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Ser niño Cuidados para un crecimiento saludable

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Ser niño
 
 
 
 
 
 
 
 
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Eulàlia Torras de Beà
 
SER NIÑO
Cuidados para un
crecimiento saludable
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Colección Con vivencias
47. Ser niño. Cuidados para un crecimiento saludable
 
 
 
Primera edición en papel: noviembre de 2015
Primera edición: noviembre de 2015
 
© Eulàlia Torras de Beà
 
© De esta edición:
Ediciones OCTAEDRO, S.L.
Bailén, 5 – 08010 Barcelona
Tel.: 93 246 40 02 – Fax: 93 231 18 68
www.octaedro.com – octaedro@octaedro.com
 
 
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra
solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita
fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
 
 
ISBN: 978-84-9921-754-3
 
Diseño de la cubierta: Tomàs Capdevila
 
Diseño, producción y digitalización: Editorial Octaedro
http://www.octaedro.com/
mailto:octaedro@octaedro.com
http://www.cedro.org/
 INTRODUCCIÓN
Tener un hijo1 es un acontecimiento intensamente emocional e importante
en la vida de una pareja. En él convergen vivencias complejas y factores
biológicos esenciales de ambos progenitores. El embarazo y el parto son
dos momentos de especial relevancia en el proceso, pero la preparación
física y mental de los futuros padres hasta llegar a tener un hijo no
comienza aquí, sino mucho antes; en realidad comienza durante la infancia
del futuro padre y la futura madre. En ese tiempo, desde la amada y
reconfortante experiencia de recibir cuidados de sus propios padres e
identificándose con ellos, el niño y la niña imaginan ser padre o madre ellos
mismos. Esta imaginación, que expresa un deseo, se manifiesta en los
juegos, como el clásico de «papás y mamás» y tantos otros; en los dibujos;
la imitación de actividades de los padres, etc.; en realidad en todo aquello
capaz de reflejar lo que bulle en la mente del niño, sus inquietudes, su
curiosidad e interés por comprender la relación entre sus padres y el
misterio de su propio origen.
Un niño de unos cinco años y medio al que habían comunicado poco antes
que tendría una hermanita, de camino a la escuela, medio
interrogativamente, comentó a su madre como acabando de darse cuenta:
«Primero os casasteis y tuvisteis a Alberto, luego os volvisteis a casar y
vine yo, y ahora os habéis vuelto a casar y nacerá una nena. Es así, ¿no?».
Por esta vía va revisando y elaborando las experiencias en relación a algo
tan importante como el origen de la vida, de su propio origen, el origen de
las importantes personas de su entorno: sus hermanos, sus padres… Así,
podemos decir que mucho antes de que el bebé esté gestándose en el vientre
materno ha existido ya, ha sido imaginado, gestado y comprendido en la
mente de los que serán sus padres en el futuro.
Cada niño vive a su manera este proceso de elaboración, pero además los
niños y las niñas suelen vivirlo en forma diferente. A través de juegos y de
fantasías, la niña muestra su identificación con su madre, su deseo de
parecerse a ella, de ejercer las funciones que le ve realizar; es decir, ser
madre a su vez. También expresa la forma como se imagina a sí misma en
el futuro y la forma de vivir la relación con su propia madre en el presente.
Una niña de cuatro años comía helados que había hecho su madre para
ella y su hermanito. Daba claras muestras de satisfacción y de regocijo con
el postre y en ese momento una amiga de su madre que estaba con ellas le
preguntó qué quería ser ella cuando fuese mayor. «Como mi mamá»,
respondió la nena. «¡Ah!, ¡vas a ser maestra!», preguntó la señora. «No.
Voy a ser mamá y tendré muchos hijitos y a todos les haré helado de
chocolate.» Mostraba así su satisfacción con los cuidados que recibía de su
madre y la base de su identificación con ella.
El varón, por su lado, imagina sus futuras funciones de padre a partir de
cómo vive ahora la relación con su propio padre. Si este participa
activamente desde el comienzo en el cuidado de sus hijos, el niño
lógicamente lo siente más cercano, valioso, le resulta más fácil entender sus
funciones en relación a él y siente el deseo de ser como él en el futuro. En
cambio, si el padre está más alejado, se ocupa poco de su hijo y trabaja
solamente fuera de casa, al niño se le hace más difícil comprender la
aportación inmediata del padre y su rol en el futuro. Un varoncito de unos
seis años preguntó a su madre si cuando fuera mayor podría tener un hijo.
La madre le explicó que sí que podría, que se casaría con una chica de su
edad y que tendrían un hijo que sería de los dos. El niño contestó: «Pero es
que yo quiero tener un hijo yo mismo.» La madre respondió: «Bueno, eso
ya es más difícil, ya que a los niños los hacen entre el papá y la mamá, pero
se hacen en la barriga de la mamá. ¿Pero por qué quieres tener el niño tú
mismo?» A lo que el niño respondió: «Porque las mamás comprenden
mejor a los niños.» La mamá le respondió: «Pero si tú cuidas mucho a tu
hijo lo comprenderás cada vez mejor.» Parece que no hacen falta
comentarios. Quizá a alguna persona le sorprenda que un varón exprese este
deseo tan abiertamente. Pero no se trata de algo excepcional; si en el
entorno cultural del niño este tipo de deseos son aceptados sin alarma el
niño podrá expresarlos. En caso contrario, si se rechazan como
inaceptables, el niño reprimirá su expresión e incluso el deseo mismo; el
niño y su entorno pueden llegar a desconocer que existen.
A lo largo de los años, el niño y la niña van viviendo experiencias
diferentes en relación a sus padres y en las relaciones con las personas de su
entorno en general. A través de estas relaciones van construyendo su idea
de futuro y de cómo desean que sea el suyo, especialmente desde el ángulo
personal y laboral.
Años más tarde, llegado el momento, la posibilidad de tener un hijo real
se hace cercana y viable para la pareja que desea tenerlo. Mientras elaboran
este deseo y este proyecto, los futuros padres comparten lo que imaginan y
lo que viven acerca del hijo que desean tener. Cuando finalmente se
concreta la decisión de tener un hijo y se llega al embarazo, los futuros
padres ponen en marcha sus recursos para ocuparse de todo aquello que
consideran esencial para su hijo: el seguimiento médico del embarazo, de la
salud de la madre y del bebé mismo. Por supuesto, también atienden a lo
más lúdico, como la preparación de la habitación del niño, la ropita, los
primeros juguetes… Todo esto va paralelo a la preparación emocional de
los padres para el nacimiento. Ellos tienen al bebé cada vez más presente en
su mente y esta imaginación contiene los elementos de la futura relación
con su hijo, de algo tan importante como el vínculo con él.
A lo largo del embarazo, los futuros padres van recibiendo información
del hijo y de su desarrollo en la matriz desde las fuentes médicas, las
revisiones y las ecografías, también desde los movimientos del bebé en el
útero. De esta forma los padres comienzan ya a conocer a su hijo, a hacerse
ideas sobre características del pequeño, como lo tranquilo o movido que
parece que va a ser y sobre tantas otras características que el bebé sugiere a
los padres. Ya desde ahora ellos captan o creen captar semejanzas y
diferencias en relación a ellos mismos y a otros miembros de la familia,
como los hermanos, los abuelos, etc. Con esto se inicia ya algo tan
importante como la integración del niño en el grupo familiar y el
sentimiento de pertenencia a él.
En las páginas que siguen nos referiremos a los cuidados que el niño
necesita para un crecimiento físico, intelectual y emocional saludable.
Veremos que para atender adecuadamente al bebé es necesario dedicar
tiempo, de manera que los padres vayan conociendo progresivamente a su
hijo y este los conozca. Tener tiempo, no andar siempre con prisas y
tensión, les permite disfrutar de una relación relajada y atractiva que hace
posible la comunicación. Todas las funciones que el bebé desarrollará en los
siguientes meses y años dependenen buena parte de la atención que los
padres puedan dedicarle. Los padres le hablan y el niño aprende a hablar; lo
escuchan, juegan con él, contestan preguntas, conversan y el niño va
entendiendo el funcionamiento del mundo en el que vive. El espacio en que
habita se va organizando, va cobrando sentido y su mente se va
estructurando. Julia Coromines (1910-2011), la conocida psiquiatra de
niños y adolescentes catalana, decía que a los padres les convendría saber
que todo el tiempo que dedican a sus hijos pequeños es tiempo que luego se
ahorrarán con creces cuando los niños sean mayores. Por supuesto, se
refería a las veces en que es necesario compensar en forma especial las
dificultades de los hijos.
Hace algunas décadas era casi exclusivamente la madre quien se ocupaba
de los hijos; el padre tenía en esta área un segundo lugar, generalmente solo
lúdico. Apenas participaba en la alimentación, el baño, el sueño…; los
deberes de la escuela también podían depender solo de la madre. Hoy en día
es habitual que los hombres colaboren en el cuidado directo de sus hijos
desde el principio de su vida. Esto hace que la relación del bebé con su
padre tenga una proximidad e importancia mayor que años atrás. Esta
colaboración, además, suele mejorar la calidad de la relación entre los
progenitores, lo que permite también que ambos organicen sus horarios de
trabajo y de cuidado del hijo colaborando para poder atenderlo mejor.
Muchas parejas se complementan muy bien en el cuidado del niño y cuando
llega el momento de volver al trabajo porque se ha terminado el escaso
tiempo de baja maternal, al menos en nuestro país, consiguen continuar
atendiendo al niño en familia, quizá con el complemento de alguna persona
más, como alguna abuela o alguien que entre a trabajar en el cuidado del
niño. Es una ventaja que sean pocas las personas que intervienen y que haya
una continuidad tanto de cuidadores como de espacios, de forma que todos
puedan coordinarse mejor y en menos tiempo. Esto facilitará al niño
situarse y a las personas que se ocupan de él ofrecer cuidados coherentes
con sus necesidades.
Aun así, actualmente en nuestro país, un alto porcentaje de niños inician
su asistencia a instituciones para el cuidado de bebés demasiado pronto, a
menudo a las pocas semanas de haber nacido y durante demasiadas horas al
día.
En estos casos es especialmente importante que los padres se den cuenta
del gran valor que tienen los cuidados que ellos personalmente prodigan a
su hijo, los ratos que pasan con él, los momentos en que le hablan aunque
sea muy pequeño y no comprenda aún bien las palabras, los juegos que
comparten, que disfrutan, el vínculo que crean. Si reconocen su papel en el
cuidado del niño, tratarán de dedicarle todo el tiempo de que pueden
disponer a pesar de su trabajo.
En este libro trataremos de describir la diversidad de formas normales de
crecer y cuán variado y rico en posibilidades es ese proceso de hacerse
mayor. Por tanto, no presentaremos un niño «tipo», ya que un niño, para ser
normal, no necesita seguir unas determinadas pautas fijas en su crecimiento,
como se podría pensar.
 
