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Aspectos éticos de la asistencia en geriatría

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Aspectos éticos de la asistencia en 
geriatría
INTRODUCCIÓN
Las consideraciones éticas referidas al paciente anciano no tienen 
por qué ser muy distintas de las que se plantean en otras edades. No 
obstante, existen algunos aspectos específicos en los que merece la 
pena detenerse por el papel que puede jugar en ellos el factor edad. 
Uno tiene que ver con los progresos tecnológicos de la medicina y 
las oportunidades que se derivan de ellos. Son progresos que han 
incrementado de forma espectacular las posibilidades diagnósticas y 
terapéuticas, pero cuyo coste elevado hace que el acceso a ellos pueda 
plantearse en términos competitivos. Junto con ello hay que situar 
a las transformaciones ocurridas en la sociedad y su repercusión 
en comportamientos, valores y actitudes. Factores importantes para 
entender estas transformaciones han sido:
El salto demográfico. Un aumento progresivo de la población de 
más edad, tanto en términos relativos como en términos absolutos, 
cuyos límites no se vislumbran.
La modificación de la forma de ser y de estar del anciano en la socie-
dad. El anciano actual es más culto y exigente que el de hace unas 
décadas, tiene más asumidos sus derechos y deberes y pretende 
ser más participativo en la vida comunitaria. Además, dispone de 
un período previsible de vida posjubilar que se mide en décadas, 
durante el cual se le pide que se mantenga activo e integrado. Todo 
ello debe ser reconocido por la sociedad y tomado en consideración 
por los poderes públicos que la representan.
Connotaciones socioeconómicas. Los recursos no son infinitos y el 
anciano precisa y consume muchos, tanto en términos de salud 
como en el ámbito social. El gestor sanitario y los poderes públicos 
suelen plantearse la distribución de estos recursos en términos de 
«prioridades» y de costes, lo que suele asociarse a decisiones poco 
favorables a la persona mayor.
Cambio en la relación médico-paciente. La concepción vertical y 
paternalista de la medicina como modelo único mantenido hasta 
bien entrado el siglo XX ha virado hacia un patrón mucho más 
horizontal. Un modelo que añade a los tradicionales principios de 
«beneficencia» (procurar el bien del enfermo) y «no maleficencia» 
(no dañar al paciente), contemplados en el código hipocrático, dos 
nuevos principios claves en la bioética actual: «autonomía» (respeto 
a la voluntad de la persona) y «justicia» (dar a cada uno lo suyo con 
igual consideración y respeto). En geriatría, la incorporación de los 
principios de autonomía y justicia se está produciendo de forma 
mucho más lenta y difícil que en otras áreas de la medicina.
En 1969, Robert Butler acuñó en EE. UU. el término ageism («eda-
dismo» en español), que puede definirse como «discriminación en contra 
del anciano sobre la base de su propia edad». En este sentido, o en el 
más amplio de falta de tolerancia en muchos casos y de abuso franco en 
otros, el vocablo se ha incorporado a otros «ismos» como el racismo o el 
sexismo. Las actitudes edadistas y la asunción de estereotipos aplicados 
al viejo son fenómenos comunes fuera y dentro de la medicina. En este 
marco se contemplan muchos de los problemas éticos más frecuentes.
APLICABILIDAD DE LA ALTA TECNOLOGÍA 
A LA POBLACIÓN ANCIANA
El criterio de «rentabilidad» suele ser prioritario a la hora de esta-
blecer decisiones médicas. Esta rentabilidad lo suele ser en el terreno 
de los costos, pero también habría que valorarla en campos como 
la posibilidad de recuperación, la expectativa de vida previsible, la 
presión social, etc. Sobre esta base, el anciano es víctima frecuente de 
discriminación negativa cuando presenta su opción a un programa 
médico de coste elevado o de alcance limitado en cuanto al número 
de personas que pueden beneficiarse de él. Esto ha ocurrido y, en 
algunos casos, sigue ocurriendo en situaciones como los programas de 
hemodiálisis, el acceso a unidades de cuidados especiales o las «listas 
de espera» ante determinadas exploraciones diagnósticas (técnicas de 
imagen o de laboratorio complejas y caras, etc.) o terapéuticas 
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(medicación antineoplásica, procedimientos quirúrgicos de alto coste, 
programas de trasplantes, etc.). En EE. UU. se ha llegado a sugerir 
que algunas de estas medidas sólo deberían autorizarse en la población 
mayor cuando el anciano sea capaz de sufragarlas por sí mismo. En 
España, una encuesta de ámbito nacional evidenciaba todavía en los 
años noventa que la edad en sí misma era criterio absoluto de exclusión 
para entrar en una unidad coronaria, al menos a juicio del 25% de los 
médicos que trabajaban en ellas.
