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107 UNIDAD 7 La parte orgánica de la Constitución Nacional (II) A. El Poder Ejecutivo. Estructura. Elección, duración y destitución del Presidente. Competencia. El Jefe de Gabinete y los Ministros. Modos de expresión formal. Los decretos de necesidad y urgencia. B. El Poder Judicial. Particularidades. La independencia del Poder Judicial. Estructura del Poder Judicial nacional. Elección y remoción de los jueces nacionales. Competencia de la justicia nacional. Otros órganos del Poder Judicial. C. Control de constitucionalidad: noción. Principales características del control federal. A. El Poder Ejecutivo Sin lugar a dudas, el Poder Ejecutivo constituye el sector estatal más complejo y diversificado, y también -según ya lo anticipamos-, es el que ha experimentado mayores cambios fisonómicos a lo largo de la historia, ya que ha sido el principal destinatario de los cambios ideológicos de la política y del Derecho. Es pertinente citar en este punto a CASSAGNE, quien -siguiendo a BIDART CAMPOS- afirma que “para comprender cabalmente la naturaleza del Poder Ejecutivo y sus atribuciones resulta necesario advertir que se trata del núcleo originario del cual, por aplicación de la doctrina de separación de poderes, fueron desprendiéndose funciones legislativas y jurisdiccionales que se atribuyeron a otros órganos especializados. Aun cuando inicialmente se pretendió reconocerle sólo la función administrativa, sus funciones no se limitan, como su nombre parece sugerirlo, a la mera ejecución de las leyes; por el contrario, él es quien tiene a su cargo el impulso de la actividad estatal”. Estas ideas se evidencian de modo bastante claro en el pensamiento de los ideólogos del constitucionalismo nacional; tanto es así que ALBERDI aconsejaba que, dentro de la Constitución, debía darse “todo el poder posible” al Poder Ejecutivo. Efectuaremos a continuación un repaso de las normas constitucionales relativas al Poder Ejecutivo. Ellas refieren -como suele ocurrir con los textos constitucionales- a la organización básica de este Poder y a los grandes lineamientos de su competencia. En este sentido, es recomendable no perder de vista que seguiremos estudiando al Poder Ejecutivo en las unidades subsiguientes, cuando pongamos la atención en la concreta función administrativa desarrollada por los órganos que lo integran (es decir, por la “Administración Pública”), verificando, de ese modo, que además de la lógica subordinación que deben tener las normas administrativas 108 respecto de la Constitución, existe una notoria cercanía entre los contenidos del Derecho Administrativo y del Derecho Constitucional. Estructura Según el artículo 87, “El Poder Ejecutivo de la Nación será desempeñado por un ciudadano con el título de 'Presidente de la Nación Argentina' ”. Aclaremos que el Presidente no ejerce “toda” la función ejecutiva; en todo caso, es el órgano máximo -“cabeza”; “titular”- de este gran poder estatal. Es cierto que la Constitución, con base en la aludida jerarquía, le asigna con exclusividad al Presidente determinadas potestades políticas que no tiene cualquier órgano administrativo, pero -reiteramos- ello no debe hacernos perder de vista que la función ejecutiva (o administrativa) del Estado nacional es prestada por una serie de órganos y sujetos que se insertan -a través de diversas técnicas- dentro del gran ámbito del Poder Ejecutivo. La Constitución, de hecho, alude a varias de esas expresiones de actuación administrativa, cuando refiere, por ejemplo, a las “entidades de seguridad social” (art. 14 bis); a un “organismo fiscal federal” (art. 75, inc. 2); a un “banco federal” (art. 75, inc. 6); o a las universidades nacionales (art. 75, inc. 19), entre otros supuestos. El panorama, claro, se complementa con una nutrida cantidad de normas infraconstitucionales. El órgano “Presidencia” es unipersonal. Lo enfatizamos porque la primera parte del artículo 100 podría dar a entender lo contrario, al establecer que los ministros y el Jefe de Gabinete “refrendarán y legalizarán los actos del presidente por medio de su firma, sin cuyo requisito carecen de eficacia”. Nos inclinamos en favor de la unipersonalidad ya que la norma habla sólo de “eficacia” -y no de validez-, y la participación de los Ministros -jerárquicamente inferiores- aparece en un segundo plano respecto de una decisión principal adoptada por el Presidente. Más adelante nos detendremos en las figuras de los Ministros y de Jefe de Gabinete de Ministros, ya que ellas tienen una regulación propia. En cuanto al vicepresidente, debemos decir que se trata de una figura un tanto extraña en cuanto a su ubicación institucional: en el tramo electoral integra la fórmula del Poder Ejecutivo (junto con el candidato a Presidente), aunque, una vez electo e investido del cargo, pasa a integrar el Poder Legislativo (preside el Senado; sin voto, salvo caso de empate; v. art. 57). Sin embargo, suple al presidente en caso de enfermedad, ausencia, muerte, renuncia o destitución (art. 88); de este modo, pasa a ejercer de modo provisorio el Poder Ejecutivo. Fuera de ese supuesto excepcional, es válido decir que no forma parte del Poder Ejecutivo. 109 Elección, duración y destitución del Presidente El Presidente de la Nación es un órgano “elegido directamente por el pueblo” (art. 94), en base a las mayorías indicadas por la Constitución, calculadas sobre la totalidad de votos válidos afirmativos. Según la Constitución Nacional -y ya lo anticipamos-, su postulación debe efectuarse obligatoriamente junto a un candidato a Vicepresidente, con quien conforma una “fórmula”. Si la fórmula más votada obtiene, al menos, el 45% de los votos, sus integrantes son proclamados Presidente y Vice de la Nación. Lo propio ocurre si la fórmula obtiene el 40% de los sufragios y, además, presenta una ventaja de más de 10 puntos respecto de la fórmula que le sigue en orden. Si la fórmula ganadora no llegara a lograr los porcentajes y, en su caso, la ventaja recién señalados, corresponde dirimir la elección en una segunda vuelta (denominada usualmente “balotaje”), entre las dos fórmulas más votadas. Ver, en este sentido, los artículos 96, 97 y 98 de la Constitución Nacional. Para ser electo Presidente (y vice), el artículo 89 exige ser argentino nativo -o ser hijo de argentino nativo, para el nacido en el extranjero- y las demás condiciones para ser elegido senador (recordemos: 30 años de edad y 6 años de ejercicio de la ciudadanía; el requisito de la pertenencia a una provincia no resulta aplicable al caso). El Presidente y el Vicepresidente duran en sus cargos cuatro años; y pueden ser reelegidos en esos mismos cargos (o sucederse recíprocamente) por un solo período consecutivo. Si hubo una reelección o una sucesión