1. Para que la lectura no se haga repetitiva hemos optado por usar el género masculino como
genérico para referirnos a ambos sexos. Así, a lo largo del libro, solemos hablar del niño para
referirnos al niño y a la niña.
 LAS PRIMERAS SEMANAS
El ser humano vive las primeras cuarenta semanas de su vida en el claustro
materno o útero, desde la concepción o unión del óvulo con el
espermatozoide, hasta el nacimiento. En el útero está sumergido en un
ambiente líquido –el líquido amniótico– que lo rodea y lo protege, lo aísla
de cambios ambientales bruscos y le permite moverse. Todos conocemos
los movimientos del feto en el útero, sus flexiones y extensiones, sus
cambios de posición, etc. Gracias a la ecografía conocemos bien la variedad
de movimientos que realiza el feto y la impresión de intencionalidad que
nos producen la mayor parte de ellos. Así, el bebé en el vientre materno usa
sus manos para palpar las paredes del útero, coger el cordón umbilical,
explorar la placenta… También, en el útero el feto parpadea, se chupa el
dedo, orina, bebe líquido amniótico, muestra distintas expresiones faciales
como sonrisa, expresión seria, etc. En esta etapa el aporte de oxígeno y de
nutrientes o elementos nutritivos se realiza por vía sanguínea en forma
prácticamente continua a través del cordón umbilical de la placenta al niño.
Asimismo, el bebé está casi continuamente mecido, ya que todos los
movimientos y desplazamientos de la madre constituyen para él un
continuo balanceo y estimulación. Durante el embarazo, la ecografía nos
muestra también que el feto pasa por períodos en que está despierto –
períodos de vigilia– y activo y otros períodos de sueño en que cesa su
actividad y duerme. Podemos observar que estos patrones de conducta, que
comienzan durante la vida intrauterina, continúan más tarde cuando el niño
ya ha nacido.
Y luego llega el nacimiento. Este constituye una brusca interrupción del
régimen de vida a que el bebé estaba acostumbrado. Así, en muy pocas
horas –solo el tiempo que dura el parto– sus condiciones de vida cambian
radicalmente y se encuentra en un medio seco en el que tiene dificultades
para moverse por su cuenta y apenas puede cambiar de posición; en que
debe desarrollar su capacidad de respirar con sus pulmones, utilizando sus
músculos respiratorios, y a alimentarse succionando. Durante la gestación al
bebé se le suele llamar feto y, una vez nace, le solemos llamar bebé o niño,
aunque él sigue siendo el mismo ser viviente, con una organización
incompleta y rudimentaria de sus funciones para vivir fuera del claustro
materno. A partir de ahora, aquellas funciones que comenzó a desarrollar
durante la gestación, se seguirán desarrollando y se irán perfeccionando de
manera sorprendentemente rápida.
El niño recién nacido es un ser sensible y frágil que acaba de atravesar
una peripecia arriesgada –el parto–, en que ha puesto en juego su vida y su
salud, aunque generalmente nos percatamos poco del riesgo debido a que, si
lo hay, se suele recurrir a la cesárea. A partir de este momento, para crecer
bien y aprender, para desarrollar sus capacidades tanto físicas como
psicológicas, desarrollar autonomía y hacerse capaz de convivir y ser feliz,
el niño necesita cuidados sensibles y tiernos, adecuados a sus necesidades
de cada edad y de cada momento.
Hemos dicho antes que en el útero el feto podía moverse y estaba mecido
y alimentado en forma prácticamente continua a través de la placenta. Una
vez en el mundo exterior es como si perdiera autonomía y retrocediera en
sus capacidades motoras; necesita, por ejemplo, que lo cambien de
posición, ya que no puede hacerlo por su cuenta como hacía antes, y ha de
entrenar su capacidad de succionar y de respirar con sus pulmones y
músculos respiratorios para que estos lleguen a ser suficientes. Así, como
todos sabemos, después de nacer duerme o está adormilado durante muchos
momentos del día mientras que en otros está despierto y activo. Desde el
mismo nacimiento, si está despierto y tranquilo, el bebé gira la mirada hacia
la persona que lo tiene en brazos y le habla, especialmente si es su madre,
de la cual ya conoce la voz desde el embarazo. Enseguida fija la mirada
atentamente en ella, la mira a los ojos. A medida que pasan las semanas está
cada vez más atento e interesado en el mundo que le rodea, en alcanzar los
objetos que están a su alrededor y en jugar con ellos –tocarlos, lamerlos,
tirarlos, observarlos desde distintos ángulos y tratar de encajarlos– y
dispuesto a interactuar con la persona que le cuida. Estos son momentos
privilegiados para el aprendizaje y el desarrollo del bebé, en que los
movimientos del cuerpo, los sonidos bucales, las miradas, las sonrisas, el
llanto, son los intercambios y la comunicación que darán lugar al desarrollo
progresivo del lenguaje y de las capacidades motoras y sociales.
Durante años se creyó que lo que necesitaba el recién nacidopara
desarrollarse bien era dormir mucho, en cierto sentido «comer y dormir».
Esto conducía a que se tratara de mantener al niño durmiendo el máximo
tiempo posible. Se creía que si estaba despierto mucho rato recibía un
exceso de estímulos, se excitaba demasiado y que esto era perjudicial. Con
este convencimiento, la crianza de algunos bebés adolecía de pobreza de
estímulos y la evolución sufría retraso. Como hoy en día comprendemos, en
aquel entonces se confundía estimular al bebé con sobreexcitarlo con un
exceso de estímulos que el pequeño tenía problemas para procesar y
asimilar y que, al contrario de lo que se buscaba, dificultaba el aprendizaje
y el progreso. Los numerosos e importantes estudios de la primera mitad del
siglo pasado sobre el desarrollo psicológico del bebé y los factores que lo
facilitan o lo interfieren nos han enseñado que esto no es así: el bebé
necesita muchas horas de sueño en comparación con los niños mayores y
los adultos, pero necesita también suficientes horas de interacción, relación,
juego y comunicación con su mundo circundante para su desarrollo y
aprendizaje.
Como se ha indicado anteriormente, el recién nacido pasa adormilado
muchas horas del día y tiene períodos de más actividad en que se halla más
despierto. Los períodos de calma y sueño se alternan con otros en que
estímulos como el hambre y la necesidad de movimiento le inquietan y
agitan. Este proceso es progresivo: el bebé se mueve, se estira, emite
sonidos, pero puede volver al reposo. Al cabo de un rato se mueve
nuevamente, comienza a inquietarse y gime. Más tarde su inquietud va en
aumento y expresa su malestar llorando y moviéndose enérgicamente y, si
no es atendido pronto, llega al llanto intenso y al desespero.
En realidad, cuando da muestras de inquietud necesita que se le atienda:
que se le tome en brazos y se averigüe a qué se debe su malestar. Puede ser
que esté sucio o hambriento. Puede también necesitar compañía –que se le
tome en brazos, se le acaricie y se le hable para sentirse reconfortado–, o
bien que se le cambie de posición o se le afloje la ropa para moverse más
fácilmente.
A veces, se tiende a creer que siempre que el bebé está inquieto es debido
a que tiene hambre, pero no es así; a menudo su malestar e inquietud
expresan su necesidad de contacto, de caricias y de compañía. Además, las
caricias y las palabras facilitan la respiración y la circulación sanguínea,
precarias aún, y el hecho de atenderle y de hablarle le tranquilizan, le
reconfortan y le dan seguridad. Las madres prodigan espontáneamente estos
cuidados por intuición y por afecto hacia sus bebés.
 
