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Autobiografía

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Autobiografía
Introducción.
Hola, me llamo Wenceslao Reséndiz Aguilar y tengo 25 años. Soy originario de Zimapán, Hidalgo, pero radico en Pachuca desde hace 10 años. Llegué a esta pequeña ciudad cuando comencé mis estudios en la Escuela Preparatoria. Soy el mayor de tres hermanos, el menor tiene 14 años, se llama Marcos y cursa actualmente tercero de secundaria, mi hermana tiene 23 años, se llama Belem y es Gerontóloga. Mis padres son Gilberto y Rosario con 58 y 45 años respectivamente. Mi papá trabaja como director de una escuela secundaria en Molango y mi mamá se ha dedicado al hogar desde siempre. Actualmente vivo en Villas de Pachuca con mis padres y hermanos. 
Antes de entrar a la Escuela Normal Superior trabajé en un restaurant local durante 5 años, llamado Madero Restaurant Café en el área de ventas y servicio al cliente. Posteriormente en una empresa de comida rápida alrededor de 6 meses, justo antes de la oportunidad de continuar mis estudios.
Uno de mis pasatiempos es la lectura, especialmente novelas románticas e históricas, mi escritor favorito es peruano, llamado Jaime Bayly, también me gusta escribir algunas memorias y textos ficticios. Aunque no dejo atrás los videojuegos de vez en cuando. También me gusta ir al cine a ver películas de diversa temática, amo las hamburguesas de Benjies, considero que son las mejores de Pachuca, pero mi comida favorita es la pizza. En ocasiones odio salir de viaje por todos los preparativos que conlleva y porque a veces me toca ser el chofer, así que mejor prefiero quedarme en casa y ver películas o salir al parque a hacer ejercicio por las tardes. Algo que me desagrada es que tomen las cosas que me pertenecen sin mi permiso, en ocasiones me enojo fácilmente y no me gustan las visitas a casa. Evito levantarme temprano cuando puedo, en especial los fines de semana.
Me decidí estudiar la docencia en matemáticas porque me resulta interesante la enseñanza, anteriormente en el restaurante, una de mis actividades diarias era capacitar al personal de nuevo ingreso y retroalimentar a los que ya eran de planta, supe entonces que mi trabajo ideal sería la docencia. 
Durante mi estancia dentro de la ENSUPEH he conocido a agradables personas, tanto a profesores como compañeros de clase, por lo que me siento gusto de pertenecer a la comunidad de normalistas.
Mis planes y proyecto de vida son: Cursar y terminar la carrera en ENSUPEH, trabajar en una escuela secundaria y posteriormente en un bachillerato, estudiar una Maestría y continuar con la enseñanza en la Universidad. 
Nací en la madrugada de un día cualquiera de septiembre de 1994 en un hospital de una ciudad hundida en la espesura de la noche y la ignorancia. Tuve el infortunio de salir del vientre de mi madre con complicaciones respiratorias tanto que los doctores pensaban que no lograría tener la dicha de contemplar la luz solar que regalaría el apremiante jueves en que todos, menos mis padres y enfermeras, ignoraban mi nacimiento. Mi padre era una persona estricta, de trato difícil, con problemas familiares que lo corroían por dentro y le dificultaban un hogar para mi llegada, en tanto su madre (mi abuela), vivía sus últimos años en un pueblo olvidado en los límites de la civilización, pero con mejor suerte que algunos poblados más alejados en donde la luz eléctrica era un invento inalcanzable y a veces inimaginable. En aquellos tiempos mi abuelo paterno ya no estaba presente, había fallecido dos años antes (me contaba mi madre) postrado en una cama al cuidado de sus hijos y esposa y con la misma rigidez que lo caracterizó durante una vida entera. Recostado en un colchón viejo, bajo una fina capa de polvo, mi padre lo atendía desde las seis de la tarde cuando llegaba del trabajo, entraba a su habitación para darle la comida, vestirlo y actualizarlo según lo que ocurría. Fue así durante ocho años, hasta el momento en que el corazón de aquel hombre enfermizo se detuvo.