En ocasiones han sido argumentos supuestamente médicos los deter-
minantes de esta selección negativa basada en la edad. Al generalizarse 
la técnica correspondiente, muchos de esos criterios se han revelado 
infundados y la edad como contraindicación ha desaparecido de los 
protocolos. Sin embargo, en la práctica el anciano sigue encontrando 
barreras cuando se establecen prioridades para acceder a algunos proce-
dimientos. Situaciones clínicas que pueden servir de ejemplo en las que 
hubo que rectificar unos criterios de exclusión iniciales sin base científica 
han sido, entre otras, la angioplastia coronaria o los programas de diálisis 
renal, procedimientos que hoy son norma entre la población anciana.
La edad, por sí misma, nunca debe figurar como una contraindicación 
para nada en la práctica médica por más que según avanza la edad las 
contraindicaciones de carácter general vayan a ser más frecuentes. Otra 
cosa es que el paciente mayor renuncie a su derecho si considera que la 
propuesta recibida pueda convertirse en un instrumento agresor para 
su calidad de vida.
Cuando se le plantea a una persona mayor la posibilidad de expre-
sarse sobre este tipo de medidas, en muchos casos sus objetivos y 
actitudes difieren bastante de los imaginados por sus médicos. El 
anciano suele aceptar riesgos más altos de mortalidad quirúrgica o 
posquirúrgica que los que le plantea el cirujano, pero es menos proclive 
a someterse a maniobras de dependencia tecnológica como las que ofre-
cen muchas unidades especiales. Numerosos ancianos prefieren afrontar 
la posibilidad de morir ante el temor de ser sometidos a procedimientos 
excesivamente agresivos. Este punto, la voluntad del protagonista, su 
salvaguardia ante algunos tratamientos muy agresivos, es un elemento 
que necesariamente debe tomarse en consideración.
CONSENTIMIENTO INFORMADO
Se deriva del principio de autonomía y constituye el primero de los 
derechos del paciente de cualquier edad en materia de salud. Supone 
la principal garantía para mantener la propia capacidad de decisión. 
Elementos esenciales de este derecho son la comunicación correcta de 
la información, su comprensión y la voluntariedad del consentimiento 
o el rechazo por parte del enfermo. En el anciano, este derecho suele 
pasarse por alto en mayor medida que a otras edades, tanto por el mé-
dico como, con frecuencia, por la familia, que tiende a erigirse en in-
térprete de su voluntad y conveniencia.
Un problema que surge con frecuencia es el de la capacidad real 
para tomar decisiones por parte del anciano. El deterioro cognitivo, 
las dificultades de comunicación o enfermedades diversas, fundamen-
talmente neurológicas o psiquiátricas, dificultan valorar este punto en 
casos límite. El hecho de que el paciente sea poco cooperador o adopte, 
a juicio del médico, una mala decisión no constituye prueba alguna 
de incapacidad. Excepto en los pacientes en coma o con demencia 
avanzada, la incapacidad no suele ser absoluta y es importante respetar 
el margen de capacidad que pueda poseer el paciente.
Cuando, pese a lo anterior, exista incapacidad manifiesta, el con-
sentimiento debe proceder de la familia (proxy consent). Es importantevalorar que las decisiones no perjudiquen al anciano, ya que sus inte-
reses no siempre coinciden con los de su familia. Tampoco está claro 
en todos los casos quién es su representante auténtico y pueden darse 
discrepancias entre los distintos familiares. Una ayuda puede ser la exis-
tencia de documentos o de testimonios escritos por parte del interesado 
(directrices/voluntades anticipadas).