 
Apego y evolución
 
Las investigaciones llevadas a cabo, especialmente en la segunda mitad del siglo XX, sobre el
desarrollo intelectual, emocional y social del ser humano, nos han enseñado que este desarrollo
depende, en buena parte, del vínculo y las interacciones que el bebé establece con sus padres desde el
comienzo de la vida, y especialmente con su madre si ella le da el pecho. A este importante vínculo,
de raíz biológica y emocional, se le ha llamado apego y, según su cualidad, se ha diferenciado en
«apego seguro», «inseguro» o «ansioso».
Ahora bien, a pesar de la gran importancia de un apego seguro para la buena evolución psicológica
del bebé, este vínculo no es un objetivo final, no es una meta a alcanzar y conservar, sino que es un
período en la evolución. Especialmente en el marco de un apego seguro el bebé desarrollará
capacidades, habilidades motoras, lenguaje, etc., y el vínculo se irá modificando. Nuevas habilidades
entrarán en escena, aumentará la capacidad de autoafirmación del bebé, lo cual significa nuevos
pasos en la evolución y así sucesivamente. A esta trayectoria que conduce al niño hacia su identidad
diferenciada la investigadora estadounidense Margaret Mahler la llamó «separación-individuación».
La separación y construcción de la propia individualidad diferenciada no se consigue de golpe, sino
que se trata de un proceso gradual de irse separando, compuesto de múltiples pequeñas experiencias
de separación. Estas separaciones parciales se dan, por ejemplo, cuando el bebé inicia la primera
papilla y utiliza la cucharita, cambios que inician el destete. Cuando lo trasladan a dormir a una
habitación propia, cuando comienza a asistir a la escuela, etc. Introduciendo estos cambios los padres
dan idea al bebé de que lo consideran capaz de vivir y de aceptar nuevas experiencias y de hacerse
mayor.
Estas separaciones parciales van confluyendo y constituyendo una trayectoria hacia la diferenciación
o individuación, creando una personalidad autónoma como la de una persona adulta.
Muchos factores contribuyen al proceso de individuación y al progreso del bebé o a las dificultades
en este proceso. En primer lugar, sus propias competencias, sus capacidades potenciales y la propia
tendencia innata a crecer y a ganar autonomía; también la influencia del entorno, especialmente de
los padres, que, según sus características personales, acompañarán al progreso del bebé o bien lo
frenarán, manteniéndolo dependiente y regresivo.
Los padres contribuyen a formar la personalidad del niño, su grado de dependencia o autonomía y su
capacidad de iniciativa y aprendizaje, aprobando o desanimando las iniciativas del hijo, por ejemplo,
cuando insiste en subir solo por una escalera a los 18 meses, bajar por el tobogán a una edad
parecida, años más tarde ir a dormir a casa de un amigo, participar en nuevas actividades escolares y
tantas otras.
El niño, que necesita ser un hijo satisfactorio y querido por sus padres, se adapta a los deseos de ellos
y a la línea progresiva o regresiva que ellos marcan.
La relación regresiva consiste en que los padres «le sigan haciendo todo»: duerma en la cama con
ellos; continúe tomando pecho hasta más allá de los 4 años; coma triturado e incluso en biberón
cuando la misma biología indica que ya es momento de masticar; lo lleven en cochecito cuando ya es
capaz de caminar y de correr, etc. Este freno a las iniciativas del niño trae consecuencias negativas
para su futuro, ya que tenderá a una personalidad insegura y temerosa.
Los padres retienen a los hijos pegados a ellos como consecuencia de su propia «ansiedad de
separación». No es excepcional que una madre lacte durante años por la tristeza que le produce cesar
de lactar, ya que para ella equivale a dejar de tener un bebé, perder un hijo. Hay madres que justifican
la continuación de la lactancia diciendo que lo hacen por su beneficio nutritivo, lo cual a estas edades
es absolutamente dudoso.
Un ejemplo es la experiencia de una madre que explicaba la inquietud y las dudas que había tenido
ante la idea de dar el pecho a la hija que esperaba y, más tarde, cuando la niña tenía 4 años, la
incapacidad que sentía frente a la perspectiva de acabar la lactancia. En su relato era claro el apego
sensual entre ellas a lo largo de la noche en una atmósfera de indudable adicción. Dada su
imposibilidad de realizar el destete, esta madre decidió continuar la lactancia «hasta que la niña la
fuera dejando por sí misma». Pero en una relación adictiva de este tipo difícilmente se puede confiar
en que la niña deje la lactancia por ella misma.
 
