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Baschet_Jerome_-_La_Civilizacion_Feudal_2-40-93-1-6 (1)

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I. GÉNESIS DE LA SOCIEDAD CRISTIANA 
La alta Edad Media
Au n s i eí objeto principal del presente libro es e l auge de la Edad Media 
central, resulta imposible ignorar los procesos fundam entales de desorga­
nización y de reorganización que caracterizan al m edio m ilenio anterior y 
que resultan, por esta razón, indispensables para la com prensión de la di­
námica medieval.
I n s t a l a c ió n d e n u e v o s p u e b l o s
Y FRAGMENTACIÓN DE OCCIDENTE
¿Invasiones bárbaras?
La expresión tradicional de invasiones bárbaras (a las que com únm ente se 
atribuía la responsabilidad de la caída del Im perio rom ano de Occidente) 
debe ser objeto de una doble crítica. Bárbaro: esta palabra, en un principio, 
sólo designa a los no griegos, y luego a los no rom anos. Pero la connotación 
negativa adquirida por este térm ino hace difícil emplearlo hoy sin reprodu­
cir un juicio de valor que convierte a Roma en el modelo de la civilización, 
y a sus adversarios en los agentes de la decadencia, de la regresión y de la 
incultura. Ciertamente, los pueblos germánicos —expresión aceptable en su 
neutralidad descriptiva— que se instalan poco a poco en el territorio del Im­
perio que estaba en decadencia y que luego cayó, al principio ignoran todo 
de la cultura urbana tan apreciada por los rom anos, y no se entregan a los 
arcanos del derecho y de la adm inistración del Estado, ajenos como son a 
la práctica de la escritura. Pero su cohesión social y política, alrededor de 
su jefe, o tam bién su habilidad en m ateria de artesanías y particularm ente 
en el trabajo de los metales, superior a la del m undo rom ano, les garantiza 
algunas ventajas y les perm ite aprovecharse de las debilidades de un Im pe­
rio en dificultades. El térm ino de invasión no es m ás satisfactorio que el de 
bárbaros. Ciertam ente, hubo episodios sangrientos, confrontaciones m ilita­
res, incursiones violentas y ocupaciones de ciudades; sin duda son aquellos 
que los relatos de los cronistas han puesto de relieve. Sin embargo, la insta­
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lación de los pueblos germánicos debe im aginarse más bien como una len­
ta infiltración que duró varios siglos, como una inmigración progresiva y a 
m enudo pacífica, en el curso de la cual los recién llegados se instalaban de 
m anera individual, sacando provecho de sus talentos artesanales o ponien­
do su fuerza física al servicio del ejército rom ano, o bien en grupos num ero­
sos que se beneficiaban entonces de un acuerdo con el Estado romano, que 
les otorgaba el estatus de “pueblo federado". Así, en una prim era etapa, el 
Imperio pudo absorber esta inmigración o pactar con ella, antes de desapa­
recer por el efecto de sus propias contradicciones, exacerbadas a m edida 
que la infiltración extranjera iba haciéndose mayor.
La historiografía reciente lo ha m ostrado de m anera clara: la zona fron­
teriza (limes) en el norte del Im perio desem peñó un papel im portante, no 
tanto como separación, tal como suele im aginarse, sino como espacio de 
intercam bios y de interpenetración. Del lado rom ano, la presencia de ejér­
citos considerables y la implantación de una hilera de ciudades importantes 
en la retaguardia (París, Tréveris, Colonia) estim ulan la actividad de estas 
regiones e increm entan su peso demográfico, quizá sentando las bases de la 
im portancia adquirida por el noroeste de Europa a partir de la alta Edad 
Media. En lo que se refiere a los grupos germánicos que viven en las proxi­
midades del limes, éstos dejan de ser nóm adas y se vuelven campesinos que 
viven en aldeas y practican la cría de ganado, lo que les perm ite ser guerre­
ros m ejor alim entados que los rom anos. Debido a su sedentarización, su 
forma de vida es más sim ilar de lo que podría pensarse a la de los pueblos 
rom anizados, que por lo demás com ercian voluntariam ente con ellos. Así, 
cuando las incursiones de los hunos, llegados de Asia central, irrumpen por 
Europa, los visigodos que piden autorización para en trar al Im perio son 
agricultores a los que este nuevo peligro preocupa tanto como a los rom a­
nos mismos. La frontera, entonces, fue el espacio en el que rom anos y no 
rom anos se acostum braron a encontrarse y a intercambiar, y comenzaron a 
dar origen a una realidad intermedia; la frontera se volvió "el eje involunta­
rio alrededor del cual los m undos rom ano y bárbaro convergían” (Peter 
Brown).
