, sin embargo, es cuando puede empezar a entenderse, me parece, 
a qué meta última se endereza el L, y en qué consiste la almendra de su doctrina. Es 
Hobbes mismo quien lo expresa: 
Que la condición de mera naturaleza, es decir, de absoluta libertad, como la de aquellos 
que ni son soberanos, ni son súbditos, es la anarquía y el estado de guerra; que los pre-
ceptos por los que los hombres se guían para evitar esa condición son las leyes de la natu-
raleza; que un Estado sin un poder soberano es sólo una palabra sin sustancia y no puede 
sostenerse; que los súbditos deben a los soberanos simple obediencia en todo aquello en 
lo que dicha obediencia no repugna a las leyes de Dios, son cosas que he probado sufi-
cientemente en lo que llevo escrito hasta aquí. Sólo queda ahora, para llegar a un cono-
cimiento completo del deber civil, saber cuáles son esas leyes de Dios. [ ... ] Y consideran-
do que el conocimiento de toda ley depende del conocimiento del poder soberano, diré 
algo, en lo que sigue, acerca del REINO DE DIOS (L, I, 31, p. 282). 
La meta confesada a que tiende, pues, todo el discurso del Leviatán, no es otra que 
ésta: establecer el verdadero significado, basado tanto en la razón como en la Escritura, 
de la expresión «Reino de Dios». De forma que, si las dos primeras partes del L se han 
ocupado de establecer la doctrina «Del Hombre» y la «Del Estado», las dos restantes, 
de una forma que acaso resulte sorprendente para el lector contemporáneo (pero no 
lo sería nada para el de la época), llevan por título, respectivamente, «De un Estado 
cristiano» y «Del Reino de las Tinieblas». Y es que la Tercera y Cuarta partes del 
Leviatán constituyen una violentísima diatriba contra la Iglesia de Roma. Mejor dicho: 
contra aquella interesada malinterpretación de la Escritura que bajo la expresión 
«Reino de Dios» han querido leer «la Iglesia actual, o la multitud de los cristianos que 
ahora viven, o que, estando muertos, resucitarán otra vez en el último día» (L, IV, 44; 
p. 469). «Y, por tanto, siguiendo la ya mencionada regla del cui bono, podemos decla-
rar justamente que los autores de estas tinieblas espirituales son el Papa y el clero 
romano y, además, todos los que se empeñan en implantar en las mentes de los hom-
bres esta errónea doctrina, a saber: que la Iglesia que hay ahora en la tierra es aquel 
reino de Dios que se menciona en el Antiguo y en el Nuevo Testamento» (p. 532). Una 
larga y complicada disquisición, altamente erudita, acerca del significado del término 
en la Escritura, en cambio, lleva a Hobbes a sostener la tesis exactamente contraria: 
que el «Reino de Dios», instituido en la época de Moisés, lo fue sólo para los judíos, y 
qu_e pereció desde el momento mismo en que, con Saúl, los judíos pidieron a su Dios, 
y Este aceptó, tener un rey como las demás naciones. «A partir de entonces, no hubo 
en el mundo reino de Dios alguno instituido por pacto, ni por cualquier otro procedi-
miento, excepto en la medida en que Dios era, como lo fue siempre, rey de todos los 
hombres y de todos los seres creados, y gobernador del mundo según su voluntad, en 
virtud de su poder infinito» (ibid.). Cierto que Cristo, anunciando su segunda venida, 
prometió la restauración de ese reino. Y que los cristianos, en la medida en que espe-
ran en la promesa, viven ya en el reino de la gracia. Pero, entretanto, «el reino de Dios 
no ha llegado aún, y no estamos bajo más reyes, mediante pacto, que bajo nuestrossoberanos civiles» (ibid.). Las leyes de Dios, en este contexto, no son cosa distinta de 
las leyes de la naturaleza. Y ya desde el principio del Leviatán (I, caps. 14 y 15) ha deja-
188 
do establecido Hobbes cuáles son esas leyes que, por ser de naturaleza, se deben tam-
bién a Dios: 
Es un precepto o regla general de la razón el que cada hombre debe procurar la paz hasta 
donde tenga esperanza de lograrla; y cuando no puede conseguirla, entonces puede buscar y usar 
todas las ventajas y ayudas de la guerra. La primera parte de esta regla contiene la primera 
y fundamental ley natural, que es ésta: buscar la paz y mantenerla. [ ... ] De esta ley funda-
mental de naturaleza que manda a los hombres empeñarse en conseguir la paz, se deriva 
esta segunda ley: que un hombre debe estar deseoso, cuando los otros lo están también, y a fin 
de conseguir la paz y la defensa personal hasta donde le parezca necesario, de no hacer uso de 
su derecho a todo, y de contentarse con tanta libertad en su relación con los otros hombres, como 
la que él permitiría a los otros en su trato con él (L, I, 14; p. 111). 
