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La emergencia del vínculo social

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A PROPÓSITO DEL SEMINARIO
Del seminario ‘La emergencia del vínculo social’, podemos decir que una decisión fue tomada en el equipo –aunque más cuestiones a decidir se pusieron sobre la mesa tras las diversas reflexiones manifestadas en el propio seminario y expuestas más adelante–, incluir el concepto de ‘vínculo’ como eje de análisis para la investigación. Y nos referimos al ‘vínculo’ y no al ‘vínculo social’ a propósito, pues nos queda claro que esas ataduras de la vida cotidiana no se dan únicamente en la dimensión de lo social, sino también entre las cosas y los espacios con los sujetos. Esto surgió luego de una serie de particularidades observadas en lo que será más adelante, de no cambiar de decisión considerando la situación pandémica, el espacio de nuestro trabajo de campo. En las visitas que realizamos al temazcal llamó nuestra atención un hecho evidente, las personas que vivían aquello sobre lo que, inicialmente, habíamos ido a curiosear, acentuaban una forma particular de dirigirse a ciertos elementos, desde el juicio popular, inanimados, por lo que resultaba, posicionados desde el mismo juicio, innecesario dirigirse así a elementos como el fuego, las abuelitas (rocas volcánicas sometidas a altas temperaturas para evaporar el agua), las medicinas (ingredientes como copal, hierbas y partes animales como las astas de un venado o el ala de un águila, empleados desde una intención sanadora) y al propio temazcal. Este hecho nos hizo dar cuenta de la importancia que la disposición del espacio y la participación de las cosas tenían en el momento de la ceremonia, tanto como los participantes o el guía de la sesión, pues sin duda, si se extrajera cualquiera de estos elementos el fenómeno no acontecería de la misma forma.
Relacionado con este vínculo entre las cosas y los sujetos, otra de nuestras observaciones fue la ofrenda, que se presentaba en dos modalidades. Ambas tenían que ver con el agradecimiento –no sabemos si un agradecimiento necesariamente dirigido a aquel a quien se hacía la ofrenda, al temazcal o algo más–, aunque una de ellas se ofrecía al fuego, echando plantas o frutas a la chimenea que calentaba las abuelitas, y la otra a los participantes, repartiendo entre nosotros igualmente fruta o agua de algún sabor en una de las pausas al cerrar una puerta (la ceremonia se divide en cuatro etapas llamadas puertas, al finalizarlas se dice que se cierran, entonces la cobija que cubre la entrada a la cúpula se levanta para introducir más abuelitas y dejar que entre un poco de aire fresco). La ofrenda como agradecimiento nos hizo pensar sobre qué es lo que se jugaba pensando en el don: contratos bajo la forma de regalos que en realidad son hechos obligatoriamente, las cosas como objeto de cambio que poseen una virtud que les obliga a circular, a ser dadas y devueltas[footnoteRef:1]. ¿esas ofrendas estaban siendo dadas o devueltas?, si es que estaban siendo dadas, ¿cuál era la expectativa sobre lo devuelto?, y si estaban siendo devueltas, ¿qué había sido lo dado y de dónde vino?, ¿a qué o quién se dirigía la ofrenda? [1: Marcel Mauss, “Ensayo sobre los dones: razón y forma del cambio en las sociedades primitivas” en Sociología y antropología, Editorial Tecnos, Madrid, 1971] 
Primeramente, si es un agradecimiento la ofrenda es porque algo ya fue dado, es decir, la ofrenda se vuelve lo devuelto. Segundamente, en una de nuestras visitas llevamos un poco de fruta para ofrendar, misma que entregamos a quien dirigía las ceremonias, esta persona hizo repartirla entre el fuego y los participantes. En aquel momento no teníamos presente el concepto de ‘don’, por lo que no fuimos conscientes de que dicho ofrecimiento llevaba consigo esa virtud que nos obligaba a hacerle circular, sólo lo pensamos como un gesto de amabilidad. Ahora lo vemos distinto, el agradecimiento de lo ofrendado al fuego y a los participantes lo estábamos dirigiendo a los dueños del temazcal, estábamos devolviendo esa amabilidad con la que nos recibieron en el lugar y la facilidad con la que se abrieron a trabajar con nosotros. Lo anterior nos hace creer que el agradecimiento que representa la ofrenda se dirige con la intención singular de quien ofrenda, y no hacia un objeto particular como podría ser el fuego. Terceramente, pensando sobre lo devuelto y lo dado recordamos otra observación, varios de los que frecuentaban el temazcal y que nos compartieron su experiencia allí, coincidieron en haber llegado por una dolencia, ya fuera física o anímica, dolencia que con las visitas fue sanando, tal vez ahí pudiésemos ubicar el origen de la ofrenda.
