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Sopransi, M B Criticidad y relación Dimensiones necesarias de la ética en la psicología comunitaria

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capítulo 4
criticidad y rElación: dimEnsionEs nEcEsarias dE la ética 
En la psicología comunitaria
maría bElén sopransi
Entre las tareas urgentes para la Psicología Latinoamericana, Baró 
propone una nueva praxis, como actividad transformadora de la realidad 
que quiebra la relación asimétrica sumisión-dependencia. Se plantea el 
problema del poder y de la politización de la psicología “involucrarse en una 
praxis popular es tomar partido (...) el conocimiento práxico que se adquiere 
mediante la investigación participativa debe encaminarse hacia el logro de 
un poder popular (...) que permita a los pueblos volverse protagonistas de 
su propia historia (...)” (1998: 298). En la investigación acción participativa 
(IAP), la vivencia se complementa con la idea de compromiso auténtico, 
derivada del materialismo histórico y del marxismo clásico (Undécima tesis 
sobre Feuerbach: “Los filósofos no deben contentarse con explicar el mundo, 
deben tratar de transformarlo). La vivencia comprometida aclara para quién 
son el conocimiento y la experiencia adquiridos (...) reconoce dos tipos de 
animadores o agentes de cambio, desde el punto de vista de las clases y unidades 
explotadas: los externos y los internos, a quienes los unifica el propósito (telos) 
de cumplir metas compartidas de transformación social. (...) Se crea entre ellos 
una tensión dialéctica cuya problemática sólo se resuelve con el compromiso 
práctico, esto es, en la praxis concreta (Fals Borda, 1985: 129). 
Tras afirmar que la psicología comunitaria proclamó ser la psicología 
para la transformación social, M. Montero abre una serie de interrogantes: 
¿qué transformación? ¿De qué manera? ¿Quién lo decide? ¿En qué espacios 
y tiempos?
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maría bElén sopransi
La posibilidad de construir respuestas encuentra su punto de partida en 
la articulación entre la ética relacional y la ética crítica. La propuesta de E. 
Dussel (2000) alude a la emergencia de una visión trans-sistémica desde la 
cual se puedan hacer “descubrimientos” que puedan llevar hacia cierta trans-
formación, tanto de la comunidad como de los agentes externos, es decir, 
que aquello que puede estar disimulado o disfrazado en nuestra totalidad se 
vuelva visible desde fuera.
M. Montero (2004), en un intento de ampliar la propuesta de Guba y 
Lincoln (1997), postula que el paradigma de la psicología social comunitaria 
no sólo posee una dimensión ontológica, epistemológica y metodológica, 
sino que, como todo paradigma, también tiene una dimensión ética y otra 
política.1 Retomando a P. Guareschi (1996) desarrolla cómo la relación se 
convierte en la base de las consideraciones éticas al interior del campo de 
la psicología social comunitaria, ya que los individuos se construyen en 
relaciones, las que, al mismo tiempo, son creadas por ellos. La ética aludiría 
a la definición del otro y a su inclusión en la relación de producción de co-
nocimientos, suponiendo valores como la igualdad y la justicia, sólo desde 
una posición de igualdad es que se genera la posibilidad de justicia. Se alude 
al tipo de relación que se debe establecer entre la comunidad con la que se 
trabaja y aquellos que se acercan a trabajar en dicha comunidad, para que 
tales acciones puedan ser caracterizadas como éticas.
M. Montero parte del interrogante sobre las consecuencias posibles de 
una confrontación entre las perspectivas de los integrantes de la comunidad 
y las propias de los agentes externos. La disparidad que se presenta como un 
problema técnico se transforma en un problema ético, que la autora intenta 
soslayar a partir de una guía –que parte de sus experiencias de trabajo en 
terreno– y que sintetiza el fundamento ético de la psicología comunitaria.2 
Esta distinción entre la comunidad destino de la intervención y la comunidad 
de agentes externos se convierte en el punto de partida para analizar la ética 
como condición de las prácticas comunitarias. 
Desde la psicología social comunitaria crítica, esas prácticas son defini-
das como espacios de encuentro entre profesionales, estudiantes, operadores 
1. Cabe mencionar que Guba y Lincoln analizan dimensiones tales como valores, voces, 
prácticas y hegemonía al interior de los paradigmas, que podrían ser pensadas como parte de 
lo que Montero propone como dimensión ética y dimensión política.