La oposición entre un Estado reformado que se confunde con la Iglesia y una Iglesia 
de Roma que pretende dominar político-religiosamente sobre los Estados, es pues, para 
Hobbes, tanto como una oposición entre el verdadero Reino de Dios y el Reino de las 
Tinieblas. Porque la Iglesia de Roma (que ha heredado -procesiones, culto de latría, Sumo 
Pontífice ... - tantos elementos de la religión romana sobre la que se impuso, y que, con su 
afición a Aristóteles y a hablar de entidades espirituales, en el fondo se ocupa tanto de 
demonios, y se parece tanto al reino de las brujas: L, IV, 47; pp. 535-536) al declararse a 
sí misma verdadero Reino de Dios, ha pretendido hacerse con una soberanía temporal que 
no sólo no ha podido ser más funesta, sino que ni siquiera le corresponde. Porque, una vez 
más, las leyes de Dios son sólo las leyes de la naturaleza, y éstas no nos imponen más obli-
gación, como hemos visto, que la de conseguir y mantener la paz. La fe, en efecto, no tiene 
en Hobbes otro contenido básico que éste: la creencia de que Jesús es el Cristo. Así que 
para el hombre que vive en el verdadero Reino de Dios (esto es, bajo la soberanía del 
Altísimo), guardar y obedecer Sus leyes no significa otra cosa que guardar y obedecer las 
leyes de la naturaleza; leyes que, en la medida en que éstas le obligan a conservarse a sí 
mismo y a conservar a sus semejantes, le impelen (ahora por derecho divino) a seguir en 
todo los mandatos de su soberano temporal, al menos en lo que no contradiga el impera-
tivo básico de la paz. Y también, desde luego, a defenderle con todas sus fuerzas en caso 
de peligro: «A las Leyes de Naturaleza ... añado ahora ésta: que todo hombre está obligado 
por naturaleza, hasta donde le sea posible, a proteger a la autoridad en tiempo de guerra, pues es 
esa autoridad quien lo protege a él en tiempo de paz» (L; p. 540). Es por eso, en última ins-
tancia, por lo que el estado absoluto tiene tras de sí una lógica que se confunde no sólo 
con la fuerza misma de las cosas, sino también con el concepto teológico de «Reino de 
Dios»: es una posición teológica, en definitiva, la que lleva a admitir la potestad del sobe-
rano temporal a que cada uno esté sometido para intervenir igualmente en cuestiones 
espirituales. Que el Reino de Dios, hoy por hoy, no pueda ser sino el Estado; y que no haya 
más «iglesia» que la de los ciudadanos reunidos en la obediencia a un poder tan ecle-
siástico como temporal, un poder como el instaurado por Enrique VIII o por Isabel 
(L; pp. 536-537): ésa parece la conclusión última de un «Discurso sobre el Gobierno 
Civil y Eclesiástico», que, como advierte su autor, fue «ocasionado por los desórdenes de 
la hora presente» (L; p. 24 7). Y es que es más que probable, por lo que vemos, que la 
solución hobbesiana a los problemas de la política, que hoy tendemos a analizar sobre un 
plano meramente abstracto de análisis social, se formulara inicialmente bajo el omnipre-
sente manto de las Guerras de Religión (y como solución, a la vez, igualmente religiosa). 
