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Analogias de cuentos

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‘’Analogías de cuentos’’
Índice
Tabla de contenido
Horacio Quiroga (1879-1937) EL ALMOHADÓN DE PLUMAS (Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917)	3
Parábola del trueque - Juan José Arreola	6
Esperanza subversiva - Marco Antonio CORTÉS FERNÁNDEZ	9
Introducción
Leer es más importante de lo que parece, no solamente es tener alguna pasión por los libros y la lectura. En nuestra vida encontraremos todo el tiempo escritos ya sean cortas o largas, como en anuncios que uno encuentra en la calle, publicaciones de gente en Internet, libros de texto escolares o incluso este trabajo.
El no saber leer nos limita a casi cualquier cosa, ya que es una forma de comunicarnos entre las demás personas, todo el tiempo estamos leyendo aunque no nos demos cuenta.
En las escuelas aunque no todos tengan una materia que se dedique a la lectura, estamos leyendo lo que los profesores escriben en la pizarra y los libros de texto para realizar nuestras actividades diarias.
Es por eso que las escuelas primarias nos suelen hacer lecturas de varios cuentos, a veces hasta nos dejaban tareas en vacaciones en donde teníamos que leer 40 minutos diarios, si uno no puede leer aunque sea un renglon de algun texto, no tiene oportunidades para nada.
Horacio Quiroga
(1879-1937)
EL ALMOHADÓN DE PLUMAS
(Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917)
         Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
         Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
         La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
         En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
         No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
         Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
         —No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
         Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
         Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
         —¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
         Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
         —¡Soy yo, Alicia, soy yo!
         Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
         Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
         Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
         —Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...
         —¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
         Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
         Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
         Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
         —¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
         Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
         —Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
         —Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
         La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
         —¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
         —Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
         Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso,una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
         Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
         Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
Parábola del trueque - Juan José Arreola
Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.
Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros.
Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.
Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzado, me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía.
Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre. Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas por nuevas!». Pero yo me quedé con los pies clavados en el suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de escándalo.
Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.
-¿Por qué no me cambiaste por otra? -me dijo al fin, llevándose los platos.
No pude contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra.
Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas.
Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.
Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero.
Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales.
Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como las de otros. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos.
-¡No me tengas lástima!
Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas:
-¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!
Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader.
Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos… El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.
El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer, la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo.
Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había recibido una mujer falsificada.
El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.
Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla.
Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, ésa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico.
Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados.
Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo.
FIN
Esperanza subversiva - Marco Antonio CORTÉS FERNÁNDEZ
 