ABUSO Y MALTRATO DEL ANCIANO
El reconocimiento efectivo de que el anciano, como otros colectivos 
más frágiles —niños, mujeres—, puede ser y es víctima de abusos, de 
maltratos y de negligencias por parte de sus cuidadores o de las personas 
que conviven con él data de fechas tan recientes como el último tercio 
del siglo XX. Estos casos se sitúan en el límite superior del espectro 
conocido como síndrome de la violencia familiar.
La American Medical Association ha definido el abuso en 1987 
como todo «aquel acto u omisión que lleva como resultado un daño o 
amenaza de daño para la salud o el bienestar de una persona anciana». 
Una definición muy amplia que incluye las tres categorías esenciales 
que perfilan el tipo de abuso: maltrato físico, abuso psicológico y 
abuso económico. Con frecuencia, estas distintas formas de abuso se 
superponen en una misma víctima.
Aunque los datos conocidos pueden no ser del todo fiables se estima 
que, por encima de los 65 años, al menos el 2%-3% de la población 
es víctima de alguna forma de abuso. Esta proporción aumenta en 
paralelo con la edad del grupo analizado. En ocasiones, el anciano no 
se queja o, en todo caso, no llega a denunciar el hecho, sobre todo, 
como ocurre con frecuencia, cuando el maltratador es una persona de 
su círculo más próximo.
Esta cuestión incide directamente en la práctica médica. Normal-
mente, el médico actúa como testigo y, en ocasiones, denunciante, 
cuando constata maltrato. En su papel de velador y valedor del paciente 
debe mostrar una sensibilidad especial, tener un alto índice de sos-
pecha y, ante la menor duda, indagar como estime más oportuno. Los 
servicios de urgencia hospitalarios son un marco muy adecuado para 
establecer protocolos de detección.
Existen factores de riesgo que el médico debe conocer. Entre ellos 
los perfiles bien establecidos del potencial agresor, de la víctima o 
del medio en el que puede ocurrir el maltrato. Además de mostrarse 
sensibilizado con el asunto, deberá identificar, valorar al anciano mal-
tratado y buscarle una atención multidisciplinar con apoyo social y 
psicológico.
ANTIENVEJECIMIENTO ANTIAGING
La llamada medicina antienvejecimiento se ha convertido en uno de los 
tópicos de este tiempo. Con ella se pretende: a) alcanzar la vejez en las 
mejores condiciones; b) enlentecer el proceso de envejecer, o c) revertir 
alguno de los cambios asociados a este proceso. Hoy por hoy la única 
forma de conseguirlo es mediante medidas de prevención primaria y 
secundaria sobre las enfermedades y estilos de vida, poniendo el énfasis 
en la actividad física, la alimentación y la lucha contra los hábitos tóxi-
cos. Intentar actuar sobre los mecanismos básicos del envejecimiento 
primario o aplicar terapias sustitutivas no ha demostrado su eficacia en 
la especie humana. Hace una década un amplio grupo de investigadores 
señalaba que, en el mercado antiaging, «la eficacia de los productos 
no se ha demostrado científicamente y en algunos casos puede ser 
peligrosa. Quienes los venden a menudo falsean la ciencia en la que se 
apoyan […] ninguna forma de intervención ha demostrado enlentecer, 
parar o revertir el proceso de envejecimiento…».
ATENCIÓN AL PACIENTE AL FINAL 
DE LA VIDA
En torno al paciente terminal se centran buena parte de los proble-
mas éticos más importantes que debe afrontar el médico. La muerte 
representa un fallo, un fracaso, una frustración para todos, pero espe-
cialmente desagradable y acusadora para los médicos.
La norma es que el anciano sea el protagonista de esta historia: 
cuatro de cada cinco muertes hospitalarias ocurren en mayores de 
65 años. El anciano tiene una experiencia mayor de la muerte. La ha 
vivido en más ocasiones a través de sus conocidos y de su propia familia. 