 
Cuando el bebé está inquieto es aconsejable no dejar que llegue al
desconsuelo y la desesperación, es decir, no dejar que llegue a un grado
extremo de malestar y ansiedad, porque este sufrimiento crea una imagen
negativa del mundo que le rodea y de las personas que lo atienden. Esta
imagen lo aleja del interés por establecer vínculos con su entorno y por
tanto de aprender de él.
También a la hora de alimentarle es mucho más beneficioso para el niño
que se tengan en cuenta tanto sus necesidades y preferencias alimenticias
como sus estados emocionales, es decir, que se le ofrezcan más a menudo
aquellos alimentos que más le gustan, se introduzcan sólo paulatinamente
los que aún no conoce o los que le cuestan más, y se tenga en cuenta su
impaciencia, inquietud, malestar y urgencia. Por esta razón, al principioes
conveniente no hacerlo esperar, no dejar que se desespere, por el contrario,
alimentarlo cuando tiene hambre, siguiendo, de momento, su propio ritmo,
su propio horario y darle la cantidad que acepte sin forzarle. Haciéndolo de
esta manera se facilita al bebé ir aceptando los cambios y los alimentos
nuevos que se desea que vaya conociendo y aceptando, e ir disfrutando de
una dieta progresivamente más amplia. También se le hará más fácil el
proceso de aprender a masticar. De esta manera, además de satisfacer su
apetito, el bebé se siente seguro y confiado y puede aceptar
progresivamente mejor lo que le ofrecen. Por el contrario, si se le hace
esperar excesivamente, pasa hambre o se le fuerza a comer más de lo que
quiere, se siente agredido, desvalido y asustado. Su malestar e inquietud
aumentan. De todos modos, esto no significa que la organización tenga que
ser rígida, que no se pueda cambiar nada; la madre –el padre– puede
conseguir modificarla lenta, gradual y progresivamente, hacia una forma
que, siendo cuidadosa con las características y necesidades del niño, sea
más adecuada para las necesidades globales de la familia.
No es difícil observar lo que le pasa a un bebé que ha estado esperando su
comida por un tiempo más largo de lo que puede soportar: al principio da
muestras de estar hambriento, luego comienza a impacientarse, más tarde
llora, cada vez con más fuerza, hasta que grita con gran intensidad, enrojece
y suda, desesperado y rabioso.
Cuando un bebé de pocos meses tiene hambre y llora, suele tranquilizarse
al oír los pasos y la voz de su madre (o padre) que llega; pero si la espera y
el llanto se han prolongado demasiado, cuando la madre por fin acude, el
niño, sumergido en su malestar, puede no percibir su llegada y en
consecuencia su presencia no modifica ni sus gritos ni su llanto. No es
extraño que al ofrecerle el pecho o el biberón el niño lo rechace y siga
llorando sin succionar el pezón aunque lo tenga en la boca.
Ya desde el nacimiento todos los niños son distintos; algunos son más
impacientes y llegan al desconsuelo en un tiempo bastante más corto. Otros
son más pacientes y tolerantes y pueden esperar largos ratos sin llegar a
desesperarse e incluso se consuelan más rápidamente cuando por fin son
atendidos. Estos últimos parecen tener una sólida confianza en que los
padres llegarán para atenderles. Pero cuando el niño ha llegado a
desesperarse y enfurecerse puede hacer falta un trabajo paciente por parte
de la madre (o padre) para conseguir consolarle antes de que pueda aceptar
el alimento; un rato de hablarle, de tranquilizarle con caricias, dando tiempo
a que se calme, se mitigue la irritación y se establezca nuevamente una
situación afectuosa de confianza.
Por el contrario, si también la madre (o padre) se frustra y se irrita cuando
el niño rechaza el alimento y se niega a tomarlo, la situación entre ambos
puede empeorar y ser mucho más difícil de superar. Y además, si estos
conflictos se repiten, a menudo provocan consecuencias desagradables
sobre la evolución del niño, no solo en cuanto a la alimentación, sino
también en cuanto al carácter y a su equilibrio emocional posterior.
Cuando el niño no tiene hambre y no es forzado a comer más de lo que
desea, encuentra su ritmo por su cuenta y, en forma gradual, acepta
acoplarse a los horarios de vigilia y de sueño de los padres y a ajustarse al
ritmo familiar. En general, además, los niños cuidados con más flexibilidad
desarrollan más rápidamente su capacidad de adaptarse y de tolerar los
cambios.
Así, los niños que en un comienzo son más impacientes, a los que les
cuesta esperar y con facilidad se irritan y se desesperan, requieren mucha
más paciencia y tolerancia por parte de la madre, el padre o la persona que
les atiende, que necesitarán más tiempo para poder llegar a modificar estas
características y aumentar la capacidad de esperar y de soportar
contrariedades del niño. Esta modificación se produce a medida que
aumenta la confianza en sus padres y se siente más seguro de que ellos no
lo desampararán, sino que lo atenderán cada vez que lo necesite.
Hay padres más susceptibles a las ansiedades y tensiones del niño, que
tienen más tendencia a creer que el niño reclama, llora, exige, les pone
dificultades porque quiere, que lo hace a propósito o para «tomarles el
pelo». En esta situación, los padres suelen reaccionar enfadándose con el
niño y exigiéndole que cambie de conducta inmediatamente. A ellos les es
más difícil creer que una respuesta paciente con el niño sea lo más
adecuado. Creen que esto no puede llevar a otra parte que a malcriar al
niño, a permitirle que «se salga siempre con la suya» y a malograr su
educación. Entonces pueden optar por la vía dura, lo cual conduce a un
enroque que aumenta el sufrimiento de todos. Los padres que optan por esta
vía están dando ejemplo de incomprensión e intolerancia; en cambio, cuanta
más paciencia tengan los padres y las personas que cuidan del niño, mejor
será la evolución de su carácter. Hay padres, incluso, que creen que para
corregir y educar al niño impaciente y que se desconsuela fácilmente, es
conveniente hacerlo esperar a propósito, para que se acostumbre, se corrija
y llegue a aceptar la demora. La experiencia muestra que los resultados son
en realidad los opuestos: el niño suele volverse más inseguro e impaciente,
más temeroso y apegado a su madre, tolerando peor los cambios y las
separaciones.
No es excepcional que los padres que eligen y utilizan estos sistemas que
pretenden ser educativos y que en realidad son castigadores, los sigan
utilizando años más tarde, cuando su hijo está ya en otras etapas. Un
ejemplo sería el niño al que le duele mucho perder, se frustra, se siente
humillado, se enfada, llora, lo pasa mal y sus padres quieren que «sepa
perder», que lo aguante bien y sea incluso capaz de felicitar a su
contrincante. Consideran que debe «aprender» a perder ahora mismo y para
«enseñarle» lo derrotan sistemáticamente en los juegos de competición: el
ping-pong, los bolos, el ajedrez, las cartas, etc. Por supuesto esta no
acostumbra a ser la forma mejor de ayudar al niño a aumentar su tolerancia
a la frustración y a poder compartir éxitos y fracasos. Es mucho mejor un
acercamiento empático por parte de los padres a la frustración y el dolor del
hijo, que les facilite darse cuenta y compartir con él su malestar y que les
permita conversar con él, compartir emociones y darle tiempo para ir
aprendiendo.
Otros ejemplos de este tipo se dan cuando los padres se proponen «curar»
a su hijo de sus temores exponiéndolo a las situaciones que lo asustan, por
ejemplo la oscuridad, o quieren enseñarlo a compartir obligándolo a prestar
todos sus juguetes, incluso aquellos a los que el niño está más apegado, y
quitándole o regalando aquellos que no presta. Otras veces quieren
«enseñarlo» a tolerar las frustraciones simplemente frustrándolo, por
ejemplo diciéndole «no» a todo lo que pide aunque este «no» sea
injustificado y cuando se podría decir «sí», darle el gusto y hacerlo feliz.
En realidad es justamente lo opuesto: a mayor paciencia y tolerancia en la
educación del niño, cuanto más se le acompañe, mejor será la evolución de
su carácter. La «educación» basada en la frustración es muy negativa, ya
que convierte al educador en un enemigo; es mucho mejor la educación
basada en el «sí», en dar gusto siempre que es posible. De hecho, los niños
maduran, van siendo más tolerantes y desarrollan deseos de complacer, en
gran parte gracias al ejemplo que les dan sus padres con su propia
aceptación y tolerancia.
 EL NIÑO Y SU MUNDO EXTERNO
Como han demostrado las investigaciones sobre el apego y la evolución
realizadas en el siglo pasado, el bebé nace preparado para diferenciar a su
madre y vincularse a ella desde el mismo momento de nacer. Ya entonces
reconoce su voz y su olor, y también los de su padre si este participa
regularmente en el cuidado de su hijo. Muy pronto reconoce también sus
formas de tomarlo en brazos. Este vínculo o apego es esencial para laevolución emocional e intelectual del bebé. En realidad son los padres los
que crean la situación propicia y la relación en la que se estructura la mente
del niño. De hecho, ya durante la gestación el bebé aprende a reconocer
características de la madre que luego reencontrará en la relación con ella en
el mundo externo. Donald Winnicott (1896-1971), pediatra y psicoanalista
de niños, en su libro Conozca a su niño dice a las madres: «Al nacer, tú
conoces aún poco a tu hijo, pero él te conoce a ti bastante mejor. En ese
momento, él ya sabe si tú eres una mujer tranquila, quieta, a la que gusta
sentarse y leer, o si eres una persona activa, vigorosa, capaz de correr para
alcanzar el autobús.»
Cuando se le cuida en forma adecuada, se lo acompaña y se alivian sus
necesidades y su malestar, como el hambre, el sueño y la necesidad de
contacto y compañía, el niño aumenta su interés y su vinculación con las
personas que le rodean y también con las cosas que pueblan su mundo, que
gradualmente cobran para él significado e importancia.
Por el contrario, si continuamente se le frustra debido a una escasa
capacidad de captar lo que necesita, el bebé se siente inseguro, inquieto,
desconsolado o rabioso, y tiende a aislarse, a desconectar y a desinteresarse:
su vinculación a las personas y las cosas se altera, con lo que su capacidad
de querer, atender y aprender disminuyen. Si esta situación de frustración y
sufrimiento se mantiene durante un tiempo prolongado, por ejemplo meses
o años, el bebé tiende a desentenderse cada vez más y a no querer conocer
lo que hay a su alrededor. Esta desconexión perjudica su capacidad de
aprender y progresar.
En condiciones normales, en sus ratos de vigilia el bebé presta una
atención progresivamente mayor a las cosas que le rodean. Especialmente,
se fija en la cara de su madre mientras esta le alimenta o le cambia, en los
utensilios que se usan para cuidarlo, reconoce cada vez mejor los ruidos
familiares –la voz y los pasos de la madre y del padre, el ruido de la
cucharita y la taza–, y cuando está hambriento e inquieto estos le calman y
le ayudan a esperar, ya que pronto se da cuenta de que están en marcha los
preparativos para alimentarlo.
Más tarde sigue con la mirada los movimientos de su madre cuando esta
se desplaza alrededor de la cuna y también la trayectoria de los objetos en
movimiento que hayan captado su atención: de una luz, por ejemplo. En
pocos meses el bebé conoce muy bien los detalles de su realidad externa,
los lugares en que su vida transcurre habitualmente, las personas de su
familia y las diferencias entre ellas; diferencia a su madre como persona
generalmente central en sus cuidados y le dedica sus más amplias sonrisas y
sus más sonoras carcajadas. Diferencia también al padre, cuando este
participa en sus cuidados y juega con él, y también a sus hermanos según la
relación que tenga con ellos.
A partir de los cuatro o cinco meses aproximadamente es capaz de alargar
la mano hacia los objetos que atraen su atención y estimulan su curiosidad,
y cada vez los alcanza mejor. Puede observarse la expresión de sorpresa del
bebé cuando su mirada alcanza un objeto que no conoce, o la expresión de
extrañeza cuando algo del objeto le parece especialmente distinto o es
inesperado para él. Puede observarse también una expresión de
reconocimiento y alegría cuando reencuentra algo que le complace. Según
la impresión que le causan los objetos, el bebé tiende a interesarse por ellos
o a apartarse, pero también su interés depende de quién se lo ofrece, y en
este sentido, si se lo ofrece alguien querido por él, importante para él, el
objeto, en principio, cobra también importancia e interés.
El rico conocimiento que el niño desarrolla del mundo que le rodea se
produce gracias a su continuo contacto con él, que le permite tomar unos
puntos de referencia constantes y orientadores, y gracias a ellos situar las
nuevas experiencias. Por ejemplo, al principio el bebé conoce la cara de su
madre, su voz, su forma de sostenerlo, su pecho o el biberón, que le brindan
la seguridad de un refugio conocido. Cuando comienza la alimentación
complementaria y ella le ofrece la primera cucharada de un alimento
desconocido para él, la expresión de su carita después de probarlo mostrará
su extrañeza y, según cómo, su aceptación o su rechazo. Pero debido a que
este alimento le llega en las condiciones conocidas desde siempre –en su
sillita o en la falda de la madre, oyendo su voz o la del padre–, pronto lo
reconocerá como alimento y podrá aceptarlo con confianza. La capacidad
de diferenciar es uno de los primeros pasos en el desarrollo de la función
simbólica.
Progresivamente el niño conoce su cuna, sus juguetes, su casa. Todo
acontecimiento nuevo que transcurre en este ambiente conocido es más
fácilmente aceptado por el niño, ya que se siente suficientemente seguro y
orientado en él como para atreverse a intentar nuevas experiencias y
asimilarlas: un visitante desconocido es más fácilmente aceptado si el niño
está en su ambiente y acompañado por una persona de su confianza. Lo
mismo sucede con situaciones nuevas o con objetos desconocidos.
Es sabido que el niño que aprende a andar, durante un tiempo lo hace más
seguro y mejor en casa que fuera de ella, donde puede incluso ser incapaz
de atreverse, de momento incapaz de conseguirlo.
La experiencia enseña, además, que cuando el niño es aún muy pequeño
es mucho mejor no someterlo a una excesiva cantidad de estímulos. La
limitación de los mismos le permite orientarse mejor entre ellos,
diferenciarlos y asimilar la experiencia. Un niño al que atienden muchas
personas turnándose y sustituyéndose según los días, puede sentirse perdido
y le costará más aprender de todas ellas que de una sola persona con la que
tenga un vínculo constante y que le conozcan bien. Con los juguetes sucede
algo parecido, si a un niño se le dan juguetes distintos cada día es más
difícil para él aprender a utilizarlos.
Esta es una de las dificultades con que se encuentra el niño que asiste a la
guardería desde demasiado pequeño: le es más difícil asimilar el exceso de
estímulos y de cambios, el exceso de pérdidas y de novedades y orientarse
en ellas. Si su vida transcurre en un ambiente más constante, donde haya
más tiempo para relacionar y articular las experiencias, comprender las
relaciones y sacar consecuencias, el niño puede asimilarlas y aprovecharlas
mejor. En cambio, cuando el niño comienza la guardería o la escuela siendo
mayorcito, esta red de relaciones y de significados está más establecida y
por tanto las bases para asimilar y aprender de lo nuevo están más