recíproca, pueden volver a ser elegidos, pero con intervalo de un período (art. 90). En cuanto a la destitución del Presidente y del vicepresidente, rige como única posibilidad el mecanismo de juicio político, a cargo del Congreso. En el mismo, actúa la Cámara de Diputados como acusadora y el Senado dictando el fallo final. Es importante recordar que la consecuencia que puede seguirse del juicio político -al menos, en nuestro país; aunque ello es lo habitual en el Derecho comparado- es la separación del funcionario de su cargo. La Constitución agrega un único efecto adicional: la imposibilidad de ocupar, en el futuro, cargos en la Nación (art. 50). Según el texto constitucional (art. 53), las causales que pueden dar lugar a la formación del juicio político son, básicamente, dos: el mal desempeño y la comisión de delitos; en este último caso, con una doble variante: delitos simples o en ejercicio de las funciones respectivas. La noción del “mal desempeño” es, ciertamente, amplia y permite dar cabida a una variedad de actos que, en base a la apreciación delcaso, se consideran gravemente desfavorables desde el punto de vista político. No hace falta que esos hechos sean 110 necesariamente ilegales; incluso se piensa que puede incluir a los supuestos de inhabilidad física (SAGÜÉS). Sí está claro que la imputación debe referir a actividades que guarden relación con la función desempeñada. Por su parte, con relación a la causal referida a la comisión de delitos, cabe preguntarse si puede el Congreso establecer que un funcionario ha cometido un delito, siendo que ello corresponde a la competencia del Poder Judicial. La respuesta no es sencilla, porque o bien compromete la división de poderes, o bien deja sin contenido a la norma constitucional. Conciliando una y otra posibilidad, parecería que lo que el Congreso debe hacer es una evaluación de la conducta con relación a una figura delictual concreta -sin llegar a condenar, claro-, independientemente de lo que pueda entender el juez ordinario, una vez producida la destitución. En otro orden, hay acuerdo en la doctrina en relación a que los delitos a que refiere esta norma deben ser, necesariamente, dolosos -es decir, cometidos con intención-, quedando fuera del radio del juicio político la hipótesis de delitos culposos -esto es, los que se cometen por descuido o negligencia-. Si bien la Constitución no contiene ninguna norma expresa respecto de las prerrogativas (o garantías) funcionales que rodean al órgano Presidente, el hecho de que sea removible sólo por juicio político ha hecho pensar que también le cabe las inmunidades de arresto y de enjuiciamiento penal propia de los legisladores. Teniendo en cuenta esta interpretación, se ha dictado la ley 25.320, que establece dicha protección para el Presidente. Competencia Los autores coinciden en calificar al presidencialismo argentino como “fuerte”. Según hemos visto -y seguiremos viendo- este rasgo surge claro de varias normas constitucionales. En el plano teórico encuentra su raíz en las ya mencionadas ideas de los inspiradores históricos de la Constitución Nacional, y su permanencia en el plano constitucional material probablemente se explique por la existencia de valoraciones socio-políticas que aprecian los liderazgos centralizados. La Constitución, en el artículo 99 (incs. 1 y 12) le asigna al Presidente cuatro “clásicas” jefaturas; concretamente, es el Jefe de Estado; el Jefe de Gobierno; el responsable político de la administración general del país; y el comandante en jefe de todas las fuerzas armadas. Veamos algunas expresiones -las que consideramos más importantes- de cada una de estas potestades. Como Jefe de Estado: http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/60000-64999/64286/norma.htm 111 Concluye y firma tratados internacionales (art. 99, inc. 11); Representa al Estado Nacional en juicio (claro que no personalmente, sino a través del funcionario específicamente designado a tal efecto). Como Jefe de Gobierno: Declara -en los casos autorizados- el estado de sitio (art. 99, inc. 16) y dicta las medidas que sean consecuencia de ello (art. 23); Declara la intervención federal a una provincia o a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en caso de receso del Congreso (art. 99, inc. 20); Puede dictar decretos de necesidad y urgencia (art. 99, inc. 3); Abre las sesiones legislativas anuales (art. 99, inc. 8); Promulga -y, en su caso, veta- los proyectos de ley (art. 99, inc. 3); Nombra a los magistrados de la justicia nacional, con acuerdo del Senado (art. 99; inc. 4); e Indulta o conmuta penas aplicadas por la justicia nacional (art. 99, inc. 5); entre las principales. Como responsable político de la Administración general del país: Expide las instrucciones y reglamentos que sean necesarios para la ejecución de las leyes de la Nación, cuidando de no alterar su espíritu con excepciones reglamentarias (art. 99, inc. 2); Nombra y remueve al jefe de gabinete de ministros y a los demás ministros del despacho, los oficiales de su secretaría y los empleados cuyo nombramiento no está reglado de otra forma por la Constitución (art. 99, inc. 7); y Supervisa el ejercicio de la facultad del jefe de gabinete de ministros respecto de la recaudación de las rentas da la Nación y de su inversión, con arreglo a la ley o presupuesto de gastos nacionales (art. 99, inc. 10); como principales expresiones. Finalmente, como comandante en jefe de las fuerzas armadas, la Constitución le asigna las siguientes potestades: Dispone de las Fuerzas Armadas, y corre con su organización y distribución según las necesidades de la Nación (art. 99, inc. 14); y Declara la guerra y la paz (con autorización y aprobación del Congreso; art. 99, inc. 112 15; y art. 75, inc. 25). El Jefe de Gabinete y los Ministros Según el texto constitucional histórico, el Presidente actuaba asistido sólo por una serie de colaboradores, denominados “Ministros”, quienes, conjuntamente, forman el denominado “gabinete ministerial”. Luego de la reforma de 1994, se agrega como nuevo órgano constitucional del Poder Ejecutivo, el Jefe de Gabinete de Ministros. Contrariamente a lo que acontecía en los textos anteriores a 1994, la Constitución no establece ni el número de Ministerios ni la competencia material de los mismos, dejando la definición de esos temas a lo que establezca “una ley especial” (v. art. 100). En la actualidad, a nivel nacional, rige la ley 22.520, que, con varias reformas, crea veinte ministerios. Tanto los Ministros como el Jefe de Gabinete son designados y removidos por el Presidente (art. 99; inc. 7); aunque también pueden ser removidos por juicio político, por las mismas causales y procedimientos ya estudiados. En el caso del Jefe de Gabinete, además, se le agrega un mecanismo específico de