Está familiarizado con ella, la sabe próxima, y todas estas vivencias le 
otorgan mayor sensibilidad.
Existen dos mensajes de partida: el médico no puede rehuir la 
cuestión, que encontrará desde el primer día, ni eludir su propia res-
ponsabilidad. Tendrá que asumir, quiéralo o no, un papel que va más 
allá del mero ejercicio de curar —o intentar curar—, para el que ha 
sido preparado; se aproximará al rol de un director de escena que debe 
ejercer cierto control sobre las circunstancias que acompañan a la 
muerte del paciente. Por tanto, debe estar preparado desde su período 
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de formación, reflexionar, asumir algunas ideas —sus ideas— que le 
permitan evitar inhibirse, sin tener que improvisar para afrontar esta 
situación de manera coherente.
Ante la muerte sólo existen dos certezas: la seguridad de que nos va 
a alcanzar y la ignorancia del momento. Nuestra época ha introducido 
cambios importantes en la manera de vivir la muerte. Se muere de 
otra forma y en otros sitios. Los hospitales e instituciones tienden a 
reemplazar a la propia cama. La tecnificación y los aparatos sustituyen 
a la familia. En muchos casos, los avances de la medicina permiten 
una estimación aproximativa razonable sobre cuándo se va a producir. 
Todo ello ha determinado que la búsqueda de una «muerte digna» se 
haya convertido en uno de los temas —y de las obsesiones— más dis-
cutidos de nuestro tiempo.
Entre los miedos que afloran cabe destacar, en primer lugar, el temor 
a la propia muerte. Elisabeth Kübler-Ros sistematizó cinco fases por las 
que suele pasar quien sabe que le llega el momento: negación, indig-
nación, regateo, depresión y aceptación. A menudo, estos miedos se 
traducen en pérdida de esperanza, sentimientos de frustración cuando 
se analiza la vida pasada o exageración del sentido de la responsabilidad 
al pensar en los problemas pendientes. El miedo se expresa también en 
aspectos como el dolor que puede llegar, los efectos del tratamiento, la 
situación económica o el rechazo y abandono por parte de la familia 
y los amigos.
Resulta imposible dar normas específicas sobre cuál debe ser la 
actuación del médico cuando se encuentra con un anciano moribundo. 
Aun así, tiene interés recordar algunos de los problemas concretos con 
los que deberá enfrentarse el médico al llegar a este punto.
Comunicación de la noticia
¿Se debe o no informar al paciente? Los hábitos varían según países y 
culturas. En el mundo de habla inglesa se tiende a explicar la verdad. 
En ello influye una tradición religiosa y social favorable. También, sobre 
todo en EE. UU., razones más pragmáticas, como el miedo a procesos 
por mala práctica médica. El mundo latino tiende más a la ocultación. 
Una encuesta amplia sobre el tema pedía la opinión del encuestado 
referida a sí mismo, a los padres y a su cónyuge, así como las razones 
de sus respuestas. Hay que destacar la incongruencia de que, mientras 
la mayoría de las respuestas eran favorables a una información extensa 
referida a uno mismo, para los demás se solicitaba más restringida, 
especialmente para los padres (los ancianos). Razones válidas para 
uno mismo, derecho a la verdad, capacidad para asimilar la noticia o 
necesidad de resolver asuntos materiales o espirituales no se valoraban 
igual para los padres a los que se consideraba incapaces de asumir esa 
información, iban a sufrir mucho o se les pretendía evitar situaciones 
de angustia.
Sobre este asunto no existen recetas generales. Ningún médico 
puede decir a otro cómo actuar.La decisión es muy personal. Varía 
según las circunstancias, en particular de acuerdo con cuatro aspectos: 
características de la enfermedad, personalidad y posibles declaraciones 
previas del enfermo, entorno sociofamiliar (muy importante en el caso 
del anciano) y experiencia previa del médico. En todo caso debe exigirse 
una reflexión cuidadosa, pormenorizada y muy individualizada antes 
de tomar cualquier decisión.