asentadas. En otras palabras, el niño ha comprendido ya muchas más cosas
y tiene las bases para comprender otras muchas. Lo que para un niño muy
pequeño puede ser un jeroglífico, para otro mayorcito tiene ya significado.
De hecho, aunque el niño sea ya algo mayor, puede sucederle algo parecido
más tarde en la escuela si le cambian frecuentemente de maestro.
Si por el contrario es atendido por pocas personas, coordinadas por una
central, en general la madre o el padre, este pequeño equipo llega a conocer
bien al niño y pueden tratarlo adecuadamente. El niño también llega a
conocer bien a las personas de su alrededor, a comprender sus gestos, su
tono de voz y sus palabras y consigue hacerse entender. Ese intercambio
más profundo es un enorme apoyo emocional y un punto de partida básico
para posteriores ampliaciones de su red social.
Con los juguetes, lugares, etc., sucede algo parecido. Para el niño es mejor
disponer de unos pocos juguetes conocidos y atractivos para él, con los
cuales repetir sus juegos tantas veces como desee hacerlo, dentro de un
espacio suficientemente constante como para que pueda llegar a explorarlo
y conocerlo bien.
Desde pequeño el niño explora su casa y aprende a orientarse en ella.
Cuando gatea, puede ya recorrerla a su placer, hurgar en los rincones,
tironear de los salientes –si no se le vigila puede meter los dedos en los
enchufes con el peligro que esto significa–y hacer miles de
descubrimientos enormemente atractivos. Todos los objetos a su alcance:
sillas, cajones bajos, grifos, zapatos, escobas, despiertan su interés y sus
deseos de experimentar con ellos. También sus lugares habituales de paseo
son propicios para sus andanzas y según va reconociendo los caminos y los
detalles de su placita o de su parque puede aventurarse más lejos de su
madre, a medida que aprende el camino de vuelta a ella y así se siente más
confiado.
Todos hemos tenido ocasión de observar cuán perdido se siente un niño
pequeño desplazado de sus lugares familiares y rodeado de personas y
objetos desconocidos para él, y cuánto alivio le proporciona de repente
percibir una cara conocida, por ejemplo un hermano, o aunque solo sea un
juguete de su propiedad al cual aferrarse. Pero su expresión se transforma y
todo cambia cuando es uno de sus padres quien se le acerca, por el cual
parece sentirse rescatado.
En ocasiones los padres creen que benefician a su hijo pequeño, de dos o
tres años, cuando lo apuntan a muchas actividades, a veces en un idioma
nuevo para que lo aprenda, para que tenga mucha relación social, cuando le
ofrecen multitud de juguetes de todas clases, paseos o viajes culturales
como por ejemplo visitar museos, asistir a conciertos, visitar ciudades
extranjeras u otras actividades de este orden. Les resulta realmente un
esfuerzo, porque muchas de esas visitas se realizan con el niño sentado en
sus hombros y también por el coste económico. Con toda la buena
intención, esos padres hacen un esfuerzo prematuro para ampliar los
conocimientos del hijo, pero muchas veces resultan contraproducentes, ya
que aún no interesan al niño, lo aburren y a veces se pierde su futuro interés
por ellos. Más tarde, cuando es mayor, esta misma oferta puede interesar al
hijo y proporcionarle realmente un enriquecimiento. En otras ocasiones los
padres apuntan al niño a muchas actividades extraescolares para tenerlo
«colocado» y poder disponer de más tiempo para ellos. Será mejor si el
niño puede escoger las actividades a las que se apunta.
Para terminar, cuando un bebé o un niño pequeño no puede ser atendido
por sus padres porque estos no se sienten capaces, no desean hacerlo,
cuando sufren algún impedimento, es muy conveniente que otra persona
ocupe su lugar y se encargue con constancia de los cuidados del niño. Por
supuesto, es mucho mejor si esta persona quiere al bebé, si está interesada
por él, por su bienestar y su progreso, y si puede dedicarle suficiente
tiempo. Con ello, le ofrece la oportunidad de una relación constante,
afectuosa y profunda, que le permita desarrollar una organización sólida de
su pequeña persona. De hecho, la necesidad de una relación afectiva central
y constante, que sustituya la pérdida o ausencia de los padres, existe
también en niños mayorcitos, incluso hasta la adolescencia y, de alguna
forma, toda la vida.
 RECHAZO DEL EXTRAÑO
A medida que el niño conoce mejor a sus padres y hermanos, se siente más
vinculado a ellos y les diferencia cada vez mejor de las otras personas que
no conoce o conoce menos. En condiciones normales, hacia los 6 u 8 meses
detecta claramente a las personas que no conoce y, a su manera, se niega a
tener tratos con ellas. Rechaza su proximidad; por ejemplo, cuando está en
brazos de la madre y un desconocido se le acerca, sobre todo si lo hace con
el gesto de tomarlo en brazos, puede girarse hacia la madre y agarrarse a
ella, a su ropa, de espaldas a la persona nueva para él. Además su expresión
puede ser de desagrado. Si a pesar de todo lo toman en brazos contra sus
deseos puede llorar y apartar a esa persona con sus brazos.
Esta es una etapa normal del desarrollo y con esta conducta el niño no
solo muestra que sabe diferenciar mejor, sino también que sabe elegir. Pero
en ocasiones esta conducta es mal comprendida y los padres temen que esté
«volviéndose poco sociable» y que esto sea un mal indicio para su futuro.
Sienten que, con su rechazo, «queda mal» –y «les hace quedar mal»– con
personas de la familia o del ambiente –abuelos, amigos–, y presionan al
niño para que los acepte. Generalmente esta presión aumenta el malestar y
la reacción de rechazo.
Esta conducta, que a veces se manifiesta bruscamente, de hoy para
mañana, evoluciona espontáneamente, sobre todo si se respeta el ritmo del
niño. Poco a poco vuelve a aceptar a las personas que no conoce, aunque
ahora primero suele tomarse un tiempo para observarlas e iniciar la relación
con ellas y no lo hace indiscriminadamente, como cuando era más pequeño.
Lógicamente, los niños más abiertos y confiados por naturaleza suelen
necesitar poco tiempo para aceptar a una persona que acaban de conocer,
como, por ejemplo, los amigos de los padres o las personas que hay en las
tiendas del barrio, y los que son más temerosos y desconfiados requieren
mucho más rato para aceptar tratarlos.
No es infrecuente que cuando un niño no diferencia suficientemente y se
relaciona con todo el mundo con toda familiaridad, como si los conociera
«de toda la vida», se le considere muy sociable y esta característica resulte
simpática y se vea como una cualidad positiva. Son niños que, debido a
insuficiente diferenciación y a cierta inmadurez, hablan con todo el mundo
y aceptan irse con cualquier persona que les invite, aunque no la conozcan.
Esta insuficiente capacidad de diferenciar puede influir posteriormente en
otras áreas de su vida, como, por ejemplo, en el aprendizaje, si le cuesta
diferenciar entre signos o entre letras; en el tiempo, si no se orienta bien en
relación a hoy, ayer y mañana, o en las relaciones interpersonales, si trata a
todo el mundo con la misma familiaridad, a pesar de la diferencia entre esas
relaciones.
De todos modos, algunos padres observan que su hijo es «demasiado
sociable», o bien que «no se da cuenta de que no conoce», y captan que se
trata de un problema que el niño tiene pendiente de superar, una insuficiente
madurez en relación a su edad.
 APRENDE A ANDAR
Hacia la mitad del primer año, el niño es capaz de sostenerse sentado y
poco después puede gatear y desplazarse. Pero lo que verdaderamente
representa un cambio en sus posibilidades es el hecho de aprender a andar.
El inicio de la marcha modifica notablemente las experiencias que el niño
puede tener. Ahora puede sostenerse de pie por sí mismo y usar las manos
para explorar y manipular. Puede desplazarse, correr hacia sus padres, o
huir de ellos y sentirse independiente gracias a ello. Puede pretender por
unos momentos ser capaz de «escoger su camino» y de seguir su propia
iniciativa, hasta que su necesidad de apoyo y su temor a lo desconocido lo
devuelvan a su realidad y sienta deseos de volver a las figuras protectoras
de su ambiente. Pero cada regreso es un poco distinto del anterior, ya que
cada nueva experiencia aporta algo distinto que modifica paulatinamente la
relación, si no produce demasiado temor y ansiedad y en consecuencia
retroceso. De hecho, llegar a tener la independencia de un adulto es un largo
proceso que se aprende gradualmente, siéndolo primero por cortos
momentos para ir siéndolo cada vez más.
Por supuesto que las funciones –manipulación, marcha, etc.– no se
adquieren por sí solas, independientemente de todo. Es cierto que, por una
parte, el sistema nervioso del niño madura y eso permite que se desarrollen
nuevas funciones, pero es el ejercicio de estas nuevas funciones lo que
estimula la maduración del sistema nervioso. En medicina se dice que «la
función hace el órgano»; esta frase aplicada a la evolución recuerda la
importancia del entreno de las funciones para el progreso madurativo.
Otro factor importante es el progreso emocional y del carácter del niño.
Así, un niño con capacidades normales, pero excesivamente temeroso y que
busca mucha protección, al que cuesta atreverse a nuevas experiencias,
puede aprender a caminar con mucho retraso, debido a que su inseguridad
lo frena y le permite solamente experiencias limitadas, y madurar con
retraso. Entramos entonces en un círculo viciosoen que el temor y la
ansiedad limitan las experiencias y esta limitación retrasa el progreso
madurativo. Por el contrario, un niño frustrado en su necesidad de depender
y de ser sostenido, demasiado estimulado o incluso forzado a arreglárselas
solo prematuramente y a «hacerse mayor» deprisa, puede lanzarse a andar
con precocidad como forma de responder a los estímulos y exigencias que
recibe. Se trata de una pseudoprecocidad. Existen variaciones individuales
notables dentro de la normalidad. Así, cuando un niño de 15 o 16 meses aún
no camina tememos algún problema que pueda generar cierto retraso. Pero
si un niño camina a los 8 o 9 meses sospechamos presión del entorno o poca
respuesta a su dependencia normal.
Se sabe que la maduración del sistema nervioso, la creación de
conexiones y la construcción de la red neuronal dependen de que el niño
reciba estímulos adecuados; sabemos también que la marcha y el habla de
los niños poco estimulados, que no tienen alguien que se ocupe
personalmente de ellos, como sucede por ejemplo en las instituciones
maternales y en algunas guarderías, se desarrollan con retraso. En realidad,
tanto su evolución emocional como la maduración de su sistema nervioso
suelen resentirse de esta pobreza de estímulos. Desde el punto de vista
emocional, la capacidad de andar depende de que el niño se atreva a
prescindir gradualmente del apoyo, tanto físico como emocional, que al
principio necesita intensamente; o sea, de que pueda tolerar separarse,
«soltarse» y atreverse a enfrentar la ley de la gravedad. Hay niños que, por
temor, solo pueden andar si pueden agarrarse a algo, aunque ese punto de
apoyo sea ficticio, como cuando en broma se dice a veces que «anda
agarrado a un lápiz». Por supuesto, para llegar a andar, el niño necesita
mucho apoyo. Para atreverse a la experiencia de sostenerse sobre sus dos
piernas, manteniendo el equilibrio con dificultades y arriesgándose en todo
momento a caer, necesita una persona de la confianza del niño, madre o
padre o un hermano mayor que esté con él, le acompañe y comparta la
experiencia con él, a la vez sin forzarle a hacer más de lo que se sienta
capaz. Estimularle excesivamente o presionarle puede aumentar su temor y
retrasar estos intentos.
Por otra parte, cada paso adelante aumenta la seguridad del niño en sí
mismo, lo estimula a intentar nuevas experiencias y amplía su mundo.
 LA EDAD DEL «NO» O «PERÍODO DE RESISTENCIA»
Hacia sus dos años, un buen día el niño descubre que, además de oponerse a
su madre y a su ambiente siempre que estos proponen algo que él no desea,
puede rubricar su oposición acompañándola de un firme «¡no!». Al fin y al
cabo lo ha aprendido, en parte, de sus mismos padres, quienes suelen
expresar su oposición a los deseos del niño diciendo «no». Esa es la palabra
que él oye cuando trata de jugar con un «objeto precioso», llevarse a la boca
algo sucio, subir a un sitio peligroso, o entretenerse vaciando algún armario
o rompiendo un libro. Su significado le va resultando claro y con ello
aprende su uso. Sucede que, en un intento de aumentar su independencia,
hace uso excesivo de la palabra «no» y suele decir «no» tanto a lo que sí
desea como a lo que no desea: comer un caramelo, ir a dormir, lavarse,
abrigarse, ir de paseo, etc. Esta oposición, excesiva y terca a veces, le hace
tener problemas con su entorno.
Si los padres comprenden este conflicto, el «no» del niño no les irrita y
pueden tolerarlo y tratarlo con tacto para evitar enfrentamientos demasiado
violentos o frecuentes y para dar tiempo al niño a que pueda superar esta
etapa. Además también revisarán su propio «no» en el caso de que se den
cuenta de que están prodigando demasiadas negativas. En cambio, si los
padres entienden el «no» como desobediencia, tozudez irritante o
provocación hecha a propósito, ellos y el niño se enrocan en una relación en
que unos y otros ponen por delante el «no». En este caso se resiente la
relación entre ellos, y el carácter del niño corre el riesgo de quedar fijado en
esta etapa y de empeorar.
Muchos de nosotros hemos tenido la ocasión de observar a una madre o a
un padre tratando de preparar a su hijo de dos años para salir de paseo.
Cada cosa que le propone o intenta con él provoca un rotundo «no». Le
llama para vestirle, pero en ese momento el niño ha tenido otra idea y
parece que no oye o directamente se niega. Cuando trata de ponerle una
prenda, él adopta posiciones que hacen difícil vestirle. Si la madre es
paciente, tolerará esta conducta de oposición del niño y le hablará del
paseo, de las cosas que verán y de aquellas cosas que ella sabe que le atraen
más, intentando despertar su interés para que se deje vestir sin forcejeos.
Luego, cuando se trata de que tome su merienda, la oposición se recrudece
y el niño la rechaza, a pesar de que la madre le ha preparado una merienda
atractiva. Ella continúa hablándole y trata de convencerlo de que coma,
aunque está dispuesta a envolverla y llevársela, porque sabe que, si no le
fuerza ahora, el niño puede aceptarla con placer más tarde. Sabe también
que aunque coma menos en alguna de sus comidas, puede recuperarlo en la
siguiente, o en todo caso que es mucho más importante la relación que ella
mantiene con su hijo que la merienda. El paseo podrá disfrutarse gracias a
que la madre se ha hecho cargo de la conducta de su hijo y la ha tolerado
con paciencia, y asimismo ha sabido en distintos momentos tratarle con
tacto y lograr que el niño acceda «por las buenas» a dejarse vestir y
prepararse para la salida.
Pero a veces los padres están demasiado cansados como para emplear
toda la paciencia necesaria y sus reacciones a la provocación y a los «no»
del niño son impacientes e irritadas. En este caso la madre puede tironear
los brazos del niño para ponerle una chaqueta o empujar la cuchara en su
boca para hacerle tragar una papilla. El resultado suele ser un enfado
progresivo por parte de ambos que acaba en llanto, gritos e incluso puede
ser que en sacudidas o golpes. A partir de ese momento el paseo puede ser
un fracaso.
 