Luego, la unidad im perial se disloca en form a definitiva, dando lugar, 
durante los siglos v y vi, a una decena de reinos germánicos. Desde 429 hasta 
439, los vándalos se instalan en el norte de África con el estatus de pueblo 
federado, luego los visigodos en España y Aquitania, los ostrogodos en Ita­
lia (con Teodorico, que reina a partir de 493), los burgundios en la parte este 
de la Galia, los francos en el norte de ésta y en la Baja R enania y, por últi-
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mo, a partir de 570, los anglos y los sajones, que establecen en las islas bri­
tánicas (excepto en los territorios de Escocia, Irlanda y el País de Gales, que 
sisuen siendo celtas) los num erosos reinos que se desgarrarán duran te la 
alta Edad Media (Kent, Wessex, Sussex, Anglia Oriental, Mercia, Northum - 
bria). Sin lograr, no obstante, invertirla fragm entación que en ese entonces 
caracteriza a Occidente, un fenómeno notorio de aquel periodo es el incre­
mento del poderío de los francos, dirigidos por los soberanos de la dinastía 
merovingia, fundada por Clodoveo (t 511) e ilustrada por G otario (t 561) y 
Dagoberto (t 639). Los francos, en efecto, logran echar a los visigodos de 
Aquitania (en la batalla de Vouillé, en 507), englobar los territorios de otros 
pueblos, en particu lar el de ios burgundios en 534, para finalm ente dom i­
nar el conjunto de la Galia (con excepción de la Armórica celta). Adquieren 
así una prim acía en el seno de los reinos germánicos, lo que refuerza toda­
vía más el peso, ya demográficamente dom inante, de la Galia. Un poco des­
pués, durante el siglo vi, los últim os pueblos germánicos en llegar, los lom ­
bardos, se instalan en Italia, con lo que contribuyen a arruinar la reconquista 
de una parte del antiguo Im perio de Occidente dirigido por el em perador de 
oriente Justiniano (t 565).
Incluso después de la instalación de los pueblos germ ánicos, el Occi­
dente altom edieval sigue estando m arcado por la inestabilidad del pobla- 
míento y la aparición de recién llegados. La expansión m usulm ana invade 
la península ibérica y pone fin al reino visigodo en 711, m ientras que ban­
das arm adas musulmanas avanzan hasta el centro de la Galia, con la finalidad 
de saquear Tours, antes de que los venza en Poitiers, en 732, el jefe franco 
Carlos Martel, lo que los obliga a una retirada hasta los Pirineos. Luego, en 
la segunda parte de la alta Edad Media, hay que m encionar las incursiones 
tum ultuosas de los húngaros, en el siglo x, y sobre todo las de los pueblos 
escandinavos, tam bién llamados vikingos o norm andos (literalm ente north 
men, "hom bres del no rte”). Estos últimos, valerosos guerreros y grandes 
navegantes, acosan las costas de Inglaterra desde finales del siglo vin y so­
meten a los reinos anglosajones al pago de un tributo, hasta que el danés 
Canuto se im pone como rey de toda Inglaterra (1016-1035). En el continen­
te, los hom bres del norte aprovechan el debilitam iento del Im perio caro­
lingio y, a p artir de los años 840, ya no se conform an con atacar las costas 
sino que penetran profundam ente en todo el oeste de los territorios fran­
cos, invocando a sus divinidades paganas y sem brando pánico y destruc­
ción. Al final, los soberanos carolingios tienen que ceder, y el tratado de 
Saint-Clair-sur-Epte (911) les otorga la región que, en el oeste de Francia,
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todavía lleva su nombre.Pero el expansionismo de los vikingos no se detiene 
ahí y, desde esa base continental, el duque de Normandía, Guillermo el Con­
quistador, se lanza al asalto de Inglaterra, de la que se vuelve rey luego de su 
victoria en Hastings (1066) sobre Haroldo, quien hacía esfuerzos por re­
construir un reino anglosajón. Por otra parte, la familia norm anda de los 
Hautevilie se arriesga a ir todavía más lejos, conquistando el sur de Italia 
con Roberto Guiscardo, en 1061, y luego Sicilia, en 1072, antes de que Ro- 
ger II, al reunir el conjunto de estos territorios, obtuviera el título de rey de 
Sicilia, de Apulia y de Calabria en 1130. Por último, los vikingos de Escan- 
dinavia, bajo la conducción del legendario Eric el Rojo, se implantan, a par­
tir de finales del prim er milenio y por varios siglos, en las costas de Groen­
landia (a la que ya nom bran el "país verde"). De ahí, Leií Eriksson y sus 
hom bres se aventuran, a principios del siglo xi, hasta las orillas de Canadá 
y quizá de Terranova, pero sus habitantes no tardan en rechazarlos. Así, fue­
ron ellos los prim eros europeos que pisaron suelo americano, aunque su 
aventura sin futuro no tuvo el m enor efecto histórico.