destitución, en manos del Congreso: el voto de censura (art. 101), figura propia de los sistemas parlamentaristas. La Constitución no define demasiado los contornos funcionales de la figura ministerial. En lo sustancial, indica que: Tienen a su cargo “el despacho de los negocios de la Nación” (art. 100); Según ya hemos visto, “refrendan los actos del Presidente” (art. 100; refrendar es sinónimo de autenticar); No pueden adoptar decisiones por sí solos -salvo en lo que refiera a temas de la administración de sus propias dependencias- (art. 103); y que Son responsables por los actos que “legalizan” -sic-; en su caso, lo serán solidariamente con los colegas que participen en la decisión (art. 102). Es posible afirmar que los Ministros, dentro de sus respectivas órbitas, cuentan con potestad reglamentaria y con la consecuente competencia de organización interna (de distribución de tareas, de control, de disciplina, etc.). Por su parte, la incorporación del Jefe de Gabinete a la organización superior del Poder Ejecutivo se explica en la intención de los constituyentes -no del todo lograda, por cierto- de atemperar el poder del presidente y contar, de ese modo, con un remedio institucional de superación de crisis políticas. Tiene una innegable inspiración europea, en la que aparece nítida la distinción entre el Jefe de Estado y el Jefe de Gobierno. Más allá de las críticas y problemas que la figura ha merecido casi de manera unánime, http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/45000-49999/48853/texact.htm 113 sí hay algo claro en el texto constitucional reformado en 1994: el Jefe de Gabinete “ejerce la administración general del país”, tal como lo establece el inciso 1 del artículo 100. Una vez más, es preciso aclarar que esta norma no implica literalmente que toda la función administrativa nacional es desarrollada personalmente por el Jefe de Gabinete (lo que sería materialmente imposible); sino que la titularidad máxima del ejercicio de esa función estatal recae en ese funcionario. La norma señaladaanteriormente resulta, por sí sola, suficiente para demarcar la competencia del Jefe de Gabinete -por cierto amplia, a juzgar por la redacción contundente utilizada-, y podría afirmarse que muchos de los restantes incisos del artículo 100 constituyen especificaciones de ella: Expedir los actos y reglamentos que sean necesarios para ejercer las facultades que le atribuye este artículo y aquellas que le delegue el presidente de la Nación (los actos administrativos emanados del Jefe de Gabinete de llaman “decisiones administrativas”); Efectuar los nombramientos de los empleados de la administración; Hacer recaudar las rentas de la Nación; Ejecutar la ley de presupuesto nacional. A la par de las funciones indicadas, la Constitución le asigna al Jefe de Gabinete algunas competencias que tienen un claro matiz político, tales como el deber de brindar informes mensuales al Poder Legislativo (art. 101), o someter a conocimiento de éste los decretos de necesidad y urgencia; los que supongan el ejercicio de funciones delegadas; y aquellos por los que el Presidente promulgue parcialmente una ley (art. 100). Indicamos, finalmente, que al tiempo que está claro que entre el Presidente y el Jefe de Gabinete existe una relación de jerarquía, está discutida la ubicación del Jefe de Gabinete en relación a los restantes ministros. Según un sector de la doctrina -GELLI, CASSAGNE- existiría una primacía del Jefe de Gabinete respecto de los Ministros; mientras que otros autores - SAGÜÉS- optan por entenderlo como una figura “coordinadora”. La práctica indica que la inclusión del Jefe de Gabinete, ciertamente, ha desconcentrado parte de las funciones que tradicionalmente se ubicaban en cabeza del Presidente, aunque no llegó a producir una variación política sustancial, tal como se habían propuesto los reformadores de 1994. Modos de expresión formal Tal como lo anticipamos en unidades anteriores, por la propia particularidad de la función 114 administrativa, el Poder Ejecutivo se manifiesta, mayormente, a través de actividades y de comportamientos, ya que, como se suele decir -con razón-, la función administrativa se traduce mayormente en un hacer. Sin embargo, también tiene este Poder del Estado asignado un modo formal de expresarse, y éste es el acto administrativo, que, de acuerdo con las distintas normas que regulan este ámbito, pueden recibir diversos nombres: “decreto”, “resolución”, “decisión”, “circular”, etc. También ya hemos estudiado que según sea el alcance de esos actos, pueden ser individuales o reglamentarios -esto último ocurre cuando presentan un alcance general y abstracto-. El poder de dictar reglamentos se denomina, en general, potestad reglamentaria, y según veremos en la unidad siguiente, presenta interesantes derivaciones, en especial, cuando se la relaciona con el ámbito de actuación de las leyes del Poder Legislativo. Los decretos de necesidad y urgencia Si bien el tema de los decretos de necesidad y urgencia (“DNU”, según la utilización corriente) admite ser analizado desde la perspectiva de los reglamentos que puede dictar el Poder Ejecutivo -lo que haremos en la unidad siguiente-, nos parece apropiado abordarlo como un tema de Derecho Constitucional, ya que se trata de actos que tienen un carácter eminentemente político, por estar más emparentado con la función gubernativa que con la propiamente administrativa del Poder Ejecutivo. La legislación de emergencia es un tema largamente tratado y discutido en la literatura del Derecho Público. Se lo suele presentar de muy diversas maneras: según algunos autores, se trata de un punto nocivo del constitucionalismo, y lo consideran como una especie de deformación del principio de legalidad; otros, sin dejar de pensar que se trata de un recurso político-jurídico delicado, estiman que resulta útil en determinadas circunstancias. Se inscribe dentro de la denominada “teoría de la emergencia”, es decir, entre los mecanismos constitucionales extremos, utilizables en situaciones poco habituales. Aclaración importante: El tema tiene puntos de contacto con la teoría de la emergencia que estudiamos en la UNIDAD 4, aunque con algunas diferencias: allí estudiábamos cómo la situación de emergencia habilita a que el Poder Legislativo regule más estrictamente los derechos individuales, por un tiempo determinado; aquí vemos que la situación de emergencia habilita una suerte de excepción al principio de división de poderes. Sea cual fuere la idea que se tenga sobre el punto, lo cierto es que -además de estar instalado en la teoría general- hoy está expresamente regulado en la Constitución Nacional. Está 115 previsto en el artículo 99, inciso 3, referido a las potestades del Presidente de la Nación, que establece lo siguiente: Art. 99, inciso 3. El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo. Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes, y no se trate de normas que regulen materia penal, tributaria, electoral o el régimen de los partidos políticos, podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia, los que serán decididos en acuerdo general de ministros que deberán refrendarlos, conjuntamente con el jefe de gabinete de ministros. El jefe de gabinete de ministros personalmente y dentro de los diez días someterá la medida a consideración de la Comisión Bicameral Permanente, cuya composición deberá respetar la proporción de las representaciones políticas de cada Cámara. Esta comisión elevará su despacho en un plazo de diez días al plenario de cada Cámara para su expreso tratamiento, el que de inmediato considerarán las Cámaras. Una ley especial sancionada con la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara regulará el trámite y los alcances de la intervención del Congreso. Como vemos, hay varios puntos para analizar. En primer lugar, de entrada queda bastante claro que es un poder excepcional. Luego, también vemos que se trata de una potestad del Presidente de la Nación -lo que, en términos generales, constituye una singularidad respecto de los demás tipos de reglamentos, que podrían ser dictados por otras autoridades administrativas-, aunque su emisión está marcada por requisito de forma muy preciso: el Presidente debe dictarlo en acuerdo general de Ministros, quienes deben refrendarlo, junto con el Jefe de Gabinete. El tercer punto tiene que ver con las condiciones que deben darse para su dictado. Se trata de uno de los aspectos más discutidos de la norma, por la amplitud del lenguaje elegido, que permite una apreciación variada. Hace falta que se configure una situación ciertamente seria, al punto que sea “imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes”. Siendo así, ¿en qué situación deberíamos encontrarnos para que no se pueda cumplir con los procedimientos de iniciativa, debate parlamentario, sanción y promulgación de una ley? Aquí la doctrina y la jurisprudencia han 116 entendido que ello puede ocurrir ante el acaecimiento de catástrofes sociales o naturales -aquí parecería ser bastante claro que el Congreso podría estar invalidado para funcionar-; aunque también en los casos en los que no existan desastres tales, pero que resulte necesario dictar medidas que, por lo sorpresivas que deben ser, no pueden esperar el necesario debate parlamentario. En relación a este último supuesto hay menos consenso entre los autores, ya que -como puede advertirse a simple vista- abre la posibilidad de que la competencia sea ejercida de manera espuria. Cuarto tema: sobre qué puede versar un DNU. Según vemos en el texto de la norma, en principio, podría referir acualquier tema, salvo cuatro materias: penal, tributaria, electoral o el régimen de los partidos políticos. Una vez dictado el DNU, el Poder Ejecutivo lo debe publicar, a partir de lo cual, comenzará a regir, bajo el mismo régimen de las leyes -en este sentido, no debemos olvidar que un DNU (al ser un reglamento) tiene sustancia legislativa-. Además, -y esto es especialmente importante- tiene la jerarquía normativa de una ley. Sin embargo, el procedimiento no termina aquí, ya que la Constitución prevé una etapa ulterior del Congreso Nacional, ámbito al que debe ser remitido por el Jefe de Gabinete de Ministros. Este funcionario tiene diez días para llevar a cabo dicho trámite, y el órgano específico al que debe presentarla es la Comisión Bicameral Permanente. Ésta, a su vez, tiene diez días para elevar su despacho (es decir, su opinión) al plenario de cada Cámara, para que sea tratado “de inmediato”. Está claro, pues, que la Constitución ha querido que la última palabra sobre la aprobación de un DNU esté en manos del Poder Legislativo, quien -en principio- podría confirmarlo, modificarlo o anularlo. Finalmente, el artículo establece que deberá dictarse una ley especial que regule el trámite y los alcances de la intervención del Congreso. Esa ley ha sido dictada en el año 2006 - es la 26.122- y ha merecido muchas críticas, ya que, por ejemplo, le impide al Congreso incorporar modificaciones al texto del DNU, o porque establece que para derogar el DNU hace falta el rechazo expreso de las dos cámaras (cuando, en principio, podría pensarse que el rechazo de sólo una sería suficiente para truncar la vigencia del decreto). B. El Poder Judicial La Constitución asigna la función judicial del Estado a una serie de órganos que podemos llamar, genéricamente, “tribunales”, los que, organizados entre sí, forman el Poder Judicial de la Nación. Estos órganos están titularizados por jueces -o “magistrados”-, secundados por funcionarios y empleados judiciales. A veces los tribunales son colegiados, y otras, unipersonales -es habitual que los primeros se llamen “cámaras” y los segundos, “juzgados”, http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/115000-119999/118261/norma.htm 117 aunque la cuestión terminológica dependerá, en definitiva, de cada caso en particular-. Particularidades En los primeros trazos de la teoría de la división de poderes, el Poder Judicial aparecía, en cierto modo, en un plano secundario respecto del Legislativo y del Ejecutivo. Esos jueces sólo tenían competencia para resolver conflictos jurídicos entre particulares, y se esperaba que una sentencia judicial fuera algo así como un razonamiento que indicara qué ley debía aplicarse a esos conflictos. El juez funcionaba de este modo como “la boca de la ley”, con limitadas posibilidades interpretativas. Probablemente haya influido en esta concepción el hecho de que, en etapas anteriores, la función judicial carecía de un desarrollo apreciable. SAGÜÉS apunta en este sentido que mientras que el Poder Ejecutivo del constitucionalismo encarna la continuidad histórica del Monarca, y el Poder Legislativo representa claramente al pueblo burgués, los jueces de los primeros Estados constitucionales padecieron de una especie de orfandad política, ya que no contaban con un “antepasado” al cual poder referirse. Además, los autores señalan que en aquellos momentos -especialmente en Europa- la figura del juez hacía recordar a la nobleza, lo que, naturalmente, despertaba cierta desconfianza. De allí el papel acotado de este sector en el poder estatal. La cuestión cambia profundamente cuando se evidencia que los jueces, además de solucionar los conflictos entre particulares, también pueden controlar a los otros poderes del Estado; llegando, incluso, a ejercer el control de constitucionalidad de normas. Este giro provino de la actividad del propio Poder Judicial -más precisamente, de la jurisprudencia norteamericana- , y fue un factor que asignó una nueva misión a los jueces -la de “último guardián de la Constitución”- y que, claro, contribuyó notablemente a posicionar al Poder Judicial en el espacio político que hoy conocemos. Finalmente, existen algunas pautas de funcionamiento de los tribunales, que entendemos que definen –de diferentes maneras- los límites de su participación en la dinámica política actual. Varias de ellas son establecidas por la propia jurisprudencia, y, por su trascendencia, nos interesa puntualizarlas, aunque brevemente. Son las siguientes: Los jueces tienen el deber de resolver. El artículo 3 del Código Civil y Comercial (aplicable, ampliamente, a todas las causas judiciales, sean de la materia que fueren) establece que “El juez debe resolver los asuntos que sean sometidos a su jurisdicción, mediante una decisión razonablemente fundada”. 