Mi madre no conoció a su madre, careció de cuidados y cariños de una figura tierna y maternal, aunque al cobijo de un padre duro y áspero. Aquel mismo que, fielmente los primeros recuerdos que aparecen en mi memoria, me regalaba unas cuantas galletitas o golosinas. Un hombre que perdió a su esposa y le orilló a una vida cruda, abandonado al trabajo en lugar del alcohol, sembrando cada año una vasta cosecha y repartiéndola en el pueblo a todo aquel quien quisiera. Veo a mi madre con escasos ocho años desgranando las mazorcas, alimentando el fogón con ramitas sueltas del patio, preparando la comida antes de la llegada de mi abuelo y pienso que quizás yo sea un individuo afortunado, un niño bendecido por el amor de mamá, que cuidó de mí y se esforzó por ocultarme de lo cruel e injusta que puede ser la vida.
Crecí como un niño feliz, entre marañas de espinas, tierra seca y animales. A mi alrededor, la casa era una mansión por donde me escondía en las mañanas, buscaba piedrecillas y las amontonaba hasta crear edificios que en mi imaginación tomaban forma. Le tomé cariño a un perro viejo llamado Max, casi ciego, pero con suficiente energía para correr cuando lo atosigaba, era de color café, muy bajito, a veces triste y con el humor por los suelos. Un día el perro no apareció más, y aunque nadie quiso decírmelo, sabía que estaba muerto. Algunos fines de semana venían a casa tías y tíos, traían regalos baratos y algunos chismes de la familia. A mí no me importaba y no me provocaba convivir. Resultaba extraño y fatídico tenerlos a mi lado, preguntando y riendo, presumiendo y fisgoneando, molestando y atosigando. Posiblemente la razón por la que no comparto ningún vínculo afectivo con ellos desde mis años infantiles. 
Asistí a una escuela diurna en el pueblo. El recorrido hasta el salón de clases lo hacíamos a pie. Nuestra madre nos acompañaba, a mi hermana y a mí, disfrutando en ocasiones, en los meses de agosto, lluvias abundantes, que reverdecían a la tierra y la llenaban de hierba y mosquitos. Así recuerdo aquellos días, entre tardes frías y nubladas, bajo noches con luciérnagas en los patios. Allí jugábamos con la pelota entre amigos, tenía buenas calificaciones y me llevaba bien con los profesores. Conocí a Marisela entre un montón de niñas que se juntaban en el recreo, las cuales soltaban risitas al aire y se susurraban cosas al oído, no prevenían quien las miraba, era yo quien las cuidaba, era yo quien miraba entre los pasillos a Mari y su peculiar forma de sonreír.
Permítaseme describir de manera escueta a Marisela, una niña encantadora, con ojos grandes y cabello suelto. Torpe al caminar y simpática al saludar. Un primer amor inocente que puede permitirse cualquier hombre sin siquiera serlo, sino apenas niño, enredado en cuestiones que no domina, ni imagina, ni se atreve, por una vaga sensación del primer rechazo que se sufre. Ella y su madre vivían en una casa con un portón enorme de color café. De su padre no sabía nada. Al principio no sabía cómo acercarme. Dependía de las artimañas del colegio, entre olvidar algunos útiles escolares y pedírselos hasta compartirle del modesto lonche que me enviaban. Jamás supe si ella le gustaban las flores o cual era su deseo al convertirse en adulto, si doctora o arquitecta, tampoco supe si tenía hermanos o si se gastaba el uniforme con juegos de empujones. Partió antes de terminar el curso a no sé dónde. No se despidió, no tenía por qué hacerlo, pero me hubiera gustado poder abrazarla y preguntarle ¿te quedas a jugar un rato? Lo único que puedo hacer ahora, que no supe nunca más de ella, es cerrar los ojos y darle un abrazo inexistente.
Un segundo momento consoló mi precoz intento fallido. Fue en quinto grado. La maestra organizó un encuentro sorpresa, precedido por una correspondencia de dos meses entre completos extraños, pertenecientes a otra escuela. Ahí conocí entre palabras a Daniela. Me gustaría describirla, pero nunca tuve la oportunidad de contemplarla en persona. Solo intercambiamos algunos detalles de nuestras cortas vidas. Ella era hija única. Amaba los caballos y tenía muchos primos. Ensu última carta me pidió una foto, le conté a Mamá y juntos escogimos la mejor. Le pedí una a ella, pero no hubo respuesta. En casa me quedé con un álbum incompleto y las ganas de saber quién estaba tras las cartas. Encuentro en estas memorias un indicio, algo escondido, inconsciente, quizás obligado, a mi interés por la escritura. A quien dejó un hueco en una respuesta que no pude recibir, a la falta de palabras que debieran salir de mi boca en un encuentro que jamás pudo ocurrir, a las cuestiones que no atiendo por inexperiencia, desde mis años escolares, a esconderme detrás de un escrito que marque mi anonimato. Es lo que precede a un niño escondido entre las hojas, que observa con interés las pocas luciérnagas que salen de entre los arbustos, que ama a su mascota aun estando muerta, que teme a quien pudiera salir del callejón oscuro, que añora una o dos golosinas de la tienda, quien reza por una hora más de juego.