Desde el momento mismo en que fue propuesto, el hobbesianismo político ha sido 
como se sabe motivo permanente de discusión. Ahora bien: históricamente hablando, 
las tesis hobbesianas en filosofía natural, habrían de quedar, de una forma u otra, en una 
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cierta posición de inferioridad. Y es que, como hemos visto, en el horizonte habían apa-
recido las reflexiones cartesianas, que determinarían todo un mundo. Que Hobbes se 
mantuvo const~temente alejado de ellas es, lo diremos una vez más, tan conocido como 
notorio. Pero también otros filósofos se creyeron poco menos que moralmente obliga-
dos a apartar sus rutas de las transitadas por Descartes. Es, especialmente, el caso de 
Pascal. 
190 
XIV El Dios oculto de Pascal 
Pascal, en efecto, nunca pudo perdonar a Descartes. Y sus motivos eran teológicos. 
Sospechaba que bien hubiese querido erradicar aquél a Dios de su filosofía. Y es que no 
debe creerse que a lo largo de este período no llegó a conocerse otro Dios que este «de 
los filósofos», de los (así llamados) «racionalistas»: un Dios del que, sin duda, se predi.-
ca la incomprensibilidad; pero que, en última instancia, entrega el todo de su naturale-
za a la sola inspección de la navaja mental. De Cusa a Voltaire, por el contrario, se desa-
rrolla como hemos visto continuadamente, junto a la línea más aparente del Dios 
«inteligible para la razón», la otra línea, tan antigua como la primera, pero acaso más 
secreta, del Dios oscuro, del Dios «inaccesible para la razón». Un Dios como el que cier-
tamente dibuja, en plena crisis jansenista, Blaise Pascal (1623-1662). La figura es cono-
cida. Se trata de un genio precoz de las matemáticas; un geómetra que ya a los dieciséis 
años publica, en el Essay pour les coniques, el teorema que lleva su nombre; un calculista 
que, desde los dieciocho, diseña y construye máquinas de calcular -y que, más adelan-
te, habrá de poner, junto eón Fermat, los bases fundamentales del cálculo de probabili-
dades-; un físico qi'ie se mostró emprendedor en el campo de la hidrostática experi-
mental... y, en fin, un filósofo. Un filósofo a quien ciertas experiencias de conversión, 
especialmente las tenidas en Port-Royal durante la noche del 23 de noviembre de 1654, 
habrían de transformar, si no en místico, sí al menos en teólogo. Un texto celebérrimo, 
los «Pensamientos» (Pensées), constituye, junto con las «Cartas provinciales» (Lettres 
Provinciales), el testimonio documental de lo que semejante revelación pudo contener. 
Y lo que se muestra, ante todo, es un Dios de misterio en cuyo concepto resuena, ante 
todo, la antigua nota, desde luego cusana, pero, también anterior, de la «ocultación»: 
vere tu es deus absconditus, «verdaderamente eres tú un Dios escondido»; en esta decla-
ración parece resumirse toda la sabiduría de los Pensées (242/585) 210• Este Dios, a quien 
el «Memorial» tan celosamente guardado considera -entre lágrimas de alegría, y bajo el 
210El primer numeral de las cifras por las que se citan los Pensées corresponde al de la edición 
Lafuma («l'.Intégrale»: cfr. Bibliografía); el segundo, al de la edición Brunschvicg (que también 
facilita la primera). Una idea parecida se encuentra en los fragmentos 921/518 ( «Deus abscondi-
tus») y 781/242. 
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