La fusión romano-germánica
Volvamos un poco atrás para subrayar los efectos de la fragmentación de la 
unidad rom ana y de la instauración de los reinos germánicos. El conjunto 
de estos movimientos contribuye al desplazamiento del centro de gravedad del 
mundo occidental desde el M editerráneo hacia el noroeste de Europa. A los 
factores ya mencionados (papel de la antigua frontera romana, peso dem o­
gráfico de la Galia, expansión de los francos), hay que añadir la conquista 
duradera de España por parte de los musulmanes, que controlan igualmen­
te el conjunto dei M editerráneo occidental, y la desorganización de Italia, 
agotada debido al insostenible proyecto de la reconquista justiniana y a la 
epidemia de peste que hace estragos a partir de 570 y durante el siglo vil. 
Desde entonces, el papel principal en la Europa cristiana se traslada al nor­
te. Otra consecuencia de la desagregación del Im perio de Occidente es la 
desaparición de todo Estado verdadero. Una vez que la unidad de Roma 
queda rota, su sistema fiscal se derrum ba con ella. La desaparición de la fis- 
calidad rom ana es incluso uno de los factores que favorecen la conquista 
por parte de los pueblos germánicos. Aun si Ies resulta costoso desde el pun­
to de vista cultural, las ciudades perciben con claridad que la dominación 
"bárbara” es algo preferible al peso creciente del fisco rom ano, m ientras
que “los reyes germ ánicos se dan cuenta de que el precio a pagar por una 
conquista fácil a m enudo es otorgar a los propietarios rom anos privilegios 
fiscales tan generosos que el sistema fiscal se destrirvó desde adentro” (Chris 
Wickham). Ei derrum be de la fiscalidad hace de Occidente, a p artir de la 
mitad del siglo vi, un conjunto de regiones sin relación entre sí; y los reinos 
germánicos, incluso cuando llevan lejos ia conquista, siguen siendo tribu ta­
rios de esta profunda regionalización. Son incapaces de restablecer el im ­
puesto, o incluso de ejercer un verdadero control sobre sus territorios y so­
bre las élites locales. Así, si bien los reves germ ánicos tienen una intensa 
actividad de codificación jurídica, m ediante la redacción de códigos y edic­
tos en los que se mezclan compendios de derecho rom ano y compilaciones 
de usos y costum bres de origen germánico (ley sálica de los francos, leyes de 
Etelberto, edictos de Rothari, etc.), este frenesí jurídico resulta a la m edida 
de la ausencia de todo poder real auténtico; y toda tentativa seria de aplica­
ción resulta ser un hum illante fracaso. La fuerza de un rey germ ánico es 
esencialmente un poder de hecho: protegido por un entorno que está ligado 
a él m ediante un vínculo personal de fidelidad, el rey es un guerrero indis­
cutible, que conduce a sus hombres a la victoria militar y al saqueo. El proce­
so que confunde la cosa pública con las posesiones privadas del soberano, 
iniciado desde el siglo m, conduce entre los reyes germ ánicos a una total 
confusión. La consecuencia de esto es una patrim onialidad del poder que, 
entre otras cosas, perm ite recom pensar a los servidores fieles m ediante la 
concesión de un bien público. En pocas palabras, resulta imposible conside­
rar los reinos de la alta Edad Media como Estados.