Pero seamos honestos, el pequeño niño de esta biografía apenas si rebasaba los ocho años de edad, no tenía idea de lo que es vivir o sufrir. Inmortalizó en su memoria a dos niñas que apenas si tenían un significado. ¿Qué se espera de una persona antes de los diez años de edad? ¿Qué espera el sujeto después de los doce? Ante un sinfín de escenarios en los cuales pudiera divagar y encontrar retos acordes a su tiempo y espacio, nos encontramos a un niño (quizás adolescente) temeroso de la gente, con la preocupación de agradar a las personas hasta el más mínimo detalle, evitando las peleas y conflictos que supusieran el uso de la fuerza. No es de extrañar que tras el paso de los años viva aun entre recuerdos. Casualmente agradables, ocasionalmente desagradables. Llega así a mi memoria, una desafortunada imagen, que no quisiera evocarla sino reprimirla. Fue un día caluroso, mientras mis padres estaban de viaje. Mi única tarea era tomar una caja de madera, pequeña, con orificios, echar los seis cachorros que teníamos en el patio y llevárselos a una veterinaria regordeta y fastidiosa. El lector debe entender en este punto que no llevé los perros a ningún lado, me quedé en casa, viendo un programa de televisión y peleando con mi hermana. El desenlace de este fatídico día resulta en el aborrecimiento hacia mi padre, que descargaba sobre mí su furia, como si ha pretexto se tratase, de sus problemas personales, laborales, familiares, existenciales. ¿Qué ha de hacerse después de esto? Me veo envuelto en los brazos de mi madre mientras los dos lloramos, ella por la desgracia de un matrimonio fallido y desbalanceado, yo, por la tristeza de no ser el hijo que quisiera mi padre. He aquí el comienzo de un temprano, obligado, necesario deseo de separarme de todo afecto sentimental de mi progenitor. Una decisión que mantuve por quince años, apartado e indiferente, hasta que un sentimiento de sosiego me orilló a otorgarle el perdón, pero sin expresarlo.
Para los años que vinieron, asistí a la escuela secundaria. Tomaba alrededor de treinta minutos llegar en auto particular, atravesando el silencioso pueblo por las mañanas, mientras mi madre al volante conducía cada vez un poco más torpe. Aquel instituto lleno de adolescentes no tiene gran significado para mí. Una época marcada de convivencia entre nuevas amistades al principio y enemistades a mitad del recorrido. Un par de veces aborrecí a mis compañeros, hipócritas e interesados, malhechos, sin una pizca de buena voluntad. Lo recuerdo de esta manera: Llego al salón de clase, hay por lo menos la mitad del grupo, algunos saludan otros más se apuran con algún trabajo. Dos compañeros se me acercan y me piden el pequeño favor de compartirles la tarea que a ellos no les ha sido posible llevar, sea por que el día anterior se la han pasado en los videojuegos o por que la televisión fue más interesante. Accedo sin ganas, pero con la intención de cobrar el favor más tarde, cosa que no sucede, que olvidan, que desechan. Algunos asientos atrás está Itzel, una chica algo robusta, morena, pero simpática, hija de un doctor cotizado, aquella muchacha que en cualquier bolsa de la falda trae dinero, entonces saca un billete y me pide mi libreta para copiar cuanto le plazca o cuanto le falte. Un grupo numeroso de otras cuantas mujercitas se ríen en una esquina, ellas tienen un costoso celular, presumen fotos y música, son odiosas y alzadas, nadie las quiere. Las observo de lejos y me siento desafortunado por compartir el salón con ellas. Por suerte a mi lado está Eleazar y Yajaira. El primero es serio y tímido, casi no habla, yo lo incito a que me platique algunas cosas, pero se rehúsa. Tiene un caminar algo gracioso, y aunque me burlo él lo toma con la suficiente gracia para no molestarle. En cuanto a Yajaira, la recuerdo como una niña hecha a un lado, sin amigos en nuestro grupo, inteligente, sin mucho interés en asociarse. Ella es morena, usa anteojos, de estatura promedio, de linda sonrisa. Me gusta, pero no me atrevo a decirle nada. En ocasiones intercambiamos mensajes de texto, nos insinuamos algunas cosas, nos volvemos cómplices, alegamos, discutimos, pero nunca confesamos. Aquella adolescente despistada, quien me enviaba textos por las noches, suele ser mi mejor recuerdo. 