2. M. Montero, op. cit., 2000, pp. 205-206.
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sociales, etc. y las personas que forman parte de la comunidad. Estos actores 
sociales habitan el territorio material y simbólico en el que se desarrolla un 
plan conjuntamente diseñado para transformar la realidad de cada uno de 
los grupos con un sentido emancipador, es decir, un espacio de construcción 
de experiencia trascendental (Agamben,1978: 218). Ambos grupos son 
parte constitutiva de una relación de mutua influencia, y se intenta acortar 
la distancia que existe entre ellos a partir de considerar al Otro como actor 
social, capaz de decidir y participar, con una historia y cultura propias que 
deben ser reconocidas. 
Sin embargo, el intento por acortar esta distancia puede rastrearse en la 
antropología, en relación a la construcción del Otro cultural y las conside-
raciones sobre el trabajo de campo, que tiene sus orígenes en los desarrollos 
de Boas y Malinowski. Mientras que para Boas el objetivo radica en producir 
material etnográfico que muestre cómo piensa, habla y actúa la gente, desde 
sus propias palabras; Malinowski distingue la descripción de una práctica 
desde la perspectiva de los nativos, intentando comprenderlos a partir de 
integrarse a su vida cotidiana.3 
K. Pike (1954) intenta sistematizar las diferencias entre las perspectivas 
de los nativos y de quienes se acercan a trabajar con ellos, a partir de la dis-
tinción emic/etic, relacionada con una concepción interna y otra externa. El 
punto de vista etic presupone una mirada exterior, extraña a la naturaleza de 
lo que se estudia, mientras que las descripciones emic brindan una concepción 
con criterios escogidos dentro de ese sistema (Reynoso, 2001). 
La importancia de esa convivencia con la comunidad, así como también 
los intentos de identificar distintas modalidades de abordar los fenómenos 
culturales (perspectiva etic/emic) pueden rescatarse para pensar las prácticas 
comunitarias, no sólo las prácticas de investigación, que son a las que bási-
camente se refieren los desarrollos mencionados anteriormente. Las prácticas 
comunitarias, tal como las venimos definiendo, requieren del achicamiento 
de la distancia entre la comunidad y quienes trabajan en ella, recurriendo a 
criterios pertenecientes a este sistema para describirlo (emic). Pero tal como 
se han definido esas propiedades desde la antropología, no contemplan el 
análisis autorreflexivo de los agentes externos, ni el abandono de cierta po-
sición de autoridad. Parecieran conservar la imagen del nativo como objeto 
3. Estos desarrollos son considerados como uno de los orígenes de la técnica de observación 
participante.
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de estudio y la del investigador como único sujeto cognoscente, manteniendo 
un punto de vista asimétrico y etnocentrista. 
En la década de los 60 comienza a desmitificarse el trabajo de campo de 
los investigadores, reconociendo al etnógrafo como un ser sociocultural, con 
un saber históricamente situado: “el primer objetivo de esta desmitificación 
fue la natividad del etnógrafo, quien es, además de un ente académico, miem-
bro de una sociedad y portador de cierto sentido común” (R. Guber, 2001). 