118 Los tribunales no promueven (es decir, no inician) las causas por sí mismos. Dicho técnicamente: no inician los procesos “de oficio”. Para que un juez intervenga es preciso que un sujeto distinto a él le formule un pedido en tal sentido (pedido que llamamos demanda, denuncia, recurso, etc., según el caso). Admitir lo contrario supondría que el magistrado está, en cierto modo, prejuzgando sobre el tema. Los tribunales no tramitan consultas en abstracto. Es preciso que se plantee un caso concreto, en el que haya partes que sufran un perjuicio actual. Es más: si en el transcurso del proceso ese perjuicio cesa, la causa se declara “abstracta” y no corresponde dictar sentencia alguna. Como matiz a este principio, se ha admitido la posibilidad de promover causas en las que un sujeto, sin sufrir una lesión actual, peticiona que el juez determine el alcance de una relación jurídica de la que forma parte, en la medida en que esa falta de certeza sí le provoque un perjuicio. Son las denominadas, precisamente, “acciones declarativas de certeza”. Es preciso que las causas sean promovidas por quien está legitimado, es decir, por quien sufre un perjuicio en su propia esfera jurídica subjetiva; no por cualquier sujeto. Las excepciones están dadas por las legitimaciones colectivas -que ya tratamos en la UNIDAD 4- y por la investigación de delitos penales, ámbito en el que, además de los perjudicados, tiene legitimación el Ministerio Público Fiscal, según hemos estudiado en la unidad anterior. Hay materias llamadas “políticas no justiciables”, en las que el Poder Judicial no ingresa, quedando su acierto -e incluso, su constitucionalidad- reservados al criterio de los otros poderes del Estado. Ya veremos este tema en el siguiente título. Cabe una última aclaración en este tema. Hemos dicho -y lo reafirmamos- que los tribunales intervienen ante la configuración de conflictos jurídicos, ofreciendo una solución (también jurídica) a ellos. Sin embargo, hay casos en los que las leyes requieren de la intervención judicial en supuestos en los que no hay, concretamente, un conflicto. Ello ocurre, por ejemplo, en las adopciones, en los procesos sucesorios (en los que no hay desacuerdo entre los herederos), en las declaraciones de incapacidad, etc. Aquí lo que se busca es que ciertas gestiones jurídicas, en las que median intereses especiales, cuenten con una suerte de especial garantía de legalidad y seriedad en su tramitación. La independencia del Poder Judicial Si bien la teoría de la división de los poderes consiste, en síntesis, en trazar una clara 119 distinción entre los diferentes poderes del Estado, la trascendencia de las funciones que se le asignan al Poder Judicial ha justificado la necesidad de definirlo como particularmente independiente. De allí que existan normas orientadas a garantizar a la ciudadanía que la función judicial será prestada del modo más recto posible. Desde luego que hay diversas recetas para obtener ese fin; mencionaremos las que surgen del ordenamiento jurídiconacional, y las que ponen el foco en la figura del juez. No todas están presentes de modo textual en la Constitución Nacional; aunque sí aparecen en las respectivas leyes de organización del Poder Judicial nacional y de los Poderes Judiciales locales. Por un lado, pesa sobre los jueces una fuerte incompatibilidad funcional: no pueden ejercer profesiones liberales; no pueden ejercer el comercio; no pueden tener participación política partidaria; y en general, no pueden ejercer empleo alguno (con excepción de la actividad académica). A ello se le agrega que carecen del derecho de huelga (y, en general, de medidas de fuerza relacionadas a su cargo) y, habitualmente, las leyes les fijan el deber de residir en el lugar donde prestan servicios, con una cierta tolerancia en cuanto a la distancia (normalmente regulada en los estatutos). Como contrapartida, los jueces gozan de ciertas garantías funcionales, a saber: Tienen acordada una duración especial en el cargo: Lo conservan hasta los 75 años, luego de lo cual deben ser vueltos a nombrar por el Poder Ejecutivo, con acuerdo del Senado. Ese nuevo nombramiento durará cinco años, pudiendo repetirse indefinidamente (art. 99, inc. 4, C.N.); No pueden ser trasladados -ni siquiera ascendidos- sin su consentimiento (es la denominada “inamovilidad en los cargos”); Sus remuneraciones no pueden ser disminuidas (es la denominada “intangibilidad de las remuneraciones”); y Tienen máxima independencia de criterio, al punto tal de que no pueden recibir órdenes respecto de cómo resolver las causas, ni siquiera de sus superiores jerárquicos (salvo, claro, cuando se apela una sentencia y un tribunal superior la revoca y manda a dictar otra distinta según una determinada pauta). 120 Estructura El Poder Judicial nacional está conformado por numerosos tribunales. La Constitución individualiza uno solo: la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Para aludir a todos los demás utiliza la frase genérica “tribunales inferiores”, que, según el artículo 108, deben ser creados por ley del Congreso. El hecho de llamar “suprema” a la Corte supone que sus fallos tienen una máxima jerarquía, de modo tal de que no hay un tribunal superior que pueda revocarlos o anularlos. De allí la importancia y trascendencia de sus pronunciamientos, verdadera fuente de Derecho -y de Derecho Constitucional, en especial-. Sin embargo, hoy en día, debemos tener presente que la Convención Americana sobre Derechos Humanos (“Pacto de San José de Costa Rica”) crea la Corte Interamericana de Derechos Humanos, a la cual los particulares pueden arribar luego de haber agotado los recursos judiciales internos nacionales -lo que, en el caso de Argentina, supone haber llevado el caso a la Corte Suprema de Justicia de la Nación-. Si, llegado el caso, el fallo de la Corte Interamericana es contrario a lo que en una etapa anterior había sentenciado la Corte Suprema de Justicia de la Nación, termina