En aquella época solíamos reunirnos por las tardes, cada día de la semana, un grupo de nueve o diez muchachitos en una cancha de basquetbol. Un lugar cotidiano que se convirtió en el origen de muchas aventuras, risas y decepciones durante cuatro años. Ahora recuerdo, a una jovencita llamada Alma, que hacía su servicio de enfermería en la clínica del pueblo. Nos rebasa en edad por casi tres años. Ella llegaba por las tardes, se sentaba en una pequeña banca y nos miraba atenta durante el juego. Éramos curiosos, nos acercamos y la incluimos en nuestro grupo. Jugaba cada tarde con nosotros y nos compartía lo que aún no habíamos vivido mediante historias. Nos enseñó a bailar y a cocinar y eso era emocionante. Escucho su nombre y me remonto a aquellos días, en especial, cuando celebramos su cumpleaños. Preparó para nosotros una rica comida, yo conseguí un poco de alcohol en casa, una botella de tequila de mi padre. Nos escapamos a un lugar lejano del pueblo, un tanto árido, pero bajo la sombra de un árbol, que alcanzaba para todos. Y posiblemente fue ahí que estuve por primera vez bajo los efectos del alcohol, en compañía de amigos y de una chica adorable. Aquella enfermera que meses después nos abandonó al terminar su servicio y que amablemente se acercó a despedirse un sábado por la tarde. Nos dijo que no volvería pero que se había divertido con nosotros y prometía regresar si en algún momento pudiese. Hoy me pregunto dónde estará Alma, si nos recuerda o me recuerda al menos como yo a ella. Imagino su decepción si se enterara que he olvidado cómo bailar y seguramente le pediría unas lecciones con la promesa de no despreciar su esfuerzo. ¿Volverás para jugar una última partida con nosotros? 
Invade de manera melancólica, poco antes de mi partida hacia una nueva aventura, el recuerdo de ciertos acontecimientos familiares. Para situar al lector, terminaba la escuela secundaria y los preparativos para asistir a la preparatoria estaban en puerta. Era una emoción saber que viviría lejos de casa. Pero no todo marchaba bien, los problemas que tenían mis padres se acrecentaban y llegó el punto en el que estalló todo. Mi padre reclamaba ciertas acciones de mi madre, por su parte ella las negaba y aunque la presión fue constante ni una de los dos cedió. Cada uno tomó su camino. Mi padre rompió toda relación, se alejó y desinteresó por mi madre. Nos dejó a nuestra suerte, aunque no de manera inmediata, sino gradual, pero desentendiéndose y desobligándose de mí y mis hermanos. Para este punto las cosas se ponían difíciles, ante una ruptura familiar y sin un sustento económico suficiente los años siguientes estuvieron llenos de carencias, frustraciones y sueños rotos. 
Ingresé a la preparatoria un 27 de julio. Lo recuerdo casi de manera perfecta: Una avenida concurrida llena de adolescentes y padres acompañandoa sus hijos, una escuela de fachada azul con escasos de alumnos que fuman en el estacionamiento, un semáforo que ayuda al cruce de estudiantes, yo sentado en un rodete observando cómo algunos chicos se saludan, visiblemente compañeros en alguna otra escuela. Tres años con momentos que marcaron acontecimientos futuros, un grupo de cuatro jóvenes que empezaron su amistad desde los primeros meses y a quienes recuerdo con cierta nostalgia. Iván, Jorge, Eduardo. Iván era un chico gracioso y cómico, vestía pantalones rectos y playeras tipo polo. Llevaba un corte de pelo que le hacía ver la cara ancha. La mezcla de aquellas características daba como resultado a un amigo de quien podíamos reírnos y él, jamás lo tomaba personal. Tuve una buena sorpresa de encontrarlo por la calle y saber que ahora es arquitecto, está a punto de casarse y ha emprendido un pequeño negocio. A Jorge lo recuerdo como el chico atlético, y lo sigue siendo. De buen parecer, delgado y musculoso. Con una afición al alcohol como si eso le ayudara a fluir con las palabras, sin duda más tímido que yo y con mala suerte en los noviazgos. En contadas ocasiones visitamos su casa y vimos algunos partidos de futbol. Admiraba su hogar y la limpieza con que siempre lo encontraba, confieso, lo envidiaba. Él me enseñó a jugar futbol americano, las reglas básicas. Le agradezco. A pesar de que han pasado años y hemos intercambiado muy pocos mensajes, lo apreció en gran manera, con gratos recuerdos. Eduardo para mí fue un gran amigo, siempre lo caracterizó el desinterés por las tareas escolares y era yo quien lo socorría para ayudarle a pasar los semestres. Compró una batería musical, tocaba muy bien, nunca pude acompañarlo en la guitarra. Contagió en mí el gusto por la música de los ochenta. Lo recuerdo con su cabello chino, llegando tarde a las clases, buscando el asiento a mi lado para copiar algún trabajo. Ahora es ingeniero químico en algún lugar del país. Una época con aventuras juveniles, con amistades que viven en la memoria. Me pregunto si evocan algún recuerdo conmigo. Yo no olvido las reuniones después de clase, pequeñas fiestas provistas de suficiente alcohol, en las que juntos, entorpecidos por la animosidad, cantamos, reímos, bailamos y lloramos. Y me pregunto si en algún momento la casualidad del destino nos lleve a encontrarnos un buen día para celebrar los años que pasamos juntos y que tanto bien nos hicieron.