Sin embargo, sería equivocado pensar que el fin del Imperio significa el 
remplazo completo de las estructuras sociales y culturales de Roma medían­
le un universo im portado, propio de los pueblos germánicos. Más bien, se 
comprueba un proceso de convergencia y de mezcla, cuyos principales acto­
res sin duda alguna son las élites rom anas locales. Éstas com prenden que 
les resulta posible m antener sus posiciones sin el apoyo de Roma, por poco 
que consientan en transigir con los jefes de guerra germánicos. Ciertamente, 
no les resulta fácil negociar con estos “bárbaros", que van vestidos con pieles 
de animales, usan el pelo largo e ignoran todo refinamiento de la civilización 
urbana. No obstante, el interés prevalece, y los jefes bárbaros reciben su par­
te de la riqueza rom ana —tierras y esclavos—, a tal grado que se vuelven 
miembros eminentes de las élites locales. Poco a poco, y prim ero en España 
y en la Galia, las diferencias entre aristócratas romanos y jefes germánicos se 
atenúan, tanto más cuanto que a menudo sus linajes quedan unidos mediante
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matrimonios. Así se opera la unificación de las élites, que term inan por com­
partir un estilo de vida común, cada vez más militarizado, aunque tam bién 
fundado en la propiedad de la tierra y el control de las ciudades. Esta fusión 
cultural rom ano-germ ánica es uno de los rasgos fundam entales de la alta 
Edad Media, y quizá es entre los francos donde tiene mayor éxito, lo cual es 
uno de los ingredientes de su expansión. Esta fusión, por lo demás, queda ilus­
trada de m anera precoz en el sello de Chiiderico (t 481), el padre de Clodo- 
veo, en el que la imagen del rey aparece con la larga cabellera del jefe de 
guerra franco cayendo sobre los pliegues de una toga rom ana (Peter Brown).
TRASTOCAMIENTO DE LAS ESTRUCTURAS ANTIGUAS
La decadencia comercial y urbana
Los desórdenes ligados a los movimientos m igratorios y el final de la un i­
dad rom ana tienen consecuencias económicas de prim er orden. La insegu­
ridad, com binada con la escasez m onetaria y con 1a falta de m antenim iento 
de la red de caminos rom anos, y luego con su destrucción progresiva, aca­
rrea la decadencia y la casi desaparición del gran comercio, en otros tiem ­
pos tan im portante en el Imperio. Ciertamente, algunos productos de lujo 
siguen alim entando a las cortes reales y a las casas aristocráticas (espe­
cias y productos de Oriente, arm as y pieles de Escandmavia, esclavos de las 
islas británicas). Sin la preservación, incluso m ínim a, de un flujo de inter­
cambios de gran alcance, no podría explicarse el tesoro de la tum ba real 
de Sutton Hoo (Suffolk, Inglaterra), del siglo vn, donde se encontraron 
arm as y ropajes escandinavos, m onedas de oro de F rancia Occidentalis, 
vajillas de p lata de C onstantinopla y seda de Siria. Pero el agotam iento 
afecta lo que era la parte esencia] de la circulación de m ercancías en el Im ­
perio, es decir, los productos alim enticios de base, como los cereales, que 
se im portaban de m anera masiva desde África hasta Rom a y servían in ­
cluso para el abastecim iento de los ejércitos concentrados en la frontera 
norte, o hasta los productos artesanales que circulaban am pliam ente en­
tre las regiones. Puede m encionarse, gracias al testim onio de la arqueolo­
gía, el caso de la cerám ica africana, que hab ía invadido todo el m undo 
m editerráneo durante el Bajo Imperio, y cuyas exportaciones, m antenidas 
a pesar de la conquista vándala, dism inuyen y desaparecen hacia m edia­
dos del siglo vi, dejando lugar por doquieral auge de los estilos regionales

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