prevaleciendo el fallo internacional, con lo que, ciertamente, el carácter de “supremo” de nuestra Corte -y el de los Superiores Tribunales de todos los países integrantes del Pacto- ha quedado hoy en día relativizado. Al día de la fecha, la Corte Interamericana se ha expedido en diversos casos en los que la Argentina fue demandada; siendo varios de ellos, condenatorios. La Constitución no establece el número de jueces que integran la Corte Suprema de Justicia; sí lo hacía el texto que rigió entre 1853 y 1860, que lo fijaba en nueve jueces y dos fiscales -aunque nunca llegó a aplicarse, ya que la Corte se instaló efectivamente en 1863-. La cuestión queda en manos del legislador ordinario, con lo que es posible afirmar que, en este tramo, la Constitución muestra cierta flexibilidad. Fue así que, en diferentes momentos históricos, los argentinos hemos tenido Cortes integradas por cinco, por siete y por nueve miembros. En la actualidad rige la ley 26.183, que establece que el Máximo Tribunal se integra con cinco miembros. En cuanto a los tribunales inferiores, vemos que el Congreso cuenta con una amplia disponibilidad política en cuanto al diseño de fueros por materia (civil, comercial, laboral, penal, contencioso administrativo, menores, etc.); de composición de esos tribunales (unipersonales, colegiados); de ubicación geográfica de los mismos; etc. En términos generales, podemos decir que existen dos niveles de tribunales: los de primera instancia (es decir, aquellos que reciben las demandas o denuncias originariamente, por primera vez) y los de segunda instancia, http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/120000-124999/123154/norma.htm 121 también llamados “de apelación” (es decir, aquellos tribunales que revisan las sentencias de primera instancia que son cuestionadas por la parte que ha sido vencida). Es habitual que los tribunales de segunda instancia sean colegiados, a los fines de garantizarle a quien apela un mayor control sobre lo resuelto anteriormente. Elección y remoción de los jueces nacionales La Constitución sólo establece las condiciones para ser elegido miembro de la Corte Suprema: poseer título de abogado; haber ejercido 8 años la abogacía; y contar con las demás condiciones para ser elegido senador (art. 111). Las condiciones para ser elegido juez de los tribunales inferiores constituyen materia regulable por el legislador ordinario. En cuanto a la designación, es preciso señalar una nota distintiva básica: los jueces no provienen de la elección popular, sino que -según veremos a continuación- son elegidos a través de mecanismos políticos y de selección por idoneidad. De allí que se suele decir que el Poder Judicial es un poder cuya legitimación democrática no es de origen, sino de ejercicio, queriéndose significar con ello que, a pesar de que el poder de los jueces no surge directamente de la voluntad popular, ello es tolerable en un Estado democrático en la medida en que desempeñen su misión emitiendo sentencias oportunas, fundadas en ley y atentas a la equilibrada tutela de los derechos humanos y de las prerrogativas públicas. Yendo a lo particular del tema, todos los jueces nacionales (los de la Corte y los de tribunales inferiores) son designados por el Presidente con acuerdo del Senado, que debe reunirse “en sesión pública” (art. 99, inc. 4). Es decir, tal como lo hemos visto al tratar otros temas, la Constitución exige aquí un acto complejo. Más allá de ese dato común, existen algunas diferencias entre la designación de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y la de los jueces inferiores. La primera, es que para los jueces de la Corte, la Constitución exige una mayoría calificada del Senado (dos tercios de los miembros presentes), mientras que para los jueces inferiores, no se menciona ninguna mayoría especial. Y la segunda -sin lugar a dudas, la más trascendental-, tiene que ver con que para los miembros de la Corte, la elección del candidato que hace el Presidente depende de su sola decisión política -si bien es cierto que, en la actualidad, existe una autorrestricción establecida mediante un decreto, fundada en la observancia de diversos parámetros indicadores de idoneidad y de criterios de equilibrio político-; mientras que, en relación a los jueces inferiores, el Presidente debe elegir al candidato de entre quienes integran una terna vinculante elaborada por el Consejo de la Magistratura, órgano que, como paso previo, llevó a cabo un “concurso http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/85000-89999/86247/texact.htm 122 público” de aspirantes (conf. art. 114). Vemos, de este modo, que en la designación de los jueces de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, prevalece un criterio eminentemente político; mientras que, en lo atinente a la designación de los jueces inferiores, la elección del Presidente se encuentra limitada porla propuesta de un órgano que ha examinado las aptitudes técnicas de los candidatos. En cuanto a la remoción, también hay diferencias entre los jueces de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y los jueces inferiores. Los primeros son removibles a través del juicio político, por los mismos órganos y causales que hemos estudiado anteriormente; a lo que remitimos. Los segundos (sean de primera o de segunda instancia) lo son por el Jurado de Enjuiciamiento, órgano del Poder Judicial integrado, según el artículo 115 de la Constitución Nacional, por “legisladores, magistrados y abogados de la matrícula federal”, con base en las mismas causales del juicio político (recordemos: mal desempeño; y comisión de delitos), y a través de un procedimiento en el que se garantiza la defensa del acusado. Competencia de la justicia nacional Remitimos en este tema a lo expuesto en la UNIDAD 4, en relación a la distribución de competencias entre la justicia nacional y las justicias locales. Otros órganos del Poder Judicial También aparecen, con rango constitucional, otros dos órganos del Poder Judicial nacional, que ya hemos mencionado tangencialmente: el Consejo de la Magistratura (art. 114) y el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados (art. 115). El primero de ellos lleva a cabo la actividad materialmente administrativa del Poder Judicial; el segundo, tiene a su cargo el análisis de la responsabilidad política de los magistrados, en orden a su eventual destitución. Ambos son producto de la reforma de 1994. El Consejo de la Magistratura, según la Constitución Nacional, es un órgano conformado por representantes de los órganos políticos (es decir, del Poder Ejecutivo y del Poder Legislativo), de los jueces federales, de los abogados, y del ámbito académico y científico, de manera “equilibrada”, según la exigencia constitucional. En relación a este tema del