Según Guber (2001: 118) “el trabajo de campo etnográfico ha creado una 
“persona” un tanto excéntrica que, por un tiempo, se recorta de su medio y 
comodidades habituales para sumergirse en un medio ajeno, frecuentemente 
difícil y hasta peligroso, sin ningún interés material aparente. Los intentos 
de borrar al investigador, sea mediante técnicas estandarizadas, sea por la 
fusión con los nativos, incidió enla falta de conceptualización de su per-
sona moral, social y política, en pos del conocimiento altruista, impersonal 
y universal”. Esta homogeneización del investigador intentó ser saldada a 
través de su añadidura como variable sociocultural (p. 121). En la actualidad 
varios autores reconocen la necesidad de reflexividad, de un investigador que 
no sólo investigue, sino que se investigue a sí mismo como parte integrada 
al proceso de construcción de conocimientos de la investigación. “La tarea 
de familiarizarse con lo exótico se revirtió en exotizar lo familiar” (Roberto 
da Matta citado en Guber, 2001: 40). Es decir, hay una persona con propó-
sitos, con emociones, que tiene determinada edad, es mujer o varón, posee 
un origen social, político y étnico, se referencia en una institución, se hace 
una o varias preguntas e intenta investigar la realidad para aprehenderla, 
describirla, comprenderla, interpretarla, explicarla. Para James Clifford, 
la autorreflexividad no sólo es un instrumento de conocimiento, sino de 
compensación de asimetrías en las relaciones de poder entre investigador e 
informante (p. 124). Pero esta búsqueda de equitatividad en las posiciones 
no debe redundar en un empirismo fenomenológico donde el investigador 
quede reducido al papel de pura trascripción de lo que el informante dice 
o hace. En un proceso análogo y contemporáneo, el desarrollo de la IAP al 
interior de las ciencias sociales (M. Montero, 1992) interrogaba los lugares 
que ocupan los participantes dentro de esa particular relación que se inaugura 
entre la comunidad –o agentes internos– y los agentes externos. Esto pone 
de manifiesto cómo a partir de los años ’70 las ciencias sociales comienzan 
a problematizar estas cuestiones desde las distintas disciplinas, inspiradas en 
la Teoría Crítica y el constructivismo, en un intento por superar y dialectizar 
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la relación entre investigador-investigado, conocimiento científico-cono-
cimiento popular, dicotomías que aún operan como obstáculos. Son estos 
cuestionamientos los que han puesto en el centro de la escena la dimensión 
ética en las ciencias sociales.
La psicología comunitaria se muestra abierta a una pluralidad de modos 
de producir conocimientos y transformaciones, como forma de desnaturalizar 
la realidad. Esto sólo es posible a partir de la permanente reflexión sobre lo que 
se está haciendo y cómo se lo está haciendo. En este sentido, la reflexividad, 
como equivalente a la conciencia de ese agente externo sobre su persona y 
los condicionantes sociales y políticos, se convierte en un elemento central 
para la posibilidad de una ética relacional. Bourdieu plantea, en relación a 
la producción de conocimientos, la existencia de dos dimensiones que mol-
dean dicho proceso, las cuales pueden retomarse para pensar las prácticas 
comunitarias. La primera de esas dimensiones atañe a la posición en el campo 
científico o académico, el cuestionamiento de la pretensión de autonomía 
de este espacio social y político, “(...) sistema de autoridad académica que 
(...) se imbrica a las demás formas existentes de autoridad y autorización es-
tatal en lo gubernamental, jurídico, escolar, militar y religioso. A diferencia 
de estas últimas formas estamentales, los estamentos académicos tienen la 
particularidad de funcionar en red, sin por eso dejar de conservar jerarquías” 
(citado en Guber, 2001: 38), pero dejando un margen de libertad para la 
crítica (Regalsky, 2003: 14-15). La segunda está referida al epistemocentris-
mo: determinaciones inherentes a la postura intelectual misma, a la mirada 
teórica que toma como espectáculo al objeto de conocimiento y no desde la 
lógica práctica de sus actores. 
La relación entre la comunidad y los agentes externos es una tensión 
permanente dentro de las prácticas comunitarias, a la que hay que dar lugar, 
desnaturalizando las diferencias constitutivas de ambos y las cuestiones rela-
tivas al poder, poniéndose el acento en los puntos de encuentro: la igualdad y 
las potencialidades de autonomía que todas y todos portamos. Es esto lo que 
puede conformar un espacio en el que se despliegue una ética relacional. 
La ética relacional se convierte en una propuesta desde la psicología 
comunitaria por superar los roles asimétricos socialmente reproducidos entre 
academia-intelectuales y la comunidad. De este modo, se trabaja hacia “la 
conservación de la vida humana, promoviendo para ello una mejor calidad 
de vida y los cambios sociales necesarios con la participación de la gente de 
las comunidades a fin de que puedan tener una vida más saludable” (Montero, 
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2000: 200). Sin embargo, esa pretensión de justicia, no puede sólo realizar 
descripciones con fines de verdad y validez, lo cual le daría valor de cientifi-
cidad, sino que requiere la construcción de verdad a través de la criticidad. 