De esta última observación, podemos decir prontamente que un factor importante bajo el cual se establecían los vínculos en el temazcal era el dolor, puesto que al momento en el que presentamos las razones por las que estábamos en ese espacio, se mencionaba como principal factor una pérdida –ya sea de un familiar o de una pérdida simbólica–, de igual manera se hacía énfasis en la necesidad que se tenía de tener ese ritual, pues, al parecer, es en ese espacio donde pueden expresar sus preocupaciones, dolores, etc. Dolor que los participantes que compartieron con nosotros, pudieron transmitirnos a través de nuestro acto de escucha, una escucha desde la descolocación de nuestras posiciones subjetivas que nos permitió acceder a la empatía, a vislumbrar un poco sus representaciones y a experimentar, de segunda mano, aquel contenido de sus relatos. Particularmente, en el último temazcal que visitamos –uno distinto al primero, que es al que hemos estado refiriendo– se abrió un espacio en una de las puertas donde se nos invitó a compartir una carga que, observábamos, venía de nuestra ascendencia. Todos los participantes compartimos algo, nos permitimos una apertura que posibilitó un momento muy íntimo, de encuentro con el otro. Podemos decir entonces, que el dolor es en parte lo que los vincula por ser una experiencia común, ¿podríamos entonces hablar de una comunidad del temazcal?
Si entendemos la comunidad no como una cualidad que habla de sujetos producidos por su esencia común, “aquello que protege al sujeto clausurándolo en los confines de una pertenencia en común”, sino como “aquello que lo proyecta hacia fuera de sí mismo, de forma que lo expone al contacto, e incluso al contagio, con el otro”[footnoteRef:2], podemos observar que Esposito plantea de manera insistente una paradoja que encuentra en tal cuestión: habla de la comunidad como la vinculación por medio de una ley común, la exigencia por la necesidad de la comunidad misma, “porque es el lugar mismo de nuestra existencia, dado que siempre existimos en común”. Aquí tenemos la primera afirmación de la paradoja, la comunidad es necesaria; a la vez que habla de esta necesidad, hace un planteamiento que no terminamos de entender sobre la imposibilidad de la comunidad, la falta de aquello que constituye la comunidad, es decir, lo que proyecta al sujeto fuera de sí mismo, al contacto con el otro. Tenemos pues la segunda afirmación, la comunidad es imposible. [2: Roberto Esposito, Comunidad, inmunidad y biopolítica, Herder, España, 2009, p 16] 
Suponemos que esa imposibilidad habla del ensimismamiento cotidiano en el que nos encontramos sumergidos, en un olvido constante de la necesidad de la comunidad, a pesar de pensar al sujeto como un reflejo de la cultura, un constructo artificial que en sí mismo no es nada, cuyo sentido de ser es asignado por la dimensión de lo colectivo. Curioso mirar la imposibilidad ahí, pues la comunidad se consuma en el propio acto de mirar al sujeto de esta forma: el lugar de la existencia del sujeto es dado por la colectividad, eso es lo común a todos, no hay necesidad de que exista algo que proyecte al sujeto fuera de sí mismo entonces, porque siempre está siendo de esta forma, no hay un sí mismo en el sujeto. Nuestra reflexión nos lleva a creer que la supuesta imposibilidad no nace de pensar al sujeto como una construcción sociohistórica, sino de la experiencia del sujeto de mirarse y pensarse como una singularidad,y que por ello requiere que algo lo proyecte fuera su ensimismamiento. En este punto la cuestión podría llegar a ser irresoluble si tratamos el concepto del sujeto como construcción sociohistórica, contrapuesto a la experiencia de singularidad que más o menos todos tenemos, pues ambas posturas resultan incuestionables si uno las observa, y autoexcluyentes, viendo la paradoja que se nos presenta. Démosle pues otro trato, hagamos de la dualidad irresoluble una dicotomía que se sintetice.