equilibrio, debemos decir que la ley que regula la conformación y funcionamiento del Consejo (ley nacional 24.937) ha merecido algunas críticas, ya que en la actualidad, sobre trece integrantes, siete representan a los poderes políticos. Las funciones del Consejo de la Magistratura son amplias; tanto que se ha pensado que http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/45000-49999/48231/texact.htm http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/45000-49999/48231/texact.htm 123 el Poder Judicial tiene, después de 1994, dos cabezas: la Corte -como máximo tribunal- y el Consejo -como órgano de gobierno del Poder Judicial-. En efecto, el artículo 114 de la Constitución Nacional le asigna al Consejo las siguientes competencias: Seleccionar mediante concursos públicos los postulantes a las magistraturas inferiores, y emitir las ternas vinculantes respectivas; Administrar los recursos y ejecutar el presupuesto que la ley asigne a la administración de justicia; Ejercer facultades disciplinarias sobre magistrados; Decidir la apertura del procedimiento de remoción de magistrados, en su caso ordenar la suspensión, y formular la acusación correspondiente; y Dictar los reglamentos relacionados con la organización judicial y todos aquellos que sean necesarios para asegurar la independencia de los jueces y la eficaz prestación de los servicios de justicia. Por su parte, la Constitución establece que el Jurado de Enjuiciamiento está compuesto por “legisladores, magistrados y abogados de la matrícula federal” (art. 115). La ley 24.937 (la misma que organiza el Consejo de la Magistratura) establece que estará conformado por siete integrantes. Tiene como única competencia el análisis de la conducta de los magistrados en orden a su remoción. Dicta un fallo que, según la Constitución -curiosamente- “será irrecurrible” y que “no tendrá más efecto que destituir al acusado”. En este sentido, es bueno tener presente que la jurisprudencia de la Corte ha entendido que lo que es irrecurrible respecto de este fallo es la apreciación de la causal de remoción, aunque sí puede ser materia de control judicial el cumplimiento del debido proceso en relación al magistrado enjuiciado. La Constitución aclara que “la parte condenada -es decir, el magistrado destituido- quedará no obstante sujeta a acusación, juicio y castigo conforme a las leyes ante los tribunales ordinarios”. El procedimiento de destitución, contando desde su apertura, no puede durar más de ciento ochenta días; transcurrido dicho plazo sin que se hubiera dictado un fallo, corresponderá reponer en sus funciones al juez suspendido y archivar las actuaciones. C. Control de constitucionalidad: noción La organización normativa que plantea la teoría de la supremacía constitucional (que estudiamos en la UNIDAD 3) es una suerte de plan ideal de cómo debe funcionar el 124 ordenamiento. En términos de teoría general del Derecho, es correcto decir que supone un “deber ser”. Ahora bien: pensemos que la producción normativa es animada por personas - autoridades, básicamente-, las que, en su desempeño pueden dictar normas o actos que pueden no coincidir con la coherencia que requieren las normas jerárquicamente superiores. Veamos esto con un ejemplo: la Constitución (norma superior) exige que las leyes sean dictadas respetando el principio de igualdad. En efecto: el artículo 16 establece que todos los habitantes somos “iguales ante la ley, y admisibles en los empleos sin otra condición que la idoneidad” y que “la igualdad es la base del impuesto y de las cargas públicas”. Por lo que estudiamos en el tema anterior, una ley nacional -tanto en su procedimiento de formación como en su contenido- debe respetar esa norma, por ser jerárquicamente inferior a la norma constitucional. Supongamos, por un momento, que el Congreso dicta una ley que crea un impuesto que debe ser pagado sólo un grupo de personas, elegido sobre una base claramente desigual; y que el Poder Ejecutivo la promulga y publica -con lo que estamos frente a una ley que es, en principio, válida y que puede ser hecha cumplir-. ¿Qué está pasando acá? Lo que primero salta a la vista, es que estamos ante un supuesto de incongruencia entre lo que manda una norma superior y lo que establece una norma inferior. A esta incongruencia -o disfunción- se la llama inconstitucionalidad; y si bien puede no ser frecuente, resulta aconsejable que los ordenamientos jurídicos se preparen para este tipo de inconvenientes; y que se preparen de modo tal de que el mismo pueda ser reparado de alguna manera. Es decir: la afirmación de que una norma es inconstitucional, debe producir alguna consecuencia disvaliosa para su validez o vigencia, ya que tolerar ese estado de cosas sin remedio para corregirlo, equivaldría a decir que la supremacía constitucional es sólo una proclama teórica, sin efecto en la realidad. Para hacer frente a este tipo de situaciones, se han desarrollado mecanismos de diversas características; todos ellos, denominados sistemas de control de constitucionalidad. Una constitución sin control, es susceptible de quedar vacía de sentido. El derecho comparado ofrece una muy amplia variedad de sistemas de control de constitucionalidad. Desde nuestro punto de vista, el análisis de este tema (al menos en sus rasgos básicos, que son los que nos interesan ahora), puede hacerse a través de la formulación de unas preguntas muy sencillas: QUIÉN lleva a cabo ese control de constitucionalidad; Sobre QUÉ se puede hacer ese control; y 125 QUÉ EFECTOS supone declarar inconstitucional un acto o una norma determinada. Principales características del control federal Proponemos responder estas preguntas tomando como base el control de constitucionalidad tal como está delineado a nivel federal en la Argentina; no sin antes hacer una aclaración que nos parece especialmente valiosa: ninguno de los rasgos que analizaremos a continuación está establecido enley alguna (ni siquiera en el texto de la Constitución Nacional); todos ellos son producto de la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Verificamos, entonces, en este caso, de qué modo -y con qué importancia- la jurisprudencia se manifiesta como fuente de Derecho. Pasemos a respondernos las preguntas formuladas. ¿Quién lleva a cabo el control de constitucionalidad en Argentina? El Poder Judicial. Siendo así, se dice, directamente, que en la Argentina el control de constitucionalidad es judicial. Esta carácter supone una definición política muy importante y, fundamentalmente, innovadora, ya que en la clásica división de poderes, los jueces estaban para resolver los conflictos entre particulares (sin que se cuestionen las normas que debían aplicarse) y no para controlar la actividad de otros poderes. Además, el hecho de que el control sea