 
“Hacía ya más de cien mil lunas, de la madre tierra le nacieron las primeras mujeres mayas, semillas libres queles nacieron las mujeres y hombres que trabajaron nuestra tierra y ella los alimentó. Ellas nunca poseyeron ni explotaron esta tierra, sino que por el contrario la compartieron entre sus comunidades y cuidaron de ella. Fue hasta hace cincuenta mil lunas que los otros mataron y robaron nuestra tierra, se apropiaron de ella y la explotaron. Desde entonces, nosotras hemos resistido y defendido nuestro derecho a vivir a nuestro modo, nuestra cultura, y hemos retomado nuestra tierra, ya desgastada, maltrecha, para cuidarla nuevamente y pedirle que vuelva a alimentarnos y a nacernos. Hemos vuelto a acostar a nuestras hijas, al cumplir sus cincuenta lunas, sobre un petate, para que aprendan a mirar las estrellas y escuchen la voz de nuestras raíces, y su carne de maíz se nutra de esperanza”. Así hablaba la comandanta Ramona a las mujeres de Acteal, antes del levantamiento.
Cuarenta lunas les habían pasado, cuando los árboles crujieron, los ríos crepitaron, la tierra bramó, y las estrellas, al llegar la noche cayeron en llanto, inconsolables. Las mujeres madres, las no nacidas y los hombres de Acteal, habían sido masacrados por las guardias blancas de paramilitares, al servicio del corazón egoísta de los otros, siervos del capitalismo.
Una radio encendida en una empobrecida y autónoma comunidad del llamado “Caracol V”: “Se alza la palabra de las mujeres y hombres indígenas que han logrado con su sudor la proclamación de la Declaración de la ONU sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas”.
Eran las seis de la tarde, el sol se estaba ocultando detrás de las montañas de la región de San Cristóbal de las Casas, Chiapaz.
La niña Quetzalli, con su cotona de lana, estaba acostada sobre un petate, panza arriba y rascándose el ombligo, su mirada de mujer llegaba hasta la última estrella del cosmos, en sus ojos, como hermosos espejos, se reflejaba la luna, mensajera de esperanza de un nuevo amanecer. Esa noche escuchó en el rumor de las hojas de los frondosos árboles de mango, una voz milenaria.
Le habían enseñado las ancianas de su pueblo, que la vida de cada una de las personas que han sido enterradas está depositada en la sabia de los árboles, quienes por medio de sus raíces, dan la mano a cada una para abrirles las puertas de los caminos que las llevarán hasta sus hojas, que tocan las estrellas. Cuando caen las hojas nocturnas es que han tocado el haz de una estrella, y ambas, hoja y estrella, se confabulan para que renazca una nueva indígena forjadora de mujeres y hombres libres.
Esa noche las hojas hablaban con el conejo de la luna: “Han pasado ya ciento cuarenta lunas y tu has sido testigo de que nuestros pueblos indígenas de Chiapaz han alzado sus voces para resistir al sistema injusto y defender con sus vidas los derechos de los pueblos indios”.
El conejo, se hospedó esa noche en la frente de la niña y susurró a sus oídos: “He visto como caminaban tu madre, tu padre y tus hermanas con la Junta de Buen Gobierno, esa que llaman “nueva semilla que va a producir”. Los vi caminar junto con los otros pueblos, construyendo autonomía en su territorio”.
Un pequeño temblor sacudió el petate y el ligero cuerpo de la niña. “Ejem, ejem”. Nuestra madre tierra intervino, comenzó a hablar al corazón de Quetzalli: “Yo te he nacido, te he alimentado, te he dado la vida, he guardado tu historia, soy la misma tierra de tus abuelas. De mis entrañas, aires y aguas, salen todas las riquezas para tu pueblo”. La pequeña escuchaba atenta y sentía como la cálida tierra la acariciaba. Seguía observando a la luna, y el conejo continuaba su diálogo: “Por eso tu madre, tu padre, tus hermanas y todas las que en ella trabajan, se han ganado el derecho de vivir en ella”.
“Santita, recibe paz”. Dijo la tortuga. Había llegado con su andar paciente a la mano izquierda de la niña y posó la base de su verde caparazón sobre la palma de su mano. Su madre le había dicho sobre la tortuga, que era un animal muy sabio, que la había escogido a ella de entre muchas niñas, para hacerse su compañera y ayudarla con su tenacidad a que se reconocieran sus derechos, a ser tomada en cuenta y ser verdaderamente respetada en nuestro modo, para con su paciencia no desfallecer en tu rebeldía y resistencia”.
La tortuga como fiel nahual, con su voz grabe y ronca habló con ternura a los sentimientos de la pequeña: “Sigue caminando en la esperanza subversiva, de tu sangre indígena, de tus mártires, que viven en los árboles de raíces tan profundas jamás cortadas. Tu madre, tu padre y tus hermanas, están aquí, en las hojas de estos mangos”.
“¡Quetzalli, linda, despierta!” Dijo su abuela. La tomó de la mano con el amor intenso de la trascendencia, la llevó consigo hasta la carreta donde había un balde con agua, la ayudó a enjuagarse, mojó su cara, para encontrarse con esos hermosos ojos negros, brillantes, como las obsidianas. Quetzalli la miró hasta la raíz de su sentido de vida, buscando en sus ojos, los de su madre. La abuela hablaba casi como el susurro de los árboles: “Tenemos que seguir caminando, vamos a denunciar la incursión de la organización paramilitar “Paz y Justicia”, que armados mataron a tu familia y a otras hermanas más de nuestro pueblo, invadiendo y despojándonos de nuestras tierras. Porque ellos obedecen al corazón egoísta del capitalismo”.
La pequeña, era ya una mujer indígena, a su corta edad, alzaba su palabra para denunciar los ataques del mal gobierno. La tortuga durante el camino le contó, que su tía, apenas alcanzada la edad de procrear, había decidido tener una hija para contribuir a la multiplicación de las mujeres y hombres de maíz, para seguir cuidando de nuestra madre tierra. “Una radio encendida en una empobrecida y autónoma comunidad informaba hacía ya setenta lunas antes: “Fueron encontradas 4 mujeres embarazadas, en la masacre de las 21 mujeres, 15 niñas y niños y 9 hombres, indígenas simpatizantes del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en la empobrecida comunidad de Acteal, en el norteño municipio de Chenalhó”.
La tortuga, que seguía el camino de la esperanza subversiva en un nuevo amanecer, se mantenía al lado de Quetzalli, esa pequeña que el corazón egoísta del capitalismo le negó nacer. Pero que gracias a nuestra madre tierra, los árboles y las estrellas, la habían renacido.
Extendió su petate, entre la petatera de los marchistas, se acomodó su cotona y se tendió boca arriba, para alimentar su mirada con esperanza de hojas y estrellas.
Han pasado cien lunas, en una pequeña casa de palma y estuco hecho de barro, la pequeña, hecha mujer, estaba por opción siendo madre al parir una hermosa niña, morena, cabello negro. La arropó con sus brazos y la amamantó con su amor y deseo de justicia.
Ya pasadas 50 lunas, como es la costumbre, le vistió su cotona de lana y la acostó panza arriba, ha aprender a mirar con esperanza subversiva.
 
Marco Antonio Cortés
El Tejar, México
Tecnologías de la Información 1

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