Esposito menciona como una de sus tentativas a definir la comunidad “que se determina en la lejanía o diferencia respecto a nosotros mismos. En la ruptura de nuestra subjetividad”[footnoteRef:3], y pareciera que es ahí donde ubica la imposibilidad, porque ¿cómo podríamos romperla? Agamben, refiriendo a Bataille, habla de la experiencia de comunidad de una forma similar, mencionando que la única comunidad posible “reposa en la imposibilidad de comunidad y la experiencia de esta imposibilidad profunda”. Esta experiencia de la imposibilidad la trabaja desde lo que define como experiencia de éxtasis, un “absoluto estar-fuera-de-sí del sujeto”, “la exclusión de la cabeza”: [3: Ibíd., p. 26] 
“La exclusión de la cabeza no significa solamente elisión de racionalidad y exclusión de un jefe sino, ante todo, la misma autoexclusión de los miembros de la comunidad, que están presentes sólo a través de la propia decapitación, de la propia “pasión” en el sentido estricto de la palabra” [footnoteRef:4]. [4: Giorgio Agamben, Teología y lenguaje, editorial Las cuarenta, Buenos Aires, 2012, p. 18] 
Para dilucidar ese sentido estricto que señala podríamos remitirnos a la etimología de la palabra. Deriva del latín passio (sufrimiento), de cuya raíz (patior) también derivan otras como permitir y tolerar, es decir, la pasión como padecer un estado pasivo, un estado donde el sujeto se desprende del cuerpo, del cual, los afectos (o algo más) toman posesión. Tal como parece, y aunque no niega la experiencia, Bataille se enfrenta también a la paradoja, “aquel que hace la experiencia [...] debe perderse en el momento mismo en el que debería estar presente para hacer la experiencia”. Esta experiencia de éxtasis, que podríamos nombrar también como una despersonalización, podemos observarla en diversas figuras, aunque no siempre con la misma intensidad: en aquel que se entrega al otro mostrando su más plena vulnerabilidad; en aquel que escucha sinceramente al que se vulnera; en aquel que vive una experiencia mística; o en el cuerpo de la masa (nótese que la utilización de ‘cuerpo’ y no ‘sujeto de la masa’ no es azarosa, pues si es un estado donde el sujeto se pierde, ¿tendría sentido seguir refiriendo a ese cuerpo como un sujeto?). Por detallar uno de los ejemplos anteriores, de ‘la masa’, la muchedumbre, Le Bon dice que “sustituye la actividad consciente de los individuos por la acción inconsciente”[footnoteRef:6]. Al obedecer casi exclusivamente a motivos inconscientes, pasionales, los impulsos de la masa “siempre serán tan imperiosos que el interés del individuo, incluso el interés de autoconservación, no las dominarán [...], poseyendo toda la violencia de sentimiento propia de los seres que no pueden apelar a la razón”[footnoteRef:7]. [6: Gustave Le Bon, “Prólogo” en Psicología de las masas, Buenos Aires, 2004] [7: Gustave Le Bon, “Los sentimientos y la moral de las masas” en Psicología de las masas, Buenos Aires, 2004] 
En la exposición de la paradoja expuesta encontramos una confusión que esclareceremos partiendo por definir el concepto de experiencia desde dos posturas:
La primera es la experiencia que hace el sujeto: de ésta el mismo puede adquirir un aprendizaje, pero no por una descolocación, sino desde el condicionamiento de lo ya aprendido y su posición de saber, además de ser adecuadamente representable. Se configura en dos planos inseparables, la singularidad –producto de circunstancias únicas acompañadas de procesos de subjetivación que diseñan las identidades y la apropiación del mundo–, y la colectividad –siendo lo que da sentido a la singularidad desde el registro de lo simbólico, esto último es lo que funda la subjetividad–, además, el tiempo es la materia misma de esta forma de experiencia, pues transita entre la resignificación del pasado –por medio de la memoria, siendo un recurso activo a ser explorado, así como construido, desde el presente y los sentidos del futuro– y la anticipación del futuro –por medio de la imaginación, siendo clave en la direccionalidad marcada por los sentidos del pasado y estableciendo el horizonte de la subjetividad, desde el cual se encara el devenir–, ambas instancias se dibujan y desdibujan en el dinamismo incesante del tiempo vivo de esta forma de experiencia[footnoteRef:8], la cual llamaremos desde ahora ‘experiencia subjetiva’. [8: Margarita Baz, “Tiempo y temporalidades: los confines de la experiencia” en Anuario 1998, UAM-X, 1999, pp. 173-175] 