Si la memoria no me falla, en los siguientes cinco años, es decir, en el periodo de los dieciocho a los veintitrés, tuvieron lugar algunos acontecimientos que retomaré en orden cronológico por la experiencia que me dejaron. En aquellos días los problemas económicos en mi familia rebasaron mis metas personales y académicas, teniendo que adentrarme al mundo laboral apenas llegado a la mayoría de edad. Empecé en una empresa de construcción como ayudante general, apoyando a soldadores y pintores. Casi todos rebasaban mi edad por veinte años, la mayoría tenia familia con hijos, recuerdo en especial a Héctor, una persona de mucha experiencia, pero de corazón noble, a quien le debo mi estadía de un año en la empresa, pues fue él quien se preocupó por que yo aprendiera y se me dificultara menos el tipo de trabajo. Cada día de trabajo se remontaba a lo mismo: Me levantaba a las cinco de la mañana, tomaba un pequeño desayuno y me dirigía a la central de autobuses, una vez ahí transbordaba en un camión que se dirigía a mi lugar de trabajo, el recorrido era de una hora, a veces dormía. Una vez con mis compañeros preparaba algunas herramientas y me hacía disponible para lo que se necesitara. En la hora de la comida compartíamos lo que cada uno llevaba. Antes de finalizar me encargaba de organizar todo para el día siguiente. Mi regreso a casa era por la noche, derrotado físicamente, emocionalmente por los problemas que teníamos y con un duro deseo de no tener que volver nunca más a aquel lugar desdeñable.
Tuve la fortuna de reencontrarme con Héctor años después, en circunstancias distintas, mientras estaba como subgerente en un restaurant. Cuando nos pusimos al día le conté mis logros y vi en su rostro que su felicidad era sincera, por mí, por lo que hice y ese fue el mejor pago que pude recibir. Me despedí con un abrazo, quedó en mí la satisfacción de llenar de orgullo a alguien que no era de mi familia.