 
Tenemos prisa
 
La evolución del niño está marcada, además de los factores señalados, por otro factor: la prisa, la
falta de tiempo de los padres para dedicarlo a sus hijos. Hoy en día, todo lo hacemos con prisa: no
hay tiempo para que el niño aprenda a masticar, se le da la comida triturada y en biberón; llegarán
tarde al colegio, se le viste a toda prisa; no hay tiempo para caminar por la calle a paso de niño
pequeño, se le lleva en cochecito; no hay tiempo para ir al parque a encontrarse con otros niños y
aprender a relacionarse y a jugar en grupo; no existe el tiempo para descubrir las piedrecitas, las
hojas, las hormigas…; no puede dedicar un rato a saltar escalones cuando es la edad de hacerlo, etc.
No hay tiempo para hablar con él, aprender las palabras, las canciones, para hacer los clásicos juegos
con las manos y los dedos mientras desarrolla habilidades y esquema corporal; tampoco para
explicarle cuentos, para recordar lo que se hizo el día antes, para escuchar lo que el niño ha hecho en
la escuela, lo que lo ha asustado, lo que lo ha divertido… todo hay que hacerlo a toda prisa.
Los padres están tan ocupados que, a falta de tiempo para jugar con sus hijos, a menudo recurren a
sentarlos ante el televisor, la niñera moderna. El problema es que, años más tarde, cuando ya es
demasiado grande para continuar con los hábitos anteriores, los padres suelen querer que de golpe el
niño sepa masticar, comer solo, vestirse, caminar deprisa… en definitiva, que sea autónomo, y
pueden impacientarse y enfadarse si el niño no sabe o no quiere; también se preocuparán cuando el
hijo pasa largas horas ante el televisor. Ellos querrían que fuese un chico activo, con muchos
intereses, que lee, pregunta, descubre, y el hijo, ahora, no es así.
Por supuesto, las interacciones entre padres e hijos no siguen siempre los patrones de la prisa: hay
padres que, observando a sus hijos, se dan cuenta de lo que estos necesitan y son capaces de adecuar
su tiempo a estasnecesidades. También hay hijos capaces de desarrollar su identidad y autonomía a
pesar de la fuerte oposición de padres más temerosos y regresivos. Evidentemente cuando el hijo
tiene que conseguir una personalidad diferenciada sobre la base de constantes conflictos graves en
casa, el bienestar y la salud de todos los implicados está, como mínimo, amenazada.
 