La segunda es la experiencia que hace al sujeto: ésta tiene que ver con la transformación del mismo y de su relación con el mundo. Es atemporal, vivencial e irrepresentable, el sujeto podrá hablar de lo acontecido, pero en tal acto se habrá perdido aquello que fue transformador, por lo que habrá cierto sentimiento de incompletud en tal conceptualización, como cuando se habla de la experiencia del amor. Resulta de la salida de sí mismo al encuentro de un acontecimiento, un algo o un alguien que le es ajeno, una forma de experiencia en la que la alteridad se mantiene como alteridad, irreductible a las palabras del sujeto, a su saber y a su poder, donde ocurre la incursión de la otredad, pues en la salida de sí mismo lo externo le ha afectado, y tras la vuelta da cuenta de la transformación[footnoteRef:9]. A esta forma de experiencia le llamaremos ‘experiencia en sí’. [9: Jorge Larrosa, “Sobre la experiencia” en Aloma No. 19, Barcelona, 2006, pp. 87-91 ] 
La confusión que observamos se encuentra entonces en no diferenciar tales formas de experiencia, pues la experiencia de comunidad se trata de una experiencia en sí, mientras que los autores referidos arriba la tratan como una experiencia subjetiva, porque se está dando por hecho que es el sujeto cognoscente quien experimenta, por lo que no puede haber experiencia más allá del sujeto, supuesto que cuestionamos con la segunda definición que expusimos de experiencia. Si hay una forma de experiencia en la que no hay sujeto y, aun así, tras la vivencia de tal evento éste sufre una transformación, es porque el sujeto mismo es una experiencia, no quien experimenta, es una experiencia subjetiva, la única que hay, nos atreveríamos a decir. En el estado cotidiano de consciencia, el ensimismamiento desde el cual nos encontramos constantemente olvidando la ley de la comunidad –que es la necesidad de ser en común–, el observador, eso que da cuenta de que hay algo en lugar de nada, se encuentra identificado con el sujeto, sin embargo, no hay que hacer un gran esfuerzo para dar cuenta de que el sujeto también puede ser observado –con más o menos sinceridad–, pero ¿será que el observador puede ser observado? ¿no sería como intentar mirar directamente los propios ojos? Si el sujeto puede ser observado es porque hay algo que lo observa, mantengámonos llamándole ‘el observador’, cuando este observador se mantiene en la experiencia subjetiva todo lo que ve fuera es realmente un reflejo ‘de dentro’, pues son las representaciones que ha diseñado de su apropiación del mundo, desde los procesos de subjetivación que han acompañado a sus circunstancias únicas, esto ya lo mencionamos en la primera definición de experiencia. Ese ‘de dentro’ es en realidad ‘del sujeto’, porque insistimos, el sujeto no es el observador, sino lo observado. Tal vez un ejemplo lo ilustre: entre la proyección y la pantalla donde se proyecta hacen la película, así como entre lo observado y el observador hacen al mundo, la proyección es el contenido que requiere de un espacio para manifestarse, la pantalla es el continente, el espacio vacíodonde las cosas se manifiestan, ese espacio vacío es el observador, es la consciencia y no el sujeto.
Retomemos aquí la dualidad que habíamos dejado pendiente a resolver: el concepto de sujeto como construcción sociohistórica, y a la experiencia de singularidad que más o menos todos tenemos, ambas observaciones incuestionables y autoexcluyentes pensando que, de ser el sujeto meramente un constructo sociohistórico, no debería experimentarse como una singularidad, pero lo hace, y es donde hemos ubicado la paradoja al pensar sobre la experiencia de comunidad. Ahora, pensando que no es el sujeto sino la consciencia lo que experimenta la sensación de singularidad, y que el sujeto es más bien la experiencia subjetiva misma, la dualidad irresoluble colapsa. Así también, pensar que quien experimenta es el sujeto, es el origen de la confusión que posibilita la paradoja de la necesidad-imposibilidad de comunidad, pues si se asume que es la consciencia quien experimenta, si hay sujeto o no realmente poco importa para que la experiencia suceda.