Dicho criterio de verdad no se encuentra en las realidades existentes, sino en 
las realidades que la propia acción logra crear y desarrollar (Baró, 1998: 318), 
lo que nos remite al concepto de praxis. Fals Borda (1985: 75-76) sostiene 
que la validez proviene de la praxis expresada en la acción de la comunidad, 
se trata de un proceso de validación permanente, que se juzga desde una de-
terminada ideología, en el caso de la IAP pluralista, independiente y crítica, 
y liga esta validación práctica a la democracia participante. En este concepto 
de verdad, como concepto crítico, están integradas las condiciones y apuestas 
histórico-políticas de su elaboración. 
Siguiendo a E. Dussel (2000), quien retoma la perspectiva de K. Marx, 
cientificidad y criticidad son criterios con demarcaciones diferentes. La cien-
tificidad no tiene incluida la cualidad de criticidad, de modo tal que podemos 
encontrarnos con procesos que bien pueden calificarse de científicos, sin por 
ello ser también críticos, como en el caso de las ciencias sociales funcionales; 
procesos críticos que no cumplen con los criterios de cientificidad, como la 
militancia no científica; y finalmente, procesos a la vez científicos y críticos. 
La noción de criticidad alude a la profundidad en la cual podemos situarnos 
para accionar, y sólo puede surgir desde una actitud de separación o exterio-
ridad con respecto al sistema del que se forma parte. El carácter científico no 
conlleva necesariamente lo crítico, ni lo ético; es decir, que una ciencia social 
puede seguir la moral funcional de la totalidad a la que pertenece, carecer de 
sentido crítico y ético, y no por ello dejar de ser ciencia. 
La posibilidad de criticidad no puede emerger si operamos con juicios 
de valor intra-sistémicos, sino que la ética trans-sistémica sólo puede descu-
brir lo injusto en el acto justo moral. Nos encontraríamos entonces frente a 
cierta paradoja: si por un lado, como se viene planteando, es condición sine 
qua non formar parte de ese sistema con el que se trabaja –la comunidad–, 
es decir, acortar las distancias entre agentes externos e internos como parte 
de lo que se denominó ética relacional, ¿cómo lograr la distancia requerida 
–trans-sistémica– para adquirir un posicionamiento crítico?
Evidentemente no se pretende agotar la potencialidad de respuestas 
que plantea la pregunta. Definir a la ciencia como relativa y tendiente a la 
objetividad significa, en primer lugar, que es una construcción sociohistórica, 
lo cual le impone las limitaciones propias de su tiempo. Y lo objetivo alude a 
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que la ciencia debe desfetichizar, desmitificar, evidenciar las contradicciones 
en aquello que se presenta como realidad. Y es esa posibilidad de desfetichizar 
lo que hace a la condición crítica. Lo crítico es negar, es decir, abrir la posibi-
lidad a pensar otras alternativas frente a lo dado. “La crítica es negación (de 
lo dado) y anticipación (de lo que aún no es dado) y constituyeuna oposición 
al determinismo (...) y a la visión mecanicista y positivista de los procesos 
sociales”.4 Desde la Teoría Crítica, el investigador busca desfetichizar lo 
que se presenta como dado, al conocer busca transistematizar evidenciando 
lo naturalizado dentro del sistema, esto es, el proceso de desfetichización, 
negar lo existente para crear otra cosa: la explicación, la comprensión, la 
nueva conceptualización, etc., que en sí son transformaciones de la realidad. 
Al crear nuevo conocimiento, niega el anterior o al menos produce algo 
novedoso en una dialéctica negativa del desconocimiento, del prejuicio o 
de la explicación precedente. Esto abre la posibilidad de reconceptualizar la 
práctica, otorgándole nuevos valores a la relación de campo.
La dicotomía planteada entre agentes externos y agentes internos, que 
la ética relacional intenta diluir, tiene un aspecto ficticio puesto que las 
comunidades en las que se trabaja son parte de nuestra realidad y, por lo 
tanto, a la vez que se transforman, nos transformamos. “Nunca hay libertad 
efectiva que no sea también una transformación material, que no se inscriba 
históricamente en la exterioridad, pero jamás, tampoco, hay trabajo que no 
sea una transformación de sí mismo” (Balibar, 2003: 47). 
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Pike, K.: Languaje in Relation to a Unified Theory of the Structure of Human 
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Regalsky, P.: Etnicidad y Clase. CEIDIS/CESU-UMSS/ CENDA y Plural, 
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