 
Por supuesto, no todos los niños se oponen ni reaccionan de la misma
manera. Algunos atraviesan esta etapa suavemente y a pesar de su progreso
en la «autoafirmación» no llegan a cerrarse en oposiciones muy difíciles,
dejando siempre una posibilidad de acuerdo.
Esta etapa, a pesar de las dificultades que crea, y a veces el malestar en
los padres y el niño, es también una etapa normal y necesaria en la
evolución, ya que es una etapa hacia la capacidad de decidir y hacia la
autoafirmación, necesarias en etapas posteriores y en la edad adulta.
 APRENDE A HABLAR
Habitualmente, hacia los tres años, y a menudo antes, el niño habla ya muy
bien. Es capaz de sostener una conversación incluso bastante complicada,
de comprender un vocabulario amplio y variado y de usar gran cantidad de
palabras en frases completas y gramaticales. Este progreso significa mucha
«enseñanza» afectuosa y paciente por parte de los padres y de las otras
personas de su entorno.
Por supuesto que un niño a quien no se hablara no aprendería a hablar, y
todos sabemos que los niños sordos o que oyen muy poco no aprenden a
hablar si no se les enseña en forma especializada.
Lo que no suele ser tan conocido es que el niño comienza a aprender a
hablar desde el inicio de su vida. Más bien suele creerse que el aprendizaje
del habla empieza cuando ya comprende lo que le dicen, o bien cuando
comienza a articular palabras. Sin embargo, este recibe estímulos para
aprender a hablar desde el nacimiento. Espontáneamente, por intuición y
por afecto hacia su bebé, los padres le hablan, aunque no comprenda aún el
lenguaje, mientras juegan con él, le dan de comer o le bañan. Suelen
hacerlo desde que el niño nace y así se establece una verdadera
conversación, muy especial, en la que los padres se dirigen a él con palabras
y el bebé «responde» con pataleos, sonrisas y sonidos. Ellos comprenden el
estado de ánimo de su bebé, saben cuándo él se tranquiliza, se alegra, se
impacienta o se asusta, y suelen referirse a esos estados de ánimo cuando le
hablan.
Es fácil observar una escena como la siguiente entre una madre y su bebé
de unos tres meses que acaba de despertar: el niño ha dormido varias horas
y ahora está hambriento, gime y lloriquea mientras su madre se apresura a
preparar el baño y la comida. La madre le habla suavemente mientras
trabaja: «tienes hambre, ¿eh?, claro, como eres un dormilón…». El bebé
parece que va a llorar, emite un gemido. La madre va hacia él, le hace unas
caricias, y le dice: «bueno, bueno, voy deprisa, está casi preparado…», «no
te enfades… no puedes esperar más, ¿eh?». El bebé se alegra, mueve las
piernas y los brazos y emite sonidos de satisfacción mientras sigue a la
madre con la mirada. «Estás contento, ¿eh?, claro, ya sabes que voy a
bañarte y eso te gusta mucho…». El bebé patalea y emite sonidos más
fuertes… La conversación sigue aproximadamente así durante la
alimentación y también mientras juega –la madre le habla de lo que están
haciendo.
Como decía antes, en estas «conversaciones» la madre suele reproducir
los sonidos que el bebé emite, y más tarde sus primeras sílabas. Por su
parte, el bebé reproduce cada vez mejor las sílabas y las palabras que oye.
Desde el nacimiento, el bebé da muestras de reconocer la voz de su madre
y de diferenciarla de las otras voces que oye; así, se tranquiliza cuando la
oye aunque no la vea aún. Pronto diferencia también los estados de ánimo
de ella a través de sus tonos de voz y la expresión de su rostro. Su propia
expresión se modifica también según ellos: se vuelve más expresivo y
alegre cuando ella le habla suavemente, sonriente y en tono afectuoso, o se
muestra serio y asustado si le habla en tono enfadado. Ambos desarrollan
un conocimiento mutuo y una comunicación intensa.
Los padres que tienen suficiente contacto con su bebé llegan a conocerle
profundamente y pueden comprender sus reacciones, sus expresiones, los
sonidos y sílabas que emite. Esto les facilita interpretar bien lo que el niño
siente, sus estados de ánimo, su malestar y ponerlo en palabras para él y
atenderlo adecuadamente. Esta posibilidad de entender y de completar la
expresión del niño no es posible para alguien que le conozca
superficialmente, ni para las personas que entran en contacto con él por
períodos cortos u ocasionales. Con esta función de los padres, a veces no
suficientemente valorada, de al principio «pensar en palabras» por su hijo,
no solo le enseñan a hablar, sino también a pensar, con lo cual sientan las
bases de su capacidad de aprender.
Por esta razón es muy importante que los padres, mientras cuidan a su
bebé, le presten atención, le escuchen y se interesen por sus manifestaciones
y también le hablen y atiendan a sus respuestas. Solo de esta forma puede
darse un diálogo entre ellos verdaderamente estimulante. En cambio, si los
padres le bañan, preparan los alimentos y se los administran, pero entretanto
están absortos en otros pensamientos, enfrascados en lo que tienen que
hacer a continuación o por el programa o el menú del día siguiente, y lo
cambian y lo alimentan sin prestarle atención, sin mirarlo, sin hablarle, el
niño recibe unos actos mecánicos y sin afecto que le dejan solo. En estos
momentos el bebé suele mostrarse poco expresivo, poco activo, retraído,
incluso triste. Este tipo de atención mecánica produce un empobrecimiento
de la capacidad de comunicarse del niño y de su evolución.
Durante el aprendizaje del habla, algunos niños atraviesan períodos de
vacilaciones o de tartamudeo que muchas veces superan espontáneamente a
medida que progresan, y con ello la función de hablar se consolida. Otros
niños experimentan dificultades en aprender algunos sonidos, en pronunciar
algunas consonantes, y menos frecuentemente vocales, o en diferenciar
unas de otras. Es conveniente darles tiempo, apoyarlos y ayudarlos con
paciencia a que superen estas dificultades. Es mejor que los adultos no
insistan en corregirlos, en hacerles repetir las palabras mal pronunciadas o
en hacerles creer que no se les entiende. Por el contrario, es mejor buscar
maneras de comprenderles, ya que, de momento, es más importante
comunicarse con el niño que conseguir un lenguaje bien articulado. Todo
aquello que hace sentir fracasado al niño lo desanima y disminuye su
capacidad de progresar, con lo que lo predispone aún más al fracaso.
A otros niños les cuesta comprender el lenguaje hablado, pero en cambio
comprenden muy bien lo que se les transmite con gestos. También hay
niños que tienen dificultades en expresarse verbalmente, pero en cambio
encuentran mil maneras de hacerse entender, con lo cual muestran que no es
un problema de comprensión, sino un problema con el lenguaje verbal. A
veces, estas dificultades desaniman a los padres, que cada vez se comunican
menos con su hijo. Este riesgo no se da con los niños más expresivos y
habladores, que estimulan a sus padres a conversar con ellos, a prestarles
atención y a contarles cosas.
Más tarde, cuando el hijo es mayor, es frecuente que los padres se quejen
de que es callado, de que no les cuenta nada de la escuela, ni de sus amigos,
ni de sus preocupaciones, etc. En ocasiones, ellos sienten que el niño se
calla a propósito y les cuesta darse cuenta de que si el niño no se comunica
más es debido a sus dificultades, sean las que sean, o debido a dificultades
de comunicación entre ellos. En realidad, algunos niños son callados porque
son conscientes de que no se les entiende y no saben cómo cambiar esta
situación. Necesitan que sus padres se den cuenta de esto y tomen la
iniciativa del diálogo, mostrando interés por sus pensamientos y sus
actividades, pero sin forzarles a que tenga que explicarlos,ya que esto es
casi siempre contraproducente.
También es muy importante que los padres, ellos también, compartan
cuestiones de su propia vida, trabajo, intereses, manera de pensar, con su
hijo. Es una forma de enseñarlo a participar y a que lo haga. Se trata de
estar interesado y disponible para la comunicación con el niño, para
escucharle sin prisa. No se le puede decir a un niño: «A ver, corre,
explícame, que tengo 10 minutos.» La capacidad del niño para el lenguaje
hablado suele mejorar mucho con un poco más de tiempo para comunicarse
con él y escucharlo.
 PIDE SUS NECESIDADES
Todo el mundo sabe que el niño pequeño «se lo hace todo encima» y que
luego, poco a poco, aprende a controlar sus esfínteres y a hacer sus
necesidades en el lugar adecuado para ello. Alrededor de los dos o tres años
–algunos niños antes– consiguen un control bastante estable, pero existen
diferencias notables entre unos niños y otros, dentro de la normalidad.
Hay niños que cada vez que algún acontecimiento importante les provoca
ansiedad, como es, por ejemplo, su ingreso en la escuela, el nacimiento de
un hermano o una intervención médica o quirúrgica, tienden a volver a una
incontinencia relativa: se mojan durante algunas noches, «se les escapa» un
poco durante el día o ensucian algo la ropa esporádicamente. A otros niños
les cuesta más establecer un control y requieren más tiempo para
conseguirlo en forma estable.
Generalmente los padres ponen pañales mientras el hijo no ha conseguido
aún el control de esfínteres. Como es obvio, se le viste así para que, cuando
se moje o ensucie, la humedad o la defecación no se extiendan, ya que se
supone que es demasiado pequeño para aprender y no sería aún el momento
adecuado para tratar de enseñarlo. Y cuando los padres observan que le
niño amanece seco la mayoría de noches deciden quitárselo. También
suelen dejar de poner pañales en verano durante el día, para facilitar que el
niño se dé cuenta clara del momento en que orina y para ayudarlo a
controlar.
Es habitual que el niño comience por señalar que «tenía una necesidad»
cuando ya se ha mojado. En ese momento puede ser que vaya en busca de
su madre o padre y le muestre el pequeño charco que ha hecho o bien su
ropa mojada. Puede ser que lo haga tranquilo, si se siente lo bastante seguro
como para no temer ser reprendido por ello, que se halle simplemente
interesado en lo que le acaba de suceder o que le molesten sus ropas
mojadas.
Más tarde sabe ya indicar que «tiene una necesidad» antes de hacerla y
cuando aún hay tiempo de ayudarle para que no se moje o se ensucie la
ropa. Más adelante aprenderá a arreglárselas por su cuenta.
Como hemos venido diciendo, un entrenamiento paciente y tranquilo a su
debido tiempo consigue resultados mejores y más estables que una
enseñanza precoz y ansiosa. Además, el control conseguido en estas
condiciones se desorganiza más fácilmente cuando se añade que el niño
atraviesa un período más difícil, de mayor inquietud o tensión que lo
habitual. En este caso puede volver a una nueva etapa de incontinencia
diurna o nocturna.
Hoy en día, esta función de enseñar al niño el control de esfínteres queda
a menudo delegada a la guardería. A veces es esta institución la que da
orientaciones a los padres para que colaboren en esta enseñanza. En el
fondo, el hecho de que no sean ellos los que se ocupen de estas cuestiones
tan íntimas supone una pérdida en la relación entre el niño y sus padres. La
institución, por cuidadosa que sea, tiene forzosamente que utilizar la
«técnica hospitalaria», es decir: «a tal hora» se toma la fiebre a todos los
pacientes, «a tal otra hora» toca tomar la presión arterial, etc. En el tema
que nos ocupa significa: «a tal hora» todos los niños se sientan en el orinal a
hacer sus necesidades y, como son muchos, no se puede personalizar la
enseñanza y adaptarla a las necesidades y al ritmo de cada uno.
También la manera de ser del niño influye en el aprendizaje de la
limpieza. A algunos les molesta ir mojados o sucios y no solo piden que se
les cambie, sino que además aprenden pronto a controlar sus esfínteres sin
que se les presione para ello.
Otros niños son muy despreocupados en cuanto a su limpieza personal, no