Por otro lado, en el texto “La revuelta como renovación de la amistad”, se habla del rechazo –a propósito de Blanchot– como creadora de un vínculo, más bien como creadora de movimientos, pues “el acto de rechazar se vive como ruptura frente al ciclo previo de sometimiento o complicidad con el silencio”[footnoteRef:10]. En este punto nos preguntamos si es que en la experiencia transpersonal –que es un concepto que aborda las manifestaciones de la experiencia en sí– existe un rechazo a algo, al igual que sí, que la experiencia en común del dolor sea lo que une a los sujetos en el temazcal, pudiera ser en realidad el rechazo al dolor lo que les une. [10: Raúl Cabrera, La revuelta como renovación de la amistad, en Argumentos, UAM Xochimilco, México, 2014, p. 39] 
Consideramos que ciertas formas de la experiencia transpersonal llevan consigo un rechazo, el rechazo a la idea de que el sujeto sólo es un ser biológico, socializado, de manifestaciones conscientes e inconscientes, y agrega a las dimensiones del sujeto la espiritualidad. Ken Wilber hace un ejemplo de esto con base en las psicologías. Toma en cuenta que las psicologías –humanista, psicoanálisis, conductismo y transpersonal– tienden a considerarse cada una, problemáticamente, como la expresión absoluta del conocimiento ‘verdadero’ del sujeto. En cambio, Wilber señala que cada psicología, en lugar de asumirse como tal expresión, podrían mirarse como estudiosas de ciertos estratos que, en conjunto, construyen una expresión más próxima de la totalidad del sujeto, complementándose y no excluyéndose[footnoteRef:11]. En este sentido se podría decir que la psicología transpersonal se enfoca en el conocimiento del sujeto en sus dimensiones más sutiles, en su parte espiritual, podríamos decir prontamente, aquí suponemos que el rechazo a las demás formas de conocer al sujeto dio paso a que surgiera la psicología transpersonal. [11: Frank Visser, Ken Wilber o la pasión del pensamiento, editorial Kairós, Barcelona, 2004, pp. 63-69] 
Ahora bien, volviendo al campo del temazcal, tenemos la hipótesis de que el compartir la experiencia común del dolor es una de las razones por las que se visita, aunque luego de volver a consultar el texto “La revuelta como renovación de la amistad” nos hizo parar a pensar sobre dicho supuesto y al mismo tiempo, preguntarnos si es que en el temazcal existe algún tipo de rechazo. En un inicio suponíamos que no había rechazo en el temazcal, puesto que, desde nuestra experiencia, no lo aparecía de forma explícita, sin embargo, si como se menciona en el texto, el rechazo es “es producto de una vivencia solitaria y silenciosa”[footnoteRef:12], es decir, el rechazo no se hace en un conjunto, sino que es un experiencia particular de un sujeto, pensamos que podría ser posible que por razones diferentes se encuentren con algún común rechazo, esto nos hizo poner en discusión esta cuestión sobre el rechazo y su importancia –o no– en el momento de la conformación de vínculos sociales en nuestro trabajo. [12: Raúl Cabrera, Op. cit., p. 39] 
Algunas otras inquietudes fueron reflexionadas luego de la revisita a los textos del seminario, sin embargo, consideramos que las de arriba son las que mayor influencia tuvieron sobre cómo hemos estado pensando el tema de investigación y el abordaje al trabajo de campo, siendo así, nos encontramos abiertos a seguir trabajando el concepto de vínculo recuperando textos y posturas diversas y que aborden la cuestión de la agencia del espacio y las cosas, y la vinculación de tal agencia con los sujetos –cuestión que nos interesa abordar también–, pues evidentemente, en el propio nombre del seminario está, la bibliografía expuesta en este texto habla del vínculo social.
BIBLIOGRAFÍA
AGAMBEN, G., Teología y lenguaje, editorial Las cuarenta, Buenos Aires, 2012
BAZ, M., “Tiempo y temporalidades: los confines de la experiencia” en Anuario 1998, UAM-X, 1999
CABRERA, R., La revuelta como renovación de la amistad, en Argumentos, UAM Xochimilco, México, 2014
ESPOSITO, R., Comunidad, inmunidad y biopolítica, Herder, España, 2009
LARROSA, J., “Sobre la experiencia” en Aloma No. 19, Barcelona, 2006
LE BON, G., “Prólogo” en Psicología de las masas, Buenos Aires, 2004
MAUSS, M., “Ensayo sobre los dones: razón y forma del cambio en las sociedades primitivas” en Sociología y antropología, Editorial Tecnos, Madrid, 1971
VISSER, F., Ken Wilber o la pasión del pensamiento, editorial Kairós, Barcelona, 2004
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