Mi siguiente experiencia fue en un restaurant, por casi seis años. Lo describiré en dos periodos, el primero abarca tres. Ingresé como ayudante general, aseando sanitarios y fregando pisos, al paso de tres meses ocupé el puesto de ayudante de almacén, haciendo limpieza de anaqueles y acomodando mercancía. Pasados once meses ocupé el puesto de jefe de almacén. Mi responsabilidad se centraba en asegurar el flujo de materia prima en todas las áreas. Sin embargo, no es de mi interés describir mis actividades laborales, que, si bien me enseñaron a desarrollar habilidades y volverme una persona responsable, no son el peso de mis memorias, sino las personas con quienes conviví. Entra en escena Elizabeth, una mujer de duro carácter, nueve años mayor que yo, quien controlaba el área de cocina. Ella llegaba desde muy temprano a revisar su área, su personal y su materia prima. Forjamos una buena amistad que en poco tiempo traspaso las barreras de lo laboral. Aparece en mi mente enérgica, sonriente, linda y amable. Gritando entre los pasillos a los cocineros flojos, pero regalándome una dulce mirada cada vez que me consultaba. Convivimos así durante meses, hasta el momento que tuvo que marcharse a otra área con mejores oportunidades. Alejandra, mujer desprovista de cualquier preocupación que puede darle la vida, amante de las charlas interminables, de acento norteño, pues venía de Chihuahua. Compartí con ella momentos dentro y fuera del trabajo que hoy me limito a evocar en algunos días melancólicos. Donde sea que estés, querida Ale, te recuerdo: no desprecies los esfuerzos de tus amigos. Luego está Sandra: mi dolor de cabeza. Con cuanto cariño recuerdo a Sandy. Del área de cocina. Llegaba a último momento, corriendo, dando excusas, con cierta gracia al usar su uniforme blanco, lanzándome una que otra broma para mitigar el enojo provocado por los constantes regaños que le propinaban gracias a sus retardos. Es y será una mujer especial. Sonreía ante los problemas de su vida, que era un completo desorden. No acataba reglas, y eso le daba un aire de simpatía. Lloraba ante alguna injusticia, pero corría a consolarla, a tenerla entre mis brazos. Siempre se quejó de mi carácter, malhumorado, aunque buscaba la manera de hacerme sonreír. El mejor recuerdo que tengo de ella es un viaje juntos a un estado vecino. Una aventura que nos permitimos a pesar de la contraria de sus padres. Ahora la veo en mi mente, mientras camina a mi lado, con mi mano en su mano, entre calles adornadas por lucecitas navideñas, adentrándonos en un mar de gente mientras a nuestra derecha, sobre el suelo unos niños nos piden incansablemente una moneda. Es ahí, junto a un jardín extenso que nos sentamos a contemplar una noche de ciudad extraña, la cual nos invita a olvidarnos del tiempo, los enemigos y el trabajo que nunca acaba. Sandra: aún te busco entre algunas mujeres desconocidas, tu pelo castaño, tu sonrisa amigable, tus manos suaves y pequeñas.
El segundo periodo abarcar mi estadía como jefe de Servicio, con una experiencia de más de dos años. Conocí a Karla o como de cariño le decía: Karlita. Además de ser mi compañera de trabajo, con quien compartía responsabilidades, fue una gran amistad. Maravillosa mujer, que siempre ha trabajado por sus sueños, quien me enseñó la cualidad de la firmeza, cosa que no domino, sino que pierdo con facilidad. El trayecto que tuve junto a ella me da la oportunidad de recordarla con cariño, en una etapa complicada, una vez más por mi situación familiar, por lo que me es grato cerrar los ojos y pensar en las charlas con temáticas prohibidas que nos dábamos el lujo de tener y en los momentos graciosos que acentuaban nuestra amistad, en las confesionesarriesgadas que marcaron un afecto especial en ambos y en las aventuras que planeamos y que nunca pudimos cumplir. Tuve la fortuna de probar sus labios una noche en un escenario poco probable, un momento glorioso en mi memoria y que vivirá por siempre, querida Karlita: ¿saldremos a Benjies algún día? 
Para la última mención en esta autobiografía, queda narrar la experiencia desagradable en una empresa de comida rápida. Ocupaba el cargo de Gerente de Operaciones, con responsabilidad sobre veinte sucursales en varios estados del país, viajes constantes, problemáticas constantes. La situación laboral más estresante que he pasado, lo que en cierto punto me lleva a pensar que era necesario para que se diese la oportunidad de estudiar en la Escuela Normal. Aquella empresa de pollo frito, desorganizada desde la cabeza solo me trae sentimientos de enojo y frustración, repleta de personal incompetente y egoísta. Cosa que contrasta con mi personalidad, mi forma de trabajo y mis principios. Debido a ello, ante una falta de oportunidades en el sector privado en la ciudad en la que vivo, se abre una oportunidad de formar parte de la comunidad docente, donde actualmente me encuentro, en busca de una oportunidad que cambie mi futuro, con ganas de encontrar a personas que formen parte de mi vida, pero de quienes no tenga la necesidad de escribir ni una sola de línea de ellas más adelante, a quienes no tenga que recordar melancólicamente por el hecho de encontrarse en mi presente. Explico hoy, que aquellos personajes que ocupan un lugar dentro de esta autobiografía, es porque, a pesar del tiempo y los esfuerzos de conservar una amistad o inclusive algo más, no fueron suficientes y me es necesario revivirlos entre los recuerdos, porque, aunque no nos hablemos nunca más, escribir de ellos es una manera de decirles que siempre los voy a querer. 
Wenceslao Reséndiz Aguilar

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