Cómo afrontar el dolor
Los enfermos preguntan con frecuencia acerca del dolor físico. El médi-
co debe saber que el temor al dolor físico es a menudo más insoportable 
que el propio dolor. Es necesario explicar que, en el momento actual, 
todos los dolores son controlables y que, si llega el caso, se aplicarán 
los medios precisos. Más importante, sobre todo en el anciano, es el 
sufrimiento moral: el temor a la soledad o al abandono, y el miedo 
a la muerte y a la separación. El temor es menor cuando la actitud 
del médico permite que el paciente confíe en él y en su capacidad 
profesional.
Dónde morir
Se trata de un problema reciente. Hasta hace poco no se moría en los 
hospitales. El gran desarrollo de la medicina hospitalaria y la tecnifi-
cación son los determinantes de este problema. Ya se han mencionado 
las cuestiones que plantean en el terreno ético los avances tecnológicos 
y el derecho que asiste al anciano a poder renunciar a algunas de sus 
«ventajas». La muerte en el propio domicilio se asocia a un menor 
riesgo de futilidad terapéutica y ofrece la posibilidad de despedirse en 
el entorno en el que se ha vivido.
Atención religiosa
La posibilidad de que el anciano reciba o no una atención religiosa 
en consonancia con sus creencias y deseos depende, a menudo, de 
una decisión médica. El descuido, el miedo a la reacción del enfermo 
o de su familia o, simplemente, la proyección sobre el paciente de las
propias ideas pueden condicionar un vacío importante en este terreno.
Es difícil valorar en qué medida la religión ayuda a superar buena parte
de los problemas que acompañan al trance del morir. Existe evidencia
histórica acumulada para pensar que muchas personas, probablemente
más entre los ancianos, desean recibir atención religiosa. Facilitar esta
asistencia, no olvidándola ni sintiéndose incómodo ante ella, debe estar
siempre presente en la mente del médico.
Limitación del esfuerzo terapéutico
Los intentos de reanimación ante una parada cardíaca son norma en 
muchos hospitales. Dada la urgencia de la situación, en numerosos 
casos estos intentos se llevan a cabo sin tiempo para una reflexión indi-
vidual sobre las posibilidades específicas de recuperación del paciente 
y en ausencia de una información precisa acerca de su voluntad en 
este sentido.
En el anciano hospitalizado, el pronóstico de las enfermedades que 
conducen a este punto suele ser sombrío, y las escasas encuestas que se 
conocen tampoco apuntan que deseen ser reanimados. No suele 
disponerse de una comunicación explícita sobre la cuestión. Por ello, 
teniendo en cuenta la agresividad de esta alternativa, es aconsejable 
que tanto el médico que atiende de forma habitual al anciano como 
aquel al que se le presenta el problema en forma de emergencia médica 
extremen la prudencia y rechacen actitudes alegremente agresivas. 
Podemos utilizar tablas de «Niveles de intensidad terapéutica». La del 
Rogers Memorial Veterans Hospital (Bedford, Massachusetts, EE. UU.) 
es una de las más utilizadas por ser poco agresiva y de fácil aplicación. 
Tiene cinco niveles que van desde el tratamiento sin límites hasta 
cuidados exclusivos de confort y relaciona cada nivel con los recursos 
asistenciales que precisa.
Alimentación e hidratación artificial
La decisión de proporcionar alimentos o de hidratar a un paciente 
anciano, a veces inconsciente, como forma de mantener su vida 
constituye otro dilema. Parece claro que se recurrirá a ello siempre 
que exista una esperanza razonable de recuperación o mientras se 
obtiene información clínica suficiente. En caso contrario, ante 
situaciones terminales no reversibles, la decisión puede depender 
de factores como el nivel de consciencia del paciente, su función 
mental y la posibilidad de expresar su voluntad. Las evidencias en 
este campo no son concluyentes y las soluciones deben tomarse 
sobre bases individuales. Alimentar o hidratar a un paciente termi-
nal ni prolonga la vida, ni mejora su calidad ni alivia dolores u otros 
síntomas.