judicial supone consecuencias bastante evidentes -y, una vez más, muy importantes-: No pueden declarar la inconstitucionalidad de normas o actos ni el Poder Legislativo ni el Poder Ejecutivo; y Los jueces, al intervenir en procesos judiciales, no pueden sino expedirse en causas concretas -lo que supone la configuración de un conflicto previo, con partes contrapuestas-. Hilemos un poco más fino: dentro del Poder Judicial, ¿hay algún juez (o tribunal) especialmente creado para llevar a cabo el control, o lo puede hacer cualquier juez? Aquí no tenemos que perder de vista que no todo proceso judicial supone un conflicto de constitucionalidad; es más: la mayor parte de los procesos tiene por objeto la resolución de conflictos que suponen la aplicación del derecho o la interpretación de hechos; y son los menos en los que un juez tiene que decidir si la norma que tiene que aplicar para resolver el caso es constitucional o no. Hecha esta aclaración, veamos la respuesta a la inquietud que nos planteamos: cualquier juez puede declarar la inconstitucionalidad de normas (desde luego, dentro de la propia competencia que ejerce al juzgar un caso). Esto hace que nuestro sistema de control de constitucionalidad, sea judicial -por lo ya dicho antes- difuso. Este sistema se 126 contrapone al de otros países, que han optado por variantes judiciales concentrados, es decir, han creado tribunales que sólo tienen competencia para entender en casos en los que es preciso efectuar un pronunciamiento sobre constitucionalidad. Pasemos ahora a pensar en torno a qué se puede someter a control de constitucionalidad. Aquí la respuesta parece, en principio, bastante clara, ya que basta con exponer una consecuencia lógica del principio de supremacía constitucional: se puede someter a control toda norma o acto que provenga de autoridades estatales: leyes, reglamentos, actos administrativos individuales, constituciones provinciales, normas provinciales y municipales, entre otros. Asimismo, una sentencia judicial que no refiera a un tema de constitucionalidad, si incurre en una injusticia muy severa -al punto tal de que se puede pensar que supone una violación al derecho a la jurisdicción de alguna de las partes- también puede ser analizada en su constitucionalidad y, llegado el caso, anulada por un tribunal superior por esa razón (es lo que técnicamente se denomina sentencia arbitraria). Asimismo, la omisión de un poder público -en dictar un acto o una norma- también puede dar lugar a un planteo de constitucionalidad; e incluso, hasta ciertos actos de sujetos particulares. Todos estos actos y normas -y la omisión en dictarlos, tal como se dijo- pueden hipotéticamente ser declarados inconstitucionales. Ahora bien: esta respuesta debe ser en cierto modo matizada por la existencia de algunos temas exentos del control de constitucionalidad. Son las denominadas -también, técnicamente- cuestiones políticas no judiciables, constituidas por normas o actos que refieren a ciertos temas; o bien a ciertos aspectos de cualquier acto o norma estatal. Entre ellos, siguiendo a SAGÜÉS, mencionamos: La declaración de intervención a una provincia; La declaración del estado de sitio; Los indultos del Poder Ejecutivo; La declaración de estado de guerra; La declaración de necesidad de reforma constitucional; La política económica del Estado; En general, la oportunidad, mérito y conveniencia de normas y actos. Estos temas no están en ninguna lista rígida; es -como todo lo relativo al control- una elaboración de la jurisprudencia (especialmente, de la Corte Suprema de Justicia de la Nación) en una suerte de autorrestricción de los jueces, quienes, de este modo, evitan pronunciarse sobre la constitucionalidad de estas cuestiones, por estar comprometidos en ellos la decisión 127 política de los otros poderes del Estado -Ejecutivo y Legislativo-. En definitiva, subyace la idea de que respecto de las mismas no resulta apropiado que intervenga el Poder Judicial. Finalmente, corresponde que analicemos los efectos de las declaraciones de inconstitucionalidad. ¿Qué se supone que debe pasar cuando un juez declara la inconstitucionalidad de un acto o de una norma? La respuesta es bastante sencilla si el fallo recae sobre un acto individual: éste queda sin efecto, y deja de aplicarse -si ya se aplicó- o no se comienza a aplicar -si ello no ocurrió todavía- respecto del afectado, que es parte en el proceso en cuestión. ¿Y qué ocurre cuando lo que se declara inconstitucional es una norma general, por ejemplo, una ley o un reglamento? Aquí la jurisprudencia ha optado por asignarle a la declaración de inconstitucionalidad efectos para el caso concreto, en lo que se denomina, en latín, efectos inter partes. En otras palabras: la norma (ley o reglamento) sigue rigiendo, puede aplicarse a casos análogos, pero se deja de aplicar al caso concreto. Ahora bien: cuando la declaración de inconstitucionalidad de una norma proviene de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, ese pronunciamiento tiene, además del efecto indicado, una especial proyección hacia todos los jueces inferiores, según la cual, resulta necesario que éstos tengan en cuenta, en el futuro, el criterio sentado por el Alto Tribunal en la materia a la hora de juzgar casos similares. Es la denominada doctrina del efecto vinculante, aunque condicionado, de los fallos de la Corte Suprema, según la cual los jueces pueden apartarse de dichos criterios, dando suficientes fundamentos que justifiquen dicha posición. Una última aclaración, vinculada a una muy importante pauta de interpretación constitucional: los actos de los poderes públicos se presumen válidos y constitucionales, lo que no impide que puedan ser controlados en su constitucionalidad. Ahora bien: la declaración de inconstitucionalidad es un acto en cierto modo “extremo”, que corresponde que el juez lo haga sólo cuando ha hecho previamente el máximo esfuerzo interpretativo para compatibilizar el acto o norma que analiza de conformidad al orden constitucional. Es por eso que no resulta apropiado que los jueces declaren “livianamente” la inconstitucionalidad de normas, ya que se trata de una herramienta que debe usarse con la máxima prudencia. 128 Bibliografía consultada BALBÍN, Carlos. Tratado de Derecho Administrativo. Editorial La Ley. Buenos Aires, 2011. BIDART CAMPOS, Germán. Manual de la Constitución Reformada. Ediar. Buenos Aires, 1996. BIDART CAMPOS, Germán. Tratado Elemental de Derecho Constitucional. Ediar. Buenos Aires, 1995. CASSAGNE, Juan Carlos. Derecho Administrativo. Lexis Nexis-Abeledo Perrot. Buenos Aires, 2002. GELLI, María Angélica. Constitución de la Nación Argentina comentada y concordada. Editorial La Ley. Buenos Aires, 2001. ROSATTI, Horacio. 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