parecen sufrir inconvenientes por el hecho de estar sucios y requieren más
tiempo para aprender el control de sus necesidades. A veces llegan a
preocupar o a irritar a sus padres por su descuido; sin embargo suele llegar
un momento en que ese control se establece.
El control de esfínteres –como toda conducta que el niño desarrolla– tiene
un papel dentro de las relaciones del niño con sus padres y las personas de
su ambiente. Así, por ejemplo, en los momentos en que está satisfecho y
desea complacer, se halla mejor predispuesto a aprender el control de
esfínteres. Por el contrario, en los momentos difíciles del período de
resistencia o del «no», se inclina mucho más a autoafirmarse y oponerse,
ensuciándose, mojándose y resistiéndose tercamente a aprender. Cuando se
enfurece, una de sus reacciones contra la persona que lo ha contrariado
puede ser ensuciarse o mojarse encima, de la misma manera que puede
reaccionar haciendo una pataleta o tirando con fuerza un objeto que tenga
en las manos.
Si los padres se irritan ante esta conducta y la reprimen con excesivo rigor
o incluso con violencia, consiguen más bien el resultado opuesto al
deseado: como antes decía, que persista más tiempo o también que el niño
controle, pero en forma poco estable.
Por el contrario, cuando pueden tolerar que el niño se moje o se ensucie
cuando se enfada y le pueden tratar con paciencia y tacto dándole tiempo
para superar esa conducta, suelen conseguir resultados en un tiempo más
corto.
Y si, por la razón que sea, la incontinencia del niño permanece, será
necesaria una consulta con el psiquiatra o psicólogo de niños.
 EL JUEGO DEL NIÑO
Clásicamente consideramos juego aquellas actividades que practicamos
como entretenimiento o diversión y las diferenciamos de lo que es trabajo,
obligación o deber. Pero podemos observar que las diferencias no siempre
son tan claras y aún lo son menos cuando se trata del niño pequeño.
Hacia la segunda mitad del primer año de vida el niño va aprendiendo a
jugar, y su juego consiste sobre todo en explorar el mundo que lo rodea. Es
muy lógico, ya que en estos momentos él es algo así como un ser humano
que acabara de aterrizar en Marte y al que todo le fuera completamente
desconocido. Y aun así podemos imaginar que un ser humano en esas
condiciones tendría la experiencia de haber vivido en la Tierra; en cambio,
el bebé no tiene siquiera conocimientos elementales que le permitan
orientarse, por lo tanto tiene todo por descubrir.
En los primeros meses de su vida el recién nacido ha ido «despertando» y
prestando atención progresiva a todo aquello que hay y que sucede a su
alrededor; ya no se trata solamente de las necesidades vitales que le
permiten sobrevivir y los vínculos humanos relacionados con estas
necesidades, sino que cada vez está más atento a su alrededor y comienza a
alargar su mano hacia los objetos que están a su alcance. Cuando consigue
alcanzarlos, los explora mirándolos, cambiándolos de posición,
llevándoselos a la boca, golpeándolos y chupándolos. Todos los objetos son
atractivos y fascinantes, cualquiera puede despertar su interés y mantenerlo
absorto mientras lo manipula durante un rato. Para él, todos esos objetos
son juguetes, todo objeto atractivo e interesante de manipular es un juguete.
Cuando ya gatea se amplía su radio de acción y en su recorrido puede
detenerse ante aquellos objetos que por alguna razón, su color, su tamaño, el
ruido que hacen o lo que sea, pueden ser especialmente atractivos. La casa
se vuelve entonces un mundo de maravillas.
Generalmente, desde antes de nacer, al niño le regalan juguetes: sonajeros,
móviles para colgar sobre la cuna y que se mueven con el aire, etc. Más
tarde llegan otros tantos, más o menos apropiados a su edad. Sin embargo,
es habitual que sean justamente los objetos de la casa,«los de los adultos»,
los que llamen especialmente la atención al niño. Muchos de estos objetos
son justamente aquellos que el niño no debería tocar: objetos que usan los
padres, que pueden romperse, con los que el niño se puede hacer daño, que
están de adorno en la casa, que son necesarios para esta o aquella función,
como barrer, cocinar, telefonear, encender la calefacción… Estos objetos
atractivos son muy variados y están por todas partes, encima o debajo de la
mesa, en la cocina, en el bolso de mamá, en el cuadro de mandos del coche
y en todos los lugares de la casa. Estos objetos son evidentemente mucho
más atractivos que aquellos otros que le regalaron y que los adultos
consideramos juguetes.
Todo el interés del niño, toda su curiosidad y atención están puestos en
descubrir en qué consisten esos objetos, qué son, cómo son, cómo
funcionan y para qué sirven. Además de este rico aprendizaje, esta actividad
de exploración estimula el desarrollo de habilidades manuales, motoras,
coordinación de movimientos, agilidad, equilibrio, según el tipo de
movimientos que el niño tenga que practicar para continuar su tarea. Toda
esta actividad lleva al niño a convertirse en un verdadero investigador, a
descubrir y aprender.
Esta exploración no se limita al ámbito de la casa y de la familia, pronto
continuará en la calle, el parque, la escuela, la playa, y todos aquellos
lugares a los que el niño va y en los que tiene la oportunidad de explorar y
aprender.
Tejido en este mundo de los objetos, hallamos el de las relaciones
interpersonales, el de los sentimientos, las vivencias, las emociones…
Intercambiando y jugando con las otras personas, el niño va aprendiendo a
relacionarse, va comprendiendo cómo funcionan estas relaciones, cuáles
son en cada momento las reglas del juego. Se va dando cuenta de los
estados de ánimo de las personas de su entorno.
Paralelamente al descubrimiento de los objetos, sus características y su
utilidad, el niño descubre también el funcionamiento de los sistemas. Así,
cuando hacia los nueve meses juega a tirar objetos al suelo y cierra los ojos
antes de oír el choque, está investigando y aprendiendo las distintas
cualidades del sonido según el material del que esté hecho el objeto; la
diferencia de tiempo que tarda en oír el ruido según la distancia entre el
objeto y el suelo; la posibilidad de que el objeto se rompa según de qué esté
hecho y según sea el suelo… El niño descubre también las características de
los objetos, como grande, pequeño; duro, blando; pesado, liviano; frío,
caliente… Estas características que descubre por las sensaciones que los
objetos le producen tienen también relación con el mundo de los conceptos
y, por supuesto, hay una diferencia importante entre aprenderlas de
memoria o por experiencia vivida. Lo mismo sucede con el hecho de
observar que los objetos que él deja caer van siempre a parar al suelo; se
trata de una observación a la que no le prestamos atención a fuerza de
conocida, pero que es la misma que condujo al descubrimiento de la ley de
la gravedad.
El niño observa y llega a entender también el mecanismo del interruptor
que según lo acciona apaga y enciende la luz; del enchufe; el mecanismo de
la rueda, cuando está más interesado en cómo funciona y qué tiene dentro
un cochecito que en hacerlo correr; el mecanismo de la puerta y la bisagra
que se abre o cierra según él acciona; la posibilidad de llenar y vaciar; del
pequeño objeto que desaparece dentro de una botella o que debido a su
tamaño mayor no pasa por el cuello y no consigue meterlo, y tantísimos
otros. A medida que va entendiendo estos mecanismos que he descrito, que
dejan de aparecer como un misterio o como algo mágico y pasan a ser
explicables, el niño pasa de vivir en un mundo mágico a vivir en un mundo
científico.
Hasta aquí me he referido al importante mundo de los objetos, de «los
juguetes», y a la importante función de «jugar», que sienta las bases del
conocimiento del niño sobre las cuales se erigirá todo el edificio de su saber
posterior, de lo que aprenderá en la escuela y en todos los ámbitos de su
vida. Por todo esto es tan importante que los padres no solo permitan al hijo
jugar, sino que faciliten que pueda hacerlo y que jueguen con él. Muchas
dificultades a la hora de aprender se deben a que estas bases del aprendizaje
y del conocimiento no se construyeron suficientemente bien y no fueron
suficientemente vividas y sólidas.
Pero esta investigación, este trabajo de explorar y reconocer, no es
solamente un ejercicio individual, como podría parecer por lo que he dicho
hasta aquí, sino que, siempre que el niño tiene la oportunidad, se convierte
en un ejercicio colectivo. Así, jugando el niño aprende a relacionarse con
otros niños, con adultos, y en estas ocasiones aprende a compartir,
colaborar, hacer equipo, tolerar perder y aprender a soportar mejor la
frustración.
A medida que el niño ha ido descubriendo su mundo y este ha dejado de
ser un misterio para ir convirtiéndose en un espacio dentro del cual se
mueve orientado, va interesándose cada vez por más objetos y situaciones
de su entorno. Ahora nos acercamos a hablar realmente de juego y también
de deporte. Nuevamente, la línea divisoria no es clara. Estas actividades
aportan más que entretenimiento y diversión, en la medida en que el niño
aprende, practica habilidades y progresa desde variados puntos de vista. En
este tiempo, además, se ha añadido una función que lo cambia todo: el
habla. El niño ahora pregunta, y todo aquello que antes debía descubrir a
través de las acciones ahora llega a conocerlo mejor a través de las palabras.
Aprende a hablar, a preguntar y a pensar, se trata de un cambio
revolucionario. Antes exploraba para descubrir «qué es esto», ahora
pregunta constantemente qué es cada objeto. Algo más tarde, alrededor de
los tres años, pregunta «por qué» de forma incansable. Resulta clara la
relación entre la etapa anterior y este momento, en que la exploración
continúa a través de la palabra. Este gran progreso, además, abre la puerta a
actividades que necesitan del lenguaje para la comunicación entre los
participantes, entre las que están muchos juegos y deportes.
Podemos considerar los juegos y los deportes por grupos, por ejemplo los
importantes y variados juegos de pelota, el gran grupo de los juegos de
mesa, de los juegos o deportes acuáticos y tantos otros grupos. Podemos
también considerar en todas estas actividades la vertiente de la competición.
En el conjunto de actividades lúdicas y deportivas observamos que se
entrenan habilidades físicas y mentales. Observamos también cuán
importante es la cuestión de las relaciones interpersonales en la práctica de
todos estos deportes. Por ejemplo, si el niño no tolera perder será difícil que
pueda o quiera participar en los juegos y deportes de competición, debido al
sufrimiento y a veces las reacciones de enfado o agresivas que le produce
este hecho. Otra capacidad que el niño aprende en algunos juegos y
deportes es jugar en equipo, es decir, poder pasar del éxito o la derrota
individual a colaborar para el éxito de su equipo y tolerar que todos pierdan
debido a que algunos juegan peor. O tolerar que el mérito se atribuya al
equipo a pesar de que su contribución para la victoria haya sido definitiva.
En otro tipo de juegos, los niños representan escenas de su vida cotidiana,
generalmente aquellas que son bastante nuevas en su vida o que le inquietan
especialmente y que el niño parece repasar: jugar a «papás y mamás»; jugar
a escuelas en que la maestra castiga; jugar a alguien enfermo, a hospitales y
médicos, a operaciones quirúrgicas; también el juego del coche que se
estropea y hay que llevarlo al garaje para repararlo. En estos juegos los
niños repiten situaciones que les han acontecido en su vida cotidiana y que
les han dejado un fondo de malestar latente. Ahora las reviven activamente;
son ellos los que producen la fantasía que dirige el juego y que tiene la
función de corregir esas situaciones de malestar o de temor que vivieron
realmente

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