OTROS ASPECTOS RELEVANTES
Otros problemas, tal vez de segundo orden en relación con los que se 
han comentado, pero que también surgen ante esta clase de situaciones, 
son los concernientes a la normativa legal: informes, certificacio-
nes, normas de la institución, solicitud de autopsia, etc. Buena parte de 
estos aspectos pueden englobarse dentro de un contexto más amplio 
como es el de relación con la familia. En el buen o mal planteamiento 
y resolución de estas cuestiones tendrá un papel muy importante el 
grado de sintonía que el médico haya adquirido con el entorno del 
enfermo, así como la delicadeza formal y el respeto por la situación 
que se está viviendo.
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Solicitar y conseguir permiso para un estudio necrópsico puede 
resultar incómodo y difícil para el médico inexperto. Sin embargo, 
puede ser necesario. Las circunstancias específicas determinarán cómo 
plantear el tema. Es un error y una falta de responsabilidad profesional 
considerar que la edad avanzada resta valor a las aportaciones que 
puedan obtenerse.
Así pues, los conflictos que pueden aquejar al anciano que va a 
morir son numerosos. También los problemas que se le pueden plantear 
al médico responsable. Ya he destacado que no existen recetas válidas 
universales. Aun así, caben dos recomendaciones fundamentales. La 
primera es que, en estos casos, el profesional ha de mantener la cabeza 
fría y no dejarse llevar por la intensa emotividad que suele impregnar 
el ambiente. La racionalidad debe prevalecer sobre los sentimientos. La 
segunda recomendación, quizá más importante, es de índole general 
y constituye una actitud que se debe ir aprendiendo a lo largo de toda 
la vida. Se trata de la necesidad de haber asumido la propia muerte. 
Sólo de esta manera el médico podrá ponerse en el lugar del otro, una 
forma de comportamiento recomendable en todo momento de la 
relación médico-paciente, y mucho más en estas circunstancias, cuando 
adquiere su máximo sentido.
Eutanasia y suicidio asistido
La Real Academia Española define eutanasia como «muerte sin sufri-
miento físico y, en sentido restricto, la que así se provoca voluntaria-
mente». Tradicionalmente se habla de eutanasia activa y pasiva. La 
primera, también llamada positiva o directa, implica una actuación 
dirigida expresamente a facilitar o determinar la muerte del enfermo. La 
segunda representa más una omisión que una acción. Incluye tanto la 
renuncia al uso de las medidas llamadas extraordinarias para mantener 
la vida como la utilización de fármacos destinados a mejorar algún 
síntoma que pueden secundariamente acelerar la muerte. Esta última 
forma ha recibido el nombre de eutanasia activa indirecta. La sedación 
terminal, muy en boga a día de hoy, deja las fronteras relativamente 
laxas y se puede considerar próxima a la denominada eutanasia activa 
indirecta.
La eutanasia ha sido siempre objeto de reflexiones y polémicas entre 
profesionales procedentes de áreas tan diversas como la medicina, el 
derecho, la ética o la religión. Su discusión rebasa ampliamente el 
marco académico e intelectual, alcanza de forma apasionaday extensa 
a muchos grupos sociales y aparece cotidianamente en los medios de 
comunicación.
En esta cuestión han de considerarse las connotaciones legales 
y valorarse las creencias religiosas expresadas por el protagonista. El 
Código Penal español de 1995 mantiene en su artículo 143 pena de 
prisión de 4 a 8 años para la inducción al suicidio, de 2 a 5 años a quien 
cooperase con actos necesarios al suicidio y de 6 a 10 si la cooperación 
llega al punto de ejecutar la muerte. Introduce un epígrafe que reduce 
estas penas cuando exista «petición expresa, seria e inequívoca […] en 
el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría 
necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos 
permanentes y difíciles de soportar». La palabra eutanasia no aparece 
en esta versión del Código Penal, aunque se anuncia una próxima 
ley en este sentido.
Desde una perspectiva médica, sobre todo en el paciente anciano, 
los médicos llevamos a cabo con mano amplia, y aceptación mayo-
ritaria por la sociedad, medidas dentro del marco de la denominada 
eutanasia pasiva. Omitir actos que podrían prolongar la vida del enfer-
mo: transfusiones sanguíneas, administración de algunos fármacos 
o traslado a unidades especiales. Junto con ello aplicamos medidas,
sobre todo en situaciones de dolor, encuadrables en la llamada sedación
terminal.
El anciano en mal estado, con toda suerte de limitaciones pre-
sentes y futuras, se constituye en sujeto ideal para quien tenga la 
tentación de dar el salto a la eutanasia activa. Sus mecanismos de 
defensa son escasos y las posibilidades de evitar una agresión de 
este tipo quedan casi siempre en manos de terceros. Las decisiones 
—por acción o por omisión— del médico en estas situaciones están 
cargadas de responsabilidad. Puede surgir un conflicto importante 
con la familia del anciano por las presiones que esta puede ejercer 
en un sentido o en otro, al atribuirse el papel de intérprete. Hay 
que repetir que, con mayor frecuencia de la que se piensa, los inte-
reses y deseos del moribundo y los de su familia pueden no ser 
coincidentes.
La diferencia fundamental entre la asistencia médica al suicidio y la 
eutanasia voluntaria activa estriba en que, en el suicidio asistido, el acto 
final corresponde sólo al paciente y se reduce enormemente el riesgo 
de coacción por parte de médicos, familiares y otras fuerzas sociales. 
El papel del médico se limita al de consejero, testigo y facilitador de 
los medios. Es el paciente quien decide actuar o no. Se trata de una 
alternativa especialmente valorable en el anciano.
Como criterios clínicos que justificarían la participación médica 
en un suicidio asistido, Quill, Cassel y Meier (1992) proponen los 
siguientes:
-
miento muy grave y no controlable. Todo ello debe conocerlo el 
paciente, así como las posibles alternativas terapéuticas.
de un tratamiento inadecuado.
proceder de forma clara, repetida y libre del propio enfermo.
su capacidad de juicio y es capaz de entender todo lo que implica 
su petición.
una relación médico-paciente óptima y, en la medida de lo posible, 
con un conocimiento previo directo de la enfermedad por parte del 
médico.
asegurar que la propuesta del enfermo es voluntaria y racional, así 
como la seguridad diagnóstica y pronóstica.
Por último, cabe requerir una constancia escrita y firmada por cada 
una de las partes implicadas acerca de todos los aspectos mencionados.
En una época en la que proliferan las sociedades proderecho a morir 
dignamente y donde cada vez es más frecuente encontrarse con los 
denominados testamentos vitales, merece la pena reflexionar sobre estos 
puntos. Frank Ingelfinger, que fue director del New England Journal of 
Medicine, comentaba poco antes de morir, en un editorial de la revista, 
que a la vista de lo que ocurre diariamente en nuestros hospitales con 
frecuencia resulta un auténtico sarcasmo hablar de muerte digna y que, 
tal vez, a lo máximo que el médico puede aspirar es a no añadir más 
indignidad al hecho de morir.
En una línea parecida, López Aranguren (1992) señalaba, en rela-
ción con la muerte del anciano, que el individuo nunca puede ser 
en sentido estricto protagonista de su propia muerte. Siempre será, 
por definición, el sujeto pasivo. Nosotros no nos morimos, «somos 
muertos». La máxima aspiración en este terreno, señala, es una muerte 
estéticamente digna. Dignidad equivaldría a la valoración de la propia 
vida por los demás y ante los demás. La muerte —decía— siempre es 
sólo un espectáculo en el cual nos morimos para los demás. ¿Qué pedía 
él a la muerte? Cuatro cosas: que sea un espectáculo decoroso, que no 
desdiga de lo que fue nuestra vida, que lo sea en compañía y no en el 
aislamiento tecnológico, y que tenga lugar en el propio entorno en 
el que hemos vivido.
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1266 SECCIÓN X Geriatría
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